El locus horridus
Los presidios insulares son espacios punitivos utilizados, por lo general, para recluir a los prisioneros más indeseables. Aunque formen parte del territorio nacional, estas prisiones son sitios de expatriación simbólica, espacios alejados para exiliar a los proscritos. En estos aislamientos no siempre se cumplen las normas que vigilan las garantías de los derechos humanos. Ocurre acá, con mayor frecuencia, lo que Michael Foucault (2002) define como el suplicio penal donde se institucionaliza el sufrimiento, la marcación de las víctimas y la manifestación de un poder que castiga en exceso. Estas vejaciones que suceden al margen del control legal han servido como motivación para una serie discursiva que conoceremos como relato carcelario en contextos insulares.
Algunas de las prisiones de este tipo más conocidas son Alcatraz en Estados Unidos, de la que se han escrito obras como Alcatraz from inside de Jim Quillen (1919-1998) o la Isla del Diablo en la Guyana francesa famosa por la polémica sobre la inocencia del capitán Alfred Dreyfus enjuiciado por su condición de judío. En esta isla, dos prisioneros memorables fueron los escritores René Belbenoit (1899-1959) y Henri Charrière (1906-1973) quienes protagonizaron famosas escapatorias. De Belbenoit son las novelas autobiográficas Dry guillotine (1938) y Hell on trial (1940), donde denuncia las crueldades del sistema penal francés; por su parte, Charrière publicó en 1969 una reconocida autobiografía titulada Papillon, memorable por la versión cinematográfica, y Banco (1973), una segunda parte de sus memorias, menos conocida. Otras islas afamadas son Robben en Sudáfrica, lugar en el que estuvo prisionero Nelson Mandela y la Isla Tiburón en Namibia, donde operó un campo de exterminio alemán mucho antes del Nazismo.
En América Latina, entre otras, se encuentran la isla cubana de los Pinos (actualmente Isla de la Juventud) en la cual estuvo prisionero Fidel Castro en 1953 en un módulo panóptico, conocido como “Presidio modelo”. En esta misma prisión a principios del siglo XX, por razones políticas, estuvo recluido Pablo de la Torriente Brau, de origen puertorriqueño. Entre 1932 y 1935 escribió un libro de carácter testimonial titulado Presidio modelo.1 En México es conocida la Colonia penal federal Islas Marías, donde estuvo recluido varias veces el escritor José Revueltas. Otros presidios de este tipo son la isla de Coiba en Panamá, en ella se protagonizó el asesinato del líder socialista Floyd Britton en 1969; en el Frontón en Perú fue recluido, como prisionero político, el expresidente Fernando Belaúnde; la Prisión de la Gorgona en Colombia, también llamada la isla maldita y, aunque no era una isla propiamente, El Castillo San Felipe en Puerto Cabello, Venezuela, donde estuvieron encarcelados el escritor José Rafael Pocaterra (1888-1955) y el poeta Andrés Eloy Blanco (1897-1955) quien escribió el poemario Barco de piedra (1937) en alusión a la estructura de la cárcel rodeada de mar.
En Costa Rica hay dos islas que han funcionado como presidio, la de San Lucas y la del Coco. Ambas prisiones fueron creadas en la segunda mitad del siglo XIX por Tomás Guardia. La primera fue San Lucas en 18732 y la segunda, el Coco en 1879. La larga distancia en la que se encuentra esta última imposibilitó la tarea logística de su mantenimiento y fue cerrada en 1881. En cambio, la cercanía de San Lucas en el Golfo de Nicoya tuvo mejores posibilidades y se mantuvo hasta el año de 1991.
Para comprender las condiciones semióticas de un modelo carcelario actual, según Foucault (2002), es necesario comprender que la prisión resulta una fórmula para volver a los individuos dóciles y útiles. En los siglos XVIII y XIX se implementa una penalidad de detención y se empiezan a rechazar otras prácticas punitivas como la recurrencia a la tortura. De acuerdo con Foucault, la prisión sería en consecuencia la "pena de las sociedades civilizadas" (2002, p. 233). Sin embargo, como veremos, en algunos sistemas carcelarios actuales, incluidos el de la isla San Lucas, la aplicación de los mecanismos llamados “salvajes” aún se seguían practicando.
Este modelo punitivo se estructura sobre un tiempo y un espacio determinados. La correlación semiótica tiempo-espacio constituye el cronotopo carcelario de la serie narrativa, donde el tiempo se demarca según la tipología de la falta y los atenuantes, y el espacio es la reclusión en diversas modalidades. Según Bajtín, en el cronotopo artístico el espacio se intensifica y “penetra en el movimiento del tiempo, del argumento, de la historia. Los elementos del tiempo se revelan en el espacio, y el espacio es entendido y medido a través del tiempo” (1989, pp. 237-238). Bachelard acota que los espacios del odio y el combate solo pueden estudiarse refiriéndose a materias ardientes y a imágenes apocalípticas (1965, p. 28). De acuerdo con Bermejo Larrea (2012) una manera de comprender las condiciones de estos espacios hostiles es contraponiéndolos a los llamados locus amoenus y su correlación con el jardín edénico. La cárcel corresponde a la antítesis, al llamado locus horridus que se asocia con los imaginarios del averno. En estos lugares de castigo los personajes son ominosos y el ambiente es de horror, enfermedad y muerte. Los espacios son escatológicos en el doble sentido de este término, como excremento y como muerte.
El cronotopo sanluquiano
En la literatura costarricense, el espacio carcelario con mayores referencias corresponde a San lucas, la isla donde se protagonizó durante más de un siglo la reclusión de los reos más indeseables. El texto que inaugura este cronotopo, que llamaremos sanluquiano, se titula Un drama en el presidio de San Lucas y fue publicado por Manuel Argüello Mora en 1900. Narra la historia de Manuel Barrientos, un joven que vivía en el barrio La Soledad en San José. Manuel está enamorado de Rosita Vargas, pero Valerio Cortés se presenta también como pretendiente de la joven y esto genera una conocida rivalidad entre ambos. Manuel encuentra herido a su rival y, sin pensarlo, busca cómo ayudarlo. Lo carga para llevarlo a un hospital, pero este muere de camino. Como desafortunada coincidencia, Manuel resulta sospechoso del crimen. A ello se suman las pruebas de la conocida enemistad y la circunstancia de ser el único que estuvo cerca del fallecido. El Jurado lo declara culpable y lo condenan a una pena de diez años en el presidio de San Lucas.
Manuel pasa tres años en la isla, donde enferma gravemente y está a punto de fallecer. Por esta razón solicita un sacerdote que le brinde los últimos auxilios espirituales. Sin embargo, mediante la confesión el cura descubre su inocencia y declara que él sabe, también por confesión, quién es el verdadero culpable del asesinato. El sacerdote consigue que el responsable acepte los cargos y de este modo Manuel es absuelto. “Pero, los tres años de estadía en San Lucas, han dejado en la fisonomía de Manuel la marca del paludismo que produce los miasmas de la isla (Argüello, 1963, p. 320).
El drama que propone Argüello en este relato plantea el dilema de la inocencia, como uno de los temas recurrentes en las historias de prisión. También, de alguna manera, es inocente Juan Varela, el personaje central de la novela del mismo título escrita por Adolfo Herrera en 1939. En este caso el drama está representado por un proceso de degradación social que vive el protagonista marcado por una cadena de injusticias sociales. La pérdida de su propiedad, la expulsión de la bananera, entre otros factores lo obligan a optar por el contrabando de licor. Esta ilegalidad lo lleva a un enfrentamiento fatal con la policía. El cargo de asesinato le vale la condena a perpetuidad en la isla San Lucas.
El presidio aparece como parte del desenlace de la historia. Juan espera que su esposa e hijos vengan a verlo antes de partir a la isla, pero estos no aparecen y el personaje sella así el clímax de su tragedia personal “Tenían que venir. Luego, quizás nunca más volvería a verlos. Un viaje a San Lucas cuesta un dineral” (Herrera, 1973, p. 76). Entre los prisioneros solamente él y un negro iban con la condición de la cadena perpetua “A las ocho los formaron en fila. Pusiéronles el agravio candente de los fierros en las muñecas y marcando el paso llegaron a la estación” (Herrera, 1973 p. 76).
No sabremos nada sobre las vivencias del personaje en el presidio, pero las puertas de esta prisión representan el punto más terrible de la degradación social. Juan Varela es el referente fundacional del realismo social y la Isla de San Lucas aparece aquí como símbolo de la ignominia en Costa Rica.
En 1947, Carlos Salazar Herrera publica el libro Cuentos de angustias y paisajes. En el cuento “La ventana” se narra la historia de un hombre que regresa a su hogar después de un largo viaje. No se dice en el texto de dónde proviene, pero el autor deja una serie de indicaciones que permiten inferir que se trata de un ex convicto. Entre las pistas se indica que: “Hacía… ¡siete años! que tenía ganas de beber un vaso de agua fresca y pura de aquella resonante tinaja, porque allá…donde él había estado tanto tiempo, el agua era tibia y salobre” (Salazar, 1974, p. 51). Más adelante sabremos que su esposa ha hecho quitar de la ventana los barrotes de hierro. Estos elementos evidencian que el personaje viene llegando de estar siete años en prisión y que estuvo en un lugar de clima caliente, donde abundaba el agua salobre. Se concluye que se trata de un presidio costero y dado el contexto costarricense el referente posible es la Isla de San Lucas.
Estos relatos, que abordan el tema de lo carcelario, utilizan el imaginario sanluquiano como referente para situar historias de personajes sentenciados a prisión. Pero ninguno hasta aquí retrata las condiciones en que viven los reos, tal y como ocurre en las obras de los escritores franceses Belbenoit y Charrière. Hasta aquí, San Lucas es solo un lejano locus horridus que sirve de anclaje verosímil para evidenciar el drama de los sentenciados.
La isla de los hombres solos
A inicios de la década de los sesenta, la comunidad ilustrada costarricense se ve sorprendida por la aparición de un promisorio escritor que se encuentra prisionero en la isla de San Lucas. Se trata de José León Sánchez, quien le deparará a la historia de la literatura costarricense una de las más exitosas carreras. Sánchez coloca su nombre en la misma lista de los autores universales que dan cuenta desde adentro lo que significa ser prisionero en una cárcel insular, justo donde la lejanía también es distancia para la garantía de los derechos humanos.
La gran obra que retrata el presidio se titula La isla de los hombres solos (1967). No es propiamente un texto autobiográfico, pero da testimonio de las atrocidades que el escritor presenció en el penal. La primera versión de esta novela, según ha referido el autor en distintas entrevistas, fue un ejercicio de libertad expresiva, pues la primera edición la hace en un mimeógrafo improvisado por él mismo. La novela fue censurada y las primeras copias fueron desaparecidas casi en su totalidad. Sánchez realiza otras publicaciones de manera artesanal, entre estas El poeta, el niño y el río, un idílico relato que trabaja la fantasía de un niño enamorado de la palabra poética. Este texto recibió el premio nacional de los Juegos Florales de 1963.
En 1962, en la serie de poesía “Líneas grises” en Turrialba, Jorge Debravo publica un pequeño libro de Sánchez titulado Poemas.3 También esta es una publicación artesanal que intentaba divulgar la obra de autores que carecían de medios para ediciones oficiales. Debravo escribe un prólogo donde elogia el talento de aquel novel poeta y aboga por su libertad “Desde allá, desde el Presidio de San Lucas, nos ha enviado estos poemas. Desde allá, donde vive esperando un pedazo de libertad. Un retazo de alegría que nadie ha querido concederle (1962, p. 8).
Debravo elogia los cuentos que escribe Sánchez, donde según él se encuentran los mejores hallazgos poéticos, pero este poemario vale por la “radiografía espiritual de un hombre que ha sufrido y llorado” (1962, p. 6). Como bien sugiere Debravo se trata de una enunciación testimonial donde el yo lírico habla de su deplorable condición como privado de libertad. El poema titulado “Sol y arena” describe de la siguiente manera el martirio que viven los reos:
Este es el Cementerio
en la isla de los Hombres solos.
Todo sal como resabio
de los que fueron vidas.
Todo arena y eternidad de silencio
como un tiempo pasado,
una lágrima
un beso,
un recuerdo.
En el cementerio
donde el repicar
de la piedad,
jamás encuentra asomo
de corazón humano.
Ni una flor.
Ni flota el eco de un suspiro
en la mitad de una frente,
Ni siquiera un adiós
musitado con tristeza (Sánchez, 1962, p. 12).
En este poema aparece ya el título de la que sería la gran obra sobre San Lucas: una poética sobre la soledad en el encierro. Desde una perspectiva cronológica este texto es antesala de la novela. Sin embargo, se trata en realidad de un diálogo intertextual que también se incluye en cuentos como “Una guitarra para José de Jesús” o “Cuando ataca el Tiburón”. En todos estos textos el tema del presidio estará presente.
La isla de los hombres solos relata la historia de un joven campesino guanacasteco llamado Jacinto quien pretende a María Reina, una hermosa vecina suya. Al pueblo llega don Miguel quien es el agente policial enviado por el gobierno. El representante de la ley resulta ser un pendenciero que secuestra y viola a María Reina. A pesar de haber tenido una hija fruto de esa violación, Jacinto se lleva a María Reina a vivir con él, pero la desgracia hace que la pequeña caiga por accidente al río, la madre intente salvarla y ambas se ahoguen. Jacinto es injustamente acusado de haberlas asesinado y es sentenciado a prisión.
Al igual que en la novela Juan Varela, el protagonista experimenta un proceso de degradación, pues también Jacinto hace un denuncio de un terreno e intenta hacer una vida conyugal. Ambos personajes lo perderán todo, incluida la mujer y ambos irán a parar a la misma prisión. Sin embargo, la novela de Adolfo Herrera concluye justo cuando Juan Varela es llevado a la cárcel, en el caso de La isla de los hombres solos la entrada a la prisión es el inicio de lo que realmente interesa: el retrato de la cárcel desde adentro.
La otra diferencia es que La isla de los hombres solos está contada en primera persona. Es un personaje que cuenta su historia a modo de testimonio. El sujeto del enunciado recurre a un destinatario in situ al que le cuenta lo que vivió. A pesar de la juventud e ignorancia, Jacinto tiene noción del sitio a dónde está siendo llevado:
Así llegué a saber que no había pena de muerte en Costa Rica, pero a los reos los enviaban a una isla donde de todas formas se iban muriendo poco a poco por las enfermedades o por el verdugo encargado de dar palos al reo por la más insignificante de las causas (Sánchez, 2016, p. 51).
De entrada, el personaje es encerrado quince días en un calabozo. Ahí se enfrenta, por primera vez, con la ruda realidad de esta prisión famosa. Describe de la siguiente manera la estadía en el calabozo:
Distinguíamos el día de la noche al abrirse una rejilla dos veces al día, por donde nos pasaban un poco de frijoles duros y una tortilla más una botella de agua. Nuestro cuerpo abotagado por el calor casi no llamaba al hambre. Pero la sed era espantosa. Los muros del calabozo estaban empotrados cerca del mar hasta el extremo que continuamente se escuchaba el retumbar de las olas contra la muralla (Sánchez, 2016, p. 61).
Durante el día el calor es insoportable; por la noche el frío es tremendo. A estas condiciones climatológicas se unen las torturas físicas y psicológicas, los trabajos forzados, la pésima alimentación y la nula atención médica. Previamente, también los prisioneros se ven forzados a llevar los pesados grillos que les permiten salir de las celdas, pero les obstaculiza la posibilidad de escape: “Los grillos eran pelotas de hierro y con un peso de cincuenta libras también atadas a una cadena, que puede tener dos metros desde la bola hasta la argolla que se prende del pie” (Sánchez, 2016, p. 77).
El penal moldea a los sujetos para mal. Al punto que el personaje asegura que odia con todas sus fuerzas a aquellos que lograban ser absueltos o que les quitaban las condenas y reciben “a cambio una simple argolla de raterilllo que eran livianas y no pesaban” (Sánchez, 2016, p. 80).
Este modelo no está diseñado para la reinserción de los sujetos; por el contrario, incrementa las dinámicas colectivas de la violencia, “El ambiente está muy lleno de trampas para el hombre. La araña penal no perdona y devora todo lo que cae en sus garras, necesitando el reo una gran fuerza moral para que al final no tenga el corazón convertido en un trapo más” (Sánchez, 2016, p. 86). Entre los reos hay vínculos eróticos, de complicidad y de enemistad. Si alguna enfermedad no se encarga de poner en riesgo la vida, igualmente esta corre peligro en la cotidianidad de la prisión.
Los vigilantes también entran en la dinámica del locus horridus. Se despreocupan por la salud de los reos, aunque estén al borde de la muerte y ejercen la autoridad con recursos que van desde la vejación psicológica, hasta la tortura física.
Entre las locuras de las autoridades destaca el caso del coronel Venancio, quien en un arrebato de prepotencia declara la isla independiente de Costa Rica.
La bandera de Costa Rica se tiró al mar junto con el retrato, el escudo y demás payasadas del Presidente de Costa Rica. (Antes el general cuando pasaba frente a ese mismo retrato se cuadraba militarmente). También se lanzaron al mar los libros de reglamento porque todo eso era parte de los signos de la esclavitud a que los costarricenses nos habían sometido por tantos años (Sánchez, 2016, p. 188).
Como recompensa a los prisioneros se los libera de los grillos, pero esta declaración de independencia plantea una paradoja. Los prisioneros son ahora ciudadanos libres de un lugar donde no tienen el derecho a conseguir libertad. Están a merced de la locura del coronel, quien pronto es derrotado y el presidio vuelve a la normalidad de las torturas diarias.
Para Jacinto la Costa Rica democrática y respetuosa de los derechos humanos está lejos, “la Costa Rica de cuyo recuerdo lejano se nos hacía un puño en el alma… ésa estaba muy lejos. Y más que lejos: no existió nunca en mis años de presidiario” (Sánchez, 2016 p. 122). Aquí tampoco existía la salud de la que gozaban los ciudadanos en tierra continental. A veces ocurrían episodios de pestes que provocaban matanzas. En uno de estos casos, producto del cólera, Jacinto estuvo a punto de morir.
Fueron dos meses en que los reos se murieron todos los días. Por último, las cuadrillas de enterradores, ya sin guardias cerca, optaron por no enterrar a los muertos y entonces los hombres se podrían al sol. El cielo de un azul muy puro se pobló de zopilotes que descendían a pulular entre los árboles y las palmeras. Sobre los tejados del penal otra cuadrilla de esos pájaros devoradores de la muerte esperaban con las alas abiertas y bastaba con que uno cayera muerto en algún lugar del campo distante, para que de inmediato con el calor en el cuerpo, fuera devorado (Sánchez, 2016, p. 199).
El protagonista sobrevive al embate de la peste y cuando la suerte por fin parece guiñarle, pues ha conseguido contraer matrimonio con una prostituta que llega a prestar servicios y se le ha prometido la libertad condicional, esta se le niega y su esposa muere. Este es el drama de los prisioneros de San Lucas. Según Jacinto “Es como si Dios no existiera. Como si Dios se haya olvidado de mirarnos y las personas que nos miran nos valoran a lo bestia” (Sánchez, 2016, p. 87).
La isla de los hombres solos es el testimonio de la soledad que viven los condenados al infierno. El drama de Jacinto es la historia de uno más, es la memoria de todos y es denuncia del sistema penitenciario costarricense. La novela ha tenido una amplia difusión internacional y por sus ventas, que alcanzan varios millones, se podría afirmar que es el gran bestseller de la literatura costarricense. Según los apuntes paratextuales de la edición 2016, que se usaron para las referencias de este artículo, supera las 155 ediciones. A esto hay que agregar las adaptaciones a otros formatos como la radio, el cine y el teatro. En 1974 el director cubano mexicano, René Cardona, hizo una versión cinematográfica, donde modifica parcialmente la diégesis del relato y hace que Jacinto sea el responsable del asesinato de don Miguel. De este modo elimina la condición de inocencia del protagonista, pero igualmente mantiene las consecuencias del encarcelamiento, tal y como lo pinta José León Sánchez. Recientemente, en Costa Rica, entre el 2016 y 2017, el Teatro Expressivo ofreció una adaptación realizada por los estadounidenses Caridad Svich y José Zayas.
Otras referencias
Como ya se apuntó, La isla de los hombres solos dialoga con otros relatos del mismo autor que hacen referencia a San Lucas. Uno de ellos es el cuento “Una guitarra para José de Jesús”, ambientada en el presidio en el año de 1919. Con un estilo chejoviano en este relato se narra la historia de José de Jesús, quien tenía siete años de estar en prisión, “como era bastante viejo solamente tenía como última esperanza el morir pronto para llegar al Coco, que es el nombre que tiene nuestro cementerio en esta Isla de los Infiernos” (Sánchez, 1975 p. 42). Todas las noches el negro Smith, otro de los reos, toca una guitarra que él mismo había construido. El negro ama el instrumento más que a una mujer y se niega a prestarlo o a venderlo, pero comete el error de afirmar que si alguien le da cien pesos la cede. José de Jesús consigue el dinero y obliga a su compañero a que le dé la guitarra. Acto seguido la rompe ahí mismo. No queda claro cuál es la razón del arrebato, pero se infiere que los rasgueos musicales en la prisión también forman parte del tormento. En este cuento también se hace referencia a los vejámenes que sufren los prisioneros:
El Señor Director-Comandante-Coronel pensaba que los reos éramos hechos de piedra dura. Y por eso nos mandaba a azotar, ordenaba dar de balazos a un presidiario por cualquier cosa, o atando a un desgraciado, fracaso en un intento de fuga, a una cadena doble, ordenaba que lo echaran de cabeza al mar. Alguna vez un reo murió de los culatazos que le propinó un guardián salvaje (Sánchez, 1975 p. 41).
Ante esta situación los reos firman una queja y la elevan al gobierno. Como respuesta llega un funcionario del Ministerio de Guerra, los manda a formar y da de latigazos a todos los que habían suscrito el documento.
En el cuento “Cuando ataca el tiburón”, se presenta a la isla de San Lucas como el presidio mayor, al punto de que cuando se menciona su nombre la gente suele bajar la voz y la mayor maldición que alguien puede desearle al otro es que algún día sea llevado a este penal. En este texto la isla se describe como “sinónimo de horror, de muerte, de tortura” (Sánchez, 1975, p. 191), luego se cuenta con detalle su historia, cómo fue descubierta y transformada en la otra Isla del Diablo, en alusión a la francesa. También describe con detalle la ubicación geográfica y las posibilidades que tienen los reos para huir a nado aprovechando las mareas.
El cuento narra el drama de un intento de fuga, los meses de preparación, el estudio de las mareas, la evasión de la policía y los riesgos de que un tiburón devore al fugitivo. El protagonista del cuento consigue escapar, pero el rastro de las huellas en la playa lo delatan y, finalmente, lo recapturan. El hombre que le apunta es el Sargento Tiburón. Los latigazos que le empieza a propinar son la metáfora del temido ataque de la bestia de los mares.
En otros cuentos de Sánchez no se hace mención directa a la isla de San Lucas, pero cuenta historias de convictos o fugitivos, como es el caso de “La mina de los cuarenta leones”, donde Villalobos, el protagonista, aparece como un minero furtivo que huye de la justicia.
La novela Picahueso (1971), más tarde titulada La colina del buey, marca la ruptura de lo testimonial carcelario y se interesa por el tema histórico que tendrá luego Tenochtitlan: la última batalla de los aztecas (1984) y Campanas para llamar al viento (1989), y con más libertad histórica, La luna de la hierba roja (1985). Aunque La colina del buey es un texto que cuenta la épica personal del minero Picahueso y la historia se aleja del locus horridus carcelario, Sánchez, de manera marginal, regresa al leitmotiv sanluquiano. El protagonista intenta cometer un asesinato, pero falla en el intento. En sus cavilaciones posteriores piensa que si habría cometido el crimen tendría que haber huido a Nicaragua o sino “quedaba el sendero de San Lucas, donde cada hombre que entra está condenado a perder el último aliento de su vida” (Sánchez, 1977, p. 128). Quienes sí caen en esta prisión son algunos de los personajes secundarios que se dedican a la producción de licor de contrabando o “saca de guaro”. Uno de ellos es Tremebundo de quien se dice que al final murió en la isla y “Alguno que otro cabecilla fue a dar también hasta San Lucas” (Sánchez, 1977, p. 132).
Con estas referencias José León Sánchez cierra el ciclo sanluquiano, al menos en lo que corresponde a estos relatos testimoniales en primera persona y que corresponden a sus textos iniciales. Sin embargo, entre las provocaciones internacionales de la novela, destaca un poemario escrito por el poeta mexicano Álvaro Solís en el año 2005, a propósito del personaje homónimo que aparece en La Isla de los hombres Solos. Al mexicano le sorprende la coincidencia del nombre suyo con quien sería el último director sanguinario de la penitenciaría de San Lucas, según la novela. El libro se titula Solisón, pues este era el seudónimo con el que llamaban los reos al comandante. Uno de los poemas del mexicano se titula precisamente San Lucas:
Esta isla es soledad
Aquí las noches se prolongan atan árboles
Esta isla es abismo que se sufre a diario
Y el dolor es himno
Cuando el hambre da sus primeros retortijones en
el alma.
Esta isla es San Lucas
Ataúd que flota en medio del mar
Sin esperanza (Solís, 2005, p. 17).
Álvaro Solís aborda el tema de la soledad como una de las condiciones del suplicio que viven los reclusos. Retoma el motivo que da título a la novela, pero añade, al igual que en la narración de Sánchez, otros elementos que inciden en el sufrimiento, tales como el hambre y la desesperanza.
En un libro titulado Cuando las paredes hablan (2004), Ilse Bussing estudia los grafitis que aún se encuentran en las paredes de lo que fue San Lucas. La investigadora considera que estos textos permiten comprender las implicaciones de la vida carcelaria. Agrega que estas representaciones complementan lo que ya José León Sánchez expresó en su obra literaria.
Sánchez queda, de este modo, inscrito en la historia del penal más pavoroso de Costa Rica como uno de los sentenciados inocentes de las historias que él mismo refiere. La literatura ha sido el medio que le permitió elevar una protesta que ha sido oída más allá de las fronteras y que traspasará los siglos.
Según Foucault:
El suplicio penal no cubre cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los "excesos" de los suplicios, se manifiesta toda una economía del poder (2002, p. 34).
Esta imagen que dicta el filósofo francés caracteriza de manera precisa lo que la literatura costarricense ha dicho en relación con el modelo carcelario de San Lucas. Esta es también una definición posible del leitmotiv o el cronotopo sanluquiano que hemos estudiado en este artículo. Esta cárcel es el locus horridus de una serie literaria que inició en el año de 1900 con la historia de un recluso inocente llamado Manuel Barrientos. Este personaje de Manuel Argüello coincide con el Jacinto, también inocente, de la Isla de los hombres solos y todos los personajes de estas historias son a la vez el propio José León Sánchez.