Introducción
El siglo XX centroamericano es uno de golpes de Estado. Según Lehoucq y Pérez Liñan, durante este lapso se llevaron a cabo 44 golpes de Estado militares en los cuales las fuerzas armadas (FFAA) expulsaron a un gobierno para instaurar uno nuevo. En algunos casos los nuevos gobiernos eran también nuevos regímenes políticos. En otras ocasiones, expresaban conflictos con respecto al tipo de políticas que debería seguir el Estado, con mayor o menor involucramiento en la economía y con mayor o menor participación de los grupos subalternos dentro de los procesos de toma de decisiones y formación estatal.
Al mismo tiempo, el “largo siglo XX” (Arrighi, 2010) es uno de consolidación de Estados Unidos (EE. UU.) como potencia mundial. Después del cierre formal de la frontera territorial en 1890 por parte de la Oficina del Censo, se inicia un proceso de expansión extraterritorial que incluye por ejemplo la Guerra hispano-estadounidense, el consecuente control de Filipinas, Cuba y Puerto Rico y la anexión de Hawái en 1898 (Slater, 2008). ¿Cuál es la relación entre ambos procesos?
Desde temprano en su vida imperial, EE. UU. ha tenido una influencia masiva sobre la región centroamericana. La importancia geoestratégica del Istmo, con la presencia del Canal de Panamá, se ha traducido en una presencia militar, económica y diplomática estadounidense constante. No es de extrañar entonces que la relación entre los EE. UU. y Centroamérica se entienda de manera unilateral, donde los intereses del primero son impuestos sobre la región. Desde esta visión, los golpes de Estado han sido por lo general entendidos como la capacidad de la potencia para deshacerse de gobiernos contrarios a sus intereses (Roitman, 2019).
Sin embargo, distintos autores han cuestionado esta idea, planteando más bien que el proceso de formación imperial tiene que ser entendido en relación con los procesos de formación colonial, donde muchas de las dinámicas que encontramos en la metrópoli, están informadas por lo aprendido y creado en las periferias (Smith, 2003; Hoganson y Sexton, 2020; Schrader, 2019). En esta misma línea, se ha propuesto que América Latina en general (Grandin, 2006) y Centroamérica en específico (Acuña, 2015), han sido espacios de intensa interacción y experimentación geopolítica, y de resistencia antiimperialista, que han sido fundamentales en los procesos de formación tanto del Imperio estadounidense, como de los Estados centroamericanos.
Un punto central de este proceso de co-formación ha sido el tema de la seguridad. Desde mediados del siglo XIX, con la proclamación de la doctrina Monroe (1823), EE. UU. ha entendido la situación del resto del hemisferio como parte de su lógica de seguridad, por lo que muchas de sus intervenciones en la región son justificadas en estos términos. Así, durante todo el siglo XX, la agenda política estadounidense hacia la región se enfocó en la construcción de vínculos cercanos con las FFAA latinoamericanas para intentar alinearlas con sus propios intereses. Sin embargo, esta no fue una imposición unilateral. Para lograr sus cometidos, Washington tuvo que generar un conjunto de redes de cooperación, complicidad y dependencia orientadas a producir lo que Lesley Gill (2004) denomina “solidaridad imperial”, la cual no solo se basa en apoyos materiales, sino también en la construcción de una perspectiva de mundo compartida, basada en la idea de que el orden es lo que lleva al progreso.
Así las cosas, los golpes de Estado se convierten en un importante criterio de ingreso para examinar las relaciones de co-formación estatal e imperial. Al tratarse de puntos límite, en los cuales todos los actores locales e internacionales tienen que tomar una postura, los golpes permiten explorar dinámicas y posicionamientos que no pueden ser vistos bajo otras condiciones. Es decir, durante las crisis políticas que generan los golpes de Estado, es posible observar cómo se articulan las dinámicas geopolíticas globales, con las disputas entre grupos dominantes y subalternos domésticos. Esto permite visualizar cómo se negocian, y enredan, los procesos de formación mutua de Estado e imperio.
Este artículo, basado en una lectura de fuentes secundarias, propone la idea del golpe de Estado como método para explorar la relación entre los procesos de formación estatal en Centroamérica y los contornos de la política de seguridad estadounidense durante el siglo XX. Con esto en mente, está dividido en tres partes: primero, una reflexión teórica sobre la relación entre seguridad y formación estatal. Seguidamente, una caracterización del siglo XX en términos de la agenda de seguridad estadounidense para el istmo centroamericano, utilizando ciertos golpes de Estado para indagar las particulares formas en que la “solidaridad imperial” era producida. Se divide al siglo en tres momentos: 1) década de 1930, con el ascenso de las dictaduras personalistas y la modernización de los Estados y las FFAA; 2) el período entre 1945 y 1980, marcado por la Guerra Fría y lo que Robert Holden denomina la “globalización de la violencia pública”; y 3) la década de 1980, momento más álgido y sangriento de la lucha contrainsurgente en la región. Finalmente, algunos comentarios de cierre.
Seguridad, orden y formación estatal
Para que un proyecto político se vuelva dominante debe lograr imponer un orden social. Es decir, una cierta forma de entender las relaciones entre grupos sociales que sea entendida como natural, evidente y permanente. Siguiendo una perspectiva gramsciana de la hegemonía (Gramsci, 1999; Buci-Glucksmann, 1978), dicha imposición se produce y reproduce mediante una siempre cambiante combinación entre consenso y coerción.
En el caso del liberalismo burgués, el núcleo central de este orden es la propiedad privada, la cual debe ser entendida como un tipo de relación social de exclusión que necesariamente opera por medio de la violencia (Correia y Wall, 2018). Bajo el principio de que todas las personas son iguales y dueñas de su propio trabajo, se propone que mediante la búsqueda de los intereses individuales se genera un orden armónico organizado alrededor del mercado y la esfera privada de la sociedad civil. Dentro de este contexto, la función del Estado es combatir el crimen y garantizar la capacidad de las personas para integrarse e interactuar libremente en el mercado. Esto es, garantizar el “imperio de la ley”, que fundamentalmente se traduce en la seguridad sobre la propiedad privada (Neocleous, 2021).
Este supuesto esconde el hecho de que la institución de la propiedad privada genera relaciones desiguales de poder, particularmente en términos de control sobre el trabajo de otras personas –mediante la “así llamada acumulación primitiva” (Marx, 1999; Neocleous, 2014)– y el acceso al poder político formal –mediante barreras a la ciudadanía (Wallerstein, 2003)–. Es entonces alrededor de la noción de propiedad privada y su capacidad de movilizar trabajo y poder político que encontramos la intersección liberal burguesa entre economía y política, a la vez que la seguridad es entendida como fundamental para garantizar este orden.
Como nos recuerda Mark Neocleous (2021), la palabra seguridad proviene del latín securitas/securus, que a su vez proviene de sine cura, que literalmente significa sin problemas o preocupaciones. Así las cosas, securitas refiere a la libertad de preocupaciones y peligro. En manos de la revolución conceptual burguesa del siglo XVIII, “la seguridad se convirtió en la piedra angular de la mente liberal burguesa, que vino a identificar seguridad con la libertad de perseguir sus propios intereses individuales” (p. 113). Se construye así la triada central del liberalismo burgués de libertad, seguridad y propiedad que va a guiar en términos generales los procesos modernos de formación de Estado.
La violencia es fundamental para la imposición y reproducción de este orden. La defensa de la propiedad privada como ingreso al ejercicio de la libertad, conlleva una gran cantidad de trabajo para asegurar la exclusión de amplios grupos de personas de sus medios de vida y así garantizar que la única propiedad con la que van a contar es su fuerza laboral, la cual deben vender en el mercado. La policía, entendida como un proceso y no solo como una institución, no solo protege este orden, también lo fabrica. Su misión, y las prácticas cotidianas de sus representantes, siempre van más allá de “simplemente” evitar los crímenes, y buscan sobre todo defender el orden social, el cual, claramente, no se expresa de la misma manera para todos los grupos de la sociedad. Es decir, el poder de policía es el de gobernar y gestionar la permanente inseguridad que emana de la conflictividad propia de una sociedad dividida en clases, y las FFAA, incluida la policía, en tanto instituciones, son la escala humana, el punto capilar de contacto, del poder estatal con la población, cuyo núcleo central es la violencia. En este sentido, al menos desde la perspectiva de las fuerzas de seguridad, la gestión de dicha inseguridad nunca puede acabar, porque con el finde de la inseguridad perderían su razón de ser (Neocleous, 2021; Correia y Wall, 2018; Seigel, 2018).
Como veremos en la próxima sección, para el caso centroamericano, la definición formal de la fuente de inseguridad de turno estará en buena medida definida por la estrategia geopolítica estadounidense, la determinación práctica de quiénes son las amenazas en las manos de las FFAA y la relación entre consenso y coerción, a la correlación de fuerzas entre grupos subalternos y dominantes. Empezaremos nuestro trayecto en la década de 1930, cuando se empieza a consolidar en la región la “concentración de la violencia pública” y la política de (in)seguridad se institucionaliza como algo aparte de intereses privados específicos (Anderson, 1983; Holden, 2004).
La década de 1930: el orden primero y a pesar de todo
La década de los treinta es un punto de inflexión importante, no solo en el proceso de formación de los Estados centroamericanos, sino también para el ascenso y formación de Estados Unidos como potencia imperial. En términos centroamericanos, la década es un reflujo del “monólogo de las clases dominantes consigo mismas” que conocemos como el “período liberal” (Pérez Brignoli, 1988). Dicho período estuvo marcado por un profundo proceso de despojo y concentración de tierras por parte de las élites en detrimento de las comunidades campesinas, negras e indígenas que empujó la expansión de las relaciones de producción capitalista.
El resultado fue la creación de nuevos grupos sociales, particularmente un creciente campesinado sin tierra y un incipiente movimiento obrero, que empiezan a intentar romper dicho monólogo y a demandar una mayor participación en los espacios de decisión política y en la distribución de la riqueza. Así, a finales de 1920, había una efervescencia política que se traducía en un aumento de las organizaciones gremiales y sindicales, así como una primera generación de partidos comunistas (Acuña, 1993; Pérez Brignoli, 1988).
En el caso de EE. UU., al mismo tiempo que se cierra la frontera continental, su atención se volcó a Centroamérica y el Caribe, por su importancia geoestratégica. En 1850, EE. UU. e Inglaterra firmaron de manera unilateral y sin consultar a los gobiernos centroamericanos el Tratado Clayton-Bulwer (1850), en el cual se comprometían a que ninguno de los dos tendría derechos exclusivos sobre un potencial futuro canal que conectara a los océanos Pacífico y Atlántico. Este tratado sería anulado en 1901, por la firma del Tratado Hay-Pauncefote, que daba derechos exclusivos a EE. UU. sobre dicha ruta potencial. Dos años después, Panamá logra su separación e independencia de Colombia, con el apoyo militar de la potencia del norte, quien recibió a cambio la concesión del futuro canal transoceánico que fue inaugurado en 1914.
Con la construcción del Canal de Panamá la seguridad del istmo, entendida tanto en términos de amenazas externas como de la estabilidad política interna, tomaría una gran importancia dentro de la estrategia geopolítica estadounidense. En 1914, EE. UU. y Nicaragua firmaron el Tratado Bryan-Chamorro, 1 que otorgó al primero derechos exclusivos para la posible construcción de un canal transoceánico en el país, así como el arrendamiento por 99 años de las Corn Islands en el mar Caribe y el derecho, por la misma cantidad de tiempo, de establecer y controlar una base naval en el golfo de Fonseca, en la costa Pacífica. Sin embargo, a pesar de la capacidad que tenía EE. UU. para imponer este tipo de acuerdos diplomáticos y de la presencia dominante de empresas de capital estadounidense en la región, la situación política centroamericana seguía siendo bastante inestable. 2
Una explicación detallada de los motivos para esta inestabilidad supera los intereses de este escrito. Es suficiente plantear que la supuesta división de la vida política centroamericana entre partidos liberales y conservadores respondía más a alineamientos personales e intereses económicos específicos, que a una disputa ideológica significativa con respecto a la organización de la sociedad. Estas constantes disputas se daban entre bandas armadas leales a los distintos caudillos que luchaban por el poder estatal, el cual era visto como un botín del que emanaban un conjunto de rentas (impuestos, relación con empresas extranjeras, etc.) y recursos (puestos de gobierno, tierras, etc.), que eran distribuidos entre sus seguidores. El resultado fundamental es que los procesos de formación de Estado y de clase de los grupos dominantes eran prácticamente uno y lo mismo: la diferenciación entre grupos se producía en relación con la configuración del Estado, y dicha configuración estatal respondía a los vaivenes de la correlación de fuerza entre dichos grupos y sus formas de relacionamiento con los grupos subalternos (Bulmer-Thomas, 1993; Holden, 2004; Pérez Brignoli, 2018).
Si bien en cada país las relaciones de dominación que se objetivaron en los sistemas nacionales de poder mostraban ciertas diferencias, lo cierto es que todas estaban estructuradas alrededor del uso de la violencia para garantizar las relaciones de mando y obediencia. En este sentido, uno de los grandes problemas con los que se encuentran la mayoría de las élites centroamericanas en sus esfuerzos por modernizar y expandir el sistema de acumulación de capital, es el acceso a la fuerza de trabajo. Esto no se refiere necesariamente a falta de población que podía ser convertida en trabajo, sino al conjunto de barreras que existían para su captura en tanto fuerza laboral. Así, el proceso de despojo violento de las comunidades campesinas, negras e indígenas no era solo un mecanismo de concentración de tierras, sino también una forma de crear una población “libre” que se viera obligada a trabajar en las plantaciones. Esto en muchas ocasiones no era suficiente debido a la capacidad de las personas de “fugarse” y migrar a otras regiones (Grandia, 2009; León Araya, 2019), de modo que fijar y asegurar dicha fuerza de trabajo se convirtió en una tarea fundamental del Estado (Moulier-Boutang, 2006).
Es en este contexto que tenemos que pensar el proceso doble de modernización y centralización de la violencia y de formación de Estado que se inicia con el período liberal. Por ejemplo, Matilde González-Izás (2014) muestra cómo en Guatemala durante este período era difícil diferenciar entre altos rangos militares, terratenientes y políticos. No solo las mismas personas tendían a ejercer los distintos puestos en diferentes momentos, sino que el acceso a una posición permitía el acceso a las otras: por medio de ser general se podía acceder a tierras y el tener tierras se convertía en capital social que podía ser intercambiado por puestos políticos. No es de extrañar entonces que, además de luchar las guerras personalistas de los caudillos, dos de las funciones centrales del ejército eran vigilar y asegurar que las personas sin tierra trabajaran en las plantaciones, y desplazar a las comunidades indígenas y campesinas de sus territorios (González-Izás, 2014).
Esta función de asegurar el trabajo también era delegada a cuerpos no uniformados, como en el caso de las fuerzas auxiliares en El Salvador que estudió Patricia Alvarenga (1996). En este caso, el Estado permitía la creación de bandas armadas con autorización para arrestar a jornaleros desertores y expulsar a campesinos de sus tierras. Este modelo tenía dos ventajas: primero, permitía el reclutamiento e integración de un número de personas al sistema represivo, con un costo monetario ínfimo. Segundo, al utilizar personas de las mismas comunidades rurales, generaba rupturas en los tejidos locales, lo que limitaba su capacidad para oponer resistencia a los procesos de despojo (Alvarenga, 1996). Así, el poder policiaco del Estado no se limitaba a las fuerzas uniformadas, lo que, como veremos, se mantiene a través de la historia de la región.
Con el aumento de la importancia de los “trabajadores de la violencia” (Seigel, 2018) para asegurar el orden, vinieron también los esfuerzos por su profesionalización. En 1868, en El Salvador se creó la primera escuela de oficiales en la región y en 1873, la Escuela Politécnica de Guatemala. Estos impulsos eran apoyados por EE. UU. que buscaba la generación de una estabilidad política que fuera funcional tanto para los intereses económicos de sus empresas, como de su agenda geopolítica y de seguridad.
En términos diplomáticos, EE. UU. empujó la firma de un conjunto de tratados entre los gobiernos centroamericanos en 1907, y reiterados en 1923 bajo la rúbrica del “Tratado de paz y amistad”, donde se comprometían a no reconocer a ningún gobierno que llegara al poder por medios inconstitucionales. Esto, sumado a la presencia de los Marines estadounidenses en Nicaragua entre 1912 y 1933, servía como una fuerza disuasoria a cualquier intento en la región de salirse de esta línea. También es importante mencionar la “diplomacia del dólar” del presidente William Taft (1909-1913) que, fundamentalmente, consistía en convertir la dependencia económica de la región con respecto al financiamiento y la inversión europea en dependencia económica de EE. UU. Como señala Grandin:
Es durante estas primeras décadas del siglo XX, que los EE. UU. desarrollan los rudimentos de su excepcional y extraterritorial concepción de imperio, de que la idea de seguridad nacional, desarrollo capitalista en el extranjero, y reforma democrática global son objetivos indivisibles (2006, p. 27).
Sin embargo, esta lógica que buscaba, en palabras de Taft, sustituir las balas por los dólares, “lejos de llevar a la tierra prometida de la paz perpetua, dicha trinidad crearía para los 1920 algo similar a una guerra eterna”.
Para el caso centroamericano, esta guerra empezó a tomar forma en un contexto de alta crispación social, enmarcado por las crecientes demandas de una apertura política real al tiempo que se daba una mayor concentración de recursos por parte de las élites tradicionales, la creciente injerencia estadounidense y la profunda crisis económica desencadenada por la caída de los precios del café tras el desplome de la bolsa estadounidense en 1929. Esto generaba el temor de las clases dominantes, que pensaban que cualquier concesión a las clases subalternas se terminaría traduciendo en su caída. Así, en la década de 1930, estas élites estuvieron dispuestas a renunciar al control formal del Estado, a cambio de mantener su posición dominante en la sociedad (Bulmer-Thomas, 1993). El resultado: un conjunto de dictaduras militares personalistas que vinieron a imponer los intereses de las clases dominantes y a bloquear los intentos de democratización de las clases subalternas.
Esta es también una década de golpes de Estado. A pesar del antes mencionado Tratado de paz y amistad y el supuesto no-reconocimiento de aquellos regímenes que llegaran al poder por medios inconstitucionales, las nuevas dictaduras regionales llegaron al poder mediante su imposición por la fuerza donde las elecciones tenían una función cosmética y legitimadora de la imposición autoritaria del poder de grupos específicos (Argueta, 2008; Holden, 2004; Millet, 2006; Stanley, 2010).
En el caso de Guatemala, después del sangriento golpe de Estado de 1930, en el cual fue asesinado el presidente Baudilio Palma, el General Manuel María Orellana Contreras, líder de la revuelta, convocó a elecciones por temor a que su régimen no fuera reconocido por Washington. En las elecciones convocadas para febrero de 1931 salió electo Jorge Ubico, el único candidato inscrito. Cercano a los sectores más conservadores de la élite guatemalteca y a la United Fruit Co., Ubico lograría mantenerse en el poder hasta 1944 (Pérez Brignoli, 1988). El cambio de régimen impuesto por las armas era legitimado por una elección que venía a convertirse en dictadura. Algo similar encontramos en el caso del hondureño Tiburcio Carías Andino, quien en 1924 fue obligado por EE. UU. a entregar la silla presidencial que había ganado en el campo de batalla tras las turbulentas elecciones de ese año. En las elecciones de 1933 se volvería a presentar como candidato y esta vez lograría ser designado como jefe de Estado, puesto en el que se mantendría hasta 1949 cuando, de nuevo por presiones estadounidenses, se vería obligado a renunciar (Argueta, 2009).
En el caso salvadoreño encontramos una excepción a este proceso de lavado de dictaduras por medios electorales. En 1931 fue electo presidente por un amplio margen el terrateniente Arturo Araujo. Montado sobre una plataforma basada en un conjunto de promesas de apertura política y distribución de la tierra, la victoria de Araujo era un buen ejemplo de la debilidad de las organizaciones corporativas de las élites, así como de la ausencia de partidos políticos que pudieran participar en elecciones medianamente libres (Pérez Brignoli, 1988). Recién iniciada su gestión, el gobierno de Araujo se vio asediado por las organizaciones populares que le habían dado su apoyo político y que presionaban para que cumpliera con sus promesas de campaña. Sin embargo, la crisis fiscal del país, sumada a la resistencia recalcitrante de las élites, imposibilitó el avance de ninguna de estas reformas e hizo que el gobierno dependiera cada vez más de la represión de las fuerzas armadas.
Usando como justificación la creciente inestabilidad del país, así como la falta del pago de salarios a los militares debido a la crisis económica, en diciembre de 1931 Araujo fue derrocado por su propio vicepresidente y ministro de guerra, el general Maximiliano Hernández Martínez. La negativa de EE. UU. por reconocer al nuevo régimen no se hizo esperar. Sin embargo, Hernández Martínez se mantuvo en el poder manipulando la supuesta amenaza que presentaba el partido comunista para la estabilidad del orden terrateniente y burgués (Stanley, 2010).
En enero de 1932, a pesar de que el partido comunista había ganado la mayoría de los votos en las elecciones legislativas, el gobierno canceló los resultados, así como otro proceso electoral que estaba programado para más adelante en el año. Para el partido comunista, y particularmente para sus bases campesinas, esto demostraba que una rebelión armada era la única opción. Es decir, el cierre democrático se convertía en insurgencia. El alzamiento se llevó a cabo en la zona occidental del país a finales de enero de 1932, hecho que será recordado en la historia como “La Matanza” es todo lo que necesitamos saber sobre el desenlace. El gobierno militar de Hernández Martínez respondió rápida y contundentemente, ahogando la revuelta en sangre en menos de 72 horas. No existe un consenso de exactamente cuántas personas fueron asesinadas, pero los estimados colocan el número alrededor de 25 000, o aproximadamente un 2 por ciento de la población salvadoreña de ese período, relación que sube hasta tres cuartas partes en algunas de las comunidades involucradas (Gould y Lauria-Santiago, 2009; Stanley, 2010).
Con La Matanza, Hernández Martínez tuvo la posibilidad de estabilizar su gobierno presentando a las fuerzas armadas como el garante del orden en contra de la amenaza comunista. En relación con las élites nacionales, se presentaba como el hombre fuerte que podía ejercer la violencia en contra de sus enemigos de clase sin ningún rubor. Para EE. UU., Hernández Martínez había mostrado una gran eficiencia para traer al país bajo control y este se convirtió en el único conflicto interno centroamericano que no terminó con intervención armada de la potencia del norte. Para Stanley (2010), con Hernández Martínez y La Matanza se venía a instaurar en El Salvador una forma de Estado “extorsionista” (protection racket state) que se mantendría constante hasta los acuerdos de paz de la década de 1990, donde los militares, a cambio de imponer por la fuerza los intereses de las clases dominantes, accedían a todas las prebendas y beneficios del control formal del Estado.
En este sentido, la reproducción de esta forma de Estado extorsionista descansaba sobre la continuidad de una fuente de inseguridad que garantizara su necesidad y la capacidad para la movilización espectacular de violencia que demostrara su capacidad de gobierno. El resultado sería un ciclo que se repetiría a través del tiempo en el país: las fuerzas subalternas empujaban por un proceso de democratización del poder político en el país, lo que llevaba inicialmente a cierta apertura que luego era recibida con pánico por las élites que revivían los fantasmas del alzamiento de 1932, lo que impulsaba a los sectores más sanguinarios de las fuerzas del orden a responder con niveles espectaculares de violencia.
El rol de EE. UU. dentro de esta dinámica también es claro. En 1932 la capacidad del ejército salvadoreño para imponer el orden y reprimir la supuesta amenaza comunista fue suficiente para ir en contra del Tratado de paz y amistad que ellos mismos habían impuesto sobre la región. Más adelante, con el final de la Segunda Guerra Mundial (SGM) y el inicio de la Guerra Fría, el rol estadounidense en términos de seguridad en la región será aún más enfático, definiendo no solo cuáles son las fuentes fundamentales de inseguridad, sino también moldeando las agendas, formas de organización y lógica doctrinaria de las fuerzas del orden en la región.
En general, el período que va de finales del siglo XIX y la década de 1930 debe de ser visto como uno de co-formación de los Estados centroamericanos y el Imperio estadounidense: Si bien la importancia geoestratégica de la región dentro de la agenda estadounidense tuvo mucho que decir sobre el margen de maniobra que tenían los actores centroamericanos para definir su propia historia, lo mismo puede ser dicho de la influencia que tuvo la experiencia estadounidense en el istmo. Por ejemplo, la lucha en contra de Sandino en Nicaragua se convirtió en un campo de experimentación de formas de lucha contrainsurgente, que luego serán replicadas en la guerra de Vietnam (Millet, 2006). Más aún, en conjunto con la reacción mexicana tras la revolución de 1910 en contra de compañías estadounidenses, era claro que el nacionalismo antiimperialista latinoamericano era una fuerza que debía de ser tomada en cuenta. Es así como Greg Grandin (2006) menciona que la década de 1930 e inicios de los 1940 son de configuración de lo que se conoce como el “poder suave” del imperialismo estadounidense y que esto es el resultado en buena medida de su experiencia en América Latina.
La muy caliente Guerra Fría en Centroamérica (1944-1981)
El año 1944 muestra otro punto de giro en lo que refiere a la relación entre seguridad y formación de Estado en el istmo. Con la caída de Jorge Ubico en Guatemala y de Maximiliano Hernández Martínez en El Salvador, así como una actitud distinta de EE. UU., con respecto a las dictaduras, un viento de cambio y apertura parecía atravesar la región. Grupos de clase media, así como estudiantes y sus aliados del mundo obrero y campesino, empujaban por reformas políticas, económicas y sociales que les dieran un rol más activo en la formación del Estado y la distribución de la riqueza. A su vez, el período de la posguerra estará también marcado por una cierta bonanza económica, relacionada con el aumento en los precios del café y el banano, lo cual mejoraba la situación fiscal de los gobiernos (Bulmer-Thomas, 1993).
En términos de seguridad, en la década de 1940 inicia lo que Holden (2004) denomina el proceso de “globalización de la violencia pública”, mediante el cual las fuerzas del orden de distintos países del planeta empezar a formar parte de un complejo global de relaciones de capacitación e intercambio de tecnología, armamento, información y marcos ideológicos que venían a configurar la forma en que se entendía la seguridad. Un hito importante en este proceso es la aprobación en marzo de 1941 de la Ley de Préstamo y Arriendo (Lend-Lease Act) por parte del gobierno de Franklin Roosevelt.
Diseñada como una estrategia para circunvenir la política federal de neutralidad frente a los conflictos armados en Europa (Ley de Neutralidad de 1939), dicha ley le permitía al gobierno apoyar el esfuerzo bélico de sus países aliados, particularmente Gran Bretaña, por medio de contratos de donación, préstamo y arriendo de armas y suministros. En la práctica, esta ley vino a darle al poder ejecutivo una gran capacidad y discrecionalidad a la hora de dirigir su apoyo bélico. A finales de la SGM se entregaron más de USD 50 000 millones en ayuda militar a más de 30 países alrededor del globo. Centroamérica no era la excepción.
En 1941, Nicaragua y Guatemala aprobaron la instalación de bases militares estadounidenses en su territorio para la defensa aérea del hemisferio. En octubre de ese mismo año Nicaragua firmó el primer acuerdo de préstamo y arrendamiento, seguido por El Salvador, Honduras, Costa Rica y Guatemala durante 1942, para un total de alrededor de USD 5 millones en cooperación, la cual se concentró sobre todo en la creación de las fuerzas aéreas y significó un aumento dramático de la capacidad coercitiva de estos Estados que “debe haber crecido en al menos la mitad, y posiblemente más, en un período de solo tres o cuatro años” (Holden, 2004, p. 121).
Con el fin de la IIGM y el inicio de la Guerra Fría este proceso se intensificó. Para el caso latinoamericano, hacia finales de la década de 1940 se crea un marco institucional que articula la agenda geoestratégica estadounidense con la consolidación de las fuerzas del orden de la región. En 1946, se crea en la zona del Canal de Panamá la Latin American Ground School (LAGS), precursora de la Escuela de las Américas, con la idea de generar un espacio donde las fuerzas armadas latinoamericanas pudieran ser entrenadas y así llenar el vacío dejado por la ausencia de cooperación europea en este tema tras la SGM (Gill, 2004).
En 1947 se creó la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) de EE. UU., cuya misión formal era la recolección de inteligencia en el extranjero y llevar a cabo operaciones encubiertas. En ese mismo año, EE. UU. y la mayor parte de los países latinoamericanos, incluyendo todos los del Istmo, firman el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), también conocido como el Pacto de Río, el cual propone lo que se conoce como la doctrina de “defensa hemisférica”, que fundamentalmente plantea que un ataque contra un miembro es un ataque contra el resto. 3 Un año después, en abril de 1948 se crea también la Organización de Estados Americanos (OEA), cuyos supuestos objetivos eran fortalecer la paz y la seguridad, consolidar la democracia, defender los derechos humanos y promover el desarrollo económico del continente.
Es por medio de esta infraestructura diplomática y legal que la lógica imperial estadounidense se empezó a enlazar de forma más definitiva con las agendas de seguridad y la configuración de las fuerzas del orden latinoamericanas. Al mismo tiempo, la historia durante este período empezará a ser entendida como una batalla global entre el “mundo libre”, liderado por los EE. UU., y el bloque comunista, liderado por la Unión Soviética. En su traducción más concreta, desde la mirada de la seguridad estadounidense-latinoamericana, el mundo pasaba a estar dividido entre las fuerzas del orden, representadas fundamentalmente por lo militares, y las fuerzas del caos y el desorden, anidadas en la sociedad civil, la cual estaba llena de amenazas que debían ser anticipadas, combatidas y aniquiladas (Grandin, 2006; Gill, 2004; Roitman, 2019).
Según Holden (2004), los efectos de la globalización de la violencia pública para Centroamérica fueron fundamentalmente tres: primero, la capacidad coercitiva de los Estados no solo aumentó, sino que se concentró en los centros de comando de los ejércitos y policías, alejándose de los caudillos regionales, las milicias partidarias y los comandantes locales. Al mismo tiempo, después de la IIGM, las fuerzas del orden centroamericanas entraban a formar parte de la alianza del “mundo libre” en la guerra contra el “comunismo”, donde su misión nebulosa de defender la seguridad nacional los colocaba en un lugar distinto al resto del aparato estatal.
Segundo, las fuerzas del orden tuvieron acceso a nuevas formas de vigilancia y control de la población, incluida la creación de escuadrones de la muerte, con algún tipo de coordinación de los mandos centrales, lo cual los enfrentaba a ciertos sectores de la población. Tercero, en el proceso, todas las fuerzas del orden involucradas, incluyendo las estadounidenses, entraban a formar parte de una red global de colaboradores con un alto grado de codependencia y, por tanto, de complicidades.
Esta globalización vino acompañada de una cierta desnacionalización, en el entendido de que la reproducción de las fuerzas del orden ya no dependía tanto de las dinámicas internas del país, como de su articulación con la guerra en contra del comunismo. Al convertirse en el principal interlocutor con EE. UU., las fuerzas del orden pasaban a ser un actor político con una autonomía relativa frente a las estructuras tradicionales de poder político y a las dinámicas de acumulación de capital.
Podemos dividir el período de globalización de la violencia pública previo a la década de 1980 en dos subperíodos: 1) 1945-1959, marcado por un discurso orientado a la “defensa hemisférica” frente a posibles amenazas extracontinentales; y 2) 1961-1981, el rol de las fuerzas del orden latinoamericanas pasó a estar definido por la defensa del orden interno (Roitman, 2019). Exploraremos un golpe de Estado de cada subperíodo.
La Revolución guatemalteca y el nuevo modelo de golpes de Estado
El 1 de julio de 1944, en medio de un conjunto de protestas populares y llamadas a una huelga general, Jorge Ubico renunció a la presidencia guatemalteca. En su ausencia toma el poder una junta militar liderada por los generales Buenaventura Piñeda, Eduardo Villagrán y Federico Ponce. Rápidamente este último se hizo elegir presidente en un proceso dominado por las FFAA, pero que es derrocado poco tiempo después por un golpe de Estado militar con significativo apoyo popular, el cual instaura en el poder a una junta de gobierno liderada por el mayor Francisco Javier Arana, el capitán Jacobo Árbenz y el civil Jorge Toriello. La junta convocó a elecciones, en las cuales salió electo el educador Juan José Arévalo con un 85 por ciento de los votos, quien asumió la presidencia a partir del 15 de marzo de 1945.
Con Arévalo se inició un proceso reformista que es apoyado ampliamente por los sectores medios y populares, y aborrecido por la oligarquía tradicional que observa con temor su propuesta del “socialismo espiritual”, lo que se traduce en un proceso de creciente polarización política. En 1951, también con un significativo apoyo electoral, el militar Jacobo Árbenz sucedió a Arévalo en la silla presidencia y profundizó de manera significativa el proceso de cambio e impulsó la que ha sido denominada la primera “verdadera reforma agraria” en la región, en la que 1/6 de la población recibió tierra (Gleijeses, 1992).
Inicialmente, a pesar de estas reformas, la embajada estadounidense no parecía estar particularmente alarmada sobre la situación guatemalteca. Sin embargo, la United Fruit Co. (UFCO), posiblemente la más afectada por la reforma agraria, empezó un proceso de lobby de alto nivel en Washington para demostrar la supuesta amenaza comunista que significaba el gobierno de Árbenz (Gleijeses, 1992; Grandin, 2006).
En 1952, es electo Dwight Eisenhower como presidente de Estados Unidos, bajo la promesa de tomar una línea más fuerte en contra del comunismo. Esto, sumado a la campaña de la UFCO, así como la creciente presencia de miembros del partido comunista guatemalteco en el gobierno, cuya influencia fue exagerada por miembros del gobierno en Washington, cambiaría el destino de la llamada “Revolución guatemalteca”. En agosto de 1953 Eisenhower autorizó a la CIA, liderada por Allen Dulles, cuyo hermano John Foster era secretario de Estado y anteriormente había representado a la UFCO como abogado, quien ese mismo año había estado involucrado en el golpe de Estado en contra del primer ministro iraní Mohammad Mossadegh, para que iniciara la planificación de una operación que sacara a Árbenz del poder.
La campaña en contra de Árbenz, conocida como PBSucess, se convertiría en la receta que la CIA intentaría aplicar posteriormente en otros países del hemisferio. La idea fundamental era poder derrocar un régimen extranjero, involucrando la menor cantidad posible de soldados estadounidenses. Para esto, se proponía una combinación entre una campaña diplomática internacional para aislar y criticar al régimen y la supuesta presencia comunista, técnicas de guerra psicológica y el entrenamiento y armamento de una fuerza de disidentes políticos domésticos, quienes serían los encargados de poner los tiros y los cuerpos.
En lo que respecta a la guerra psicológica, supuestamente inspirados por la radio novela de la “Guerra de los mundos” de Orson Welles, que fue transmitida como un conjunto de boletines noticiosos, y con la asesoría del propagandista Edward Bernays, primo de Sigmund Freud y contratado en varias ocasiones por la UFCO, la CIA inició la transmisión de un conjunto de programas de radio y distribución aérea de panfletos que pintaban la imagen de que existía un gran movimiento clandestino de resistencia contra el gobierno. La idea era generar un ambiente de terror que minara la autoestima del gobierno de Arbenz, las fuerzas armadas y la población en general. En el frente armado, la CIA entrenó y armó una fuerza de 480 hombres, muchos de ellos mercenarios y no guatemaltecos, bajo el control del exgeneral Carlos Castillo Armas, quien se encontraba exiliado en Honduras.
La fuerza mercenaria invadió el país el 18 de junio de 1954 y el ejército guatemalteco, temiendo una represalia por parte de EE. UU., decidió no actuar. Al final, el 27 de junio, Jacobo Árbenz renunció a la presidencia y pasó a vivir en el exilio hasta su muerte en 1970. Por su parte, Castillo Armas pasaría a ser presidente de Guatemala y con él empezó un proceso sangriento de contrarrevolución en el que las élites tradiciones lograron recobrar muchas de las tierras que habían perdido durante la Revolución, así como su posición dominante sobre la sociedad, con las fuerzas armadas como gendarmes del orden y titulares del poder estatal hasta los acuerdos de paz en la década de 1990 (Grandin, 2006; Gleijeses, 1992; Tischler, 2001).
Sin embargo, el impacto del golpe de Estado guatemalteco de 1954 no terminó ahí. Una copia calcada se intentó replicar en contra de Cuba en la fallida invasión de Bahía de Cochinos. Más aún, los exiliados cubanos que tomaron parte de dicha invasión fueron entrenados en tierras guatemaltecas (Grandin, 2006). Pero ahí no termina la conexión cubana. Ernesto “Che” Guevara se encontraba en Guatemala durante el derrocamiento de Árbenz. Sería a través de la embajada mexicana que saldría exiliado a este país, donde conocería a Fidel Castro. La experiencia en Guatemala vendrá a marcar su forma de pensar sobre lo que se necesita para salvar una revolución. En 1954 escribirá en su diario en Guatemala que “es hora de que el garrote conteste al garrote y si hay que morir que sea como (Augusto César) Sandino y no como (Miguel) Azaña” (Pérez, 2013). En este sentido, Grandin plantea que
vistas juntas, estas dos revoluciones –una fallida debido a los EE. UU. (Guatemala), la otra victoriosa en contra de los EE. UU. (Cuba)– cayeron como una bomba sobre América Latina, polarizando políticamente al hemisferio e inflamando a una generación de activistas (2006, p. 45).
Es en este contexto de polarización que se llevará a cabo el segundo golpe de Estado que exploraremos para este período: la expulsión de Ramón Villeda Morales (1963) y el ascenso formal al poder de los militares en Honduras.
El golpe de Estado contra la democracia y el ascenso del reformismo militar en Honduras
Hacia finales de la década de 1950, la estrategia estadounidense de contención de la “amenaza roja” en el hemisferio empezó a inclinarse discursivamente hacia la promoción de la apertura democrática y una estrategia desarrollista en términos económicos, para generar un contrapeso al discurso soviético y mejorar las condiciones de vida de la población como una forma de desactivar los focos de descontento. En agosto de 1958, Eisenhower manifestó de manera pública y enfática la necesidad de desarrollar gobiernos representativos en toda la región. En ese mismo año, con apoyo del gobierno estadounidense, se estableció el Banco Interamericano de Desarrollo Económico (BID), y en 1959 se le extiende su apoyo al Mercado Común Centroamericano (MCCA), donde el BID operaba como una palanca para promover los intereses estadounidenses (Euraque, 2001).
En la década de 1960, este impulso desarrollista se terminó de consolidar en la Alianza para el Progreso, impulsada por el presidente John F. Kennedy, que promovía un conjunto de metas económicas (crecimiento económico, disminución de la pobreza y estabilidad económica) y cambios institucionales, incluidas reformas agrarias y promoción de la democracia representativa. Sin embargo, mientras que discursivamente se promovía un conjunto de reformas orientadas hacia la apertura democrática de los Estados que buscaban eliminar las condiciones estructurales de la desigualdad que llevaban a la insurgencia, en términos prácticos se seguían financiando y apoyando a las fuerzas armadas, que entendían estas reformas como darles espacio a los subversivos para impulsar una revolución (Grandin, 2006).
Esta tensión entre reforma y contención armada se profundizaría tras la Revolución cubana de 1959. Si antes la política estadounidense había perseguido la idea de crear un sistema y una lógica de seguridad hemisférica que protegiera al continente de amenazas externas, tras la Revolución cubana quedaba claro que el enemigo era más bien interno y tenía la cara de cualquiera que se opusiera al estatus quo: de estudiantes a sindicalistas, de catequistas a líderes campesinos. Más allá de las florituras reformistas, era claro que para Washington lo fundamental era fortalecer las capacidades de contrainsurgencia de los países de la región. Así, en 1963 la LAGS cambia su nombre a Escuela de las Américas y se orientó hacia la preparación de las fuerzas armadas latinoamericanas en su lucha en contra del comunismo, con la contrainsurgencia como el eje central de sus actividades (Gill, 2004).
En términos prácticos se desarrolló una dinámica de polarización política donde las élites más conservadoras rechazaban cualquier cambio y las organizaciones subalternas, que ven poco margen para que sus reclamos sean canalizados a través de medios formales, e inspirados por la experiencia cubana, empiezan a optar por la vía armada. A su vez, las fuerzas del orden, como los aliados privilegiados de EE. UU., terminaron mediando en las correlaciones de fuerza entre ambos bandos. Más que plantear si las fuerzas del orden eran conservadoras, o si podían ser progresistas, su accionar en este período parece estar marcado por las correlaciones de fuerza entre grupos dominantes y subalternos, y sus capacidades de maniobrar y manipular los discursos y prácticas contradictorias de la política regional estadounidense (Stanley, 2010). Encontramos un buen ejemplo de esto en el caso hondureño, entre finales de la década de 1950 y 1980.
Después de la renuncia de Tiburcio Carías a la presidencia de Honduras en 1949, inició un período de inestabilidad política y de aumento de la actividad de las organizaciones subalternas. En 1954, se llevó a cabo una masiva huelga bananera en la zona norte del país, que venía a mostrar la necesidad de ir más allá del garrote para garantizar la estabilidad política del país. Cuando en octubre de 1956, el presidente interino Julio Lozano intentó mantenerse en el poder por medio del fraude, las FFAA decidieron intervenir mediante un golpe de Estado y la convocatoria inmediata a una asamblea constituyente que escogería también al siguiente presidente.
El Partido Liberal llegaba a este proceso como la fuerza electoral más importante en el país y contaba con una mayoría aplastante en la asamblea constituyente (36 representantes contra 18 del Partido Nacional de Carías). Era claro que su candidato presidencial, Ramón Villeda Morales, sería electo presidente. Sin embargo, debido a la histórica relación entre las fuerzas armadas y el Partido Nacional, el Partido Liberal temía que si no llegaba a un acuerdo previo a las elecciones con las fuerzas del orden, no se les permitiría gobernar. Por ello, el Partido Liberal y las fuerzas armadas pactaron un canje: a cambio de permitir que Villeda Morales llegara a la silla presidencial, en la nueva constitución se incluiría un capítulo (XIII) para darle concesiones especiales a los militares, por ejemplo, gran libertad para definir sus propios presupuestos y muy poca fiscalización civil (Argueta, 2009; Holden, 2004).
Desde el principio, el gobierno de Villeda Morales estuvo definido por la tensión antes mencionada entre reforma y contrainsurgencia, intentando caminar la cuerda floja entre impulsar un proceso de modernización del país y limitar al mínimo la participación política de los grupos subalternos para no levantar las suspicacias de las FFAA. Con respecto al primer punto, el Estado empezó a tener una presencia mucho más activa dentro de la economía. En ese sentido, aprobó una ley de promoción industrial, un código de trabajo (1959) y creó el Instituto Nacional Agrario (INA) en 1961.
Sin embargo, en 1963, el margen de maniobra del gobierno se empezaba a agotar. Muchas de las bases populares del Partido Liberal miraban con desdén las concesiones dadas a las fuerzas armadas, así como el ritmo tan lento que mostraban las reformas. Por su parte, las élites tradicionales, articuladas alrededor del Partido Nacional mantenían una campaña constante contra el gobierno por “comunista” en los periódicos y en cartas dirigidas al embajador estadounidense.
Oswaldo López Arellano, líder supremo de las FFAA, desconfiaba del gobierno, en distintas ocasiones lo denunció por no hacer lo suficiente para combatir el comunismo. Tras la elección de Modesto Rodas como candidato presidencial del Partido Liberal, una figura altamente polarizante y con un discurso estridente y altamente antimilitar, López Arellano y las FFAA decidieron no jugarse el chance en el juego electoral y el 3 de octubre de 1963, pocos días antes de las elecciones pactadas para noviembre, Villeda Morales fue derrocado y enviado al exilio, junto con varios otros miembros del Partido Liberal, incluido Modesto Rodas (Argueta, 2009).
En términos generales, la supuesta amenaza comunista en Honduras en este momento era baja. Más allá del discurso antimilitar de figuras como Rodas, el Partido Liberal tenía una línea fundamentalmente reformista que buscaba la modernización del país, tenía pocos aliados dentro de las FFAA y no existía ninguna organización revolucionaria significativa en el país. Sin embargo, en el mensaje presentado por Oswaldo López Arellano para justificar su accionar operaba en esta lógica:
La siniestra amenaza que representa la infiltración de agitadores comunistas y de guerrilleros de tal tendencia… ponen en serio peligro nuestra vida institucional y la paz y la tranquilidad de las repúblicas vecinas de Centroamérica… Todo era indicativo de que el país se encaminaba hacia una segura agresión de las fuerzas comunistas, con el consiguiente peligro para la democracia representativa” (citado en Roitman, 2019, pp. 170-171).
Si la intención del golpe era detener los intentos de los grupos subalternos por ingresar en la vida política del país, este fue un rotundo fracaso. Después de la deposición de Villeda Morales el conflicto agrario en el país siguió en escalada, con el movimiento campesino realizando ocupaciones de tierra en distintas partes del país. La respuesta del gobierno, además de la represión, fue la expulsión de alrededor de 20 000 campesinos salvadoreños pobres que se encontraban en el país, lo que desencadenó un proceso de creciente conflicto en ambos países, que terminaría en julio de 1969 con la invasión de Honduras por parte del ejército de El Salvador, en la que se ha llamado la “Guerra de las cien horas” o la “Guerra del fútbol” (Kapuscinski, 1992; Anderson, 1983). En tanto conflicto armado, dicha guerra fue corta pero tuvo un impacto importante dentro de la correlación de fuerzas interna hondureña ya que puso en contacto a las FFAA con los grupos populares y enfrentó a una generación más joven de militares con los líderes viejos, quienes eran acusados de negligencia y de anteponer sus intereses y los de sus aliados de las clases tradicionales por encima de la patria.
En este contexto nacionalista, las FFAA se comprometieron a convocar a elecciones en 1971 y, en diálogo con sectores de clase media y de los movimientos campesino y obrero, se diseñó un plan mínimo de unidad que debería de guiar a fuera el que fuera el candidato electo. Sin embargo, el nuevo gobierno, liderado por Ramón Ernesto Cruz, del Partido Nacional, no solo no se acogió a dicho plan, sino que daba muestras de corrupción y de pactar con el Partido Liberal la repartición del presupuesto nacional. Decepcionado y enfurecido, el movimiento campesino amenazó con llevar a cabo una “Marcha del hambre” hacia la capital de Tegucigalpa si no se cumplía inmediatamente su demanda de una reforma agraria. Un día antes de que se cumpliera la fecha en la que se iba a llevar a cabo la marcha, López Arellano y las FFA decidieron actuar, llevaron a cabo un golpe de Estado y, ahora sí, asumiendo directamente el poder sobre el gobierno (Barahona, 2005).
Durante los siguientes años, las fuerzas armadas impulsaron un proyecto reformista de modernización del Estado en la misma línea de lo propuesto por Villeda Morales, incluyendo el impulso de una reforma agraria y la promoción del proceso de industrialización, apoyado en un acercamiento a las organizaciones laborales y campesinas que eran vistas como no-comunistas. La radicalidad inicial de la propuesta tuvo que ser disminuida debido a la resistencia de los sectores más conservadores de la oligarquía nacional y de empresas transnacionales como la UFCO.
Para mediados de la década, el proceso reformista estaba fundamentalmente muerto, en gran parte debido a un cambio en la correlación de fuerzas dentro de las FFAA. Una nueva generación de oficiales, muchos formados en la Escuela de las Américas, empezaron a asumir posiciones de mando y a cuestionar el populismo de López Arellano y la dirección que estaba tomando el proceso reformista, dándole tanto protagonismo a los grupos subalternos. En abril de 1975 López Arellano cedió su posición como líder de las FFAA a Juan Alberto Melgar, pero se mantuvo como jefe de gobierno.
Más adelante, en mayo, el Wall Street Journal publicó una nota reportando un supuesto soborno que López Arellano había recibido de una empresa bananera. Cuando este se negó a mostrar sus cuentas bancarias en Suiza como parte de la consecuente investigación, fue depuesto por Melgar Castro, quien asumiría el poder hasta agosto de 1978, cuando él fue también depuesto por una nueva junta militar.
Lo que nos muestra claramente el caso hondureño durante este período es el pragmatismo con el cual podía operar las FFAA con respecto a las correlaciones de fuerza interna. En 1963, López Arellano depuso a Villeda Morales por la supuesta influencia comunista dentro del gobierno, pero que en términos prácticos venía a intentar detener la creciente organización de los sectores subalternos. Nueve años más tarde, el mismo López Arellano lideraba otro golpe de Estado para remover a un gobierno que era la clara personificación de los sectores dominantes hondureños, e impulsar un proyecto reformista que buscaba una mayor democratización de la estructura agraria y una mayor participación de las clases medias en la economía.
Finalmente, en 1977, Melgar Castro venía a sustituir a López Arellano al frente del gobierno, deteniendo así el proceso reformista. Todo esto señala además la relativa autonomía de las FFAA frente a las dinámicas políticas locales y a la agenda de seguridad estadounidense. Esto se volverá aún más transparente en la década de 1980 cuando EE. UU., de la mano de los “halcones”, volverá su mirada hacia el Istmo centroamericano para salir de la resaca dejada por el fracaso militar en Vietnam, como veremos en la próxima sección.
Los 1980: La guerra es la paz
A mediados de la década de 1970, EE. UU. se vio obligado a abandonar la guerra en Vietnam. Más que una derrota militar, este evento representaba un fuerte golpe para la autoestima imperial estadounidense y obligaba a Washington a repensar su estrategia global. En términos generales, había dos posiciones: por un lado, quienes consideraban que había que asumir los cambios que se habían llevado a cabo en el contexto global y adaptarse a un mundo de pluralismo ideológico que cada vez más estaba fuera del control absoluto de EE. UU. Por el otro, los “halcones”, quienes veían en el Tercer Mundo poco más que una arena de conflicto entre ambos bloques donde cualquier tipo de apertura podría ser explotada por los soviéticos para avanzar su estrategia comunista (LeoGrande,1998).
Jimmy Carter, electo en 1977, vendría a ser el representante más claro de la primera línea. Con un discurso centrado en los derechos humanos, su gobierno buscó privilegiar la resolución diplomática de los conflictos en el Tercer Mundo y limitar la ayuda económica y militar que se le brindaba a regímenes represivos. En el caso centroamericano, una de sus primeras acciones fue la firma en setiembre de 1977 de los Tratados Torrijos-Carter, los cuales garantizaban la transferencia del control sobre el Canal de Panamá a partir de 1999. También, empezó a limitar los niveles de ayuda económica y militar a los cuatro países del norte del istmo que se encontraban bajo el control de dictaduras militares.
Lo anterior generó gran resistencia por parte de las FFAA y de las élites conservadoras, quienes especulaban sobre una conspiración pro-comunista por parte de “Jimmy Castro”, como el presidente salvadoreño de ese período, el General Romeo Lucas García, se refirió en una ocasión a Jimmy Carter (LeoGrande, 1998, p. 57). Por ejemplo, en 1977, los gobiernos de El Salvador y Guatemala prefirieron rechazar la ayuda militar estadounidense, a ser sujetos al escrutinio de su récord en materia de derechos humanos.
Sin embargo, este acercamiento se empieza a tambalear hacia finales de la década con la invasión de la Unión Soviética en Afganistán en 1978, y el triunfo de la Revolución sandinista en 1979. Desde la perspectiva estadounidense, estos eventos venían a poner en entredicho su estrategia geopolítica en general, y la política dirigida a Centroamérica en específico. De acuerdo con los detractores de Carter, la falta de apoyo a Nicaragua era lo que había llevado a la caída del régimen de Somoza por una fuerza guerrillera pequeña.
De acuerdo con Stanley, antes del derrocamiento de Somoza en octubre de 1979, la administración Carter le había prestado poca atención a lo que estaba sucediendo en El Salvador. Sin embargo, durante toda la década la situación política del país venía mostrando un proceso de polarización y escalamiento del conflicto armado entre los trabajadores de la violencia –FFAA y organizaciones paramilitares como la Organización Democrática Nacionalista (Orden)–, el conjunto de fuerzas guerrilleras que en 1980 se unificarán en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y un conjunto de organizaciones populares de izquierda que, por medio de huelgas y protestas, intentaban impulsar un cambio en el país.
Al mismo tiempo, este era un período de una relativa bonanza económica, en medio de niveles bastante elevados de concentración de la riqueza y las oportunidades por parte de la élite. En este contexto, el general Carlos Humberto Romero fue electo presidente en 1977. Durante los siguientes dos años, el gobierno de Romero estuvo marcado por dos tensiones: la preferencia de las fuerzas del orden de responder a cualquier cuestionamiento al estatus quo mediante la represión, y la presión ejercida desde EE. UU. para que el gobierno mostrara alguna mejora en el tema de la protección de los derechos humanos, lo que se traducía en esporádica moderación y tolerancia frente a ciertas protestas. También, de manera timorata, la administración de Romero trató impulsar ciertas reformas, incluida una propuesta de reforma agraria, las cuales fueron detenidas por la intransigencia de los sectores más conservadores de la élite económica (Stanley, 2010).
El resultado era una situación imposible para el gobierno. Primero, la violencia, lejos de detener las protestas, radicalizaba a un mayor número de personas que consideraban que solo con la rebelión armada se podría cambiar la situación en el país. Segundo, los sectores más represivos empujaban constantemente por una respuesta más enfática, y sangrienta, en contra de los “subversivos”. Tercero, dentro de las FFAA, una generación más joven de oficiales protestaba en contra de la brutalidad y corrupción que observaban al interior de la institución. Cuarto, la administración Carter presionaba por mejoras en materia de derechos humanos, así como porque lograra controlar el aumento de las protestas. Al final, el 15 de octubre de 1979, los oficiales más jóvenes orquestaron un golpe de Estado, terminando así con el gobierno de Romero.
En la proclama de las razones detrás del golpe, los conspiradores denunciaban los “privilegios ancestrales” de las clases dominantes y prometían un distribución más equitativa de la riqueza, llevar a cabo una reforma agraria, disminuir los niveles de represión y el desmantelamiento de “organizaciones extremistas” como Orden (Stanley, 2010). Demostrando también su compromiso con la apertura política, la junta militar revolucionaria conformó un gabinete lleno de civiles provenientes de la Democracia Cristiana, la Unión Democrática Nacional (un partido de izquierda), social demócratas, académicos y miembros moderados de la élite empresarial.
Tanto el discurso, como la composición del gabinete encendieron las alarmas de los sectores más reaccionarios del país. Para los sectores empresariales el nuevo gobierno era visto como una amenaza a su posición dominante en la sociedad. Para los mandos superiores de las FFAA, la propuesta de limpiar la corrupción en la institución e investigar las violaciones a los derechos humanos, incluyendo las desapariciones, era un peligro para su histórica impunidad. Para el embajador estadounidense, Frank Devine, aunque la junta era la mejor apuesta para un régimen democrático representativo, la llamada a hacer una purga de las FFAA ponía en riesgo la estabilidad y la jerarquía de estas, lo cual era inaceptable, particularmente tras la caída de Somoza. En lo que todos estaban de acuerdo es en que la presencia de miembros de la izquierda en el gabinete representaba una amenaza para la seguridad del país.
La respuesta no se hizo esperar. Mientras que formalmente la junta gobernaba el país, en las sombras se formaba un conjunto de alianzas entre la dirigencia militar que se sentía amenazada, miembros de las fuerzas paramilitares y civiles que brindaban apoyo financiero y político para impulsar una campaña de terror en contra de la población. Su cálculo era bastante sencillo: ya que era imposible ir en contra de los miembros de la junta como tal, debido a la atención internacional que estaba recibiendo el país, optaron por atacar su potencial base social. En el proceso, la campaña de terror le daba la razón a la desconfianza de la izquierda, alienando cada vez más al gobierno. Por su parte, el embajador Divine seguía insistiéndole a Washington sobre la necesidad de preservar la integridad de las fuerzas militares, minimizando los abusos de derechos humanos y argumentando que los ataques eran culpa de las víctimas por provocar a las FFAA.
Así las cosas, para diciembre del mismo año del golpe, los miembros civiles le presentaron un ultimátum al grupo de jóvenes oficiales que lo habían llevado a cabo: o se detenía la violencia y se avanzaba con las reformas a las que se habían comprometido, o renunciaban. La respuesta de los oficiales fue que eso sería imposible llevando así al fin el experimento de reformismo castrense. En lo que sigue de los ochenta el empuje del grupo de militares reformista sería sofocado y los sectores más sanguinarios y reaccionarios de las fuerzas del orden retomarían el poder absoluto sobre la estructura estatal.
Varios autores comentan que una de las razones centrales para el fracaso de la junta revolucionaria tenía que ver con la estructura misma de las FFAA (Stanley, 2010; LeoGrande, 1998). Entrenados desde jóvenes dentro de un marco anticomunista, era difícil hasta para los elementos más radicalizados ver sin sospecha las alianzas con la izquierda. También, la estructura vertical de las FFAA significaba que los oficiales más jóvenes y radicalizados tenían rangos más bajos que los mandos más reaccionarios y era difícil poder impulsar cambios, o ir en contra de ciertos lineamientos, sin romper con la jerarquía militar, lo que pocos estaban dispuestos a hacer. Esto operaba en contra de cualquier proceso de apertura y democratización, y en un país con una sociedad civil que estaba atemorizada o bajo tierra, las únicas opciones viables era callarse o unirse a la guerrilla. 4
Finalmente, el proceso de fortalecimiento de los sectores más reaccionarios y represivos de las fuerzas del orden se vería fortalecido en 1981, tras la “Ofensiva final” por parte del FMLN y la llegada al poder de Ronald Reagan. La Ofensiva final, fundamentalmente una campaña militar que debía venir acompañada de un proceso de insurrección popular, llevó a un estancamiento militar y obligó a Washington a tirar todo su peso detrás de las fuerzas del orden, por más autoritarias que fueran, abriendo de nuevo el flujo de apoyo militar hacia El Salvador; simplemente otra Nicaragua era inaceptable. Por su parte, la victoria de Reagan tuvo mucho que ver con su promesa de restaurar la hegemonía global de EE. UU. y de recuperar la autoestima que se había perdido con la derrota en Vietnam y Nicaragua.
Para su administración, todos los problemas del Tercer Mundo emanaban del conflicto contra los soviéticos y sería en Centroamérica, nos dirá Reagan, donde EE. UU. trazaría el límite al comunismo. En Nicaragua esto se traduciría en el financiamiento del movimiento de la Contra; en Guatemala, en el apoyo al genocidio indígena que estaba impulsando el Estado; en Honduras, en el fortalecimiento de las FFAA para que operaran como retaguardia y apoyo a las guerras en Nicaragua y El Salvador; y, en este último país, en ayuda militar del orden de USD 1 000 000 diarios para mantener su campaña de contrainsurgencia y terror (Grandin, 2006; Argueta y Walter, 2020).
Conclusiones
Los golpes de Estado, en tanto situaciones límite en las que todos los actores involucrados se tienen que posicionar al respecto, son ventanas privilegiadas a los procesos de formación imperial y estatal, y a las formas en que se negocia y concreta la solidaridad imperial. En este artículo hemos visto como los intereses geopolíticos estadounidenses, lejos de ser impuestos en Centroamérica de manera unilateral, tenían que ser negociados y coproducidos con las FFAA regionales en el marco de lo que Holden denomina la “globalización de la violencia pública”.
Como resultado de este proceso, la codependencia entre las FFAA centroamericanas y Washington fue aumentando, al mismo tiempo que las primeras adquirían una autonomía relativa con respecto a las correlaciones de fuerza entre grupos dominantes y subalternos en la escala doméstica. Así, en distintos períodos del siglo XX, conforme cambiaban los imperativos de seguridad de EE. UU., siempre en el marco de la doctrina Monroe, las FFAA renegociaban su posición en relación con el Estado, reservándose siempre el derecho de definir cuál era la mejor forma de entender la seguridad hemisférica y nacional y sus amenazas. Al mismo tiempo, esta interpretación siempre estaba mediada por una perspectiva donde el reformismo lleva a una apertura política que se traduce en oportunidades para el avance de los enemigos del orden.
Así pues, incluso en aquellos momentos en los cuales EE. UU. empujó con mayor ahínco una agenda de apertura política, como en los treinta y durante la administración Carter, las FFAA (y sus alianzas con las élites más reaccionarias) lograban hacerlas inviables, movilizando la amenaza comunista como excusa. En la práctica, este acercamiento se volvía en una profecía autocumplida: Se atacaban las propuestas reformistas por temor a abrirles oportunidades a la izquierda, pero una vez que el reformismo se volvía inviable, la única alternativa para aquellos que querían un cambio, era la opción armada. Dicho en otras palabras, el cierre de las alternativas reformistas llevaba a la polarización del espectro política y hacia un estado de guerra total y permanente.
En la década de 1990 y los procesos de paz, la mayoría de los actores involucrados no estaban en las mejores condiciones para producir un cambio estructural significativo. Las FFAA de los países del norte del istmo, con la excepción de Nicaragua, ingresaban al proceso desde una posición de relativa fuerza donde, si bien tuvieron que renunciar a algunos de sus privilegios y disminuir su tamaño y rol dentro del Estado, siguieron siendo actores de gran importancia. Además, su funcionamiento interno sigue dejando poco espacio para los desacuerdos y el diálogo, lo que claramente va en contra de cualquier entendimiento de la democracia.
En el caso de las élites económicas, con algunas excepciones, su poder político y económico salió intacto de los conflictos armados, y más bien lo que se observa es un proceso de transnacionalización y mayor articulación con actores globales (Robinson, 2003; Segovia, 2005). Además, en este caso los principios de la propiedad privada y el libre mercado son incompatible con procesos de inclusión política y social. Finalmente, en el caso de la sociedad civil, la saña de la estrategia contrainsurgente en contra de cualquiera opuesto al estatus quo, se tradujo en el aniquilamiento de actores que tendrían que haber sido clave en la imaginación y producción de otros futuros después del conflicto. 5
En este contexto, los acuerdos de paz hicieron poco por transformar las condiciones estructurales de desigualdad que habían engendrado los conflictos armados en primer lugar. No es de extrañar entonces que prontamente la región volviera a estar sumida en un estado generalizado de violencia y exclusión. Tampoco es de extrañar que las respuestas a esta situación caminaran por los mismos cauces. Las últimas décadas han visto en todos los países del istmo, con la excepción de Costa Rica y Panamá que no cuentan con ejércitos, una mayor presencia de las FFAA en tareas de seguridad interna y la reaparición de organizaciones que recuerdan a los escuadrones de la muerte de los ochenta, revirtiendo el que quizás había sido el mayor logro de los acuerdos de paz (Argueta y Walter, 2020).
Aunado a lo anterior, casos como el de “La línea” en Guatemala han mostrado como las redes de corrupción que unían a militares y civiles durante el período anterior, lejos de desaparecer, se han adaptado a los nuevos tiempos. Además, los vínculos cercanos entre las FFAA y presidentes con tendencias a la concentración del poder político alrededor del poder ejecutivo, como Juan Orlando Hernández o Nayib Bukele, nos deberían de hacer abandonar nociones del “retiro” de los militares de la escena política. Más aún, es importante recordar que en el caso de Honduras, este “regreso” de las FFAA se dio a través de un golpe de Estado.
El aumento de la participación militar en el tema de seguridad no se ha traducido tampoco en un descenso de los niveles de violencia en la región. Quizás esto tiene que ver con que esa nunca ha sido su función. El poder policiaco, tal y como ha sido presentado en este artículo, tiene como función la imposición y reproducción del orden liberal burgués, el cual descansa sobre la institución de la propiedad privada. Desde esta perspectiva encontramos un hilo que conecta al siglo XX con lo que ha pasado en el último par de décadas en la región: la utilización de la violencia para mantener en su lugar a los grupos subalternos y todas aquellas personas que se levantan en contra del estatus quo. Si antes las FFAA se encargaban de proteger los intereses y las tierras de la UFCO, hoy en día lo hacen de proyectos extractivistas, como la represa hidroeléctrica en Río Blanco, Honduras, o las plantaciones de palma aceitera en el Valle del Polochic en Guatemala (Global Witness, 2020). En otras palabras, el cambio en las dinámicas de acumulación de capital viene con la identificación de nuevas amenazas, pero se mantiene la necesidad de la violencia para asegurar el orden. A su vez, este sigue siendo un punto de articulación de la solidaridad imperial.
El discurso estadounidense de la “guerra contra el comunismo”, que justificó los regímenes de seguridad nacional en el istmo durante el siglo XX, le dio paso en la década del 2000 a la guerra contra “el terrorismo” (contra “las pandillas” en la traducción regional) y actualmente contra “el narcotráfico”. En cada caso lo que se combate son las manifestaciones de la desigualdad y la miseria producida por la forma de articulación periférica de Centroamérica al capitalismo global (Paley, 2018).
A través de estos cambios de discurso lo que se mantiene es la cooperación estadounidense en materia de seguridad, lo que cambia es el vocabulario: lo que antes era entrenamiento para la lucha “contrainsurgente” es ahora para la lucha en contra del “crimen organizado”, sin que esto signifique un cambio importante en los contenidos y prácticas (Gill, 2004). También, cada ciclo de asistencia en seguridad ha terminado por crear la necesidad del siguiente ciclo (Schrader, 2019). Por ejemplo, no es ningún secreto que mucha de la infraestructura actual del tráfico de drogas a través de Centroamérica y hacia EE. UU. se produjo durante la Guerra Fría mediante los circuitos de apoyo a la lucha contrainsurgente en El Salvador y Nicaragua (Marshall y Scott, 1991).
Finalmente, lo que también se mantiene a través del tiempo es la promesa de que el orden liberal burgués traerá consigo una mejoría en las condiciones de vida de la población en general. Es en nombre de dicha promesa que se justifican las prácticas iliberales de las fuerzas del orden en contra de sus enemigos de turno. En el contexto actual de los supuestos doscientos años de vida independiente centroamericana, vale la pena preguntarnos si los costos de tantos años de guerra permanente han valido la pena de una promesa cuyas posibilidades de materialización para la mayoría de la población centroamericana, siguen estando tan lejos como cuando por primera vez fue formulada.