1. Introducción
La relación entre modernismo e identidad nacional es una temática que ha sido abordada dentro de los más diversos contextos en los estudios de las artes y que conlleva tanto las problemáticas de la definición de modernismo como los debates sobre la expresión o construcción (performativa) de una supuesta identidad, sea individual o colectiva. En el caso de los estudios de danza son innumerables las investigaciones que han trabajado la temática del nacionalismo teniendo como objeto de estudio distintos géneros y poéticas, como el ballet romántico y posromántico, la modern dance, la Ausdruckstanz, el ballet moderno o la danza modernista, entre otras.1 Por ejemplo, el estudio de Susan Manning, Ecstasy and the Demon: Feminism and Nationalism in the Dances of Mary Wigman (1993)2 es una muestra clara de un estudio que analiza en la primera danza moderna las articulaciones entre modernismo, nacionalismo y feminismo en distintos contextos sociopolíticos. Según la investigadora, fue la definición aportada por Benedict Anderson del nacionalismo como «comunidad imaginada» la que le ayudó a comprender cómo las proyecciones de la «alemanidad» en la danza moderna de Wigman podían articular conexiones entre los cuerpos individuales y el cuerpo colectivo de una nación (Manning, 2006). Los estudios de Mark Franko (2019) en los que refiere a la modern dance norteamericana -como en los que aborda las obras de Graham que referían a la búsqueda de una identidad estadounidense-, o los de Lynn Garafola (1998, 2013) en relación con Les Ballets Russes -especialmente cuando analiza la articulación entre el modernismo y el nacionalismo cultural ruso- resultan antecedentes insoslayables en el acercamiento a la temática.
Este trabajo se ubica en esa línea y se enmarca en un proyecto de investigación más amplio sobre los problemas de la construcción de una identidad nacional argentina en/desde el ballet durante la primera mitad del siglo XX, especialmente las décadas de 1910, 1920 y 1930. A su vez, pretende continuar con la indagación vinculada al problema de la conceptualización del «primer ballet argentino» que he trabajado en otra ocasión (González, 2022). En esta oportunidad pretendo hacer una aproximación al caso de Cuadro campestre, un ballet coreografiado por Bronislava Nijinska, estrenado en el Teatro Colón de Buenos Aires en 1926 y posteriormente caracterizado como uno de los primeros ballets locales en abordar una temática «autóctona».3 Me limitaré a revisar cómo Cuadro campestre ha sido considerado en la historia de la danza en Argentina y el contexto histórico-cultural en el que se estrenó el ballet.4
Es preciso notar que en los principales relatos de historia de la danza en Argentina las referencias a Cuadro campestre son prácticamente inexistentes (Malinow, 1962; Destaville, 2005), lo ubican dentro de los primeros intentos de realización de un primer ballet argentino sin mencionarlo (Kriner y García Morillo, 1948), o mencionándolo (Giovannini y Foglia de Ruiz, 1973); en otras ocasiones, lo caracterizan como uno de los primeros ballets locales en usar música de un compositor argentino (Papa, 2010) o, simplemente, como uno de los ballets coreografiados por Nijinska (Tambutti, 2000; Destaville, 2008). Sin embargo, otras veces fue citado como ejemplo de una coreografía basada en «temáticas autóctonas» (Casañas, 2010). En la misma dirección, Carlos Manso (2008) mencionaba que Nijinska había dado a conocer «el primer ballet con argumento de la ruralia argentina: Cuadro campestre, con música de Constantino Gaito (y) escenografía y vestuario de Rodolfo Franco» (p. 55).
Así, al criterio de nacionalidad del compositor musical (Gaito) y del escenógrafo (Franco), se le sumaría como definitorio el criterio temático del argumento del ballet. Ahora bien, ¿por qué, a diferencia de La flor del Irupé (Romanov, 1929), no fue considerado este ballet como el «primer ballet argentino», sin más? ¿Acaso la temática vinculada al trabajo rural/criollo, a un mundo que tiene al paisaje de la pampa y al habitante rural como representantes de una de las imágenes más fuertes de la identidad nacional argentina, no eran suficientes para considerarlo como tal? ¿Estamos ante el primer ballet «criollista», o definirlo como tal sería una caracterización forzada?
Si bien Carlos Manso menciona que se trata del primer ballet «con argumento de la ruralia argentina», faltaría confirmar de qué modo este ballet refería al ambiente rural del país. Como se verá a continuación, no solo no es algo fácil de afirmar, sino que se podría brindar la respuesta contraria. Sin embargo, más allá de si existen o no elementos para afirmar o negar que alude al campo argentino, la pregunta siguiente es si cualquiera de esas respuestas es producto de una reacción al contexto histórico-cultural en el que se estrenó el ballet, enmarcado por un criollismo popular con el cual el Teatro Colón no podía estar totalmente aislado. Por tal razón, es menester en primer lugar abordar brevemente el fenómeno cultural -profundamente dialógico- del criollismo rioplatense.
2. El criollismo “desde abajo” y el criollismo “desde arriba”
El término «criollo» es un concepto conflictivo y ambiguo que ha tenido distintas referencias, usos y connotaciones a lo largo del tiempo. En la época de la Colonia se acuñó para designar peyorativamente a los africanos nacidos en el nuevo continente, luego a los hijos de los peninsulares nacidos en América y en la época de la Independencia y hasta muy avanzado el siglo XIX refería a aquel que había nacido en América por oposición al extranjero (Chicote, 2013; Adamovsky, 2016). En ese sentido, el criollo podía vivir en la ciudad o en el campo. En Argentina es en el último tercio del siglo XIX -con el proceso de modernización y urbanización de las ciudades- cuando se apela al término en contraste con lo urbano y se asocia a lo gaucho, a la vida y a las prácticas de la campaña (Chicote, 2013).
Esta ruralización del término, sin embargo, no está libre de conflictos, ya que al asociarse con la figura del gaucho y la vida campesina también es ubicado en otros sistemas de referencias y, por lo tanto, susceptible de cambios semánticos y valorativos: se ubica -no sin tensiones- del lado de la tradición frente a la modernización, del pasado frente al presente, de lo idiosincrático frente a lo cosmopolita, de lo propio frente a lo foráneo, pero también del lado de lo popular frente a lo culto o de la «barbarie» frente a lo europeo y lo «civilizado».
Con la publicación del poema El gaucho Martín Fierro de José Hernández (1872) y del folletín Juan Moreira, de Eduardo Gutiérrez (1879-1880), se marca un estallido del criollismo popular y se condensan dos figuras modélicas que tuvieron gran pregnancia y productividad en las artes y en el imaginario social desde entonces. Como menciona Gloria Chicote (2013),
Estos gauchos fijados en letras de molde en el mismo tiempo que el gaucho de carne y hueso estaba desapareciendo, dieron lugar al desarrollo del criollismo. El surgimiento de nuevos actores sociales dio lugar a la constitución de un nuevo público y a la paralela explosión de la «matriz criollista» de la literatura argentina (…) (p. 24)
Adolfo Prieto (1988), en El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna, daba cuenta de la importancia de la alfabetización para la creación de un público lector, el surgimiento de los medios de comunicación masiva para la difusión de la literatura popular, así como el rol del criollismo en la construcción de una identidad nacional reconocible al proveer símbolos comunes de identificación. Según él, el aire rural de la literatura criollista se instaló en el corazón de la fiesta de carnaval, en los centros tradicionalistas, en los clubes, en los teatros, en los circos y en otros espacios.
Si bien Prieto había señalado la desaparición del criollismo en la década de 1920, hay quienes han refutado esta idea desde distintos abordajes, como Elina Tranchini (1999) al investigar la construcción del imaginario criollista en el cine argentino desde la década de 1910 hasta la de 1940; Ezequiel Adamovsky (2016), al analizar la circulación y recepción de representaciones visuales del criollo entre 1910 y 1955; o Matías Casas (2016), al estudiar las representaciones del gaucho en manifestaciones políticas e institucionales, como los centros tradicionalistas bonaerenses entre 1930 y 1960.
En ese marco, grosso modo, se podría definir al criollismo como un movimiento cultural que comprendía una constelación de producciones orales y escritas, musicales, visuales y performáticas, provenientes de distintas fuentes y plasmadas en diversos formatos de amplia circulación, que estaban vinculadas a la vida rural y «a la caracterización del gaucho como tipo regional y étnico» (Fasce, 2018, p. 2). Se trató de un fenómeno cultural cuyo período de mayor esplendor se desarrolló entre las últimas décadas del siglo XIX y mediados del XX, aunque su legado pervive en la actualidad.
Es preciso señalar también que con el Centenario de la Revolución de Mayo en 1910 se produjo un resurgimiento de los debates sobre la identidad nacional argentina, especialmente por el temor ante la «desintegración de la nación» como consecuencia del aluvión inmigratorio. Esto trajo aparejado que varios intelectuales y artistas se preocuparan por cambiar el rumbo de la tendencia europeísta y volcaran la mirada hacia el propio continente, hacia tradiciones previamente desechadas (la herencia indígena y criolla, por ejemplo), e impulsaran la invención de tradiciones mediante la revalorización de la cultura local, lo que se conoció como primer nacionalismo o nacionalismo cultural. Sin embargo, como señalan Alejandro Cattaruzza y Alejandro Eujanian (2002), en los propios festejos del Centenario la imagen que se quería transmitir era europea y el gaucho desentonaba con esa imagen oficial. En realidad, su recuperación vino pocos años después, cuando el Martín Fierro sería entronizado tanto por Leopoldo Lugones como por Ricardo Rojas como la obra nacional por excelencia (Cattaruzza y Eujanian, 2002). Esto manifiesta, por un lado, que las estrategias desplegadas por el Estado y las clases dirigentes para afirmar el sentimiento de nacionalidad no había corrido hasta entonces por las sendas del criollismo (sino por la exaltación de los héroes nacionales) y, por otro lado, que esta consagración del Martín Fierro despejaba el camino «para la posterior canonización por parte del Estado» (Cattaruzza y Eujanian, 2002, p. 109) que se daría a fines de la década de 1930.
Horacio Legrás, en su lectura de Prieto -retomado por Adamovsky (2016; 2019)-, menciona que el criollismo constituyó además una estrategia representacional de asimilación mediante la cual los inmigrantes, pero también los obreros, los peones rurales, la gente de clase media, los empleados públicos, entre otros, construían, en distintos espacios de sociabilidad, una identidad simbólica en oposición a la élite gobernante. Esa identidad se realizaba performativamente a través de la imitación del habla, las costumbres y los trajes criollos que reinstauraban en la ciudad una estética gauchesca que estaba desapareciendo rápidamente de la escena rural (Legrás, 2010). El criollismo, por lo tanto, tuvo una función articuladora de los distintos sectores populares que les permitía construir una comunidad más allá de sus heterogéneos orígenes y procedencias.Por tal motivo, caracterizar a Cuadro campestre como «criollista» es, inicialmente, problemático, tanto por la disciplina en la que se inscribe como por el lugar en el que se produce, circula y consume como bien de alta cultura. Por lo tanto, la distinción que realiza Adamovsky entre un criollismo popular («desde abajo») y un criollismo nativista («desde arriba») resulta totalmente útil para comprender el dialogismo del fenómeno y los intentos, desde los sectores elitistas e intelectuales, de depurar, controlar y domesticar la imaginería gauchesca. Es decir, si el libro de Adamovsky (2019) centra su atención en el vasto criollismo popular, este artículo se focalizará en un ejemplo singular de su contraparte. En consecuencia, ¿Cuadro campestre podría ser visto como un ballet que responde con un criollismo «desde arriba» al prolífico criollismo popular todavía muy presente en la década de 1920 (para nada en extinción)? ¿Representaría un intento más por parte de las élites de controlar lo incontrolable? ¿Acaso podríamos caracterizar a Cuadro campestre como el primer ballet con argumento de la ruralia argentina (es decir, criolla) o es la mirada retrospectiva lo que incide directamente en la resemantización de la obra como tal? Para responder estas preguntas es necesario ajustar el lente y enfocarse en el ballet, en la concepción coreográfica de Bronislava Nijinska y en la recepción de la obra por parte de sus contemporáneos.
3. Cuadro campestre, de Bronislava Nijinska
Cuadro campestre tuvo su estreno mundial en el Teatro Colón de Buenos Aires el 21 de septiembre de 1926. El ballet, como su nombre lo indica, daba cuenta de una temática vinculada al mundo rural, tenía música del compositor argentino Constantino Gaito y escenografía y vestuario de Rodolfo Franco. Los roles estaban interpretados por la misma Nijinska (La segadora), Anatole Wiltzak (El segador), Leticia de la Vega, Dora Del Grande, Blanca Zirmaya y el resto del cuerpo de baile (segadoras y segadores). Según el programa de mano, el argumento de Cuadro campestre se resumía en las siguientes líneas:
Las plásticas de las posturas y el ritmo del movimiento en el trabajo físico tómanse como motivo de la composición coreográfica.
El trabajo en el campo.
El reposo. Danzas y parejas amorosas. Se reanuda el trabajo. Comienza a llover y se retiran los segadores. (Teatro Colón, 1926, s.p.)
Como se puede observar, en su dimensión temática5 el argumento parece reducirse a una serie de acciones que se desarrollan en un marco sin muchas precisiones. De lo escueto del contenido no parece desprenderse, en principio, una gran narrativa: la acción transcurre en un tiempo no especificado y se ubica en un espacio rural. Si bien Nijinska y Anatole Wiltzak se individualizan como segadores -tanto en el programa como en la fotografía que trabajaré más adelante-, en el argumento no se identifican personajes individuales o protagónicos, sino colectivos («parejas amorosas», «los segadores») que realizan distintas acciones durante una jornada en el campo (trabajar, descansar, bailar) hasta que la acción se interrumpe por la lluvia y se retiran. En la dimensión configurativa, el ballet tiene una estructura externa de un cuadro y, si nos atenemos al programa y suponemos que no se trata de evocar momentos previos al trabajo en el campo, la acción comienza con el cuerpo de baile «trabajando», es decir, realizando movimientos estilizados de tareas rurales. En ese sentido, la estructura interna del ballet se compone en cuatro macrosecuencias que marcarían un ritmo general: trabajo, interrupción del trabajo (descanso, baile), trabajo, interrupción del trabajo. Esa sucesión alternada genera la idea de repetición y de rutina. Tampoco hay un clímax dramático evidente y el final está dado por una abrupta causa externa (la lluvia). Así, los momentos de interrupción son los que se identifican como momentos de contraste con el trabajo rural propiamente dicho. En ese sentido, si tenemos en cuenta que la obra toma como material para la composición «las plásticas posturas y el ritmo del movimiento en el trabajo físico», se puede ver que es el procedimiento de estilización de aquellos movimientos que refieren al trabajo rural el que los constituye en motivos temáticos y coreográficos.
En su dimensión enunciativa, se puede observar la construcción de un espectador implícito que necesita cierta información para familiarizarse con la poética de movimiento de la coreógrafa. Así, la primera oración del programa no comienza con un tema del argumento, sino que realiza una aclaración sobre la composición misma: le alerta al espectador que lo que verá no será la narración de una historia compleja que sería necesario explicar en el programa, sino más bien la utilización de un procedimiento en una obra que toma como motivo el movimiento físico. Que el título sea, incluso, Cuadro campestre no solo refiere a su propia estructura externa (una obra en cuadros), sino que da indicios de cierta preponderancia descriptiva de la composición, en construir una imagen, un tableau del mundo campestre.
Este breve análisis descriptivo permite inducir una posible poética de movimiento de la obra que estaría en sintonía con la concepción coreográfica de Bronislava Nijinska. Si lo pensamos en relación con los argumentos frecuentes de las historias de gauchos, que tomaban al Martín Fierro o Juan Moreira como prototipos (la historia de un gaucho que por algún hecho injusto es empujado a transformarse en fugitivo y a luchar contra la autoridad) la diferencia salta a la vista de inmediato: el ballet más bien cambiaría la relación de la figura/fondo, tematizando en cambio el fondo sobre el que esas historias de gauchos individuales se desplegaban, el ambiente rural en sí y el trabajo de los habitantes del campo.
Como menciona Lynn Garafola (2022), Nijinska se establece como una figura crucial en la diseminación del modernismo del ballet. No sólo en sus obras, como por ejemplo Les Noces (1923), sino también en su ensayo «Sobre el movimiento y la Escuela de Movimiento» publicado en Schrifttanz en abril de 1930 (basado en su tratado sobre teoría coreográfica de 1920) se evidenciaba su inclinación hacia el modernismo/formalismo.6 Este ensayo comenzaba diciendo que el movimiento era «el elemento principal de la danza, su trama» (p. 1). Así, no solo el movimiento se afirmaba como el elemento fundamental (y definitorio) de la disciplina -en correspondencia con la búsqueda por la especificidad de las artes de la teoría formalista7-, sino que al mencionar que era «su trama» (seiner Handlung; its plot), se realizaba un gesto de inversión con el modo de representación mimético-narrativo, pero utilizando precisamente un término central de ese modo de representación. Que la «trama» de Cuadro campestre fuera precisamente el movimiento del trabajo físico rural podría ejemplificar esa misma inversión: parafraseando con ciertas licencias a Clement Greenberg (2006) -y jugando con las referencias-, se podría decir que frente al «cuadro» de Nijinska uno tomaría conciencia del movimiento antes, y no después, de tomar conciencia de lo que ese movimiento contendría de «campestre».8
Hay que recordar también que para la teoría modernista/formalista el arte no es ruptura con el pasado y la tradición, la crítica es inmanente (autocrítica) y el fin no es subvertir la disciplina, sino afianzarla. En ese sentido, Nijinska menciona que no hay que ignorar o destruir aquello que constituye el fundamento de la mecánica del arte de la danza. Es decir, se deben introducir renovaciones y eliminar lo que no sirve, pero no demoler lo viejo ni destruir los fundamentos. Por esa razón, Nijinska critica tanto las escuelas que estudian solo la antigua técnica de la danza, como aquellas otras que, por el contrario, la niegan absolutamente, ya que ninguna de ellas brindaría una educación suficiente para que los bailarines y las bailarinas puedan trabajar con una persona innovadora en el arte coreográfico, con el renovador de la coreografía (mit dem Erneuerer der Choreographie). Es preciso, en consecuencia, tener en consideración el contexto de los años veinte y repensar la articulación entre modernismo y tradición en Cuadro campestre, ya que, en esa década, la idea de novedad aparecía como un valor central y era llevada adelante por una generación (joven) que emergía como un nuevo sujeto político, autoconvocado a transformar la historia. Los llamados años locos, menciona Patricia Funes (2006), «lo eran menos por el fox trot y el “desenfreno” que por la entronización de “lo nuevo” como categoría existencial, cargada de valores positivos en sí mismos» (p. 32). Es decir, lo nuevo aparece como nuevo fundamento de valor. Sin embargo, estas proclamas de novedad y modernidad no venían solas. En los distintos metatextos de las llamadas vanguardias latinoamericanas (manifiestos, declaraciones, etc.) «se exhibe lo moderno y lo cosmopolita al lado de exigencias de identidad propia, nacional, regional, étnica, mezclada con recusaciones al imperialismo» (p. 34). Esto puede observarse en el manifiesto de la revista Martín Fierro, que llamaba a percibir la «NUEVA sensibilidad» a la vez que aceptaba las consecuencias y responsabilidades de «localizarse» (Martín Fierro, 1924, p. 25). Tampoco postulaba una ruptura absoluta con el pasado: como con el álbum familiar, la relación con el pasado era tanto para «descubrirse al través de un antepasado» como para «reírse de su cuello y de su corbata» (p. 25). El mismo título de la revista que aludía directamente a un gaucho emblemático daba cuenta de esa tensión entre modernidad y tradición.
Notemos lo que decía Adolfo Prieto (1988) en El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna:
A mediados de los años veinte (…) llegaban a su ruidoso pináculo las experiencias de renovación vanguardistas nacidas en el clima prometedor de la primera posguerra. Muchos de los jóvenes vanguardistas, nacidos en el filo del nuevo siglo en pleno auge de la imaginaría criollista, contaban, de hecho, con una infancia impregnada por la lectura más o menos clandestina de los títulos mayores de la serie. No sorprende, en consecuencia, que en los momentos de razonar las bases de una literatura que fuera todo lo moderna que la ola de la vanguardia internacionalista suponía y todo lo nacional que la pertenencia a un territorio y a una historia específica parecían reclamar algunos de ellos, se decidieran a empalmar ambos niveles de expectativas. (p. 22)
Cuadro campestre también podría pensarse como un intento por empalmar ambos niveles de expectativas: por un lado, con el trabajo de una coreógrafa innovadora que se ubicaba en la tradición del ballet moderno de Les Ballets Russes y, por otro, con una temática que reenviaba al mundo rural.
Como observa Beatriz Sarlo (1983) en su estudio sobre la revista Martín Fierro, las cuestiones sobre la argentinidad y la cultura nacional aparecen como requisitos para cumplir el programa de renovación estética, lo que no deja de generar ciertas contradicciones, como por ejemplo entre el nacionalismo cultural, por un lado, y «los predicados europeos y cosmopolitas de renovación estética», por el otro (pp. 170-171); o la afirmación de la novedad a la vez que se remite a una tradición cultural previa (p. 171). Dice Sarlo:
Con estos elementos se construye ese compuesto ideológico-estético que es el martinfierrismo y, en general, la vanguardia del veinte. La tensión populismo/modernidad o nacionalismo/cosmopolitismo informa acerca de un hecho significativo, casi una constante de la cultura argentina del siglo XX. (p. 171)
En ese sentido, el programa de renovación estética argentina de la década del veinte no habría sido un contexto reacio al modernismo de Nijinska, que tampoco rechazaba el pasado y la tradición. Ni, incluso, a contenidos «criollistas». Por el contrario, ambos parecían confluir y complementar esa búsqueda reformista de la vanguardia argentina. No es casual, por lo tanto, que desde el Teatro Colón hayan decidido contratarla. En efecto, la decisión puede ponerse en sintonía con los debates del año anterior sobre el arrendamiento del teatro y el tipo de espectáculos que debería brindar: el concejal socialista Alejandro Castiñeiras proponía el 27 de octubre de 1925, por ejemplo, incentivar el ballet moderno más que la ópera, que veía en retroceso y consideraba más costosa:
A mi juicio, se podrían hacer temporadas de menor costo, y sin riesgos tan graves, realizando en el teatro Colón espectáculos de una categoría o nivel artístico mucho más alto de los que se han dado hasta hoy. Yo recuerdo las temporadas de los años 1913 y 1917, en las que se dieron aquí, por primera vez, los ballets rusos, en su verdadera expresión (…). Aquellos ballets de 1913 constituían realmente una alta expresión de arte puro en el que hermanaban admirablemente: la pintura, la danza y la música. Aquella temporada, en lo que respecta a los ballets, costó muy poco, y hoy día se podrían realizar exactamente los mismos espectáculos, porque existen en Europa compañías capaces de renovar las inolvidables escenas que nos brindaron Fokine y (Diaghilev). (Honorable Concejo Deliberante, 1925, p. 1861; el énfasis es mío)
Lynn Garafola (2022) menciona que hacia enero de 1925 Nijinska dejó la compañía Les Ballets Russes y comenzó su carrera como coreógrafa «freelance»: dictó clases en Londres, inició su propia compañía llamada Théâtre Chorégraphique, fue contratada para realizar distintas producciones en la Opéra de Paris, retornó a Les Ballets Russes para coreografiar Romeo and Juliet (1926) y fue contratada como directora coreógrafa del recientemente creado Cuerpo de Baile Estable del Teatro Colón de Buenos Aires para el bienio 1926-1927.
Nijinska ha sido considerada la directora-coreógrafa que realmente dio forma al Cuerpo de Baile Estable del Teatro Colón de Buenos Aires. Según Garafola (2022), fue Nijinska (no Bolm) quien transformó tanto al Teatro Colón como a sus bailarines y bailarinas: gracias a ella que el teatro agregó algunas obras más modernistas que las de Fokine y con quien se logró el disciplinamiento y la homogeneización del cuerpo de baile. Incluso así lo consideraba la misma Nijinska que, en una entrevista brindada a Última Hora con motivo de su regreso al país en 1933, recordaba: «En 1926 hallé anarquizada la ‘rotonda’, cuando me fuí, dejé todo ordenado, bailarinas obedientes, estudiosas y de intachable conducta» (Última Hora, 1933, p. 6).
Garafola señala que Nijinska dejó una profunda huella en el repertorio del teatro:
In two years Nijinska refocused the repertory, shifting it to the Paris-centered imaginary of the Russian emigration. In so doing she not only expanded the circulation of works produced by the Ballets Russes, but also hastened the consolidation of those works into an international modernist canon. (Garafola, 2022, p. 224)
Efectivamente, con Nijinska el Teatro Colón no solo agregó nuevas obras del repertorio de Diaghilev, sino que también incorporó obras de su Theatre Choréographique como Holy Etudes, Le Guignol y On the Road (renombrado como Momento Japonés). Il Carillon Magico y Cuadro campestre constituyeron, precisamente, las dos nuevas obras que puso en escena Nijinska en 1926. Ahora bien, ¿de qué modo la prensa local recibió estas nuevas obras? ¿Cómo reaccionó frente a Cuadro campestre?
4. La recepción periodística de Cuadro campestre
La recepción periodística y las referencias al ballet son escasas. Solamente los principales periódicos de la época anunciaron y atendieron el estreno de los Espectáculos de baile del Colón, en el que se presentó Cuadro campestre. De las más de treinta publicaciones periódicas que he podido relevar hasta el momento (diarios y revistas culturales de la época, principalmente) las referencias a Cuadro campestre son limitadas o inexistentes.
Un mes antes del estreno del ballet, el periódico El Diario anunciaba que los espectáculos coreográficos de la temporada de primavera estarían a cargo de «la eminente bailarina Bronislava Nijinska», a quien presentaba como una figura excepcional en el ámbito de la danza y avalaba sus credenciales a partir de la crítica europea -especialmente parisina- que la calificaban de «estupenda e incomparable» (El Diario, 1926, p. 12). Lo que no se mencionaba de alguien que ocupaba el cargo de directora-coreógrafa era -paradójicamente- su relevante trabajo como coreógrafa.
En el programa de mano, por el contrario, aparecían en su biografía aquellas obras que le habían dado prestigio, como Les Noces (con música de Stravinsky), Les Biches (con música de Poulenc) y Le train blue (con música de Milhaud), entre otras, y a modo de aval algunos «juicios críticos» de los principales periódicos europeos sobre la calidad de su trabajo: la llamaban «gran artista», «incomparable», destacaban su compañía «admirablemente disciplinada» y la originalidad de su labor artística. Su resumen biográfico, en el programa de mano, finalizaba con una alusión claramente intencionada y prometedora:
(…) actualmente trabaja en el Teatro Colón, de Buenos Aires, donde advierte las grandes posibilidades y esperanzas que pueden fundarse para el desarrollo del joven cuerpo estable de danza recientemente instruído (sic) en el teatro municipal. (Teatro Colón, 1926, s.p.; el énfasis es mío)
Los primeros ballets de Nijinska presentados en la temporada hacia fines de agosto fueron Un estudio religioso (estreno mundial), L’Après-midi d’un faune, de Nijinsky, Guiñol y Una noche en el Monte Calvo. Aquellas «posibilidades y esperanzas» que se mencionaban en los programas de la temporada parecían cumplirse poco a poco. El diario La Nación, por ejemplo, alababa los ballets presentados y constataba que
(…) una dirección con un conjunto moderno refinadamente inteligente ha modificado, en poco tiempo, los elementos de que se ha valido para realizarla. Es decir, estos eran buenos, faltaba quien supiera animarlos con otras ideas. (La Nación, 1926, p. 6)
Cuadro campestre se estrena junto con los ballets Las sílfides, Intermedio bailable (Danza Española y Danza Gitana), Momento japonés y A orillas del mar. A comparación del espectáculo de ballets presentados el mes anterior, este programa de obras resultó, tanto para La Nación (1926) como para La Razón (1926), menos interesante y menos feliz que el primero. Específicamente sobre Cuadro campestre, La Nación (1926) mencionaba que estuvo «bien bailado» pero que no aportaba mucha novedad, y destacaba la excelente disciplina que iba adquiriendo el cuerpo de baile (p. 10).
La Prensa, por su parte, realizó una crítica más virulenta del programa general, sostenida en el modelo propuesto por Les Ballets Russes. Según el cronista, si lo que había hecho a la compañía de Diaghilev «una manifestación superior de arte, única en el teatro» había sido «la admirable unidad de valores existentes en los elementos que los componían», esto no parecía ser lo que el cronista había observado en la función, donde «la heterogeneidad de los programas musicales» contaban con «piezas indignas de un teatro de la categoría del Colón» (La Prensa, 1926, p. 14). La crítica fundamental tenía que ver con la música elegida por Nijinska. Específicamente sobre Cuadro campestre el cronista decía:
«Cuadro campestre» se inicia con la vigorosa obertura «Ederia», bailándose las «Danzas Fantásticas», ambas ya conocidas. La coreografía de Bronislawa Nijinska no concordó mayormente con el espíritu de la música y no se singularizó por su novedad y su elegancia. (La Prensa, 1926, p. 14; el énfasis es mío)
Si bien coincidía en el diagnóstico de La Nación, el diario La Razón atribuía las causas del «no tan feliz» espectáculo al cuerpo de baile, que consideraba «todavía un poco bisoño» y que solo podía «acertar a medias en las empresas a que lo lanza(ba) su directora» (La Razón, 1926, p. 7). De Cuadro campestre solamente mencionaba que estaba realizado sobre las Danzas fantásticas de Constantino Gaito (introducidas por la obertura Ederia del mismo compositor) y que había sido una de las obras que completaron el programa de una velada «mediocremente interesante» (p. 7).
Posiblemente, esa falta de novedad era más bien una no identificación de las innovaciones coreográficas de Nijinska en cronistas que tenían una formación más musical que dancística y que, por ejemplo, consideraban que la coreografía debía concordar con la música. A su vez, si la coreografía debía concordar con la música y a esta era a lo que se prestaba más atención, entonces la composición de Gaito -que no era nueva- parecía «contaminar» con esa falta de novedad también a la coreografía. ¿Cuál podría haber sido la novedad, en términos coreográficos, que esperaban ver los críticos de la época en los ballets de Nijinska? Paradójicamente, parece que la referencia de novedad que los críticos tenían en mente correspondía a una «vieja» referencia vinculada a la primera etapa de Les Ballets Russes y a las obras de Fokine, el mismo modelo que había recordado el año anterior el concejal Castiñeiras, citado más arriba.
A su vez, al ofrecer una serie de acciones estilizadas vinculadas al trabajo rural, la atención del espectador ya no se dirigía a intentar comprender una narración intrincada y sus peripecias, sino a observar y percibir esos cuerpos en movimiento. Esto es, quizás, lo que haya atentado contra las expectativas de algunos críticos que vieron un cuadro sin acción ni música original y, por lo tanto, lo consideraron de menor categoría. Tal vez eso explique, incluso, las pocas reseñas periodísticas.
Como se puede ver, en ninguno de los comentarios aparecían alusiones al contenido «rural», sino más bien, por un lado, a la música preexistente de Constantino Gaito (que, con la obertura Ederia, retrotraía al ballet al menos a la época del Centenario cuando se presentó en el último Concierto sinfónico de música argentina que se realizó en el marco de esas celebraciones) y, por otro lado, al estado actual del recientemente creado cuerpo de baile.9 Es decir, si con la utilización de la música la temporalidad reenviaba al pasado, en el cuerpo de baile y en la figura de Nijinska aparecía cierta esperanza futura.
Según el mismo Constantino Gaito en una entrevista periodística, hasta 1922 con Flor de nieve había sido europeizante, y fue con Ollantay que se produjo un cambio en su producción hacia una concepción americanista (El Diario, 1929, p. 3).10 A partir de allí, menciona Gaito, comenzó a estudiar con mayor ahínco el folklore americano. Pero si bien Cuadro campestre fue un ballet estrenado unos meses después de Ollantay, por las críticas periodísticas sabemos que no tuvo música original, sino que utilizaba partituras compuestas con anterioridad y ya conocidas por el público porteño. Este dato resulta importante, porque muchas veces la atribución «nacionalista» de ballets locales ha estado otorgada por la tendencia «nacionalista» de la composición musical o bien por la nacionalidad del músico. Por lo tanto, habría que preguntarse qué lugar tuvo efectivamente la música, de modo de no atribuir contenidos «nacionalistas» a una composición de la que, por el momento, solo pueden hacerse conjeturas.11 La pregunta, entonces, queda pendiente. Si el argumento no realizaba especificaciones espaciales y podría haberse tratado de un «cuadro campestre» de cualquier otra parte, ¿acaso el hecho de que en ese momento Gaito era considerado un compositor ligado a la tendencia nacionalista haya sido lo que habría permitido resignificar el argumento del ballet para establecer que trataba sobre la «ruralia argentina»? Una referencia muy escueta en el periódico La Argentina -uno de los pocos que consideró el espectáculo de bailes positivamente- podría leerse en ese sentido. Decía: «como nota local, interesó particularmente el cuadro campestre del maestro Constantino Gaito, que interpretaron Bronislava Mijinska (sic) y Anatole Wiltzak, secundados por elementos del elenco» (La Argentina, 1926, p. 4; el énfasis es mío).
Si resulta difícil identificar algunos elementos que faciliten localizar ese ambiente rural en Argentina, habría que reorientar la mirada hacia el decorado y el vestuario. Sobre el decorado de Rodolfo Franco, más allá de algunas alabanzas, tampoco hay datos específicos: el diario La Prensa, por ejemplo, calificaba a la escenografía como «sintética», «sencilla» y «agradable» (22 de septiembre de 1926, p. 14).12 En cuanto al vestuario, una fotografía atribuida a Cuadro campestre (Imagen 1), sin identificación del autor, puede brindar alguna información.

Fuente: copia reproducida en Durante (2008, p. 55)
Figura 1 Fotografía de Cuadro campestre, de Nijinska (1926).
La fotografía se divide en dos mitades que presentan dos bloques de distintas jerarquías: a la izquierda, un grupo de bailarinas de pie que llevan sobreros adornados con flores, blusas blancas y polleras, rodean a una pareja que se encuentra sentada (Witzak y Nijinska: él sosteniendo una hoz y ella, junto a él, sin sombrero y con un arreglo floral en su cabeza). Incluso algunas de las segadoras llevan gavillas o atados de cereales que marcan diagonales bajo las cuales se encuentran, como bajo un techo a dos aguas, la pareja. Hacia la derecha, tres filas de segadoras en distintos niveles son retratadas sin particularidades que llamen la atención. Claramente, el peso de la imagen se encuentra en el bloque de la izquierda, aunque es el de la derecha el que tiene mayor luz, especialmente por la línea que configuran las blusas blancas de las bailarinas de pie. Como se puede observar, a la vez que comparte un modo de representación de fotografías de elencos que abordan temáticas criollistas (Imágenes 2, 3, 4 y 5), hay una evidente decisión en el lugar que ocupa cada bailarín y bailarina en la composición visual de conjunto. Los cuerpos están dispuestos coreográficamente para la cámara y la fotografía se establece, así, no solo en un registro, sino en un «cuadro campestre» en sí mismo.

Fuente: El Telégrafo, (1926, p. 8)
Figura 2 Fotografía del «elenco gaucho» de Pepe Podestá en Tucumán.

Fuente: Diario del Plata (1926, p. 5)
Figura 3 Fotografía del elenco de una «pieza campera» de Enrique Muiño.

Fuente: La Época (1926, p. 1)
Figura 4 Fotografía de una de las escenas de «representación criolla» del Teatro Infantil Labardén que se presentó en la Plaza Congreso.

Fuente: Caras y Caretas (1926, s.p.)
Figura 5 Fotografía de jóvenes aficionados de Lomas de Zamora que tomaron parte en el festival realizado en el Teatro Español.
Como salta a la vista, la vestimenta no presenta ningún tipo de accesorio o marca que remita a alguna localización geográfica, sino que parece referir -por el contrario- a un tipo universal de campesino idealizado, desligado aparentemente de cualquier particularismo.
Tanto por el contenido del ballet como por los comentarios periodísticos de la época, Cuadro campestre no parece haberse identificado como representante de un «arte nacional» que permitiera ubicarlo como el primer ballet con argumento de la ruralia «argentina». Quizás, entonces, haya sido el contexto cultural en el que se desarrolló el ballet lo que permitió resemantizarlo y caracterizarlo posteriormente bajo el signo de una tema «autóctono», especialmente por el tópico del mundo rural y del trabajo campesino en un momento de resignificación de las representaciones literarias del gaucho. Recordemos que el año 1926 es también el momento en que se publica Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes. Como menciona Yvonne Bordelois,
Si el Facundo presenta al gaucho como victimario -la tesis- y el Martín Fierro como la víctima -la antítesis-, Don Segundo Sombra, escrito al filo de la desaparición del gaucho, lo presenta claramente y auténticamente como maestro. (cit. en Funes, 2006, pp. 302-303).
Se trata, justamente, de una «novela de aprendizaje pampeano», tal como la definía Borges (1974, p. 194). Para que la pampa y el interior del país comenzaran a aparecer como reservorios de la tradición y de la identidad nacional había sido necesario que dejaran de ser sede de la llamada «barbarie». Como observa Sarlo (2020), si la pampa, por ejemplo, había expresado el horror vacui de Sarmiento y había horrorizado a los intelectuales del siglo XIX que querían poblarla -ya que el desierto era el mal creador de la barbarie-,13 en Güiraldes, en cambio, había sido «un fundamento, una imagen de totalidad reconciliada, el escenario de un vínculo orgánico con la tierra y la tradición» (p. 277; el énfasis es mío).
En ese sentido, la homogeneización de los personajes del ballet como campesinos sin distinciones, en el que el vestuario intenta borrar cualquier tipo de diferencias físicas, y el hecho de poner en primer plano el movimiento de los cuerpos en la labor rural y en su tiempo de ocio, permite enmarcarlos en una serie de representaciones de la época que también reivindicaban una imagen del habitante rural ejemplar14 y de la pampa (naturaleza) domesticada, como aquella totalidad reconciliada que mencionaba Sarlo.
En esa línea, Cuadro campestre puede ubicarse en esas tentativas del criollismo «desde arriba» de brindar representaciones tranquilizadoras del habitante rural como reacción a la constelación del imaginario del criollismo popular. Si tomamos la idea de pensar la coreografía como un dispositivo disciplinario, estructurador de las danzas y del movimiento, racionalizador del espacio y del tiempo (Tambutti, 2018), entonces esto puede ponerse en sintonía con los modos en los que la literatura y otras artes también intentaron controlar ciertas imágenes vinculadas a la representación del habitante rural.
Y sin embargo…
5. Derivas posibles: desde arriba, desde abajo y desde los costados
Y sin embargo, es también posible pensar que sí existe algo particular, algo irrefutablemente territorial: el cuerpo de los bailarines y de las bailarinas.

Fuente: Durante (2008, p. 50)
Figura 6 Fotografía del Cuerpo de Baile del Teatro Colón de Buenos Aires, reproducida en los programas oficiales de la Temporada de 1927.
Adamovsky (2019) ha estudiado cómo el criollismo ha sido un canal para tematizar la heterogeneidad étnica de la nación contra los discursos blanqueadores que sustentaban el mito de una Argentina blanca. El Teatro Colón, en ese sentido, ha sido una institución que desde su inauguración jugó un rol fundamental en la construcción de una autorrepresentación nacional «blanca» y «europea». Estos atributos, sin embargo, ¿pueden aplicarse sin tensiones a todos los cuerpos retratados en las imágenes del Cuerpo de Baile (Imágenes 1 y 6)? ¿Serían los cuerpos reales los que impedirían cualquier intento de abstracción o universalismo? ¿Marcaría Cuadro campestre, desde los cuerpos de los bailarines y de las bailarinas en plena formación, lugares minúsculos de conflicto y de tensión al interior mismo de la imagen que intentaba construir un criollismo «desde arriba» abstracto y sin fisuras? Posiblemente el hecho de que el público supiera que se trataba del primer grupo de bailarinas y bailarines argentinos (incluso reconociendo a algunas de ellas y a sus pares extranjeros) haya sido un elemento fundamental a la hora de localizar dicha «ruralia», entre tantas otras posibilidades, en una Argentina «criolla».
Hay, a su vez, otro aspecto que podría pensarse como disruptivo de ese ballet si se tiene en cuenta cierto sustrato ideológico de la imaginería criollista: lo que sí mostraba el ballet eran hombres y mujeres que trabajaban y descansaban por igual. En ese sentido, en contraste con el mundo masculino del criollismo «desde arriba» y «desde abajo», como así también de los personajes solitarios como Martín Fierro y Juan Moreira, en Cuadro campestre aparecía una dimensión colectiva del trabajo rural que era, a su vez, casi exclusivamente femenina, lo que permitiría establecer otras lecturas e interpretaciones del ballet.
Por el momento quedarán por explorar, en el futuro, estas derivas, esas fisuras, grietas y marcas en la composición coreográfica de aquel enigmático «cuadro» campestre.