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vol.15 issue2The issue of the sacred in freemasonry: Intol- erance, controversies and approachesNapoleón El Grande y la Masonería bonapartista en España de José Antonio Ferrer Benimeli. Oviedo: masónica.es, 2023. 368 páginas. ISBN:978-84-19044-92-1. author indexsubject indexarticles search
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Revista de Estudios Históricos de la Masonería Latinoamericana y Caribeña

On-line version ISSN 1659-4223

REHMLAC vol.15 n.2 San Pedro, Montes de Oca Jul./Dec. 2023

http://dx.doi.org/10.15517/rehmlac.v15i2.54808 

Artículo

Política en la sombra: masonería y sociedades secretas en la España del Trienio Liberal (1820-1823)

Shadow politics: Freemasonry and secret societies in spain during the Liberal Triennium (1820-1823)

1Universidad de Cantabria, España; Sergioceballos81@gmail.com

Resumen

El Trienio Liberal (1820-1823) es ampliamente conocido por ser el segundo régimen constitucional de la historia de España, inaugurado gracias al triunfo del pronunciamiento de Riego en enero de 1820. En ese sentido, sobre él gravitan las enormes dificultades que tuvieron los liberales para poner en marcha un Estado alternativo al absolutista, en el que Fernando VII se sintió, además de profundamente incómodo, también cautivo. De la misma manera, una larga sombra pesa todavía sobre este régimen político, abocado al fracaso tras haberse convertido en un sistema controlado por las acciones de misteriosas sociedades clandestinas, entre ellas la masonería.

Palabras clave: España; Trienio Liberal; masonería; sociabilidad política; sociedades secretas

Abstract

The Liberal Triennium (1820-1823) is widely known for being the second constitutional regime in the history of Spain, inaugurated by the triumph of Riego's pronouncement in 1820. In that sense, it is marked by the enormous difficulties that the liberals faced in establishing an alternative state to the absolutist one; a state in which king Ferdinand vii felt both deeply uncomfortable and restrained. In the same way, a long shadow still looms over this political regime, destined to fail after having become a system controlled by the actions of mysterious clandestine societies, including Freemasonry.

Keywords: Spain; Liberal Triennium; Freemasonry; political sociability; secret societies

“A pesar de todos los pesares, tuvo la fortuna de morir en su cama, que es una de las veinte cosas, a mi parecer, increíbles, que han sucedido en este siglo”1.

Antonio García Blanco, liberal exaltado, sobre la muerte de Fernando VII.

Introducción

En el tratamiento de una temática todavía hoy tan apasionada como la masonería no falta un sinfín de libros, artículos sensacionalistas e incluso novelas históricas que han pretendido acercarse al lector poniendo al descubierto los “innumerables misterios” y propósitos de esta supuestamente “oscura” sociedad. En la mayoría de las ocasiones, tales textos no son sino nuevos refritos de viejas ideas que pretenden vincular a la masonería con extrañas conspiraciones políticas, intrigas palaciegas o revoluciones sangrientas; en otras, pueden ser en cierto modo útiles para el historiador cuando está dispuesto a cruzar, asumiendo ese riesgo, la estrecha línea que a veces separa la realidad de la ficción histórica.

Vayamos al grano: ¿se imaginan que uno de los mayores enemigos de la orden masónica en toda su historia fuese en realidad no ya un monarca cruel, fanático y vengativo, sino un rey ilustrado, ávido lector y coleccionista de obras prohibidas por la Inquisición, así como un firme miembro iniciado en los ideales y enseñanzas del Gran Arquitecto del Universo? A ese objetivo dedica todos sus esfuerzos el historiador Juan Van-Halen en una desapercibida novela que hubo de ver la luz hacia los años 80 del pasado siglo, cuya portada aparece adornada con un retrato impasible de Fernando vii bajo el curioso título de Memoria secreta del Hermano Leviatán2.

La trama del libro no es en absoluto compleja; el político Antonio Cánovas del Castillo - historiador de profesión y profesional de la historia cuando durante la Restauración se daba el poder a los liberales de Sagasta- descubre entre una maraña de documentos históricos procedentes del primer tercio del siglo XIX lo que parece ser una confesión del monarca Fernando VII, el hermano Leviatán, dictada en sus últimos años de vida a uno de sus secretarios particulares. En ella, el rey otrora “deseado”, a modo de expiación, reconocía haber cometido infinidad de errores en su convulsa y no demasiado longeva vida, entre ellos haberse visto seducido por ideas ilustradas en sus años juveniles hasta el punto de aceptar su iniciación en la masonería durante el destierro en Valençay, con el doble objetivo de complacer a Napoleón y recuperar así el trono de sus mayores, entonces en manos de José I Bonaparte.

Esta referida memoria forma parte, tal y como cabía esperar, de un ejercicio de historia contrafactual propuesto por Van-Halen con cierta valentía y evidentes deseos de resarcir agravios del pasado, pues uno de sus ancestros más destacados, el coronel Juan Van Halen y Sartí, había sido duramente perseguido y encarcelado por el Santo Oficio con el restablecimiento del absolutismo en 1814, tras la acusación de pertenencia a sociedades secretas reprobadas y perniciosas para la estabilidad general, además, por intervenir de forma activa en planes subversivos contra la paz del reino.

Pequeñas vendettas personales al margen, no deja de resultar sugerente que la obra del citado historiador tenga por objetivo convertir en masón a una de las personalidades más combativas de la historia de España en lo que a persecución y condena de este tipo de asociaciones se refiere. Bien es sabido que, a lo largo de todo su reinado, ya fuera como rey constitucional o absoluto, Fernando VII no sólo aborreció y temió este tipo de asociaciones clandestinas, sino que no hacía falta nada más que una sola perturbación en sus cada vez más reducidos dominios, por leve que fuera, para responsabilizar de ella a las intrigas llevadas a cabo por los liberales en el interior de las logias masónicas. Pertenecer a la masonería y ser partidario del liberalismo eran, por tanto, dos caras de la misma moneda en aquella España que se resistía a romper definitivamente con las viejas maneras del Antiguo Régimen; desde el voluntario realista, pasando por el párroco de cualquier pequeña aldea o localidad hasta el confesor de su majestad, sabían que nada que procediera de las ideas dominantes en el nuevo siglo podía ser positivo para un modelo de monarquía ideal ya en franca decadencia.

Se ha repetido hasta la saciedad que este tipo de sociedades más o menos clandestinas fueron las responsables de todas las revoluciones liberales acaecidas a ambos lados del atlántico, empezando por la revolución de las colonias americanas hasta llegar a Francia y España pocas décadas más adelante. Sin embargo, como tendremos ocasión de comprobar en el contexto hispánico, pocas veces tal conclusión ha venido acompañada de fuentes históricas fiables. Más al contrario; el conjunto de las obras y escritos que repiten incansablemente este aserto, empezando por el afamado abate Augustin Barruel en los años finales del siglo XVIII, confluyen en un objetivo singular: buscar (y encontrar) en los hilos y conexiones secretas de la orden masónica la causa principal del derrumbamiento del viejo orden político3.

Por todo ello, el presente artículo tiene por objetivo ofrecer una nueva lectura de dos momentos históricos del siglo XIX español demasiado prototípicos en la continuación del anterior discurso: de un lado, el denominado Sexenio Absolutista de 1814 a 1820, que se inaugura con el retorno de Fernando VII tras la breve experiencia constitucional gaditana, y, de otro, después del pronunciamiento militar que, con Rafael del Riego a la cabeza, da lugar al conocido Trienio Liberal desde el 1 de enero de 1820. En ese sentido, nuestra propuesta de trabajo tiene lugar en dos periodos especialmente convulsos para la realidad política de la España de la época, pues después una breve y primera experiencia liberal la sociedad española experimenta, en 1814, la restitución de un absolutismo del todo inviable, cuya consecuencia más directa será la sanción, en marzo de 1820, de la misma Constitución que había cercenado seis años atrás.

Asimismo, dentro del terreno de las relaciones políticas, ambos regímenes comparten un hecho central para nuestro discurso: la aparición de una nueva forma de hacer política, más discreta que secreta, la cual viene a reafirmar la existencia de un liberalismo capaz de moverse en el difuso mundo de la clandestinidad, del mismo modo que es más acertado hablar, antes incluso de la llegada del Trienio, de liberalismos en plural, esto es, de diferentes proyectos liberales. Con todo, que exista a partir de este momento una nueva modalidad política clandestina dentro de esta tan permeable ideología no quiere decir que alguna de las nuevas sociedades clandestinas surgidas a lo largo de estos años deba identificarse con la masonería, por mucho que así se haya venido haciendo desde la historiografía, ya fuera de uno u otro signo. A nuestro modo de ver, las consabidas advertencias de José Antonio Ferrer Benimeli al respecto, tan dilatadas en el tiempo, siguen teniendo plena vigencia.

A vueltas con el Sexenio Absolutista (1814-1820): hacia una nueva forma de sociabilidad política clandestina a través de conjuras, programas y pronunciamientos

Según ha quedado dicho, el fracaso de la obra política de las Cortes de Cádiz tiene su origen tras el retorno de Fernando VII como monarca absoluto luego de la derrota de Napoleón después de seis sangrientos años de guerra en la Península Ibérica. En ese sentido, durante su regio cautiverio, la Constitución de 1812 había establecido principios radicalmente inasumibles para un gobernante prototípico del absolutismo -entre ellos, la limitación de sus poderes a la única, exclusiva, además de menguada potestad ejecutiva-, por lo que Fernando VII abolió el sistema constitucional doceañista tan pronto como desembarcaba en un España demasiado expectante al curso de los acontecimientos4.

El mayor pecado de los artífices del recién nacido constitucionalismo español fue creer que el Deseado podía estar a la altura de los tiempos que se estaban viviendo. Más al contrario, para el 4 de mayo de 1814, por Real decreto, las Cortes quedaban abolidas, la Constitución, vacía de cualquier contenido, y los políticos liberales, proscritos, perseguidos y encarcelados, al menos aquellos que no cruzaron las fronteras a tiempo, como el propio Agustín de Argüelles, uno de los padres del primer liberalismo5. En tal convulso estado de cosas surgía, por tanto, la primera de las dos restauraciones del absolutismo que la España del siglo XIX experimentó a lo largo de los 25 años del reinado del último monarca español del Antiguo Régimen.

No obstante, reinstaurar de nuevo el absolutismo iba a ser sin duda mucho más fácil que echar a andar su oxidada maquinaria estatal, y ése fue sin duda el más grave error entre sus firmes partidarios. Según ha venido constatando una gran nómina de historiadores, el Sexenio Absolutista (1814-1820) tuvo todos los ingredientes necesarios para estar abocado al fracaso incluso desde sus mismos inicios, especialmente con los innumerables problemas que el país venía arrastrando desde la guerra de la independencia dentro de las filas de un ejército desbordado por el enemigo invasor y la lucha de guerrillas6, la inoperancia de un ejecutivo dominado desde las intrigas palaciegas de la camarilla real7, los sucesivos colapsos de la hacienda y la burocracia administrativa8, así como la quiebra absoluta de la poco o nada ya temida Inquisición9.

Tan calamitosa situación sólo dejaba dos opciones a los portaestandartes del anterior régimen constitucional: de un lado, el exilio y la huida del país hasta que nuevos vientos provocaran el cambio político, especialmente a países como Francia e Inglaterra, siempre implicados en los sucesos de España (camino que elegirá el Conde de Toreno) o establecer una oposición política desde el interior con no pocos contactos al otro lado de las fronteras, recurriendo a la fórmula del pronunciamiento militar y civil como estrategia política más sobresaliente. En pocas palabras, acudir al uso de la fuerza con el objetivo de resquebrajar ese statu quo absolutista vigente a través de ella misma, desde que los generales Elío y Eguía accedieran a secundar a la vuelta de Fernando VII como rey neto en el considerado primer golpe de Estado de la España contemporánea, allá por la primavera de 1814. Así las cosas, esta casuística es la única que permite explicar la sorprendente dinámica insurreccional del Sexenio, plagado de continuas conspiraciones y pronunciamientos, a casi uno por año, para inclinar la balanza del lado liberal.

Pero, al margen de su mayoritaria adscripción al liberalismo (o a los ya diferentes liberalismos existentes), ¿quién (o quiénes) se encargaba(n) de organizar tales intentonas conspirativas, muchas de ellas desesperadas y por tanto destinadas al fracaso, hasta el definitivo y victorioso alzamiento de Rafael del Riego seis años más tarde, en enero de 1820? Para un amplísimo abanico de la historiografía española, pasando por las líneas maestras de los diferentes relatos decimonónicos10, hasta una parte importante del discurso académico actual vinculado con postulados liberal-conservadores11, la respuesta a esta pregunta parte de una sencilla premisa: los pronunciamientos de Francisco Espoz y Mina (Navarra, 1814), Juan Díaz Porlier (Galicia, 1815), Luis Lacy (Cataluña, 1817) y Joaquín Vidal (Valencia, 1818-1819), así como las conspiraciones del Triángulo (supuesto plan para asesinar a Fernando VII en Madrid, 1816) y del Palmar (Andalucía, 1819), tienen a la masonería como la principal sociedad secreta responsable de todos y cada uno de ellos luego de su establecimiento en España tras la convulsa primera década del siglo XIX. De esta forma, el relato acerca del indudable protagonismo de la “secta” masónica en la caída del Antiguo Régimen no sólo en Europa, sino también dentro de nuestras fronteras, es mucho más que evidente12.

En esa línea, según pretenden corroborar algunos documentos de la época (como los “Papeles reservados de Fernando VII” que aparecieron en los aposentos del monarca tras su muerte en 1833). España, tras el restablecimiento del absolutismo fernandino de 1814, habría sido todo un vergel en el que propagar el objetivo principal de la sociedad: conspirar abiertamente contra el poder político establecido, de forma clandestina, en favor del retorno del liberalismo:

La historia del masonismo de esta época -dicen los referidos Papeles reservados- hasta la que precedió inmediatamente a la revolución de 1820 ofrece muy poca importancia a causa que no tenía influencia ninguna en los asuntos políticos, pero en 1815 y 1816 tomo otro nuebo (;sic); carácter. Los descontentos, los liberales y muchos prisioneros a su vuelta ayudados por afrancesados eminentes, organizaron logias independientes, pero que luego reconocieron la supremacía de un grande oriente liberal instituido en Madrid13.

Nótese cómo la anterior noticia, queriendo difundir la creencia en esa masónica conspiración universal contra el trono de las monarquías absolutas, sirve para explicar precisamente por qué esa supuesta y primitiva masonería española estuvo lejos de ser tal cosa: que hasta 1820, “la historia del masonismo” “ofrece muy poca importancia a causa (de) que no tenía influencia ninguna en los asuntos políticos, pero en 1815 y 1816 tomó otro nuevo (;sic&; carácter” (el subrayado es nuestro), nada más y nada menos que la intromisión hacia esos mismos asuntos políticos ampliamente censurados dentro de los ideales de la masonería regular del siglo XVIII14.

Siendo del todo cautos, no es propósito del presente texto añadir una arista más al (en ocasiones) acalorado debate que acompaña a historiadores y no pocos masones en la tradicional disputa para otorgar certificados de regularidad o irregularidad a esta o aquella masonería. Del mismo modo, tampoco pensamos que la patente para expedir diplomas de buen o mal masón se encuentre en un libro de constituciones, por sagrado que sea para algunos y torticero o desfasado para otros. Mal que les pese a muchos, es del todo evidente que la orden masónica se ha construido a lo largo del tiempo amoldándose a las diferentes realidades históricas, geográficas y sociales de cada país y continente; en pocas y sucintas palabras, la masonería es un constructo, igual de real y artificial que las naciones, los pueblos o las identidades15.

No obstante, al margen del anterior debate, las cautelas para considerar realmente masónica a esta primera sociabilidad política de la España liberal son a nuestro entender tan considerables como para rechazar la idea de una única y suprema organización clandestina situada en la capital del reino, Madrid, a la altura de 1816. En líneas generales, no sólo no se ha podido probar históricamente que cada uno de los pronunciamientos y/o conspiraciones del periodo tengan por bandera la de la masonería, como recientemente ha vuelto a recordar el historiador José Antonio Ferrer Benimeli16, sino que la creencia en una única y suprema organización secreta cuyas redes operativas están tan bien estructuradas como para poner en jaque al absolutismo desde su retorno es sencillamente irreal.

Ello no quiere decir, de un lado, que no existiera la masonería en España para esta temprana época, así como que, de otro, deba rechazarse de manera rotunda la indudable colaboración (que no organización) de un entramado clandestino que interviene en algunos de los pronunciamientos de la época, circunstancia cada vez más evidente a medida que nos acercamos a los años finales del Sexenio, con la conspiración del Palmar (1819) y el pronunciamiento de Riego (1820). Más bien, el principal enredo consiste en establecer paralelismos entre sociedad masónica y grupúsculos liberales, esto es, entre masonería y liberalismo, al menos en los comienzos del siglo XIX español. Con todo, resulta absurdo que la misma organización prohibida y repudiada en las Cortes de Cádiz se convierta, apenas dos años más tarde, en la dinámica rectora de todos los planes políticos que tienen por objetivo erradicar el absolutismo de Fernando VII, por mucho que pudiera tratarse de una estrategia más hacia esa misión.

Así las cosas, el anterior interrogante acerca de quiénes eran los diferentes protagonistas en los distintos pronunciamientos de la época carecerá de sentido siempre y cuando se siga pretendiendo simplificar una realidad histórica a todas luces compleja. Y es tan poco lo que se ha avanzado en este sentido que sólo podemos afirmar, a la manera de Ferrer Benimeli, qué y quiénes no fueron: ni obra de la masonería, ni de presuntos masones, al menos hasta que siga sin demostrarse lo contrario.

El Trienio Liberal (1820-1823) o la experiencia política del liberalismo en la sombra

La historiografía española ha vuelto a poner sus miras, siguiendo el inmenso testigo de Alberto Gil Novales, en aquel episódico sistema político que, nacido con el acatamiento fernandino de la Constitución del 12 tras un levantamiento militar y civil, dio lugar al segundo régimen político liberal de la historia de España. En ese sentido, podemos afirmar que el Trienio Liberal (o Constitucional, 1820-1823) goza actualmente de buena salud, y ello se debe no poco a las diferentes conmemoraciones acaecidas con motivo del bicentenario de su proclamación. A la reedición de la clásica obra de Gil Novales17 se le han unido, en el pasado 2020, dos importantes estudios que abarcan algunas de las distintas dimensiones de este convulso y breve régimen político, ya fuera desde una perspectiva transoceánica, en el marco del maltrecho imperio colonial español y sus relaciones con los nacientes estados de América Latina18 o bien desde las ansias por ofrecer una suerte de historia “total” que va más allá de la simple mirada política, aunque sea ese el subtítulo de la obra colectiva coordinada por los historiadores Pedro Rújula e Ivana Frasquet19, tras el éxito del Congreso Internacional celebrado en noviembre de 2019: El Trienio Liberal (1820-1823): balance y perspectivas. De la misma manera, el profesor Francisco Carantoña se ha encargado de dirigir recientemente un dosier acerca del mismo que tiene mucho de homenaje a la figura del gran hispanista francés Jean René-Aymes, eminente historiador del exilio liberal, quien nos acaba de dejar en los últimos años20.

No obstante, a pesar de que este breve periodo de nuestro siglo XIX pueda estar de moda en la actualidad, es largo todavía el camino por recorrer. Para empezar, se echa mucho en falta, en el volumen coordinado por Rújula y Frasquet, la inclusión de un capítulo que se dedique exclusivamente al estudio de esa nueva forma de sociabilidad política clandestina, cuya importancia es sin duda vital para conocer muchos de los entresijos políticos del régimen posible gracias al pronunciamiento de Rafael del Riego en enero de 1820. La contrapartida pública de estas sociedades clandestinas sí que tienen, por ejemplo, su merecida atención en el más que sobresaliente texto del historiador Jordi Roca21, después de que Gil Novales demostrara hace ya más de 40 años cómo la borrachera política del Trienio no podría entenderse sin la proliferación de las conocidas sociedades patrióticas; aquellos centros para el debate político público, la educación de las masas urbanas y la trascendental transformación de los súbditos de una monarquía absoluta en ciudadanos de un sistema constitucional pre parlamentario22.

La ausencia de estudios sobre estas sociedades “secretas” en las referidas conmemoraciones del Trienio no quiere decir que, al menos en los últimos años, no existan investigaciones dirigidas en esta dirección. En 2007, por ejemplo, vio la luz ya el monográfico estudio de la historiadora Marta Ruiz Jiménez acerca de la forma de sociabilidad secreta más radical del momento, la Confederación de Comuneros Españoles, también denominada comunería23, así como en un número anterior de la presente revista contamos con las líneas maestras del investigador Francisco Javier Díez Morras al respecto24. De la misma manera, otra de las grandes sociedades clandestinas del Trienio, la Sociedad del Anillo -o el club político de los anilleros, como así insistieron en reconocerse sus fundadores- ha tenido también la suficiente atención por parte de Sophie Bustos, historiadora que acierta en calificar a tal sociabilidad cual poder en la sombra, al menos durante el gobierno de Francisco Martínez de la Rosa entre febrero y agosto de 182225, quizá el mejor ejemplo de lo cerca que estuvo el liberalismo moderado español de transformase en conservador antes del Estatuto Real de 1834.

En caso contrario, no parece que los vientos de la historiografía hayan cambiado demasiado para esa “misteriosa” sociedad secreta masónica de la que paradójicamente fueron a nacer las dos anteriores, cada una de ellas a un lado del espectro político, y a quien suele responsabilizarse no sólo de dominar -en la sombra, al menos desde el levantamiento de Riego- la política de la época, sino también de haber provocado la caída misma del régimen tras la invasión de los Cien Mil Hijos. Vayamos por tanto a aportar nuestro particular grano de arena al asunto.

Una masonería que no fue: el Gran Oriente “de los modernos”

Entre los mismos “Papeles reservados de Fernando VII” se conserva una carta que el monarca recibió hacia el año 1822 por parte de un supuesto masón fiel a la tradición regular. En ella, el anónimo autor venía a quejarse activamente de los excesos políticos cometidos durante los dos primeros años del Trienio Liberal por una sociedad secreta a la que se identificaba, a su juicio de forma errónea, con la masonería. Dice en un fragmento:

La masonería pura, de que tan mal se ha hablado por no conocerla y confundirla con las sectas, y que tantos bienes ha hecho a los hombres en todos los siglos, es el único medio de trabajar útilmente a favor del Rey y de su Real familia y de la religión (;…); Esta institución pues, conservada en su pureza y que no puede condenarse sin ser un blasfemo y condenar las escrituras santas, debe formar el punto de reunión de todos los que desean salvar al Rey y su dignidad y hacer el bien de la España, manteniendo la moral y la religión26.

El anterior relato es toda una declaración de intenciones acerca de lo que estamos comentando. No sólo es que esa masonería tradicional y ortodoxa nacida en el siglo XVIII no tenga nada que ver con las “sectas” existentes entonces en la España liberal, sino cualquier rey digno de ese nombre, amante de su pueblo y de las leyes, debiera por todos los medios de proteger así como de pertenecer a esa sociedad que “tantos bienes ha hecho a los hombres en todos los siglos”, siempre y cuando su objetivo no sea otro salvar su propia “dignidad y hacer el bien de la España, manteniendo la moral y la religión”. En pocas palabras, se trata de una llamada de atención a Fernando VII para no caer en el doble error de equiparar a masones con conspiradores contra su trono y eludir la importancia que la masonería ha sabido granjearse en Europa tras el transcurso del último siglo como un vehículo más en la difusión de las luces, cuyo reconocimiento es más que notable en países como Inglaterra, donde la casa real constituye una de las piedras angulares del respaldo a la tradición masónica.

Sea como fuere, tal llamada de atención al monarca entonces constitucional llegaba demasiado tarde, por cuanto la existencia de la masonería o de cualquier otra sociedad clandestina que operara en sus dominios había sido proscrita años atrás al considerarse su sola existencia doblemente perjudicial y dañina para los sagrados pilares del Antiguo Régimen. Con ese ánimo, la camarilla del rey no tardó en culpabilizar a la orden masónica del levantamiento en favor de la Constitución de 1812 protagonizado por un desconocido Rafael del Riego; “cuatro facciosos” que se levantan con el objetivo de hacer claudicar el poder absoluto del rey, dijo el general Elío en uno de sus edictos condenatorios, recordando los viejos pronunciamientos fallidos desde 181427. A ojos de los paladines del absolutismo, esta paranoia contra la masonería estaba más que justificada y no era una excepción en la Europa nacida tras las cenizas de Napoleón; como ha demostrado el historiador Josep Fontana, las potencias encargadas de reorganizar el concierto europeo tras el Congreso de Viena creían que una gran conspiración universal se hallaba extendida en sus posesiones, siempre al acecho, y esperando el momento para resquebrajar el orden político al mismo estilo que la Francia de 1789, con un gran revolución que guillotinara sus cabezas y aboliera todos sus notorios privilegios bajo las directrices de las tan temidas sociedades secretas de signo liberal28.

¿Podemos afirmar, al hilo de lo anterior, que algunas de las conspiraciones y pronun- ciamientos habidos en España entre 1814 y 1820 fueron el resultado, sino de la masonería, de las acciones de una misteriosa sociedad secreta -de las “sectas”, según se desprende de la carta dirigida a Fernando VII- radicada en el territorio a partir del Sexenio Absolutista? En multitud de ocasiones este interrogante se ha respondido poniendo en el punto de mira la experiencia histórica del Trienio Liberal y la proliferación de al menos tres sociabilidades clandestinas que compiten por la hegemonía política dentro de las filas del liberalismo, pero creemos que no sirve para dar explicación a cómo una de esas anteriores sociedades secretas no sólo supo mantener una suerte de estructura más o menos estable, aunque primitiva, desde 1816 o 1817, sino también cuál fue su papel en golpe de mano de Riego, el único de los sucesos conspirativos de la época donde su participación ofrece menos dudas.

Las pocas fuentes del Sexenio que han llegado hasta nosotros, en especial las memorias del coronel Juan Van Halen, refieren cómo hacia 1815 se había establecido en Granada un organismo conspirativo encabezado por Eugenio de Palafox y Portocarrero, el Conde de Montijo, a la sazón Capitán General militar de la región: “Granada -dicen las memorias de Van Halen- a fines de 1815, fue la cuna, y en todas las ciudades de España en 1816 y (18)17 se apresuraron a imitarla secundado su ejemplo: tal fue el impulso del descontento general”29. Sin embargo, a pesar de tal supuesta estructura reorganizada por Montijo a partir de diversas logias independientes del todo desconocidas30, apenas podemos afirmar nada más acerca del que fuera el primer organismo conspirativo de la España contemporánea. Para empezar, ni siquiera puede decirse gran cosa de la personalidad del propio conde de Montijo, más allá de su exacerbado pragmatismo político, cuando no vengativo oportunismo personal, tras ser conocido en los mentideros madrileños con el sobrenombre del “Tío Pedro”, disfraz bajo el que una década antes había contribuido a conspirar contra Godoy en el motín de El Escorial de 1807, después de que el valido de Carlos IV ordenara años atrás el destierro del círculo ilustrado de su madre, la entonces condesa de Montijo, María Francisca de Sales y Portocarrero31. Mientras tanto, a la altura de 1816, y fruto de un indulto, el conde era enviado a Málaga y luego puesto al frente de la Capitanía General de Granada; el mando de una región militar bien valía como castigo a su napoleónica adhesión en la pasada guerra contra el francés. Un tanto para lo lógica fernandina, por paradójico que pueda parecer: ten cerca a tus amigos, pero aún más a tus enemigos.

Según constata el historiador Javier Alvarado Planas, este Gran Oriente de Granada, el primero que permite hablar de algo parecido a una masonería española, tenía los días contados; descabezado tras una operación policial y gracias a las diversas redadas del ya muy debilitado Santo Oficio, fiel síntoma de que la organización a la que se perseguía lo era todavía más, parece que de sus cenizas iba a nacer una transcendental decisión: trasladar esa lucha clandestina en favor del cambio político hacia la madrileña capital de la monarquía32. Ahora bien, y muy al contrario de lo que defiende el citado historiador, creemos poco plausible la hipótesis que pretende vislumbrar a la organización granadina como una hidra de varias cabezas que, bajo la gestión de Montijo, tiene perfectamente estructurada una red operativa para conspirar contra el absolutismo a lo largo de toda la costa levantina, con Valencia, Murcia y Cartagena cual centros neurálgicos. Es sabido que las dos primeras tuvieron mucha actividad subversiva en aquellos años, hasta el punto de que en algunas de ellas, como Valencia, se llevaron a cabo pronunciamientos contra el régimen absoluto, pero de ahí a que ese Gran Oriente de Granada fuera el órgano supremo donde todo se perpetraba es a nuestro juicio regalarle una envergadura política que no podía tener, cuando no partir de la base de una conspiración establecida contra el trono y el altar que sólo sirve para cargar de razones el discurso católico y contrarrevolucionario tan magistralmente diseccionado hace décadas por Javier Herrero33. En resumidas cuentas, resulta innegable que los esfuerzos conspirativos de la oposición al régimen van aumentando a medida que llegamos a 1820, así como demasiado poco probable que una sola sociedad, organización o ente supremo se encargara de ello en solitario.

Fue Madrid, como decíamos, el lugar elegido para reanudar los trabajos en contra del régimen fernandino a la altura de 1817. En ese sentido, si hemos de creer al historiador británico Niall Ferguson, la formación de un segundo gran oriente con aspiraciones masónicas decidido a intervenir activamente en la política de la época ahora desde la capital, bien podría interpretarse como una aplicación de la teoría de redes a la dinámica histórica de las revoluciones liberales: “las redes -nos dice Ferguson- no son estáticas, sino dinámicas. Ya sean aleatorias o libres de escala son propensas a las transiciones de fase”34, esto es, son propensas a renacer de sus cenizas aprendiendo de su fracaso y afianzando todavía más su objetivo político: hacer sucumbir el poder absoluto de Fernando VII.

No obstante, parece igual de poco probable que el nuevo organismo clandestino de la capital fuera el epicentro de todas las conspiraciones y pronunciamientos habidos desde 1817 a la llegada del Trienio Liberal. Más bien, las fuentes históricas avalan nada más que una parte activa en el pronunciamiento de Riego dentro de la trama civil encargada de organizar, junto con los militares, el levantamiento del ejército expedicionario en los meses finales de 1819, por mucho que Antonio Alcalá Galiano pretendiera resaltar sobremanera el protagonismo de una sociedad a la que, dicho sea, todo, él mismo pertenecía. Gracias a este camaleónico político liberal podemos saber cómo de divididos estaban los ánimos a las puertas de los preparativos para las acciones del 1 de enero de 1820: mientas que la oficialidad del ejército unía filas en torno a la vuelta del “sacrosanto” código gaditano, desde la sociedad secreta,

nada se hablaba de la Constitución de 1812; nada tampoco de república, en que no se pensaba; nada del Rey o de persona quien pudiese sustituírsele, dejando todo esto al voto de la nación para hora posterior a la de la pelea y la de la victoria35.

De la misma manera, en otro de sus escritos de la época, Alcalá Galiano imputa al propio Riego la iniciativa constitucional tras arengar con ella a las tropas en Cabezas de San Juan, pero ahora sabemos que la actitud del futuro héroe liberal formaba parte de la vertiente militar radical favorable a la Constitución desde al menos el estrepitoso fracaso de la Conspiración del Palmar en el verano de 181936.

Según el viejo liberal, la sociedad apostaba primero por el triunfo de la revolución para sólo después, con las Cortes reunidas, fueran ellas quienes marcaran el rumbo de una nueva España liberal. Bajo esta importante premisa subyace la idea de que la Constitución de 1812 no era ya un texto sagrado para los liberales españoles, sino que, en apenas un lustro, éstos habían adquirido la conciencia de su responsabilidad en el retorno del absolutismo fernandino; en que el radicalismo liberal de 1812 podía ser el responsable, y no el propio Fernando VII, de la vuelta del Antiguo Régimen37.

Atendiendo entonces a la doble trama prevista -civil y militar- para los planes del alzamiento de enero de 1820, parece evidente que fue dentro de la misma sociedad pseudomasónica donde se fraguaron las primeras líneas reformistas con respecto a las características del nuevo orden liberal. No obstante, resulta complejo de explicar cómo el referido Gran Oriente, sin llegar a ser nunca el organismo supremo encargado de guiar el curso revolucionario, logró cosechar un papel tan determinante como para influir decididamente en el universo político hasta el colapso del Trienio tres años después. Así las cosas, ¿no habían conseguido los liberales españoles, tras el acatamiento de la Constitución por Fernando VII en el mes marzo de 1820, con el objetivo supremo de acabar con el absolutismo? Y si en verdad fue así, ¿por qué siguió existiendo una línea política de tintes clandestinos que elevó su contribución mucho más allá del final del Antiguo Régimen?

Solo en los Recuerdos de Antonio Alcalá Galiano encontramos una respuesta a este enrevesado rompecabezas programático:

Pretender que, jurada por el Reyla Constitución, y establecido como gobierno legal el constitucional

-el primero del Trienio, presidido por Agustín de Argüelles-, se hubiese disuelto una sociedad ufana de su triunfo y llena del conocimiento de su poder, es pretender una cosa justa, pero apenas asequible38.

Fieles a su relato, el primitivo gran oriente madrileño de 1816 no sólo no se disolvería después del triunfo revolucionario del año 20, sino que, debido al “conocimiento de su poder” y “ufana de su triunfo”, la sociedad no cesó de extenderse y robustecerse, con Antonio Alcalá Galiano cual valedor y difusor de sus intereses, ante el apremio de las circunstancias históricas:

Suponiendo la revolución detenida en su carrera, pero no terminada, porque tenía a su frente amenazándola a la contrarrevolución enemiga, sin poderse evitar que de nuevo entrasen en pugna, convenía que los constitucionales, no sobrados en número, tuviesen un orden y arreglo interno por el cual estuviesen unidos en fuerte lazo39.

Así, en fomento de la -inexistente- unidad liberal, “la sociedad secreta determinó seguir unida y activa” continuando Madrid como “la residencia del cuerpo”. Se iniciaba para entonces una batalla sin cuartel de la que iban a nacer nuevas sociedades clandestinas que, siempre según la dinámica del periodo, contribuirían a complicar todavía más el complejo mundo de la política en la sombra.

“Una borrachera liberalesca” (1820-1823)

Un ilustre como Marcelino Menéndez Pelayo dejó escrito en su Historia de los heterodoxos españoles que aquellos tres tristes años del siglo XIX fueron el fiel reflejo de una “borrachera liberalesca” de gigantescas proporciones. El desgobierno, las asonadas por doquier, o las pérfidas acciones de las mal llamadas sociedades secretas -“puesto que pública y sabida por todos era su acción eficacísima”- resultaron ser para el polígrafo las principales causas del fiasco del Trienio Liberal40.

En lo que a nosotros atañe, cuando Menéndez Pelayo nos habla de las sociedades secretas del momento se está refiriendo a dos agrupaciones en particular: masones y comuneros, o dicho de otra manera, pseudomasonería, según aquí lo entendemos como gran oriente político, y comunería, esto es, aquella sociedad conocida por hija de la primera, más radical si cabe, además de revestida de un halo místico directamente relacionado con Castilla y los hombres y mujeres del siglo XVI. Esta manera de compartimentar las líneas políticas del momento bajo axiomas que sirven para explicar una determinada realidad histórica introduce un discurso conservador -cuando no decididamente reaccionario- desde el que se interpreta la actividad clandestina de las sociedades secretas como un comportamiento propio de los futuros partidos políticos de tendencia más radical. No en vano, apenas una década más adelante (1837), cuando el sistema parlamentario empezaba a instalarse en España, el primer manual electoral pensado para uso y disfrute de los electores del Partido Monárquico-Constitucional (el futuro Partido Moderado) presentaba la política del Trienio como una anarquía que llevó a los españoles a la guerra civil debido a hallarse “el partido liberal dividido en dos grandes facciones”; o lo que era lo mismo, en dos sociedades secretas:

La frac-masonería (;sic); había hecho la revolución de 1820, y aspiraba a conservar el poder por los mismos medios que lo había adquirido. Un cisma salido de su seno menoscabó su prepotencia, y obligó a la secta a dividir el dominio y la influencia con los comuneros41.

Sin embargo, en contra de la deducción lógica que se extrapola de los relatos precedentes, no solo no parece tan evidente que el dominio de la política perteneciera por completo a las acciones clandestinas de las sociedades secretas, sino que se suele omitirse deliberadamente el nombre de una tercera, denominada Sociedad Constitucional o del Anillo, cuyas relaciones con el liberalismo radical y revolucionario distaban mucho de ser cercanas, más bien todo lo contrario; su surgimiento sólo puede entenderse como una reacción a los supuestos abusos cometidos durante el Trienio desde la bancada más firmemente combativa con los postulados del trono y el altar.

En ese sentido, tenemos sobrados motivos para pensar que la pseudomasonería política del Trienio, organizada en torno al denominado Gran Oriente, estuvo lejos de adscribirse a las líneas más intransigentes en favor del liberalismo, y eso a pesar de que algunos autores como Antonio Alcalá Galiano hablaran de un supuesto plan oculto existente dentro mismo de la sociedad para tener a raya el sistema y a sus enemigos absolutistas42. De un lado, no es que ni siquiera se pueda afirmar ya que tuviera bajo dominio las Cortes liberales en ninguna de sus cinco legislaturas, como dejó dicho el historiador Emilio García de Diego43, sino que, de otro, tan sólo hemos podido rastrear lazos y conexiones con dos de los cinco gobiernos del Trienio Liberal, encabezados respectivamente por Evaristo San Miguel y José María Calatrava en agosto de 1822 y abril de 1823, este último ya como colofón final al régimen ante la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis44.

Por poner un ejemplo, ningún gabinete ministerial llegaría a ser tan duramente criticado por los sectores más radicales y exaltados del liberalismo que el presidido por Evaristo San Miguel ante su política pactista con los enemigos de la revolución; los acalorados debates en los clubes y tabernas de Madrid en torno a la medida para exonerar de sus responsabilidades a los artífices de la contrarrevolución realista del 7 de julio de 1822, o sobre los decretos gubernamentales que limitaban todavía más la libertad de prensa y de asociación, dan buena cuenta de la poca credibilidad revolucionaria de San Miguel y los suyos. El propio Alcalá Galiano, conocido en los mentideros madrileños como un orador radical e intransigente, perdería toda etiqueta de liberal exaltado luego de sus reiteradas defensas del gabinete de Evaristo San Miguel desde la tribuna de la Sociedad Patriótica Landaburiana, un gabinete salido, tal y como él mismo dijo, “de la sociedad secreta a (la) que yo pertenecía”, esto es, el Gran Oriente45.

Pero, sin lugar a duda alguna, la principal evidencia que constituye esa actitud moderada políticamente dentro de las filas del Gran Oriente tiene que ver con la efectiva división del liberalismo español a lo largo del Trienio Liberal y el nacimiento de una nueva sociabilidad clandestina que vio la luz a partir de 1821. En primer lugar, y tiempo antes del triunfo del pronunciamiento de Riego, venían desarrollándose ya dos diferentes maneras de entender el sistema político liberal que debía instalarse tras el colapso del Antiguo Régimen.

En tanto que propulsores de las Constitución de 1812 -conocidos por ello como doceañistas- nuestra primera generación de políticos liberales partían con la legitimidad política y moral, con la batuta, en una palabra, para seguir siendo sus firmes valedores en el momento presente; hombres de prestigio y honor indudable, como Agustín de Argüelles, Diego Muñoz Torrero, el conde de Toreno o Francisco Martínez de la Rosa se postulaban no sólo como los patriarcas del liberalismo español, sino también como los portaestandartes de la Constitución de 1812, en tanto que padres e ideólogos de esta. Pero algo en el espíritu y en la fe política de estos hombres había cambiado desde el desarrollo del Sexenio Absolutista (1814-1820). Ya no eran los políticos ingenuos de las Cortes de Cádiz, y la experiencia del destierro o del presidio tras el retorno de Fernando VII había modulado no poco su primigenio compromiso revolucionario; como dijimos más arriba, habían contraído la creencia de que aquella actitud intransigente de la primera época liberal fue la principal responsable del nuevo triunfo del absolutismo, por lo que no estaban dispuestos a que fuera este mismo comportamiento quien condenara al fracaso el nuevo régimen del Trienio. La revolución ya no debía ser extendida entre los diferentes cuerpos de la sociedad española, sino que era preciso graduar sus ánimos con el objetivo de equiparar la balanza entre lo mínimo deseable y lo máximo imposible.

Por su parte, la segunda hornada de liberales, protagonistas de la revolución del año 20 y de los ánimos más radicales del momento -los veinteañistas, en términos generacionales- se habían convertido paradójicamente en los auténticos valedores de la Constitución de 1812, llegando incluso mucho más allá que sus propios ideólogos de la generación anterior. Según su punto de vista, el texto constitucional era el sacrosanto código del que no debía de separarse ni un ápice el curso de la revolución española; el liberalismo español no sólo no podía ceder para ellos ni un milímetro de terreno a los enemigos realistas, sino que era necesario embeber al grueso mayoritario de la sociedad española de sus ideas provocando de ese modo un radical cambio del país cuyos ecos tenían como precedente supremo la transformación de Francia durante los tiempos de la gran revolución. Según constata una de sus mayores expertas, el rasgo más prototípico de este nuevo liberalismo de 1820 se definía ideológicamente gracias a su carácter “popular, democrático, exaltado y comunero”, al “proponerse que la Constitución de 1812 y la revolución de 1820 no queden en un simple enunciado de buenos propósitos y devengan en realidad, y realidad efectiva”, para lo que existía toda una oleada de nuevos políticos, más jóvenes que los anteriores, dispuestos a llevarlo a cabo, entre quienes se encontraban Álvaro Flórez Estrada, Juan Romero Alpuente -el “Marat español”-, Félix Mejía, Benigno Morales, José María Torrijos46 o Francisco López Ballesteros47.

Si en mayor o menor medida el Gran Oriente liberal estaba compuesto por gente del primer grupo, caso del propio José María Queipo de Llano, el Conde de Toreno, nutrían las filas de la comunería aquellos otros que, descontentos con el rumbo del Trienio en su primer año de existencia y perteneciendo previamente a la referida sociedad secreta, deciden romper de lleno con la pseudomasonería para crear un nuevo organismo desde el cual se defienda la revolución y la Constitución de 1812, de ahí el “cisma” al que se refiere el citado manual electoral del año 1837. Desde algunos de sus principales órganos de expresión, como los periódicos El Zurriago y La Tercerola, esta nueva sociedad, activa ya para 1821, iba a convertirse en la defensora a ultranza de la revolución liberal española, hasta el punto de asumir posturas criptojacobinas y protorepublicanas que pusieron en jaque la estabilidad del sistema de igual modo que a los nostálgicos del Antiguo Régimen. No en vano, los exaltados comuneros fueron más allá que cualquier otro grupo al recurrir constantemente a los motines, las revueltas y algaradas como una forma más, ahora de presión, para hacer política bien contra los liberales tibios del Gran Oriente o bien contra los sectores del realismo; una indudable mística de la violencia que quedó bien patente tras reclamar como un tanto propio el asesinato del cura de Tamajón y confesor de su majestad, Matías Vinuesa, en mayo de 1821. Luego de ser asaltado en su propia celda por una turba, Vinuesa fue degollado a martillazos. Poco tiempo después, El Zurriago publicaba en unos de sus números un canto hacia la variante española de la guillotina, el martillo:

“¡Qué martillito tan bonito!

¡qué medicina sin igual!

tu harás cesar todos los males

como te sepan manejar.

Una varita de virtudes

es el martillo sin dudar

un gorro armado del martillo

al firmamento hace temblar.

Con el martillo se endereza

al que se llega a ladear

al que se aparta de la senda

y al que se quiere extraviar.

Cuando pretendan los malvados

el despotismo entronizar

este martillo puede solo

perpetuar la libertad”48.

Ni que decir tiene la actitud que desde la comunería se tomará contra Fernando VII, a quien se acusa de servir una vez más a la restitución del Antiguo Régimen cual mismo director de orquesta de la contrarrevolución49. Si bien, por muy radicales que pudieran parecer las proclamas de la prensa exaltada, nada tiene que ver la realidad española con lo ocurrido durante la Revolución Francesa. Como bien afirmara el historiador Ignacio Fernández Sarasola, “los pronunciamientos por la inhabilitación del rey constituyen casi un eco de las palabras de Robespierre en el proceso a Luis XVI tras el suceso de Varennes”50. Pero la realidad histórica entre ambos países no pudo ser más distinta: el monarca francés se encontró con la guillotina, mientras que no hubo martillo que impidiera a Fernando VII morir en su cama. En contra de todos los ríos de tinta vertidos por las diferentes historiografías decimonónicas, no existe equivalencia alguna entre actitud crítica con El deseado y el recurso a la solución republicana; en pocas palabras, la monarquía siguió siendo, incluso para los liberales más radicales, la forma de gobierno de España, pues así venía escrito en el sagrado código que con su vida estaban dispuestos a defender, la Constitución de 1812.

Así las cosas, y habiendo sido limitadas en todo momento desde las más altas instancias del sistema, las posibilidades de un gobierno comunero en la España liberal acabaron convertidas en una quimera irrealizable; la aventura de poder del gabinete presidido por Álvaro Flórez Estrada en febrero de 1823 solo fue posible en un Trienio al borde del colapso. Si bien, la “borrachera liberalesca” había comenzado tiempo antes, y en ella también puso muchos de sus empeños una tercera sociedad, quizá por conservadora la menos recordada de todas.

La Sociedad del Anillo o el intento por acabar con la Constitución de 1812

Entre los fondos de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación se conserva un documento muy particular que, compuesto por 22 capítulos y 70 artículos, hizo las veces de acta fundacional de una nueva sociedad nacida para frenar los excesos del liberalismo más revolucionario. Como señala Javier Alvarado Planas, una serie de personalidades muy destacadas de la sociedad española, ante su preocupación “por la anarquía desplegada por el liberalismo exaltado”51, se reúnen para crear en 1821 una nueva organización, conocida desde entonces con el nombre de Sociedad Constitucional o Sociedad del Anillo, según el supuesto anillo que identificaba a sus muy granados miembros.

Son muchos los aspectos interesantes de este Reglamento de la Sociedad Constitucional, en especial su interés por recalcar la ausencia del secretismo en sus acciones, para desmarcarse así del Gran Oriente y de la comunería52, o la defensa de una pedagogía política acorde con los principios de la Ilustración53, pero nada tanto como el listado de “socios” que aparece en sus páginas finales; un total de 104 hombres -a quienes desde entonces se iba a conocer como anilleros- que conforman una suerte de élite política liberal compuesta por aristócratas como el Príncipe de Anglona, Pedro Téllez, su presidente, el duque de Frías, el conde de Floridablanca o los marqueses de Cerralbo y Pontejos, y políticos de indudable alcurnia doceañista, entre los que se encontraban el conde de Toreno, José María Queipo de Llano, Francisco Martínez de la Rosa, Juan Antonio Yandiola y el mismísimo Agustín de Argüelles, a quien las Cortes de Cádiz habían aupado con razón al estatus de padre de la patria.

Parece ser que el origen de esta nueva sociedad se encuentra en las divisiones internas acaecidas dentro del Gran Oriente tras la decisión del primer gobierno del Trienio, presidido por Argüelles, de disolver en agosto de 1820 el ejército que había posibilitado la revolución liberal tras el levantamiento de Riego. Esta medida, matiza el referido Javier Alvarado Planas, pronto resquebrajó la difícil unidad de la pseudomasonería, siendo expulsados de sus filas quienes como consecuencia pasarían a engrosar las de la Sociedad del Anillo: el mismo conde de Toreno y el propio Yandiola, además de los secretarios de despacho que firmaron la orden de disolución, entre ellos Argüelles y Ramón Gil de la Cuadra54. Incluso estos dos últimos, adscritos a la logia madrileña “La Templanza”, fueron declarados masones cismáticos55. Así las cosas, apenas un año después, en el otoño de 1821, tras las algaradas populares producidas en ciudades como Sevilla y Cádiz, y con el referido objetivo de erradicar los desvaríos revolucionarios más radicales, se constituye la Sociedad del Anillo, la tercera sociedad secreta liberal activa durante los años del Trienio, la cual se convertiría en acérrima rival no solo del Gran Oriente, sino fundamentalmente de los comuneros.

Sin duda alguna, lo más llamativo de este primitivo club político estuvo, de un lado, en el inmenso poder que logró conseguir tan solo tres meses después de su constitución, cuando al momento de formarse el tercer gobierno del Trienio, el gobierno de Martínez de la Rosa (febrero- julio de 1822), todos sus miembros ya eran reconocidos anilleros. Pero es justo reconocerle a la Sociedad del Anillo un mérito más significativo: que a pesar de su indudable poder político ha sido hasta tiempos bien recientes la sociabilidad clandestina más desconocida de la España liberal, y posiblemente una de las más poderosas. Como indica una de sus estudiosas, Sophie Bustos, “se trataba de una de las redes clientelares que con más éxito logró su propósito de controlar al régimen que salió de la Revolución de 1820”56, hasta el punto de repartir prebendas entre sus adeptos y también puestos en la administración, cuyo eco no pudo pasar desapercibido ante la opinión pública del momento57.

Además, cual organización clandestina con plena operatividad entre las redes más elevadas del poder, la Sociedad Constitucional o del Anillo nunca cesó en su empeño de erradicar cualquier exceso revolucionario, incluso si para lograrlo había que sacrificar el texto que al menos nominalmente parecían defender, la propia Constitución de 1812. Muy tímidas y sin recorrido en el caso del Gran Oriente, como ya vimos, las pulsiones reformistas respecto de la obra magna de las Cortes de Cádiz están presentes desde, cuando menos, el retorno absolutista de 1814. Pero la propuesta de los anilleros, en tanto en cuanto va a sugerir su fin político, se constituye como premisa principal de lo cerca que estuvo el liberalismo moderado español de transformarse en conservador antes de la muerte de Fernando VII. El referido proyecto, desde luego, iba mucho más lejos de establecer un Senado como segunda cámara que contrarrestase a las Cortes; ahora era preciso “reformar el código constitucional, demasiado vicioso y democrático y asegurar en España un gobierno representativo a imitación del de Francia o Inglaterra”58. En pocas palabras, los 104 socios de la distinguida sociedad entendían que era el momento de que el Trienio tomase “un rumbo conservador”59.

Para poner en marcha su plan político, los anilleros contaron con la ayuda no sólo del propio rey, sino también de las principales potencias europeas, quienes seguían de cerca la suerte de España. En ese sentido, durante la primavera de 1822 se celebraron por doquier decenas de reuniones extraoficiales con los embajadores de Rusia y Francia. Si hemos de creer a Emilio La Parra, Fernando VII mantuvo una fluida correspondencia con Pelletier de la Garde, a la sazón embajador de Luis XVIII de Francia, quien por primera vez le sugiere cómo imponer el proyecto anillero a través del uso de la fuerza, en una clara alusión al golpe de Estado de Napoleón el 18 de brumario (9 de noviembre de 1799)60. Siguiendo los consejos del embajador, y contando con el auxilio de políticos afines a la causa, como había ocurrido con Emmanuel J. Sieyès en Francia, el rey encomendó al entonces jefe anillero del ejecutivo, Martínez de la Rosa, la redacción de una nueva constitución “para imponerla al país un día por medio de un golpe de fuerza”. Y todo parece indicar que, en esta “turbia operación política” cuyos tintes todavía no son claros, Martínez de la Rosa aceptó su parte del trato61.

Sin embargo, se desconoce qué pudo fallar en el plan para que Fernando VII desechase el texto de Martínez de la Rosa inclinándose así por la contrarrevolución realista del 7 de julio de 1822, cuyo fracaso nos es conocido. Si bien, a partir de agosto, con la caída del gabinete afín, la Sociedad de Anillo va a desaparecer prácticamente del escenario político, dejando el terreno allanado al Gran Oriente y a la comunería. Con todo, para el verano de 1822, la suerte del Trienio Liberal estaba ya más que echada, y los franceses, ahora comandados por el duque de Angulema, a menos de un año de invadir otra vez España. Con mejor suerte que en 1808, para desgracia de nuestros liberales.

Conclusiones

A lo largo de estas páginas hemos pretendido realizar un acercamiento hacia la consecución, por primera vez en la historia de España, de una nueva forma de hacer política que, bajo el difuso mundo de la clandestinidad, hubo de gravitar entre dos sistemas políticos antagónicos el uno del otro, como fue en primer lugar el Sexenio Absolutista (1814-1820) y después el conocido Trienio Liberal (1820-1823).

En ese sentido, tras el retorno del absolutismo fernandino en 1814, que puso fin a la obra de las Cortes de Cádiz, tiene lugar el nacimiento de una forma de sociabilidad política secreta dispuesta a hacer saltar por los aires las murallas del recién restituido Antiguo Régimen. Erróneamente identificados con la masonería, la gran nómina de pronunciamientos militares y civiles contra Fernando VII son el fiel reflejo de cómo la Constitución de 1812 había abierto en España las puertas a otra forma de hacer política que, siendo sus principales artífices liberales perseguidos y proscritos, hizo de las reuniones secretas y de los preparativos insurreccionales el eje motriz bajo el que fue posible el establecimiento del Trienio Liberal. Sin embargo, como hemos podido comprobar, la existencia de una hidra revolucionaria que todo lo controlaba, así como de un gran oriente pseudomasónico, del cual nacían todas las tentativas revolucionarias adolece de pruebas históricas serias y fiables. Más al contrario, mientras las fuentes históricas no lo avalen, sólo es posible rastrear sus lazos en el pronunciamiento de Riego de 1820, y además desde una participación civil reducida y dispuesta a la introducción de reformas en el otrora sacrosanto código gaditano.

La llegada del Trienio Liberal, por tanto, viene viciada en origen por el excesivo papel que la historiografía decimonónica otorgó a esta sociedad secreta que a su juicio fue capaz de dominar absolutamente la política desde la sombra. Y su partición un año más tarde en otra sociedad clandestina todavía más radical, la Confederación de Comuneros Españoles, no es sino la constatación de lo divida que estuvo la familia liberal en nuestra segunda experiencia constitucional; así lo dijo, por ejemplo, Marcelino Menéndez Pelayo cuando hablaba de la “borrachera liberalesca”. No obstante, es preciso equilibrar la balanza y repartir las culpabilidades en su justa medida. Tan responsables del colapso del Trienio fueron los liberales y sus divisiones internas como Fernando VII y sus siempre fieles grupos realistas, capaces de llevar a cabo por la fuerza un golpe de Estado en el verano de 1822. Ni que decir del importante papel desempeñado por una tercera organización clandestina menos conocida, la Sociedad del Anillo, que fue mucho más lejos que sus dos rivales a la hora de dar un cambio de rumbo al sistema, incluso si para ello preciso sacrificar la propia Constitución que había inaugurado la libertad en España.

Con todo, para terminar, y volviendo sobre las tesis del veterano historiador de la masonería José Antonio Ferrer Benimeli, masón y liberal eran todavía para esta época dos circunstancias muy poco equivalentes. Y las sociedades secretas de la España del momento, eran mucho más liberales que masónicas.

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1 Antonio María García Blanco, Memorias de un cura liberal exaltado (1800-1889) (Osuna, 1887).

2Juan Van-Halen Acedo, Memoria secreta del Hermano Leviatán (Barcelona: Plaza & Janes Editores, 1988).

3Para una visión de conjunto sobre cómo se fue articulando el discurso antimasónico de Barruel en Francia, véase Jeremy D. Popkin, El nacimiento de un mundo nuevo. Historia de la Revolución francesa (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2021), 526-527.

4Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, La monarquía doceañista (1810-1837) (Madrid: Marcial Pons, 2013), 75.

5Miguel Artola, La España de Fernando VII (Barcelona: Planeta Deagostini, 2007), 409.

6Stanley G, Payne, Ejército y sociedad en la España liberal, 1808-1936 (Madrid: Ediciones Akal, 1976); José Cepeda Gómez, El ejército español en la política española (1787-1843): conspiraciones y pronunciamientos en la España liberal (Madrid: Fundación Universitaria Española, 1990).

7José Luis Comellas, Los primeros pronunciamientos en España (Madrid: CSIC, 1958).

8Josep Fontana. La quiebra de la monarquía absoluta (1814-1820) (Barcelona: Ariel, 1978); Josep Fontana. La crisis del Antiguo Régimen, 1808-1833 (Barcelona: Crítica, 1983).

9Emilio La Parra y María Ángeles Casado Sánchez, La Inquisición en España: agonía y abolición (Madrid: Los Libros de la Catarata, 2013).

10No es este el lugar para ofrecer un listado de las diferentes obras de tinte historicista liberal, nacional-católico o de ideología republicana que se han encargado de construir diferentes relatos y discursos alternativos sobre la historia de España. No obstante, animamos al lector a la consulta, a través de viejos tomos o desde la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España (BNE), de muchos de los textos que llevan la firma de las siguientes figuras y personalidades de nuestro siglo XIX: Antonio Alcalá Galiano, Manuel Marliani, Estanislao Kostka de Bayo, Modesto Lafuente, Vicente de la Fuente, Fernando Garrido, Francisco Pi y Margall o Marcelino Menéndez Pelayo, sólo por citar a las más sobresalientes

11De la misma manera, el curioso lector haría bien en acercarse a las obras y monografías del veterano historiador José Luis Comellas, también el más sobresaliente en este sentido.

12Por poner un ejemplo en particular, tal y como refiere el eclesiástico e historiador católico Vicente de la Fuente, los hilos masónicos serían responsables ya del primer atentado contra la autoridad absoluta del rey que tuvo como protagonista al militar Francisco Espoz y Mina. Véase Vicente de la Fuente, Historia de las sociedades secretas antiguas y modernas en España, y especialmente de la francmasonería. Tomo I (Madrid: Imprenta a cargo de R. D. P. Infante, 1874), 173.

13Archivo General de Palacio (AGP), Papeles reservados de Fernando VII, Noticia acerca de las sociedades secretas organizadas en España hasta el año 1823 y sobre las de Cataluña en particular, t. 67, fols. 216-217.

14Archivo General de Palacio (AGP), Papeles reservados de Fernando VII, Noticia acerca de las sociedades secretas organizadas en España hasta el año 1823 y sobre las de Cataluña en particular, t. 67, fols. 216-217.

15Para un acercamiento a esta cuestión, véase Dévrig Mollès. La invención de la Masonería. Revolución cultural: religión, ciencia y exilios (Buenos Aires: Editorial de la Universidad de la Plata, 2015).

16La postura de Ferrer Benimeli al respecto no es sino la misma línea de trabajo que viene defendiendo desde hace 40 años, cuando empiezan a ver la luz en España los primeros estudios académicos sobre la historia de la masonería. “En el caso español —dice este incansable historiador—, todavía está por probar que el pronunciamiento de Mina en 1814, que la llamada conspiración del triángulo de 1816, la conspiración constitucional fallida de 1819 e incluso el pronunciamiento de Riego en 1820 fueran obra de la masonería o de presuntos masones, como se viene repitiendo sin documentación fidedigna que lo avale, ya que en última instancia la única bibliografía usada por unos y otros está viciada en su origen”. Véase José Antonio Ferrer Benimeli, “Utopía y realidad del liberalismo masónico. De las Cortes de Cádiz a la Independencia de México”, en 300 años Masonerías y masones. Tomo I: Migraciones, eds. Ricardo Martínez Esquivel, Yván Pozuelo Andrés y Rogelio Aragón (Oviedo: Editorial Masónica.es, 2018), 55.

17Alberto Gil Novales, El Trienio Liberal (1820-1823), ed. de Ramón Arnabat (Zaragoza: Unizar, 2020).

18Manuel Chust y Pedro Rújula, El Trienio Liberal, revolución e independencia (1820-1823) (Madrid: Los Libros de la Catarata, 2020).

19Pedro Rújula e Ivana Frasquet (coords.), El Trienio Liberal (1820-1823): una mirada política (Granada: Editorial Comares, 2020)

20Francisco Carantoña Álvarez, “Nuevas miradas sobre la revolución europea del siglo XIX, 1820-1823”, Pasado y memoria. Revista de Historia Contemporánea 22 (2021): 11-18.; Francisco Carantoña Álvarez, “La historiografía sobre el Trienio Liberal: entre el estigma del fracaso y el enfoque militante” Pasado y memoria. Revista de Historia Contemporánea 22 (2021): 19-52.

21Jordi Roca Vernet, “Sociedades patrióticas”, En El Trienio Liberal (1820-1823): una mirada política, coords. Pedro Rújula e Ivana Frasquet (Granada: Editorial Comares, 2020), 239-262

22Alberto Gil Novales, Las sociedades patrióticas (1820-1823): las libertades de expresión y de reunión en el origen de los partidos políticos (Madrid: Tecnos, 1975)

23Marta Ruiz Jiménez, El liberalismo exaltado: la Confederación de Comuneros Españoles durante el Trienio Liberal (Madrid: Fundamentos, 2007).

24Francisco Javier Díez Morras, “Masonería y revolución liberal en España: la Confederación de Comuneros”, REHMLAC+ 2, no. 11, (2019): 1-27, https://doi.org/10.15517/rehmlac.v11i2.38480.

25Sophie Bustos, “El poder en la sombra: la Sociedad del Anillo en el Trienio Liberal (1820-1823)”, en Poder, contrapoder y sus representaciones. XVII Encuentro de la Ilustración al Romanticismo: España, Europa y Cádiz (1750-1850), eds. Alberto Ramos Santana y Diana Repeto García (Cádiz: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 2017), 151-166.

26Archivo General de Palacio (AGP), Papeles reservados de Fernando VII, Carta anónima dirigida a Fernando vii para defender la masonería pura, t. 67, fol. 294.

27Emilio La Parra, Fernando VII: un rey deseado y detestado (Barcelona: Editorial Tusquets, 2018), 375

28Josep Fontana, De en medio del tiempo: la segunda restauración española, 1823-1834 (Barcelona: Crítica, 2006), 14-15.

29De la misma manera, el coronel se atreve incluso a presentarnos un relato sociológico de las personas que supuestamente integrarían sus filas: “Muchas personas, de un carácter eminente, tanto civiles como militares, ya adormecidas al principio con el aparato y brillo del poder, ya intimidadas con el terror de los tribunales, unos y otros desengañadas del extravío doloroso del monarca, salieron todas de su letargo, y acordándose de los deberes que le imponía la calamidad pública, presagiaron con su cooperación el más juicioso y acertado éxito”. Véase Juan Van Halen, Memorias del coronel don Juan Van Halen, jefe de Estado Mayor de una de las divisiones del general Mina, en 1822 y 1813, o relación circunstanciada de su cautividad en los calabozos de la inquisición, su evasión, su emigración y viajes por Rusia, Inglaterra, América, etc. Escrita por el mismo (París: Librería de Lecointe, 1836), 17-18.

30Juan Gay Armenteros y Cristina Viñes Millet, Historia de Granada: IV, la época contemporánea. Siglos XIX y XX (Granada: Editorial Don Quijote, 1982), 113.

31Emilio La Parra, Manuel Godoy, la aventura del poder (Barcelona: Tusquets, 2002), 388-389.

32Javier Alvarado Planas, Masones en la nobleza de España. Una hermandad de iluminados (Madrid: La Esfera de los Libros, 2016), 117

33Javier Herrero, Los orígenes del pensamiento reaccionario español (Madrid: Alianza, 1988).

34Niall Ferguson, La plaza y la torre, el papel oculto de las redes en la historia: de los masones a Facebook (Barcelona: Editorial Debate, 2018), 76.

35Antonio Alcalá Galiano, Memorias de D. Antonio Alcalá Galiano, publicadas por su hijo, tomo I (Madrid: Imprenta de Enrique Rubiños, 1886), 432.

36Por lo demás, la animadversión —y la envidia— que Galiano sentía por la figura de Riego es bien visible en esta obra. Véase Antonio Alcalá Galiano. Apuntes para servir a la historia del origen y alzamiento del ejército destinado a ultramar en 1 de enero de 1820 (Madrid: Imprenta de Agudo y Compañía, 1821) 69.

37Para un acercamiento a los hechos de julio de 1819, véase el monográfico estudio del siguiente -y sobresaliente- historiador: Francisco Varo Montilla, La causa del Palmar. Conspiración y levantamiento de 1819 (Madrid: UNED, 2009). Como indica el historiador Ignacio Fernández Sarasola, los años de clandestinidad del Sexenio Absolutista cambiaron la forma que tenían los liberales españoles de interpretar su propia realidad política; en pocas palabras, se hicieron conscientes de “que el radicalismo de 1812 había sido, en buena medida, la causa del despotismo vivido desde 1814”. Véase Ignacio Fernández Sarasola, Poder y libertad: los orígenes de la responsabilidad el ejecutivo en España (1808-1823) (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2001) 508.

38Antonio Alcalá Galiano, Recuerdos de un anciano (Madrid: Librería de Perlado, Páez y Cía, reedición de 1913), 368. El subrayado es nuestro

39Alcalá Galiano, Recuerdos de un anciano, 369.

40Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, tomo II (Biblioteca Virtual de Polígrafos, Fundación Ignacio Larramendi, reedición en línea de 2009), 123-124

41Andrés Borrego, Manual electoral. El uso de los electores de la opinión monárquico-constitucional (Madrid: Imprenta de la Compañía Tipográfica, 1837) 8-9

42Según Galiano, el mencionado plan pasaba por constituir cuatro firmes poderes: “Uno oculto y masónico; otro público y revolucionario; otro legítimo y que obrase por las vías legales; otro, en fin, material, y cuya fuerza consistiese en las armas. De lo primero habían de encargarse las logias del reino, concertándose para el intento; para lo segundo habían de contribuir las sociedades patrióticas, los impresos, y especialmente los periódicos y los cuerpos que con el título de la Milicia Nacional, con arreglo a la Constitución, debían formarse y se iban formando; lo tercero era obra del ministerio y de las Cortes que iban a ser elegidas, y lo cuarto había de buscarse en la conservación y aumento de los Ejércitos, cuyo alzamiento había producido la mudanza del gobierno”. Véase Alcalá Galiano, Memorias de D. Antonio Alcalá Galiano, publicadas por su hijo, 70.

43Además de que no existiera en ningún momento “una representación de la masonería” (léase Gran Oriente) en lo que hoy entenderíamos como comportamiento o doctrina de “partido”. Véase Emilio García de Diego, “Aproximación al estudio de posibles masones en 1823”. En La masonería en la España del siglo XIX, coord., José Antonio Ferrer Benimeli (Junta de Castilla y León, Consejería de Educación y Cultura, 1987), 457-463

44Ambos gabinetes ejecutivos fueron duramente criticados por el sector más radical del liberalismo, especialmente Y de ello damos cuenta en el siguiente trabajo: Sergio Ceballos Coz, Una vía clandestina en el liberalismo español: la formación de sociabilidades políticas en la crisis del Antiguo Régimen (1814-1823) (Santander: Trabajo de Fin de Máster en Historia Contemporánea por la Universidad de Cantabria, 2020), 71-76.

45En palabras de Raquel Sánchez García, su biógrafa, la popularidad de Galiano “se fue a pique definitivamente en la sesión del 24 de noviembre, cuando solicitó que la censura que la ley permitía a las acciones políticas por medio de la prensa, se extendiera a las personas”. Raquel Sánchez García, Alcalá Galiano y el liberalismo español (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2005), 123.

46De quien se acaba de publicar en fechas recientes, por cierto, una biografía acerca de su más que agitada vida. Véase Manuel Alvargonzález Fernández, José María de Torrijos y Uriarte. Más allá del cuadro de Gisbert (Madrid: Silex Ediciones, 2021).

47Marta Ruiz Jiménez, El liberalismo exaltado, 15

48Es citado en Álvaro París Martín, “Milicia nacional”, en El Trienio Liberal (1820-1823). Una mirada política, coords. Pedro Rújula e Ivana Frasquet (Granada: Editorial Comares, 2020), 235.

49Emilio La Parra, Fernando VII, 399-401

50Ignacio Fernández Sarasola, Poder y libertad, 609

51Javier Alvarado Planas, Masones en la nobleza de España, 155

52“En esta Sociedad —dice el artículo 63, titulado “de la publicidad”— no hay secreto, misterio, ni manejo oculto; y aunque las sesiones de sus juntas no sean a puerta abierta, sus resultados pueden ser comunicados, publicados y sabidos de todos”. Véase Reglamento de la Sociedad Constitucional (Madrid: Imprenta de don José del Collado, 1821), 18.

53“El objeto de esta sociedad es instruirse recíprocamente los individuos que la componen, y publicar sus trabajos para cooperar a la ilustración general”. Reglamento de la Sociedad Constitucional, 3.

54Alvarado Planas, Masones en la nobleza de España, 155.

55Alvarado Planas, Masones en la nobleza de España, 155.

56Sophie Bustos, “Revolución, clientelismo y represión: algunas consideraciones sobre el liberalismo en el Trienio Constitucional (1820-1823)”, en La corrupción política en la España Contemporánea, coord. Borja de Riquer, Joan Lluís Pérez Francesch, Gemma Rubí, Luís Ferrán Toledano y Oriol Luján (Madrid: Marcial Pons Historia, 2018), 513.

57Para el historiador Alberto Gil Novales, quizá de una manera un tanto exagerada, habiendo sido “fundada por aristócratas y altos empleados y sus clientelas, esta sociedad profundamente reaccionaria acabará por tener en sus manos el dominio total del país”. Véase Alberto Gil Novales, Las sociedades patrióticas (1820-1823), 47.

58Archivo General de Palacio (AGP), Papeles reservados de Fernando VII, Noticia acerca de las sociedades secretas, t. 67, fol. 217.

59Sophie Bustos, “El 7 de julio de 1822: la contrarrevolución en marcha”, Revista Historia Autónoma 4 (2014): 141

60La Parra, Fernando VII, 411-412

61La Parra, Fernando VII, 412.

Recibido: 13 de Abril de 2023; Aprobado: 18 de Mayo de 2023

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