Transmitir cómo se escribe un artículo académico es un enorme desafío. Es un acto que supone enfrentarse a múltiples retos que no se pueden reducir solo a la enseñanza técnica de cómo escoger fuentes, distinguir entre las que son primarias y secundarias, o el uso de los manuales de estilo. Sin menoscabar su importancia, porque sí la tiene y que luego retomaré, articularé mi ensayo en dos partes. En la primera parte, apostaré por una lectura que vaya más allá, y que ponga sobre la mesa las dificultades políticas y subjetivas que conlleva sentarse a escribir un texto académico. En la segunda parte, profundizaré en aspectos particulares de la escritura de artículos académicos.
De entrada, quiero dejar como establecida una premisa que guiará toda la exposición: todo acto de escritura es, por definición, un acto intersubjetivo; es un acto de intercambio. Tomo como base para definir intercambio el concepto de don del sociólogo Marcel Mauss (1979), quien lo piensa como un regalo que orienta a la acción recíproca. Crea un sistema de prestaciones que introduce a las personas involucradas a una red de intercambios, con lo que se crea un lazo social (p. 153-263). Así, sostengo que el acto de escritura conlleva en sí mismo un lazo social; está dirigido de forma simultánea a otro y a otras personas semejantes.
Descompongamos la frase anterior. En un sentido lacaniano, el Otro se entiende como el orden simbólico, concepto que Lacan recupera de la obra del antropólogo Levi-Strauss, quien sostenía que el mundo social está estructurado por leyes que regulan las relaciones de parentesco y el intercambio de dones. Ahora bien, como la forma básica de intercambio es la palabra y los conceptos solo pueden ser pensados a través del lenguaje, lo simbólico es una dimensión lingüística (Evans, 2007 ). Sin detenerme en exceso en los meandros de la teoría lacaniana, apuntar a que la escritura es un acto dirigido a un Otro presenta dos implicaciones anudadas entre sí. La primera, relativa al campo donde se pronuncia ese enunciado como un acto de intercambio; en otras palabras, qué tipo de estructuras y leyes regulan eso que se denomina academia y quienes devienen representantes de ese Otro. La segunda, es cómo el orden simbólico político contemporáneo permea y ordena el discurso académico.
Lo que conocemos como academia es el resultado de procesos históricos discontinuos. Es decir, no se puede pretender que la forma de conceptualizar a la academia en la Antigüedad griega o en los monasterios europeos medievales sea idéntica a como se entiende en nuestros días; así como tampoco se puede reducir la experiencia de la academia a su filiación eurocéntrica, ya que todas las culturas humanas han tenido alguna forma de maniobra sobre el saber.
Sin embargo, un sentido que atraviesa esta experiencia histórica es que a lo interno de a las academias se crean prescripciones orientadas a establecer qué se considera conocimiento legítimo y qué no. Al menos desde una perspectiva occidental, el saber se entiende articulado y comunicable sobre la base de la coherencia a partir de un tipo de episteme (Eidelsztein, 2001), la cual, como bien trabajó Foucault en diversas obras, como La arqueología del saber (1979), Las palabras y las cosas (2010) y El orden del discurso (2005), no está exenta de ser política:
en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad (p.14).
Por tanto, ingresar a la escritura académica supone navegar una serie de exigencias que van más allá de la situación puntual de cada persona escritora. Estas exigencias, presentes o no en la conciencia de la persona autora, actúan como una experiencia de trasfondo que enmarca nuestra producción y orienta de alguna manera nuestro deseo. Se escribe en un espacio habitado por circunstancias que presionan hacia una dirección determinada, frente a las cuales, hay que ver qué se hace, cómo se resisten o cómo se resignifican. Mencionaré algunas, aunque es claro que puede haber más.
En primer lugar, la persona académica debe enfrentarse a una jerarquía tácita de saberes que, por razones económicas1 antes que teóricas o empíricas, apunta a que las áreas STEM ‒acrónimo en inglés de los términos Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemática‒ son mejores2 que las humanidades o las ciencias sociales. Eso ha tenido por consecuencia que haya algunos sectores que desprecian de entrada ciertas formas de escritura académica, como el ensayo teórico-conceptual o la investigación cualitativa; o, todavía peor, que aboguen por la desaparición de áreas completas del pensamiento solo porque no producen ganancia económica.
En nuestro caso, la psicología, en tanto disciplina que subsume numerosas corrientes de pensamiento y que circula entre las ciencias de la salud y las ciencias sociales, no está ajena a este racionalismo presionante. Se expresa en los debates estériles que quieren colocar en un pedestal las aproximaciones cuantitativas o de corte experimental frente a los estudios cualitativos o teóricoconceptuales, apoyándose en ocasiones en el uso dudoso de conceptos que casi nunca se definen como tal, como el de evidencia. ¿De qué concepto de evidencia se trata? ¿Desde qué marco filosófico-científico se entiende este concepto? ¿Qué concepto de ciencia está detrás de este? ¿Qué tipo de filosofía de la ciencia está operando detrás? Es curioso que estas preguntas no suelan ser abordadas por discursos que, de forma paralela, quieren hacer pasar una epistemología como más rigurosa que otras, cuando son estas las preguntas mínimas que tenemos que responder para explicitar nuestras premisas ontológicas y, así, no andar repitiendo afirmaciones sin ningún tipo de rigor académico.
Es claro que, con este comentario, mi intención no va, en ninguna circunstancia, en la línea de rechazar a priori los hallazgos y aportes al conocimiento que realizan estas subáreas de nuestra disciplina, así como tampoco estoy afirmando que todas las personas que hagan abordajes experimentales o cuantitativos desconozcan los compromisos ontológicos y epistemológicos a los cuales responden. Todo lo contrario, a lo que apunto es que las razones de fondo que sostienen esas jerarquías de saberes deben ser problematizadas y reconocidas como efectos del orden político y económico imperante, las cuales afectan de forma directa cómo las personas investigadoras piensan sus respectivas carreras y cómo esto presiona hacia una dirección determinada de escritura. Así, es claro que, bajo las circunstancias actuales, para muchas personas académicas puede ser tentador inscribirse en esos discursos sin cuestionarlos porque esto les brinda un halo de mayor legitimidad que se traduce en obtener más visibilidad y unavance más rápido en sus carreras académicas.
En segundo lugar, no se puede obviar el efecto que ha tenido la creciente cuantificación del mundo en las academias. Exponer el porqué de este fenómeno supondría dar toda una discusión acerca del despliegue del capitalismo, la aceleración técnico-industrial y sus efectos materiales en la forma en cómo comprendemos el progreso, tema que me desviaría considerablemente del asunto; pero, si a alguien le interesa, basta con darse una vuelta por George Simmel (1986) o por Agnes Heller (1996), quienes identifican como causante de esta cuantificación de la vida la presencia del dinero como tasador universal, o la interpretación de David Harvey (1998) acerca de cómo los relojes y las máquinas modificaron nuestra percepción del tiempo y la productividad.
Esta presión se expresa en las academias bajo la forma de publicar o perecer, aforismo bajo el cual se describe la presión a la que nos vemos sometidas las personas académicas, no solo en demostrar qué estamos trabajando, sino en hacerlo rápido, como si tuviéramos un reloj interno que con su tic tac marca el paso de una escritura acelerada y desesperada a la vez. Esta preocupación ha sido motivo de una intensa discusión académica que ha llevado a cuestionar esta presión desmesurada por publicar constantemente. En esa línea, es particularmente ilustrativa la carta enviada a la revista Trends in Ecology& Evolution, en la que tres investigadores se preguntan por la obsesión que tiene la academia con las cuantificaciones:
We live in the era of rankings. Universities are being ranked, journals are being ranked, and researchers are being ranked. In this era of rankings, the value of researchers is measured in the number of their papers published, the citations they received, and the volume of grant income earned. Academia today is governed by one simple rule: more is better (Fisher et al., 2012, p. 473).
Para sustentar lo anterior, brindan un dato escandaloso: si antes una persona investigadora en el campo de la ecología era considerada productiva por publicar diez artículos al año, ahora las personas que lideran esta área publican 20, 30 o, inclusive, hasta 40 artículos al año (Fisher et al., 2012, p. 473).
Habría que poder establecer la relación entre esta exigencia desmedida y los síntomas comunes que se observan en la academia entre investigadores y estudiantes: inhibición, inadecuación, angustia, lo que ahora se subsume bajo el laxo concepto de síndrome de impostor. A esto, habría que sumarle la pregunta acerca de qué estamos construyendo como academia, ya que esta presión puede conllevar un detrimento de la creatividad y la reflexión.
Es claro que, si se tiene un modelo matemático o un diseño experimental, bastaría con aplicarlos en casos diferentes para obtener así un resultado que podría ser considerado publicable y, con esto, alcanzar estos tremendos estándares de exigencia. También, si se aplican cuestionarios o pruebas estandarizadas, el proceso de escritura parece fluir más rápido, ya que solo se trataría de dar cuenta de los resultados. Sin embargo, esto que puede funcionar para algunas áreas y/o problemas de investigación específicos, ¿puede aplicarse a toda la academia? ¿No se estaría incentivando, en contraposición, un abordaje cada vez menos riguroso y más repetitivo? ¿Qué tipo de avance se podría obtener para el conocimiento académico reducir a un problema de cantidad la calidad de un artículo? ¿Es equivalente la valía de una persona investigadora y su reflexión a la cantidad de textos que publica y su índice H?
En esta competencia brutal y desalmada por aumentar números, muy semejante a los likes de una publicación en redes sociales y que puede resultar en la aparición de una cantidad considerable de malestar, no es de extrañar la emergencia paralela de un fenómeno que bien podría considerarse el reverso de esta exigencia. Reverso paradójico, ya que, si se trata de defender una idea de rigor asociada a tipos específicos de investigación y a la cantidad de citaciones que se recibe, pareciera que, como efecto no pensado, esto está incentivando la emergencia de personas, que con el afán de cumplir con estas exigencias aparentes, toman atajos que les permiten construir una imagen que simula haber hecho el trabajo, y hacen pasar una serie de afirmaciones y/o hallazgos no sometidos a un análisis robusto por trabajo académico. Se trata de lo que Darshana Narayanan (2022), neurocientífica, ha denominado, de forma lata, como populismo científico, en referencia al trabajo de Yuval Harari ‒aquí, se pueden incluir una gran cantidad de pseudoacadémicos‒. Para Narayanan:
Los populistas científicos son hábiles narradores que tejen historias sensacionalistas en torno a “hechos” científicos con un lenguaje sencillo y emocionalmente persuasivo. Sus narraciones están, en gran medida, limpias de matices o dudas, lo que les da un falso aire de autoridad y hace que su mensaje sea aún más convincente. Al igual que sus homólogos políticos, los populistas científicos son fuentes de desinformación. Promueven falsas crisis, al tiempo que se presentan como poseedores de las respuestas. Entienden la seducción de una historia bien contada ‒buscan implacablemente ampliar su audiencia‒ sin importarles que la ciencia subyacente esté deformada en busca de fama e influencia (párr. 6)3.
Así, bastaría con mencionar un par de palabras rimbombantes, dos o tres autoras o autores de renombre, sin ni tan siquiera haberles estudiado a profundidad, con el fin de comprobar si coinciden en términos ontológicos y epistemológicos, para lograr el efecto deseado que, bajo ninguna circunstancia, tiene que ver con la investigación y el estudio como una maniobra sobre el saber, sino con cumplir estas demandas políticas y obtener una satisfacción netamente narcisista. En otras palabras, antes que escribirnpara transmitir conocimiento, se escribe para obtener fama, motivación de muy baja ralea.
En síntesis, el escenario sobre el cual se escribe en la academia se encuentra marcado por una jerarquía de saberes que le otorga mayor visibilidad a un cierto tipo de conocimiento sobre el otro y que, al valorar la producción en masa, ha hecho de la academia una maquila de producción en serie que genera, paradójicamente, no solo un menoscabo en la calidad y el rigor de la escritura, sino una presión insoportable que puede llevar a muchas personas a la inhibición por el carácter excesivo de esta demanda; mientras que, otras se brincan los mínimos de rigor y saltan a los lindes del populismo científico. Esto sin mencionar las especificidades que introduce una mirada feminista al asunto.
Existe una economía diferenciada en la escritura que hace que esta adquiera un tono particular cuando se trata de mujeres, personas trans y personas no-binarias. En un editorial que publiqué en nombre del Consejo Editorial de la Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica (Álvarez Garro, 2023), abordé las dificultades específicas que llevan a una subrepresentación de estas poblaciones en las publicaciones académicas. De entrada, la principal dificultad fue constatar que no se puede saber acerca de las personas trans y no binarias, ya que las revistas no suelen identificar estos grupos. Por tanto, lo único que hay disponible es lo relativo a mujeres. Aun así, las investigaciones son demoledoramente concluyentes4.
En general, todos los estudios coinciden en que el patriarcado impone una jerarquía de cuerpos asociados a estereotipos o esquemas de pensamiento, lo que causa efectos directos e indirectos (Leuschner, 2019) sobre las mujeres y poblaciones sexualmente diversas que afectan su capacidad de escritura, producción y publicación. Esto es particularmente evidente en los hallazgos presentados por Huang et al. (2020), quienes desarrollaron un estudio longitudinal diseñado para observar las diferencias por género a través de la reconstrucción del historial de publicaciones científicas de más de millón y medio de personas autoras entre 1955 y 2010; se cubrieron 83 países y 13 disciplinas y se encontró que las mujeres solamente representan un 27% de la producción académica. Ahora bien, el problema no acaba ahí. No solo las mujeres están subrepresentadas en términos de producción académica, sino que el mismo estudio indica que, generalmente, los científicos reciben alrededor de un 30% más de citas que las científicas. Huang et al. (2020) concluyen que, a pesar de los intentos recientes por reducir esta asimetría, los hombres continúan superando en relación de 2 a 1 a las mujeres científicas; aunado a que, en promedio, suelen tener carreras más productivas y acumular mayor impacto (p. 4613).
¿Cuáles son las razones que sostienen esta diferencia? Anna Leuschner (2019), propone distinguir entre efectos directos e indirectos de los estereotipos de género patriarcales. Los efectos directos refieren a factores externos causados por este sesgo social y que imponen mayores obstáculos para las mujeres. Estos incluyen condiciones materiales, el limitado acceso a puestos de prestigio, la ausencia de personal de apoyo, poco presupuesto para viajes, exceso de carga docente, así como condiciones no materiales, ambientes laborales hostiles, competitivos, poco retadores. Por su parte, los efectos indirectos refieren a las consecuencias psicológicas que los efectos directos provocan en las personas que los reciben.
En ese sentido, se ha demostrado que las mujeres académicas enfrentan discriminación y exclusión, marginalización profesional y devaluación. Esto se expresa a través de múltiples gestos, que van desde microagresiones ‒degradaciones sutiles, evitación, comentarios molestos, interrupciones, correcciones, entre otras‒, hasta recibir menos invitaciones a conferencias o coloquios institucionales, presidir menos comités prestigiosos, asumir puestos que implican formas de cuido o atención hacia colegas o personas estudiantes (Mesa, 2019), soportar descortesías y acoso (Verney & Bosco, 2022; Leuschner, 2019).
Con base en lo anterior, para Leuschner (2019) es obvio que, bajo semejantes condiciones, haya una menor cantidad de envíos de artículos para su publicación. Descuidar las marcas psíquicas que este tipo de condiciones provocan, no solo obstaculiza el abordaje y comprensión de este fenómeno (Verney & Bosco, 2022), invisibiliza el hecho de que las mujeres suelen ser más cautelosas y cuidadosas en la preparación de sus escritos ‒por la presión a la cual se ven sometidas de probar constantemente su saber‒, lo cual incide directamente en el tiempo que se toman para enviar sus artículos a evaluar y, por tanto, en su productividad (Huang et al., 2020; West et al., 2013). En resumen, obviar estas condiciones imposibilita valorar en detalle los efectos de la internalización de estos estereotipos y cómo esto afecta la confianza que puedan tener las académicas en sí mismas (Verney & Bosco, 2022; Akbaritabar & Squazzoni, 2021; González-Alvarez & Sos-Peña, 2020; Leuschner, 2019; Haslanger, 2008).
Finalmente, se debe incluir en este análisis el contexto cotidiano fuera de la academia; en específico, la recarga sobre las mujeres de las responsabilidades familiares (Huang et al., 2020; Mesa, 2019). En esa línea, la investigación realizada por Sylvia Mesa (2019) en nuestro país muestra un panorama desalentador. A partir de entrevistar a catorce profesoras de la Universidad de Costa Rica, la investigadora logra comprobar que las mujeres presentan mayores limitaciones para publicar debido a la tensión entre familia y carrera, sobre todo al inicio. Mesa (2019) reporta que las mujeres se enfrentan a un doble desafío: deben ser madres y esposas perfectas, por lo que deben trasladar su trabajo académico a jornadas nocturnas ‒cuando sus familiares a cargo duermen‒, mientras deben navegar en medio de afectos de inseguridad, inadecuación y exigencia.
Frente a semejante escenario, es claro que no podemos pensar que el acto de sentarse a escribir un artículo sea meramente un asunto de voluntad. Considero importante subrayar este hecho, ya que no escribimos fuera de nuestro contexto, el cual puede, consciente o inconscientemente, afectar nuestra aproximación a la ejecución del deseo de escribir. La cuestión que aquí se impone es cómo sortearlo, cómo mantener el deseo de escribir a pesar de.
Con esto, doy paso a mi segunda parte de la exposición. ¿Qué se requiere para orientar la escritura en medio de toda esta experiencia de trasfondo? Es claro que aquí apelo a mi experiencia clínica y a mi propia experiencia como académica: deseo. Solo el deseo puede contribuir a sostenerse cuando el entorno y las exigencias de una época que, al valorar la cuantificación, la popularidad y el reconocimiento fácil, tienden a desestabilizar subjetivamente a cualquier persona que quiera ir en una dirección opuesta a las exigencias del mercado académico. Preguntarnos el por qué quiero escribir es fundamental. Ya sea para exponer los resultados de una tesis en formato artículo, los hallazgos de una investigación académica o de una experiencia laboral, un ensayo teórico-conceptual o una discusión de metadatos, lo fundamental es tener claro cuál es el propósito de asumir semejante tarea. ¿Estoy siguiendo mi deseo o simplemente recorro un camino marcado por las exigencias políticas y económicas que recorren la academia? ¿Es pertinente la escogencia del estilo de escritura ‒ensayo teórico, artículo de reflexión o de investigación, comunicación científica‒ con lo que quiero exponer? ¿Estoy más preocupada por la recepción del texto y mi índice de citación que de la calidad de este? ¿Quiero ser famosa o quiero dialogar con mis pares? ¿Quiero contribuir al conocimiento o ando buscando el aplauso? ¿Quiero escribir porque es mi deseo o porque alguien más me lo impuso? ¿Por qué es importante tener esto claro?
Retomo la cita de Foucault (2005) expuesta al inicio:
en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad (p. 14).
¿De qué acontecimiento aleatorio habla? ¿Qué es esa materialidad pesada y temible de la escritura? Cualquier persona que haya tratado de escribir algo, sea en la academia o las artes literarias, sabe que es un acto que implica dudar de sí. Una persona que escribe se confronta constantemente con su pensamiento y sus derivas, se ve asaltada por las dudas acerca de la validez y la calidad de su trabajo. Es un ejercicio que demanda determinación para combatir estas voces amplificadas por las condiciones narradas al inicio.
La escritura a veces nos lleva por caminos desconocidos y/o aleatorios. En las artes literarias, esto puede ser bien recibido, pero en la academia, puede ocasionar desvíos importantes, no solo prácticos ‒ irse por las ramas, salirse por la tangente‒, sino también existenciales. Confrontar ideas preconcebidas o apegos teóricos va a provocar sacudidas importantes en las certezas previamente sostenidas. En ese sentido, a menos de que se quiera contribuir y dar armas a aquellas personas que observan en las humanidades y las ciencias sociales saberes innecesarios o poco “científicos”, se debe asumir que la escritura es pesada, ya que no solo requiere de rigor, disciplina y creación, implica confrontarse con eso desconocido o no reconocido que habita en mí.
No importa si el artículo es cuantitativo o cualitativo, si es de enfoque mixto o teórico, escribir bajo estas coordenadas es un acto subversivo en sí mismo, ya que no solo subvierte al que escribe, sino que tiene la potencia de subvertir campos de saber y demoler certezas propias y ajenas. Esto supone reconocer que en el acto de escribir hay exposición, hay algo nuestro que se materializa en un soporte, sea en papel o en físico. Nos jugamos nuestro nombre y nuestro prestigio, nos exponemos a los otros. Lanzamos un mensaje que alguien querrá contestar, impugnar o criticar. En consecuencia, al no ser un acto a la ligera, es imprescindible tener claridad acerca de cuál es nuestra posición subjetiva frente al acto de escritura.
Ahora bien, ¿cómo pasar al acto? ¿Cómo sentarse a escribir? Sobre esto podría decir mucho de mi experiencia, pero en este punto considero que el ejercicio sería fútil, ya que escribir es un acto por definición práctico. Se aprende haciendo. En eso, es semejante a cualquier deporte. Nadie puede enseñar a nadar en la teoría. Se debe ir al agua. En ese sentido, la disciplina y el coraje son fundamentales.
Tomaré como pre-texto al ensayo teórico para ejemplificar qué implica lo anterior, aunque lo que voy a plantear de aquí en adelante bien vale para un artículo académico que sea una exposición de resultados de investigación cualitativa o cuantitativa, o de enfoque mixto. No profundizaré en estos tipos de investigación o comunicación académica, ya que no me interesa ingresar en discusiones inútiles acerca de las virtudes de unos frente a otros, en tanto, esta elección debería responder a criterios de pertinencia académica o científica antes que a decisiones a priori motivadas por intereses políticos e ideológicos no reconocidos.
Se suele pensar que lo primero que hay que identificar, a la hora de tratar de escribir, es un tema. Sin embargo, tener un tema no equivale a tener un problema por resolver. Todo artículo académico, no importa cuál sea su estilo, debe resolver un problema de investigación, ya sea teórico o empírico. Ahora, construir un problema de investigación es un reto en sí mismo. Comienza por identificar una pregunta inicial que oriente una búsqueda bibliográfica preliminar. ¿Por qué? Porque una pregunta inicial está plagada de pre-juicios, no en un sentido peyorativo, sino en el sentido bajo el cual lo trabaja Gadamer (2003): “un juicio que se forma antes de la convalidación definitiva de todos los momentos que son objetivamente determinantes” (p. 337).
Aunado a lo anterior, esa pregunta inicial, para poder pasar a ser problema, requiere de conocer tanto el campo sobre el cual la persona investigadora se va a insertar como el estado de la cuestión acerca de la materia por tratar. En este punto, muchas personas cometen errores de bulto que dificultan que su investigación llegue a un buen destino. El primer error consiste en no hacer una búsqueda bibliográfica preliminar. En la academia, buena parte de lo que una persona cree que puede ser una pregunta de investigación ya fue abordado. Una búsqueda bibliográfica preliminar debe ser ya una indagación con algún grado de profundidad, todavía no exhaustiva, porque eso sería hacer la investigación, pero sí debe ser lo suficientemente amplia para que la persona investigadora pueda tener claras las dimensiones de aquello con lo cual quiere enfrentarse. Preguntas mínimas que se deben tener claras para poder construir un problema son las siguientes: ¿qué teorías han abordado esa pregunta?, ¿cuáles personas autoras son las especialistas en el área?, ¿qué conceptos se han utilizado?, ¿cuáles son las lagunas o vacíos en la literatura?, ¿qué inconsistencias se pueden identificar?, ¿qué se ha dejado de lado o se ha trabajado poco?, ¿qué se omite o se invisibiliza? Responder lo anterior supone una enorme cantidad de horas de lectura.
Esto me lleva a plantear la cuestión del tiempo. Así como aprender cualquier otro deporte requiere de persistencia y disciplina, lo mismo se requiere para escribir. Se debe sacar el tiempo para mantener la consistencia. Se debe sacar al menos una hora al día cuando se está en proceso de un escrito en particular, aunque sea solo para pensar y reflexionar, porque la escritura requiere ritmo. Por eso, hay que tener presente la distribución de los cuidados y el recargo de funciones sobre las mujeres académicas, en tanto introduce una enorme desventaja inicial.
Perder el ritmo supone tener que comenzar de cero cada vez, ya que la permanencia de lo leído y de las discusiones que aparecen en los textos es poca, por lo que, frente al olvido, tener que retomar la lectura después de dos semanas es más grave de lo que se suele pensar. Se requiere tiempo para hacer la búsqueda bibliográfica, ya que esta no puede solamente basarse en una exploración inicial basada en cualquier navegador comercial. Si bien Google Scholar puede ser útil, dista de ser la base de datos más amplia. Existen numerosos motores de búsqueda a los cuales se debe consultar ‒EBSCO, Jstor, Scielo, Latindex‒ y, claramente, libros en las bibliotecas, etc. (aunque a veces a las personas se les olvida este hecho). Se requiere tiempo para seleccionar fuentes, distinguir entre fuentes primarias y secundarias, leerlas, resumirlas, trabajarlas, sacar de ahí ideas, citas, problemas, posicionarse críticamente, etc. Se requiere tiempo para hacer una lectura con propósito, no leer por leer. El propósito viene dado por la orientación inicial de la pregunta. Por tanto, para poder construir el problema, se deben tener identificadas al menos las coordenadas generales que enmarcan la inquietud inicial y, para ello, se debe haber explorado con un nivel de rigor la literatura subyacente.
Una consulta usual que surge en este punto es cuándo detenerse. Para ello, solamente se puede contestar en relación con la pertinencia. Se debe poder leer pensando en la pertinencia de esas fuentes para la pregunta inicial, y eso supone, en ocasiones, abandonar otras posibles líneas de investigación que nos podrían desviar del objetivo inicial. Un recurso importante del cual se puede obtener auxilio son pares académicos con más experiencia y recorrido. Retomo la premisa planteada al inicio: escribir es un acto intersubjetivo. En consecuencia, conversar la pregunta de investigación y entrevistar a especialistas que puedan guiar mejor la búsqueda bibliográfica es otra forma de investigar y trabajar la inquietud inicial.
Una vez que se tiene un conocimiento amplio del tema que aborda la pregunta de investigación, se puede plantear el problema de investigación. Un problema de investigación, para efectos de un artículo académico, debe ser preciso y abordable en un espacio limitado de escritura. Esto es de radical importancia, ya que todas las revistas académicas establecen un límite a la extensión. Por esta razón, se debe pensar en la viabilidad del problema y de los recursos que cuenta la persona investigadora para poder trabajarlo. Esto incluye el tiempo y el dominio del área en la cual se quiere ingresar. En ocasiones, esta búsqueda incesante por la fama o por un avance meteórico en las carreras se traduce en querer resolver problemas imposibles o sumamente complejos, más cercanos a tesis doctorales que a un artículo académico. Aquí, es importante conocer nuestros límites y construir un problema acorde a lo que puedo dar de mí y a mi nivel de conocimiento. Saber reconocer lo que no se sabe es de radical importancia.
Paralelo a esto, la escritura de un problema académico debe ser robusta y rigurosa. La forma en que esto se garantiza es a través de esa revisión bibliográfica preliminar. Ahora bien, aquí aparece un segundo reto para la persona investigadora. ¿Qué pasa cuando lo que se encuentra desestima la pregunta inicial? ¿Qué pasa cuando nos encontramos con que otras personas ya han abordado la misma pregunta? ¿Cómo reacciono cuando me encuentro un texto que refuta sin ninguna duda mi pregunta inicial? Pues nada, se tiene que volver sobre los pasos y tratar de pensar en otra pregunta. No obstante, aquí aparece la tentación para muchas personas investigadoras, de hacer como si estas fuentes no existieran. Nuevamente, aquí no se trata de diferenciar a priori entre tipos de comunicación académica. Sea un ensayo, un artículo de exposición de resultados de investigación mixtos, cuali o cuanti, es nuestra obligación ética, en tanto productoras de saber académico y científico, mantener el rigor y la honestidad con nuestro trabajo. Desaparecer fuentes o menospreciar aportes sobre la base de prejuicios no fundamentados no contribuye a la generación del conocimiento. En ese sentido, el rigor en la escritura también pasa por cómo leemos fuentes y nos hacemos cargo de lo que hallamos, aunque no sea de nuestro gusto.
Quisiera detenerme brevemente en el asunto de las fuentes, ya que trabajar con las de tipo académico es todo un problema en sí mismo. Si bien esto es un tópico conocido, quisiera repetirlo: no se puede trabajar con fuentes que no hayan sido académicamente verificadas. ¿Cómo saber esto? Se debe revisar si la revista en la que se ha publicado el artículo cumple con criterios de indexación o pares ciegos; si es un libro, debe constatarse que sea de una editorial reconocida o que indique su Comité o Consejo Editorial. Lo anterior es de radical importancia, ya que en una época donde prolifera la mediocridad y la charlatanería, no podemos repetir el mismo gesto con nuestras investigaciones académicas.
En consecuencia, la revisión de fuentes amplía nuestro universo simbólico y nos permite construir criterios informados para hacer una lectura crítica. Una vez que se ha alcanzado un nivel de conocimiento del campo que permita la formulación de un problema teóricamente robusto -insisto en que eso implica identificar vacíos, lagunas, críticas, nodos problemáticos-, aquí ingresa la creatividad. Pensar qué se puede aportar novedoso en campos que están saturados es una tarea difícil, pero no imposible. Es ahí donde la persona que escribe debe apostar por reflexionar, detenerse y pensar. En ocasiones, esto implica encontrarse con callejones sin salida o bloqueos. Ahí, nuevamente, el diálogo y la discusión con pares son fundamentales, así como la versatilidad y la flexibilidad creativa de la persona que escribe.
Obtenido el problema, el resto cae por su propio peso. La selección de la bibliografía, la construcción del hilo argumentativo y el despliegue de lo que se quiere decir están estrictamente relacionados con el problema. Un problema correctamente identificado funciona como una línea de vida para una persona escaladora; es una linterna que alumbra en medio de un bosque oscuro. Si soltamos la cuerda, podemos caer. Si dejamos la linterna, nos perdemos. Por eso, apostar por la consistencia y la pertinencia del problema es apostar por la consistencia y la pertinencia del desarrollo del texto.
Poco queda por decir de aquí en adelante. Como mencioné, aprender a escribir es un acto que pasa por el hacer. Cada quién tendrá que lidiar con sus propios fantasmas y demonios, con las dudas y los cuestionamientos, con los bloqueos y los días en los que las palabras parecen no salir. Para ello, no queda más que la determinación que impone tener claro el deseo de por qué publicar.
Quisiera cerrar con dos recomendaciones puntuales. La primera, no despreciar la potencialidad que brindan los pares y sus aportes para mejorar nuestras ideas. Nadie escribe en soledad. Hablen con colegas, amistades, con pares con más experiencia. Discutan sus ideas, expónganse. La segunda, lean. Lean mucho. Aun de las temáticas que no les gusten, teorías o personas autoras con las cuales no tengan afinidad. Es nuestro deber ético conocer y estar actualizados en el campo del saber en el que nos manejamos. Es nuestro deber ético defender al conocimiento como bella construcción humana. Apuesten por la curiosidad, por lo lúdico del encuentro. La escritura a veces nos lleva por caminos extraños, en algún punto tiene su propia inercia. Se empieza un texto con una idea y, luego, cuando nos dimos cuenta, estamos llegando a puntos desconocidos. Hay que encontrarse con la palabra y permitir que despliegue sus efectos.