Introducción
Las competencias emocionales permiten afrontar los desafíos de la vida profesional, superar el estrés, incertidumbres, temores, inseguridades y angustias, tan propios de la vida humana en general y en esos momentos críticos. Por lo mismo, se hace necesario fortalecer dichas competencias en el marco de un proceso de educación integral, para que el estudiantado en formación se desenvuelva de manera efectiva, desarrolle un mayor bienestar personal y responda de forma más adecuada las demandas de la sociedad actual, que requiere de profesionales con competencias idóneas en la inserción al mundo laboral (Bae et al., 2020; Millán et al., 2021).
La formación en competencias emocionales tiene como finalidad favorecer la interacción social, la autogestión, el trabajo colaborativo, la toma de decisiones, la interdependencia y el discernimiento ante situaciones que involucran la capacidad de regular las emociones en una actividad profesional o personal. Por tanto, se convierten en un eje fundamental del proceso de enseñanza y aprendizaje, cuya incorporación formal en los planes de estudio sigue siendo, tanto a nivel nacional como internacional, incipiente; así como también lo es la investigación sistemática que ha explorado las implicaciones de las competencias emocionales en el bienestar de estudiantes y profesionales de trabajo social (Morrison, 2007; Ibrahim et al., 2018; Mórtigo y Rincón, 2018; Golightley y Kirwan, 2019; Pérez et al., 2019; O’Connor, 2020; Millán et al., 2021).
Las competencias emocionales resultan ser fundamentales para propiciar el bienestar personal de profesionales de la acción social, siendo el trabajo social una profesión caracterizada por presentar elevados niveles de ansiedad, alta carga laboral y precariedad contractual. Particularmente en el campo del trabajo social, el estudiantado en formación debe aprender a regular sus emociones, lo que le permitiría afrontar tanto sus propias frustraciones como las de las personas que interviene.
Las frecuentes experiencias de afecto negativo, tales como ansiedad, estrés y depresión, a las que se ve expuesto este grupo de profesionales durante su actividad laboral, sobre todo en contexto de pandemia, demandan una formación en la que se fomente el desarrollo de competencias emocionales (Fernández y Extremera, 2009; Bedoya-Gallego et al., 2019; Golightley y Kirwan, 2019; Bae et al., 2020; Millán et al., 2021). Del mismo modo, las elevadas exigencias laborales, el agotamiento, la sobrecarga y la excesiva burocratización de las organizaciones del mercado que prestan servicios sociales —ayuda y asistencia a las personas; y que está presente en instituciones de la administración pública— condiciona la intervención social de este colectivo y lo hace aún más vulnerable a padecer perturbaciones psicosociales. Por lo tanto, desarrollar competencias socioemocionales le permitiría afrontar esta demanda de una mejor manera, tanto en las áreas tradicionales como emergentes de ejecución profesional (López y Chaparro, 2006; Montagud, 2016; Caravaca et al., 2018; Millán et al., 2021).
Con base en lo anterior, el objetivo principal de este trabajo es enfatizar en la relevancia que tiene la educación emocional a partir del desarrollo de competencias emocionales en estudiantes de trabajo social para su futuro desempeño laboral.
Cabe destacar que para este trabajo se consideran relevantes los aportes teóricos de Mayer y Salovey (1997), el modelo de aprendizaje socioemocional Collaborative for Academic, Social and Emotional Learning (CASEL, 2013), los planteamientos de Saarni (1999) y el modelo pentagonal de Bisquerra y Pérez (2007), que se mencionan a continuación.
1. Modelos de competencias emocionales
Desde el punto de vista teórico existen modelos establecidos que enmarcan la formación en inteligencia emocional, como el modelo de Mayer y Salovey (1997), el modelo de aprendizaje socioemocional planteado por Collaborative for Academic, Social and Emotional Learning (CASEL, 2013). Asimismo se encuentran lineamientos claros para el desarrollo de competencias emocionales, como los de Saarni (1999) y el modelo pentagonal de Bisquerra y Pérez (2007).
En el marco de las competencias emocionales, Saarni, citado en Fragoso (2015), las define como “un conjunto articulado de capacidades y habilidades que un individuo necesita para desenvolverse en un ambiente cambiante y surgir como una persona diferenciada, mejor adaptada, eficiente y con mayor confianza en sí misma”(p. 119). Posteriormente, con base en esta conceptualización de competencia emocional, en el enfoque socio-formativo y los postulados internacionales —como Proyecto Tuning, el informe DeSeCo y el Delors—, se plantea el modelo pentagonal de competencias emocionales, que considera los conocimientos, habilidades y actitudes necesarias para la comprensión, expresión y regulación emocional (Bisquerra, 2003). Las competencias emocionales definidas en el modelo pentagonal son: conciencia emocional, regulación emocional, autonomía emocional, competencia social y habilidades para la vida y el bienestar (Bisquerra y Pérez, 2007).
La conciencia emocional, como primera competencia del modelo pentagonal, está asociada al desarrollo de la capacidad que tiene una persona para identificar sus propias emociones y las de las demás, ser capaz de expresar sus emociones de manera apropiada y percibir el clima emocional en un determinado contexto. La regulación emocional corresponde a la capacidad para gestionar adecuadamente las emociones. La autonomía emocional, se entiende como el conjunto de características de autogestión, tales como: autoestima, automotivación, actitud positiva ante la vida, responsabilidad, capacidad para analizar las normas sociales de manera crítica y autoeficacia emocional. La competencia social, como cuarta competencia, se refiere a la capacidad para mantener buenas relaciones con otras personas. La última competencia de este modelo se denomina habilidades para la vida y el bienestar, las cuales se asocian con la capacidad para adoptar comportamientos apropiados y responsables para afrontar satisfactoriamente, los desafíos cotidianos; además suponen la responsabilidad por las propias decisiones en consideración de aspectos éticos, sociales y de seguridad (Bisquerra y Pérez, 2007).
Lopes y Salovey (2004) evidencian que las personas emocionalmente inteligentes ostentan niveles de ajuste psicológico más elevados y mejores índices de bienestar emocional; además presentan redes interpersonales de mayor calidad, en tanto, son menos agresivas en sus relaciones societales, pueden obtener un mejor rendimiento escolar, se les hace más fácil enfrentar situaciones estresantes y tienden a consumir menos sustancias adictivas. Asimismo, tanto el pensamiento filosófico, pedagógico, psicológico, sociológico, antropológico y biológico asumen que para aprender y desarrollarse es imprescindible que el ser humano tenga conocimiento, regulación y autonomía (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), 2016).
Bajo este contexto y en coherencia con el objetivo de este trabajo, una pregunta que surge es: ¿cuál es la relevancia de la educación emocional y la formación en competencias emocionales en el estudiantado de trabajo social para su futuro desempeño laboral? A esta pregunta se le intentará dar respuesta en el desarrollo y conclusiones del artículo.
2. Competencias emocionales en educación superior
En las últimas décadas, la formación en competencias emocionales ha cobrado relevancia en todos los niveles educativos. La evidencia ha demostrado la relación directa que existe entre competencias emocionales, habilidades sociales, habilidades cognitivas, aprendizaje y rendimiento académico en el alumnado de educación superior (Montoya, 2018). Dicha evidencia se basa en estudios científicos realizados en países de Asia, América del Norte y Europa, tales como: Hong Kong, Estados Unidos, Reino Unido, España, entre otros. Una de las pesquisas es un estudio de métodos mixtos realizado en Reino Unido con estudiantes de pregrado de trabajo social, cuyo objetivo fue aumentar las competencias emocionales durante el primer año de formación y medir el impacto de un taller diseñado para mejorarlas y una tarea de escritura emocional en los niveles de inteligencia emocional, capacidad reflexiva y empatía que se evaluaron a través de un cuestionario y registros reflexivos antes y después de la intervención. Como resultado se obtuvo que los niveles de capacidad reflexiva y empatía aumentaron significativamente y disminuyó la angustia psicológica. Del mismo modo, el análisis de contenidos reflexivos muestra que la capacidad reflexiva, la empatía y la inteligencia emocional mejoraron después de las intervenciones (Grant et al., 2014).
Otra investigación de tipo exploratoria, descriptiva y correlacional de corte transversal, realizada con estudiantes de primer y segundo año de trabajo social de la Universidad de Málaga-España, confirma la relación significativa, tanto positiva como negativa, entre inteligencia emocional (atención emocional, claridad emocional, reparación de las emociones) y la felicidad subjetiva percibida por el grupo de estudiantes (Millán et al., 2021).
Asimismo, las investigadoras Grant y Kinman (2012), de la Universidad de Bedfordshire de Reino Unido, encontraron que la inteligencia emocional y las competencias asociadas como la capacidad reflexiva, la empatía y la confianza social, son predictores claves de la resiliencia en el estudiantado de trabajo social.
En el caso de Latinoamérica, la evidencia es aún incipiente, aunque los estudios que existen en Colombia, Perú, México y Chile, corroboran la relevancia que tienen estas competencias en ámbitos educativos y laborales (Corporación Andina de Fomento, 2016; Cunningham et al., 2016; Marchioni, 2016). Un ejemplo de ello, es el estudio cuantitativo llevado a cabo por Guerra, Rivera y Vega de la Universidad Técnica Federico Santa María de Valparaíso-Chile, donde analizaron la relación existente entre inteligencia emocional, motivación y rendimiento académico en estudiantes de educación superior, y cuyos hallazgos revelan que la inteligencia emocional afecta tanto a la motivación como al rendimiento académico, ejerciendo la inteligencia emocional una influencia indirecta en el rendimiento académico a través de la variable motivación; esta última es influenciada directamente por la inteligencia emocional. Se comprueba que la motivación es un determinante del rendimiento académico (Guerra et al., 2010).
Dentro del mismo contexto chileno, Macaya y Navarrete (2016) sugieren la incorporación de la educación socioemocional como una asignatura del plan de estudios en la formación superior. Los motivos que argumentan una medida así se encuentran en que los principios de la educación emocional están declarados en los modelos educativos de las instituciones de educación superior, pero no cuentan con una instancia formal para su desarrollo.
Otra investigación de tipo transversal, descriptiva y correlacional, realizada en México por Ortiz y Beltrán (2011), analiza la relación entre los niveles de inteligencia emocional percibida y el desgaste laboral en personas de medicina interna de pregrado. En el estudio se evidenció que el desgaste laboral del estudiantado médico de pregrado se explicaba por una baja atención emocional y falta de claridad en sus emociones.
En definitiva, todos estos hallazgos dan cuenta que la falta de educación emocional en la formación lleva a que algunas de las futuras personas profesionales no dispongan de herramientas necesarias para afrontar los desafíos humanos de la vida profesional, como la superación del estrés. Por otro lado, la sobrevaloración de los resultados cuantitativos que solo privilegian el ámbito cognitivo dejan fuera aspectos tan relevantes como la empatía, la regulación emocional, la capacidad para trabajar en equipo, entre otros (Bisquerra, 2003).
En este sentido, la educación emocional tiene como finalidad el desarrollo humano, por lo que al incluirla en la educación superior se estaría buscando alcanzar dicha finalidad (Macaya y Navarrete, 2016), así́ como favorecer la interacción social, la autogestión, el trabajo colaborativo, la toma de decisiones, la interdependencia y el discernimiento ante situaciones que involucren tanto las propias emociones como las emociones de las demás personas.
La incorporación formal de la educación emocional en los planes de estudio de las diversas carreras de formación universitaria, tanto a nivel nacional como internacional, sigue siendo incipiente (Mórtigo y Rincón, 2018; Pérez-Escoda et al., 2019; Alvarado, 2021; Sepúlveda-Ruiz et al., 2021).
La educación como motor de cambio y transformación social trasciende la función mercantilista que cumple en el modelo económico imperante, al ocuparse, ante todo, de la inclusión educativa, así como de la transmisión de valores como el respeto a la vida y dignidad humana. En consecuencia, mantener y aumentar la dignidad, fortalecer las capacidades y el bienestar debería ser la finalidad fundamental de la educación.
En educación superior no existe una legislación específica que exija el desarrollo de competencias emocionales, esenciales para el éxito personal y profesional que se adecuen a las demandas laborales actuales (Montoya, 2018; Pérez et al., 2019; Álvarez, 2020; Cervantes-López, 2020; Alvarado, 2021; Gómez-Veloz et al., 2021; Sepúlveda-Ruiz et al., 2021; Suriá et al., 2021; Valenzuela y Miño, 2021). Algunas investigaciones (Foster et al., 2018; Yu et al., 2021) revelan que el estudiantado de educación superior se ve constantemente expuesto a situaciones de estrés durante su proceso de formación profesional, por lo que se hace necesario potenciar esas competencias que ayudan a afrontar la ansiedad y las exigencias académicas consideradas excedidas.
Estudios recientes señalan que es necesario fortalecer las competencias emocionales como parte del proceso de crecimiento personal, formación integral y profesional del alumnado de educación superior. El objetivo es que a futuro el estudiantado se desenvuelva de manera efectiva y eficiente, desarrolle un mayor bienestar personal y responda de forma pertinente a las demandas de la sociedad actual, que requiere cada vez más de profesionales que posean este tipo de competencias para su inserción al mundo laboral (Montoya, 2018; Pérez et al., 2019; Álvarez, 2020; Cervantes-López, 2020; Alvarado, 2021; Gómez-Veloz et al., 2021; Sepúlveda-Ruiz et al., 2021; Suriá et al., 2021; Valenzuela y Miño, 2021).
3. Relevancia de las competencias emocionales y la educación emocional en trabajo social
En contexto de pandemia por Covid-19, tanto docentes como estudiantes debieron adaptarse a una nueva modalidad de formación distinta a la presencial, lo cual implicó también un cambio en la forma de relacionarse y desarrollar las competencias emocionales necesarias para una adecuada interacción. Esta nueva forma de aprendizaje mediada por herramientas o elementos tecnológicos, que en un principio fueron complejos de manejar y que en cierta medida dificultaron una comunicación fluida entre estudiante-docente y estudiante-población usuaria al momento de realizar las intervenciones sociales, generó incertidumbre, frustración, incomodidad e inseguridad, pero, a su vez, mayor conciencia y atención a las emociones y a las habilidades de manejo o regulación de estas en el ámbito formativo y de actuación profesional (Banks et al., 2020a; Banks et al., 2020b; Sepúlveda-Hernández, 2021).
Un estudio de Peñalva et al. (2013) evidencia que una persona de cada dos estudiantes presenta un déficit en competencias emocionales que incluyen habilidades personales e interpersonales; un 40 % no se siente capaz de liderar un grupo; un 43,6 % presenta miedo a hablar en público y un 70 % no intenta asumir el mando ni imponer un ritmo de trabajo cuando trabaja en equipo.
Para superar estas deficiencias se considera como solución una educación emocional continua y permanente que potencie el desarrollo de las competencias emocionales como elemento esencial del ser humano. El objetivo es capacitar a las personas para la vida, a fin de aumentar el bienestar personal y social (Bisquerra, 2016). Según Álvarez y Bisquerra (2012) se requiere que la educación emocional sea un proceso educativo que contemple un conjunto de actividades planificadas, intencionales y sistemáticas, con tiempos y espacios asignados, ya que actualmente este ámbito es poco abordado a nivel de educación universitaria. Por tanto, resulta prioritario trabajar en el desarrollo de competencias (actitudinales, procedimentales y cognitivas) que les permitan al alumnado de trabajo social identificar y regular sus propias emociones y también las de las personas sujetas de intervención. Dicho desarrollo irá en beneficio de su propio desempeño, integración laboral, bienestar y relaciones interpersonales que establecen con su entorno más cercano.
Las futuras personas trabajadoras sociales deben conocer y manejar sus emociones para afrontar las situaciones laborales y personales, y también servir de incentivo a la población usuaria a superar sus dificultades. De acuerdo con Morrison (citado en Millán et al., 2021), en el ámbito del trabajo social las emociones son clave para el desarrollo del compromiso académico y laboral, la toma de decisiones, la planificación y la intervención.
Las personas profesionales del trabajo social que cuentan con competencias emocionales se encuentran mejor preparadas para mantener una buena calidad de vida laboral y una mejor percepción de bienestar subjetivo, lo cual contribuye positivamente en la relación con la calidad de la intervención y prestación de servicios hacia la comunidad, más aún ante las elevadas exigencias del contexto laboral actual (Ingram, 2013; Dore, 2019; Millán et al., 2021).
Conclusiones
En consonancia con el objetivo de relevar la importancia que tiene la educación emocional y la formación de competencias emocionales en el desempeño profesional de las futuras trabajadoras y trabajadores sociales, se concluye que las competencias emocionales hacen referencia a un desarrollo humano integral, que apunta a un proceso educativo en la sociedad actual y a un aprendizaje a lo largo de toda la vida. Se considera un proceso que integra aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a ser y aprender a vivir en conjunto.
Bajo estos principios se espera que la educación emocional pueda dar respuesta a la intolerancia, la multiculturalidad, los problemas de medio ambiente, la solución pacífica de conflictos, la diversidad, la democracia, la desigualdad, la injusticia y la vulnerabilidad de sujetos o sectores marginados socialmente y en los cuales interviene el trabajo social.
En este mismo sentido se evidencia la necesidad de crear espacios de formación que apunten al desarrollo de competencias emocionales a partir de un diagnóstico claro sobre estas competencias, el cual permitirá fortalecer y potenciar su desarrollo, orientar el proceso de enseñanza y aprendizaje y aportar a la formación integral de trabajadoras y trabajadores sociales.
El desafío en la educación superior es que los planes de estudio de las distintas carreras, particularmente la de trabajo social, intencionen la incorporación de la dimensión emocional como parte de la malla curricular. De tal manera se busca fortalecer el afrontamiento de conflictos y que personas profesionales se desenvuelvan satisfactoriamente en un mundo altamente competitivo, complejo y cambiante.
Como recomendaciones se propone que la incorporación del aprendizaje socioemocional sea gradual, continuo y sistemático. Se recomienda contemplar una estrategia de capacitación permanente dirigida a las personas formadoras de las futuras personas profesionales de trabajo social, al integrar un enfoque teórico desde la sociología de las emociones que considere la diversidad sociocultural de los entornos y contextos en los que estos se desenvuelven.
Algunas posibles líneas de investigación futura* sobre el tema serían: ahondar en cómo integrar deliberadamente la educación socioemocional en los procesos formativos del estudiantado de trabajo social o carreras afines; realizar estudios empíricos sobre el nivel de desarrollo de las competencias emocionales en educación superior e incorporarlas en el currículum formal de las universidades de manera permanente. Lo anterior implicaría remirar los diseños curriculares e incluir un área transversal en los planes de estudios en los que se aborden estas competencias de manera continua y secuencial, para que de este modo se visualice una gradualidad en el aprendizaje socioemocional.
Finalmente, queda el desafío de aumentar las investigaciones en esta temática, sobre todo respecto de programas atingentes a la realidad nacional.