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Revista Electrónica Educare

On-line version ISSN 1409-4258Print version ISSN 1409-4258

Educare vol.19 n.2 Heredia May./Aug. 2015

 

Visión del trabajo docente en el ámbito de la evaluación, que comienza a construir el profesorado en formación, a partir del uso de incidentes críticos en los procesos de formación práctica

Initial Awareness as Perceived by a Group of Senior Students Majoring in High School Teaching in regards to their Own Teaching Process Focused on Assessment Activities

Gerardo Ignacio Sánchez-Sánchez1*, Ximena Elizabeth Jara-Amigo2*

Resumen

Desarrollado en un campus regional de una universidad, ubicada a 200 millas al sur de Santiago de Chile, el estudio se enfoca en la visión inicial de su trabajo docente en educación media, que comienzan a construir desde el aula 50 estudiantes de las carreras de Pedagogía en Lengua Castellana; Historia; y Matemáticas. El enfoque cualitativo adoptado se apoya en la teoría fundamentada. Y la estrategia utilizada fue el incidente crítico, para recoger la información proporcionada, luego de su primer período de práctica como docentes en distintos liceos. Los resultados evidencian las funciones de la evaluación como especialmente destacadas para el mejoramiento de sus actividades docentes, centradas en el proceso de aprendizaje de su estudiantado. Sin embargo, la universidad debería enfatizar, además, la presentación de desafíos vinculados con la realidad, para poner en contexto capacidades, procedimientos y esquemas establecidos teóricamente, que en su trabajo profesional enfrentarán.

Palabras claves. Formación inicial, práctica, trabajo docente, evaluación, reflexión.

Abstract

Developed in a regional campus of a university located 200 miles south of Santiago de Chile, the research showed the initial awareness of 50 senior students majoring in three High School Teaching Training Programs: Spanish Language; History; and Math, in regards to their own teaching process The qualitative approach used in this research is supported by the grounded theory. The critical incident technique was used to obtain the information about the individuals mentioned above, after their first period as in-practice High School teachers. Results show that the assessment teaching functions are mostly mentioned as essential to improve their teaching activities focused on the learning process of high school students. However, Teacher Training Programs should also emphasize real challenges and the abilities that a teacher must successfully develop during the process, instead of mainly focusing on measurement instruments and theoretical outlines

Keywords. Initial training teacher program, practice, teaching experiences, assessment, self-awareness.

Los modelos actuales de formación inicial de profesorado otorgan una función central a las experiencias de inserción en centros educacionales. “La formación práctica ofrece a los futuros profesores oportunidades para asumir un rol protagónico y, desde allí, comprender y desarrollar las competencias involucradas en el ejercicio profesional” (Montecinos, Solís, Contreras y Rittershaussen, 2009, p. 47), en el trabajo docente.

En un proceso de alta complejidad más allá de las condiciones generadas durante la formación; “la presión del ‘buen desempeño’ que el entorno les impone provoca en los estudiantes altos niveles de incertidumbre y temores, despertando múltiples interrogantes sobre si poseen las competencias requeridas en un buen profesor” (Fuentes, Vásquez y Vergara, 2011, p. 49); y en definitiva, si logran comprender la naturaleza del trabajo docente, no desde visiones normativas o ideales, sino más bien desde lo que efectivamente realizan considerando los contextos reales de inserción, con variables asociadas a: tiempo de trabajo, el número de estudiantes, el contenido a impartir y su naturaleza, los recursos disponibles, las relaciones con los pares, los requerimientos administrativos, etc.

En ese escenario, la universidad en el contexto regional ha definido un modelo de formación práctica, donde los espacios curriculares brindan al estudiantado la oportunidad de ir asumiendo progresivamente los requerimientos propios del trabajo docente.

Profundizar en este escenario, estudiando las opiniones de los propios practicantes al respecto, validando así su experiencia en las instancias de práctica y lo que ellos mismos han relevado como características de un buen trabajo docente en el ámbito de la evaluación tiene como propósito ofrecer información útil al personal formador de docentes respecto a cómo mejorar y estructurar espacios e interacciones que provean las condiciones, para su adecuado desempeño profesional futuro (Sánchez y Jara, 2014, p. 4).

Si la enseñanza es una actividad que se manifiesta en concreto en el ámbito de las interacciones humanas; y si la formación inicial se perfila como el primer punto de acceso al desarrollo profesional, el contexto de estudio lo constituyen los procesos de formación práctica en establecimientos educacionales de distinta dependencia de la región del Maule, los sujetos están representados por estudiantes en práctica, y el objeto de estudio, la visión que comienzan a desarrollar del trabajo docente, en el ámbito de la evaluación del aprendizaje.

Una “buena” formación y desarrollo profesional en ocasiones se presentan distantes de la realidad del aula, tal cual lo confirman los procesos de INICIA e incluso el Sistema Nacional de Evaluación del Desempeño o el diagnóstico elaborado por el mismo Informe del Panel de Expertos. En consecuencia, no se asegura en todas las personas egresadas un conjunto de competencias que les habiliten para el ejercicio profesional, y para incidir favorablemente en los niveles de calidad y equidad que rodea nuestro sistema educativo.

En la necesidad de vincular dos hitos del proceso, la formación inicial docente y la inserción al espacio escolar, requerimos una formación/docencia en diálogo con el lenguaje de la práctica, es decir, que facilite la tarea de aprender a enseñar, que haga efectiva la apropiación del rol. Desde ese punto de vista, la investigación asume una relevancia práctica, en tanto pretende tomar distancia de las tendencias comparatista, abstracta y normativa, y de aquellas que refieren exclusivamente a lo que el personal docente debería o no hacer, interesándose por lo que en realidad hace y de cómo comienza a forjar imágenes respecto al trabajo docente. Además, procura aportar información respecto a dos mundos que la investigación ha mantenido en distancia y desconfianza permanente: el mundo de la teoría y el de la práctica, abriendo perspectivas de diálogo a fin de explorar pistas en el contexto regional, susceptibles de enriquecer la formación inicial docente, favoreciendo, así, la transición a la inserción laboral.

La dimensión del trabajo docente que nos interesa significar es el de la evaluación, pues alrededor de ella se articula todo el trabajo escolar, condicionando el qué, cómo y cuándo se enseña.

Marco teórico

Si bien en nuestro país parece existir una visión compartida de la distancia entre la preparación que reciben el futuro profesorado y las demandas profesionales a las que deberá responder, contamos con poca evidencia empírica generada en el contexto regional. Pensamos, entonces, que las críticas formuladas a una formación inicial de docentes en términos de “divorcio entre la teoría y la práctica, la fragmentación del objeto de la formación en un currículum mosaico, la ruptura entre la formación en las disciplinas específicas y la formación pedagógica, la compleja relación con la escuela” (Davini, 1995, p. 100) se constituyen en factores de oportunidad para repensar que se está haciendo y cómo avanzar, prestando así más atención al desarrollo de los aspectos evolutivos del proceso de aprender a enseñar; proceso orientado a desarrollar las competencias para desarrollar el trabajo docente, y asegurar un desempeño adecuado.

Mirado en perspectiva, podemos pensar que un profesional debería ser capaz de analizar situaciones complejas apoyándose en varios criterios de lectura, elegir, de forma rápida y consciente, las estrategias que mejor se adapten a los objetivos y a las exigencias éticas, analizar de manera crítica sus propias acciones y los resultados de estas, entre otras (Paquay, Altet, Charlier y Perrenoud, 2010). Sin embargo, este dominio de conocimientos profesionales diversos debe ser complementado con esquemas de acción y actitudes que finalmente se mezclan en el ejercicio de la profesión. Es decir, con habilidades, que desde la perspectiva de Anderson (1986), en Altet (2010), aluden a los “conocimientos, las habilidades y actitudes necesarias para el funcionamiento de las tareas y roles” (p. 41) y con la idea de un maestro entendido como “profesional de la articulación del proceso de enseñanza-aprendizaje en situación; un profesional de la interacción de los significados compartidos” (Anderson,1986 en Altet, 2010, p. 38).

Reconocemos que la preparación docente constituye un proceso de formación orientado hacia alguna concepción de ser humano, cuyos extremos van desde el academicismo, que pretende formar seres humanos que vibren cognitivamente en el marco de una disciplina, hasta el operacionalismo, que busca desarrollar seres humanos competentes para desempeñarse eficazmente en el mundo, en definitiva dos miradas que constituyen polos opuestos del eje pensamiento-acción (Barnett, 2001).

Superando estas miradas “excluyentes” o “reduccionistas” y recuperando el carácter por definición humano de la docencia que, en definitiva no se correspondería con la concepción operacional y la académica en tanto representativas de mundos cerrados, respectivamente, el del hacer instrumental y el del saber formal, requerimos una concepción de docencia centrada en una acción verdaderamente humanizante (Habermas, en Barnett, 2001), capaz de reconocer el carácter interaccional de nuestro trabajo.

Esto implica una formación inicial que tome como objetivo guía una concepción del ser humano y, por tanto, de docencia capaz de colaborar efectivamente con el mundo de la vida, aportando un sentido diferente a la formación. Ello establece demandas al proyecto formativo universitario, a la acción formativa propiamente tal, a la cultura escolar, al rol profesional y al rol formador.

En ese sentido, un programa de formación debe sustentarse en una clara vinculación con el mundo de la vida, con la complejidad que rodea las situaciones e interacciones sociales que encierra la docencia y la naturaleza compleja de las habilidades docentes y los contextos de movilización de estas, así como las exigencias desde el punto de vista de los dispositivos requeridos. Superando, como lo sostiene Tardif (2004), la idea de formación entendida como oficio moral.

Así, podemos concluir destacando la importancia de crear, en la etapa de formación, condiciones que le permiten al profesorado en formación desarrollar sus habilidades profesionales a partir de la práctica (en la medida que esta constituye el punto de partida y el soporte de su reflexión), y a través de ella (este, frente a la realidad que se le resiste, se posiciona como actor, es decir, como alguien que puede manejar las características de la situación, experimentar nuevas conductas y descubrir las soluciones mejor adaptadas a la situación) (Charlier, 2010). En ese escenario se inscribe la naturaleza de la enseñanza y del auténtico trabajo docente, que tendría que encontrar eco en la vinculación de la universidad y la escuela, entre teoría y práctica, a partir de instancias decididas de encuentro, diálogo, comprensión y reflexión, que permitan a los sujetos en formación ponderar situaciones, contextos y sujetos, y tomar decisiones, progresivamente, más congruentes y consistentes con las demandas del marco curricular, las características y necesidades de sus estudiantes y los requerimientos del marco sociocultural.

De lo que se trataría es de evitar el peligro de una formación inicial con declaraciones de intención respecto a la educación que finalmente no se corresponden con los contextos reales de trabajo docente. Reconociendo estas tensiones, brechas o peligros, se requieren condiciones que faciliten la presencia de “vasos comunicantes entre el capital activo producido en la práctica y el capital pasivo del conocimiento comunicado en la formación” (Davini, 1995, p. 125).

Lo anterior, dado que enseñar es utilizar una determinada tecnología y es una práctica concreta, situada siempre en un ambiente de trabajo, que consiste en coordinar diferentes medios para producir unos resultados educativos, en el interior de un determinado contexto (Tardif, 2004). Lo particular de esta tecnología asociada a la enseñanza es que se trataría de una actividad humana, un trabajo interactivo, o sea, un trabajo basado en interacciones entre personas. Por lo tanto, una visión formativa del trabajo docente para la cual se debe preparar al futuro profesorado es aquella que nunca deja de lado “las condiciones y las limitaciones inherentes a la interacción humana, en especial las condiciones y las limitaciones normativas, afectivas, simbólicas y también, claro está, las vinculadas a las relaciones de poder” (Tardif, 2004, p. 87).

Si la enseñanza es una actividad que se manifiesta en concreto en el ámbito de las interacciones humanas y lleva consigo, inevitablemente, la señal de las relaciones humanas que la articulan; y si la formación inicial constituye el primer punto de acceso al desarrollo profesional, habrá que concluir respecto a los dispositivos susceptibles de instalar, si se trata de favorecer esta toma de conciencia en el profesorado en formación, inclinándonos en este caso por la escritura, representada en el incidente crítico. “La escritura permite poner una distancia, construir representaciones, construir una memoria, volverse a leer, completarse, avanzar en interpretaciones y preparar otras observaciones” (Perrenoud, 2010, p. 296).

El ejercicio de escritura por el cual se ha optado es el incidente crítico, el que se define como narración y análisis de ciertas situaciones en las que se detalla el contexto, la problemática y las posibles causas y soluciones. Desde la perspectiva de Rosales (1990), permite conocer cuáles son, a juicio del individuo practicante, las situaciones especialmente significativas con que se encuentran en su primer periodo de contacto con la realidad de la enseñanza; sirve de punto de partida para el debate intelectual y la reflexión, con utilización de principios teóricos de interés pedagógico y didáctico; constituye un instrumento para la estimulación de su capacidad de decisión, especialmente cuando se presenta a modo de problemas didácticos, para los que es preciso encontrar soluciones óptimas.

Desde el trabajo con incidentes críticos se pretende preparar a estudiantes para una determinada, pero importante exigencia de la actividad del profesorado en la enseñanza: su juicio sobre la situación que se enfrenta y el desarrollo de su actividad.

Una dimensión del trabajo docente que buscamos reportar es el de la evaluación. La evaluación es una consecuencia natural del aprendizaje. Proceso, este último, que exige tomar decisiones iniciales preactivas, interactivas y postactivas para asegurar las condiciones que posibiliten la adquisición de saberes de distinta naturaleza. Por lo tanto, concebimos la evaluación del aprendizaje como proceso de la práctica educativa que permite al grupo docente “tomar distancia” para recoger información sobre los aprendizajes escolares alcanzados por el alumnado y, desde ahí, tomar decisiones diversas tales como: determinar los puntos de partida del aprendizaje; adaptar la planificación de aula; lograr que sus estudiantes tomen conciencia de sus aprendizajes previos; adecuar el proceso a las características –éxitos y errores– de sus estudiantes, sintonizar con facilitadores y obstaculizadores contextuales; certificar aprendizajes, entre otras (Ballester, 2000). “Una propuesta evaluativa válida es aquella que es inherente y consustancial a cada aprendizaje y que ya no es posible entender ‘un aprendizaje sin evaluación y una evaluación sin aprendizaje’ ” (Ahumada, 2001, p. 17).

En ese contexto, la evaluación está llamada a desempeñar un papel determinante en el clima y contenido del encuentro didáctico al que debe conducir el proceso de enseñanza-aprendizaje, pues: “La evaluación se ha convertido en la clave que facilita la comunicación entre el docente y el alumno, es decir, en el vehículo para la aproximación progresiva de las representaciones que sobre los contenido tienen el aprendiz y su maestro” (Castillo, 2003, p. 11).

Conceptualizarla como práctica quiere decir que estamos ante “una actividad que se desarrolla siguiendo unos usos, que cumple múltiples funciones, que se apoya en una serie de ideas y formas de realizarla y que es la respuesta a unos determinados condicionamientos de la enseñanza” (Gimeno y Pérez, 2002, p. 334). Derivándose de su ejercicio, una serie de consecuencias para el alumnado, el profesorado, el sistema y la sociedad.

Se configura así como una de las actividades más complejas que realiza el profesorado y de mayor impacto en la mejora de la toma de decisiones educativas, tanto de sí mismo y su enseñanza, como de los procesos y resultados del aprendizaje del estudiantado.

En la búsqueda por descubrir su potencial formativo, es posible reconocer que la evaluación desempeña diversas funciones. Resulta relevante el planteamiento de Ballester (2000) que considera dos funciones básicas que el profesorado debe tener presente en la práctica evaluadora: la función social y la pedagógica.

Función social. Refiere a la progresión de los aprendizajes alcanzados precisando quiénes adquirieron los niveles necesarios para poder acreditarles la certificación que el sistema provee a la sociedad, vinculada a la necesidad de asegurar que la formación desencadene en un desempeño que cumpla ciertos estándares. En este sentido, Gimeno y Pérez (2002) afirman que “el carácter social de la evaluación permite el cumplimiento de su función selectiva y jerarquizadora en todos los niveles escolares” (p. 367).

Este tipo de función se ha convertido en un recurso para lograr el control sobre el alumnado y en un instrumento de poder, pero como sostiene Santos (2000), es importante reflexionar sobre los valores al servicio de los cuales se pone la evaluación. “Un procedimiento de reflexión que acabe potenciando los mecanismos de control y de dominación, sería poco deseable desde el punto de vista ético” (p. 50)

Por lo tanto, se entiende que la función social que cumple la evaluación es muy decisiva, sobre todo cuando los resultados trascienden del ámbito escolar y se hace pública, por lo que sus efectos son amplios y comprometen una toma de decisiones para el mejoramiento del sistema en su conjunto.

Función pedagógica. Vinculada a los planteamientos educativos actuales que consideran la evaluación como uno los componentes fundamentales que da soporte al proceso pedagógico. Ballester (2000) sostiene que si se quiere cambiar la práctica educativa, es necesario cambiar la práctica de la evaluación. Alrededor de la evaluación gira todo el trabajo escolar. De esta manera, la evaluación se perfila como una instancia clave de aprendizaje, como un proceso que permite apoyar el proceso de construcción de significados por parte del estudiantado.

En este punto, Castillo (2003), en su libro Compromisos de la evaluación educativa, menciona la importancia de la función formativa de la evaluación, integrándola en el ámbito psicopedagógico, al señalar que el alumnado debe ser considerado, ante todo, como persona; que el personal docente debe desarrollar su proceso enseñanza aprendizaje adaptado a la circunstancia de cada estudiante, adecuándose a su ritmo de aprendizaje, teniendo en cuenta sus dificultades concretas y exigiéndole unos rendimientos acordes con sus capacidades.

Desde varias autorías se plantean estas dos funciones como prioritarias, en tanto que desde un punto de vista holístico constituyen las dos caras de la misma moneda (Casanova, 2007; Gimeno y Pérez, 2002; Castillo 2003).

La constatación anterior obliga a un esfuerzo mayor de coherencia que permita a la evaluación transformarse en una práctica más integrada al proceso de enseñanza y aprendizaje, dotándola de intencionalidad y proyección. Ello supone avanzar en el reconocimiento de las siguientes características asociadas a la evaluación:

Es un proceso permanente, por lo tanto, presente en todo el trayecto formativo, asumiendo requerimientos y matices distintos: en algunos casos, adapta la planificación, procura la toma de conciencia estudiantil respecto a sus puntos de partida, favorece la autorregulación y la definición de un sistema personal de aprender, ajusta el proceso didáctico a los requerimientos que enfrenta el estudiantado, califica, entre otras.
Queda evidenciada la potencialidad que presenta la evaluación, con la posibilidad de transformarla en un dispositivo que favorezca el proceso de aprendizaje del estudiantado y, con ello, el mejoramiento del sistema en su conjunto. Constituye un proceso de carácter reflexivo comprometido con la comprensión misma, ya que busca el análisis permanente del proceso pedagógico, para su revisión y mejoramiento. “La comprensión generada por el proceso de indagación le permitirá introducir cambios en su discurso educativo, en sus actitudes y en sus formas de realizar la evaluación” (Santos, 2000, p. 100).
Se articula desde la flexibilidad en el sentido de atender la incertidumbre que encierra la implementación de los diseños de aula, dadas las particularidades del contexto, las característica de los estudiantes y sus necesidades propias, como también los patrones de interacción presentes en el aula.
Es un proceso de naturaleza personal toda vez que el aprendizaje se define como un proceso de construcción personal que realiza cada estudiante a partir de los saberes previos que posee, y de las interacciones que se desarrollan en el espacio del aula.
Se construye en la coherencia, pues la evaluación constituye una consecuencia del aprendizaje y, por tanto, una práctica comprometida con una determinada concepción que debe constituirse en punto de partida y llegada de la acción evaluadora.

En síntesis, la evaluación está llamada a convertirse en pieza clave del denominado encuentro didáctico, en tanto “es más un proceso de comunicación guiada, integrada en la instrucción en el aula y orientada al logro de los objetivos educativos, que un proceso de medida de resultados de aprendizaje” (Yániz y Villardón, 2006, p. 75).

Esta potencialidad debe estar necesariamente vinculada a una concepción pedagógica que implica entender el aprendizaje como un proceso que puede movilizarse en distintos niveles. Desde la perspectiva de Bateson (citado por Brockbank y McGill, 2002), es importante no perder de vista la necesidad de conjugar, al menos, dos niveles de aprendizaje. El primero de ellos, circunscrito al contexto áulico y centrado en el aprendizaje de datos discretos, consecuencia de la transmisión de saberes en una materia proporcionada por fuentes “expertas”. En un segundo nivel, nos encontramos con un aprendizaje más sensible al contexto y con la posibilidad cierta de transitar del aula al mundo real: Un aprendizaje que vincula teoría y práctica y que permite estimular progresivamente la reflexión, a partir de la incorporación del saber subjetivo, de quienes participan del proceso.

Si se pretende un cambio en evaluación, resulta clave revisar en aula qué y cómo se resuelve la evaluación y las visiones que en torno a dicha práctica comienza a construir el profesorado en formación. Sin olvidar que tanto docentes como estudiantes han aceptado determinadas reglas o pautas marcadas por la cultura evaluativa del momento y del lugar. Desde esas concepciones o estilos, se enfrentan a la evaluación, dotándola de determinadas significaciones que en definitiva condicionan su práctica.

Propósitos y diseño metodológico

La investigación tuvo como propósito específico aproximarse a la visión del “trabajo docente” en el ámbito de la evaluación del aprendizaje, que comienza a construir el profesorado en formación, a partir del uso de incidentes críticos en los procesos de inserción a la práctica.

El objeto de investigación asume una perspectiva cualitativa. El enfoque adoptado se apoya en los principios y procedimientos analíticos de la teoría fundamentada (Strauss y Corbin, 2002). Se trabaja con un total de 50 estudiantes de pedagogía de enseñanza media que se aproximan a las experiencias de práctica en establecimientos educacionales a partir del dispositivo de incidentes críticos. En cuanto al contexto de inserción, los casos refieren a establecimientos de diversas características y condiciones: público céntrico/periférico; particular subvencionado céntrico/periférico.

La estrategia para acceder a la información fue el incidente crítico, el cual permitió profundizar tanto en las experiencias concretas vividas en diversos ámbitos en forma de dilemas, problemas, conflictos, y la reflexión sobre estos, las condiciones que los enmarcan y los contextos que los sitúan.

El procedimiento de análisis adoptó los planteamientos de la teoría fundamentada, específicamente en términos de análisis de contenido. Para ello, exploramos la naturaleza y características de los incidentes que experimentan el profesorado en formación en las prácticas de inserción al aula en el ámbito de la EVALUACIÓN y procedimos al levantamiento de las siguientes categorías (tabla 1), tomando en consideración los desempeños asociados a los estándares pedagógicos de egreso para estudiantes de pedagogía, definidos a nivel nacional.

Análisis de resultados

Categoría 1. Sabe cómo INTEGRAR las evaluaciones como un elemento más de la enseñanza que le posibilita verificar los aprendizajes de sus estudiantes.

“La evaluación, como elemento significativo de la acción didáctica, afecta al resto de los elementos, con el objeto no sólo de constatar su aplicación, desarrollo y resultados, sino, sobre todo, con la finalidad de mejorarlos, ya que los procesos de enseñanza y aprendizaje son, en principio, perfectibles” (Castillo, 2003, párr. 13). Se requiere de personal docente que simultanee, con naturalidad, la acción docente con la acción evaluadora.

Desde la perspectiva del profesorado en formación, la presencia de la evaluación en el aula se perfila esencialmente desvinculada del aprendizaje y la enseñanza, más bien interrumpe el proceso con lo cual queda reducida a una función de control, a un momento terminal y a un impacto débil, que termina por modelar prácticas que no favorecen el aprendizaje. Así, en el IC Pruebas de PAC en cursos de refuerzo, se problematiza en torno a las implicancias de “someter a los alumnos a una evaluación conclusiva, sin tener en cuenta los medios, los tiempos, los contextos”. “La evaluación debe ser coherente con el proceso seguido y debe estar regido por él y no a la inversa”. De esa manera se instalaría en el aula el “sin sentido de lo que se hace y de las expectativas hacia los estudiantes”. Ello tiene como consecuencia, la presencia de un acto pedagógico fallido anclado en una mirada finalmente reduccionista en la explicación de los resultados: “el alumno es el único responsable”. Una mirada mecanicista de la evaluación, vinculada más a medición.

Desde el estudiantado, se comienzan a generar una serie de actitudes en torno a la evaluación, como se aprecia en el IC “Alumno no toma en cuenta las tareas asignadas y dice que no le importa”, que pone de manifiesto la fuerte presencia del valor de cambio asociado al conocimiento escolar, toda vez que el grupo de estudiantes realizaría los mandatos docentes en la medida que significan una nota, con la implicancia de que en la adolescencia construye su identidad, modificando y sintetizando identificaciones tempranas en su contexto de aula. Aquí se problematiza en torno a la necesidad de “detenerse en el porqué de la actitud del joven, lo cual pone de manifiesto el tema de las expectativas frente a nuestros estudiantes”. Frente a ello, el aprendizaje logrado por el profesorado en formación se relaciona con la posibilidad de “formar construcciones de identidad, dar desarrollo humano a ellos para lograr aprendizajes”.

Como se advierte, la evaluación tiende a concentrarse fundamentalmente al final del proceso convertida, de esa manera, en un evento. Así es como en el IC “se evalúa solo el resultado”, la demanda del Simce lleva a la decisión de sacar a estudiantes con “problemas” e incorporarlos a un grupo curso de refuerzo, con logros tan escasos que terminan por reincorporar a los niños a su respectivo curso. En este caso, llama la atención que las medidas adoptadas se asocian a la creencia instalada que “pese a los esfuerzos hechos, los resultados no mejorarían”, con expresiones del tipo “estos niños no tienen arreglo, tienen todo para aprender, pero no saben usarlo”, “lo ideal sería que lo echen del liceo, pero lamentablemente no se puede porque es un alumno prioritario”.

Emerge con fuerza la presencia de la “profecía autocumplida”, sustentada en la “poca confianza puesta en los estudiantes”, “la inexperiencia del profesorado para atender las diversas necesidades de sus estudiantes”, acompañada también de una práctica que tiende a la rutina y a la escasa reflexión en torno a las razones que están en la base del aprendizaje que logran los niños y las niñas, y a “la existencia de un marcado estilo de evaluación sancionador, anclado en la búsqueda de un aprendizaje conductista y reproductor que se explica por la presencia y demanda del simce”, que en definitiva pone de manifiesto una evaluación desligada del aprendizaje e incluso empobrecida en su función social.

En esa misma línea otro IC, “preponderancia de los resultados en desmedro del proceso” refuerza la presencia de “un escaso control –con sentido– del trabajo realizado en el aula y que no puede ser reducido solo a los resultados, sin la consideración necesaria del proceso y, por tanto, a las condiciones, las personas y los tiempos”, lo cual se explicaría por la “presencia en el aula de prácticas tremendamente rutinarias que se explican más bien por la inercia” y con la convicción respecto a “la influencia de nuestras opciones en lo que somos como docentes y lo que terminamos haciendo”. El desafío se advierte en la “importancia de hacer el constante seguimiento del proceso de enseñanza aprendizaje de estudiantes”.

En consecuencia, se evidencia una faceta del trabajo docente caracterizada por la escasa sincronía y sintonía entre la enseñanza, la evaluación y el aprendizaje, así lo refleja el IC que muestra la problemática instalada en el proceso educativo expresado como “paradoja entre aprender y aprobar”, que toca la “fugacidad de los conocimientos ante la cesación de la evaluación” y que en lo concreto implica la presencia de una didáctica donde “la pregunta por parte del profesor viene acompañada del silencio, por parte del estudiante”. El personal docente en formación advierte la problemática de que el “conocimiento que posee el alumno no es reutilizable, y se ignora –nula utilización de los conocimientos previos por parte del docente– razón por la cual el alumno cree que lo que aprendió sólo le sirve para un ramo o con un profesor determinado”, “predominio de un enfoque técnico, inserto en un proceso de permanente asimilación” y respaldado por “dificultades para tomar adecuadas decisiones pedagógicas con presencia de una segmentación inalterable de los conocimientos que se comunican”. En tal escenario, se plantea el imperativo de “que como alumna sea más demandante respecto a la enseñanza que se me ofrece, no se trata solo de cumplir para aprobar, sino más bien de cumplir para aprender”. En ese sentido, la “evaluación –y sus formas– se convierten en un elemento condicionador de todo el proceso de enseñanza-aprendizaje, siendo clave reconocerla si lo que se pretende es identificar el error a tiempo”.

Llama la atención la diversidad de situaciones evaluativas que tensionan la marcha normal del proceso de enseñanza-aprendizaje y las dificultades de los profesores para “darse cuenta” y “comprometerse con su transformación”. Así lo refleja el IC “Actitudes y calificaciones en evaluación sumativa” en que el profesorado genera una situación de evaluación de libro abierto en duplas, constatando un desarrollo de la actividad caracterizada por la desidia estudiantil mostrada en el escaso foco en la tarea, y en resultados deficitarios, y “la sensación de desconcierto del profesor frente a la oportunidad no aprovechada por sus estudiantes”. En ese sentido, se advierte “la dificultad para conectar con las necesidades e intereses de los estudiantes” y “el escaso impacto positivo de sus decisiones pedagógicas”.

Podemos concluir, entonces, respecto a las dificultades que evidenciaría la práctica evaluativa para constituirse en un proceso sistemático con sustantividad e identidad propia, que coadyuve al complejo proceso de enseñanza-aprendizaje, que prevalece un proceso de evaluación del aprendizaje, y no en el proceso de enseñanza-aprendizaje, en cuyo caso queremos indicar la indisociable participación de la evaluación, desde dentro, en todo cuanto acontece en dicho proceso en cualquier momento, modo y lugar.

Categoría 2. Selecciona VARIADAS ESTRATEGIAS e instrumentos de evaluación y utiliza diversas formas de comunicación de los resultados de ellas, en función del tipo de contenidos a trabajar (conceptuales, procedimentales o actitudinales), de las metodologías de enseñanza empleadas y del tipo de evaluación (diagnóstica, formativa o sumativa).

Desde el punto de vista de la coherencia, la evaluación por una parte constituye una consecuencia del aprendizaje y, por tanto, una práctica comprometida con una determinada concepción que debe constituirse en punto de partida y llegada de la acción evaluadora. Por otra, se deberían asegurar evidencias con exactitud lógica y coherencia dada por la naturaleza del aprendizaje, objetivo o habilidad definida en el proceso formativo y que la evaluación busca constatar.

Al observar esta dimensión de la problemática, los IC reportan un predominio de la prueba como instrumento evaluativo, con un uso en general estereotipado y las dificultades para dotar de coherencia al proceso.

En un primer caso, el IC “No existe coherencia en la evaluación pues ciertos contenidos no han sido tratados completamente”, pone de manifiesto la presencia de contenidos no abordados en clase y luego evaluados, el cual requiere ser discutido si es efectivo o constituye una respuesta del estudiantado a un resultado poco favorable. Lo que sí llama la atención, es que la profesora, advertida de la situación antes de la prueba, decide su aplicación. Las consecuencias no se dejan esperar, dejando en evidencia que la evaluación no es inocua, por el contrario “siempre tiene consecuencias”, y que en la situación descrita terminan por instalar “un ambiente complejo, con situaciones de conflicto que exaltan a los estudiantes”, adolescentes en su totalidad.

La evaluación se transforma “en blanco perfecto” que pone de manifiesto la necesidad de asegurar que el estudiantado “tenga claridad respecto a lo que se espera de él –si lo que pretendemos es que aprenda a responsabilizarse de su aprendizaje–”. De parte del profesorado, la situación muestra la urgencia de “una vez identificados los errores, desarrollar la capacidad para asumirlos y gestionarlos”.

En otro caso, el IC “Se utilizan instrumentos de evaluación estereotipados”, pone en el tapete una práctica que suele ser más habitual: el personal docente repite año tras año los mismos instrumentos, los que por lo tanto evidencian una configuración en general estática. En tal situación, las pruebas que se administran son las mismas en los distintos niveles/cursos, los grupos de estudiantes acceden previamente a ellas y, a partir de ahí, emergen varios focos de preocupación para el profesorado en formación: en relación con la unidad técnica pedagógica inquieta “la falta de monitoreo”, del personal docente: “la rutina de la prueba, sin considerar los distintos niveles” y del estudiantado: “la costumbre / hábito que se comienza a instalar”. Preocupa la falta de reflexión en torno a la situación, toda vez que de ser cierto lo planteado en el aprendizaje por imitación “las personas aprenden las conductas sociales apropiadas principalmente mediante observación e imitación de modelos”. En ese sentido, el estudiantado está viviendo las turbulencia de la adolescencia, está observando los modelos que le presentan y, sin darse cuenta, comienza a responder con la misma lógica ante los requerimientos presentados, en nuestro caso, frente a la prueba de libro, “el fin estaría justificando los medios”, como la copia, el engaño, la vista gorda, el silencio.

Complementa lo presentado, el IC “copia en prueba, pero igual obtiene nota roja”, en el cual el uso de torpedo pone de manifiesto el uso de este tipo de medios para “asegurar la aprobación”, “el valor de cambio”, frente a un instrumento con preguntas de respuesta fija que facilitan la copia. Desde ese punto de vista, se advierte la necesidad de una mayor atención al proceso de “evaluación y monitoreo del proceso de compresión y apropiación de los contenidos por parte de los estudiantes y el reformular las actividades de acuerdo con las evidencias que se recogen”. El profesorado en formación descubre que “en torno a la evaluación se esconden muchas incertidumbres, dificultades, prácticas y supuestos que tienen consecuencias directas en la formación”.

Categoría 3. Comunica en forma apropiada y oportuna las metas de aprendizaje, los resultados y los CRITERIOS DE EVALUACIÓN, con el fin que el estudiantado conozca las expectativas sobre su trabajo y desarrolle la capacidad para autoevaluar sus avances.

Desde el punto de vista de la acción didáctica, la claridad en las condiciones de la evaluación resultan claves en la efectividad del aprendizaje, afectando el ambiente en el aula. Así queda de manifiesto en el IC “la interacción como herramienta fundamental para aprender” donde se evidencia que “mientras se explica un concepto, muchos estudiantes no logran un entendimiento de las ideas y conceptos”, traducido en una clara señal “en que preguntan constantemente lo mismo, pero de distinta forma”. El docente intenta utilizar diversas vías para el entendimiento, pero “las preguntas siguen evidenciando la no comprensión”. Es posible constatar la presencia de una didáctica centrada en el personal docente, en la enseñanza para todas las personas por igual, sin posibilidad de cambio y ajuste. Es curioso “el exceso de tecnicismo, léxico desconocido y la falta de enlace entre un aprendizaje anterior y el nuevo”. Para el profesorado en formación llama la atención que “los profesores contestan a preguntas que los alumnos no hacen”, con una tendencia a “no escuchar las interrogantes que les presentan los alumnos, y no las que éste crea pertinentes para desarrollar su satisfacción propia”. Ello permitiría explicar “por qué en ocasiones no es suficiente con la explicación general para la totalidad de los alumnos”. En consecuencia, a partir de “criterios claros”, el “preguntar constantemente es clave para asegurar la comprensión”.

Se hace presente, entonces, el imperativo de la coherencia, como se plantea en el IC “No existe coherencia en la evaluación pues ciertos contenidos no han sido tratados completamente”. En este caso, la presencia de una prueba con tópicos no trabajados que es advertida por estudiantes a la profesora, muestra a una docente instalada en la certeza de que “quien evalúa es ella”, y como tal decide “administrar la evaluación” con las implicancias en el ambiente de trabajo. Pone en discusión el imperativo de que “el estudiante tenga claridad a lo que se espera de él –si pretendemos que aprenda a responsabilizarse de su aprendizaje”. La incoherencia se transforma en “blanco perfecto” a la hora de enfrentarnos a una aula convertida en espacio de alta complejidad, pues “los problemas aparecen cuando menos se los espera y los conflictos asociados a la consecuencias de la evaluación se convierten en muy frecuentes”. En esa dinámica, no siempre se visualizaría que “frente a los errores cometidos se movilice la capacidad de enfrentarlos, asumirlos y gestionarlos”.

Las actitudes del profesorado en relación con la administración de la evaluación suelen explicar muchos problemas observados en el aula. Así en el IC “Yo no entrego pruebas, esas son las notas y no insistan” vuelven a surgir respuestas que evidencian falta de claridad en lo que se está evaluando para lograr transparentar la asignación de un determinado puntaje o nota. En ese caso, tras la entrega pública de las calificaciones obtenidas, “los estudiantes reclaman, ya que desean ver sus pruebas, con el fin de corroborar sus notas” y la profesora, “alzando la voz dice: yo no entrego pruebas, esas son las notas y no insistan, no quiero comentarios al respecto”.

En ese escenario, la pregunta que emerge junto al porqué de esta reacción y qué estamos modelando en términos de aprendizaje en ese grupo adolescente: ¿Inseguridad de la profesora para enfrentar la entrega de notas o exceso de confianza en su autoridad?, muestra que independiente de lo que sea, el aprendizaje no ha sido alcanzado –dadas las bajas calificaciones– y la preocupación no está en ello, pues no se refleja que “el docente comprenda las necesidades de los estudiantes, los ayude a superar sus dudas y que a la vez él, analice los resultados de los alumnos y avance en la mejora”.

Es sintomático como la evaluación “se distancia de los momentos del aprendizaje y de enseñanza” con lo cual “el cuestionamiento, la inquietud y la crítica no son aprovechadas como instancias de aprendizaje y, por lo mismo, se las trata de obviar, eliminar”. Desde la perspectiva del estudiante, el profesorado olvidaría que “el maestro en el aula es observado, imitado, criticado y admirado dependiendo de su actuación. El maestro, con sus actitudes marca pauta, el estilo y ambiente que prevalecerá en el aula” y lo que resulta claro para este es “la necesidad de superar modelos centrados en la autoridad incuestionable; los profesores siempre son un modelo a seguir, bueno o malo, pero lo son”. Ello pone de manifiesto lo “fundamental de evitar que la duda y la desconfianza asociada a la falta de transparencia se instale en el aula”.

Enfrentado a esa problemática, el IC “corrección o castigo” pone de relieve otra dimensión en juego asociada a la falta de criterios explícitos. Así en el terreno de la lectura, se evidencia como “los dogmas y creencias heredados de años de un sistema técnico son mucho más fuertes” y terminan por delinear una forma y estilo de actuación en el aula, ante lo cual es preciso reflexionar respecto de las verdaderas preocupaciones pedagógicas: “tendemos a estar ocupados en torno a ¿cuántos libros ya leyeron los alumnos?” Y no nos preguntamos “¿la lectura de los libros mejoró la competencia comunicativa, la habilidad lectora, la inferencia, la creatividad, la interpretación?”. Cuando el aprendizaje se “aprecia como prescripción, como un castigo resulta difícil descubrir el valor de crecimiento, el valor del saber”. Afirma el profesor en formación “aprendí que la lectura complementaria tiene una exigencia evaluativa clave”. Si se trata de avanzar en las soluciones, indica que “debo asegurar que la evaluación esté ajustada y sea congruente. Todo puede quedar en nada cuando se lo reduce a control”, con la implicancia “de una práctica donde lectura llega finalmente a rimar con tortura”.

En esa línea, el IC “cometa mal evaluado”, gira en torno a las dificultades a las cuales debe ajustarse el estudiante cuando las condiciones de evaluación, expresados en criterios/indicadores cambian a medida que se avanza en el desarrollo del trabajo, evidenciando así “el predominio de una cultura evaluativa donde no se precisan ni hacen cumplir las condiciones de la evaluación”, con ello se observa una práctica caracterizada por “profesores (que) hacen declaraciones que finalmente no cumplen”. La consecuencia derivada es que “reducir el proceso de evaluación a sólo calificar es nocivo para el proceso de enseñanza aprendizaje, hace que se pierda el sentido de la construcción de conocimiento”, con lo cual “el estudiante enfoca su esfuerzo en alcanzar solamente una cifra”; en ese sentido, el profesor en formación concluye con la sentencia “para bien o para mal –esperemos que para bien– la evaluación es el momento de la verdad: donde se releva el proceso o donde derechamente se lo niega”. Todo ello, según lo refleja también el IC “No muestra la corrección de la primera prueba” se explica por la presencia en aula de un “estilo reproductor de evaluación”, donde vemos al estudiante enfrentado a “esperé el momento de la corrección, pero nunca ocurrió. Nunca comprendí cuales fueron mis errores ni supe lo que esperaba el profesor”, con la agravante de generar en el estudiantado una sensación de inseguridad acerca de lo que efectivamente aprende, además de instalar el sentimiento de injusticia sobre el legítimo derecho de estar “en conocimiento de sus propios errores para poner enmendar y aprender de ellos”.

Categoría 4. Valora el ERROR como fuente de información acerca de las dificultades de los aprendizajes de los estudiantes y como una oportunidad de aprendizaje tanto para el profesor como para el estudiante.

Es habitual que se evalúe para controlar, con lo cual la evaluación pierde su potencial formativo, cerrándose sobre sí misma y resultando terminal.

Enfrentado al error, los casos ponen de relieve aspectos como los siguientes: el IC “cumplimiento” refiere a un grupo de estudiantes que tras advertir a la profesora la no lectura del libro, rinden una prueba de control de lectura y en el transcurso “un número no menor copia a sus compañeros en reiteradas ocasiones, sin que la docente haga algo al respecto”, consultada la profesora respecto a la situación sostiene que “estos estudiantes no dan para más, no tiene sentido complicarse la vida”, lo cual empieza a instalar la cultura del engaño “aparentemente se logran objetivos, habilidades y competencias”, lo que llama la atención es la escasa “atención y preocupación porque los alumnos sean mejores personas”, con lo cual quedan en entredicho varios de los dominios del Marco para la Buena Enseñanza, particularmente el D en tanto “si el docente no reflexiona y no se autocritica, seguirán ocurriendo los mismos vicios en la sala y especialmente en periodos de evaluación”, donde se producen errores y dificultades, y en la que la información recogida no constituye una oportunidad de aprendizaje. “Cuantificar los resultados en este contexto corre el riesgo de que todo se vuelva engañoso… la copia se realiza con “éxito” se asigna un número que no refleja el real conocimiento”.

En el IC “¿quién se hace cargo de los errores de contenido?”, aparece otra dimensión susceptible de análisis aquella en la que a la presentación de un contenido sigue la instalación de duda. Específicamente “clase sobre figuras literarias. Frente a la explicación de la metáfora a los estudiantes, éstos manifiestan duda y solicitan explicación”, luego de un intento, el profesor declara: “ya les he explicado muchas veces, no se puede perder tiempo. Sigamos con las demás figuras literarias”, los estudiantes, “reaccionan con expresión de duda y se silencian”. Emergen varios aspectos asociados a la gestión docente “problemas didácticos de parte del docente, tendencia a la mera transmisión de contenido, problemas de comunicación y escaso nivel de involucramiento con el aprendizaje del estudiante”, que terminan por mostrar una escasa centralidad en el aprendizaje y ausencia de ejercicio reflexivo a la hora de clarificar qué pasa con el contenido no comprendido por sus estudiantes y con un “docente a quien le resulta difícil darse cuenta de lo que responde en el aula y los errores que comete”, dado que errores no resueltos terminan por diluir la posibilidad real de aprendizaje.

En esa misma dirección, el IC “el abuso de la evaluación”, pone de manifiesto otra arista del trabajo docente donde opera también el escaso aprovechamiento del error. En este caso, a partir de un mal resultado, un estudiante detecta una pregunta mal corregida y tras verificar con documento, decide presentar su inquietud al profesor, la respuesta recibida se plantea en los siguientes términos: “¡No!, está mala, no sé qué le encuentra de bueno. Le mostré el documento, pero me insistió y dice; ¡el documento está malo!”, desde la perspectiva del profesor en formación, enfrentamos la “presencia de una práctica evaluativa sustentada en la figura del “buda” del conocimiento, con escasa capacidad de reconocer el error” y en definitiva, muy distanciada de la idea de retroalimentación. Emerge así, la presencia de un estilo evaluador que tiene dificultades para favorecer el diálogo a través de la evaluación, resultando esta última muy poco formativa, pues cada vez que el estudiantado tiene la intención de manifestar su discrepancia respecto a la apreciación recibida, esta resulta sancionada, silenciada y en definitiva ignorada por el personal docente, con la implicancia final de un modelaje en que el error, la diferencia, la inquietud tienen una significancia negativa, y tal cual lo plantea un profesor en formación “se pierde el foco de nuestro trabajo: lograr que los estudiantes comprendan, aprendan”.

Categoría 5. Utiliza los resultados de la evaluación para RETROALIMENTAR el aprendizaje de sus estudiantes comunicándoles los grados de avance y determinar estrategias necesarias para seguir progresando.

La evaluación debe tener un carácter formativo que sirva para mejorar el aprendizaje, razón por la cual se hace preciso distinguir entre una evaluación de seguimiento del aprendizaje del alumnado y la evaluación de control que servirá de base para la calificación como proceso de acreditación del rendimiento. En esta disyuntiva se presentan los incidentes detectados y con una clara tendencia a lo último. Así el IC “¿Quién responde a mis dudas?” en que un estudiante frente a la pregunta sobre los factores de la comunicación, se percata que la respuesta ha sido rechazada por la profesora, agregando “incorrecto, porque falta el canal, no tienes comprensión lectora”, el estudiante indica que no ha recibido una respuesta esclarecedora por parte de la profesora. Cómo es posible que los alumnos y alumnas sean conscientes de lo que deben aprender para aprobar si sus docentes no lo han comunicado con claridad. Desde la perspectiva del profesorado en formación, asistimos a la presencia de una práctica evaluativa donde el alumnado termina siendo el único evaluado, y los profesores y profesoras no se detienen a meditar, autoevaluar o corregir sus actuaciones, instalándose en la “sanción del error”, lo cual pone de manifiesto cierta incapacidad docente: “¿si se corrige tanto el error en el estudiante, por qué no nos detenemos en los errores que nosotros como docentes comentemos?”. La evaluación termina siendo parte de un “problema cultural de culto al resultado, la calificación y el aprobar. Importa más el cuánto que el cómo y el para qué se aprende”.

Desde el punto de vista técnico, el IC “Mal evaluado”, pone en discusión la sensación del alumnado respecto a lo mal construido el instrumento, lo cual es refrendado por un docente que señala “Yo sí evalué correctamente, a lo mejor sabes el contenido, pero la prueba requería que comprendieras. Lo que te faltó a ti, fue comprensión”, a lo que el estudiante responde con un “silencio” y la profesora abandona el tema. En dicha situación, emerge la dificultad de la práctica evaluativa en términos de clarificarse con preguntas que el profesorado en formación se plantea asociadas a “¿cómo me aseguro que mis evaluaciones son claras?, ¿está bien construido mi instrumento?, ¿por qué resulta difícil explicar las evaluaciones?, ¿por qué abandonamos los temas, evitamos las diferencias?" Concluye afirmando sobre “la necesidad de mirar tomando distancia, desarrollando perspectiva”.

Si lo que se pretende es favorecer el aprendizaje del estudiantado, necesitamos mayor conciencia respecto a la necesidad de que este logre desarrollar autorregulación, requerimiento que no se advierte en el IC siguiente “Esto no me sirve para lo que quiero”, frente a la ausencia de trabajo en un grupo, el profesor los interpela y la respuesta de los alumnos es “¿para qué me sirve esto?”, ante de lo cual el docente plantea “¡para que entiendas lo que leas!” dicho eso el profesor abandona el grupo. La presencia de un modelo de formación que no entiende la inquietud de los estudiantes, “expresado en el argumento dado por el profesor para responder la disconformidad y la falta de sustento para ellos, con respecto a la literatura”, termina por hacer desaparecer la simultaneidad entre el aprender y evaluar como condición base. Tampoco favorece la regulación del aprendizaje, que la evaluación se plantee desde la idea de corrección o sanción, como lo pone de relieve el IC “la evaluación desde una perspectiva negativa”, que refiere a una situación de aula en que luego de una exposición, el profesor procede “a enumerar sólo deficiencias acerca del trabajo, sin reparar en ninguna fortaleza de los estudiantes”, lo que resulta preocupante partiendo de la base que “todos nosotros sabemos algo, todos nosotros ignoramos algo, por eso aprendemos siempre”, para el profesorado en formación se advierte una actuación docente lejana a la idea de que “el estudiante así como cuenta con desconocimientos o aspectos a mejorar, también dispone de sus puntos fuertes para seguir avanzando y que resultan preciso no pasar por alto”.

El problema de la retroalimentación de la evaluación se manifiesta con claridad en el IC “no podemos detenernos más”, refiere a una situación de aula en que tras comunicar resultados de una prueba, el alumnado solicita al profesor revisarlas, pues según ellos “estudiamos bastante en la prueba y no nos fue como esperábamos”. El profesor asume la situación afirmando que “una buena o mala calificación es el resultado de lo que cada estudiante merece”, lo cual no favorece el ambiente de aprendizaje, más aún al agregar que “ella no aceptará reclamos de ningún tipo”, ante lo cual los estudiantes con evidente desconcierto proceden a tomar asiento, agregando “usted siempre tiene el conocimiento y la razón”. Observamos en este incidente cómo la evaluación –reflejada en la docente– desempeña una función preferentemente social, y dada la oportunidad de convertirla en instancia pedagógica –por demanda expresa de sus estudiantes al querer revisar los resultados–, el estilo evaluador de la docente no lo permite, el cual queda reflejado en “la paradoja de la nota como expresión y cierre de lo aprendido” y el “predominio de un modelo docente con temor al propio error y anclado en la soberbia del poseedor del conocimiento”, que termina por confirmar “la presencia de paradigmas deseables de la evaluación desconectados de los contextos de aplicación” y la existencia de métodos, prácticas o actuaciones evaluativas que terminan por generar/tener un efecto contrario al que se proponen.

Discusión, aportes

Utilizar la información que provee la evaluación para identificar fortalezas y debilidades en su enseñanza y tomar decisiones pedagógicas aparece como un estándar esperable del trabajo docente, en el contexto de los requerimientos del sistema educativo nacional y un ámbito de experiencia que el profesorado en formación comienza a forjar en función de los elementos teóricos y las dinámicas que presentan los contextos de inserción, perfilándose estos como el marco situacional que se configura como espectro o repertorio de posibilidades-limitaciones educativas.

El proceso de evaluación es muy complejo, razón por la cual en cualquiera de sus vertientes se encierran trampas, riesgos y deficiencias, más allá de los planteamientos actuales que la perfilan como proceso clave que está llamada a lograr simultaneidad con el aprendizaje y la enseñanza, en su afán por potenciar el acto didáctico. Pensando si ¿favorece la toma de decisiones eficaces para el mejor planeamiento del aprendizaje y la dinámica de la enseñanza?, la práctica evaluativa reportada en los incidentes críticos pondría de manifiesto una escasa utilización de la evaluación con fines de mejora y toma de decisiones con sentido pedagógico, quedando atrapada en el control.

Los incidentes críticos evidencian la no apertura del personal docente de aula a revisar las evaluaciones tras el requerimiento presentado por sus estudiantes, resultando dilemática en muchos casos la actitud que asumen, considerando que en muchas ocasiones el aprendizaje no ha sido alcanzado, con lo cual en la perspectiva del profesorado en formación “la evaluación se distancia de los momentos del aprendizaje y de enseñanza”, expresado en que “el cuestionamiento, la inquietud y la crítica no son aprovechados como instancia de aprendizaje, y por lo mismo, se las trata de obviar, eliminar”, olvidando de esta manera “que lo que el docente enseña va dirigido a personas, que están llenas de dudas e inquietudes por satisfacer, en la medida en que se modelan comportamientos adecuados, capaces de superar la práctica de instalarse en la figura de la autoridad incuestionable”. Definitivamente, no se observa una actuación alineada con la premisa de que si se tiene la conciencia de que parte del aprendizaje depende de la forma en que se enseña, se mantendrá la capacidad de reconocer como suyo parte de este fracaso de quienes aprenden. En consecuencia, recaería en quien modela, una responsabilidad importante.

Sin embargo, son recurrentes los incidentes críticos en los cuales prevalece un estilo evaluador reproductor, anclado en el valor de cambio y en la justificación de los medios que aseguren el resultado. Ello tiene como implicancia cómo se pone en tela de juicio la responsabilidad con la formación académica y con el desarrollo personal y social estudiantil, es decir, la habitual tendencia a no hacerse cargo de lo que sucede en el aula para convertirlo en instancia de aprendizaje, el no querer complicarse puede generar un efecto contrario a la formación. Por un lado, el alumnado termina adoptando métodos no deseables de aprendizaje influidos por la naturaleza de las tareas de evaluación y el contexto de su implementación; por otra parte, la discrepancia entre el deber ser conocido por el personal docente y la realidad de su actuación: laissez faire, laissez passer, extrapolando el principio de libre mercado a la educación, el bajo nivel de compromiso estudiantil con su proceso formativo movido por el valor de cambio y la presencia de aspectos intangibles de la formación escasamente valorados y atendidos en el ejercicio de la docencia: el modelaje. En ese sentido, parte del aprendizaje es un influjo social donde el individuo amolda su conducta por la observación de un modelo que se presenta en su entorno; es decir, si el alumnado considera que los actos deshonestos no son considerados graves en su entorno, posibilita que el resto de estudiantes puedan considerar en el futuro llevar a cabo estas prácticas. En consecuencia, es advertida por el profesorado en formación la prevalencia del valor de cambio sobre el de uso en relación al conocimiento escolar, lo que contribuye a normalizar/naturalizar prácticas que se distancian de los objetivos declarados en la formación.

Finalmente la presencia de una cultura que no aprovecha los errores de los alumnos pone en conocimiento una situación habitual en aula, donde el único responsable de los resultados es el estudiantado y donde la centralidad en la enseñanza llevan al profesorado a seguir avanzando en el desarrollo de las materias sin ocuparse en si sus estudiantes están aprendiendo. Por otra parte, llamaría la atención, que las decisiones no suelen estar acompañadas de los respaldos correspondientes, pues cuando se decide una acción frente a un bajo resultado, la estrategia no descansa en una evaluación previa.

Desde la perspectiva del estudiantado en formación, sería necesario más que cambiar de instrumento o modalidad de evaluación (individual o grupal), precisar qué es lo que se espera aprenda el estudiantado y qué dificultades de comprensión está teniendo para arbitrar los mecanismos de actuación necesarios.

En síntesis, cuando analizamos cómo se administra la evaluación en el espacio del aula; cuál es la vivencia que tiene, al respecto, el profesorado en formación; y la visión que comienza a generar, descubrimos que este ámbito del trabajo docente se convierte en uno de los focos más significativos de observación con cuestionamientos, reflexiones y construcciones de sentido para el profesional en formación en lenguaje en la línea de: (a) una cultura escolar caracterizada por el control de lectura, la literalidad, las lecturas obligatorias, que van instalando un difícil trayecto en el cambio de creencias sobre las lecturas complementarias; (b) un foco en: ¿Cuántos libros ya leyeron los alumnos? Y no en torno a la pregunta: ¿la lectura de los libros mejoró la competencia comunicativa, la habilidad lectora, la inferencia, la creatividad, el gusto?; en consecuencia, (c) la lectura se aprecia como prescriptiva, casi un castigo y les molesta, ya que no le asocian un valor de crecimiento y, lo más grave, no desarrollan placer por leer. ¿Podrán avanzar en esta dirección, si no se les acompaña en este proceso? Desde el punto de vista de la teoría, “la evaluación es un proceso que, en parte, nos ayuda a determinar si lo que hacemos en las escuelas está contribuyendo a conseguir los fines valiosos o si es antitético a estos fines” (Eisner, 1985 citado por Santos, 1996, p. 23).

En esa misma dirección, en el caso de matemáticas, hay cuestionamientos respecto a ¿Por qué el profesorado hace promesas que luego no cumplen? Resulta complejo mantener la confianza en el personal docente cuando este cambia sus criterios de actuación. ¿Por qué la evaluación se transforma en el espacio que lleva al profesorado a la trampa, al error, a la inconsecuencia? ¿Cómo no hacer un esfuerzo más consciente para que mis estudiantes se sientan “identificados con mi actuar”? Se logra concluir que, reducir el proceso de evaluación a solo calificar es nocivo para el aprendizaje, hace que se pierda el sentido de construcción de conocimiento y que el alumnado termine por enfocar su esfuerzo en alcanzar solamente una cifra. Así, para bien o para mal, –esperemos para bien– la evaluación es el momento decisivo de la verdad. Donde se releva el proceso o donde derechamente se lo niega. Como lo refiere la teoría, será clave la reflexión sobre los valores al servicio de los cuales se coloca la evaluación: potencia el control o más bien la formación del estudiantado.

En el caso de estudiantes de historia, se pone de manifiesto las dificultades de la práctica evaluativa para instalarse en el diálogo, en el necesario encuentro didáctico estudiante – docente, que permita al primero ser más responsable con su proceso formativo y el compromiso con la mejora de su rendimiento, y al profesorado, la posibilidad de apreciar la efectividad de su enseñanza y las consecuencia que generan, en términos de aprendizaje y ambiente, las decisiones que toma en el aula, respecto a la evaluación. Ello pone de manifiesto la necesidad de interrogar el propio quehacer, en términos del lenguaje, las actitudes y las prácticas desplegadas en el aula y que terminan por comunicar criterios internos de calidad en los procesos a realizar y en los productos esperados.

En el proceso de escritura. el profesorado en formación comienza a forjar una concepción de la realidad escolar y del trabajo docente caracterizada fundamentalmente por la naturaleza del sujeto con quien se trabaja y las condiciones en las cuales se opera, y que terminan por condicionar la forma en que se aborda una faceta del trabajo: el referido a la evaluación y la utilización que se le otorga. En ella se pone de manifiesto cómo la dimensión humana es la que otorga especificidad y a la vez complejidad a una docencia que se debate entre lo que podría ser y lo que en definitiva termina siendo, con implicancias directas sobre el aprendizaje de los alumnos y alumnas y la forma en que se realiza la profesión. En el ámbito del conocimiento del alumnado, el escaso conocimiento del perfil real, termina por generar estrategias didácticas y evaluativas conclusivas (el alumnado obtiene bajas calificaciones, se piensa que no avanza, sin tener en cuenta las condiciones ni el contexto, con miradas reduccionistas que desplazan la responsabilidad por los bajos resultados solo a los niños, la cantidad de actos fallidos debido a una escasa consideración al perfil del alumnado), que en general ponen de manifiesto las dificultades para operar con el universo cultural de los sujetos, tal cual lo reporta la teoría; en el ámbito de la evaluación, su administración emerge como espacio que encierra trampas y errores; con una tendencia instalada a no reconocer la presencia del conflicto y cuando aparece se lo intenta obviar o anular, no necesariamente aprovechado con fines de aprendizaje, la práctica de la evaluación enfatiza preferentemente el valor de cambio del conocimiento escolar. Desde ese punto de vista, el futuro profesorado comienza a tomar conciencia de las condiciones y las limitaciones inherentes a la interacción humana en el espacio del aula, en especial las condiciones y las limitaciones normativas, afectivas, simbólicas y también, claro está, las vinculadas a las relaciones de poder que alrededor de la evaluación se generan

Finalmente, en todos los relatos emerge el emplazamiento hacia el mismo profesorado en formación, que lo grafica una estudiante cuando, en relación al tema de la lectura complementaria, reconoce que “fui de la generación donde los profesores te pedían un libro y luego querían pillarte si leíste el resumen, a pocos les gustaba leer, otros leían y siguen leyendo los resúmenes y bajo su lógica tenía sentido, pues el fin es aprobar. Hoy con más herramientas es importante que este aprendizaje no se diluya y que en mí (y en otros más) se acreciente y se vuelva tan fuerte como los doce años de escolaridad”. Se observa en ellos una clara conciencia respecto al papel que termina desplegando la práctica de evaluación en el aula.

Y también el emplazamiento es a la institución universitaria, de la cual se espera algo más que un conjunto de pautas y esquemas establecidos por teorías o personal formador que observa por medio de una rendija el mundo exterior, pues en general las situaciones vividas en la práctica complejizan la teoría en juego y, en definitiva, las capacidades docentes que debe adquirir y mostrar son cualitativamente mayores.

El emplazamiento se vincula con el planteamiento que hace Gimeno y Pérez (2002) respecto a que “las funciones pedagógicas de la evaluación constituyen la legitimación más explícita para su realización, pero no son las razones más determinantes de su existencia (p. 369), planteándose cierta distancia con las ideas actuales de integralidad, atención a la diversidad, centralidad en el estudiantado y en el aprendizaje. Alinear la acción docente con la acción evaluadora requiere la existencia de una función evaluadora formativa por parte del personal docente expresada en “una actitud consciente, más que un cumplimiento formal de la normativa” (Castillo, 2003, p. 14). De ahí se deriva, entonces, una exigencia al trabajo docente, pues si consideramos la enseñanza como una profesión “la evaluación se convierte en parte integral del trabajo de los profesores” (Yániz y Villardón, 2006, p. 81). Es preciso, desde la formación inicial, aproximar las visiones más normativas, morales o teóricas de la evaluación con los contextos reales de en los que se desarrolla el trabajo del profesorado, para lograr forjar visiones más auténticas de la profesión y la enseñanza, en una relación más interdependiente teoría-práctica.

En tal sentido, creemos que la presencia de una línea de formación práctica, con talleres permanentes de trabajo que vincula las áreas disciplinaria y pedagógica, y la inserción temprana al mundo de las escuelas/liceos generaría condiciones para llevar a cabo una reflexión que se constituye en núcleo de la profesión, en tanto comienza a preparar al profesorado en formación en el desarrollo de un juicio claro sobre las situaciones y el significado esencialmente interaccional que encierra la docencia, y las consecuencias de sus opciones evaluativas a nivel personal, académico y profesional.

El trabajo con incidentes críticos estaría permitiendo develar las tensiones entre capital activo producido en la práctica y capital pasivo del conocimiento acuñado en teorías sistemática especializadas, desde el cual se avanza a relatos/escritura que evidencia el surgimiento de vasos comunicantes con sujetos que, verbalizando los propios supuestos, experiencias y puntos de vista, van logrando ponderar situaciones, contextos y sujetos, y tomar opciones progresivamente congruentes y dotadas de juicio.

Desde el punto de vista de los resultados, la evaluación evidencia dificultades para resolverse en la simultaneidad con el aprendizaje y la enseñanza; sin lograr favorecer un encuentro didáctico potenciador del aprendizaje, con la gravedad que ello supone en la visión que comienza a forjar e instalar el futuro profesorado del trabajo docente.

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1. Universidad Católica del Maule, Chile. gerignsan@gmail.com
2. Universidad Autónoma de Chile, Chile. xjaraa@uautonoma.cl

Recibido 28 de julio de 2014 • Corregido 22 de marzo de 2015 • Aceptado 27 de abril de 2015

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