Introducción
Los historiadores prefieren ocuparse de textos y de hechos políticos y económicos, y no de los niveles más profundos de la experiencia que las imágenes se encargan de sondear
No se puede desconocer el poder de la imagen. Que “una imagen vale más que mil palabras” es un conocido cliché. Su poder radica en que, al desbordar la barrera idiomática, cualquiera puede comprender su mensaje. Por ejemplo, fue a través de la imagen que la Iglesia católica logró evangelizar/colonizar a un mundo pluricultural en el que se hablaban múltiples lenguas. En gran medida, la instalación de aquel discurso hegemónico se logró gracias a este eficaz dispositivo. Siglos más tarde la misma fórmula se vuelve a repetir en América.
Mucho de lo que hoy conocemos como arte, en el momento en que fue creado no fue pensado como tal. Tanto es así que en la mayoría de los casos ni siquiera sabemos quién hizo las obras, puesto que ni los mismos autores se consideraban a sí mismos “artistas” (Gombrich, 1997, p. 15). Lo vemos en el arte rupestre o en gran parte del arte religioso occidental. La imagen es un documento histórico, al igual que los escritos. Sus efectos son potentes tanto en manos del poder como cuando es utilizada para resistirlo. El poder de la imagen radica en su instantaneidad, dado que puede ser rápidamente recepcionada y decodificada, aun por aquellos que no saben leer. Ella da cuenta de acontecimientos políticos, tendencias sociales, económicas, estructuras sociales, historias de la vida cotidiana, entre otros.
Desde el punto de vista de la historia social chilena, los movimientos populares han sido actores protagónicos en la lucha por cambios estructurales. Desde los inicios de la República, los sectores más desposeídos se han resistido activamente a las ideologías, modos de pensamientos y formas culturales que las clases acomodadas han buscado hegemonizar en toda la población. Sin embargo, definir qué es lo “popular” es problemático, por tanto, teniendo en consideración que el término es ambiguo, puesto que también puede ser entendido como masivo, queremos señalar que en este trabajo lo usaremos como sinónimo de clase subordinada, obrero, campesino, proletariado y pobre.
La importancia de estudiar las imágenes que fueron útiles en la instalación de un discurso propio de los sectores populares está dada por el valor que estas tienen como fuente primaria. En ellas se manifiesta una expresión cultural que escapa de la intervención deformante de la cultura dominante. Expresiones como La Lira Popular (Figura 1) no están mediadas por las instituciones del Estado que regulan la creación de imágenes. En estos documentos históricos nos enfrentamos al modo en que la expresión popular reivindica su derecho a ocupar el espacio público. Son la materialización de una expresión que moviliza imágenes en las que se mezclan mitos y leyendas rurales con problemas urbanos; cargadas de un humanismo social que muestran los derroteros de las clases populares y que son el testimonio de sus preocupaciones sociales. Creer que el repertorio de imágenes de las clases subalternas nace de apropiaciones y resignificaciones de aquellos repertorios culturales y técnicas instaladas por las clases dominantes es “la persistencia difusa de una concepción aristocrática de la cultura” (Ginzburg, 2008, p. 11).
Discusión
La voz de los sectores populares
Hacia finales del siglo XIX los grupos hegemónicos, motivados por la lógica del “orden y progreso”, habían logrado controlar mayoritariamente los medios escritos y, a través del control de la enseñanza, la circulación de imágenes. Sin embargo, eran grupos rodeados por miles de pobres que malvivían en conventillos y en la más absoluta miseria. Ambos sectores constituían una sociedad en tensión entre las nuevas ideas políticas y los focos de resistencia.
Desde su sensacionalismo, La Lira Popular abrió un espacio para un imaginario proveniente del mundo rural que se instala en los sectores periféricos de la ciudad. Es evidente que sus creadores no eran “oficialmente” reconocidos como “artistas”, y no estaban dedicados de manera exclusiva a esta labor dado que su precariedad les obligaba a desempeñar múltiples trabajos para sobrevivir. Sin embargo, es esta falta de formación académica lo que les permite escapar de la hegemonía cultural de las clases dominantes, pues quienes reciben una educación formal para luego ser reconocidos como artistas, se debaten en una posición social ambigua.
Los escritores y los artistas constituyen, al menos a partir del romanticismo, una fracción dominada de la clase dominante, que en razón de su posición estructuralmente ambigua está obligada a mantener una relación ambivalente tanto con las fracciones dominantes de la clase dominante (la burguesía), como con las clases dominadas (el pueblo) (Bourdieu, 1983, citado por Muñoz, 2008, p. 7).
La situación social del “verdadero” artista no es la misma que la del artista popular. Este último es indudablemente miembro de la clase subalterna, por lo que el fruto de su actividad creativa es un producto cultural que surge desde las clases populares. De ahí que quien creaba para La Lira Popular lo hacía en un espacio territorializado por los sectores populares, y que por lo mismo quedaba fuera del control ejercido desde el Estado.
Lo que apreciamos en La Lira Popular es una expresión genuina de los sectores periféricos, tanto en su lenguaje visual como en el escrito. Observamos un discurso propio respecto de las coyunturas históricas que les afectaban, como la Guerra del Pacífico (1879-1883), la revolución y la muerte de José Manuel Balmaceda (1840-1891), situaciones extremas como los fusilamientos, la carestía, dejando siempre un espacio para la sátira y los versos de amor (Figura 2). La Lira Popular fue la tribuna desde la cual los sectores populares exponían su propia escala valorativa de la contingencia nacional, exponiendo una visión de mundo paralela a la visión oficial de la cultura dominante.
Colección Alamiro de Ávila, Archivo de Literatura Oral y Tradiciones Populares de la Biblioteca Nacional, Santiago, Chile.
La creación de la Academia de Pintura, en 1849, consolida una operación del Estado en relación con normar la creación y difusión de imágenes, para centralizar la enseñanza de las artes y darles un carácter oficial. De este modo, construye y controla un imaginario funcional a la tarea de masificar el sentimiento identitario nacional (Quiroga y Villegas, 2014, p. 21). Como contraparte, La Lira Popular era una mirada desde abajo, desde las clases subalternas, que movilizaba un universo cultural que la oligarquía buscaba ignorar en su afán de apartarse de un imaginario rural que contrasta con su ideal de modernidad (Figura 3).
Colección Alamiro de Ávila, Archivo de Literatura Oral y Tradiciones Populares de la Biblioteca Nacional, Santiago, Chile.
Los versos e ilustraciones de La Lira Popular “denotan la ironía -que no es fruto infantil- y una malicia innata para reírse de los acontecimientos más serios” (Tinta Azul, 2011, p. 50). Se trata de un espacio libre de censura donde también pueden desarrollarse las ideologías. Había poetas de todas las tendencias: balmacedistas o militantes del Partido Demócrata; tampoco faltaba el que defendía el socialismo e inclusive aquel que apoyaba a la Iglesia. La Lira Popular es un espacio no dado a la censura, puesto que su circulación periférica la dejaba prácticamente fuera del control del Estado. “Los poetas e impresores populares sabían a ciencia cierta que sus hojas de poesía no iban a ser leídas por el presidente de la República. Ni aun, se puede agregar, por algún miembro de la elite” (Cornejo, 2013, p. 12).
Daniel Meneses, quien se identifica como “poeta nacional chileno”, se da el lujo de ser “insolente” en su increpación a la oligarquía católica. A propósito de los estragos que un temporal ha dejado en el sur de Chile, escribe:
Ahora se me hace necesario preguntar: que cuáles son las personas caritativas que tantas que hai en Chile de esas que se dice que son católicas, apostólicas i romanas, que en nombre del Crucificado hayan abiertos sus cajas i maletas para sacar los dineros que le han usurpado al pobre pueblo ignorante (Biblioteca Nacional de Chile, “La horrible catástrofe…”, s. f., p. s/n). 3
Y en otro pliego, a causa del fusilamiento de un reo, en un poema que titula “Versos de la desigualdad” se lamenta: “Los ricos ¿Por qué razón / Ninguno muere baleado? / El pobre por cualquier nada / A la muerte es sentenciado” (Biblioteca Nacional de Chile, “Fusilamiento del reo…”, s. f., p. s/n).
Su carácter aglutinador de varios estratos de la tradición oral, unido a elementos novedosos propios de la modernización del campo de las comunicaciones de fines del siglo XIX, colaboró a reconfigurar la identidad de los sectores populares de origen rural, entregándoles referentes para un nuevo habitar urbano (Orellana, 2005, citado por Cornejo, 2013, p. 14).
Debe ser muy cierto que uno de los propósitos de La Lira Popular era “entretener en las duras faenas, como en las largas noches de invierno” (Atria, 2004, citado por Cornejo, 2013, p. 13), por lo mismo consideramos que las xilografías que acompañan los versos tenían una particular importancia dentro del pliego: permitían a sus destinatarios ágrafos identificarse con un imaginario cultural que les era conocido. Tanto los creadores como el público de La Lira Popular pertenecían al mismo grupo social, personas que provenían de sectores rurales, en su mayoría analfabetas o con escasa educación formal, recientemente asentadas en las distintas ciudades del país. Las imágenes de La Lira Popular resignifican para un conjunto social que, dado que comparten un mismo acervo cultural, territorializa la ciudad con su cosmogonía indígena y rural (Figura 4).
Literatura de cordel: La Lira Popular
La Lira Popular consistía en pliegos sueltos impresos al modo de un diario en papel más económico, y que para su venta se exponían colgados de un cordel y sujetados con pinzas. El tamaño de la mayoría de las hojas que se conservan es de 54 x 38 cms. En Chile, se designa La Lira Popular a la totalidad de las tres colecciones de pliegos que se conservan. El nombre surge del título que uno de los más prolíficos poetas, Juan Bautista Peralta (Figura 5), da a sus hojas, seguramente parodiando a una revista que por aquella época se dedicada a la poesía “culta”: La Lira Chilena (1886-1930).
Colección Alamiro de Ávila, Archivo de Literatura Oral y Tradiciones Populares de la Biblioteca Nacional, Santiago, Chile.
Si se toma en cuenta que una de las mayores dificultades para reconstruir la cultura de las clases subalternas es que esta es en gran medida una cultura oral, La Lira Popular viene a ser, entonces, una valiosa fuente para entender de primera mano, y sin filtros deformantes, el universo imaginario de estos actores sociales que hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX se debatían entre la lucha política y la resistencia. Comprometidos y conscientes de su pertenencia a una clase oprimida, en su propuesta iconográfica se aprecia el talento de hombres y mujeres que, sabiendo leer y escribir, buscan también impactar a través de la imagen.
El primero en realizar un estudio sobre La Lira Popular fue Rodolfo Lenz (1863-1938), lingüista alemán, quien en 1894 publica Sobre la poesía popular impresa de Santiago de Chile. Según Lenz, esta publicación era un medio alternativo creado por poetas populares del “bajo pueblo”, y que por lo mismo era muy despreciado por las “personas cultas”. Gracias a Lenz y otros intelectuales como Raúl Amunátegui (1907-1967) (Biblioteca Nacional de Chile, 2019) y Alamiro de Ávila (1918-1990), que se dedicaron a recopilar estas láminas, en Chile se conservan tres colecciones: la de Lenz, la de Ávila -que guarda el Archivo de Literatura Oral y Tradiciones Populares de la Biblioteca Nacional-, y la de Amunátegui, custodiada por el Archivo Central Andrés Bello, de la Universidad de Chile. Si bien la mayoría de los pliegos no tiene fecha, la data se deduce del tipo de noticias que relatan, por lo que hoy se sabe que el periodo más productivo de esta expresión gráfica comprende desde 1866 hasta 1920, cuando decayó su venta “como consecuencia de la expansión y diversificación de la industria editorial y periodística” (Memoria chilena, s. f., párr. 44). Aunque investigaciones recientes han demostrado que su impresión se prolongó al menos hasta la década de 1940. Recientemente estas valiosas colecciones han sido declaradas “Memoria del Mundo” por la UNESCO (Memoria chilena, s. f.).
Los temas que tratan los versos son: “aventuras de bandidos y valientes, temas hagiográficos y doctrinales, históricos, arengas burlescas, sainetes, romances y tragedias” (Tinta Azul, 2011, p. 50). En La Lira Popular no hay temas vetados, por una parte, brinda espacio a poemas dedicados a lo que se llamó “Lo Humano”, esos versos que relatan desde violaciones, asesinatos, suicidios, asaltos, incendios, temporales, entre otros, hasta acontencimientos como la Guerra del Pacífico (Figura 2). Además, deja espacio para lo que se conoce como “el canto a lo divino”, poemas dedicados mayoritariamente a la religiosidad popular del Valle Central de Chile.
La cantidad de ejemplares impresos en cada edición podía llegar a los 10 000, compitiendo en cantidad con los más importantes medios escritos de entonces, como El Ferrocarril o El Mercurio de Valparaiso (Palma, 2006, pp. 177- 229). En su venta participaban los mismos creadores, y los pliegos eran adquiridos por personas pertenecientes a los sectores populares de la ciudad. Micaela Navarrete, directora del Archivo de Literatura Oral y Tradiciones Populares, explica que las personas que no sabían leer las adquirían para que otro se las leyeran y así aprenderlas de memoria, con lo cual volvían a convertirse en expresión oral (Soto, 2009, p. 100).
Los poetas eran también cantores populares de sus versos, los que se popularizaban aún más cuando ellos mismos, guitarrón en mano, los entonaban en los distintos escenarios de Santiago: la fonda Popular, en Av. Matta con San Diego, o la fonda El Arenal de la Peta Basaure. Un poeta popular podía llegar a ser tan famoso que los pliegos con sus poesías eran requeridos desde las provincias, hasta donde llegaban gracias a la continua expansión del ferrocarril. Muchos de estos vates populares llegaron a publicar sus creaciones en varios volúmenes. Por tanto, es un hecho que “el género fue un fenómeno editorial y cultural de difusión popular y lectura masificada´” (Tinta Azul, 2011, p. 50). Esta masificación de los impresos se debió a que desde fines del siglo XIX, en Santiago y Valparaíso, habían surgido numerosos talleres que se convirtieron en una alternativa para la producción de un material ideológico que difícilmente hubiera sido aceptado en las grandes imprentas ligadas a las elites dominantes (Castillo, 2010, p. 30).
Las imágenes de La Lira Popular fueron un efectivo vehículo para la propagación masiva de la denuncia sociopolítica y la difusión de ideas. A principios del siglo XX aparecían en distintas ciudades, sobre todo en las zonas mineras del norte, diversas publicaciones donde los trabajadores hacían públicas sus reivindicaciones. Sin embargo, una de las mayores dificultades para la instrucción política de los obreros fue su analfabetismo. Situación que queda de manifiesto en la máxima “el que no lee no es hombre libre” (Castillo, 2010, p. 31), de Luis Emilio Recabarren 4 , activista político de los obreros del norte. En consecuencia, considerando la escasa alfabetización de los destinatarios de las arengas en verso de La Lira Popular, podemos afirmar que es evidente que las imágenes que en ella se incluyen tienen el propósito de comunicar un mensaje.
Las características iconografías de La Lira Popular eran agregadas a cada pliego mediante xilografías, técnica que consiste en realizar una matriz a partir de un taco de madera, en cuya superficie se talla un dibujo, que luego se unta con tinta, a la manera de un timbre, para traspasar la imagen al papel. Pero como producto de esta práctica surgía la copia masiva de una imagen, se trata de una técnica que no tenía las distinciones necesarias para ser considerada dentro del mercado artístico de las élites, puesto que era la antítesis de la creación artística (y elitista), cuyo valor radicaba en la originalidad de la pieza única. Sin embargo, será precisamente esta característica la que la hará tan valiosa para los artistas populares, pues su bajo costo permitía la masividad de la imagen para un público que evidentemente no entraba en los circuitos oficiales del arte: museos, salones, crítica especializada, etcétera.
El alto contraste, los contornos irregulares y la pregnancia de las imágenes de La Lira Popular dan cuenta del aprendizaje informal de una técnica gráfica que había sido introducida en Chile a mediados del siglo XIX (Castillo, 2010, p. 33). En poco tiempo, la posibilidad de producir a gran escala y a bajo costo fue la oportunidad de los artistas populares para producir imágenes destinadas al consumo masivo. La xilografía fue una técnica de grabado artesanal que permitió crear un tipo de imagen que por la facilidad con que era adquirida, leída y comprendida pudo aglutinar alrededor de ideas comunes a los diversos sujetos populares que se asentaban en la ciudad a finales del siglo XIX y principios del XX.
Las ilustraciones
La Lira Popular desarrolló un particular registro gráfico a través de las xilografías que ilustraban sus pliegos. Estas imágenes son una muestra del talento y la capacidad de los sectores periféricos para producir bienes culturales; a la vez que nos revelan hasta qué punto estos son capaces de generar espacios de resistencia en los que defienden su derecho a intervenir el espacio público. Son una expresión beligerante y de fuerte contenido sociopolítico y a la vez artístico y cultural. En este sentido, La Lira Popular se nos presenta como un valiosísimo testimonio del rol clave de los sectores subalternos en la historia cultural de Chile.
La producción visual era una actividad importante y valorada en una república en formación como Chile, por lo que tempranamente se crea la Academia de Pintura en 1849. En una época en la que se estaba construyendo el sentimiento identitario nacional (Anderson, 1993), la fundación de una academia por parte de la élite gobernante, puede ser leída como una operación que busca centralizar y controlar la circulación de imágenes. Conscientes de su valor formativo, cada imagen debía colaborar en la instalación de un imaginario nacional y difundir el discurso oficial, por lo tanto, su producción no podía quedar fuera de los espacios que la élite hegemonizaba, como tampoco podía permitirse que circulara libremente y sin ningún control.
Si ya es difícil controlar la circulación de textos escritos, con mayor razón, y a causa de su naturaleza, se dificulta el control de la imagen. Por ello, las élites generan una escala valorativa que jerarquiza su producción, con el propósito de marginar a aquellas que cuestionen o pongan en peligro su legitimidad como clase “superior”. De esta forma, las imágenes subversivas quedan relegadas de la circulación por los espacios oficiales, en vista de que no son consideradas “Arte” (con mayúscula, al decir de Gombrich [1997, p. 15]). Este es el caso de las imágenes producidas por el mundo popular, inmediatamente catalogadas de rudimentarias, rústicas y de mal gusto. En la lógica binaria de civilización y barbarie, estas son asociadas al mundo de la barbarie. Las que tenían la venia y la aprobación de las élites eran aquellas producidas a manos de quienes habían recibido una formación académica; solo ellos podían ser llamados “artistas”, y solamente su producción podía ser considerada “Arte”. Solo los “artistas” podían producir y participar en concursos o publicar su trabajo en los círculos oficiales. Entonces, quien no recibiera la aprobación de la clase dominante quedaba excluido de los espacios que esta hegemonizaba, ya que hacia finales del siglo XIX habían consolidado mayoritariamente el control de los medios informativos.
El aumento de pequeños talleres, hacia fines del siglo XIX, permite la masificación del impreso (Castillo, 2010, p. 30), abriéndose a los sectores populares para la producción y difusión de imágenes en un espacio que antes les había sido vedado. La masificación y abaratamiento de las técnicas de impresión democratiza el espacio de producción de imágenes, permitiendo a las clases populares hacerse de un medio en el que no solo muestran masivamente sus creaciones, sino que además ponen en circulación la expresión visual de un contradiscurso de resistencia al discurso hegemónico. Estas imágenes no surgen de manera espontánea, sino de un proceso protagonizado por sectores que levantan un repertorio cultural otro, uno que nace de un imago mundi subalterno, rural, indígena y proletario. Indudablemente, La Lira Popular es un producto cultural que escapa de los adoctrinamientos culturales impuestos por la cultura dominante (Figura 6).
Conclusiones
Las imágenes de La Lira Popular proclaman y exaltan su pertenencia a las clases populares. Mucho antes de que se planteara siquiera un cuestionamiento a la “institución arte” 5 , los artistas populares creaban y ponían en circulación su propio imaginario. Su situación periférica a las manifestaciones hegemónicas del campo artístico, muy probablemente se debió a su carácter de contradiscurso que se posiciona en las antípodas del imaginario cultural que abrazaban las élites.
Despreciadas por la elite, por ser extraordinariamente ajenas y opuestas a sus directrices, estas imágenes fueron desacreditadas y subvaloradas. El Estado-nación en su afán por monopolizar la producción cultural llamó a todo aquello que se escapaba de su control, y con un sentido despectivo, “popular”. Buscando de esta forma instalar estratégicamente una subjetividad que desactivara aquellos contradiscursos que no podía controlar, y que por lo mismo veía como una amenaza a sus intereses.
El triunfo de los artistas de La Lira Popular fue lograr mantener un espacio en el que se podía fugar del control hegemónico. Hábilmente mantuvieron una identidad visual que plasmó un discurso que, aunque periférico, era propio, y que además no necesitó de la legitimación oficial. Como genuina y multifacética expresión visual de los sectores subalternos enfrentados a la modernidad urbana, La Lira Popular es la materialización de esa nueva identidad que surge de la imbricación de la tradición oral de diversos grupos subalternos: peones, indígenas, proletariado rural, entre otros. Y a la vez es la evidencia de que los sectores populares no son un ente enajenado ni pasivo frente a las vicisitudes de la historia colectiva.
Las imágenes de La Lira Popular fueron “populares” de la misma forma en que lo son el muralismo y las intervenciones callejeras, como el esténcil, póster, grafitis, scratched, tag, o las que hoy nacen de la Word wide web, como los blogs, redes sociales y toda clase de aplicaciones que se pueden considerar populares en la medida que no se doblegan ni rinden culto a los organismos formales de creación y distribución de las imágenes. La Lira Popular, al igual que muchas manifestaciones artísticas populares actuales, se apropió del espacio público para mostrar su resistencia frente a las distintas dinámicas de homogenización que no lograron colonizarlas. La valoración que se hace hoy de estas imágenes constituye un triunfo de las clases subalternas, en el sentido de que son elementos culturales que surgen y se imponen en la sociedad desde las clases populares, lo cual evidencia que ellas sí son capaces de generar cultura.