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InterSedes

On-line version ISSN 2215-2458Print version ISSN 2215-2458

InterSedes vol.14 n.28 San José May./Aug. 2013

 

La importancia de la química. Concepto de materia según los griegos de la época arcaica

The importance of chemistry. The concept of matter acoording to the Greek archaic period

José F. Cicció1*  

*Dirección para correspondencia:

Resumen

En este artículo se presentan algunas pinceladas acerca de la importancia de la química, la ciencia y la tecnología en la vida diaria y en el desarrollo de la sociedad actual. Desde el punto de vista histórico y, tomando en consideración que la química es la ciencia de la materia y su transformación, se describen algunas concepciones acerca de la naturaleza de la materia y sus cambios, que fueron desarrolladas principalmente en la época arcaica y a inicios de la época clásica de Grecia.

Palabras clave: Química; concepto de materia; historia de la ciencia; edad arcaica griega; filosofía.

Abstract

In this paper, we present some brushstrokes about the importance of chemistry, science, and technology, in everyday life, and in the development of modern society.  From a historic point of view, we describe some ideas about the nature of matter and its changes that were developed primarily in the archaic period and early classical times of Greece.

Keywords:  Chemistry; concept of matter; history of science; ancient times; philosophy.

1. Introducción

La Asamblea General de las Naciones Unidas en su sexagésimo tercer período de sesiones, en diciembre de 2008, proclamó el 2011 como Año Internacional de la Química, designando como organismo rector y centro de coordinación a la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), invitándola a organizar las actividades que debían de realizarse durante ese año, en colaboración con otras entidades competentes del sistema de las Naciones Unidas y con la Unión Internacional de Química Pura y Aplicada (IUPAC), bajo el lema La química: nuestra vida, nuestro futuro. Las actividades que se realizaron durante ese año estuvieron orientadas principalmente a concientizar al público sobre la importancia de esta ciencia en nuestra vida diaria, además de resaltar la contribución de la química en todos los órdenes del bienestar humano (ONU, 2008).

En este primer artículo, inspirado en el lema escogido, se hará un boceto acerca de la importancia que tiene la química (enmarcada dentro de la ciencia y la tecnología y dirigida, especialmente, hacia el área de la química orgánica) en la vida diaria y en el desarrollo de las sociedades modernas. Seguidamente, se iniciará una breve relación histórica acerca de la naturaleza de la materia, comenzando con la época arcaica de Grecia –por convención, la que transcurre entre la celebración de la primera Olimpiada, 776 a.C., y las Guerras Médicas, 490-480 a.C.– (Picazo et al., 2000). Es evidente la imposibilidad de sintetizar en pocas líneas el pensamiento filosófico-científico de numerosos seres humanos a lo largo de varias centurias; por tanto, se aspira a trazar algunas breves pinceladas, que nos permitan vislumbrar, con intención didáctica, un acercamiento al conocimiento histórico y epistemológico del sujeto, que pueda servir de inspiración para ahondar en el mismo.

2. La química, la ciencia y el ser humano.

En términos muy amplios, se puede decir que la química es tan vieja como lo ha sido la existencia del ser humano en la Tierra; es un saber muy antiguo. No obstante, como ciencia es muy reciente. El dominio del fuego, la distinción de las diversas plantas comestibles, medicinales y venenosas, el descubrimiento y la utilización de los minerales y los metales, entre otros, marcaron el lento desarrollo del hombre primitivo. Este desarrollo estuvo influenciado por los conocimientos tecnológicos y químicos que poseía. Por esta razón la Prehistoria se clasifica en edades: la edad de piedra (paleolítico, mesolítico y neolítico) y la edad de los metales (edades del cobre, del bronce y del hierro), que dio origen a la metalurgia.

Una de las actividades esenciales del ser humano ha sido la de investigar, intentando conocer así, cada vez más, la realidad que lo rodea. Al respecto cabe citar las palabras de E. Emmet Reid (1969, p. 16):

Para hacer algo es necesario saber cómo. El hombre de las cavernas contaba con todo lo que tenemos nosotros, sólo que no sabía cómo utilizarlo (no disponía del know-how). Nuestro espectacular desarrollo industrial fue posible gracias a la enorme acumulación de conocimientos científicos e información (know-how) técnica, cada uno de cuyos componentes es el resultado de la observación, meditación y experimentación de alguien: en suma, de investigación.


Desde los inicios de la historia, gracias a su capacidad de asombro y a su curiosidad, el ser humano se ha inclinado naturalmente al entendimiento del mundo material que lo rodea y del cual forma parte. Al adquirir mayor conocimiento, buscó la manera de modificar algunos elementos del ambiente natural en su propio beneficio. En primer lugar, el saber adquirido al inicio probablemente lo llevó a hacer un inventario de los materiales con que contaba y que le podían beneficiar en su vida cotidiana, quizás haciendo clasificaciones ad hoc y discriminaciones con sentido práctico. Posteriormente, sus esfuerzos estuvieron dirigidos a un mayor entendimiento de los materiales que utilizaba y para ello se hizo necesario efectuar separaciones químicas de sustancias; por ejemplo, la separación de metales a partir de sus minerales, la búsqueda de tintes y pigmentos o la obtención de bálsamos y resinas a partir de vegetales, tan empleadas en el antiguo Egipto. La química ha jugado un papel fundamental en esas y en otras actividades humanas. Algunos la han considerado como una disciplina basada en una gran variedad de procesos de separación. Por ejemplo, la palabra holandesa para química, scheikunde, significa literalmente el arte de la separación (Karger et al., 1973, p. 2).

No se podrían concebir las industrias petrolera y petroquímica actuales, responsables en gran medida del desarrollo moderno, sin los diversos procesos químicos y las numerosas operaciones de separación. Desde finales del siglo XVIII, los químicos han empleado una buena parte de su tiempo efectuando extracciones y separaciones para purificar sustancias procedentes, principalmente, de plantas y animales. Esta es una actividad típica de la química, que nos permite adquirir conocimiento por el proceso de análisis. Una vez separadas y purificadas las sustancias adecuadamente, el reto mayor fue contestar preguntas como: ¿de qué están hechas esas sustancias?, ¿cuál es su composición?, ¿cuál es su constitución? Eso, sin duda, producía una gran curiosidad. A través del tiempo se desarrollaron numerosos métodos experimentales e instrumentos para poder realizar el análisis de los materiales. La motivación para efectuar esos estudios, aparte del deseo natural de los investigadores por indagar acerca de la naturaleza de las sustancias, estaba, además, en el estudio de los ingredientes naturales que podrían tener múltiples aplicaciones prácticas en nuestra vida diaria; por ejemplo, como medicamentos, colorantes, insecticidas, materiales de cobertura, construcción y vestidos, como pertrechos navales para el calafateo de barcos de madera, etc. De ese modo, se podría decir que la química es la ciencia de la materia. La constitución de los materiales (o la estructura química de las sustancias) determina las propiedades físicas y biológicas, las cuales, a su vez, definen las posibles aplicaciones económicas que podrían tener en la sociedad (Szmant, 1989). La estructura no sólo tiene que ver con la arquitectura tridimensional de los átomos en una molécula discreta, sino también con el arreglo tridimensional de los agregados moleculares que se forman gracias a las fuerzas que se originan entre las moléculas.

La gran mayoría de materiales industriales orgánicos que se usan en la sociedad actual derivan del petróleo. Esto se logra a partir de ladrillos de construcción (piezas que se pueden diferenciar  por el número de sus átomos de carbono y por  la presencia de diversos  grupos funcionales) obtenidos por la industria petroquímica. La materia prima proveniente de la refinación del petróleo es transformada, obteniéndose productos intermedios que, a su vez, son transformados en productos finales. De allí que se pueda definir que la química es la ciencia de la transformación de los materiales. Mediante diversos procesos de síntesis (actividad de la química que no sólo reproduce sustancias que se encuentran en la naturaleza, sino que también crea sustancias completamente nuevas) se obtiene una plétora de materiales que han repercutido directamente en el avance continuo de la sociedad mundial actual: en el área de la salud, creando nuevos medicamentos, tanto para humanos como para animales; en el área de la limpieza, desarrollando desinfectantes, jabones, detergentes, champús y dentífricos; en el área agrícola, produciendo plaguicidas para las más diversas plagas; en la fabricación de abonos y fertilizantes, ayudando así a la obtención de mayores cosechas; en el área de la construcción, produciendo materiales de muy variada naturaleza, como anticorrosivos, recubrimientos, plásticos de diversos tipos, desde los más simples (como tuberías PVC, espumas aislantes, impermeabilizantes, láminas transparentes, muebles, etc.) hasta los altamente sofisticados (como los plásticos de ingeniería, utilizados en una gran gama de aplicaciones en las industrias alimentaria, farmacéutica, metalmecánica y aeronáutica). En los últimos treinta años se ha desarrollado la síntesis de biomateriales que pueden funcionar, por ejemplo, como implantes y sustitutos óseos o como dispositivos que interactúan con los sistemas biológicos, ya sea para reparar o regenerar el cuerpo humano. Marcellin Berthelot (1827-1907), uno de los pioneros de la síntesis orgánica, indicó que «La química crea su objeto. Esta facultad creativa, semejante a la del arte mismo, la distingue esencialmente de las ciencias naturales e históricas» (Berthelot, citado por Serratosa, 1969, p. 51).

La química está presente en todas partes; sin embargo, corrientemente no es percibida por la mayoría de la población. Costa Rica no es la excepción, como lo indicó la primera encuesta acerca de la Percepción Social de la Ciencia y la Tecnología en Costa Rica: «La ciencia asociada a la realidad cotidiana parece no ser percibida por la mayoría de la población encuestada» (Carrillo-Delgado et al., 2012). Estamos sumergidos en un océano de productos de la química. Y, además, sin darnos cuenta, existimos gracias a un amplio repertorio de reacciones químicas. A modo de ejemplo, pensemos solamente que nuestro organismo está constituido por materia y, por tanto, asistimos a una compleja e intrincada transformación de la misma que permite el funcionamiento cotidiano. Multitud de reacciones, facilitadas por catalizadores muy especializados, transforman los alimentos para que de ese modo podamos subsistir. En el siglo XIX, Justus von Liebig (1803-1873), químico alemán considerado padre de la agricultura moderna, indicaba que «Alles ist Chemie» (todo es química) (Blondell-Mégrelis, 2007).

En un contexto educacional, que atañe a este artículo, se vuelve relevante el conocimiento histórico y social como base para entender la ciencia y, en particular, la química, como una actividad humana surgida de la mente, pero insertada en un proceso de construcción de la sociedad. De este modo, la ciencia y la tecnología han sido cruciales en el desarrollo económico y el bienestar de las naciones. Hace más de medio siglo Kuznets (1959, p. 31) escribió:

Apenas resulta necesario actualmente insistir en que la ciencia constituye la base de la técnica moderna y que ésta, a su vez, es la del crecimiento económico actual. Sin el surgimiento y desarrollo de la ciencia moderna y de la tecnología a que ha dado origen, ni la producción económica ni la población hubieran aumentado al elevado ritmo con que lo han hecho en el último siglo o siglo y medio en los países desarrollados. La condición necesaria para la rápida evolución del crecimiento actual de la renta per cápita, combinado con el aumento sustancial de la población, viene dada por el carácter continuo del progreso económico y por la serie de recientes descubrimientos científicos que la sustentan.


La ciencia es un producto del cerebro, constituyendo el fruto de un proceso de abstracción del ser humano. Como la ciencia es producto de la razón humana, apoyada, además, en hechos experimentales concretos y en la capacidad creativa, esa misma razón nos indica que cualquier construcción teórica o razonamiento propuesto es perfectible y, por tanto, ese conocimiento es de naturaleza transitoria. Jaramillo (1995, p. 16) nos indica que «la evolución del conocimiento a través de la historia nos muestra que la certeza es incompatible con la ciencia y que ésta vive de verdades relativas; justamente en eso estriba la posibilidad del progreso científico». Hasta donde sabemos, y en el entendido de que sabemos muy poco, no existe fuera del ser humano ese producto que conocemos como ciencia. La evolución de la capacidad científico-técnica de la sociedad, que lleva al desarrollo, puede ser entendida como el resultado de los actos creativos de los seres humanos basados en la curiosidad innata, en el asombro ante las cosas del mundo, en el apetito por saber y aprender cada vez más y en las respuestas imaginativas que se dan como solución a los continuos e innumerables  problemas que se presentan a diario. Al respecto, Harrison (1990, p. 20) nos dice:

La capacidad creativa de los seres humanos se encuentra en el corazón del proceso de desarrollo. Lo que produce el desarrollo es nuestra capacidad para imaginar, teorizar, conceptuar, experimentar, inventar, articular, organizar, administrar, resolver problemas y hacer cientos de otras cosas con nuestras mentes y manos, que contribuyan al progreso del individuo y de la humanidad en general. Los recursos naturales, el clima, la geografía, la historia, las dimensiones del mercado, la política gubernamental y muchos otros factores influyen en la dirección y el ritmo del progreso. Pero el motor es la capacidad creativa humana.


En Costa Rica, en las últimas décadas se ha puesto énfasis en la importancia estratégica de la ciencia y la tecnología como base del progreso y como medio para alcanzar un mejor nivel de vida. Documentos de instituciones gubernamentales, que tienen que ver con la planificación y con estrategias para el desarrollo (Proyecto Estrategia Siglo XXI, 2006), así como de instituciones educativas responsables de poner a punto programas educacionales, algunos discursos (Fonseca, 2010) y libros (Hidalgo y Monge, 1989), han citado en reiteradas ocasiones las palabras del visionario ministro Castro-Madriz (1818-1892), como exordio para sus razonamientos y para justificar una mayor inversión en la educación pública, de modo que se pueda elevar la calidad científico-tecnológica del país:

Triste del país que no tome a las ciencias por guía en sus empresas y trabajos. Se quedará postergado, vendrá a ser tributario de los demás y su ruina será infalible, porque en la situación actual de las sociedades modernas, la que emplea más sagacidad y saber, debe obtener ventajas seguras sobre las otras (José María Castro Madriz, Ministro General –en el gobierno del Jefe de Estado Provisorio de Costa Rica, José María Alfaro Zamora (1842-1844)– discurso en la inauguración de la Universidad de Santo Tomás, 21 de abril de 1844).


Ese pensamiento se encaja entre las ideas filosóficas positivistas de la época, las cuales estaban vivamente presentes en Francia. El científico Louis Pasteur (1822-1895), uno de los fundadores de la microbiología médica, contemporáneo del ciudadano Castro-Madriz (quien posteriormente fue primer presidente de la República de Costa Rica), refiriéndose a la importancia de la ciencia y la tecnología en el siglo XIX, indicaba:

En nuestro siglo, la ciencia es el alma de la prosperidad de las naciones y la fuente viva de todo progreso. Sin duda, la política con sus fatigantes discusiones cotidianas, parece ser nuestra guía. ¡Vana apariencia! Lo que realmente nos guía son algunos descubrimientos científicos y sus aplicaciones (Pasteur, citado por Counson, 1923, p. 272).


Con la óptica actual, para muchas personas esa visión acerca de la importancia de la ciencia en la vida de los pueblos pareciera resultar excesiva. Además, muestra una fe casi ciega en la ciencia. Durante la segunda mitad del siglo XIX y en gran parte del siglo XX se generó lo que se podría llamar el mito del progreso basado en la ciencia y la tecnología, elevándolas a un estatus de panacea. Los pueblos entienden que la ciencia da un gran poder, sobre todo a los países que se esmeran en desarrollarse, ya que su riqueza está en gran parte sustentada por los productos de las tecnologías que originan. Al respecto, Russell (1988) señaló que:

La ciencia es en primer lugar conocimiento, pero la ciencia como conocimiento es desplazada a segundo término por la ciencia como poder manipulador... Ya que el pensamiento científico es esencialmente un pensamiento-poder, es esa clase de pensamiento cuyo propósito, consciente o inconsciente, es conferir poder a su posesor.

Ese poder, aunado a la fascinación que producen los artículos que llegan a nuestras manos, especialmente los de naturaleza electrónica (computadoras, teléfonos celulares, Internet, video-juegos y otros artículos tecnológicos) y los vinculados con la salud, que nos dan bienestar y una mayor calidad de vida, hacen que ante nuestros ojos esos países que los originan adquieran un gran prestigio. Sin embargo, es necesario recordar que para muchas personas, la ciencia inspira temor, principalmente por la falta de comprensión de la misma y su relación directa con los instrumentos y las artes de la guerra que fueron, son y serán causa de muerte y desolación. Se piensa que siempre habrá un antes y un después de las explosiones nucleares de Hiroshima y Nagasaki. Ciertamente, se ha dicho que para la ciencia nada es bueno o malo, ya que para ella no existen valores; lamentablemente, al ser producto de la mente humana no es separable de la psicología; por eso, que la ciencia sea buena o mala dependerá de los usuarios y su sociedad, con todo lo que implica su cultura y sus posibles patologías.

Otro aspecto negativo fundamental es el relacionado con los graves problemas ocasionados al ambiente, que han repercutido fuertemente sobre la salud de muchas comunidades. La química moderna, en particular, no escapa a las críticas relacionadas con los riesgos de la contaminación. Basta con recordar algunas catástrofes, como la de Minamata, Japón (desastre ambiental causado por contaminación industrial con mercurio –monometilmercurio, neurotóxico–), la de Bhopal, India (escape tóxico de isocianato de metilo en una fábrica de plaguicidas) y la de Seveso, Italia (desastre causado por tetraclorodibenzodioxinas) para que se tenga una mala impresión y se intente tapar con un dedo todos los beneficios inherentes a esta disciplina. «La química es vista, a menudo, como una ciencia impura, la cual contamina nuestro suelo, envenena nuestra agua y ensucia nuestro aire» (Bensaude-Vincent y Simon, 2008, p. 2). En realidad, esos accidentes puntuales se pueden atribuir a actitudes irresponsables y a la negligencia de empresas y de gobiernos que no las fiscalizan de forma adecuada. «No es de extrañar que la opinión pública se sienta confusa y recele en medio de tanto poder, tanto prestigio y tanto temor» (Fernández-Rañada, 1995, p. 17).

3. La materia en la época arcaica griega

Desde que adquirimos consciencia nos hemos asombrado y hecho múltiples preguntas acerca de las cosas y los fenómenos naturales que nos rodean, que han despertado nuestra curiosidad. Por ejemplo, ¿qué es el mundo?, ¿cuál es la materia primaria de la que están compuestas todas las cosas?, o ¿cómo se determina la identidad de una sustancia?

Desde una perspectiva occidental, no parece posible dar respuesta a preguntas como esas sin mencionar a los primeros filósofos griegos, ya que se interesaron por la «naturaleza» phýsis (φύσις) –realidad primera y fundamental– y por los procesos que en ella acontecían. Esos filósofos observaban los cambios continuos que sucedían en la naturaleza: ¿Cómo es que ocurren dichos cambios? ¿Cómo es que una sustancia podía transformarse en otra distinta? Si las cosas cambian, ¿qué son de verdad? Esos filósofos tenían la creencia de que existía una materia primaria, un arché (ἀρχή) o principio que era el origen de todas las cosas, que daba movimiento y que producía los cambios. Tenía que haber algo a partir de lo cual todo procedía y a lo que todo volvía (Gaarder, 1995). Querían conocer la naturaleza y tener una idea clara de sus cambios, empleando para ello una nueva visión, en la que no se tuviese la necesidad de recurrir a los mitos de la tradición griega (leyendas y relatos con los que se explicaba el origen del universo o los grandes acontecimientos de la humanidad). Con su actividad, dieron los primeros pasos hacia lo que hoy conocemos como un modo científico de pensamiento. A partir de este punto, es interesante indagar sobre el origen del pensamiento científico y su fuerte relación con los orígenes de la filosofía occidental.

3.1 La filosofía griega


Las ideas desarrolladas por los filósofos fueron como una gran expedición, que partió de una concepción mítica y religiosa del mundo, hizo una valoración intelectual y construyó ideas innovadoras mediante el entendimiento (la razón), lo que produjo una novedosa representación mental o conceptual del mundo, en lo que se ha definido como el paso del mito al logos. A ese intento reflexivo, en el que con palabras se expresa el pensamiento, a esa manera cuidadosa de examinar se le llamó filosofía (φιλοσοφία), amor a la sabiduría. La mayoría de esos filósofos eran colonos, habitantes de ciudades-estado autónomas, polis (πόλις), que eran organizaciones de vida en común, ubicadas en la frontera entre la cultura griega y las culturas orientales; consecuentemente, tenían contacto con personas de otras tradiciones míticas, muy diferentes entre sí, siendo muy probable que ante el conocimiento de otras ideas y realidades, ante un horizonte más amplio, se haya estimulado la curiosidad y la reflexión sobre sí mismos y sobre su propia cultura (Fernández et al., 2000). Con su pensamiento, esos filósofos crearon nuevas ideas frente a la tradición mítica griega, conduciendo paulatinamente a una crisis de representaciones y valoraciones, que contribuyó a la evolución social y a una serie de cambios históricos que dieron por resultado que algunas economías agrarias, que en sus inicios eran relativamente cerradas, evolucionaran hacia el establecimiento de centros urbanos y marítimos, donde las actividades de intercambio comercial fueron sustantivas, como fue el caso de la ciudad de Mileto (siglo VI a.C.). Jonia fue en esa época un sitio importante para el comercio internacional; allí los griegos se relacionaban con egipcios, fenicios, etruscos, babilonios e iranios, entre otros. Así se logró una acumulación importante de riqueza en las polis (como Éfeso, Samos, Colofón y Mileto). El éxito económico de Mileto con toda probabilidad favoreció el aumento de tiempo libre de muchas personas; algunas de éstas pudieron dedicarse a la especulación intelectual (ocio reflexivo). Fue un período de intercambio intenso, que aceleró diversos cambios en la forma de existencia y de conciencia de las principales ciudades griegas (Camacho et al., 1994).

Tales de Mileto (activo en torno a 600-550 a.C.) es considerado por tradición como el primer filósofo occidental. Fue hombre de negocios, además de político; probablemente por lo aprendido en sus múltiples viajes introdujo en Grecia algunas facetas del pensamiento egipcio, que incluían su cosmogonía solar. También introdujo nociones del pensamiento asiático (Camacho et al., 1994). Esto implicó un cambio cualitativo, una transformación fundamental, ya que se comenzó a abandonar la vieja teogonía (acerca del nacimiento de los dioses), construyéndose un nuevo paradigma que llevaba implícita una manera diferente de entender el mundo. Tanto Platón como Aristóteles escribieron que en el origen del quehacer filosófico se encuentra la predisposición de ánimo que tiene el hombre de asombrarse y de admirarse ante lo que aparece (Platón, 1990, 155 d). El hecho de percibir la realidad de una forma nueva, diferente, significaba de algún modo la negación de lo que antes se entendía como realidad (lo dado). La atracción irresistible que produce la contemplación de la naturaleza y el hecho de que las cosas sean como son, y no de otra manera, y que se intente buscar una explicación novedosa, representa una confirmación de la propia ignorancia. Así, la filosofía es, en su origen, un nuevo cuestionamiento de lo que en verdad ocurre, una especie de negación de la realidad anterior y un intento de construir una nueva realidad según lo que dicta la razón humana. Ya Aristóteles indicaba: «Quien percibe una dificultad y se admira, reconoce su propia ignorancia» (Aristóteles, citado por Camacho et al., 1994).

La filosofía es una forma de conocimiento, un intento racional reflexivo, profundo, general o universal, realizado por el ser humano para dar cuenta de su propia realidad y, como consecuencia, poder expresarla apropiadamente. Fernando Savater (2010, p. 17) nos indica que «la filosofía es una forma de buscar verdades y denunciar errores o falsedades que tiene ya más de dos mil quinientos años de historia».

En los primeros tiempos, la indagación filosófica estuvo dirigida hacia la naturaleza del Universo (phýsis), impulsada por el deseo de entender el mundo que rodeaba al ser humano. Esta indagación incluía el conocimiento del principio que engendra todas las cosas, el proceso de formación y la razón por la que son y subsisten todas las cosas, así como los procesos terminales de disolución o aniquilamiento de la realidad universal. Aquellos filósofos se ocuparon de la naturaleza fundamental de la materia y de algunas de sus transformaciones, las que actualmente se podrían identificar como químicas. En estos aspectos destacaron tanto los representantes de la tradición jónica (Anatolia, Asia Menor, actual Turquía), con Tales, Anaximandro, Anaxímenes y la gran contribución de Heráclito de Éfeso, como los de la tradición itálica (Magna Grecia, sur de Italia y Sicilia) con Pitágoras y sus discípulos, Parménides y los eleáticos, Anaxágoras, Empédocles y los atomistas Leucipo y Demócrito.

3.2  La Escuela Jónica


Los jonios tenían sus asentamientos en la costa occidental de Anatolia, en ciudades como Mileto, Éfeso, Clazomene, Esmirna, Colofón y Focea, entre otras. En la edad arcaica, esas comunidades griegas alcanzaron un alto nivel cultural y político. En el siglo VIII a.C. Homero dio forma en Jonia a las dos grandes poesías épicas del pueblo griego, la Ilíada y la Odisea, que sirvieron como fundamento para que brotase una conciencia y un espíritu comunes a todas las polis. El desarrollo de la escritura alfabética, de origen fenicio, se dio en el siglo IX a.C., generalizándose a mediados del siglo VIII a.C. Eso posibilitó la aparición de fuentes escritas (Picazo et al., 2000).

Las respuestas a las preguntas planteadas en ese período tuvieron sus cimientos en la comprensión e incorporación de nuevos conocimientos matemáticos (geometría y aritmética) y astronómicos, provenientes principalmente de Egipto y Mesopotamia. El desarrollo acelerado que tuvo la navegación (sobre todo con fines comerciales) y el avance de la colonización, que llevó a mejores prácticas agrícolas, aumento y diversificación de las obras artesanales y mejoramiento de la técnica, hicieron necesaria una observación más cuidadosa y objetiva de la naturaleza (Camacho et al., 1994).

Para Aristóteles, el conocimiento racional se produce característicamente mediante un proceso de abstracción; una operación intelectual que aísla, de todas las cualidades que componen un objeto real, la propiedad que posee un carácter universal y necesario. Las explicaciones halladas deben ser coherentes con los hechos observados. Éstas deben dar razón de los fenómenos percibidos al buscar indicios ciertos o verdaderos de las causas, que no sean sobrenaturales o mágicas, sino que estén de acuerdo con la naturaleza objetiva de los hechos que se están examinando.

En el transcurso de varios siglos se dio un salto cualitativo respecto a la tradición cultural anterior del pueblo griego (mitología) y de otras culturas cercanas. Se puede conjeturar que una de las razones para el desarrollo de la ciencia antigua fue la presión ejercida por las necesidades prácticas de los individuos y grupos sociales. Los colonos griegos, ya fueran navegantes, comerciantes, agricultores, constructores, artistas, políticos o soldados, debieron luchar contra los desastres naturales y, también, pelear contra otros grupos humanos. Debieron observar con detenimiento la naturaleza y la sociedad para mejorar la técnica y buscar reglas de vida y de convivencia. No en vano se ha indicado que una de las notas distintivas de la polis fueron los ciudadanos y la comunidad de intereses, que dieron origen al primer estado de derecho de que se tenga noticia, ya que el conjunto de ciudadanos estaba regido por un grupo de leyes que regulaban sus deberes y derechos. La lucha incesante en campos tan variados los obligó a tomar decisiones objetivas y, por esa razón, poco a poco abandonaron el mito y adoptaron la ciencia, como concepto de saber racional (Mora-Rodríguez, 1997).

Con preguntas como: ¿De qué está hecho el mundo? ¿Cuál es el elemento constitutivo que subyace a todos los cambios? ¿Cuál es la naturaleza de la sustancia fundamental de la cual está constituido el universo?, se dio origen, en el siglo VII a.C., a la filosofía y a las ciencias naturales. A la pregunta sobre el origen y la constitución de todas las cosas, Tales pensaba que el agua era el origen, quizás influido por la cercanía del mar y por la idea de que la vida pudo haber surgido de él. Además, era posible comprobar la necesidad del agua como sustento de los seres vivos ya que una gran desecación podía ocasionar la muerte. Tomando en consideración la observación de que el agua aparece naturalmente en sus tres estados físicos: sólido (hielo), líquido y gas (vapor), y que el agua de mar al evaporarse proporciona un sólido (mezcla constituida principalmente por cloruro de sodio), parecía evidente que, pudiendo cambiar de forma, el agua podría producir las cosas del mundo sensible (el que apreciamos mediante nuestros sentidos). Ya los sumerios, dos milenios antes de Tales sostenían que todo provenía del agua. La religión sumeria estaba fuertemente influenciada por los componentes agrícola y pastoril de su sociedad, en la que los elementos de la naturaleza prevalecían en el sistema de creencias. Se debe recordar que los sumerios geográficamente estaban asentados en los terrenos ubicados en las riberas de los ríos Tigris y Éufrates (Mesopotamia). El agua tenía un lugar fundamental como principio primordial de la agricultura, conjuntamente con la actividad sexual, las cuales eran la causa de la generación tanto de los seres humanos como del ganado. A estos principios se les unían los conceptos de tierra, aire y fuego, constituyendo parte de su cosmogonía (Lara-Peinado, 2000). En la mitología egipcia también se destacó la importancia del agua por la presencia del Nilo, que al desbordarse anualmente proporcionaba una gran fertilidad a las tierras aledañas, pudiéndose asociar la idea de que la vida podría provenir de la humedad (Cañas-Quirós, 2011).

El agua como origen de todas las cosas no se debe entender en forma literal, ya que los filósofos siempre se han solazado con el carácter efímero y la temporalidad de las cosas; esa condición de flujo y cambio es simbolizada muy bien por el agua (Moore, 1918). Lo importante aquí es la pregunta que se formuló y que Tales hizo alusión, como sustancia básica o fundamental, a un cuerpo material que está al margen de los entes mitológicos o de las creencias religiosas. De ese modo, Tales proporcionó una causa material. Es primordial el enfoque racional y naturalista, que al indagar acerca de la physis –realidad primera y fundamental– sirvió de punto de partida, originando las ciencias naturales que en nuestros días son responsables, en gran medida, de los avances de la civilización. Sin embargo, la propuesta de Tales trata de un principio trascendente, que no se agota en el ámbito de lo material y aparente, ya que detrás de esa sustancia física o corpórea debe existir algo que da razón de esa misma realidad (Esquivel-Estrada, 2000-2001). El agua que consumimos y que forma parte fundamental de la constitución de nuestro organismo no es más que una manifestación física de la physis originaria. La tesis de Tales sobre la existencia de una sustancia básica o fundamental, a partir de la cual se formaron todos los cuerpos, estimuló el pensamiento y encontró una gran aceptación entre sus discípulos y sucesores.

Anaximandro de Mileto (ca. 610-546 a.C.), probablemente discípulo de Tales, pensó que la sustancia fundamental de la naturaleza no era algo que estuviera al alcance de nuestros sentidos e indicó que el ápeiron (ἄπειρον) es el arché o principio de todas las cosas. Una sustancia indefinida, ilimitada e indeterminada, grandiosa en su asombrosa magnificencia, especie de potencialidad pura, capaz de formar la totalidad del mundo. Esa sustancia era de naturaleza divina (un principio vital). Lo indefinido, mezcla originaria de todas las cosas, tiene la propiedad de ser inmortal e indestructible. El ápeiron ejerce poder sobre todas las cosas, igual que lo hacían los dioses mitológicos. Él pensaba que el mundo que habitamos es sólo uno de muchos mundos que nacen y fenecen en el inmortal e incorruptible ápeiron, que podría entenderse como un principio de naturaleza casi metafísica, en vez de una cosa material observable empíricamente. «Aunque parezca contradictorio, el ápeiron es de naturaleza material y, al mismo tiempo, no se concreta en términos de cualidades materiales, ya sea como agua, tierra, aire u otros cuerpos» (Cañas-Quirós, 2011, p. 44 y refs. citadas en ese escrito). Los esfuerzos de Anaximandro constituyen un intento de profundizar en la esencia de la materia que se encuentra detrás de la apariencia sensible de los fenómenos. Esto se podría considerar como el inicio de la comprensión de la materia con un enfoque abstracto.

Para Anaxímenes de Mileto (murió ca. 528 a.C.), discípulo de Anaximandro, el origen de todo era el aire o la niebla, pneuma (πνεύμα), que era una especie de principio de vida que actúa creando todo. No sólo designó una sustancia primordial, sino que, además, indicó cómo se formaban las cosas a partir de ese principio. De él ha salido todo por condensación y por rarefacción (hacer menos denso un cuerpo gaseoso). Opinaba que el agua tenía que ser aire condensado, ya que el agua surge del aire cuando llueve. Cuando el aire se condensa aún más, se convierte en tierra. Pensaba que el fuego tenía que ser aire diluido. Según Anaxímenes (Gaarder, 1995), tanto la tierra como el agua y el fuego tenían su origen en el aire. El aire domina y mantiene unido al cosmos, de la misma manera que el alma lo hace con el cuerpo. Analógicamente, el universo es concebido como un inmenso ser vivo (Mora Rodríguez, 1997). Es probable que Anaxímenes pensara que para originar vida tendría que existir tierra, agua, aire y fuego, pero la sustancia fundamental o de partida era el aire o la niebla, compartiendo con Tales la idea de que existía una materia primaria que servía de base para todos los cambios que se daban en la naturaleza. Los milesios trataron de explicar el mundo sensible en términos de lo que se puede llamar una sustancia generadora (un ladrillo fundamental de construcción), una sola materia primaria, imperecedera, que sufre una serie de transformaciones y que genera el mundo sensible que percibimos. Esa materia primaria, que constituye la realidad y que al mismo tiempo posee atributos de divinidad, intenta ser la razón que explica la totalidad; da razón del origen, de la naturaleza y del fin de la realidad.

La tradición afirma que Tales predijo un eclipse de sol en el año 585 a.C., que introdujo en Grecia la geometría traída desde Egipto, que fue el primero en estudiar el magnetismo y que produjo algunas maravillas ingenieriles. La historia señala que Anaximandro inventó el gnomon «antiguo instrumento de astronomía, compuesto de un estilo vertical y de un plano o círculo horizontal, con el cual se determinaban el acimut y la altura del Sol, observando la dirección y longitud de la sombra proyectada por el estilo sobre el expresado círculo» (Real Academia Española, 2001) y que fue el primero en dibujar un mapa de la superficie de la Tierra habitada, basándose en diagramas y relatos de navegantes y comerciantes. Independientemente de la veracidad de esos informes, lo importante es que los milesios tenían interés en medir y explicar los fenómenos terrestres y celestiales, así como profundizar en la indagación de las causas y los principios de las sustancias y de los cambios que ocurrían (Curd, 2012).

Hay buenas razones para creer que la religión que profesaban los jonios tenía una fuerte influencia en su actitud hacia la naturaleza y sus fenómenos. Sus dioses personificaban la naturaleza y actuaban como los seres humanos, pero tenían poderes sobrehumanos y sus cuerpos estaban constituidos por materia inmortal, que podía cambiar de forma según su voluntad. Al tener maneras de comportarse como las de los humanos, esos dioses eran comprendidos sin gran esfuerzo y ese entendimiento fue transferido a los fenómenos naturales. Aristóteles atribuyó a Tales la idea de que «el agua es el principio de todas las cosas» y «todas las cosas están llenas de dioses» (Roller, 1981 y referencias citadas en ese trabajo). Tales entendía lo físico y lo incorpóreo como una unidad y pensaba que en todas las cosas hay vida, quizás influido por sus observaciones empíricas acerca de las extraordinarias propiedades del imán, capaz de atraer con una fuerza invisible [¿manifestación de su alma?] objetos de hierro, níquel, cobalto y sus aleaciones. Los sucesores de Tales interpretaron que todos los cuerpos están constituidos por una materia elemental cambiante en su forma (como lo hacían sus dioses) para producir el mundo sensible, pero, igual que la sustancia de los dioses, es eterna y, en consecuencia, no se crea ni se destruye. Se tiene así un concepto de materia y el germen del principio de conservación de la misma (Roller, 1981).

Heráclito de Éfeso (activo en torno a 500 a.C.) pensó que los constantes cambios constituían la nota distintiva de la naturaleza: «Todo fluye» panta rhei (πάντα ῥεῖ). A su juicio, la sustancia que respondía mejor a la esencia del proceso cósmico y que, a la vez, era percibida como el principio del calor vital de los seres vivos superiores y, por ende, como elemento primordial, era el fuego, que da vigor y energía a todo y que al mismo tiempo consume todo. «Este único orden de todas las cosas (del mundo)», exclama, «no ha sido creado por ninguno de los dioses, como tampoco por ninguno de los hombres, sino que ha existido siempre, existe y existirá, fuego sempiterno que se enciende y se extingue según normas» (Graham, 2011). Todo está en movimiento y nada dura eternamente. Su metáfora favorita fue: «Nunca nos podremos introducir dos veces en el mismo río, porque nuevas y siempre renovadas aguas entrarán en él» (Gomperz, 1952). El río, como masa constante de agua visible no cambia, pero la composición de sus aguas varía en función del tiempo. Así, este pensamiento llevaba implícita una manifestación de naturaleza contradictoria: Nos internamos en el mismo río y no nos internamos en él; somos y no somos. Heráclito pensaba que las cosas tenían propiedades opuestas y que constituían una unidad. Indicaba que «El agua de mar es la más pura y la más sucia de las aguas»; «para los peces es potable y sustentadora de la vida, para los hombres no es potable y es perjudicial» (Granger, 2004). Señaló, además, que el mundo se caracteriza por las constantes contradicciones. Tanto el bien como el mal tienen un lugar necesario en todo. El mundo es mundo en tanto se dé el juego entre los contrastes. La armonía de la phýsis, la razón de ser de las cosas, es el producto de la lucha de los contrarios. Pensaba que tenía que haber una especie de razón universal que gobierna todo lo que sucede en la naturaleza. Esta ley natural debe ser común para todos y mediante ésta todo debe guiarse. En medio de los múltiples cambios y contradicciones que se dan en la naturaleza, Heráclito veía una unidad. Ese algo era la base de todo, él lo llamó logos (λόγος), razón.

Anaxágoras de Clazomene (nació ca. 500-480 a.C.) opinó que la naturaleza estaba hecha de múltiples piezas minúsculas y homogéneas (llamadas homeomerías por Aristóteles), invisibles para el ojo. Al no ser accesibles a los sentidos, esto implica que el conocimiento sólo puede ser limitado. Todo podía dividirse infinitamente, pero incluso en los trozos más pequeños hay de todo en todo. A esas partes mínimas que contienen algo de todo las llamó gérmenes o semillas (spermata). Las cosas son diferentes porque las homeomerías se agrupan de formas distintas, según la posición que ocupan (Marías, 1970, p. 28). También Anaxágoras imaginaba una especie de fuerza motora o inteligencia impersonal que pone orden en los movimientos cósmicos y que crea a los seres vivos. A esta fuerza la llamó nous (νοῦς), pensamiento, espíritu o entendimiento. Fue el primer filósofo anterior a Sócrates que vivió en Atenas y que, entre otras cosas, expresó que el sol no era un dios, sino «una masa ardiente más grande que la Península del Peloponeso» (Gaarder, 1995, p. 48). Lo acusaron de ateo y tuvo que marcharse de la ciudad. Opinaba que todos los astros estaban constituidos de la misma materia que la Tierra, llegando a esa conclusión luego de estudiar un meteorito.

3.3 La Escuela Itálica

Pitágoras (vivió ca. 570-490 a.C.) nació en Samos (Jonia), isla frente a la costa occidental de Turquía, y emigró en el 530 a.C. a Crotona, Magna Grecia, en el sur de Italia. Pensaba que el mundo material es un cosmos (κόσμος), un todo ordenado y bello con correspondencia entre sus partes. Cada ser humano podría ser visto como un cosmos en miniatura. Toda la naturaleza está enlazada, por lo que el alma humana está en íntima relación con el universo ordenado y bello. En esa época hacían sus meditaciones con el acompañamiento de la lira de cuatro cuerdas y observaron que el sonido producido por la lira obedecía a reglas armónicas que podían ser traducidas en proporciones numéricas, lo cual entendieron como una especie de revelación sobre la naturaleza del universo (Guthrie, 1975). Los pitagóricos llegaron a considerar que las cosas son números. Los números cumplen una función importante en la geometría; todo lo que percibimos por los sentidos puede ser bosquejado en formas geométricas. Por eso, si quisiéramos conocer el mundo, deberíamos estar atentos a la estructura de los objetos que observamos. Esta concepción fue la fuente de inspiración de una corriente intelectual, para la que el principal objetivo de la física es reproducir la naturaleza mediante entidades matemáticas. Es decir, todo lo que el hombre conoce, puede ser expresado mediante números. Los pitagóricos concebían la escala musical como elemento estructural del cosmos, el firmamento como la armonía de las esferas: una bella armonía evidenciada por el movimiento de los cuerpos celestes puede ser definida mediante proporciones numéricas y percibida por nuestros ojos (Takimoto, 2009). Los números tenían como elementos el límite y lo ilimitado. Entendían que los números también son los elementos esenciales de todos los seres y conforman así, el principio (arché) de todas las cosas físicas, rechazando el naturalismo de los milesios.

La cosmología de los pitagóricos era diferente a la de los milesios, ya que la de los primeros se podría considerar como una filosofía de la forma en vez de una filosofía de la materia. Los pitagóricos le conferían mayor importancia a las diferencias cuantitativas e incorporaban las nociones de orden, proporción y medida. Para ellos, las cosas no se diferenciaban por sus elementos naturales (que eran los mismos), sino por la proporción en que los elementos se combinaban. Así, para comprender las cosas era esencial y necesario el descubrimiento de la ley de su estructura. El interés pasaba de la materia a la forma. La estructura es lo esencial y esa estructura puede ser expresada numéricamente. El mundo -el Todo ordenado y bello- puede ser comprendido por la razón.

Parménides nació en la segunda mitad del siglo VI a.C. en Elea (Velia), Magna Grecia. Pensaba que todo es eterno e inmóvil y acorde a la verdad de las cosas, ya que es «entero, homogéneo, imperturbable e ingénito» (Parménides, 2007, p. 55). Lo que hay ha existido siempre. Todo lo que existe en el mundo es eterno. Nada puede surgir de la nada y algo que existe no se puede convertir en nada. Mostró una gran confianza en la razón humana como fuente de conocimiento sobre el mundo. Todo lo que experimentamos con nuestros órganos sensoriales necesariamente debe ser interpretado por la razón. Esta concepción del mundo eterno, que puede ser revelado únicamente por la razón del ser humano y no por lo que se aprecia mediante los sentidos, probablemente se debe a la influencia pitagórica y se encamina por los senderos de la abstracción. Para Parménides lo que es quizás es lo metafísicamente básico y, por ende, el punto de partida para encontrar explicaciones. Se apartó un tanto de la mera preocupación naturalista al pensar en el ser como la única cualidad común que tienen tanto las cosas del mundo como los seres vivos. Todos tienen el carácter de ser. Él criticó a sus predecesores porque, según su opinión, tomaron una vía equivocada en sus intentos por explicar el mundo. Desde su punto de vista, no tuvieron éxito porque aceptaron como básicas ciertas entidades que en verdad no son genuinamente reales y porque admitieron que éstas podían cambiar o incorporar a sus contrarios, abrazando tanto lo que es como lo que no es (Curd 2006).

Empédocles (ca. 495-435 a.C.), de Akragas (Agrigento) en Sicilia, no estuvo de acuerdo con la idea de la existencia de una sola sustancia primaria. Por ejemplo, ni el agua ni el aire serían capaces por sí solos de convertirse en un árbol. Así, es imposible que la naturaleza sólo tenga una sustancia única primaria. Él pensaba que la naturaleza tiene en total cuatro raíces eternas: tierra, aire, agua y fuego. Todos los cambios en la naturaleza se deben a que estas cuatro sustancias se mezclan y luego se pueden separar. Todas las cosas están compuestas por ellas, pero en mezclas de distintas proporciones. Por eso, las propiedades de los cuerpos se deben a cada mezcla específica de esas cuatro raíces originarias. Según Reale y Antiseri (1988, p. 63) «La novedad de Empédocles consiste en haber proclamado la inalterabilidad cualitativa y la intransformabilidad de esas cuatro realidades». Opinan que de esa forma nace la noción de «elemento», como algo de naturaleza inmutable que da origen, al mezclarse espacial y mecánicamente, a las cosas que son. De ese modo se podría decir que Empédocles adelanta la idea actual de elemento químico, entendido como un componente cualitativo último de las cosas. Un árbol estaría constituido por la agregación de las cuatro raíces o elementos; cuando muere, los cuatro elementos se disgregan. Ese es un cambio observable. Pero los elementos no se alteran, a pesar de todos esos cambios en que participan. En consecuencia, no es cierto que todo cambie. En realidad, nada cambia. Lo que ocurre es la mezcla y la separación de los cuatro elementos, para luego volver a mezclarse, produciendo la multiplicidad. Como analogía, se podría pensar que si un pintor solamente tiene pintura azul, únicamente podría pintar árboles azules; pero si tiene, además, pintura amarilla, podría mezclarlas en diversas proporciones y obtener una amplia gradación de árboles verdes. Si adicionalmente tiene rojo, blanco y negro podría crear, mediante su agregación, una sinfonía de colores y, por ende, dar lugar a una multiplicidad de cosas o de nuevos seres.

Como se indicó anteriormente, los griegos ya habían identificado que el agua y el aire son elementos principales de la naturaleza; también creían que el fuego es fundamental y observaron lo importante que es el sol para todos los seres vivos de la naturaleza. ¿Cuál es la causa por la que los elementos se unen para dar lugar a un nuevo ser? ¿Por qué vuelve a disolverse la mezcla, por ejemplo, el árbol? Empédocles intentó explicar el cambio mediante dos principios dinámicos, ajenos a las cuatro raíces; pensó que tenía que haber dos fuerzas que actuasen sobre la naturaleza. Las llamó amor, philia (φιλíα), y odio o discordia, neikos (νεῖκος). Lo que une las cosas es el amor (afinidad), lo que las separa es el odio (antipatía). Esta manera de interpretar el cambio parece implicar una primera distinción entre materia y fuerza.

3.4  El Atomismo

Los grandes filósofos de la naturaleza Leucipo (a mediados del siglo V a.C.) y su discípulo Demócrito de Abdera (nació ca. 460 a.C.) concordaban con sus predecesores en que los cambios en la naturaleza no se debían a que las cosas cambiaran realmente. Concibieron la idea de que todo tenía que estar construido por pequeñas piezas invisibles, cada una de ellas eterna e inalterable, a las que llamaron átomos (ἄτομος). Átomo significa indivisible. Esto es importante, ya que sin esa cualidad no podrían haber servido como ladrillos de construcción. Además, tendrían que ser eternos, ya que nada puede surgir de la nada. En esto ellos estaban de acuerdo con Parménides. Pensaban que los átomos tenían que ser pequeños, macizos, incompresibles, sin poros y homogéneos, pero no podían ser idénticos entre sí. Demócrito decía que en la naturaleza existe un sinfín de átomos. Algunos son redondos y lisos, otros son irregulares y torcidos. Cuando un cuerpo, como un árbol, muere y se desintegra, los átomos se dispersan y pueden ser utilizados de nuevo en otro cuerpo. Imaginaba que los átomos se mueven en el espacio en forma de torbellinos, pero como tienen entrantes y salientes se acoplan de diversas formas para configurar todas las cosas. Él consideró, incluso, que algunas sustancias podían estar compuestas por átomos diversos. La forma, el tamaño y la disposición de los átomos en esas combinaciones producían como resultado las propiedades sensibles de los cuerpos. Los cambios que ocurrían en los cuerpos se explicaban por la adición o separación de átomos constituyentes o por cambios en la distribución de los mismos. Demócrito pensaba que lo único que existe son los átomos (el ser) y el espacio vacío (el no ser) y no contaba con ninguna fuerza o espíritu que interviniera en los procesos de la naturaleza. En la naturaleza todo ocurre mecánicamente. Todo sigue leyes naturales. Esa filosofía natural, conocida como atomismo, no es en absoluto evidente y surgió como resultado de la deducción filosófica; sin duda, constituyó un buen intento para otorgarle al mundo físico un lugar fundamental en el pensamiento.

Pensadores de otras culturas también especularon acerca de la naturaleza de la materia fundamental de la que está constituido el universo. Por ejemplo, en la India ya en el siglo VI a.C. Kanada y Pakhuda Katyayana propusieron ideas relativas a la constitución del mundo material (Vallabhajosula, 2009, p. 11). Kanada introdujo en la cultura de la India el concepto de que la materia no podía ser dividida infinitamente. Concluyó que el límite de divisibilidad de la materia era finito y lo llamó anu.

Mucho tiempo después, las ideas de Demócrito fueron desarrolladas por Epicuro de Samos (341-270 a.C.), que basó su doctrina en el hedonismo y el atomismo. Aunque se perdió una gran parte de su obra, mucho de su pensamiento y sus enseñanzas se conocen en la obra De rerum natura (Sobre la naturaleza de las cosas) del poeta latino Tito Lucrecio Caro (murió ca. 50 a.C.), que expone las ideas y la doctrina materialista de Epicuro según la cual el universo está constituido por átomos. El hombre es mortal y su felicidad depende de aceptar este hecho y de perder el miedo a los dioses. Este poema fue transmitido por Marco Tulio Cicerón, quien editó el texto en seis libros a la muerte de Lucrecio. Posteriormente, en 1417 el humanista Gian Francesco Poggio Bracciolini lo rescató del único códice conservado. El filósofo francés Pierre Gassendi (1592-1655) aceptó el atomismo y difundió su doctrina por toda Europa en el siglo XVII (ver Clericuzio, 2004).

A continuación se muestra un fragmento de ese poema, relacionado con las formas y las sensaciones:

«La miel y leche deliciosamente
Por otra parte el paladar recrean;
Pero el amargo ajenjo y la centaura
Silvestre punzan con sabor ingrato:
De modo que conoces fácilmente
Que son lisos y esféricos los cuerpos
Que nos causan sabores agradables;
Que la amargura y aspereza nacen
Del conjunto de átomos torcidos
Que, fuertemente unidos, acostumbran
Abrirse paso al paladar, rompiendo
Los órganos del gusto con su entrada.
El placer y el dolor, últimamente,
Que los cuerpos excitan en nosotros
Nacen de la figura diferente» (Lucrecio Caro, 1999, II 510).

Como se puede inferir, las propiedades organolépticas (las que se pueden percibir mediante los sentidos) de los cuerpos o materiales se apoyan en la forma, el tamaño, la disposición y la sutileza de los átomos. Según Demócrito, las cosas son percibidas porque emiten una especie de espectros o imágenes sutiles, constituidas por átomos más finos, que penetran en los órganos de los sentidos (Marías, 1970). De ese modo, la mente recibe una copia de las cosas y así se obtiene el conocimiento.

Transcurridos más de dos milenios, siempre se encuentran instantes para maravillarse y emocionarse ante la especulación imaginativa, la intuición y los razonamientos. Pensemos, que cuando percibimos los aromas de los alimentos, esa percepción se inicia desde el momento en que las sustancias aromáticas, volátiles, alcanzan el epitelio olfativo, en la parte superior de la cavidad nasal. En ese epitelio hay diferentes células neuronales que tienen, en una serie de cilios, receptores sensoriales específicos (proteínas receptoras) para los distintos cuerpos olorosos (ligandos) que penetran en ese órgano sensorial. Tanto los receptores que están en esas células como los ligandos que llegan a ellos son tridimensionales, de modo que sus propiedades dependen de la forma o figura de los cuerpos. El acoplamiento del ligando con el receptor causa que las células se exciten y mediante una complicada serie de eventos bioquímicos (transducción) disparan mensajes amplificados, proceso que incluye la generación de pequeños cuerpos (moléculas), conocidos como mensajeros secundarios (emiten espectros o imágenes sutiles, constituidas por átomos más finos). Esas células, mediante la sinapsis, se conectan electroquímicamente con las células nerviosas de una parte cercana al cerebro llamada el bulbo olfatorio, donde se inicia el procesamiento de los mensajes. De allí parten señales tanto hacia la corteza como hacia el hipotálamo del cerebro (éste último controla la memoria y las emociones: el placer y el dolor, últimamente, que los cuerpos excitan en nosotros…) y, por último, ¡la mente recibe una copia de las cosas, obteniéndose el conocimiento! (Para una descripción más profunda del proceso, ver Sell, 2006 y Shepherd, 2006).

4. Conclusión

Cuando los primeros filósofos griegos creaban y enseñaban ideas para un mejor entendimiento de la materia y sus transformaciones, al mismo tiempo se fueron desarrollando, desde tiempos lejanos, los conocimientos y las habilidades prácticas. Para la vida en sociedad eran necesarios muchos oficios artesanales que producían materiales utilizados en beneficio de los seres humanos, como el procesamiento y el trabajo de los metales, la cerámica, el vidrio, las pieles y las fibras naturales, así como el desarrollo de tecnologías para la obtención y el uso de colorantes naturales, perfumes y la confección de diversas preparaciones medicinales a partir de plantas y animales, fundamentales para mantener la salud.

La química tiene que ver con las especulaciones filosóficas acerca de la materia y sus transformaciones y con esos conocimientos empíricos y prácticos, derivados de los  diversos oficios artesanales. Por eso, el origen de la química es muy diverso y este hecho la hace particularmente compleja. La química desempeña una función decisiva en nuestra vida diaria, ya que se encuentra en todas partes. Históricamente, ha contribuido significativamente a la economía de las naciones, puesto que ha servido para llenar las necesidades de los seres humanos en campos tan diversos como agricultura, alimentación, comunicaciones, energía, higiene, salud, transporte, vestimenta y vivienda, entre otros. La química como ciencia tiene la particularidad de crear continuamente numerosos materiales que encuentran usos prácticos muy diversos. Como indicara, recientemente, Jean-Marie Lehn:

Lo propio de la química no es solamente descubrir, sino también inventar y, sobre todo, crear. El libro de la química no es tan sólo para leerlo, sino también para escribirlo. La partitura de la química no es tan sólo para tocarla, sino también para componerla (Lehn, 2011).


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*Correspondencia a:

José F. Cicció. Costarricense. Químico. Docente de la Sección de Química Orgánica, Escuela de Química e investigador del Centro de Investigaciones en Productos Naturales (CIPRONA) de la Universidad de Costa Rica. Dirección: Escuela de Química, Universidad de Costa Rica, San José, Montes de Oca, San Pedro, 11501-2060 COSTA RICA. Email: jfciccio@gmail.com.  El autor desea agradecer al profesor Carlos O. Morales (Escuela de Biología, UCR) por sus sugerencias, aporte y paciencia al revisar este trabajo.
1. Costarricense. Químico. Docente de la Sección de Química Orgánica, Escuela de Química e investigador del Centro de Investigaciones en Productos Naturales (CIPRONA) de la Universidad de Costa Rica. Dirección: Escuela de Química, Universidad de Costa Rica, San José, Montes de Oca, San Pedro, 11501-2060 COSTA RICA. Email: jfciccio@gmail.com.  El autor desea agradecer al profesor Carlos O. Morales (Escuela de Biología, UCR) por sus sugerencias, aporte y paciencia al revisar este trabajo.

Recibido: 01.03.13. Aprobado:  27.05.13

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