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Káñina

On-line version ISSN 2215-2636Print version ISSN 0378-0473

Káñina vol.47 n.2 San Pedro de Montes de Oca May./Aug. 2023

http://dx.doi.org/10.15517/rk.v47i2.55802 

Artículo

Determinarse como escritor argentino: la lengua «afantasmada» de Alan Pauls

Determining oneself as an argentine writer: The ''ghostly'' language of Alan Pauls

Emiliano Rodríguez Montiel1 
http://orcid.org/0000-0002-8050-9151

1Universidad Nacional de Rosario (UNR), Instituto de Estudios Críticos en Humanidades (IECH). Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Becario posdoctoral. Doctor en Letras, Rosario, Argentina. Correo electrónico: rodriguezmontiel@iech-conicet.gob.ar

Resumen

El presente artículo se centra en el comienzo literario de Alan Pauls, en específico, en sus dos primeras novelas: El pudor del pornógrafo (1984) y El coloquio (1990). Mediante el análisis del sistema de correspondencias europeo y extemporáneo (Kafka, Klossowski, Goethe, Bataille) que interviene en el proceso creativo de dichos textos, esta argumentación busca evidenciar, en primer lugar, el contexto inmediato con el cual esta narrativa decide, desde sus inicios, antagonizar aquellas escrituras afines a la idea de un hacer literario vinculado a la politización, el memorialismo, la función pedagógica, el folklorismo y , en segundo lugar, unido estrechamente a lo anterior, el conjunto de elecciones (temáticas, teóricas, filiatorias, formales y valorativas) que Pauls toma para hacerse un lugar en su tradición nacional. Una condición argentina de escritor, es decir, universal, cuya traducción formal, tal es nuestra hipótesis, es la composición de una lengua «afantasmada»: una lengua tallada desde adentro por otras lenguas, capaz de exiliar del propio tiempo a quien escribe para inventarle su propia contemporaneidad.

Palabras clave: Relatos de comienzo; Alan Pauls; Grupo Shangai; anacronismo; literatura argentina contemporánea.

Abstract

This paper focuses on Alan Pauls' literary beginnings, specifically on his first two novels: El pudor del pornógrafo (1984) and El coloquio (1990). Through the analysis of the European and extemporaneous system of correspondences (Kafka, Klossowski, Goethe, Bataille) that intervenes in the creative process of these texts, our argumentation aims to evidence, firstly, the immediate context with which this narrative decides, from its beginnings, to antagonize: those writings related to the idea of a literary work linked to politicization, memorialism, pedagogical function, folklorism. And, secondly, closely linked to the above: the set of choices (thematic, theoretical, filiatory, formal and evaluative) that Pauls takes to make a place for himself in his national tradition. An Argentine condition of writer, that is, universal, whose formal translation, such is our hypothesis, is the composition of an ''aphantasmed'' language: a language carved from within by other languages, capable of exiling the writer from his own time in order to invent his own contemporaneity.

Keywords: debut novel; Alan Pauls; Shanghai Group; anachronism; contemporary Argentine literature

1. La lengua afantasmada

En «Elogio del acento», ponencia leída en el marco del congreso Literatura argentina: adentro y afuera (NYU, 2005), Pauls narra una escena de su infancia. Invitado por Silvia Molloy y Mariano Siskind a reflexionar acerca de los vínculos identitarios y filiatorios que su escritura establece con el problema de lo propio, Pauls comienza su texto relatando una experiencia de trance en la niñez (Molloy y Siskind, 2006)1. Él, chico de clase media ilustrada, frente a su televisor en blanco y negro en el barrio de Colegiales, queda prendado por el acento castellano de los cantantes extranjeros que desfilan por los programas de los sábados. No es que le gusten, aclara enseguida, estas canciones entonadas por Roberto Carlos, Nicola di Bari, Gigliola Cinquetti, Ornella Vannoni o Salvatore Adamo, «artistas populares, masivos, vulgares, ignorados o incluso despreciados por los taste makers de la cultura argentina culta» (Pauls, 2012, p. 197). Lejos de circunscribirse a lo que Barthes llama «el orden del studium» (músicas pertinentes, culturalmente placenteras, acorde a sus expectativas de edad, clase, recorrido intelectual), explica que estas canciones son «puro punctum, inesperadas, arteras, excéntricas al gusto; perturban y fascinan» (p. 199). Se trata, por un lado, del reconocimiento de una disposición, desde la infancia, hacia un tipo específico de estímulos: aquellos cuya naturaleza es ante todo indirecta, opaca, matizada. Y, al mismo tiempo, del reconocimiento de una aversión, o fobia, hacia aquellos fenómenos carentes de tal proceso de perturbación (p. 203). Si el acento de estos brasileños e italianos provoca tal goce, dicho de otro modo, es porque el castellano de segunda mano que entonan funda, confiesa Pauls, una experiencia estrábica: la del extrañamiento. Según confiesa:

«Esto que estoy escuchando no está bien». Y pensaba bien porque lo que escuchaba, en efecto, no era italiano, no era castellano, no era argentino, no era ni siquiera ese pidgin inventado por el género del sainete que es el cocoliche, la lengua artística, babélica, que la inmigración habla a menudo en la literatura argentina. Era simplemente una lengua mal impresa, fuera de registro, como se dice de esas imágenes que, volcadas sobre un papel barato, poco sensible a las delicadezas cromáticas del original, se ven sucias, corridas, multiplicadas en capas y capas de colores distintos (…) Era una lengua tallada desde adentro por otra lengua. Una lengua, digamos, afantasmada (Pauls, 2012, p. 200).

Una lengua que es tallada desde adentro por otra lengua. Esta definición, que le servirá, por otra parte, para hacerle frente a las preguntas-consigna planteadas por el congreso («¿Hay una literatura nacional?», «¿qué determina que uno sea ''un escritor argentino''?», «¿cómo se tejen las relaciones entre autor, lengua, escritura y nación?»), es tomada aquí como figura, o imagen, para pensar la prosa de El pudor del pornógrafo (1984) y El coloquio (1990) (Molloy y Siskind, 2006, pp. 10-11). Si la idea de una «lengua rondada por otra» le funciona a Pauls para pronunciarse en contra de toda convicción identitaria -de ese «tono único y uniforme con el que se alienta a suscribir a un ser único y uniforme: el ser argentino»-, a nosotros nos resulta provechosa para explorar los dos grandes problemas sobre los que giran dichas novelas: la lengua y la tradición (Pauls, 2012, p. 202). Es en los dos términos de la expresión, «lengua» y «fantasma», donde advertimos que se encuentra condensada la singularidad del comienzo de la escritura paulsiana. Ante todo, porque El pudor y El coloquio son dos narraciones que se interrogan, temática y formalmente, por la materialidad del lenguaje, por su capacidad de tornarse cuerpo, en el caso de la primera, y hecho, en el caso de la segunda. Y, asimismo, porque ambos títulos están compuestos sobre una horma fantasmagórica, a la vez europea y extemporánea; una que, poniéndose al servicio de dos géneros (el epistolar y el policial), es integrada por Franz Kafka, J. W. Goethe, Pierre Klossowski y Georges Bataille. El uso del adjetivo «afantasmada» es aquí comprendido según dos acepciones: la que provee Borges y la que suministra Barthes. Demostrando hasta qué punto ambos autores pueden armonizar sobre una misma conciencia literaria, Pauls, al definir como «fantasmático» el acento ítalo-argentino o argentino-brasileño de los cantantes extranjeros, pone al descubierto dos de sus presupuestos teóricos: la idea borgeana de «precursor» y la noción barthesiana de «influencia». En su intento por pormenorizar el «extraño delay» que lo moviliza en su niñez, y, sobre todo, en su búsqueda por desmarcarse de los axiomas del nacionalismo populista que lo acechan en tanto escritor argentino -«la seducción de toda identidad plena»-, Pauls recurre a un término cuyas premisas (tal es nuestra hipótesis) invocan tácitamente a sus dos escritores favoritos (Pauls, 2012, p. 202). Por un lado, la premisa de Borges es la siguiente:

Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría (…) El hecho es que cada escritor crea sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro. En esta correlación nada importa la identidad o la pluralidad de los hombres. (Borges, 2011a, p. 135)

Por otro lado, recuperamos la premisa obtenida de Barthes:

El objeto inductor no es, sin embargo, el autor del que hablo sino más bien lo que éste me lleva a decir de él: yo me influencio a mí mismo con su permiso: lo que digo de él me obliga a pensarlo de mí mismo (o a no pensarlo), etc. Hay pues que distinguir los autores sobre los que uno escribe y cuya influencia no es ni exterior ni anterior a lo que de ellos decimos, y (concepción más clásica) los autores que uno lee; pero de éstos, ¿qué me viene? Una suerte de música, una sonoridad pensativa, un juego más o menos denso de anagramas. (Tenía la cabeza llena de Nietzsche, al que acababa de leer; pero lo que yo deseaba, lo que yo quería captar, era un canto de ideas-frases: la influencia era puramente prosódica). (Barthes, 1975, p. 142).

Leídas una después de la otra, ambas sentencias componen una definición conjunta de lo que Pauls concibe como influjo: el escritor, desoyendo los imperativos deterministas del historicismo literario, tiene libre albedrío de dar cita a identidades extrañas a su tradición, tiempo y espacio, porque lo que verdaderamente se convoca, lo que en definitiva le llega al escritor de los autores con los que intima en la lectura, es una prosodia. Quiere decir: un cómo (un acento, una idiosincrasia o música) y no un qué (lo estrictamente narrado). Dejarse influenciar por un escritor consiste, en otras palabras, en concederle al pensamiento la posibilidad de ser afectado por una modulación que, una vez expropiada como idea, pueda participar del proceso creativo. Así pues, la noción de «lengua afantasmada», concepto que no hace sino refrendar las hipótesis ya enunciadas en torno a «El escritor argentino y la tradición» y Cómo vivir juntos (2003), deviene ruta de exploración del inicio narrativo de Pauls2. Un trayecto cuyos focos de atención son esencialmente tres, provistos todos por Caparrós (1989) en su intento por definir los rechazos y adhesiones de Babel; a saber: el espacio (la Buenos Aires kafkiana), los géneros menores (el epistolar y el policial, las cartas eróticas de un célibe y el relato coral de un crimen literario) y el tiempo (el histórico y el personal, el que se desmarca de los imperativos historicistas de los 80 y aquel que reordena, retrospectivamente, la propia obra)3.

2. La Buenos Aires kafkiana

Para empezar, podríamos reparar en lo que gran parte de la crítica -escasa, por cierto- ha dicho por separado sobre ambas novelas: tanto en El pudor como en El coloquio sobrevuela una atmósfera exótica, más afín a los cielos centroeuropeos que al que puede provenir de Buenos Aires en los 80 (Caparrós, 1989; Gramuglio, 1990; Sarlo, 2007)4. Aquí se hace referencia a «atmósfera» y no «lugar», porque a diferencia de otras novelas coetáneas -pertenecientes a un fenómeno que Sandra Contreras describe como «boom exótico» (Contreras, 2002, p. 70)-, las narraciones de Pauls refieren el afuera, no lo adoptan como espacio diegético donde desarrollar la historia. En otras palabras: si es posible hablar, salvando las diferentes búsquedas estéticas, de una China de Aira, un Egipto de Laiseca o una Persia de Guebel, no sucede así con la Viena o la Praga de Pauls. Se trata de una apuesta estética por el extrañamiento del color local que implica, antes que una emigración geográfica (ambas novelas siguen ubicándose en Buenos Aires), una emigración formal. La extranjerización paulsiana es ante todo un efecto de estilo, ocasionado por la serie de alusiones -la serie de «fantasmas»- que exilian su escritura respecto de la lengua en la que escribe5.

Sintonizando con una vasta tradición nacional -aquella que, a razón de Piglia, se funda en la cita en francés del Facundo y es proseguida con fuerza por las lenguas exiliadas de Borges, Arlt, Gombrowicz y Macedonio-, lo que está en juego en los comienzos de la narrativa de Pauls es el manejo y la apropiación de la literatura europea. Estamos recuperando, claro está, las hipótesis de los sendos ensayos de Ricardo Piglia «Notas sobre Facundo» de 1980 y «¿Existe la novela argentina? Borges y Gombrowicz» de 1987; hipótesis que, se sabe, tendrían su cuarto de hora literario en boca de Renzi en Respiración artificial. No es insignificante el que dichos textos hayan aparecido en los mismos años en los que se escriben las novelas de Pauls. No lo es porque, por un lado, permiten de cierto modo establecer, en el terreno de la conjetura, los frutos de un intercambio personal -una amistad- que entrambos mantendrían por aquellos años y que tanto uno como el otro han referido en clave confesional (ver: Arias, 2021; Piglia, 2017, pp. 49-59; Pauls, 2018, p. 91). Y por otro, yendo a lo que interesa resaltar aquí, porque la idea de estilo «exiliado» que se anida en tales intervenciones -idea compartida por otro ensayo próximo a la órbita de lecturas de Pauls, «Exilio y literatura» de Saer (1979) -, se encuentra investida por un valor. Como bien señala Sandra Contreras (2002), tanto la posición de Piglia como la de Saer confluyen en lo siguiente: la «gran tradición» de la literatura argentina, su «verdadera» expresión, es aquella cuyos escritores han sabido -parafraseando la célebre frase de Proust- «instalarse en la propia lengua como un extranjero» (p. 69). Contreras explica que, para Saer, el exilio es la propiedad que define «la condición misma del escritor, la marca en la praxis literaria de una autenticidad en tanto resistencia, en la expresión, al reino del estereotipo» (p. 70), y para Piglia, «el dispositivo de valor que permite distinguir, en la historia de los estilos del siglo XX, los estilos auténticamente nuevos» (p. 70). Así, estos son aquellos estilos cuya disonancia prosódica -las lenguas anómalas de Arlt, Gombrowicz, Macedonio- transgrede las convenciones dominantes de la lengua literaria (léase el borgismo, y antes el lugonismo, devenido modelo de la lengua nacional, el estilo que le tiene «horror a la mezcla» y que se ha vuelto garantía escolar del «buen uso de la lengua») (Piglia, 1980).

Búsqueda de la condición escritora, búsqueda de un estilo auténticamente nuevo: haciendo suyas estas empresas, Pauls, conocedor por otra parte de las teorías de la desterritorialización vigentes en aquella época (por ejemplo, el Extraterritorial de Steiner, el Kafka y Mil Mesetas de Deleuze y Guattari), comienza su periplo literario queriendo sintonizar con la gran tradición de la literatura nacional (Pauls, 2014). Al componer una literatura rondada por fantasmas -o al optar, en otras palabras, porque sus primeras dos novelas sean interferidas por otras lenguas al punto de volverlas hoy irreconocibles (carentes del tono, el ritmo, el vértigo que define, desde Wasabi, su marca estilística: la frase extensa y laberíntica)-, Pauls no hace sino enunciar un deseo: que su obra de narrador joven porte las cualidades necesarias para ajustarse a los criterios de valor de sus maestros indiscutidos. Es en esta dirección que leemos la siguiente entrada del Diario de Piglia, donde muestra su aprobación por la aún inédita y casi adolescente escritura de Pauls (¿otro de sus aciertos retrospectivos?): «Alan es muy inteligente y escribe muy bien. (A diferencia de Miguel Briante) es más completo, más culto, y se puede esperar de él lo mejor» (Piglia, 2017, p. 51)6. Es también en esta dirección que leemos las hipótesis que vertebran dos ensayos de Pauls escritos por aquellos años - «Arlt, la máquina literaria» (1989a) y «Lengua: ¡sonaste!» (1989b)-, proposiciones que no hacen sino retomar la tesis pigliana para describir y encomiar la naturaleza singular de la lengua artliana y lamborghiniana7. Y es, por último, en esta dirección que leemos uno de los fragmentos del manifiesto de Shanghai, escrito casi a finales de 1987, el mismo año del ensayo de Piglia:

En Shanghai la cocina sabe con el sabor indefinible de la mezcla, en platillos donde resultaría veleidoso y grotesco todo intento de llamar al pan, pan, y al vino sake. Shanghai suena a chino básico, y sólo lo incomprensible azuza la mirada. (Caparrós, 1993, p. 526).

Sonar a chino básico: he ahí la clave para iniciar, a lo grande, un proyecto editorial, en el caso de Babel, y un proyecto literario, en el caso de Pauls. De lo que se trata, en el fondo, para Pauls, es de sacar provecho de esa posición -esa fuerza- irreverente que la tesis borgeana le atribuye a la literatura argentina respecto de las grandes corrientes de la cultura europea. Se trata de reemprender, por proponer un caso ejemplar, el camino que Borges toma al deformar ciertos elementos de Buenos Aires en «La muerte y la brújula». Al trocar el nombre del Paseo Colón por Rue de Toulon, o el de las quintas de Adrogué por Triste-le-Roy, al emplear, en calidad de topónimo, ciertos apellidos europeos para nominalizar a sus personajes (Treviranus; Lönnrot; Scharlach), Borges, lo cuenta él mismo, halla finalmente «el sabor de las afueras de Buenos Aires» (Borges, 2011b, p. 311)8 sin proponérselo, sin esa aspiración localista que puede reconocérsele en, por ejemplo, Fervor de Buenos Aires (2011c), cuando mitifica a través del canto sus calles, sus barrios, sus plazas, sus prácticas y busca entreverar la propia biblioteca extranjera sin caer por ello en un lugar ya uniformizado. Ahora ¿no es esto acaso lo que hace Pauls, sin proponérselo también, con el barrio porteño de El coloquio, al bautizar sus calles y habitantes con el idioma kafkiano? La casa en torno a la cual gira toda la novela se ubica en «el número 36 de la calle Praga» (Pauls, 1990, p. 24); dos de sus personajes llevan por nombre los apellidos de dos amigos judíos de Kafka, Max Brod y Franz Werfel (ambos escritores en una lengua que tampoco es la materna: la alemana); la pareja protagonista, Pablo Daniel F. y Dora D., emula en la abreviatura y anonimato de sus nombres la poética nominalizadora kafkiana («Josef K.» o simplemente «K.»). Esto explica por qué a María Teresa Gramuglio (1990) la novela le «suena muy argentina» (p. 4), o por qué a Alejandro Katz (1990) El coloquio le parece que «manifiesta la Argentina de los años recientes» (p. 8). Así, se trata de sonar a chino básico, sonar como suena la lengua de Kafka.

Sonar o más bien «respirar». Pues, si Borges le imprime a su ciudad cosmopolita un clima pesadillesco, más próximo al cielo lúgubre de los cuentos de Poe que al atardecer bullicioso del arrabal porteño (Borges, 2011c, p. 50), Pauls hace lo propio inoculándole al ambiente de El coloquio un aire kafkiano. El mismo que asfixia a Joseph K. en El proceso, el mismo que impregna la habitación de Gregorio en La metamorfosis: un aire viciado, de encierro, que todo lo entorpece y lo ralentiza. Un aire que no puede circular, que es incapaz de renovarse porque la novela, a diferencia de El pudor, carece de aberturas. Su único ambiente, un recinto nunca explicitado (¿Qué es?: ¿una comisaría?, ¿una sala de interrogatorio?, ¿la vereda de la casa de la víctima?), reúne a seis personajes (dos policías, un psiquiatra, un testigo, el padre del victimario y su esposa) con el propósito de dilucidar un delito: el asalto nocturno de Pablo Daniel F. a la casa de Dora D. La novela es esencialmente eso: la congestión de un grupo de voces contrapuestas (el de la policía, la psiquiatría, el sentido común) que discurren, hasta la extenuación y el delirio, sobre un hecho al que no paran de brotarle hipótesis insospechadas. Ya lo dijo Piglia (2005): la interrupción es el gran tema de Kafka y su estilo un gran arte de narrar la interferencia (p. 45). Lo que se obstruye en El coloquio no es otra cosa que la historia misma, su prosecución en el sentido más cronológico y pedagógico: ni principio, ni final, solo marcha y contramarcha ocasionadas por el sinfín de digresiones de sus personajes. De ahí que su prosa, un único párrafo de 186 páginas, se desembarace de los puntos y aparte para embarrarse de paréntesis, guiones y comas (no se trata de cortar, sino de obstaculizar). Y de ahí que a Beatriz Sarlo (2007) el relato le parezca «inconsumible» (p. 441): contra toda función didactista, que tranquiliza el argumento moldeándolo según el clásico tren conclusivo (inicio-nudo-desenlace), El coloquio dilata el decurso de la narración hasta volverlo exasperante.

Morosidad de la escritura, impaciencia en la lectura: la traducción ficcional de este tempo es la paulatina zozobra que los personajes ganan a medida que avanza la novela. Circunspectos en un principio, los actores allí reunidos empiezan poco a poco a perder los estribos cuando la discusión se vuelve insostenible, cuando el aire embutido del ambiente termina de esquilmar toda deferencia: el policía subordinado mastica una hoja de papel de su libreta, más tarde expele «dos gusanitos fecales» (Pauls, 1990, p. 85) para demostrar su rechazo a la hipótesis del psiquiatra; el policía en jefe coloca el caño del arma reglamentaria en la boca del testigo, luego, al querer golpearlo, estrella «de lleno su cabeza contra el poste del teléfono» (p. 88); y así, en varias circunstancias más (ver Pauls, 1990, p. 89; p. 106). De lo que se trata, con esto, es de señalar el uso específico de la espacialidad kafkiana en El coloquio. Una torsión que bien podría adjetivarse como aireana, en tanto que es Aira quien lee a Kafka como un escritor cómico, rehuyendo así del consenso crítico que orbita en torno a su poética (este es: la comprensión de Kafka como un escritor existencialista, marxista o fantástico). En el prólogo a su traducción de La metamorfosis, Aira (2006) lee dicho texto como una comedia familiar, muy al estilo soap opera de televisión, como Alf, Mister Ed «o cualquiera de esas pueriles diversiones que surgen de introducir un elemento extraño en la menos extraña de las situaciones» (p. 9). Y sigue: «Kafka consideraba humorístico este relato. Y en efecto, ¿cómo podríamos considerarlo trágico, o siquiera patético? ¿Acaso alguien se ha transformado en insecto alguna vez?» (p. 9). En un sentido homólogo, Pauls precipita el litigio interminable de sus personajes, la crispación que genera, no hacia las turbaciones convencionales del mundo kafkiano (aquella visión que doblega al héroe de El pudor al trabajo y que habitualmente se emplea para caracterizar los males de burocracia moderna: alienación, dominación, angustia, arbitrariedad, desolación), sino, antes bien, hacia el humor. Uno enraizado, como anticipa la contratapa, a la lógica del slapstick de Buster Keaton o Charlie Chaplin: humor físico hecho de golpes, porrazos, vituperios e insultos varios.

Toda primera novela es «un archivo de influencias», afirma Matilde Sánchez (2011, p. 10) en el prólogo a la reedición de La ingratitud. Y El pudor del pornógrafo no es la excepción. Aquí la espacialidad kafkiana, antes que manifestarse por topónimos o gags (la única referencia explícita es una llave grabada con «la letra K»), se tematiza de la forma más tradicional: en la habitación-cueva del narrador, recinto donde el héroe se ve sometido a causa del sinnúmero de cartas pornográficas que exigen ser respondidas. Dos son los relatos del checo que resuenan aquí: «La ventana a la calle» (1913), brevísimo texto que narra la historia de un hombre que vive en aislamiento y que solamente busca, «como hombre cansado que es, pasear su mirada apoyado contra el antepecho de su ventana, entre la gente y el cielo» (Kafka, 2005a, p. 24); y «Poseidón» (1920), cuento donde el rey de los mares no conoce mar alguno por estar demasiado ocupado administrando el papeleo de todas las aguas. Al igual que estos reclusos, el pornógrafo de El pudor es un prisionero, de su casa y de su trabajo: prácticamente no sale de su cuarto en toda la novela, y entre carta y carta encuentra sosiego solo al avistar a su amada desde la ventana. Así empieza la novelística de Pauls, con una escena de contemplación amorosa concebida como paréntesis laboral.

Será el propio Piglia quien repare en la figura de la cueva kafkiana, no ya como un lugar desdichado fruto de la alienación laboral, sino como un espacio utópico, inmejorable, para la escritura. Al igual que la biblioteca de Borges, la celda de Gramsci, la isla de Robinson Crusoe, el tren en Ana Karenina o el árbol en el medio de la guerrilla en los diarios del Che, la imagen de la cueva en Kafka proyecta, afirma Piglia (2005) en El último lector, una metáfora extrema de «repliegue, quietud y soledad» (p. 20). Ya sea por la hostilidad que supone la exterioridad del mundo o por la sociabilidad subyacente que arrastra la vida matrimonial (problemas caros en la vida del checo), la fantasía de la cueva representa un deseo íntimo de refugio, de corte abrupto con el afuera. Dice Piglia (2005): «(La que) sigue es la más extraordinaria descripción que se pueda imaginar de las condiciones de una escritura perfecta» (p.29), y acto seguido, cita un pasaje de una carta que Kafka le envía a Felice el 14 de enero de 1913:

Con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo estuviera instalado, detrás de la puerta más exterior de la cueva. (p. 29)

Observamos, aquí, cómo en una misma figura kafkiana, la de la cueva, se concentran dos polos, dos impulsos, opuestos: uno negativo, figurado en su literatura (el encierro como perjuicio de la vida práctica), y otro positivo, fraguado en sus cartas (el aislamiento como fantasía para la escritura). Un movimiento sin duda paradojal que El pudor retomará como motor de la ficción. En efecto, no solo los relatos de Kafka rondan fantasmáticamente la ópera prima de Pauls; como él mismo se encargará de aclararlo en el epílogo treinta años después -una operación autofigurativa de la que nos ocuparemos luego-, en su primera novela habitan, deformadas, las cartas que Kafka le escribió a sus mujeres, Felice y Milena.

3. Las cartas de un célibe

Si los guiños kafkianos antedichos contribuyen a vislumbrar el modo en que se configura el espacio en El pudor, sus cartas amorosas -cartas de un célibe ineluctable- resultan decisivas para dar cuenta cuál es el movimiento vector de esta novela, en qué radica, mejor dicho, la singularidad de la propuesta inicial de Pauls. Aquella que, sin más, le permite afirmar a Beatriz Sarlo (2000) que «Alan Pauls es un escritor muy atípico» y que El pudor se «desmarca extrañamente de un campo literario y de lo que se espera que fuera una 'primera' novela» (p. 5). La imagen que ilustra la tapa de la reedición de 2014, un óleo sobre lienzo del pornógrafo John Currin («Ann Charlotte», 1996), ayuda, de modo figurado, a trazar una respuesta. Teniendo como modelo las tapas de las revistas Playboy de los años 60 y 70 -un diseño dominado por el pin-up, la paleta de colores suaves y el plano americano- Currin pinta a una mujer de mediana edad sirviéndose de ciertos recursos de la técnica Old Master (en especial, la de Cranach, Courbet y Fragonard). Un cruce entre lo clásico y lo contemporáneo, entre lo alto y lo popular, que El pudor emula al entreverar el epistolario de Kafka con «los correos sexuales de las revistas eróticas (Penthouse y Oui)», las cuales, confiesa Pauls (2014), «robadas del placar de pulóveres de mi padrastro habían fogoneado mis días de adolescente» (p. 137). De esa mezcla está hecha El pudor. De este modo están usadas, pervertidas, las cartas amorosas del checo. El amor y la perversión. Alrededor de esta dualidad se estructura la complejidad de lo narrado, un binomio complementario, no adversativo, en el que entran a participar -para afantasmar aún más la lengua precoz de Pauls- Klossowski y su «ley de la hospitalidad» (Roberte, esta noche, 1953), y Bataille y su erotismo abyecto (Historia del ojo, 2016).

Si entendemos esta novela como germen del tratado amoroso de El pasado, El pudor se lee como una novelita sentimental, el relato de cómo dos amantes, al verse privados del contacto físico, construyen por medio de la escritura una correspondencia pulsional; o, si se quiere, la historia de un afecto linguístico en el que todo pensamiento, toda imagen y todo deseo se circunscribe al filtro del lenguaje, al sinnúmero de cepos que la palabra, en tanto dimensión arbitraria, le planta al sujeto al momento de «querer-asir al otro» (Barthes, 1977, p. 231). Si El pasado pone a disponibilidad por medio de Sofía la pregunta por la medida del amor (¿cuánto puede soportar un cuerpo los embates de la adversidad amorosa? ¿Hay acaso una frontera, sea cultural, psíquica o física, que limite el campo dentro del cual el enamorado pueda amar?), El pudor se interroga por la medida del lenguaje, por su capacidad de poder suplantar, con éxito, el cuerpo en la relación amorosa. Y el escenario elegido para poner a prueba esta resistencia es la carta. Aislado del mundo, recluido en su habitación-cueva, el narrador encuentra sosiego de su labor de pornógrafo en el intercambio epistolar con su amada Úrsula.

Se trata de soliloquio cuyo dramatismo -cuyo acento- evoca la fiebre amorosa del personaje tutor de los Fragmentos barthesianos: el Werther (1984) de Goethe. El patetismo con el que dirime sus emociones, la forma en que sobrecarga la superficie del lenguaje con exclamaciones y subjetivemas lacrimosos, así como el modo en que su carácter se condena a convivir en un péndulo anímico que va de la más exaltada plenitud («¡Oh, amor, decidida Úrsula, tus cartas me hacen tanto bien!») (Goethe, 1984, p. 19) hasta la más arrancada desesperación («No puedo seguir viviendo así») (p. 20), recuerdan al Sturm und Drang wertheriano. Tonificada por el uso de ciertos verbos aflictivos tales como «atormentar» (p. 26), «necesitar» (p. 32), «mitigar» (p. 32), «sacrificar» (p. 42), «sufrir» (p. 42), prácticamente no hay pasaje de la novela que no esté atravesado -inundado- por dicha estética (1984, p. 19; p. 20; p. 26; p. 32; p. 42). Se trata de una impronta, y, con ello, de una idea de amor que, concebida como una religión, sitúa retrospectivamente a esta novela como germen, o versión preliminar, del amor andrógino y total que practicará Sofía, la mujer-monstruo de El pasado.

Ahora bien, tal fervor por expresar el amor presenta, como contraparte, un deseo igualmente ávido por impugnar toda posibilidad de encuentro. La distancia espacial que el flujo de cartas instaura entre los escribientes funciona, sin duda, como coartada para no pactar una cita. Mediante el despliegue de lo que Deleuze y Guattari (1975) llaman, leyendo a Kafka, «una topología de los obstáculos» (p. 49) -esto es, una serie de pretextos que intercala el amante para amar sin ser visto -, el héroe de El pudor, con la excusa de su ajetreada labor de pornógrafo, reemplaza la acción de ir al encuentro con Úrsula por la acción de la carta en sí, es decir, su envío, su trayecto, las idas y venidas del cartero. De ahí que Don Máscara, el responsable de llevar y traer la correspondencia en la novela, ocupe un lugar tan relevante en el desarrollo de la historia, al punto de constituirse como el alter ego exacto del narrador. Oficiando de celestina y dealer epistolar, este «monigote» siniestro hace las veces de doppelgänger del héroe: de un lado el célibe y del otro el perverso. Si el primero, con su pudor hetero-monogámico, se entrega durante el día a la escritura amorosa, el otro, con su «impecable traje negro» y «burdo antifaz», se entrega, durante la noche, a los placeres abyectos del cuerpo (Pauls, 1984, p. 37). El pudor es, en esencia, este juego de desdoblamiento en el que desde dos esquinas lo dicho (el pudor de la escritura) y lo hecho (el deseo del cuerpo) se tensionan. Un conflicto de raigambre kafkiana, claro está, que Deleuze y Guattari explican así:

Kafka distingue entre dos series de intenciones técnicas: las que tienden a restaurar las «relaciones naturales» venciendo las distancias (el tren, el coche, el avión), y las que representan la venganza vampírica del fantasma y reintroducen «lo fantasmático» (el correo, el telégrafo, el teléfono inalámbrico). (Deleuze y Guattari, 1975, p. 48)

De esta condición vampírica, podríamos decir, está hecha la correspondencia de El pudor. Si Kafka se aferra a la mediatez inherente del género por temor a quedar atrapado, en la presencialidad, al contrato conyugal, el pornógrafo abdica del cuerpo del otro por miedo a que lo conquistado --lo acontecido - en el terreno del lenguaje (confesiones, proyecciones, fantasías e imágenes) se pierda. El resultado es una telaraña de idealizaciones en la que el remitente queda atrapado por la proyección imaginaria del otro. El cuerpo en estos relatos es algo de lo que se puede prescindir, incluso, algo de lo que se tiene que desertar. El verdadero motor de la relación es la carta. Se escribe no para poder materializar un encuentro (función apelativa) sino, antes bien, para poder seguir escribiendo (función poética) (Pauls, 1984). El amor es, por ello, ante todo fantasmático: se ama, se desea, se escribe a un fantasma.

Ahora bien, si con Kafka y con Goethe la novela pone su acento en la pasión alta del amor, con Bataille y Klossowski se introduce en el orden bajo de la abyección. Una exclusivamente infantil, cabe aclararlo, puesto que el narrador, al igual que un niño, «no sabe nada de sexo» (Pauls, 2014, p. 138). Otro rasgo de la fraudulencia paulsiana: sus héroes no saben ejercer la profesión que les toca por suerte. Escritores inhábiles que ven imposibilitada la tarea de escribir (Wasabi), traductores afásicos que se quedan sin habla (El pasado), policías ineptos que entorpecen el crimen que deberían resolver (El coloquio), pornógrafos que son vírgenes (El pudor). De lo que se trata en este último es de la puesta en marcha de un erotismo -una estimulación sensorial - que incluye la masturbación y el voyerismo, pero jamás el coito. Como los adolescentes batailleanos de Historia del ojo (2016), los cuales, sin considerar necesaria la copulación para alcanzar el éxtasis, se orinan, se masturban y se ensucian con la ayuda de una miscelánea de fluidos propios y ajenos (semen, flujo vaginal, sangre, vómito, clara de huevos, leche de gato, testículos de toro). O como el joven Antoine en Roberte, esta noche (1953), a quien su tío lo encierra en un cuarto oscuro para proyectarle una fotografía de su tía semidesnuda. Así, la fiesta sexual de El pudor se estanca en la fase visual, no hay consumación ni estadio motor, sino solo juegos preliminares, siendo el ojo, al posarse sobre la letra y sobre el amado, el órgano sexual que suplanta a los genitales. El sexo en El pudor no se hace, se lee. Todo el placer que el coito tiene para conceder en tanto práctica lúdica los amantes lo reemplazan por el bálsamo masturbatorio de las cartas. El flujo incesante de ellas, su lectura, la dimensión significante que posibilita, suple el sexo volviéndolo texto.

La escena final es ejemplar al respecto. Hacia el anochecer, el narrador es recogido por el mensajero y trasladado, a cara tapada, hacia un cuarto oscuro y vacío donde es encerrado con una carta en la mano. Desde allí, cautivo en esa celda kafkiana, abre la única ventana disponible y descubre a Úrsula, del otro lado del parque, copulando con el mensajero en su propio balcón. La carta va describiendo lo que sus ojos ven: «mientras yo avanzaba en la lectura, ellos no se quedaban atrás, y carta y espectáculo se copiaban mutuamente, precediéndose y sucediéndose hasta soldarse una con el otro en perfecto engarce» (Pauls, 1984, p. 129). Se trata, con la composición de este triángulo voyerista (anfitrión, anfitriona, invitado), del cumplimiento de una de las mayores leyes de la hospitalidad klossowskianas, a saber: que el invitado «pueda actualizarse en el goce del anfitrión» (Klossowski, 1953, p. 18). Al igual que Marcelle, quien se masturba escondida en un ropero viendo cómo sus amigos se manosean o del mismo modo que Antoine, que se excita observando detrás de una cortina cómo su tía es movida por un huésped, el héroe de El pudor se deleita contemplando cómo Úrsula tiene sexo anal con Don Máscara (Bataille, 2016; Klossowski, 1953). Testigo y protagonista, voyeur y copulador, ego y alter ego se reúnen en un mismo goce. El pudor es, en este sentido, además de una novela amorosa, un texto sobre el imaginario, la respuesta a qué es lo que ocurre cuando el doppelgänger se entrecruza con la delectación voyerista, o, si se quiere, una fábula sobre la mirada y el caudal de imágenes, formas y alucinaciones que puede un enamorado crearse a partir del cuerpo-letra del amado9.

Si la figura del doppelgänger, encarnada en Don Máscara, borra el límite que permite diferenciar lo fáctico de lo imaginario, lo verdadero de lo falso, -«De ese terror habla El pudor del pornógrafo» (Pauls, 2014, p. 141)-, entonces aflora, en la lectura, una vacilación: ¿es verdad? ¿Úrsula, Don Máscara, las cartas mismas, son reales? ¿Todas las evasivas que el pornógrafo proporciona para no consumar el encuentro no pueden ser leídas, acaso, como tretas de la mente? ¿El sube y baja emocional de la irracionalidad wertheriana no puede interpretarse, a la luz de esta sospecha, como la forma que adopta el trastorno del narrador? Dicho de otro modo: ¿no puede ser El pudor, de cabo a rabo, la narración del caudal de alucinaciones de un demente? La serie de sospechas que la novela arroja respecto de si Úrsula y el mensajero enmascarado son o no seres animados -«El espectáculo que se ofreció a mis ojos reveló entre sus detalles el germen de un trastorno» (p. 13); «desolada invención de una mente sublevada» (p. 28); «El delirio de mi cabeza imagina sin parar» (p. 54); «Me miro al espejo y lo que allí veo es un fantasma; no, peor que eso: la sombra de un fantasma que fue un hombre» (p. 113)- contribuye a que todo lo incluido dentro de este universo diegético (tiempo, espacio, personajes) sea leído como una fábula siniestra, «como una novela de terror» (p. 140).

En consecuencia, lejos de hacer pie en el verosímil realista, el amor sin cuerpo fraguado en las cartas no sería otra cosa que, siguiendo esta línea, fruto de las «divagaciones propias de un enfermo obsesionado por visiones fantasmales» (Pauls, 1984, p. 44). Una hipótesis en torno al doble fantasmagórico que explica(ría), en esencia, el móvil de por qué la novela lleva ese nombre: al igual que la Máquina de Macedonio en La ciudad ausente (1992) -por seguir alimentando retrospectivamente los préstamos piglianos-, el narrador de El pudor funcionaría literalmente como un pornógrafo, es decir, como una máquina que proyecta ominosamente su deseo. Así, entrecomillando por entero la novela, tomando distancia y mudando las herramientas para intercederla, otro es el sentido que emerge si se cuestiona su estatuto de verdad.

4. El crimen del escritor

Si el problema de la verdad en la ópera prima paulsiana es un problema tácito, solo atribuible a la razón imaginada de la lectura, en El coloquio se tematiza y ocupa un lugar central. Salvo que la cuestión aquí no gira en torno a si lo que leemos es verdadero o no. El asalto a la casa de Dora D. llevado a cabo por Pablo Daniel F. no se pone en tela de juicio. El meollo del asunto, el interrogante que administra, sobre la base de un relato coral, toda la economía del relato es qué tipo de verdad es la más legítima o la más adecuada para resolver el crimen: si aquella que se obtiene por vía de la arbitrariedad policial o aquella que se construye mediante el razonamiento científico. Dos modelos que son, al mismo tiempo, dos mundos: el de Brod, un agente de policía con treinta y cinco años de servicio y el del doctor Kalewska, director del Hospital de Enfermedades Nerviosas de la Universidad. Con sus variantes y deformaciones, cada uno de ellos, apoyándose en el saber refrendado de su profesión, abrevia una de las dos vertientes clásicas de la narrativa policial: del lado de Brod, la novela negra y el autoritarismo inepto de la Policía; del lado de Kalewska, la novela de enigma y sus reglas afianzadas en «el fetiche de la inteligencia pura» (Piglia, 1986, p. 60). Ninguno es detective y, sin embargo, ninguno se priva de lanzarse a la interpretación de los hechos.

El coloquio es, en última instancia, la contienda de dos modos de llevar adelante una investigación, la actividad básica del género. Si el pragmatismo despótico de Brod se obstina en esclarecer el acontecimiento mediante el cumplimiento exacerbado, desmedido, de la ley, el temperamento hipotético de Kalewska se preocupa por la salud mental del paciente-criminal. El primero gestiona los turnos de habla, administra la idoneidad de las hipótesis, regula la pertinencia de las expresiones y términos, amedrenta testigos, tortura sospechosos. El segundo, emulando el porte de un positivista decimonónico, concibe el delito de Pablo Daniel F. (léase: «destrucción de puerta de entrada, irrupción violenta en domicilio ajeno y tentativa de asesinato», Pauls, 1990, p. 20) no ya como un crimen de naturaleza jurídico-policial, sino, más bien, avalado por su Tratado sobre el sistema de lubricación de los nervios cerebrales, como un comportamiento propio de un «perturbado nervioso» (p. 20). El resultado es, como apuntamos previamente, una comedia de situación en la que Brod desacredita, mediante golpes, insultos y amenazas, el diagnóstico cerebral de Kalewska: «¡los servidores del orden deben actuar y no leer!» (p. 31). Este desmedro del intelectualismo en pos del sosiego bárbaro del Estado -una marca del policial negro que llegaría a disgustar a uno de los máximos difusores de la novela de investigación en Argentina: Borges- será leído por algunas intervenciones críticas en términos de un puente que El coloquio traza para tematizar (Castro, 2009) o denunciar (Ibáñez, 2013) la violencia de la última dictadura militar. Sea porque la lectura, desde la óptica de Brod, es definida como una «peste», una «escoria», «la auténtica plaga» que conduce al crimen (Pauls, 1990, p. 36), porque en la novela abundan episodios de abuso de poder por parte de la policía, o porque el nombre de uno de los personajes, el vecino-testigo Mossalini, no es otra cosa que una referencia velada al dictador Mussolini, Virginia Castro (2009) lee El coloquio como «una desquiciada parábola del fascismo» (p. 5). Susana Ibáñez, por su parte, en el marco de su tesis doctoral, agrupa al texto paulsiano dentro de las denominadas novelas neopoliciales.

Tomando distancia de estas lecturas (fundamentalmente porque resulta muy difícil, por las razones que más adelante explayaremos, distinguir una búsqueda paródica o denuncialista en Pauls), es otro el sentido que aquí se pretende dar a El coloquio. Uno cuyo modelo, o sonoridad pensativa, se encuentra una vez más en uno de los cuentos -quizás el más célebre- de Nombre falso: «La loca y el relato del crimen», de Piglia (1975). Allí, la disyuntiva entre pensamiento y acción, entre verdad proveída por el saber letrado y verdad construida con base en la desidia y la conveniencia estatal es puesta en marcha, al igual que en El coloquio, mediante la tensión entre dos personajes: Emilio Renzi, un joven periodista especializado en la fonología de Trubetzkoi que se gana la vida escribiendo reseñas literarias y el viejo Luna, director del diario. La historia es conocida: una copera es asesinada a puñaladas a la vuelta de un cabaret y Renzi resuelve el crimen analizando el discurso caótico de la única testigo, la loca Angélica Echevarne. Sirviéndose del saber linguístico aprendido en la Facultad de Filosofía y Letras, Renzi localiza en el monólogo repetitivo de Echevarne una frase nueva que revela el nombre del asesino. Uno que, a disgusto de Luna, es diferente al imputado por la policía. Renzi, triunfal, exige que se publique la primicia y Luna, incrédulo, lo desacredita, del mismo modo que Brod a Kalewska.

El desenlace es el mismo que Pauls, un par de años más tarde, tomará prestado para finalizar su primer relato: el hecho (policial, delictivo) se convierte en literatura. Si los delitos de «Amor de apariencia» -léase el robo reiterado a una librería y el posterior secuestro de un bebé-aparecen, en la página final, publicados en la columna literaria del diario local («amparados por un título tan ambicioso como ridículo: Filodoxia», Pauls, 1982, p. 230), en «La loca y el relato del crimen», Renzi, derrotado, se sienta frente a su máquina a mecanografiar -en un plot twistperfecto- lo que conocemos como el primer párrafo del cuento. El crimen, en ambos casos, está en la lengua: en la lengua psicótica de Angélica Echevarne, sin duda, pero también, fundamentalmente, en la lengua criminal del escritor. El cambio de estatuto que uno y otro personaje efectúan en el pasaje final se lee aquí como un delito perpetrado en nombre de la ficción. El escritor como criminal falsifica -«tergiversa, mutila, retoca» (Pauls, 1982, p. 230)- la experiencia, en provecho de que lo acontecido, lo que efectivamente ocurrió, sea leído como literatura. Se trata, en el fondo, de comprender que el género policial, antes que significar para Pauls un modelo a seguir -la imagen es la de una camisa de fuerza-, supone un punto de partida, un impulso, para la experimentación.

Así, ¿no es esta operación, precisamente, la que El coloquio pone en práctica, llevándola al extremo? Si todo policial narra, en su sentido más amplio y tradicional, dos historias, la del hecho en sí y la de su ulterior pesquisa (ver tan solo cómo Piglia divide en dos su relato), la novela paulsiana prescinde de la primera para implosionar la segunda. Esto es: volverla inútil mediante la saturación interna de desvíos, alejamientos, rodeos. Para decirlo mejor con Roberto Ferro (2010): Pauls desmantela los dos núcleos básicos que constituyen el genérico policial, el del crimen/misterio y el de la investigación/develamiento. En El coloquio no hay ni crimen (o al menos no crimen consumado: Bertoldo, paciente de Dora D., llega a impedirlo), ni misterio (una de las grandes bêtes noires de las ficciones paulsianas: la intriga), ni develamiento (es una narración sin primicias: todos hablan, desde el primer párrafo, de lo que ya saben). Solo investigación, pura y simplemente investigación, en el sentido más experimental del término: nada de resultados, arribos o puntos de llegada; solo sondeos, pruebas y ensayos. Su tarea -su voluntad- es «escribir por la escritura, para la literatura», tal y como reza el manifiesto babélico de Caparrós (1989, p. 44). Matar por la ficción, por el lugar íntimo, autónomo, que promete. Erradicar de la literatura todo afán anecdótico, didáctico e historicista, para que la escritura pueda comprometerse de lleno, sin estar atada a las grandes demandas sociales y políticas, con la forma. «¿Qué otra premisa básica podría tener la literatura sino la de, en efecto, escribir?», se pregunta Caparrós (1989, p. 44). El crimen de El coloquio, en este sentido, antes que perpetrarse por el lector Pablo Daniel F., lejos de ser un efecto de la lectura literaria tal y como llegan a afirmarlo los ojos de Brod -«Cada página leída era un paso hacia adelante hacia el crimen» (Pauls, 1990, p. 36)-, se consuma, en nombre de la literatura, por quien escribe.

5. Operación: nacer a destiempo

A los 27 años, en 1926, Borges decide rejuvenecer. A los 54 años, en 2014, Pauls decide envejecer. Los caminos y los objetos no son los mismos y, sin embargo, un propósito homólogo los enlaza: inventar la contemporaneidad de quien escribe. La primera, la de Borges, es historia conocida. La cuenta el propio Pauls (2000) en su ensayo sobre el escritor: Borges, queriendo nacer junto al siglo XX (el siglo de la modernidad, la vanguardia, el cosmopolitismo), altera en cuatro ocasiones su fecha de nacimiento: 1899 por 1900 (Pauls, 2000). El cambio es tenue, aclara Pauls, mínimo, y no obstante lo suficientemente manifiesto para señalar que el conflicto está en ese año -en ese siglo- del que se quiere extirpar: 1899, último eslabón de la Argentina premoderna, la patria chica de los gauchos, la pampa, el arrabal y el cuchillo. De forma más modesta, tergiversando no su natalicio civil sino literario, Pauls, conocedor de los frutos -las infinitas posibilidades- de la Operación Rejuvenecer borgeana, decide en 2014 poner en marcha el mismo procedimiento, pero de manera inversa. Esto es: escribiendo un texto que avejente su debut novelístico. El posfacio a la reedición de El pudor hecha por Anagrama es justamente eso: una construcción narrativa en la que su ópera prima, lejos de presentarse como un relato novel, se autofigura como un texto ya crecido, entrado en años, sorprendentemente coherente y entrelazado con su obra posterior. Como si El pudor, antes que datar los arrebatos y las dudas primerizas de un veinteañero en ciernes, fuera una narración cifrada, solo inteligible treinta años después a la luz de un derrotero prolífico que no hizo sino justificar conscientemente todas y cada una de las decisiones (teóricas, temáticas, de estilo) tomadas aún inédito. El secreto, la punta que nos habilita a sostener esta interpretación, es una confesión hecha ahí mismo, en el posfacio: «No releí El pudor (escribo esto sin haber mirado el pdf con las pruebas)» (Pauls, 2014, p. 140). Escrita así, con los ojos puestos desde y para el presente, a contrapelo de toda búsqueda -aunque sea ilusoria, aunque voluntarista- de reconstrucción fehaciente del pasado, esta coda autobiográfica reúne los requisitos para ser comprendida según lo que Julio Premat (2016), al teorizar sobre los inicios de la escritura literaria, define como «relato de comienzo» (p. 147).

Son tres los fundamentos que Premat (2016), en su reflexión general sobre el concepto, le reconoce al origen: ante todo, el origen es una obra del presente y no del pasado. Se lo define siempre después, nunca mientras está aconteciendo. «Es lo que no está, lo que puede evocarse, soñarse, representarse, buscarse pero no recuperarse» (p. 28). Al mismo tiempo, el origen no es un hecho, un evento «absoluto» e irrepetible, sino una invención, «una construcción narrativa que explica, post factum, el comienzo» (p. 29). Sus materiales no son ni arbitrarios ni originales: el origen, en tanto recreación de la memoria, se forja mediante «un repertorio reconocible», una serie de tópicos, arquetipos y metáforas «que se movilizan para desplegar cualquier mundo originario, cualquier pasado primigenio, cualquier comienzo pleno» (p. 29). Y, por último, el origen es un portador de sentidos, el lugar donde habita una verdad cifrada, una «determinación o explicación», de la obra por venir (p. 29).

Sobre la base de estas tres definiciones funcionales -el origen como pérdida que se idealiza en la mirada retrospectiva del presente, como trabajo creativo de la memoria y como prefiguración de un devenir-, Premat (2016) delimita tres niveles según los cuales pueden observarse, y comprenderse, los comienzos literarios. A saber: los inicios textuales (los primeros textos, la primera frase, novela o cuento), los procesos de escritura (los manuscritos, borradores, etc.) y, en subrayado, los relatos posteriores (sea de los propios escritores, los de la crítica, las editoriales, el periodismo, etc.). Estos últimos trascienden en forma de «episodio» o «peripecia precisa» que acompaña «la circulación de los textos, enmarcando sus efectos y completando sus significaciones varias» (p. 147). Adscribiendo a las formulaciones del Beginnings de Edward Said, Premat afirma que el momento inaugural en la carrera del escritor «ha dejado de ser el resultado de una iniciativa personal y siempre es percibido desde el presente: es una función discursiva de la que sus promotores se sirven ''para completar, a su manera, lo que se escribió o lo que se deseó escribir''» (pp. 18-19). Su función es doble: orientar la legibilidad de la obra posterior y favorecer, en tanto «complemento narrativo», a la construcción de una figura de autor (p. 147). Y esto es, precisamente, lo que hace Pauls al epilogar El pudor: fabular retrospectivamente su debut como escritor armonizando su íncipit -sus decisiones estéticas- con los intereses vigentes de su presente narrativo.

Para empezar, allí están, debidamente explicitados, todos y cada uno de los materiales a los que anteriormente hicimos referencia para analizar el proceso creativo de El pudor: los géneros menores («Mi dieta de entonces era lo que la época llamaba ''géneros menores'', categoría despectiva de la que el espíritu militante de la crítica instaba a apropiarse», Pauls, 2014, p. 137), las cartas («Para mí, no había otras cartas que las que Kafka escribió a sus mujeres, Felice y Milena», p. 137), y la teoría («Un libro memorable de Deleuze y Guattari me había enseñado a leerlas al mismo nivel que El proceso o La metamorfosis», p. 140). Pero también, y esto es lo importante, están los lazos retrospectivos, aquellos puentes tendidos desde el presente para hermanar los pasos a ciegas del novato con la sabiduría iluminadora del adulto. Pues, a los veinte años, Pauls no había leído la literatura de Puig y, no obstante, al repasar cómo las primeras reseñas críticas leyeron en clave paródica a El pudor, afirma: «Sin saberlo, estaba de algún modo en una situación parecida a la de Manuel Puig en 1968, cuando publicó La traición de Rita Hayworth y el veredicto ''parodia'' cayó sobre el libro» (p. 141). Tampoco había leído a los veinte años el Werther de Goethe y, sin embargo, buscando robustecer y acaso mejorar lo experimentado en su ópera prima, sostiene: «Tal vez Werther, leído demasiado tarde, sea el eslabón perdido entre El pudor y El pasado» (p. 146).

Es en la condición ahistoricista de El pudor donde este gesto de resemantización del comienzo se lee con toda su fuerza. La dictadura, la bête noire de todos los babélicos, es, en efecto, el topos que más resuena por su absoluta ausencia en la novela (Pauls, 2014). Se trata de una deliberada indiferencia hacia la historia reciente, que se traduce en un premeditado alejamiento hacia los tonos, los temas y los problemas de aquella novelística abocada a la tarea de figurarla en clave (Sarlo, 1987; Gramuglio, 2002). A contrapelo de esta tónica preocupada por resolver el enigma del presente, El pudor se dedica a obliterar la prevalencia de la dictadura recurriendo a los fantasmas centroeuropeos antes mencionados. A continuación, recuperamos íntegramente un pasaje del posfacio donde hace subrepticiamente referencia a dicha cuestión. Consideramos que es precisamente allí, en el desenredo de sus palabras profesadas en torno a la coyuntura histórica, donde se evidencia el trabajo del posfacio en tanto relato:

¿Era paródica El pudor? Algo en la retórica de la novela (...) parecía indicar que sí: cierto arcaísmo enfático, el experimento con una ingenuidad sofisticada, el placer de flirtear con formas de comunicación vetustas (...) Así, en todo caso, la leyeron los pocos que la leyeron. Así la leí yo, probablemente, las pocas veces que me tocó hablar de ella. (Creo que contesté dos entrevistas, las dos hechas por amigos.) Leímos distancia (sic) y los instrumentos para fabricarla (archivo, tradición, citas, déjà-vus), pero pasamos por alto aquello respecto de lo cual la novela se forzaba a poner distancia, ese agujero negro del que había que mantenerse lejos, a salvo, como asunto de vida o muerte, y que, distanciado y todo, latía en la novela como un corazón peligroso. (Pauls, 2014, pp. 139-140).

Si, al decir de Premat (2016), el qué de la literatura («qué autor, qué obra, qué texto») solo es explicable a partir de un relato, el relato de los comienzos, es decir un cuándo - «cuándo se forma un escritor, cuándo se escribe un texto, cuándo se inicia una forma», etc. - (p. 11), la pregunta por el momento en que aparece el posfacio y, sobre todo, el momento en que es formulado el reparo arriba exhumado (haber pasado por alto la lectura historicista) no son menores. Queremos decir: ¿por qué ahora, justo en 2014, Pauls habilita leer de otra manera su primera novela? ¿Qué acontece entre 1984 y 2014 para que la cuestión del horror dictatorial adquiera la dignidad de horizonte interpretativo? ¿Es acaso posible que el bloque oscuro de 1976-1982 lata más fuerte treinta años después que en la inmediatez y el calor de su publicación? El ahistoricismo de Babel, ¿es en 2014 un disvalor?

Sírvase como respuesta el siguiente dato: en 2013 Pauls publica Historia del dinero, continuación de Historia del llanto (2007) e Historia del pelo (2010), su trilogía alrededor de los 70. En ella, y desde 2007, explora desde la «distancia» las mayúsculas y epopeyas del pasado reciente de las que tanto rehúye en El pudor. El movimiento retrospectivo queda así expuesto. Se trata, mediante la escritura del posfacio, de poner en marcha un anhelo concreto: que su ópera prima sea revisitada en el más acá de la contemporaneidad, con unos lentes más competentes, dispuestos no a corregir o a abjurar de tal o cual decisión estilística, sino, mucho mejor, a enlazar interpretativamente dicha novela con su última producción. Tal es el deseo sesgado que se murmura en el fondo de esta maniobra autofigurativa: que el propio comienzo sea resignificado y revalorizado según las propiedades estéticas que su escritura porta en el presente del 2014. Como si El pudor, gracias a la inactualidad intrínseca de la reedición, estuviera facultada para nacer a destiempo, más tarde de lo fechado, incluso después del tríptico de las Historias (Pauls, 2014). En efecto, el posfacio, leído como «relato de comienzo», hace posible, en la imaginación razonada de la lectura, un nuevo calendario. Una nueva efeméride que, por estar desregulada de los preceptos de la periodicidad cronológica, es capaz de dotar a su primera novela de la resemantización suficiente para ser reubicada como la continuación de Historia del dinero. Si, tal y como lo afirma su propio autor, el problema central de la reedición era el «drama» del anacronismo -«Cómo responder a lo absolutamente inactual; quién (qué clase de quién) responderá por una novela de las llamadas «primeras novelas» (2014, p. 133)-, Pauls lo resuelve profanando su genealogía literaria. Gracias a un uso oportuno, estratégico, del anacronismo, El pudor adquiere las condiciones estéticas para ser considerado no un relato novel, primerizo, sino el último eslabón de una política narrativa en torno al pasado reciente signada por la distancia. En síntesis, podemos afirmar que Pauls, por intermedio de una lengua afantasmada, una lengua balbuceante que suena a chino por estar tallada desde adentro por otra extemporánea y centroeuropea, y por intermedio también de un posfacio, escrito con el propósito de modificar el propio pasado, inventa, como Borges y Barthes, su propia contemporaneidad. De esta forma Pauls se determina, desde sus comienzos, como escritor argentino (en el sentido cosmopolita que Borges le da): abogando por la fuerza del anacronismo, por su capacidad de inundar de sonoridad pensativa la propia escritura. Es ahí, creemos, en el exilio de su propia lengua y su propio tiempo, donde Pauls encuentra aquello que todo primer escritor busca: la condición escritora.

Referencias

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1 Además de Pauls, otros escritores participaron del congreso: María Negroni, Marcelo Cohen, Diana Bellesi, Edgardo Cozarinsky, Mercedes Roffé, Alicia Borinsky, Sergio Chejfec, Luisa Futoransky, Martín Kohan, Luisa Valenzuela y Tamara Kamenszain. Las ponencias serían recogidas en la publicación colectiva Poéticas de la distancia: adentro y afuera de la literatura argentina (Molloy y Siskind, 2006).

2La impronta barthesiana es central en la obra del argentino. Pauls lo ha leído, comentado, prologado, traducido, enseñado y expropiado múltiples veces en sus ficciones. Es, si se quiere, el gran arquitecto de su pensamiento. Ejemplo de esto es el prefacio que escribe para el primero de los tres seminarios que Barthes dictaría el Collège de France (1976-1977): Barthes, R. (2003). Cómo vivir juntos: Simulaciones novelescas de algunos espacios cotidianos. Siglo XXI.

3Entre 1984 y 1990, años en los que se publican, respectivamente, las dos novelas que nos ocupan, El pudor del pornógrafo y El coloquio, Alan Pauls participa —como reseñista y miembro base del staff— del proyecto editorial Babel. Revista de libros. Allí se construye, desde su interior y para sí, un programa estético antipopulista valiéndose de cuatro estrategias puntuales: el extrañamiento del color local (en pos de la construcción de escenarios estéticamente distantes y foráneos), la suspensión de los grandes relatos (en defensa de los géneros menores, de su capacidad de obliterar mediante la oblicuidad y la fragmentación la exigencia de completitud temática), la mezcla de las genealogías (en favor de la convivencia de poéticas extemporáneas e impropias) y el culto de lo intempestivo (en perjuicio del carácter inmediato y unívoco de la verdad histórica, y en provecho de la creación retrospectiva del propio pasado) (Caparrós, 1989; Catalin, 2014).

4Podrían aquí mencionarse —para moderar un poco la afirmación sobre la escasez bibliográfica— tres trabajos que abordan las novelas que nos ocupan. Pablo Rubio Gijón, en Orden y abyección, su tesis de maestría se centra íntegramente en la cuestión del policial en Pauls por medio del análisis de El coloquio y dos de sus cuentos («Caso Malarma» y «Caso Berciani»); su trabajo fue posteriormente publicado en formato de libro. Por su parte, Diego Ruíz (2016), en Vida por escrito trabaja un corpus de novelas que va de El pudor del pornógrafo hasta Historia del llanto. Por último, Pablo Virguetti (2018), de la Université Bordeaux Montaigne, analiza el discurso amoroso de El pudor según las formulaciones de El banquete de Platón. Su artículo, titulado «Las máscaras de Eros», sería incluido en el volumen colectivo a Échos d'Alan Pauls, dirigido por Raphaël Estève.

5Las novelas aludidas son Una novela china (1987) de César Aira, La hija de Kheops (1989) de Alberto Laiseca y La perla del emperador (1990) de Daniel Guebel.

6La entrada está fechada el 1 de diciembre de 1977, año en el que Pauls solía frecuentarlo ya en el departamento donde Ludmer dictaba sus cursos privados. En una entrevista coordinada por Hernán Arias para Anfibia relata: «En ese momento, Josefina y Ricardo vivían juntos en un departamento de la calle Viamonte, yo ya estaba escribiendo ficción, unos cuentos. Había leídoNombre falsoen las vacaciones del '75 y había quedado completamente hechizado por el libro, así que vía Josefina conseguí encontrarme con Ricardo y pasarle algunos de esos textos. Muy pronto se organizó una especie de academia familiar: la madre China era la teoría, el padre Ricardo la ficción (y todos los híbridos posibles), yo, el discípulo más privilegiado del mundo» (Arias, 2015, s/p). El cuento que Piglia elogia de Pauls—inédito aún— se llama «Anverso y reverso». Por lo demás, para una lectura centrada en los modos en que los Diarios construyen a un Piglia visionario, «de infalible puntería», que acierta en prácticamente todo lo que vaticina (como en nuestro caso, que augura un futuro promisorio para la literatura de Pauls cuando apenas tiene 18 años y un cuento escrito), ver «Diario diferido» (2019) de Martín Kohan y «El último viaje de Orfeo» (2019) de Teresa Orecchia Havas.

7Podríamos agregar aquí, como una consonancia más entre las hipótesis de Pauls y Piglia alrededor de Arlt, el ensayo «Un cadáver sobre la ciudad», recopilado en Formas breves (1999). Allí Piglia (1999), fiel a su estilo dialógico y ocurrente, dice: «Hay un extraño desvío en el lenguaje de Arlt, una relación de distancia y de extrañeza con la lengua materna, que es siempre la marca de un gran escritor. En este sentido nadie es menos argentino que Arlt (nadie más contrario a la ''tradición argentina''): el que escribe es un extranjero» (p. 32).

8Daniel Balderston (1996), incisivo, localiza más referencias de la Buenos Aires de la época en «La muerte y la brújula»: «el ''alto prisma'' de un rascacielos es el Hotel Plaza en la Plaza San Martín, uno de los primeros rascacielos porteños; el ''caudillo barcelonés'' de un suburbio industrial es Barceló, caudillo electoral de la ciudad vecina de Avellaneda; Ernst Palast, el periodista que es un simpatizante de los nazis, es Ernesto Palacio, escritor católico y pariente de Borges» (p. 133).

9En torno a Klossowski podríamos agregar lo siguiente: si dicho escritor francés, además de morar temáticamente en su ópera prima la habita linguísticamente —«El pudor del pornógrafo está directamente habitada por la sintaxis klossowskiana, que ejerció en mí una fascinación durante años» (Pauls en Laurent, 2010, p. 119)—, en su tercera novela, Wasabi, este se convierte en un personaje a quien el protagonista quiere asesinar: «una idea me estremeció. No lo pensé; la vi, nítida como una rajadura: matar a Klossowski» (Pauls, 1994, p. 24).

Recibido: 21 de Noviembre de 2022; Aprobado: 28 de Febrero de 2023

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