Introducción
La población costarricense ha sido históricamente caracterizada como una población conservadora en materia de preferencias y de prácticas morales. La larga y extendida influencia del catolicismo institucional sobre la cultura, el Estado y las políticas públicas, así como el más reciente influjo religioso y sociopolítico de las corrientes evangélico-pentecostales, en efecto, hacen pensar en una sociedad atravesada por prácticas e ideas moralmente conserva-doras, sobre todo en materia sexual, en una sociedad en la que la subordinación heterónoma hacia las normas religiosas se antepone a la autonomía de las personas y a las formas de moralidad laicas.
Diversas encuestas e investigaciones han confirmado la existencia de esta propensión entre la población costarricense, y también lo han hecho algunas manifestaciones político-religiosas que han tenido lugar en el país durante los últimos lustros, tanto en el plano de la sociedad civil como en el de la sociedad política. Las manifestaciones públicas en contra del aborto, en todas sus posibles formas y causales (o por la defensa de la vida desde el momento de la concepción), en defensa de “la familia” y de los “valores tradicionales”, en contra de la llamada “ideología de género” y de la educación sexual laica, así como la repolitización concomitante de la Iglesia católica a través de diversas estrategias y la participación político-electoral de actores provenientes del mundo evangélico, permiten pensar que el conservadurismo no solo goza de buena salud entre la población del país, sino que de hecho podría estar en pleno proceso de fortalecimiento.
En contraste con esta imagen, sin embargo, es menester señalar que, en los últimos lustros, la sociedad costarricense ha experimentado cambios que has-ta hace algunos pocos decenios resultaban francamente impensables. Entre los cambios más destacados están: la implementación de programas laicos en materia de educación sexual por parte del Ministerio de Educación Pública (2012); el restablecimiento en el país de la técnica reproductiva de fecundación in vitro y su posterior universalización a través de la Caja Costarricense de Seguro Social (2015); el aseguramiento para parejas conformadas por personas del mismo sexo ante la Caja Costarricense de Seguro Social (2014); la reglamentación para el acceso legal (sin receta médica) a los anticonceptivos orales de emergencia (2019); el reconocimiento de la identidad de género autopercibida (2020) y, finalmente, la entrada en vigencia del matrimonio entre personas del mismo sexo a mediados del 2020.
Si la población costarricense tiende al conservadurismo, y si el Estado costarricense es confesional, ¿cómo se explica el surgimiento y la implementación de los cambios anteriormente señalados? ¿Estos cambios han sido causa y consecuencia de una mayor heterogeneidad moral entre la población costarricense? ¿Han sido acompañados de transformaciones en las preferencias y de prácticas morales de las personas?
Aunque responder a estas preguntas requeriría una aproximación compleja que tome en cuenta las dimensiones políticas e institucionales de los fenómenos de interés, el presente artículo se concentrará particularmente en desentrañar los posicionamientos morales que sobresalen hoy entre la población costarricense en materia de sexualidad (relaciones sexuales premaritales, divorcio, homosexualidad y aborto). Esto se hará mediante el análisis de la relación entre tales posicionamientos con marcadores o variables como la afiliación religiosa, el sexo, la edad y el grado de educación formal de la población costarricense. La intención de fondo consiste en dibujar un panorama general de las posturas morales presentes entre las personas del país, pero, ante todo, detectar matices, contrastes, diferencias y tendencias de cambio entre dichos posicionamientos. En este sentido, resulta certero indicar que los alcances del artículo son, a la vez, descriptivos y explicativos.
Los datos que se analizarán en este artículo fueron extraídos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”; encuesta realizada vía telefónica entre el 6 y el 16 de octubre del 2018 por el Instituto de Estudios Sociales en Población (IDESPO) de la Universidad Nacional de Costa Rica (UNA), bajo la guía de la Comunidad Epistémica en Estudios Sociorreligiosos de esta misma institución.
En términos metodológicos, conviene señalar que fue aplicada a personas costarricenses de 18 años o más que tuvieran un servicio de telefonía celular ofrecido por las empresas Kölbi, Claro, Movistar, Fullmovil y Tuyo. Esta partió de una muestra aleatoria de 1000 personas (muestreo simple al azar) y sus resultados cuentan con un nivel de confianza del 95 % y un margen de error de +3,1 % (Díaz González et al. 2019, 9-10).
2. Posicionamientos morales de la población costarricense: una mirada general
Los resultados de la encuesta revelan que la población costarricense tiende a prevalecer una actitud conservadora1 en materia moral. Tal como lo muestra la información contenida en la tabla 1, prácticas o situaciones como el aborto, la homosexualidad, el divorcio y las relaciones sexuales antes del matrimonio encontraron baja o muy baja aceptación en una porción mayoritaria de las personas encuestadas.
Si se toman en cuenta únicamente los valores extremos de la escala de res-puestas (nunca y casi nunca, por un lado; y casi siempre y siempre, por el otro), se observará que en todos los casos las respuestas recayeron preponderantemente en los primeros. En el caso del aborto, quizás el más polémico de los temas considerados, la gran mayoría de las personas (82,6 %) opinó que este nunca o casi nunca era aceptable, mientras que en los otros rubros estas mismas opciones (nunca o casi nunca aceptable) recogieron, de forma conjunta, la opinión de más del 40 % de la población encuestada. Con lo cual parece reafirmarse el conservadurismo moral2 que históricamente ha caracterizado a la población costarricense.
Nunca aceptable | Casi nunca aceptable | A veces aceptable | Casi siempre aceptable | Siempre es aceptable | ||
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1 | 2 | 3 | 4 | 5 | Ns/Nr | |
El aborto | 78,6 | 4,0 | 7,6 | 2,5 | 6,9 | 0,4 |
La homosexualidad | 41,9 | 7,4 | 16,0 | 9,0 | 24,7 | 1,1 |
El divorcio | 35,9 | 8,4 | 21,1 | 10,2 | 23,7 | 0,8 |
Las relaciones sexuales antes del matrimonio | 35,1 | 8,4 | 18,8 | 10,6 | 26,3 | 0,8 |
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
Aunque los datos generales de la encuesta facilitan llegar a la anterior conclusión, lo cierto es que, al observar los resultados con mayor detalle, es posible detectar algunos indicios que ponen en cuestión la solidez y el arraigo del con-servadurismo moral entre la población costarricense, y también la homogeneidad axiológica que algunos sectores dentro del país imaginan como una característica definitiva de dicha población. Al comparar los distintos posicionamientos morales contemplados por la encuesta, se hace evidente que la mayor parte de ellos tienden a ser heterogéneos y que, de hecho, es posible encontrar entre la población del país actitudes de aceptación hacia prácticas o situaciones sociales que hasta hace pocos años eran consideradas tabú y que aún hoy son perseguidas por las organizaciones religiosas con mayor influencia cultural en el medio nacional. Con esta constatación, no se pretende negar la prevalencia del conservadurismo en la sociedad costarricense, pero sí hacerle justicia a la diversidad de posturas morales que la atraviesan. Es importante mostrar aquellas tendencias que dan cuenta de esta diversidad y de la inexistencia en el país de la moralidad única e incontestable.
Si se considera, ahora sí, el valor intermedio de la escala (“a veces aceptable”), valor que se encuentra más cerca de la aceptación que del rechazo a las prácticas analizadas, pues no les cierra las puertas de forma contundente, como sería lo propio de posiciones conservadoras decididas, se hará evidente que, en todos los casos, menos en el relativo a la práctica del aborto, la mayor parte de las respuestas recogidas se ubican en posiciones que van desde la aceptación moderada (valor 3 de la escala), hasta la aceptación plena (valor 5) de las prácticas. Como bien se aprecia en el gráfico 1, desde este nuevo pun-to de vista, las relaciones sexuales premaritales tienen una aceptación relativa3 del 55,7 %, el divorcio una aceptación del 55 % y la homosexualidad una aceptación del 49,7 por ciento. Incluso el aborto, que suele ser la práctica que encuentra mayor resistencia u oposición entre las poblaciones de casi todos los países de la región (Pew Research Center 2014, 73-74), recibe una mayor aceptación cuando se le ve desde esta perspectiva, pues esta se manifiesta, al menos en algún grado, en un 17 % de la población encuestada.
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
Como se verá a lo largo del presente artículo, estos visos de apertura hacia prácticas históricamente desaconsejadas y perseguidas tanto por la dogmática propia del cristianismo institucionalizado como por las autoridades eclesiales que procuran hacer de esta última un axioma de vida para toda la población, tienden a hacerse aún más evidentes cuando se observan no ya los resultados generales de la encuesta, sino los posicionamientos que asume la población encuestada en función de variables tales como la afiliación (o no afiliación) religiosa, la edad, el sexo y el grado de educación formal de las personas. Al convertir los posicionamientos morales considerados en variables dependientes (de la religión que se profesa, de la edad, del sexo, de la escolaridad, etc.) se relativiza con más intensidad la prevalencia del conservadurismo moral entre las y los costarricenses y emerge con mayor claridad la heterogeneidad que ya se ha hecho notar como la realidad imperante entre esta población.
Posicionamientos morales según religión
Dado el innegable peso que tuvo el cristianismo en la conformación de la cultura occidental (Wiesner-Hanks 2001; Castro-Gómez 2016) y de la influencia que esta tradición ha ejercido, con mayor o menor éxito, en la construcción de las normas y actitudes morales prevalecientes en una sociedad como la costarricense (González Ortega 1997; Poveda Porras 1997; Fuentes Belgrave 2014), la encuesta aquí comentada, desde el inicio, procuró descubrir si la afiliación o no afiliación religiosa de las personas encuestadas marcaría alguna diferencia en sus posicionamientos axiológicos. Después de todo, las distintas ofertas religiosas suelen ser las principales guardianas de la llamada moral tradicional y de los imaginarios que han orientado las actitudes de la población en temas relativos a la familia, la sexualidad y la reproducción; de manera que lo esperable, aún hoy, es que las personas más cercanas a estas ofertas tiendan a ser más conservadoras que quienes se encuentran alejadas de ellas.
Como se manifestará en las siguientes líneas, los resultados de la encuesta no solo permiten corroborar la anterior hipótesis, sino que también dan cuenta de diferencias significativas entre las posturas adoptadas por las distintas categorías de creyentes afiliados a alguna institución religiosa; en este caso, entre personas católicas, personas evangélico-pentecostales y personas vinculadas a expresiones religiosas minoritarias. Desde este acercamiento, es notorio que las tendencias conservadoras en materia moral suelen estar más arraigadas entre las personas afiliadas a alguna institución religiosa y entre las personas que se autoidentificaron como evangélicas; en cambio, las personas no afiliadas y las católicas, en general, mostraron una mayor propensión a aceptar prácticas extendidamente condenadas por las autoridades religiosas con más influencia en el plano societal4.
En el caso de las relaciones sexuales premaritales, las personas creyentes no afiliadas, también denominadas “creyentes sin religión”, demuestran un menor rechazo comparativo hacia la práctica, y más bien tienen ante ella una actitud de franca aceptación. Dentro de esta categoría de creyentes, el “rechazo du-ro”5 de la práctica (respuestas posicionadas en los valores 1 y 2 de la escala) alcanzó apenas un 22,5 %, mientras que la “aceptación decidida”6 (respuestas posicionadas en los valores 4 y 5) llegó hasta el 62,5 % de las personas. Las personas católicas, o identificadas con la tradición católica, por su parte, dan muestras de ser menos abiertas a esta práctica que las no afiliadas, pero también de ser mucho menos proclives a seguir el dogma religioso en la materia que las personas que se identificaron con la tradición evangélica o que las personas identificadas con otras expresiones religiosas minoritarias. En este caso, el “rechazo duro” llegó hasta el 40,9 %, mientras que la aceptación alcanzó el 36,2 %; la posición intermedia (respuestas posicionadas en el valor 3 de la escala), por otro lado, concentró a un robusto 22,9 % de las respuestas, con lo cual se confirma la importante apertura de la población católica en esta materia.
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
Las personas evangélico-pentecostales, en contraste, aparecen como la categoría más conservadora de creyentes. Su “rechazo duro” a la práctica del sexo prematrimonial alcanzó al 65,1 % de ellas y la “aceptación decidida” apenas al 18,2 %, con lo cual empieza a quedar en evidencia que esta categoría de creyentes se encuentra más cercana de los mandatos propios de la tradición con la que se identifica, y a la que afirma pertenecer, que las personas católicas. No deja de llamar la atención, sin embargo, que aún en este caso haya un sector importante de creyentes que o de plano tiene una postura contraria a la promovida por las congregaciones y por los líderes religiosos, como sería el del 18,2 % de personas evangélicas que dicen aceptar la práctica casi siempre o siempre, o que, en ocasiones, esté dispuesto a aceptarla y con ello flexibilizar sus creencias, como sucede con el 16,7 % que identificó la práctica como a veces aceptable.
El posicionamiento de las personas afiliadas a otras expresiones religiosas minoritarias, por último, tiende a acercarse más a la expresada por las y los evangélico-pentecostales que a las ostentadas por las personas católicas y por las personas no afiliadas a ninguna institución religiosa. Dentro de este grupo, el “rechazo duro” a la práctica alcanzó al 62,2 %, mientras que la “aceptación decidida” al 27 %. En este caso, sin embargo, el margen de apoyo a la práctica resultó más amplio que la aceptación expresada por las personas evangélico-pentecostales; con una diferencia de casi 10 puntos porcentuales.
Desde el punto de vista estadístico, es posible corroborar que las diferencias detectadas entre los grupos cotejados son, en efecto, significativas. Al aplicar la prueba (no paramétrica) de Kruskal Wallis, que permite contrastar las me-dianas de los grupos y detectar si estas se comportan o no de forma diferenciada, se descubre que sí existen diferencias entre las actitudes o posicionamientos de los grupos, pues el p-valor general fue inferior al 0,05 (p = 0,000). Por otra parte, al comparar los grupos según pares, se corrobora que la posición del grupo de personas creyentes no afiliadas (“creyentes sin religión”) es efectivamente distinta a la del resto de las agrupaciones y que la postura de las personas católicas concerniente a las relaciones premaritales también difiere de la asumida por las evangélicas. En donde no se encontraron diferencias significativas, sin embargo, fue entre las personas evangélicas y las pertenecientes a otra religión, ni entre estas últimas y las católicas, pues en ambos casos el p-valor resultó superior a 0,05.
En líneas generales, los anteriores resultados se replican en los posicionamientos de los distintos grupos ante la práctica del divorcio. En este caso, las personas creyentes no afiliadas mostraron un “rechazo duro” a la práctica del 33,8 %, las personas católicas un rechazo del 43,6 %, las evangélicas 58,3 por ciento, mientras que las pertenecientes a otras expresiones minoritarias la re-chazaron en un 44,4 por ciento.
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
En contraste, la “aceptación decidida” alcanzó un 49,1 por ciento entre las personas no afiliadas, un 32,1 % entre las católicas, un 22,8 % entre las evangélicas y un 38,9 % entre las pertenecientes a otras religiones. Con lo cual no solo se perfila con mayor fuerza la apertura de la categoría de personas no afiliadas hacia prácticas condenadas por las organizaciones religiosas establecidas, sino que, al mismo tiempo, se confirma que aún dentro de las categorías de creyentes afiliados a estas sobresalen sectores no alineados con la dogmática propia de su tradición religiosa.
El caso de las personas católicas es, quizás, el más interesante, pues, a pesar de que el matrimonio representa un sacramento muy importante dentro de la doctrina dictada por la iglesia (Fernández 2010, 320-334), un 56,4 % de las personas se inclinaron por responder que el divorcio es a veces (24,3 %), casi siempre (12,6 %) o siempre (19,5 %) aceptable; postura que bien puede apuntar no solo hacia una posible desafiliación institucional, sino más bien a una autonomización de las creencias y de las prácticas por parte de un sector del catolicismo criollo o, en otras palabras, a un proceso de reelaboración autónoma de la vivencia religiosa. Este sector podría no detectar contradicción alguna entre sus posturas morales y las doctrinas impulsadas por la tradición religiosa en la que se posicionan, o bien la identifica, pero lidia con ella a nivel cotidiano sin mayores problemas. Lo que parece dibujarse en el horizonte, de cualquier forma, es que las sanciones emanadas de las iglesias en materia de familia no revisten hoy un carácter de mandato social vinculante, ni siquiera entre las personas que, de una u otra manera, se identifican con ellas y les reconocen alguna legitimidad.
Lo mismo puede decirse del porcentaje de la población evangélica que mostró alguna apertura ante la práctica (41,7 % en total) y de las personas pertenecientes a otras expresiones minoritarias que hicieron lo propio (55,6 % en total). Aunque, de nuevo, las personas evangélicas mostraron una mayor propensión al conservadurismo que el resto de los grupos, un buen porcentaje de ellas más bien se mostró receptiva hacia esta; incluso si se considera única-mente a las que se ubicaron en el grado de mayor aceptación (valor 5), el da-to seguiría siendo relevante, pues comprendió al 15,1 % de las respuestas brindadas por dicha población, lo cual prueba que no todas las personas que se identifican con alguna religión asumen y reproducen los preceptos que son impulsados por esta.
En esta oportunidad, al igual que en la anterior, las diferencias entre los posicionamientos de los grupos resultaron significativas desde el punto de vista estadístico. El p-valor general de la prueba de Kruskal Wallis estuvo por debajo del 0,05 (p = 0,000) y la comparación entre los grupos, según pares, arrojó resultados similares. La posición de las personas creyentes no afiliadas se diferencia de las expresadas por las personas evangélicas y por las católicas, mientras que las posiciones de estos dos últimos grupos también se diferencian entre sí. Sin embargo, no se encontraron diferencias significativas entre el grupo de personas de otras expresiones religiosas minoritarias y los restantes grupos considerados, pues, en todos los casos, el p-valor estuvo por en-cima de 0,05 en las tres comparaciones posibles.
El caso de los posicionamientos ante la homosexualidad, en tanto orientación y opción sexual, sigue un patrón similar al observado hasta ahora y, de alguna manera, lo refuerza. De nuevo, las personas evangélicos-pentecostales son las que más “rechazo duro” a la práctica expresan (73 %) y las creyentes no afiliadas las que menos rechazo manifiestan, con el 34,8 % de las respuestas ubicadas en los valores 1 y 2 de la escala. La oposición católica, por su parte, alcanza el 43,8 %, mientras que las correspondiente a las personas de otras religiones minoritarias asciende al 64,9 %.
La “aceptación decidida”, en contraste, llega hasta 48,1 % en el caso de la población no afiliada, hasta el 37,3 % en el de la población católica, al 21,6 % en el de la perteneciente a otras expresiones religiosas minoritarias y hasta el 15,1 % en el caso de la población evangélica. Llama la atención, sin embargo, que solamente un 10 % de las personas de esta última población estén dispuestas a aceptar la homosexualidad siempre (valor 5 de la escala); con lo cual, de hecho, se reafirma la poca apertura que tienen las personas evangélicas ante la diversidad sexual, al menos en comparación con los otros grupos contemplados, incluido el de otras religiones minoritarias.
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
Aunque ciertamente, en este caso, el conservadurismo se hace más patente en todos los grupos de creyentes considerados, la realidad es que la aceptación también se expresa de una forma importante. A diferencia de las relaciones sexuales premaritales y del divorcio que, de una u otra manera, son prácticas que hace muchos años forman parte de la cultura dominante, la homo-sexualidad contraviene prejuicios muy propios del orden patriarcal heteronormativo que fue construido en parte por las instituciones religiosas, pero que no necesariamente depende de estas para subsistir y reproducirse. Prueba de ello es que aún entre quienes se declaran “creyentes sin religión” (o creyentes no afiliados a institución religiosa alguna, como es preferible identificarles) hay casi un 35 % de rechazo hacia la homosexualidad; esta actitud que bien pue-de ser parte de un remanente de formación religiosa temprana o parte de las prescripciones morales sedimentadas en la cultura del país.
Es justamente por este motivo que la apertura expresada por un importante sector de la población católica, por no hablar de la población no afiliada, pare-ce ser un dato relevante. Esta no solo transgrede los preceptos de su tradición religiosa, sino que va a contrapelo del clima cultural hegemónico; un clima de inclinación heteronormativa, diversifóbica y patriarcal. Lo que muestran los datos aquí analizados es que, a pesar de que la diversifobia7 continúa arraiga-da entre la población del país, esta ha perdido hoy su calidad de consenso in-apelable, lo cual es cierto incluso cuando se habla del grupo de creyentes históricamente mayoritario en Costa Rica, es decir, de las y los católicos.
Este, como los otros posicionamientos morales analizados, parece apuntar a una erosión relativa de la influencia societal de las religiones organizadas y de las autoridades religiosas, pero también a la presencia cada vez más extendida de una pluralización fáctica de las opciones axiológicas. La creciente visibilidad pública de las personas sexualmente diversas y la altisonancia de sus reivindicaciones en las últimas décadas han provocado, de una u otra forma, un debilitamiento paulatino, para nada acabado (como también lo muestran los datos), de la intolerancia rígida hacia la diversidad sexual.
En este caso, como en los anteriores, las diferencias patentes entre los grupos también resultaron estadísticamente significativas, pues el p-valor arrojado por la prueba de Kruskal Wallis estuvo por debajo del 0,05 (p = 0,000). En cuanto a la comparación entre pares, la prueba demuestra que existen diferencias significativas entre personas evangélicas y católicas, entre evangélicas y creyentes no afiliados, y entre estos últimos y las personas identificadas con otras religiones. Mientras que no dio cuenta, en cambio, de diferencias significativas entre las personas evangélicas y las pertenecientes a otras religiones, ni entre las personas católicas y las personas creyentes no afiliadas.
El conservadurismo se muestra aún muy sólido, casi sin resquebrajamiento, en las actitudes relativas a la práctica del aborto. En este caso, el “rechazo duro” de parte de las personas evangélicas llega hasta el 93,5 %, el de las personas católicas hasta el 85,8 %, el de las personas identificadas con otras religiones hasta el 81,1 % y, finalmente, el de las personas creyentes no afiliadas alcanza un 67,5 %; este último grupo, de nuevo, es el que menor rechazo ex-presa.
Al contrario, la “aceptación decidida” representa solo al 2,7 % de las personas evangélicas, al 6,7 % de las católicas, al 13,5% de las personas pertenecientes a otras religiones y al 18,8 % de las personas creyentes sin religión. De nuevo, el grupo evangélico se revela como el más conservador y el grupo de creyentes no afiliados como el más receptivo a la posibilidad de la práctica; esto en términos comparativos.
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
La resistencia mayoritaria en todos los grupos comparados era, sin embargo, esperable hasta cierto punto. Entre otras cosas porque el aborto suele ser el más polémico de los temas morales dentro de la discusión pública en la mayor parte del mundo occidental (Tribe 2012; Bergallo, Jaramillo Sierra y Vaggione 2018), pero sobre todo porque su práctica es sancionada por las religiones, por la ley y por una suerte de consenso social persistente en el tiempo. A este no solo se le asocia con una transgresión que pone en peligro la salvación del alma, sino también con un delito; lo cual, además, se tiñe de una carga emotiva que estigmatiza a las personas y las hace sentirse culpables si-quiera por pensar en la posibilidad de ejercer la práctica. La comisión del aborto suele ser vista y presentada como un asesinato sin más o, peor aún, como el asesinato de un ser humano inocente.
No en vano es este el único tema de la agenda política conservadora que se mantiene incólume en casi todos los países de la región latinoamericana (con excepción de Cuba, Uruguay, algunas partes de México y, más recientemente, de Argentina) y el que más rechazo despierta entre las poblaciones del subcontinente (Pew Research Center 2014, 76). Por tanto, los resultados de la encuesta aquí comentada no deberían ser motivo de sorpresa; estos se ajustan a la realidad latinoamericana actual (Bergallo, Jaramillo Sierra y Vaggione 2018) y al carácter moral hasta ahora imperante entre la población costarricense. Debe llamar la atención que, en cambio, aún dentro de un ambiente cuasi generalizado de condena moral hacia la práctica haya personas dispuestas a considerarla casi siempre o siempre aceptable, tal como sucede con el 9,4 % de las personas encuestadas en el 2018.
Es cierto que, en el caso de las personas evangélicas, el rechazo a la práctica resulta contundente, pero incluso acá es posible encontrar a un sector dispuesto a aceptarla a veces (3,8 %), casi siempre (1,2 %) o siempre (1,5 %). Esto significa que al menos una porción minoritaria de esta población va, en este y otros asuntos morales, contra las normas dominantes dentro de su tradición religiosa o tiene la capacidad de relativizarlas en determinados casos; tal autonomía, de hecho, aumenta un poco entre la población católica, como se aprecia en el gráfico 5, y que se hace bastante evidente entre el grupo de las personas creyentes no afiliadas que, en esta oportunidad, como en las anteriores, da muestras de tener una mayor independencia axiológica que el promedio de la población costarricense.
De nuevo es posible proponer, como una hipótesis más que plausible, que entre más alejada se encuentre una persona (o grupo de ellas) de la influencia directa (constante, sistemática, intensiva) de las organizaciones religiosas hegemónicas en el medio y de los líderes que detentan el poder dentro de estas, hay más posibilidades de que esta persona viva su moral de una manera autónoma. De manera tal que conforme aumente la representación de las personas creyentes no afiliadas, que hoy es aproximadamente del 16 % de la población del país, cabrá esperar una mayor extensión de la autonomía moral entre la ciudadanía y, de manera concomitante, un mayor pluralismo axiológico.
En cuanto a la prueba de Kruskal Wallis, esta reafirma, desde el punto de vista estadístico, las diferencias entre los grupos comparados y que, de modo particular, arroja diferencias entre la población evangélica y la católica, entre la evangélica y la creyente no afiliada, y entre la católica y la no afiliada; estos resultados permiten ratificar a este último grupo como el menos “conservador” de todos y al de las personas evangélico-pentecostales como el más conservador entre ellos.
Posicionamientos morales según grupos de edad
Uno de los terrenos más propicios para identificar y establecer diferencias entre los posicionamientos morales de la población del país tiene que ver con la edad de las personas. Dado que la población católica ha disminuido en los últimos lustros y que, de manera concomitante, la población evangélica y la de creyentes no afiliados más bien ha aumentado (Latinobarómetro 2014, 11), resulta esperable que dicho cambio se esté reflejando con mayor intensidad entre los grupos poblacionales más jóvenes de la sociedad costarricense. La hipótesis es que la desestructuración de la hegemonía católica y el más reciente avance de la desinstitucionalización de las prácticas y de las creencias religiosas tienden a impactar con mayor fuerza a las nuevas generaciones que a las viejas, no solo porque las primeras crecen y se desarrollan en un ambiente de cambio, sino también porque las personas más adultas suelen tener mayores dificultades para incorporar nuevas creencias, prácticas y actitudes (Cornelis et al. 2008; Lucas y Donnellan 2011).
Los datos arrojados por la encuesta aquí comentada parecen confirmar estos supuestos. En general, las personas pertenecientes a los grupos de edad más jóvenes tendieron a mostrar una mayor apertura hacia las prácticas o situaciones consideradas por el presente artículo que las personas ubicadas en los grupos de mayor edad. Esto quiere decir que, como conjunto, expresaron un menor rechazo en todos los casos, pero también que en algunas ocasiones tendió a prevalecer en estos grupos una actitud de franca aceptación hacia las prácticas; al menos de modo dominante, claro está.
Este resultado puede encontrarse, con particular notoriedad, entre los posicionamientos relativos a la práctica del sexo prematrimonial. Como se observa en el gráfico 6, en este caso sobresalen importantes diferencias entre los grupos de edad más jóvenes (18-24, 25-35) y los más longevos (35-44, 45-54, 55-99), pues mientras los primeros expresan un “rechazo duro” a la práctica del 29,8 % y del 30,6 %, respectivamente, los segundos lo hacen en un 47,4 % (grupo de 35-44 años), en un 58,2 % (grupo de 45-54 años) y en un 55,7 % (grupo de 55-99 años).
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
Los resultados se tornan aún más contrastantes al momento de cotejar no ya los porcentajes de “rechazo duro” a la práctica, sino los de “aceptación decidida” (respuestas ubicadas entre los valores 4 y 5 de aceptación) correspondientes a cada grupo de edad. En tal escenario, la aceptación de la práctica alcanza a un 50,3 % de las personas ubicadas en el grupo de 18 a 24, a un 52,9 % de la ubicadas en el grupo de 25 a 34, a un 32,7 % de quienes forman parte del grupo de 35 a 44, al 26 % de quienes se ubican en el grupo de 45 a 54 y, finalmente, a solo un 21,8 % de las personas que se encuentran en el grupo de edad de 55 años o más; con lo cual queda constancia de la gran apertura que los primeros dos grupos de edad considerados tienen hacia la práctica.
Los resultados de la prueba de Kruskal Wallis ratificaron, estadísticamente, las diferencias entre los grupos de edad comparados. Con un p-valor inferior al 0,05 (p = 0,000) resulta posible afirmar, con propiedad, que las diferencias comentadas son significativas. Al comparar a los grupos de edad entre sí (según pares), la prueba realizada confirma que los grupos de 18 a 24 y de 25 a 34 se diferencian, cada uno por su cuenta, de los restantes tres grupos de edad. Por otra parte, revela que no existen diferencias significativas ni entre los tres grupos de mayor edad ni entre los dos grupos de menor edad.
En virtud de estas constataciones, resulta lícito empezar a proponer que las personas jóvenes del país tienden a estar menos apegadas a las posiciones morales de tipo conservador, usualmente asociadas a visiones de mundo y prescripciones religiosas, y que viven su moralidad de una forma más autónoma que las personas de mayor edad. En términos sociológicos, lo que esta-ría por verse, sin embargo, es si este sector de la población mantendrá tal postura a lo largo de su trayectoria vital o si, más bien, acabará asumiendo actitudes más conservadoras con el paso del tiempo8.
La tendencia se reafirma, aunque quizás ahora con menor contundencia, en el caso de las posiciones en torno al divorcio. En esta oportunidad, como en la anterior, los porcentajes de “rechazo duro” son más altos entre los grupos de mayor edad y los de “aceptación decidida” se hacen presentes con más fuerza en los de menor edad. No obstante, a diferencia de las posiciones en torno al sexo premarital, que mostraban una cercanía entre los grupos de edad 1 y 2, en esta ocasión, el grupo que realmente se distingue por su elevada apertura hacia la práctica es el conformado por las personas con edades entre los 18 y los 24 años; este grupo se diferencia tanto de los grupos de edad 2 y 3, como de los grupos 4 y 5.
Mientras que, en los grupos 4 y 5, el “rechazo duro” a la práctica alcanzó, en ambos casos, a poco más del 50 % de las personas, y en los grupos 2 y 3 a poco más del 40 %; entre el grupo 1, apenas llegó hasta el 33,5 %. La “aceptación decidida”, por su parte, resultó ser del 45,1 % en este último grupo, de 37,5 % en el grupo 2, de 33,6 % en el grupo 3, de 29,2 % en el 4, y de sola-mente del 24,1 % en el de las personas con mayor edad de la muestra.
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
Estas diferencias intergrupales fueron ratificadas por los resultados de la prueba de Kruskal Wallis. En este caso, como en el concerniente a las relaciones sexuales premaritales, el p-valor estuvo por debajo del 0,05 (p = 0,000) y la comparación entre los grupos de edad (según pares) reveló la existencia de diferencias significativas entre el grupo 1 y los grupos 3, 4 y 5, así como entre el grupo 2 (25-34) y el 5 (55 años o más). Esto quiere decir, grosso modo, que es plausible proponer a las personas ubicadas en el primer grupo de edad (18 a 24 años) como el sector más proclive a aceptar la figura del divorcio. Se trata de una proclividad que podría estar relacionada con la pérdida de legitimidad que desde hace décadas ha sufrido la figura del matrimonio a nivel societal, pero que, al mismo tiempo, estaría animada por el valor que las personas más jóvenes le atribuyen a la autonomía y a la búsqueda de la satisfacción personal. Las nuevas generaciones no parecen estar demasiado dispuestas a aceptar el matrimonio como fatalidad o destino inexorable; en particular, cuando este se convierte en un obstáculo para la propia satisfacción o cuando, por algún motivo, se interpone en la consecución de un proyecto de vida particular o de elementos específicos de este proyecto.
El patrón de diferenciación etaria retratado se reafirma aún con más firmeza en el caso de los posicionamientos en torno a la homosexualidad. Aumenta, nuevamente, el “rechazo duro” conforme progresa la edad y la “aceptación decidida” se acrecienta en la medida en que la edad disminuye. En esta ocasión, los dos grupos de mayor edad parecen separarse con bastante claridad de los restantes tres grupos, pues el “rechazo duro” de la práctica alcanza a un 54,4 % de las personas entre 45 y 54 años, por un lado, y a un 67 % de las personas de 55 años o más, por el otro. En contraste, este porcentaje llega hasta el 49,3 % de las personas entre 35 y 44 años, hasta un 41,8 % de quienes se ubican en el grupo de 25 y 34 años, y hasta un 33,9 % de las personas entre 18 y 24 años.
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
El conservadurismo de los dos grupos de mayor edad queda patente a través de la muy limitada aceptación que están dispuestos a darle a la práctica. Apenas un 23,5 % de quienes se localizan en el grupo 4 (45 a 54 años) y un 19,9 % de quienes pertenecen al grupo 5 (55 años o más) piensan que la homosexualidad resulta casi siempre o siempre aceptable; porcentajes que les separan del 33 % de “aceptación decidida” presente entre las personas de 33-44 años, del 43,6 % que se encuentra entre las personas de 25 a 34 años y, sobre todo, del casi 49 % que sobresale en el grupo de personas entre los 18 y los 24 años.
Estas diferencias etarias parecen corresponderse con los cambios socioculturales, morales y legales que se han dado en el país a propósito de la visibilidad pública y del reconocimiento de la diversidad sexual, pues si bien muchos de estos cambios fueron originalmente impulsados, hace 30 o 35 años, por personas que hoy forman parte de los dos grupos de mayor edad (4 y 5) (Jiménez Bolaños 2016), lo cierto es que estos no se asentaron a nivel societal (en la esfera pública, en las instituciones, en las leyes, etc.) hasta tiempos muy recientes. De una u otra forma, han sido los sectores más jóvenes de la población los que han crecido (y crecen) en medio de un ambiente cultural que ha incorporado, o empieza a incorporar con mayor decisión, a la diversidad sexual en tanto realidad legítima y digna de reconocimiento.
Ahora bien, aunque los datos aquí comentados muestran diferencias importantes entre grupos etarios, esto no debe ocultar que persisten actitudes contrarias o resistentes a la diversidad aún dentro de los sectores más jóvenes de la población. Si bien intensos y acelerados, los cambios acaecidos en los dos últimos decenios todavía no cuentan con el apoyo de la totalidad de la población, ni tampoco han conseguido configurar una sociedad en la que todas las orientaciones e identidades sexuales sean admitidas sin reticencias. Aunque se puede señalar que la sociedad costarricense de hoy es más pluralista que en el pasado, el pluralismo en tanto actitud celebrativa de la diversidad de hecho existente no se ha convertido aún en un rasgo característico de todos los sectores de la población. Está por verse, por ejemplo, si los grupos etarios más jóvenes resultarán capaces de mantener esta tendencia a la apertura y si podrán hacer de tal disposición un elemento característico de la cultura compartida.
Regresando ahora al análisis de los datos, en este caso, como en los anteriores, los resultados de la prueba de Kruskal Wallis corroboran las diferencias intergrupales comentadas (p = 0,000). Asimismo, la comparación particular entre las agrupaciones (según pares) da cuenta de diferencias entre el grupo 5 (55 años o más) y los grupos 1 (18 a 24 años), 2 (25 a 34 años) y 3 (35 a 44 años); entre el grupo 4 (45 a 54 años) y los grupos 1 y 2, y, finalmente, entre el grupo 3 (35 a 44 años) y el grupo 1 (18 a 24 años). Los resultados confirman que los posicionamientos en torno a la homosexualidad expresados por los grupos de mayor edad (4 y 5), en efecto, se alejan, de manera cuasi diametral, de los asumidos por los grupos de edad más jóvenes (1 y 2).
Las posiciones en torno al aborto remarcan, como puede observarse en el gráfico 9, las tendencias hasta ahora detectadas. Si bien los porcentajes de “rechazo duro” son mayoritarios en todos los casos, los grupos más jóvenes, en particular el 1 y el 2, están bastante más abiertos a la práctica que los sectores de mayor edad. En esta oportunidad, los porcentajes de “aceptación decidida” (respuestas ubicadas en los valores 4 y 5 de la escala) alcanzan un 12,9 % de las personas con edades entre los 24 y los 35 años y un elevado 20,8 % de las personas entre los 18 y los 24 años. En contraste, esta aceptación apenas alcanza un 3,4 % entre el grupo de edad 4 (45 a 54 años), un 4,6 % entre el grupo 5 (55 o más años) y un modesto 5,5 % entre el grupo de edad 3 (35-44 años).
En este caso particular, llama especialmente la atención que el grupo con menor apertura o receptividad hacia la práctica no sea el de mayor edad, sino más bien el de las personas con edades entre los 45 y los 54 años. Así como también resulta llamativa la cercanía que el grupo de edad 3 (35 a 44 años) mantiene respecto de los posicionamientos expresados por los dos grupos de mayor edad, pues son prácticamente equivalentes.
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
Los resultados de la prueba de Kruskal Wallis, que de nuevo ampararon la existencia de diferencias significativas entre los grupos comparados, de hecho dan cuenta de similitudes entre los grupos 3, 4 y 5, y revelan diferencias entre el 3 y el 2, entre el 3 y el 1, y, finalmente, entre el grupo 1 (18 a 24 años) y todos los demás grupos de edad. Estos resultados no dejan dudas respecto del comportamiento especialmente receptivo hacia la práctica del aborto (al menos en términos comparativos, claro está) del grupo de menor edad, ni de las coincidencias conservadoras entre los tres últimos grupos.
Aunque el aborto parece tener todavía muchas resistencias entre la población costarricense, lo cierto es que aún acá parece estarse resquebrajando el consenso conservador que a lo largo de la historia ha tendido a sobresalir en el país. Así lo muestra la importante apertura expresada por el grupo de edad 1 y la apertura moderada presente entre las personas ubicadas en el grupo de edad 2.
Posicionamientos morales según sexo
Uno de los marcadores identitarios que más suelen utilizarse para comparar posicionamientos morales, socioculturales y existenciales es el relativo al par sexo/género. Esto se justifica en virtud de la socialización específica que reciben las personas en función de sus rasgos biológicos dominantes (sobre todo de tipo genital), pero también de las diferencias valóricas y actitudinales a las que esta socialización da lugar. En sociedades patriarcales, como la costarricense, se piensa la humanidad como una especie naturalmente dividida en dos sexos (macho y hembra, hombre y mujer) y se reproduce una idea que le atribuye a tales sexos una forma de ser clara, irreductible e inmutable.
De la etiqueta que reciba un cuerpo humano al nacer deriva una socialización de género particular y, a partir de allí, toda una serie de modos diferenciados de comprender y vivir el mundo, las relaciones sociales e interpersonales, y el propio lugar dentro del universo social. Dentro de este marco, los hombres y las mujeres, educados a partir de los arquetipos de masculinidad y feminidad, respectivamente, aprenden a reproducir comportamientos, roles, normas y valores particulares e interiorizan, al mismo tiempo, el conjunto de diferencias y desigualdades que hacen parte del sistema patriarcal.
Si bien se trata de un elemento identitario que interactúa de forma sinérgica con otros marcadores vitales, tales como la clase, la nacionalidad y la edad, el género tiende a ser, por su relativa coherencia y ubicuidad, un factor muy potente para explicar el comportamiento de las personas. Si de algo se encargan los procesos tempranos de socialización es de dejarle claro a las personas cómo les corresponde actuar desde el punto de vista genérico, qué les cabe esperar en el mundo en función de su sexo biológico y cómo deben comportarse ante las otras personas. De ahí que las referencias y contenidos genéricos sean, según la sentencia de Marcela Lagarde y de los Ríos, hitos primarios de la conformación de los sujetos y de su identidad; estos constituyen un elemento organizador de “otros elementos de la identidad como los derivados de la pertenencia real y subjetiva a la clase, al mundo urbano o rural, a una comunidad étnica, nacional, lingüística religiosa o política” (Lagarde y de los Ríos 2015, 572-573).
Esta socialización de género, que históricamente ha partido de una concepción binaria e inmutable de la sexualidad, da pie a diferencias palpables entre los modos de ser (estar, pensar) de los hombres y de las mujeres. En temas de moral sexual, por ejemplo, a los hombres se les suele inculcar, de forma explícita o implícita, una mayor libertad de acción (incluso cuando esta no se acompañe de una mayor responsabilidad); a las mujeres, por el contrario, se les tiende a educar para que repriman su erotismo (o para que lo subordinen al plano meramente reproductivo), y para que tengan un control restringido sobre su propio cuerpo. A las mujeres, históricamente, se las ha querido relegar al papel de madre-esposa (Lagarde y de los Ríos 2015, 155-208; 280-345) y ello ha tenido, como cabe esperar, consecuencias importantes sobre las actitudes que estas expresan ante la sexualidad, ante la institución familiar y ante la expresión de sus propios deseos (Lagarde y de los Ríos 2015, 155-208). De ahí la relevancia de comparar los posicionamientos morales de hombres y mujeres.
En este apartado, se compararán tales posicionamientos y al mismo tiempo se buscará identificar la existencia de resultados que corroboren, relativicen o desmientan lo afirmado hasta ahora. Después de todo, durante las últimas décadas, y en particular durante los últimos veinte años, se han dado cambios importantes en las concepciones sobre el género y transformaciones conexas en las formas de vivirlo. Los movimientos feministas han logrado poner en evidencia el carácter arbitrario e interesado de la socialización genérica y han propiciado una mayor autonomía entre las mujeres. Con lo cual han socavado, al mismo tiempo, las bases del sistema patriarcal y de la dominación masculina.
De entrada, el análisis de los posicionamientos morales según sexo arroja re-sultados llamativos. En todos los casos, las mujeres muestran una actitud de menor rechazo que los hombres hacia las prácticas analizadas. Esto, como se verá, es cierto desde el punto de vista descriptivo y resulta casi siempre cierto desde la perspectiva estadística, plano en el que la mayor parte de las diferencias se hacen patentes.
En el caso de las relaciones sexuales premaritales, el “rechazo duro” de la práctica alcanza a un 43,5 % de las mujeres y un 44,2 % de los hombres. Mientras que la “aceptación decidida” comprende a un 38 % de los hombres y a un 36,5 % de las mujeres. El valor intermedio de la escala de respuesta (“a veces aceptable”), por su parte, representa al 20 % de las mujeres y al 17,7 % de los hombres; resultado que parece confirmar a las primeras como un grupo relativa y comparativamente más dispuesto a aceptar las relaciones sexuales antes del matrimonio.
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
Desde el punto de vista estadístico, sin embargo, estas diferencias no resultan significativas. Al aplicar la prueba de U de Mann-Whitney, que se utiliza para comparar las medianas de dos grupos, se descubre que no existen diferencias significativas entre los posicionamientos expresados por hombres y mujeres alrededor de las relaciones sexuales premaritales9 y, por tanto, es imposible afirmar que el sexo de las personas esté asociado (al menos dentro de esta muestra) con las actitudes hacia dicha práctica.
De cualquier forma, el hecho de que no existan diferencias entre los grupos comparados es ya una muestra de las transformaciones que han ocurrido en las formas de vivir/entender la sexualidad y el género; que un 36,5 % de las mujeres estén dispuestas a aceptar casi siempre (8,6 %) o siempre (27,9 %) la práctica del sexo prematrimonial y que esa aceptación sea, en realidad, equiparable a la expresada por los hombres, son resultados que dan cuenta de una creciente autonomización sexual entre este sector de la población. Esta disposición no solamente revela que las mujeres tienen hoy la facultad de expresar sus convicciones en materia sexual con un importante grado de libertad, sino que, al mismo tiempo, devela que estas ya no le guardan tanta “reverencia” como en el pasado a la institución matrimonial. Para muchas de ellas, al igual que para gran cantidad de hombres, la sexualidad más allá de la figura del matrimonio resulta hoy tan imaginable como aceptable; esto a pesar de los mandatos en materia sexual que emanan de las expresiones religiosas dominantes en el medio costarricense y de las sanciones que ha recibido a lo largo de los siglos, desde distintas instancias, la vivencia libre (lejana a los tutelajes patriarcales) de la sexualidad por parte de las mujeres.
Esta relativización del rol sexual históricamente interpretado por las mujeres en el país se confirma, y se profundiza, al analizar el posicionamiento que es-tas asumen en torno a la figura y a la práctica del divorcio. De acuerdo con los resultados de la encuesta, las mujeres no solo rechazan menos que los hombres dicha práctica, sino que también la aceptan en mayor proporción que estos. Mientras el “rechazo duro” alcanza entre ellas un 40,7 % y la aceptación plena un 38,4 %; entre los hombres, el rechazo llega hasta un elevado 49,1 % y la aceptación apenas hasta un 29,2 %10.
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
Los resultados llaman la atención en parte porque ponen en evidencia la existencia de un importante cuestionamiento del matrimonio en tanto institución e instancia reguladora de la familia, de la sexualidad y de la autorrealización personal, pero, sobre todo, porque confirman que la figura de la madre-esposa, tan persistente y arraigada en cuanto patrón de socialización genérica, se encuentra hoy impugnada. Con estas respuestas, parece quedar en evidencia que muchas mujeres en el país no ven en el matrimonio una institución sagrada e indestructible, como todavía lo quieren hacer ver las organizaciones religiosas dominantes, y que tampoco vislumbran al divorcio como un acto especialmente transgresor. Para ellas, más bien, este podría ser una vía legítima para salir de matrimonios opresivos o no compatibles con las propias expectativas vitales (de amor, bienestar, autonomía, seguridad, etc.).
La postura de los hombres hacia la práctica, por su parte, puede interpretarse como una reacción de rechazo hacia la autonomía que han ganado las muje-res en las últimas décadas. Si bien estos suelen reproducir una moral dual en relación con el matrimonio, pues, por un lado, han sacado provecho de este y, por el otro, han tendido a irrespetarle, el socavamiento de la institución, como un todo, no solo pone en peligro el ejercicio efectivo de la dominación masculina, sino que de hecho amenaza con traerse abajo, de forma concomitante, a una de las instituciones patriarcales de mayor recorrido en las sociedades del orbe (Lerner 2017; Pateman 2019; Coontz 2006).
En cualquier caso, una ponderación correcta de los resultados comentados debe tener muy presente, como se ha señalado acá, que no todos los hombres rechazan el divorcio y que no todas las mujeres lo aceptan. Tanto en uno como en otro sector de la población hay porciones importantes que lo han asumido como opción legítima y otras que, al menos discursivamente, lo conciben como una alternativa indeseable. Se puede afirmar con contundencia, en este sentido, que los posicionamientos en torno al divorcio (y por extensión al matrimonio) son heterogéneos y que el consenso construido históricamente en torno a su indeseabilidad tiene hoy cada vez menos cabida entre la población costarricense, a pesar de que las iglesias presentes en el medio lo siguen desaconsejando.
La heterogeneidad de los posicionamientos en torno al divorcio (y por extensión al matrimonio) es de hecho consecuente con el comportamiento efectivo de los y las costarricenses en la materia. De acuerdo con datos suministrados por el Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) y el Instituto Nacional de Esta-dística y Censos (INEC), mientras que en 1970 la tasa bruta de nupcialidad (cantidad de matrimonios en un año dado por cada mil habitantes) alcanzaba una cifra del 6,4 y la tasa bruta de divorcios (cantidad de divorcios en un año dado por cada mil habitantes) una cifra de 0,2; en el 2017, la primera de las tasas bajó a 5,1 y la segunda subió a 2,6. Del mismo modo, mientras en el primero de los años la razón de divorcios por cada 100 matrimonios era de apenas 3,3; en el 2017, la cifra llegó ya a 51. Hoy las personas se casan mucho menos que el pasado y se divorcian en mayor proporción.
Dentro de esta transformación, cabe destacar el declive correlativo del matrimonio católico en el país, mientras que en 1970 este representaba al 90,6 % del total de matrimonios, en el 2017 apenas llegó a alcanzar el 22,9 %. En la actualidad, las personas optan, preponderantemente, por el matrimonio civil antes que por el “sacro” matrimonio católico y ese es un indicador de la pérdida de hegemonía católica sobre la población costarricense y sobre la moralidad que tiende a sobresalir entre esta. Es claro que este cambio también ha sido impulsado por la diversificación religiosa que se ha dado en el país en las últimas décadas, pues las personas evangélicas, que hoy representan al 27 % de la población (Díaz González et al. 2019, 16), no tienen otro remedio que recurrir a la figura del matrimonio civil para ratificar sus nupcias, pero ello no explica la totalidad del fenómeno y sobre todo no da cuenta del incremento tan abrupto de la tasa bruta de divorcios.
Otro rubro en el que se ponen de relieve las diferencias morales entre hombres y mujeres es en el relativo a la diversidad sexual. Aunque de nuevo el conservadurismo se manifiesta de forma sobresaliente en ambos grupos, las mujeres muestran, en términos generales, un menor rechazo hacia la homo-sexualidad que los hombres. Mientras el “rechazo duro” hacia la práctica llega, entre ellas, hasta el 45,4 % y la “aceptación decidida” hasta un 38,3 %; entre los hombres las respuestas ubicadas en los valores de mayor rechazo alcanzan un 55 % y las ubicadas en las de mayor aceptación hacia la práctica apenas comprenden al 28,1 % de las respuestas brindadas.
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
Estas importantes diferencias, además de ser significativas desde el punto de vista estadístico11, en general coinciden con resultados arrojados por investigaciones en la materia realizadas en el plano internacional (Kite y Whitley 1996; Herek 2000). Tal como se ha detectado en otros países, y muy especialmente en los Estados Unidos de Norteamérica, los resultados de la en-cuesta comentada señalan que el género (en este caso representado por el “sexo”) constituye un potente predictor de las actitudes en torno a la homosexualidad. Los hombres parecen tener más problemas para aceptar la homosexualidad que las mujeres, entre otros motivos porque tienden a estar más rígidamente apegados a los papeles tradicionales de género (los cuales les han reportado ventajas a lo largo de la historia) y a un tipo de identidad masculina que se construye y afirma a partir de una marcada oposición respecto de todo aquello que se presume como propio de las mujeres o del ámbito fe-menino.
Estar en contra de la homosexualidad, y pronunciarse públicamente en contra de ella, representa para muchos hombres una forma de afirmar su diferencia en relación con lo femenino y de reafirmar, por tanto, su masculinidad (Kimmel 1994). Se trata, a todas luces, de una postura prejuiciosa que asocia la atracción y la orientación homoerótica con la feminidad (y con una suerte de traición hacia los roles de género), y que goza de una gran vitalidad en sociedades patriarcales y heteronormativas como la costarricense.
Si bien las mujeres también se encuentran sometidas al influjo heteronormativo y al peso de los roles de género, la identidad que estas construyen y reproducen no parece recostarse con tanta intensidad en el rechazo de la homosexualidad (Kite y Whitley 1996, 338); situación que muy probablemente esté asociada a la afectividad y a la cercanía (incluso de talante corporal) que suelen prevalecer en las relaciones fomentadas por las mujeres y a la correlativa menor animadversión que tales formas de relacionamiento encuentran a nivel societal. Mientras la afectividad entre las mujeres es tolerada (por supuesto, con límites), cuando no alentada, desde etapas tempranas de la vida, la cercanía sentimental (y corporal) entre los hombres suele ser proscrita de forma decidida y sistemática.
No se encuentran diferencias significativas en los posicionamientos en torno al aborto; desde el punto de vista meramente descriptivo, es posible observar, tal y como lo permite hacer el gráfico 13, que los hombres rechazan más la práctica y la aceptan menos que las mujeres, aunque en realidad no se trata de diferencias con significancia estadística. En esta oportunidad, la prueba U de Mann-Whitney arroja un p-valor de 0,564, ubicado muy por encima del nivel de significación (0,05).
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
Tanto entre los hombres como entre las mujeres sobresale un gran rechazo hacia la práctica, lo cual demuestra, como se señaló al principio, que el aborto no solo es el tema moral más polémico en las sociedades latinoamericanas, sino también el que suele despertar más resistencia entre las poblaciones del subcontinente. Para la mayoría de los hombres, la práctica del aborto es inaceptable porque conlleva un desacato de parte de las mujeres (respecto del función de madres que se les ha asignado), pero sobre todo porque a través de él las mujeres podrían recuperar el control sobre su cuerpo y amena-zar la reproducción del orden patriarcal y las redes del poder androcéntrico (Fuentes Belgrave 2006, 108). Para las mujeres, por su parte, la práctica es indeseable porque representa una transgresión del rol de madres (amorosas, dedicadas, abnegadas) que han asumido a lo largo de la historia, pero, ante todo, porque ejercerla puede acarrearles fuertes sanciones de índole jurídica y social.
En Costa Rica, la discusión en torno al aborto no ha logrado posicionarse, en los imaginarios colectivos, ni como un asunto de salud pública ni como una reivindicación relativa a la soberanía de las mujeres sobre su propio cuerpo. El pensamiento común sobre el particular sigue influido por representaciones que reducen la práctica a la transgresión de la maternidad y que la asocian con la comisión de un crimen; dentro de tal clima cultural, resulta complicado posicionarse a favor de la práctica.
Posicionamientos morales según grado de escolaridad formal
Una variable de gran interés para explorar la diversidad de posicionamientos morales que sobresale entre la población costarricense es, sin duda alguna, la educación formal de las personas. En las sociedades contemporáneas, la educación formal no solamente se encuentra ligada a la adquisición de cono-cimiento científico y humanístico, sino también a la obtención de autonomía. Esta tiende a otorgarle independencia intelectual a las personas, pero también tiene la potencialidad de brindarles independencia material; esto podría redundar en una mayor seguridad ontológica y, de modo concomitante, en una mayor propensión a apreciar positivamente atributos como la autoexpresión, la autonomía, la libertad, la tolerancia y el respeto (Inglehart y Welzel 2005).
De acuerdo con la teoría desarrollada por Inglehart (y a sus correspondientes comprobaciones empíricas), el nivel educativo sería indicador del cúmulo de conocimientos que posee una persona y de la seguridad ontológica con la que esta creció (Inglehart y Welzel 2005, 37). Las personas que logran mantener-se mucho tiempo dentro de la educación formal muy probablemente cuentan con recursos materiales suficientes para dar por sentada la sobrevivencia y para desarrollar, en consecuencia, un mayor aprecio hacia los llamados valores posmateriales (Inglehart 1977) que quienes permanecen apenas unos pocos años dentro del sistema educativo institucional. Por este motivo, el nivel educativo constituye un buen predictor del grado de apego/desapego que las personas pueden sentir hacia prácticas o situaciones morales de corte tradicional, así como del grado resistencia que estas pueden o no manifestar ante prácticas o situaciones alejadas del orden moral hegemónico.
Como se puntualizará en lo sucesivo, los resultados de la encuesta comenta-da reflejan de forma cabal esta predicción. En todos los casos analizados, las personas con estudios primarios12 tienden a ser más conservadoras que aquellas con estudios secundarios13 y universitarios14, y estas últimas, por su parte, son significativamente más progresistas o liberales que las ubicadas en los otros dos grupos considerados.
En el caso de las relaciones sexuales premaritales, el “rechazo duro” alcanza entre el grupo con estudios primarios un 59,4 %; entre el grupo con estudios secundarios, un 42,8 %, y entre el grupo con estudios universitarios, apenas un 32,8 %. Estas marcadas diferencias fueron de hecho ratificadas por la prueba de Kruskal Wallis, la cual dio cuenta de la existencia de los contrastes (p = 0,000) y al mismo tiempo identificó diferencias específicas entre los tres grupos: el grupo con estudios primarios rechaza más la práctica que los grupos con estudios secundarios y universitarios, mientras que el grupo con estudios universitarios la acepta más que los otros dos grupos comparados.
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
Esta diferenciación se repite, casi de forma idéntica, en el caso de las opiniones en torno al divorcio. En ese rubro, el grupo con estudios primarios expresa un “rechazo duro” del 66 %; el grupo con estudios secundarios, un rechazo del 44,7 %, y el grupo con estudios universitarios, un rechazo del 27,4 %. En esta oportunidad, como en la anterior, la prueba de Kruskal Wallis confirmó las diferencias existentes entre los grupos (p = 0,000) y retrató, una vez más, al grupo con estudios primarios como el más conservador de los tres (pues su mediana de respuesta se diferencia significativamente de las medianas de los otros grupos) y al grupo con estudios universitarios como el más liberal.
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
Al llegar a los posicionamientos en torno a la homosexualidad, la diferencia entre los grupos se ha consolidado ya como un patrón. En esta ocasión, el “rechazo duro” a la práctica llega hasta un 69,2 % entre las personas con educación primaria o menos, hasta un 50,3 % entre las personas con educación secundaria y desciende hasta el 33,3 % entre las personas con estudios universitarios. De nuevo, en esta oportunidad, los resultados de la prueba de Kruskal Wallis dan cuenta de la significancia estadística de las diferencias detectadas (p = 0,000) y vuelven a demostrar las distancias existentes entre el grupo de personas con estudios universitarios y los dos restantes grupos.
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
Las posiciones en torno al aborto terminan de dibujar las diferencias identifi-cadas entre los grupos. Esta práctica es rechazada por un 96 % de las perso-nas con estudios primarios, por un 84,3 % de las personas con estudios se-cundarios y por un 70,4 % de las personas con estudios universitarios. De nuevo, la prueba de Kruskal Wallis confirma que las diferencias son significa-tivas desde el punto de vista estadístico (p = 0,000) y ratifica al grupo con es-tudios primarios como el más conservador de los tres y al grupo con estudios universitarios como el menos conservador entre ellos.
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
Si bien otra vez sale a flote la gran resistencia que suele despertar la práctica del aborto entre la población costarricense, el contraste entre los grupos muestra que esta tiene mayores posibilidades de ser aceptada entre los sectores más educados de la sociedad. Entre el grupo con educación universitaria, los porcentajes de rechazo a la práctica tienden a ser comparativamente menores y los de aceptación bastante más elevados que los expresados por los otros dos grupos. Mientras un 18 % de las personas con estudios universitarias están dispuestas a aceptar casi siempre (4,2 %) o siempre (13,8 %) la práctica, solo el 7,8 % de las cuentan con secundaria, y 1,6 % con primaria se inclinan a hacerlo. Un cambio social de grandes proporciones podría esperarse en la medida en que mayor cantidad de personas accedan a instancias de educación superior y se consolide la seguridad existencial que suele acompañar tales procesos.
Efectos sobre la laicidad estatal y gubernamental
Las opiniones en torno a la laicidad estatal y gubernamental representan una vía interesante tanto para relativizar, una vez más, el peso que tienen las pos-turas conservadoras dentro de la sociedad costarricense como para ilustrar la heterogeneidad axiológica que tiende a afianzarse entre la población. Un apoyo decidido a la vinculación entre las iglesias y el Estado significaría, de acuerdo con la hipótesis aquí defendida, que la población conservadora del país se encuentra dispuesta a llevar sus posicionamientos morales más allá del entorno vital (personal, familiar, etc.) que les es inmediato y a utilizar al Estado como una plataforma para la extensión o para la defensa de tales posturas.
En Costa Rica, es común escuchar voces que ven en la promoción de la laicidad un esfuerzo tendiente a “sacar a Dios del Estado” o como un intento de construir una sociedad atea y potencialmente inmoral. Para estas, la confesionalidad sería una manera de asegurarle a la nación la gracia y la protección divina, pero también sería un medio para influir en la conformación de las políticas públicas y de los destinos socialmente compartidos. Desde esta perspectiva, la defensa de la confesionalidad constituye, para los sectores conserva-dores más politizados de la población, un importante eslabón dentro de la cruzada que busca detener el avance de la secularización en la vida social.
Por estos motivos, el que una persona esté dispuesta a aceptar como legítima (incluso deseable) la separación entre las iglesias instituidas y el Estado refleja, desde el punto de vista aquí defendido, que esta o bien tiene poca inclinación hacia el conservadurismo moral en términos generales o que no tiene el pro-pósito de convertir tal propensión en una causa política, en un motivo de lucha y disputa pública. La diferencia entre una y otra postura, sutil y difícil de distinguir tanto a nivel teórico como práctico, conlleva importantes repercusiones para la convivencia democrática, pues no es lo mismo tener el deseo de conservar la moral “tradicional” que sentir la necesidad de hacer de este deseo un motivo de movilización política.
En la encuesta analizada, se pidió a las personas que manifestaran su grado de acuerdo con la sentencia “las iglesias y el Estado deben tener una relación separada e independiente”. Un 57,9 % de las personas afirmó estar totalmente de acuerdo (24,1 %) o de acuerdo (33,8 %) con la proposición, un 4,5 % dijo no estar ni de acuerdo ni en desacuerdo, mientras que el 36,3 % aseveró estar en desacuerdo (29 %) o totalmente en desacuerdo (7,3 %) con ella. Como se observa, entre la población del país, prevalece una marcada tendencia a pre-ferir la separación o la independencia funcional entre las instituciones eclesia-les y la institucionalidad estatal; este resultado podría evidenciar la existencia de un creciente debilitamiento del “consenso conservador” que durante déca-das dominó la escena cultural, política y moral en Costa Rica.
Fuente: elaboración propia con base datos de la encuesta “Percepción de la población costarricense sobre valores y prácticas religiosas”.
Un análisis detallado de los datos muestra que el apoyo a la separación funcional entre las iglesias y el Estado tiende a ser compartido por casi todos los grupos poblacionales que han sido comparados a lo largo del artículo. El acuerdo es mayoritario entre hombres y mujeres, entre todos los niveles de escolaridad formal, entre casi todas las categorías de creyentes y entre casi todos los grupos de edad.
Dentro de este panorama general, sin embargo, saltan a la vista algunas diferencias de importancia. Los sectores que hasta ahora han destacado como los más conservadores dentro de la muestra son, al mismo tiempo, los que menores porcentajes de apoyo comparativo presentan hacia la separación entre las iglesias y el Estado, mientras que los más liberales apoyan la medida de una forma más contundente. Entre las distintas categorías de creyentes, por ejemplo, son las personas “creyentes sin religión” y las personas pertenecientes a “otras religiones” las que sobresalen por su marcado apoyo a la sentencia. Entre las primeras, un 75,3 % afirmó estar totalmente de acuerdo (34,2 %) o de acuerdo (41,1 %) con la separación, mientras que, entre las segundas, este porcentaje de apoyo ascendió hasta un 84,3 % (33,3 % totalmente de acuerdo y 50 % de acuerdo).
El apoyo desciende tanto en el caso de las personas católicas como en el de las evangélicas; entre las primeras, un 55,6 % (20,6 % totalmente de acuerdo y 34,9 % de acuerdo) respalda la independencia entre las iglesias y el Estado, mientras que, entre las segundas, apenas un 47,3 % (19,4 % totalmente de acuerdo y 27,9 % de acuerdo) hace lo propio. La diferencia se torna llamativa al considerar que la corriente religiosa históricamente beneficiada por la confesionalidad estatal no ha sido precisamente la evangélica, sino la católica. Sin ánimo de especular más de lo prudente, pues los resultados aquí comentados no revelan por sí mismos los motivos del contraste entre las posiciones de los dos grupos, se podría decir que la diferencia responde al carácter militante que ha adquirido el conservadurismo entre muchas personas evangélicas durante los últimos años.
Por más irónico que pueda resultar, muchos sectores dentro del mundo evangélico costarricense han sumado la defensa de la confesionalidad católica a la lucha que han decido librar contra el avance de la secularización (o la pérdida de protagonismo de la religión institucionalizada) dentro de la vida social del país; para estos, mantener la disparidad sociojurídica existente entre las organizaciones religiosas no católicas y la Iglesia católica resulta preferible a la implementación de la laicidad.
La comparación de los posicionamientos según grupo de edad y grado de escolaridad también confirma, como ya se ha indicado, las tendencias detectadas a lo largo del artículo. El apoyo a la laicidad estatal es mayor entre las personas ubicadas en los grupos de menor edad y más intenso, al mismo tiempo, entre las personas con mayor escolaridad formal. Así, mientras que en los dos primeros grupos de edad (18 a 24 y 25 a 34) los porcentajes de acuerdo con la separación funcional entre las iglesias y el Estado comprenden, en ambos casos, a cerca del 65 por ciento de las personas, entre los últimos dos grupos de edad (45 a 54 y 55 a 99) el acuerdo prevalece entre alrededor del 50 por ciento de las personas.
En el plano de la escolaridad formal, por último, las diferencias entre los grupos vuelven a hacerse patentes. Entre el grupo con educación primaria o me-nos, un 52,2 % de las personas (17,1 % totalmente de acuerdo y 35,1 % de acuerdo) respalda la independencia entre las iglesias y el Estado, entre quienes cuentan con educación secundaria un 57 % hace lo propio (20,3 % total-mente de acuerdo y 36,7 % de acuerdo), mientras que entre el grupo con educación superior el apoyo se eleva hasta el 65,9 % de las personas (35,7 % totalmente de acuerdo y 30,2 % de acuerdo).
Reflexiones finales
De acuerdo con los resultados de la encuesta aquí comentada, en Costa Rica persiste una actitud conservadora en materia de moral sexual. Prácticas como las relaciones sexuales premaritales, el divorcio, la homosexualidad y el aborto continúan despertando animadversión entre una porción importante de la ciudadanía. El “rechazo duro” a cada una estas prácticas supera, en todos los casos analizados, el umbral del 40 %, e incluso aglutina al 82,6 % de las respuestas recogidas en el caso del aborto.
Este conservadurismo se manifiesta con particular intensidad entre las personas evangélico-pentecostales, en las cuales prevalece una actitud de “rechazo duro” hacia todas las prácticas contempladas por la encuesta, entre los hombres, quienes se muestran especialmente reticentes ante el aborto y la homosexualidad, entre las personas mayores de 45 años (grupos de edad 4 y 5), que exhiben rechazos superiores al 50 % en todos los casos; y por último, entre las personas con menor escolaridad formal, que también se posicionan mayoritariamente en contra de todas las prácticas consultadas.
Aunque en menor proporción, las actitudes conservadoras, de rechazo o nula apertura hacia las relaciones sexuales premaritales, el divorcio, la homosexualidad y el aborto también se encuentran presentes en los restantes grupos considerados a lo largo del artículo; tienen presencia entre las otras categorías de creyentes, entre las mujeres, entre las personas menores de 45 años, y entre las personas con educación universitaria. Esta constatación resulta particularmente evidente en el caso de los posicionamientos en torno a la práctica del aborto, en donde el “rechazo duro” es mayoritario en todos los grupos comparados sin excepción alguna.
Más allá de estas comprobaciones que, en efecto, dan cuenta de la perseverancia de un orden moral hegemónico en el interior de la sociedad costarricense, otros hallazgos discutidos en el presente escrito más bien apuntan a la existencia de tendencias que van a contrapelo de tal orden y que amenazan con desarticularlo. Al lado del conservadurismo mayoritario, figuran posicionamientos morales de mayor apertura hacia las prácticas analizadas e incluso de “aceptación decidida” hacia ellas; dichos posicionamientos revelan importantes visos de autonomía o autonomización moral entre la ciudadanía costarricense y develan la presencia de fisuras considerables en el orden moral hegemónico.
Estas tendencias sobresalen con especial fuerza entre las personas creyentes no afiliadas o sin religión, que muestran una mayor propensión a aceptar to-das las prácticas analizadas; entre las personas católicas, quienes se muestran particularmente abiertas hacia las relaciones sexuales premaritales, el divorcio y la homosexualidad, incluso cuando estas prácticas son perseguidas por la institución eclesial a la que afirman pertenecer; entre las personas de 18 a 34 años, quienes exhiben una mayor apertura comparativa hacia todas las prácticas, revelando con ello la posible existencia de brechas generacionales en materia de vivencia y percepción moral, y entre las personas con educación universitaria, quienes manifiestan una mayor aceptación de todas las prácticas.
Estas tendencias de mayor apertura hacia prácticas que han sido histórica-mente condenadas por las dogmáticas dominantes entre las principales ofertas religiosas del país, y que han sido amparadas por el propio orden patriarcal, sea este de índole religioso o laico, demuestran que en la Costa Rica contemporánea los posicionamientos morales en materia de sexualidad son más bien diversos y que el consenso conservador que alguna vez existió en el país en torno a los tópicos aquí analizados se ha resquebrajado. Se trata de una evaluación que coincide con los resultados de encuestas más actuales, como los que fueron publicados recientemente por el Centro de Investigación y Estudios Políticos de la Universidad de Costa Rica (UCR), entre los cuales se des-taca, como un hallazgo especialmente relevante, que las personas costarricenses “muestran algunas posiciones menos conservadoras, (…) en temas como el aborto, el papel de la religión en la política y la remuneración por igual entre hombres y mujeres ante igual trabajo” (CIEP 2021, 14).
Si se tuvieran que vaticinar tendencias o trayectorias futuras, es muy probable que esta heterogeneidad moral se incremente y que la “salida del consenso moral” se haga cada vez más evidente. El extraordinario crecimiento de las personas creyentes no afiliadas o “sin” religión, la paulatina extensión de los imaginarios e ideales feministas hacia el conjunto de la sociedad, el progresivo reconocimiento sociojurídico de la diversidad sexual, el aprecio que las nuevas generaciones muestran hacia valores como la libertad, la autonomía y la autoexpresión, y la incorporación de más personas a instancias y procesos de educación superior permiten prever una intensificación de los vientos de cambio moral que ya atraviesan el espacio social costarricense en distintas escalas.
Estas tendencias, sin duda alguna, favorecerán al pluralismo y la convivencia democrática, pero seguramente serán, como lo han sido ya, fuentes importantes de conflictos a nivel societal. En la medida en que avancen la diversidad y la autonomía morales entre la población costarricense, es esperable que los sectores conservadores de la sociedad (personas, organizaciones) se atrincheren con mayor intensidad en una actitud hostil ante la relativización del orden moral y que tal posicionamiento, de incomodidad ante el cambio, tome derroteros políticos de distinta naturaleza; tal como sucedió en las elecciones del 2018 (Rojas Bolaños y Treminio Sánchez 2019), en la que se dio un clivaje axiológico que marcó el rumbo general del proceso, y como ha ocurrido también en las manifestaciones públicas en torno a la “la defensa de la vida, de la familia y de los valores”, o en los movimientos contra la educación sexual laica y contra la llamada “ideología de género”.
Debido a las desigualdades e inseguridades ontológicas presentes en el espacio social costarricense, es probable que la conflictividad axiológica en el país sea la norma antes que la excepción en el futuro cercano. Tal como lo han demostrado estudiosos del cambio cultural y axiológico (Inglehart 1977; In-glehart y Welzel 2005; Norris e Inglehart 2004), muchas de las personas que asumen posicionamientos conservadores no lo hacen como producto de de-cisiones enteramente razonadas, sino como resultado de sus condiciones sociales de existencia. Situaciones vitales marcadas por la inseguridad ontológica propician la prevalencia societal de valores materiales (relativos a la supervivencia) y una mayor cercanía de parte de las poblaciones hacia valores tradicionales “que enfatizan la preponderancia de la religión, la obediencia a la autoridad, los lazos entre padres e hijos, las familias con padre y madre, así como estándares morales absolutos” (Inglehart y Carballo 2008, 14).
Costa Rica es un país que mantiene algunos indicadores sociales sobresalientes dentro del contexto latinoamericano, con gran estabilidad política (y democrática, al menos a nivel formal e institucional), y con probada capacidad para brindarle seguridad a amplios sectores de la sociedad. Y, sin embargo, es al mismo tiempo un país en el que más del 20 % de los hogares se encuentran por debajo de la línea de pobreza, en el que la desigualdad de ingresos es cada vez mayor, en el que las diferencias materiales (políticas, simbólicas) entre el centro y las periferias territoriales son notorias, en el que la informalidad, el desempleo y el subempleo marcan la pauta de las dinámicas laborales, y en el que cada vez menos personas se sienten representadas por los agentes políticos tradicionales. En tales condiciones de desigualdad socioexistencial rampante, lo que cabe esperar es la coexistencia societal de valores distintos e incluso contrastantes: valores materiales y posmateriales tendrán incidencia variable entre los diferentes sectores sociales y lo mismo ocurrirá con los va-lores tradicionales y los postradicionales.