Introducción
Uno de los aportes más significativos del pensamiento feminista a la vida social ha sido la categoría de género, el cual siguiendo a Joan Scott (2018) puede ser entendido desde una doble dimensión, por una parte, como un elemento constitutivo de las relaciones sociales que surge a partir de tomar como base las diferencias sexuales percibidas en los cuerpos de los seres humanos; y por otra, como un campo primario de articulación del poder, aunque no el único, dentro de las sociedades occidentales.
Mediante la conceptualización del género en los años 70’s el movimiento feminista sentó bases, tanto teóricas como políticas, para incidir en la realidad social y transformar la organización en la que se coloca a lo femenino, o cualquier expresión de feminidad, como subordinada a lo masculino. En este sentido, diversos campos de conocimiento fueron integrando como eje analítico la perspectiva de género, para dar cuenta de que las desigualdades presentes en las vidas de mujeres y hombres, más que ser producto de rasgos biológicos o de una supuesta “naturaleza”, hundían sus raíces en construcciones sociales, por lo tanto, podían ser modificadas (Lamas 2018).
La geografía feminista fue uno de los campos de conocimiento que de manera temprana integró tanto a su quehacer como a su producción de conocimientos la mirada de género, así desde 1970 se comenzó a cuestionar la conceptualización tradicional del espacio para develar que este había sido construido a partir de valores androcéntricos que sólo consideraban la experiencia espacial de un sujeto hegemónico, a decir, el hombre cisgénero1, heterosexual, blanco, adulto, propietario y letrado, por mencionar algunos (Sabaté, Rodríguez y Díaz 1995; Moreno 2021). A raíz de la identificación de este sesgo, también emergió la posibilidad de reconocer que hombres y mujeres tenemos un uso diferenciado del tiempo y del espacio, pues mientras ellos cuentan con tiempos y espacios para el ocio, las mujeres dedican tanto su tiempo como su espacio a la realización de trabajos como el de cuidados y el doméstico.
Años más tarde estas reflexiones también hicieron eco en campos de conocimiento como la arquitectura y el urbanismo. Este último, a partir de las interpelaciones de los planteamientos feministas, comenzó a identificar que dentro de la planificación urbana no se consideran las demandas ni las necesidades de las mujeres, de personas pertenecientes a la comunidad LGBTQ+ o a grupos racializados, en tanto en la construcción de los modelos de ciudad priman los intereses hegemónicos de la masculinidad y el capital.
El urbanismo feminista a partir de un posicionamiento ético-político ha cambiado la lógica de su quehacer para colocar en el centro el sostenimiento diario de la vida, es decir, la ciudad ahora es entendida “como estructura que proporciona el soporte físico para poder desarrollar todas las actividades de nuestro día a día” (Col-lectiu Punt 6 2019, 157). En este sentido, también ha señalado que dentro de las ciudades existen jerarquías espaciales desde las que se privilegia la realización del trabajo productivo por sobre el reproductivo.
Desigualdad en la presencia y en el uso del espacio
Con el reconocimiento de la no neutralidad del espacio, surgieron propuestas como la de Doreen Massey (2009) quien señala como imprescindible reconocer que la forma en la que se conceptualiza el espacio tiene repercusiones a nivel intelectual, social y político, de ahí que proponga entender al espacio desde tres dimensiones: Primero, el espacio es el producto de relaciones, de complejas redes, de intercambios y conexiones, que van desde el nivel de la vida cotidiana hasta el nivel global. Por ello, el espacio es ante todo la dimensión de lo social, este último aspecto entendido más allá de términos de individualidad y no reducido de forma exclusiva a lo humano; segundo, el espacio es la dimensión de la multiplicidad, en tanto, de manera simultánea coexisten más de un elemento al mismo tiempo. En este sentido, espacio y multiplicidad son constitutivos; tercero, el espacio es siempre un proceso que se encuentra construyéndose y transformándose, por lo tanto, es un producto de nuestro mundo en curso. De ahí que pueda ser entendido como un proceso abierto, y por eso mismo, puede ser intervenido políticamente, en tanto no es algo terminado.
Dado que el espacio está construido por una multiplicidad de relaciones sociales no es posible dejar de lado que la posición que ocupa cada sujeto social, es el resultado del complejo entramado de relaciones de poder que se registran en clave de género, clase, raza, edad, orientación sexual, por mencionar algunos (Zúñiga 2014). Por lo que, bajo el orden de género actual, al que se suma la rígida división sexual del trabajo, se crean condiciones de profunda desigualdad entre hombres y mujeres, tanto en la presencia como en el uso que hacen del espacio.
La noción de división sexual del trabajo hace referencia al proceso mediante el cual, desde una visión heteropatriarcal, dicotómica y jerarquizada, de acuerdo a la lectura que se haga del sexo con el que cada persona nace, se asignan la serie de trabajos a realizar dentro de la sociedad. Mientras a los hombres se les asignan las tareas productivas que tienen como ámbito de realización el espacio público, a las mujeres se les asignan las tareas reproductivas que se ejecutan en el espacio privado. Así la división sexual del trabajo además de asignar labores terminó por delimitar el espacio en términos de masculinidad y feminidad, siguiendo a Linda McDowell (2000, 101) “el espacio y el lugar son sexuados y tienen un carácter de género, y las relaciones de género y la sexualidad están espacializadas”.
Cabe señalar que previo a la revolución industrial, se tiene registro de que las actividades que realizaban hombres y mujeres dentro de los hogares no estaban marcadas por la rígida división sexual del trabajo que actualmente dicta “lo que le es propio a unas y otros” puesto que, tanto al interior de los hogares como fuera de ellos, las actividades realizadas tenían más que ver con la supervivencia familiar y la edad de las personas que las conformaban (Carrasco, Borderías y Torns 2019).
Con el paulatino proceso de industrialización que comenzó a gestarse con mayor claridad en el siglo XVIII y que para el siglo XIX prácticamente ya era una realidad en la mayoría de las regiones europeas (Federici 2010), se pueden identificar algunos cambios profundos en la organización social, entre ellos, la emergencia de la división sexual del trabajo, el ordenamiento del tiempo y del espacio en función de la jornada laboral (Páramo y Burbano 2011) y el establecimiento del salario familiar.
Mientras que en la primera mitad del siglo XIX las mujeres seguían presentes dentro del mercado laboral realizando diversas actividades económicas entre ellas trabajar en “mercados, tiendas o en su casa, vendían comida por la calle, transportaban mercancía, lavaban, atendían posadas, hacían cerillas y sobres para cerillas, flores artificiales, orfebrería o prendas de vestir” (Scott 1993, 7), para la segunda mitad de ese siglo prácticamente eran los hombres quienes tenían una mayor presencia en el trabajo remunerado ejercido fuera de casa, por lo que “además de disponer del empleo mejor remunerado y dominar el espacio social, los hombres también colonizaron los espacios políticos” Mellor 2019, 296). Bajo este nuevo ordenamiento social terminó por asentarse la división sexual del trabajo y la configuración espacial desde la que se promovió la segregación de las mujeres del espacio público para colocarlas al interior de los hogares (Karsten y Meertens 1992).
Dicho lo anterior, es posible reconocer que la creación dicotómica del espacio entendido como público-privado es el reflejo de los valores androcéntricos imperantes en la sociedad, más no inamovibles, y de las relaciones de poder que le brindan soporte a los límites, tanto sociales como espaciales, desde los que se determinan quienes pertenecen a un lugar y quienes deben ser excluidos (McDowell 2000).
Mientras los espacios públicos se caracterizan por estar asociados a lo masculino, a la productividad entendida como empleo remunerado y a la toma de decisiones políticas (Pérez 2019); el espacio privado ha permanecido asociado a lo femenino, lo emocional y familiar, de ahí que la serie de trabajos que se realizan en su interior, como el trabajo de cuidados y el trabajo doméstico, permanezcan invisibilizados, no sean remunerados y no se consideren valiosos para la sociedad, en tanto su realización es atribuida a capacidades innatas de las mujeres.
Así, al hacer una revisión de nuestra historia, tal como ha sugerido Olga Segovia es posible reconocer que:
mujeres y hombres han tenido diferentes destinos espaciales. La conquista de tierras prometidas, discusiones y discursos en la plaza pública, el espacio de la guerra y la apropiación, para algunos. La pertenencia y el cuidado del hogar, la crianza de los hijos, lo reservado y lo pequeño, para otras (Segovia 1992, 89-90).
Si bien la distinción clásica del espacio ha distinguido entre aquel que es público y el que es privado, Soledad Murillo (2006), señala que incluso en el uso del espacio privado existe una diferenciación constituida por lo que ella denomina ámbito privado-doméstico. En un sentido masculino, la idea de espacio privado puede ser entendido como un espacio para sí mismo, que posibilita el retiro voluntario del espacio público y el tiempo de descanso. Por su parte, el espacio privado-doméstico entendido como femenino aparece como una privación de sí, en el que no hay posibilidad de detenerse, en tanto la atención, el uso del espacio y del tiempo se dirigen al cuidado del otro, lo que deja ver que aún dentro de los hogares existen marcadas asimetrías entre hombres y mujeres en la manera de estar en el espacio y emplear el tiempo.
A nivel mundial, la Organización Internacional del Trabajo (OIT), estima que por día se dedican 16400 millones de horas al trabajo de cuidados no remunerado, es decir, 2000 millones de personas cumplen con una jornada laboral de ocho horas diarias sin que por ello reciban algún tipo de remuneración. Del total del trabajo de cuidados no remunerado, el 76.2% es realizado por mujeres, quienes terminan por dedicarle 3.2 veces más tiempo a estas labores en comparación con los hombres. Cabe resaltar que si bien los cuidados son realizados mayoritariamente por mujeres, la demanda se incrementa cuando quienes cuidan habitan en condiciones de pobreza, presentan un nivel educativo bajo, residen en zonas rurales y dentro de su hogar se cuenta con la presencia de infantes que aún no alcanzan la edad de escolarización (OIT 2018).
En el caso de México, de acuerdo con datos proporcionados por la Encuesta Nacional sobre Uso del Tiempo (ENUT) 2019, para ese año el promedio de horas a la semana del tiempo total del trabajo en la población de 12 años y más era de 56.6 horas, de estas 43.7 horas estaban dedicadas al trabajo para el mercado, 28.3 horas al trabajo no remunerado y 6.0 horas eran destinadas a la producción de bienes exclusivos del hogar. Sin embargo, cuando se trata de población de habla indígena2 se observa que en promedio su carga semanal de trabajo se incrementa 3.1 horas más con respecto a la población no hablante (INEGI, 2020).
Al analizar desde la perspectiva de género la información que arroja esta encuesta se observa que existe un uso diferenciado en la forma en que hombres y mujeres distribuyen el tiempo que le dedican a cada rubro. Mientras que los primeros reportan 9.8 horas más dedicadas al trabajo para el mercado, las mujeres dedican 24.5 horas más al trabajo no remunerado que se realiza al interior de los hogares, lo que se traduce en una tasa de participación en el trabajo para el mercado formal de un 48.0% en su caso, en contraposición al 76.1% de los hombres. Dicho lo anterior, la brecha que existe es desfavorable para las mujeres pues le añade 6.2 horas más a su tiempo total de trabajo (INEGI, 2020).
Ahora bien, con respecto a la realización del trabajo de cuidados no remunerado en los hogares mexicanos, la población de los 12 años y más, en promedio destinó 9.3 horas dedicadas exclusivamente a cuidados directos3, sin embargo, al considerar los cuidados pasivos el promedio se transformó en 21.7 horas. Los hombres dedicaron en promedio 5.4 horas de cuidados directos y 12.3 horas cuando se consideran los cuidados pasivos, por su parte las mujeres reportaron 12.3 horas de cuidados directos y 28.8 horas cuando se consideran los cuidados pasivos. Datos como los anteriores dejan ver que las mujeres dedican más horas a la realización del trabajo de cuidados no remunerado que los hombres, esto es, 6.9 horas más a cuidados directos y 15.9 horas más cuando se incluyen los cuidados pasivos (INEGI 2020).
Por su parte, la Encuesta Nacional para el Sistema de Cuidados (ENASIC) 2022 que tiene por objetivo brindar información estadística sobre la demanda de cuidados en los hogares y las personas que brindan cuidados en México, ha revelado que del total de personas de 15 años y más en el país, 31.7 millones de personas cuidan a miembros de su hogar o a personas de otros hogares. De estos, el 24.9% está conformado por hombres y el 75.1% por mujeres. Respecto a la cantidad de horas que las personas le dedicaron a este trabajo encontramos que, en promedio, las mujeres destinaron 37.9 horas, en cambio los hombres emplearon 25.6 horas a la semana al trabajo de cuidados, por lo que la diferencia entre unas y otros es de 12 horas semanales (INEGI 2023).
En cuanto a la tasa de participación económica de las mujeres que se encontraban en un rango de edad de los 15 a los 60 años se tiene registro de que esta fue de 56.3%. Respecto a las mujeres que cuidan, pero que son consideradas como no económicamente activas4, el 39.7% expresó que «desearía trabajar por un ingreso», seguido del 26.5% que señaló que «no podía ingresar a trabajar». Entre los motivos que les impiden acceder a un trabajo remunerado se encuentra que el 68.4% «no tiene quien cuide a sus hijas e hijos», mientras que el 78.4% «no tiene quien le cuide a las personas adultas mayores o enfermas» con las que comparten el hogar (INEGI 2023).
Datos como los anteriores dejan ver que la disparidad existente en el uso del espacio-tiempo entre hombres y mujeres tiene implicaciones significativas en su trayectoria de vida, no obstante, en el caso particular de las mujeres se traduce en serias limitaciones para el ejercicio pleno de sus derechos humanos y laborales, situación que se agudiza cuando además del género se contemplan aspectos como el nivel socioeconómico, la pertenencia a grupos racializados o el lugar de residencia.
El trabajo de cuidados desafía la dicotomía espacio público-privado
Para que la vida cotidiana de las personas pueda ocurrir, tanto en espacios públicos como privados, se requiere de la provisión constante de cuidados, que, si bien van variando en intensidad y especificidad a lo largo del ciclo vital, en ningún momento esta necesidad desaparece. Pese a que no se cuenta con una definición universal del concepto “cuidado”, en tanto se reconoce que este término es de carácter polisémico, interdisciplinar y está sometido a variaciones culturales (Galindo, García y Rivera 2015; Durán 2018), existen puntos de convergencia irrenunciables promovidos desde los feminismos, la sociedad civil y la academia. Por una parte, se reconoce que el cuidado es un trabajo (Batthyány, 2015, 2021) y por otra, que es un derecho humano (Pautassi 2007, 2023; CEPAL, 2023).
Debido a que el centro de este artículo apunta señalar que el trabajo de cuidados desafía la dicotomía espacial público-privado, vale la pena realizar las siguientes precisiones. Tal como se mencionó anteriormente, con la conceptualización del género, el movimiento feminista sentó bases teóricas y políticas desde las cuales comenzó a cuestionar nociones clásicas que se daban por sentadas, entre ellas la del trabajo. En los años 70’s como fruto de una serie de reflexiones feministas que se encuentran concentradas en el denominado “debate por el trabajo doméstico” se puso en cuestión la participación del trabajo doméstico para reproducir la fuerza de trabajo y, por lo tanto, la participación de este en la producción de plusvalía (Carrasco, 2017).
Más adelante, como resultado de estas discusiones, desde el marco de la economía feminista italiana se propone el concepto de reproducción social entendido como “un complejo proceso de tareas, trabajos y energías, cuyo objetivo sería la reproducción de la población y de las relaciones sociales y, en particular, la reproducción de la fuerza de trabajo” (Carrasco, Borderías, & Torns, 2019, 31). Con la incorporación de este concepto al análisis del trabajo doméstico, además de evidenciar la producción de bienes materiales para el sostenimiento físico de la vida, también se hizo posible visibilizar que las mujeres estaban realizando otro tipo de trabajo al interior de sus hogares que hasta ese momento no había sido contemplado, pero que implicaba la provisión de cuidados a las niñeces y a las personas adultas que constituyen la fuerza de trabajo. Es decir, se estaba señalando lo que más tarde sería reconocido como trabajo de cuidados y el lugar que este ocupa para el sostenimiento del sistema capitalista.
Con la visibilización de la relación entre trabajo doméstico y la producción de mercancías se dio lugar al enfoque conocido como producción-reproducción, que posteriormente sería tratado como “trabajo productivo”, aquel que es pagado y “trabajo reproductivo”, aquel que es realizado sin una paga, ambos ampliamente abordados desde la economía feminista (Rodríguez, 2015; Pérez, 2019). La nueva mirada que recibió el trabajo doméstico poco a poco fue despertando el interés de estudio por parte de otras disciplinas, entre ellas la sociología (Graham, 1983; Daly y Lewis, 2000; Carrasquer, 2013), la psicología (Gilligan,1982) y las ciencias políticas (Ungerson, 1990; Tronto, 1993), lo que llevo a que en la década de los 90’s desde los estudios feministas se comenzara a hablar de los cuidados como un campo de estudio propio.
En el contexto latinoamericano, el abordaje inicial que se realizó en torno al cuidado surge de entenderlo como una parte del trabajo no remunerado y de buscar visibilizar que este, al igual que el trabajo remunerado, contribuye al bienestar social (Batthyány, 2020). Conforme se fue profundizando en el estudio del trabajo no remunerado, los cuidados fueron ganando un lugar cada vez más protagónico, por lo que, cuado se logra conceptualizarlos como algo distinto al trabajo doméstico se da lugar al tratamiento de nuevos abordajes teóricos y metodológicos planteados desde esta región.
Para Karina Batthyány (2015) el trabajo de cuidado engloba la serie de actividades, materiales, económicas y psicológicas que se realizan para garantizar la vida cotidiana de las personas y su desarrollo, sean estas de carácter obligatorio o voluntario, se realicen de manera gratuita o remunerada y tengan como marco de ejecución el ámbito privado o público. También destaca que “lo que unifica la noción de cuidado es que se trata, hasta hoy, de una tarea esencialmente realizada por mujeres, ya sea que se mantenga dentro de la familia o que se exteriorice por la forma de prestación de servicios personales” (Batthyány, 2015,10).
En el contexto Mexicano, Margarita Garfías y Jana Vasil'eva (2020) han señalado que el cuidado tiene que ver con:
La construcción continua e inacabada de los procesos, las relaciones y actividades que son necesarias para el sostenimiento y la gestión cotidiana del bienestar físico y emocional de las personas. No nos referimos exclusivamente a las actividades que garantizan el bienestar en el ámbito de los hogares y/o de las familias. El cuidado se puede dar y se da en todos los contextos sociales, es una alusión a los procesos relacionales que regeneran y sostienen la vida en el día a día a lo largo y ancho de las sociedades (Garfías y Vasil'eva 2020, 11).
A la luz de los señalamientos previos y en particular a las afirmaciones de que el cuidado se da en todos los contextos sociales, Paula Soto (2022) propone integrar los aportes del urbanismo y de la geografía feminista para estrechar el vínculo entre espacialidades y cuidados, esto a partir del reconocimiento de que el espacio puede ser construido para proporcionar el soporte físico necesario que permita la realización del trabajo de cuidados en condiciones de calidad y más igualitarias.
Pese a que los espacios públicos fueron pensados para privilegiar el trabajo productivo y beneficiar al capital a costa del trabajo reproductivo, en la vida cotidiana la barrera construida entre espacio público-privado, constantemente se ve traspasada por el cuidado, puesto que este se realiza tanto dentro como fuera del hogar (Pérez 2019; Montes y Galindo 2023), esto porque el cuidado engloba una serie de actividades y prácticas, que incluyen:
el autocuidado, el cuidado directo a otras personas (la actividad interpersonal de cuidado), la provisión de las precondiciones en que se realiza el cuidado (la limpieza de la casa, la compra y preparación de alimentos) y la gestión del cuidado (coordinación de horarios, traslados a centros educativos y a otras instituciones, supervisión del trabajo de cuidadoras remuneradas, entre otros) (Rodríguez 2015, 36).
En estrecha relación con la gestión del cuidado, Inés Sánchez de Madriaga (2009) acuñó la categoría movilidad del cuidado desde la cual ha señalado:
la necesidad de evaluar e identificar los viajes diarios relacionados con las actividades del cuidado. Incluyendo el acompañar menores al colegio, a actividades extraescolares o a practicar deporte; hacer la compra; hacer recados, tanto en oficina públicas como privadas; visitar o acompañar familiares enfermos y ancianos, etc. (Sánchez de Madriaga y Zcchini 2020, 91).
Para la autora la consideración de esta información al momento de planificar los sistemas de transporte o las políticas públicas relacionadas al tema, permite reducir las desigualdades de género en el ámbito de la movilidad y garantizar que efectivamente las personas puedan acceder a servicios que coadyuven en las labores de cuidado, sin que ello implique sacrificar tiempo personal, reducir la jornada laboral o tener que renunciar a un empleo remunerado.
De acuerdo con datos de la Encuesta de Origen-Destino en Hogares de la Zona Metropolitana del Valle de México de 2017, en un día entre semana se realizan 34.56 millones de viajes, de estos, el 11.15 millones se realizan caminando y 15.57 millones se realizan en transporte público (INEGI 2018). Al hacer una caracterización de los motivos de desplazamiento totales desde la perspectiva de género, se identificó que durante la semana, el 35% de los viajes realizados por las mujeres están ligados al trabajo de cuidados, en contraposición al 13% de los hombres. Sin embargo, cuando se analizan los traslados por asuntos de trabajo remunerado se encuentra una diferencia significativa, pues en el caso de los hombres el 54% de sus viajes obedece a este motivo, mientras que, en el caso de las mujeres solo el 33% de sus traslados se liga a cuestiones laborales que reciben una paga (Steer México y otros 2020).
De acuerdo con el Better Life Index elaborado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (2011) México es el país miembro que presenta el mayor desequilibrio en el balance vida-trabajo, pues anualmente se dedican en promedio 2, 207 horas a la realización de trabajo, lo que quiere decir que semanalmente se trabajan más de 50 horas (OCDE, 2023) en contraste, tanto hombres como mujeres soló cuentan con 13.5 horas diarias para dedicarlas al ocio o al cuidado personal. En cuanto a la presencia de licencias por maternidad y paternidad existe una disparidad significativa respecto a la extensión de cada una. Mientras que la licencia por maternidad tiene una duración de 12 semanas, la licencia por paternidad solo contempla 1 semana. Si bien ambas licencias otorgan una remuneración del 100% del salario, solo las y los trabajadores formales pueden acceder a ellas. Cabe destacar que ambas licencias se encuentran por debajo del promedio de la OCDE, pues en el caso de las licencias maternales el promedio es de 18.6 semanas, mientras que en el caso de las licencias parentales se tiene un promedio de 2.5 semanas (OCDE 2024).
Sumado a lo anterior, también se tiene registro de que los tiempos de traslado del hogar al centro de trabajo en México son de los más prolongados del mundo (OCDE, 2016). Del total de viajes que se realizan para ir al trabajo en la Zona Metropolitana del Valle de México el 58.1% tiene una duración mínima de 31 minutos y como máximo 2 horas (INEGI 2018), por lo cual resulta sumamente complejo destinar tiempo exclusivo al trabajo de cuidado. La marcada pobreza de tiempo articulada con los estrictos roles de género termina por colocar principalmente a las mujeres más precarizadas en condiciones de alta vulnerabilidad.
Si consideramos que durante la semana las mujeres realizan el 33% de sus viajes por motivos asociados a trabajo remunerado, la amplitud de sus horarios laborales y que también son ellas quienes realizan el 35% de los desplazamientos relacionados al cuidado, queda claro que en la cotidianidad, los tiempos de trabajo remunerado y no remunerado se sobreponen (Steer México y otros 2020). Por ende, es posible reconocer que el trabajo de cuidados no está ligado de forma exclusiva al espacio privado pues de manera reiterada desafía las delimitaciones espaciales, en tanto se cuida dentro del hogar pero también desde la movilidad, ya sea al interior del transporte público, en parques, sobre calles y avenidas, en mercados o en espacios como la escuela, solo por mencionar algunos. Sin embargo, esto no quiere decir que las condiciones sean adecuadas para quien cuida ni para quien requiere cuidado.
Dicho lo anterior, es posible reconocer que el sostenimiento diario de la vida se ve facilitado u obstaculizado en función de la organización espacial, por ello resulta clave elaborar modelos urbanos que reconozcan y valoren el trabajo de cuidados. En este sentido, las ciudades compactas representan “el arquetipo con el que el urbanismo feminista considera que pueden rehabilitarse territorios dispersos, aumentando la densidad, diversificando los usos y adaptándose al contexto” (Col-lectiu Punt 6 2019, 164).
Sumado a la propuesta de las ciudades compactas, Inés Sánchez de Madariaga (2009) también propone no dejar de lado el reclamo político por infraestructuras para la vida cotidiana, pues este es tan importante como aquel que se realiza cuando se busca construir infraestructura que aporte a la reproducción económica. El acceso a infraestructura adecuada y de calidad promueve la corresponsabilidad de cuidado como una labor social.
Sostener la vida desde el cuidado y la continuidad espacial
Desde el posicionamiento feminista que apunta por colocar en el centro de todos los procesos políticos, económicos, culturales y sociales la sostenibilidad de la vida, se reconoce como necesario empezar a construir las condiciones que efectivamente permitan vivir la vida desde la dignidad, la justicia y la igualdad de derechos, en este sentido, resulta clave no perder de vista que los seres humanos somos vulnerables y profundamente interdependientes a lo largo de nuestro ciclo vital.
Dicho lo anterior, diversos análisis feministas que abordan el tema de la reproducción de las sociedades (Picchio 2009; Carrasco 2009; Fraser, 2023) han señalado que el cuidado es un enclave estratégico desde el cual se pueden ir desarticulando algunos de los supuestos dicotómicos presentes en las sociedades occidentales como: trabajo productivo-reproductivo, espacio público-privado, autonomía-dependencia, colectividad-individual y dar paso a la construcción de sociedades otras.
Sin embargo, no hay que perder de vista que además de las dicotomías señaladas, sigue pendiente incluir las experiencias y demandas específicas de cuidados de las disidencias sexo-genéricas que han desafiado tanto el mandato de la heteronormatividad como el e la cisnormatividad5, de poblaciones con discapacidad, racializadas, que habitan fuera de los contextos urbanos y céntricos, esto para no dar lugar a relatos ejemplificadores desde los que se niega la diversidad, se universalizan las experiencias y se homogeneizan las necesidades (Pérez 2019).
Como señalé en párrafos anteriores reconocer que el cuidado se desarrolla desde la continuidad espacial y la movilidad es una herramienta que permite, por un lado, evidenciar que la actual producción espacial perpetúa desigualdades y priva de derechos (Soto e Ibarra 2023), especialmente a aquellos sujetos que no encarnan los valores androcéntricos; por otro lado, da lugar a la elaboración de demandas desde las cuales se le exija al Estado proveer del soporte físico que permita cuidar en condiciones de dignidad y accesibilidad; al mercado hacer regulaciones desde las que se compatibilicen los tiempos de cuidado con los tiempos laborales; y a la comunidad una actitud de solidaria y apoyo mutuo que acompañe el ejercicio del cuidado, independientemente del espacio en el que se realice y de la corporalidad que lo ejerza, esto solo por mencionar algunas posibilidades.
El sostenimiento diario de la vida demanda la transformación radical de la construcción espacial, en este sentido, no deja de lado los conocimientos ni las experiencias que surgen de quienes habitan en un determinado territorio pues se comprende que “solo construyendo otro tipo de territorios más justos, sostenibles y equilibrados, en los que las personas y sus diversidades sean la prioridad, podremos pensar otros mundos” (Col-lectiu Punt 6 2019, 25).
Reflexiones finales
Una constatación innegable es que las mujeres al igual que el resto de los sujetos sociales, transitan y habitan el espacio, pero la manera en que lo hacen y las condiciones en que realizan sus actividades cotidianas están supeditadas a marcadores sociales como el género, la clase, la raza y la orientación sexual, esto por mencionar solo algunos. En el contexto de un mundo donde el centro de las preocupaciones gira en torno a la acumulación del capital y a los intereses androcéntricos, resulta urgente subvertir el orden establecido y dar lugar a otras configuraciones espaciotemporales que permitan el sostenimiento de la vida desde la dignidad, la diversidad, la justicia y la igualdad de derechos.
En este sentido y a la luz de las problemáticas señaladas, se considera que algunas vías de acción para promover la corresponsabilidad social en la realización del trabajo de cuidado podrían ser las siguientes:
Crear políticas públicas que integren la dimensión espacial en la provisión y realización de cuidados, lo cual implicaría habilitar o construir infraestructura accesible e inclusiva que brinde servicios de cuidado de calidad en distintos puntos geográficos. Cabe señalar que es imprescindible dar respuesta a las necesidades territoriales específicas de las poblaciones e integrar estos espacios a su red cotidiana de proximidad.
Fortalecer la conectividad y la seguridad del transporte público para facilitarle a las personas que realizan trabajo de cuidados trayectos encadenados seguros. Debido a que la movilidad del cuidado está relacionada con acudir a servicios de salud, educación o de alimentación se debe promover que las rutas del transporte contemplen recorridos por áreas cercanas a estas zonas.
Establecer medidas de conciliación laboral efectivas que permitan la realización de trabajo de cuidados sin que esto represente, especialmente para las mujeres, renunciar al trabajo remunerado. Además de las licencias por maternidad o paternidad, los centros de trabajo podrían financiar otro tipo de iniciativas que busquen contribuir a la distribución del trabajo de cuidados. Un posible ejemplo podría ser diseñar un sistema de transporte para empleados y empleadas que se dedicara a realizar traslados del centro laboral a espacios de cuidado.
Desarrollar estudios específicos sobre movilidad con perspectiva de género para contar con información confiable y sistemática relacionada con la movilidad del cuidado. La ausencia de datos especializados dificulta conocer los impactos, tanto positivos como negativos, de las políticas públicas implementadas, por ello resulta fundamental comenzar a crear este tipo de instrumentos.
Considerar la dimensión espacial en los cuidados, es una alerta desde la que se señala que algunas de las barreras más sutiles, pero con peso significativo en nuestras vidas cotidianas son permeables, por otro lado, el cuidado también nos lleva a la renuncia de miradas universalistas desde las que se ignoran los saberes que se han desarrollados en contextos concretos para poder cuidar. Si bien, todas las personas hemos requerido y vamos a seguir requiriendo cuidados a lo largo de nuestro ciclo vital, las maneras de suplirlos se presentan de formas específicas y ligadas al territorio.
Si la apuesta ético-política es sostener la vida, la configuración espacial actual no puede quedar inmóvil, pues de mantenerse seguirá perpetuando desigualdades. En el caso de los cuidados si no se modifica el espacio público y los servicios de cuidados siguen manteniendo una alta fragmentación territorial, difícilmente las mujeres que son quienes mayoritariamente cuidan sentirán un alivio en su carga de trabajo, por otra parte, tampoco se avanzará en una redistribución de esta tarea.