Introducción
Como se indicó en el primer artículo de esta serie (Dowe y Hilje, 2022), en 1856-1857 el botánico alemán Hermann Wendland (1825-1903) fue enviado a Centroamérica, para recolectar plantas vivas y ejemplares de herbario para los Jardines Reales de Herrenhausen, con el patrocinio del rey Jorge V de Hannover. Su diario de la travesía, intitulado Notas de viaje del jardinero de la corte Hermann Wendland, publicado en la revista Hamburger Garten- und Blumenzeitung, fue traducido al inglés recientemente (Dowe et al., 2022), y ahora al español. En el presente artículo se incluye la segunda parte de dicho testimonio, concentrado en la región de Sarapiquí, en el noreste de Costa Rica.
Se ignora exactamente por qué Wendland eligió Costa Rica, así como esta región en particular, para efectuar la mayor parte de sus herborizaciones en Centroamérica. Lo que sí es cierto es que -como él mismo lo confiesa-, en Hannover había conversado con el naturalista polaco Josef von Warszewicz, quien había recolectado en Costa Rica previamente (León, 2002; Grayum et al., 2004; Ossenbach, 2016). Además, había leído las sugestivas descripciones de Sarapiquí incluidas en el célebre libro La República de Costa Rica, publicado en 1856 (Wagner y Scherzer, 1974).
Ya en Costa Rica, buscó el consejo del médico y naturalista alemán Karl Hoffmann -para quien traía una carta de recomendación-, quien posiblemente le sugirió buscar a su colega Alexander von Frantzius (Dowe y Hilje, 2022). Es de suponer que para entonces von Frantzius ya estaba recopilando información sobre la región norteña del país, para una publicación que aparecería en 1862; años después sería traducida al español con el título La ribera derecha del río San Juan; una parte casi desconocida de Costa Rica (Biolley, 1895) y reeditada casi un siglo después (von Frantzius, 1999).
De hecho, en el primer artículo de esta serie (Dowe y Hilje, 2022), él menciona algunas de las inquietudes y preocupaciones asociadas con su expedición a la región de Sarapiquí, reputada como inhóspita y muy peligrosa. Tras las indagaciones y preparativos pertinentes, por fin Wendland acometió la aventura de explorarla.
Empezada su travesía el 7 de mayo de 1857 en San José, junto con su ayudante Gerhard Jäger, después de pernoctar en la ciudad de Heredia y un día después en un albergue gubernamental que había en Vara Blanca, el relato aquí transcrito corresponde al recorrido iniciado poco después de superar la Cordillera Volcánica Central en el Paso de El Desengaño. Lo esperaban terrenos sumamente escarpados, recubiertos de bosques de altura, para poco a poco descender hasta las muy extensas planicies donde la selva tropical alcanza su mayor esplendor.
Dado el gran valor botánico y testimonial, su periplo por la región de Sarapiquí aparece narrado a continuación, en su propia voz.
Diario de viaje de Wendland
Al día siguiente, domingo 10 de mayo, nos levantamos a las cinco de la mañana, bebimos un poco de café y empezamos a movernos a las siete. El camino empeoró un poco, y se proyectaba cuesta abajo, en dirección noroeste. El conductor dijo: ''¡Miren! San Miguel está adelante, y el Muelle más adelante''. Pero uno no veía más que árboles y árboles, un dosel continuo de hojas, un verdadero mar de follaje.
El camino avanza por el lado izquierdo de un valle, para después atravesarlo en su centro durante un extenso trecho, y hacia la derecha se hunde de manera tan abrupta, de la misma manera que asciende por el flanco izquierdo. Desde abajo emerge el sonido de un furioso arroyo, que después se precipita en una hermosa cascada de unos 150 a 200 pies, la cual, por desgracia, no se puede observar completa desde el camino.
En cuanto a las unidades de medida citadas en el texto, para evitar reiterarlas, se consignan aquí sus equivalencias por una sola vez: pulgada (2,54 cm), pie inglés (30,47 cm) y yarda (91,4 cm).
En relación con la catarata mencionada, posiblemente se refiere a la de San Fernando (Figura 1A), que aún hoy no se ve con facilidad desde la carretera que conduce a Sarapiquí. Se localiza cerca de Cinchona, un villorrio establecido durante la Segunda Guerra Mundial para la producción de quinina, contra la malaria. Dicho poblado fue arrasado por el terremoto ocurrido el 8 de enero de 2009, tras lo cual se fundó el poblado de Nueva Cinchona, en Cariblanco.
Mientras uno cabalga cuesta abajo, la herborización no se puede hacer sino desde el burro. A veces uno tiene que olvidarse de este o aquel ejemplar, pero de inmediato aparecen otros cien. Uno le dice a su compañero: ''Por favor, coge esa hermosa Melastoma''. Y te detienes, pero los animales de carga avanzan, y la bestia que estás montando no tiene intenciones de detenerse ni de que sus compañeras la dejen rezagada, por lo que continúa bajando. Como, de todos modos, la planta era un poco bultosa, le dices a tu compañero. ''Bueno, olvídate. Ya habrá otra''. Sí, pero quien no suele regresar, es el mejor ejemplar. ''Mira, está bien así'', te dices a ti mismo. ''¿Por qué no cogiste la primera planta que viste, si sabes que si no tomas el primer ejemplar, ya no lo encontrarás más?''. Así es como funciona esto.
Entonces uno mira alrededor, con una mezcla de entusiasmo y enojo, y quiere hacer lo que esté a su alcance para reencontrar lo que omitió. Debido a esa obsesión, no se percata de la presencia de tallos de Rubus y Solanum y, antes de darse cuenta, se ha rasgado las manos y la cara.4 Para peores, ¡tu sombrero se queda enredado en algún arbusto, o cae en el barro! La sangre hierve, uno inculpa al burro de todo cuanto le sucede. ¿Por qué es que siempre busca lo que le resulta más cómodo a él mismo?
Hay que liberarse de la ofuscación, y el burro logra hacerlo. Sí…, ¡el burro! Él continúa avanzando sin tregua, aunque el camino se torne aún más empinado cuesta abajo, y de súbito deba voltearse hacia un valle colateral, para poder vadear un arroyo. Se trata del río de los Angeles (río Ángel). Después de media o una hora de cabalgar se llega al río de La Paz, que se desprende sobre enormes rocas con rugiente prisa. El agua es espléndidamente cristalina, y lo invita a uno a tomar una bebida refrescante. Y, una vez que has alcanzado la margen opuesta, serás recompensado con la vista de varias cascadas pintorescas (Figura 1B).
La catarata La Paz cae a un lado del camino, donde hoy un puente permite soslayar el profundo cauce del río en ese punto, convertido hoy en un popular destino turístico.
Por insignificante que parezca este arroyo, se henchirá considerablemente cuando llueva, hasta tornarse invadeable y peligroso. Por eso han cortado un árbol aguas arriba, y colocado su tronco para que sirva como puente para los peatones. Sin embargo, las cabalgaduras tienen que nadar para cruzar el río, por lo que debe sujetárseles con un mecate, para evitar que los arrastre la corriente y sean arrojados diez pies aguas abajo, sobre una inmensa roca de veinte a treinta pies de profundidad. ''Es una pena -pensé- que no podamos quedarnos aquí por una hora y refrescarnos con un vaso de cerveza o un sorbo de leche agria. ¡Qué diferente uso se le daría a este lugar si estuviera en Europa!''.
A partir de aquí, el camino sube de nuevo un poco, pero tan solo para bajar pronto y de manera abrupta. El arroyo que acabamos de cruzar y otro que está a la derecha desaguan en el río Sarapiquí, el cual viene de aún más lejos por la derecha y se le puede escuchar rugiendo en las espantosas profundidades.
Desde el lado del valle por el que se transita, uno no ve mucho, pues las copas de los árboles obstruyen la vista a la distancia. Sin embargo, lo más impresionante para el espectador son ciertos lugares del valle en sí, sobre todo donde ha habido deslizamientos en el lado donde uno se halla, los cuales han arrastrado hacia el valle la tierra, con todo y su vegetación, hasta dejar desnuda la roca madre. Uno se sobrecoge al escuchar el caudaloso y rugiente río a apenas unos mil pies debajo de uno, y entonces se pregunta: ''¿Cómo estará el suelo bajo mis pies? ¿Será firme?''. ¡En realidad, un hermoso tobogán de tierra, con un ángulo de 30 a 40 grados! Así que mejor te alejas rápido de tan espeluznante punto y, al hacerlo, te percatas de que estabas sobre una franja de tierra de apenas dos a tres pies de ancho, desde la cual el camino se empina abruptamente por un lado, a la vez que se hunde, también de manera escabrosa, por el otro.
No muy lejos de allí observé una pequeña palmera, que tenía semillas maduras, y me vi tentado a descender y extraerla del bosque. Pero, ¡qué grande fue mi asombro cuando de inmediato encontré siete especies diferentes de palmas, juntas en un área de unas pocas varas cuadradas! Tan entusiastas estábamos ante tanto material hallado, que el mulero tuvo que insistir en que partiéramos, pues se acercaba una lluvia torrencial. El vasculum que, de todos modos, ya estaba repleto, se hizo insuficiente para guardar valiosas muestras de palmas. La lluvia, que cada vez se aproximaba más, me hizo apurar el paso, y apenas llegué al frente de la cabaña de Cariblanco (Figura 2), que era nuestro destino para ese día, se precipitó en torrentes. Mi paraguas soportó bien el primer impacto de la lluvia, y fue así como pude llegar a mi aposento no tan mojado, poco antes de las tres de la tarde.
Tan pronto como procesamos el material recolectado y comimos algo, la curiosidad me llevó a salir, para observar lo que había sobre el techo de un rancho localizado frente a la cabaña donde dormiríamos. Estaba densamente cubierto de plantas de hasta cuatro pies de altura, y parecía más bien un jardín botánico, en el que las plaquitas de identificación de cada especie se hubieran perdido de manera accidental. Al observar más de cerca, detecté una cantidad de especies inimaginable en Alemania para un área tan pequeña. Por ejemplo, vi varias gesneriáceas diferentes, melastomáceas, rubiáceas, un montón de orquídeas pequeñas, entre las que había hermosos ejemplares de Sobralia -por desgracia sin flor-, así como también helechos en abundancia, además de musgos, líquenes, hepáticas y setas.
La cabaña en la que pernoctaríamos estaba bastante limpia, y sus propietarios también se distinguían por su elegante ropa. La hija de la casa, una muchacha de 14 a 15 años, fue una de las pocas mujeres realmente bellas que conocí en Centroamérica. Esa sería la última semana que pasaría en casa de sus padres, pues a la semana siguiente iría a casarse a la capital. La madre, que tararea a Wagner, aún mostraba rastros de gran belleza. Me impactó la hermosa tez blanca de ambas, algo muy poco común en los lugareños. Por un módico precio pudimos obtener la comida nacional más básica, casi siempre compuesta por un par huevos, frijoles negros -el plato nacional, que no falta en la mesa de ricos o pobres-, un plátano asado al fuego, y tortillas; éstas, que en este país sustituyen al pan, son pequeñas tortas de maíz rallado, aplanadas, las cuales se hornean y asan.
Llama mucho la atención que una mujer del mundo rural conociera música del compositor alemán Richard Wagner (1813-1883), en una época en que no había discos ni radio. Por entonces, el único posible acceso a escuchar música clásica ocurría cuando la Banda Militar ofrecía algún concierto en la Plaza Principal o el Teatro Mora, bajo la batuta de Manuel María Gutiérrez, quien fuera el autor de la música del himno nacional.
A la mañana siguiente, el 11 de mayo, partimos a las ocho de la mañana. Don Camilo, nuestro guía, tuvo que retornar a la capital, a buscar un pasajero, pero ahora el propio don Manuel Sancho -que tiene nariz de halcón-, me llevó a su rancho. Tiene una hermosa propiedad en San Miguel, y es el dueño de las cabalgaduras, que él alquila.
El camino, que hasta entonces había sido bastante bueno, empeoró conforme nos acercábamos a las partes más bajas y húmedas. Al principio era bastante plano, y los árboles a ambos lados del sendero habían sido talados para secarlo un poco, pero el suelo muy húmedo y rico en humus permitía que una multitud de colocasias, con sus gigantescas hojas, crecieran de manera magnífica e impidieran el paso casi por completo.7 Don Manuel se sintió obligado a actuar como si fuera el gerente de la ruta de Sarapiquí y, machete en mano, con destreza y diligencia despejó la vía de tan exuberante crecimiento vegetal.
Aunque Wendland alude a esto de manera jocosa, desde 1851 el gobierno había promovido la creación de la Compañía de Sarapiquí, un ente privado pero de interés público, con el fin de transformar la trocha de montaña existente, en un camino apto para el tránsito de carretas, y así aligerar las exportaciones hacia Europa (González, 1976). Culminaría en Muelle, en la ribera del río Sarapiquí, que funcionaba como atracadero, al igual que como puesto aduanal. De Muelle se podía navegar unos 45 km hasta La Trinidad, en la desembocadura del Sarapiquí en el San Juan (Figura 3A), y de este punto se podía alcanzar el puerto caribeño de San Juan del Norte o Greytown (Figura 3B), localizado a unos 55 km de distancia. Lamentablemente, este ambicioso proyecto no cuajó, por diversas razones. En todo caso, se mantuvo la ruta original, y fue por esa vía que Wendland regresó a Alemania en agosto de 1857.
A lo largo del camino aparecía una y otra vez una hermosa palmera, de delgado tronco y de 100-200 pies de altura. Era la primera vez que la observaba en esta región, y pertenecía al género Iriartea. 8 Me sorprendió cómo sus múltiples raíces aéreas descendían por hasta diez pies desde el tronco.
El camino continuaba por el valle de nuevo, y pasamos por algunos lugares tan peligrosos que a uno se le eriza la piel. Sin embargo, pronto disfruta de nuevo de la hermosa vista hacia el valle o hacia el lado opuesto, donde al lado de los gigantescos árboles que dominan el bosque, se elevan esbeltas palmeras. Llegamos a la Cuesta del Congo, el horror de todos los horrores. Es cierto que escalar esta pequeña y escarpada montaña es muy difícil, tanto para los humanos como para los equinos, pero después de las horribles descripciones que había oído acerca de ella, imaginaba que era mucho más peligrosa.
La Cuesta del Congo no tiene relación con el cerro Congo, un volcán extinto localizado detrás del volcán Poás; de hecho, está a unos 7,5 km al noreste de la cima del Congo. Alude a un ascenso muy pronunciado, poco después de San Miguel y hacia Cariblanco. El topónimo ya no existe, y la topografía de ese paraje fue modificada en el gobierno de José Joaquín Trejos Fernández (1966-1970), según el ingeniero Walter Vargas Benavides, quien tiene una finca ahí cerca y frecuenta esa zona desde la niñez.
En general, no hay un camino. Son las mulas las que eligen los lugares más favorables para sobrellevar su carga, y a menudo se ven obligadas a subir o incluso a saltar hasta un metro en el aire, para poder avanzar; si uno no es lo suficientemente precavido, sufrirá fuertes y abundantes golpes en las rodillas. Una vez que se alcanza la parte superior, sí da la impresión de que alguna vez hubo un camino. Hacia el frente se sube y se sube de manera continua, para después descender abruptamente. Es necesario sujetarse con firmeza a la montura y permitirle a la bestia que avance según le parezca, pues las mulas conocen el camino y su instinto las lleva siempre a elegir los puntos menos peligrosos, de modo que, al final, uno pueda superar felizmente las dificultades de la ruta.
Una vez que, finalmente, has llegado al fondo del abismo principal, continúas durante casi una hora por la selva (Figura 4A-B), pero todavía avanzando cuesta abajo por senderos casi siempre malos y pantanosos, donde los animales se hunden hasta la mitad de sus patas en el suelo fangoso y pegajoso. Después, se percibe la presencia de un sitio abierto, y emerge ante los ojos del viajero un amplio y bello espacio, verde y despejado.
A medida que nos acercamos, don Manuel emite un silbido tan fuerte, que perfora nuestros oídos, el cual rebota en su rancho, totalmente rodeado de plátanos. Te aproximas y eres recibido por una familia bastante numerosa, más diecisiete perros, todos los cuales conocen la voz de su amo.
Desempaqué rápidamente y llevé las cosas al cuarto que me asignaron, es decir, el cuarto de huéspedes, y ahí ordené las pertenencias que traía, incluido el abundante papel absorbente para preparar muestras botánicas. De mi mochila saqué y estiré mi hamaca, que sería mi lecho de dormir en los próximos catorce días. Sin embargo, tuve que buscar un palo para espantar los perros, a quienes en los días previos quizás se les había permitido la entrada irrestricta a ese cuarto. En vez de un palo, lo que encontré fue una tira de cuero, cortada de la piel de un tigre, la cual usaban como un fuete para montar a caballo. Gracias a ella hice entender a los perros, no sin esfuerzo, que no deseaba su compañía. Solo el uso rudo y reiterado de esta faja mantuvo alejados a los perros, cada uno de los cuales tenía más hambre que el otro; parecían esqueletos andantes, que de vez en cuando me atormentaban con su apremiante hambre.
A la hora del almuerzo, cuando el anfitrión y la ama de casa estaban presentes, traté de averiguar la tarifa diaria de estadía. No obstante, en vez de responderme, hablaron de otras cosas sin relación alguna con mi simple pregunta, por lo que tuve que resignarme a no ver contestada mi pregunta.
Durante la tarde me dediqué a colocar en la prensa las plantas que había recolectado por la mañana, así como a prensar y secar las de los días previos.
Para preparar las muestras vegetales (follaje, flores, etc.) que recolectan, los botánicos utilizan las llamadas prensas. Para ello extienden las muestras entre trozos o láminas de material absorbente (cartones o papel periódico), una por una. Después las apilan y las comprimen entre dos tablas o rejillas de madera o de metal -que sirven como tapas-, y todo el conjunto es amarrado con un cordel o una correa de cuero, para que no se desacomoden durante el traslado a un sitio seguro, donde las muestras puedan ser secadas en una estufa u horno eléctrico, para evitar que se pudran. Como en aquella época no había electricidad, era necesario colocar las prensas cerca de algún fogón, pero esto tomaba muchos días, sobre todo en una zona tan lluviosa como Sarapiquí.
Por la noche socialicé con los anfitriones. La gente conversó de una cosa y la otra, y preguntó sobre esto y aquello. Como, además, yo traía una carta de recomendación y dos botellas de ginebra holandesa de un caballero de San José que era muy amable conmigo y que estaba en deuda con don Manuel, la familia me acogió muy bien y satisfizo todos mis deseos.
Una vez que encendí unas velas y me deleité con una taza de buen café nacional, saqué mi cama portable y empecé a inflarla, para diversión de todos los habitantes del rancho, quienes se quedaron boquiabiertos, pues no podían entender cómo funcionaba al ser inflada con un fuelle en miniatura. Nunca olvidaré los rostros de esa gente, conforme yo iba inflando cada una de las tres secciones de esa cama, así como cuando la coloqué sobre la hamaca. Mientras hacía esto, escuché comentarios como ''Eso es agradable, muy cómodo'', o ''Sí, los alemanes tienen en sus mentes trucos que les permiten vivir en este país, mejor que como lo hacemos nosotros mismos''.
A todos los que quieran viajar por este país, les recomiendo que adquieran una cama tan cómoda como esta, en Inglaterra. Inicialmente yo no quería comprarla, debido a su alto precio, pero un ''no importa, debes tenerlo'' me inclinó a hacerlo, y cuanto más la he usado, más convencido estoy de lo útil que es. Sin ella, habría que elegir entre dormir sobre el suelo desnudo o encima de un cuero de res. La primera opción debe evitarse, por varias razones, ya que el sueño se torna imposible. No obstante, a menudo he tenido que soportar muchas noches seguidas sin dormir bien, por no haber llevado conmigo la cama inflable, con tal de que la mochila no me pesara tanto. Sin embargo, no pude acostumbrarme, y al día siguiente me sentía tan rígido, que se me dificultaba mucho trabajar. Pero, cuando se cuenta con un animal de carga, como ahora, no es problema agregarle cinco libras al equipaje.
Al día siguiente, el 12 de mayo, hice dos excursiones al bosque. Ambas fueron muy productivas. Dondequiera que mirara o pisara, observaba algo increíble: una especie de palma siguiendo a otra, y otra más, como si hubieran sido colocadas allí a propósito, para mí. Pero quedé especialmente contento por una especie de Bactris de hojas simples, así como una de Geonoma, que aparecía por miles y miles (Figura 5A-B).
Regresé muy cargado al rancho, y acondicioné bien las muestras. Como el cielo estaba ya muy nublado, los puse a secar cerca de un pequeño fuego, que instalé con ese fin en mi aposento, que yo ignoraba que era la cocina del perro. El humo era desagradable, pero podía fluir y salir por cualquiera de los cuatro costados. Cuando todo estuvo en orden, abrí las semillas recolectadas para que se secaran, parcialmente metidas en cartuchos de papel y colocadas en las supuestas camas, que no eran más que marcos de madera recubiertos con cueros de res.
Apenas terminé de hacer esto, llamaron a almorzar. No deseaba esperar más en cuanto a saber el precio diario de mi estadía. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no tener que reírme ante cualquier ocurrencia de mi anfitrión. Hice mi pregunta con claridad. No podía creer lo que escuché. Dijeron que, cuando llegamos, ellos estaban ocupados sembrando maíz en San Miguel y que, no sé por qué razón, eso les había impedido responder. Entonces insistí, ante lo cual la ama de casa manifestó que tenía un año de no confesarse y que en estos días tenía planeado visitar a su confesor en Heredia, pero al enterarse de nuestra llegada se vio obligada a posponer su confesión por cuatro semanas más. De inmediato empezó a enumerar su larga lista de pecados y, lo quisiera yo o no, tuve que escucharlos todos, como si fuera su confesor.
La situación continuó así por largo rato. Hicieron todo tipo de cálculos para determinar la tarifa, y me hablaron de esto y de lo otro para enredarme y me olvidara del asunto. Pero cuando don Manuel y su esposa pensaron que ya me había apaciguado, de nuevo planteé mi pregunta. No obstante, para tener una respuesta, antes debí escuchar chácharas acerca del bisabuelo y la bisabuela, así como de otros asuntos de la familia; más de lo que yo deseaba. En realidad, el monto a pagar no era muy elevado, como lo suponía yo, al pensar que todas sus evasivas tenían como fin cobrarme una gran suma de dinero.
Encima de esto, finalizado el tiempo para almorzar, volví a mi aposento. Pero… ¡qué susto cuando entré ahí! Imagínense: una gallina madre con su prole de polluelos estaba en la cama donde puse las semillas, y todas habían sido abiertas y picoteadas en su interior. Las recogí y traté de agruparlas por su similitud, pero tuve que enfrentarme no solo a los perros, sino que también a los pollos, que permanecían husmeando entre mis pies.
Pero este estaba lejos de ser el único problema. El propietario era un gran aficionado a los conejillos de indias, de los cuales tenía en su rancho al menos medio centenar, de todos los colores posibles.11 Eran bastante mansos y constantemente estaban entre mis pies, mientras consumían los fragmentos de las muestras vegetales que yo descartaba o, incluso, lo que se me caía. Además, mordisqueaban las carpetas con las muestras, al igual que las partes verdes que sobresalían de dichas carpetas, lo que a su vez provocaba serias peleas entre ellos. Debido a que la puerta no podía ser cerrada -pues no la había, sino tan solo el marco-, incluso ingresaron terneros, que también masticaron cuanto sobresalía de las carpetas.
Frente al rancho había una especie de patio cercado con palos. En la mañana del 13 de mayo tomé prestados unos trozos de madera e hice una plataforma a unos cinco pies por encima del suelo, para poder secar al sol el material que había recolectado.
Con la esperanza de que todo estaría a salvo aquí, me enrumbé hacia el bosque en la ribera del río Sarapiquí donde, una vez más hallé plantas raras y hermosas, y de donde pronto regresé bien surtido de muestras. Pero, ¡qué grande fue mi asombro cuando fui a buscar mis prensas con plantas, para colocar las cosas nuevas! Faltaban dos de ellas. Una vaca había entrado al patio, que no siempre estaba bien cercado, y había jalado los papeles, que posiblemente había olfateado. Una vez en el suelo, los cerdos las habían cogido y arrastrado por el fango. Pude hallar una entre la suciedad, y la otra en un prado frente al rancho.
Durante mi ausencia, los perros también habían ingresado en mi cuarto. Allí tenía yo dos frascos de vidrio, dentro de una pequeña caja colocada en el suelo, y en los que solía colocar rizomas de plantas vivas.12 Los perros habían quitado y devorado unos trozos de vejiga que servían como tapones. Pude hallar los frascos, y colocarlos con las carpetas de nuevo. A los perros aquí los alimentan sobre todo con plátanos crudos o cocidos, y rara vez consumen carne u otros alimentos, por lo que siempre tienen hambre, debido además al gran número que mantienen aquí. Incluso los he visto comer maíz crudo en la mazorca, y hasta cuero sin curtir.
El hecho de que haya tantos perros en estos asentamientos se debe también a la protección de las personas de los depredadores silvestres, pero hay una razón adicional. Debido a que nunca quedan totalmente llenos, el hambre los obliga a buscar otros alimentos, y es así como encuentran y consumen alimañas dañinas, como serpientes, además de carroña y sustancias animales putrefactas. En eso también ayudan los cerdos, pollos y patos, que abundan en los asentamientos.
A los animales mencionados se suman los zopilotes, sin duda uno de los animales más útiles en los países calientes. Puesto que ellos mantienen limpias las calles, los europeos los llaman ''ayudantes de policías'', de manera jocosa. Puedes encontrarlos en las cercanías de todo asentamiento humano, pero son particularmente abundantes en las ciudades, pueblos y sus alrededores, donde suelen posarse sobre los techos y en los árboles, a la espera de un bocadillo. Si un animal grande, como un perro, una res, un caballo o una mula muere, nadie se toma la molestia de enterrarlo, sino que es traído a la periferia de la ciudad y colocado en algún terreno baldío. Tan pronto como el cadáver ha sido depositado ahí, los zopilotes, que son capaces de oler un cadáver desde una distancia increíble, vuelan desde todas las direcciones, y en pocos días no queda más que el esqueleto del animal, que después es completamente descarnado por todo tipo de moscas, hormigas y gusanos.
En Costa Rica hay tres especies de estas aves carroñeras: el negro (Coragyps atratus), el cabecirrojo (Cathartes aura) y el rey de zopilote (Sarcoramphus papa). El primero es el más común en áreas urbanas. A ellos se refiere Hoffmann como ''un verdadero beneficio para el país, por lo que nunca se les da muerte'' (Hilje, 2006). Además, comenta que ''es un espectáculo muy cómico cuando ellos, bajo el calor del mediodía y en largas hileras, el uno junto al otro están posados durmiendo sobre las cumbres de los techos, con las cabezas debajo de las alas; tan pronto como se mojan, con las alas extendidas inmóviles se sitúan allí mismo para secarse. Los compatriotas los llaman entonces «águila prusiana»''; esto era así porque en el centro de la bandera de Prusia, que constaba de dos franjas negras laterales y una central blanca, había un águila negra imperial con las alas desplegadas.
Si un animal muere sobre un camino, ahí permanecerá, pues nadie hace el menor esfuerzo para orillarlo, aunque sea muy desagradable para los viajeros, ya que los caballos, y aún más los burros, se niegan a pasar por donde están los esqueletos blanqueados, aunque se haga todo esfuerzo. A veces se puede resolver esto, al dejar que una bestia de carga ya cansada e indiferente continúe hacia adelante, seguida por la cabalgadura de uno, pero la mayoría de las veces uno tiene que desmontar y jalar de la rienda a su mula, o hacer un largo desvío.
El 14 de mayo llovió casi todo el día, y no pude recolectar mucho. Como me ha sucedido en días como este, estaba muy ocupado como para ponerme a secar el papel algo humedecido. El piso del rancho era adecuado para hacer esto, pero tan solo unos pocos días después empezaron a aparecer gatos y a echarse sobre ellos, por lo que todos los días me estropeaban algunos.
Ese mismo día, un caballero alemán que había conocido en San José llegó a nuestro rancho, pues iba hacia Europa a través de Sarapiquí y San Juan del Norte. Me preguntó si deseaba una botella de cerveza, ante lo cual saqué mi imitación del queso Limburger (o Limberger), para reciprocar su gesto. Mientras comíamos, nos divertimos mucho, y hasta nos sentimos medio transportados a Europa. A su vez, con gran amabilidad se ofreció para llevarte una carta, que espero hayas recibido bien.13 Aunque me resultaba muy difícil escribirte esos renglones en ese momento, no quería perder la oportunidad de enviarte mis noticias desde este paraje silvestre. Debo contarte que no podía usar mi dedo índice, porque esa mañana me puncé su articulación superior del dedo con una espina de una Bactris (palma), y estaba muy hinchado, lo que me causaba mucho dolor. Sin embargo, dos días después el dedo estaba totalmente recuperado.
Al día siguiente, mi compatriota partió temprano. Apenas lo hizo, como parecía que iba a llover fuerte todo el día, rápidamente me marché a recolectar, aunque fuera por una hora. No obstante, pronto la lluvia me obligó a devolverme. Al regresar, encontré a Jäger dando vueltas y contrariado. Percibí un olor fuerte, y pronto me enteraría de lo sucedido.
En efecto, mientras él estaba atareado preparando un ave para embalsamarla, así como sentado a tan solo medio metro del fogón, no se percató de lo que sucedía, sino hasta que el ama de casa llegó por el otro extremo del rancho para decirle que algo se estaba quemando. Fue entonces cuando se dio cuenta de que algunas prensas con plantas estaban demasiado cerca del fogón, y algunas capas ya ardían. El gran valor de esas muestras lo puso en el dilema de dejarlas incinerarse o echarles agua, con lo que se estropearían aún más. Por fortuna, cuando llegué, él ya había alejado las prensas de las inmediaciones del fogón y, como el material ardía muy lento, bastó con asperjarle un poco de agua para apagar el fuego. Para mi alivio, al quitar el papel quemado, noté que el daño no era cuantioso. Aunque en días previos había percibido que Jäger no estaba muy bien de olfato, jamás hubiera imaginado que no tuviera la capacidad de oler un papel absorbente cuando se quema. Entonces me quedó claro por qué esta persona tenía la manía de probarlo todo.
En la mañana del 16 de mayo, él me despertó, maldiciendo antes del amanecer. Imaginé que algo malo había ocurrido. Cuando le pregunté por qué estaba haciendo tanta alharaca, su respuesta no fue nada agradable: ''Los malditos perros se comieron la mitad de la carne''. Correcto. Así fue: un trozo de carne ahumada, de ocho libras -un lujo en aquel paraje-, que habíamos colgado del techo para librarlo de cualquier ataque, estaba en el suelo, mientras que un montón de hambrientos de cuatro patas tenían ese manjar en sus hocicos; una porción ya había sido devorada por ellos. Por fortuna, pudimos recuperar una porción de la carne.
Sin embargo, nos resultaba inexplicable cómo la carne se había desprendido del techo. Pero así sucede en este lugar. Lo que pareciera imposible para cualquiera, aquí es totalmente posible. En todo caso, los perros y los gatos fueron los iniciadores de esta desgracia: quizás fueron los gatos los que habían arrojado la carne sobre la mesa, para beneficio de los perros. A pesar de mi molestia, no pude evitar reírme cuando mi compañero, mientras trataba de reanudar los hilos del cordel que sostenía el trozo de carne, concluyó con un ''Así son las cosas''.
Decidí dar un paseo por el bosque, y regresé al rancho con una hermosa bromelia. Al examinarla con más detalle, pues me sobraba tiempo, ya que estaba lloviendo de nuevo todo el día, como si el 13 de junio ya hubiera llegado, resultó ser una especie perteneciente al género Ananassa, posiblemente.14 Es una especie hermosa, pero no comestible, y mucho más hermosa que la Ananassa (Ananas) bracteata que se cultiva en jardines europeos. Aquí de vez en cuando se utiliza como una planta para cercas vivas, pues sus hojas, de unos siete pies de altura tienen fuertes espinas en sus márgenes; de su centro emerge una inflorescencia con forma de corona, de un pie de altura, con brácteas rojas y brillantes. En realidad, las flores son amarillo-verdosas y se ven muy bonitas entre las brácteas de colores brillantes.
Pareciera tratarse de una identificación errónea de parte de Wendland. Es más probable que sea Aechmea magdalenae (Figura 6). No se conocen especímenes de esta planta recolectados por Wendland. Denominada pita, es pariente la piñuela (Bromelia pinguin), y se utilizaba para hacer cercas vivas, debido a sus fuertes espinas; además, es una excelente fuente de fibras para confeccionar bolsos y otros objetos personales.
Esa misma tarde hubo otra tormenta, de las que ocurren con cierta frecuencia aquí. Son espantosas, no solo por la fuerte y densa lluvia, sino que también por la incesante rayería y los ensordecedores truenos. Me recuerdan las tormentas de Quickborn.
Esta vez, los moradores de los ranchos se reunieron para orar, mientras invocaban a todos los santos. Por la noche saqué una nueva vela de estearina, pues siempre las cargo conmigo, aunque el viaje sea corto, y le pedí al ama de casa un tizón para encenderla. Ella manifestó que se vería muy hermosa en su iglesia, y de seguro se habría puesto muy contenta de tener una, pero yo no tenía suficientes para regalarle una.
Las velas de estearina estaban hechas de grasas y aceites vegetales o animales, en lugar de la parafina habitual. En cuanto al sebo citado posteriormente, tiene varios usos, como cocinar y elaborar velas y jabones; para obtenerlo, la grasa de res o de cerdo se cocina hasta que quede líquida, y después se deja enfriar. En aquella época ya se importaban quinqués -prototipo de la lámpara de querosén-, cuyo combustible era el aceite de ballena, también importado.
Temprano al día siguiente, el 17 de mayo, salí con Jesús, el hijo del anfitrión, a talar una espléndida palmera que había visto el día anterior. La pudimos localizar de nuevo en el bosque, y pronto la cortamos, pues ya no soy tan considerado como cuando estaba en Izabal. Ya había visto algunas plantas jóvenes pero, según su altura y aspecto, no me era posible clasificarlas en ninguno de los géneros conocidos. Sin embargo, al cortar ahora una inflorescencia, con inmensa satisfacción pude determinar que correspondía a un nuevo género. Al analizarla con mayor detalle observé diferencias marcadas con géneros como Geonoma y Manicaria, y concluí que, más bien, es afín al género Calyptrocalyx, originario de la India Oriental. Se trata del género Welfia. De hecho, el espécimen tipo de Welfia georgii, hoy llamada W. regia (Figura 7), fue recolectado en esos días. Cabe acotar que, en efecto, Welfia y Calyptrocalyx se parecen mucho superficialmente, y en ambos géneros las flores aparecen en tríadas, insertas en fosas profundas.
Al mediodía estalló otra violenta tormenta eléctrica, pero después el cielo se despejó y aproveché para ir de nuevo al río Sarapiquí, con Jesús. Mientras estaba recolectando plantas, Jesús se dedicó a pescar en el río y, con tanto éxito que, con la ayuda de un arpón hechizo, pudo capturar un pez grande, parecido a una carpa, de once libras.
Por las tardes y las noches, el ama de casa se la pasaba haciendo velas de sebo. Aunque nunca había visto esta elaboración antes, me hubiera gustado no haberlo conocido, pues el olor del sebo casi me hace salir del rancho.
Esa noche descubrí una nigua (pulga de arena) en la articulación inferior del dedo meñique; la detecté por el dolor que me causaba este nuevo inquilino. En particular, los europeos recién llegados son los que más sufren con el ataque de estos insectos. Como regla general, entran por los pies, pero pueden afectar todas las demás partes del cuerpo; conozco a varias personas, sobre todo mujeres, que han sufrido mucho con estos animales. La nigua es pequeña, apenas visible, pero se engorda muy rápido, tan pronto como se alimenta. Hecho esto, de inmediato coloca huevos en la herida que causa, que se infecta con prontitud. Sin embargo, se pueden quitar fácilmente con un alfiler.
Este insecto (Tunga penetrans) representaba un serio problema en zonas rurales. Vivía en los corrales y, aprovechando que la gente andaba descalza, la hembra fecundada se introducía bajo la piel y, al producir los huevos, ya grávida, formaba una gran protuberancia (pozola), a veces del tamaño de una arveja. Causaba mucho dolor, además de que era común que las personas fueran infectadas por varias niguas. El 18 de mayo talamos otra palma grande, una Acrocomia. Era muy espinosa, y Jäger tuvo la desgracia de punzarse la pierna con una espina, lo que le causó mucho dolor, sobre todo cuando la herida se infectó.
En realidad, Wendland se refiere a Astrocaryum y no a Acrocomia, especie restringida a las zonas secas en las tierras bajas del Pacífico. De hecho, en esos días él recolectó al menos un ejemplar de Astrocaryum. Cabe destacar que las únicas palmas grandes y espinosas a lo largo de la ruta de Wendland pertenecen a dicho género, y la más grande de ellas -la única que necesitaría ser talada- es Astrocaryum confertum.
Cuando volvimos al rancho, don Manuel había regresado de La Virgen, donde había ido por unos días a hacer unas diligencias. Había traído frutos de pomarrosa (manzana rosa, Jambosa vulgaris o Eugenia jambos) para su familia.17 Como nunca había probado esta fruta, supuse que su nombre se deriva del color rojizo del fruto. Pero eso no es así, sino que el nombre alude a su sabor que, por extraño que parezca, sabe exactamente a como huele la rosa musgo. Pero prefiero el aroma del musgo que el sabor de esa fruta.
La Virgen era el asentamiento más cercano a Muelle, salvo por la existencia de una sola choza en Rancho Quemado -cerca del actual pueblo de Chilamate-, lugar que desapareció cuando se reorientó parcialmente el camino a Sarapiquí, a fines de 1853 (Hilje, 2019). Actualmente el pueblo más cercano a Muelle es Puerto Viejo, cabecera del cantón de Sarapiquí.
En general, hasta hoy no puedo otorgar a las frutas tropicales la atención que otros visitantes les dan. En mi opinión, nuestras frutas, como una buena pera, un Reine de Claude (una ciruela), un buen melocotón o un Madeleine Blanche (una uva), superan por completo a las frutas de aquí. Las únicas que he probado aquí y que tienen mejor sabor que las nuestras son las naranjas, las piñas y los plátanos.
La docena de naranjas se puede comprar por dos ''gilders'' en San José, pero hacia la costa no valen nada.18 En cuanto a la piña, dudo mucho que, aún con todo el cuidado que podamos darle, nunca lograremos el aroma que tiene aquí. En San José los frutos son caros, porque se traen desde la costa, aunque son más baratos que en Europa; por una hermosa piña de unas dos o tres libras, uno paga alrededor de dos ''gilders'', mientras que en la costa Pacífica de Guatemala o El Salvador, por el mismo precio se puede comprar una docena de frutas hermosas y grandes. Por su parte, el plátano ocupa el pináculo entre todas las frutas tropicales. Bien maduro y asado al fuego, con cáscara o hervido, o en rodajas y asado, para mí es el mayor de todos los manjares; tiene un sabor maravilloso, incluso si se come crudo.
La súbita algarabía de gallinas y pollos en el patio llamó la atención de los moradores de los ranchos. La advertencia ''¡Una culebra! ¡Una culebra!'', nos sacó como un rayo, y todos nos armamos de inmediato, lo mejor que pudimos. Cogí el sable de mi compañero, que era lo que más cerca tenía, y me dirigí al campo de batalla. Al aproximarnos los primeros, la culebra huyó hacia un arbusto que estaba cerca. Tras una prolongada búsqueda, después nos percatamos de que estaba en ese arbusto, camuflada entre el follaje. Al descubrirla, don Manuel subió al arbusto y le dio un golpe fatal. Medía entre tres y cuatro pies de largo, con el lomo verde y el vientre blanquecino. Minutos más tarde, estaba en una botella con alcohol.
Uno de los mayores problemas que uno debe soportar aquí cuando desciende de súbito de una región fría a una cálida, es la aparición de un sarpullido en las extremidades superiores e inferiores. A mi compañero y a mí nos dio picazón muy temprano en el viaje, y nos costaba mucho esfuerzo evitar rascarnos, aunque digan que hacer eso provoque mayor inflamación. Pero… ¡maldita sea, no rascarse cuando pica! Debo decir que a menudo lo he hecho, con el mayor placer y sin consecuencias adversas.
El 19 de mayo fuimos al bosque de nuevo, temprano. Cortamos una Iriartea, género de palma del cual hay dos especies que, ya como grandes palmeras, pueden distinguirse muy fácilmente por su aspecto externo. La gente aquí conoce muy bien ambas especies y sabe cómo describir sus diferencias a quien lo pregunte. A uno le llaman el dulce, y al otro el amargo, porque el primero tiene un corazón dulce, mientras que el otro es amargo en todas sus partes. Para mí fue difícil, sobre todo al principio, distinguir las plantas jóvenes de ambas especies y a menudo las confundía, pero los lugareños nunca se equivocan.
Iriartea deltoidea (Figura 8A) es la única especie de este género en Costa Rica. La especie es muy común a lo largo de la ruta que Wendland tomó, al igual que la superficialmente similar Socratea exorrhiza (Figura 8B), que Wendland reconoció con claridad como una segunda especie de Iriartea. La especie ''dulce'' es I. deltoidea, mientras que la ''amarga'' es S. exorrhiza. La planta que fue ''cortada'' en este día tendría que ser I. deltoidea.
La que cortamos hoy era delgada. Su tronco medía más de cien pies de altura, pero tenía un diámetro de apenas nueve a once pulgadas, y no podría ser considerado como una de las más altas. Sus raíces de apoyo salen del tronco y pueden medir más de diez pies; son tan duras que, al tratar de cortarlas con cuchillos muy filosos, éstos rebotan y les dejan tan solo una leve cicatriz. El tronco también es muy duro en su circunferencia más externa, donde los haces de los vasos conductores, parecidos al hierro fundido, se encuentran juntos; sin embargo, en el medio éstos son blandos y llenos de una sustancia esponjosa. Una vez que el cuchillo penetra en la parte interna suave del tronco, éste se debilita mucho, y el peso de la corona hace que la palma se desplome con facilidad.
Me sorprendió mucho el tamaño de las hojas, lo cual no había percibido así al inicio; solo la vaina de la hoja medía más de seis pies de longitud. Don Manuel, que había ido conmigo a cortar la palma, despegó la parte inferior de la vaina, y casi lo rodeaba por completo. Asimismo, me dijo que, cuando ha tenido que pernoctar en el bosque, se ha protegido así. La inflorescencia, que todavía se mantiene compacta y permanece envuelta por las brácteas hasta completar su desarrollo, está arqueada y doblada hacia atrás, de modo que su punta toca el tronco. Puesto que es bulbosa en medio, adquiere la apariencia de un enorme cuerno, lo cual permite identificar de inmediato a tan ya de por sí peculiar palma, sobre todo si crece en un lugar abierto, donde la silueta de la inflorescencia contrasta con el horizonte.
Apenas terminamos de talar los árboles, el cielo abrió todas sus compuertas y no dejó de llover por casi todo el día. Con un tiempo así, es realmente agradable relajarse en un sencillo rancho y rodeado por el bosque primigenio, sobre todo cuando se ve que no se puede hacer más en las labores de recolección. Por el contrario, todo comienza a podrirse y a volverse mohoso. Usted puede conseguir el papel seco, y es una suerte que aquí no haya ''thalerscheine'', pues se pudrirían en los bolsillos.
Por la tarde también tuve una confrontación con unas cucarachas grandes, muy abundantes en el rancho. Habían encontrado un acogedor y cálido refugio entre las grandes inflorescencias de las palmas que habíamos cortado en los últimos días; todo estaba cundido de estos insectos, que además de estropear muchas cosas con su gran voracidad, dejan una estela de un terrible olor. Aunque no muerdan a la gente, no es nada agradable sentir sus largas patas correr sobre la cara cuando uno duerme; y si eres capaz de aplastar alguna de las más grandes, cuyo cuerpo no es más que una masa grasienta unida por un poquito de pegamento -lo que rara vez sucede, porque son muy escurridizas-, el resultado es aún peor, ya que el olor del insecto aplastado es casi insoportable.
Por la redacción, pareciera que fueran cucarachones, de los cuales en el país hay dos especies inmensas, Blaberus giganteus y Archimandrita marmorata. Sin embargo, para alguien que, como Wendland, quizás estaba familiarizado nada más con la muy pequeña cucaracha alemana (Blatella germanica), una especie como la cucaracha común (Periplaneta australasiae) se percibía como grande.
Por fortuna, todo el rancho es muy ventilado, pero aún así está cundido de estos animales, sobre todo la cocina o donde se guarde comida. No hay maleta o caja que sea suficientemente hermética para evitarlos. Husmean por todas partes, es decir, les encanta el azúcar -de hecho, todo lo dulce-, por lo que tales cosas deben mantenerse en frascos de vidrio bien tapados. Su penetrante olor impregna los platos, las ollas y las teteras cuando no se utilizan por mucho tiempo, lo que a menudo hace perder el apetito.
También, reconozco abiertamente que aquí como solo para vivir, y no vivo para comer, algo a lo que no invitan los productos alimenticios locales, como las verduras y la carne; me sucede con el repollo o el suero de la leche, que realmente desprecio. Ni se diga de la carne cortada en tiras finas y secada al sol, que casi ninguna dentadura firme logra masticar aunque esté cocida, las tortillas de maíz, los frijoles negros, y todo eso día tras día. Pero… ¡tres hurras por los plátanos agridulces, o dulces agrios, como dice mi compañero!
A la noche siguiente pensé que tenía hormigas en mi cama. No obstante, al verlas de cerca, resultó que los torturadores no eran hormigas, sino pulgas (Pulex irritans).
El 20 de mayo el tiempo no fue mejor que el día anterior. Comenzó a llover temprano, por lo que apenas me dio tiempo, muy temprano por la mañana, de talar otra gran palma, la amarga Iriartea mencionada previamente. Aunque la temperatura durante el día no superó los 20-22°C ni bajó de 17°C por la noche, todo empezó a ponerse mohoso debido a la humedad persistente, y hoy más que ayer.
No es de extrañar, por tanto, que este clima cálido ejerza tanta influencia en el mundo animal. Todo lo que se llama rana croa, grita y gime incesantemente y, al hacerlo, revela su presencia de manera inapelable. Una bestia, que se refugió bajo un montón de madera cerca del rancho, y que quizás era un sapo, de vez en cuando emitía un sonido parecido al de un mazo sobre un yunque de hierro. Imagínese que es como estar viviendo cerca de una estación ferroviaria o de una gran fábrica de máquinas. Así como la naturaleza ha creado aquí todo a mayor escala y con el más grande esplendor, en su obra no ha ignorado a las ranas, y en ellas con frecuencia ha realizado combinaciones de colores y formas para dar origen a un lujo insólito, que bien podría servir como modelo para los diseñadores de patrones estampados en las fábricas de calicó. Estos batracios, algunos de los cuales son tan grandes como una jarra de cerveza, pueden saltar varias yardas.
En relación con la rana de vocalización tan aguda, según el experto Gerardo Chaves, es casi seguro que se trataba de Smilisca manisorum. De las otras, a imprimir como diseños sobre telas a las que alude Wendland, hay varias especies con patrones de colores realmente espectaculares en las familias Dendrobatidae e Hylidae. Finalmente, en cuanto a especies muy grandes, posiblemente se refiera a miembros de las familias Leptodactylidae y Ranidae, una de las cuales es la rana ternero o comepollos (Leptodactylus savagei), que puede medir unos 15 cm; asimismo, los viajeros por Sarapiquí solían asustarse por sus graves vocalizaciones, algo tétricas.
Pero si las ranas son tan grandes, los grandes hongos o setas no se quedan atrás, al igual que todo tipo de hongos, ya sea que crezcan sobre el suelo o en los árboles, los cuales se pueden encontrar aquí en abundancia asombrosa y de tamaño maravilloso. Me hubiera gustado haber recogido algunos de estos hermosos organismos para las colecciones preservadas en alcohol en nuestro museo, pero como no tenía conmigo suficientes frascos de vidrio grandes, tuve que abstenerme de hacerlo y recolectar tan solo algunos más pequeños.
En general, ahora me he percatado por cuenta propia de la gran dificultad que representa la recolección simultánea de varios objetos del mundo natural; dejé a un lado la fauna casi por completo, pues la botánica por sí sola es más que suficiente para mantenerse ocupado.
Aunque partí con la intención de recolectar todo cuanto pudiera para nuestro museo, fue aquí donde por primera vez me enfrenté a las dificultades inherentes a este tipo de actividades. Cualquiera que haya estado en los trópicos y, en particular, en regiones como esta, puede entender bien las miles de horas de trabajo que implica la recolección, no importa cuál sea el grupo a estudiar. Yo había oído y leído acerca de todo esto antes, pero es diferente cuando realmente lo haces.
El Día de la Ascensión, el 21 de mayo, empezó bellamente.22 La mañana estaba despejada, e hice todo cuanto me fue posible. Sin embargo, inmediatamente después del mediodía la lluvia torrencial regresó, y por la noche hubo una tormenta bastante inesperada. Cada vez que había rayería, los habitantes del rancho se congregaban para orar, y así permanecieron hasta que lo peor de la tormenta había pasado. Tanto se golpearon los hombres el pecho, que pude oír los golpes desde mi cuarto contiguo.
Los varones de la casa habían salido a cazar por la mañana, y regresaron por la tarde con algunas presas, que consistían en un mono congo y un ave hokko que, por desgracia, no había quedado en condiciones de ser rellenado, una vez cortados sus pies y cabeza.
Por la noche, cuando las velas estaban encendidas y yo estaba bebiendo una taza de mocha (café), justo delante de mí cayó un escorpión, que apresaba a una cucaracha grande. Fue una lucha de vida o muerte, de la que disfruté un rato, fascinado, y sobre todo cautivado por la habilidad de la cucaracha para defenderse. Eso sí, tan pronto como di por satisfecha mi curiosidad, el escorpión ingresó a uno de mis frascos con alcohol.
A la mañana del día siguiente, el 22 de mayo, después de un desayuno con carne de mono congo, que realmente no me gustó, partí de San Miguel hacia La Virgen, un asentamiento a menor altitud. Mi compañero no podía ir conmigo debido a su pierna inflamada, pues todavía tenía incrustada la espina de palma, por lo que se dedicó a secar las muestras pendientes. Así que a las ocho de la mañana partí con Jesús, el hijo de don Manuel. Llegamos a La Virgen, mi meta para hoy, cuando empezaba a llover.
La Virgen es un asentamiento de apenas dos chozas, pertenecientes a dos propietarios; es decir, ahí hay una choza menos y un propietario más que en San Miguel. Desde el inicio, el camino desde San Miguel siempre fue cuesta arriba y después cuesta abajo, pero luego el terreno se tornó plano (Figura 9). Como consecuencia de las torrenciales lluvias, el camino estaba en muy mal estado, y las bestias a menudo corrían el riesgo de quedar atrapadas en el lodo.
Poco antes de La Virgen, cuando salí del bosque hacia un prado, en el costado opuesto al bosque pude observar una de las plantas más bellas que he visto, y en espléndida floración. Tan pronto como recolecté suficiente material, caí en cuenta de que se trataba de Warszewiczia pulcherrima (Figura 10A), descubierta por el infatigable recolector von Warszewicz (Figura 10B), pero yo nunca la había observado en vivo, sino que tan solo había leído su descripción. Antes de mi salida de Europa, este hombre, cuyo nombre no podía quedar inmortalizado en una planta menos bella, me pidió por carta que buscara esta magnífica planta cerca de San Miguel, donde él la había encontrado. Sin embargo, pareciera que este dato es erróneo, pues en San Miguel busqué esta planta en vano, después de intentarlo en todas las posibles direcciones.
Ante tan magnífica planta, uno se detiene involuntariamente, admirado. No sabe si atreverse a arrancar una inflorescencia, una hoja o una rama, y así privar a la naturaleza de su más bello adorno. Pero tales pensamientos, que afloran tan de repente, son rápidamente rechazados y pronto usted se ve con un gran paquete de muestras en sus manos, y se alegra del hurto. Esta planta es un digno émulo de la conocida Euphorbia pulcherrima, de cuyo esplendor puede dar fe cualquiera que la haya visto en los trópicos. Espero poder llevar plantas vivas a Herrenhausen, lo que sería muy deseable, ya que esta especie no ha sido introducida en ningún jardín europeo.
Warszewiczia pulcherrima es un árbol de hasta 50 pies de altura, con hojas verde claro, de 1,5 pies de largo, oblongas y opuestas. Al final de cada rama tiene una inflorescencia de 1-3 pies de largo, cuyas flores amarillas están acompañadas por brácteas rojo brillante y de pecíolo largo. Lo que la hace más atractiva para nuestros invernaderos, es que florece al alcanzar apenas 8-12 pies de altura.
Denominada hoy Warszewiczia coccinea, es conocida como pastora de montaña, por su parecido con la pastora navideña (Euphorbia pulcherrima). Cabe aclarar que pertenece a la familia Rubiaceae -la misma del café-, y no a Euphorbiaceae, como esta última. Es curioso que no haya especímenes recolectados por Wendland, a pesar de lo que él anota en su diario. No obstante, parece que sí transportó plantas vivas, de las que después se informó que se cultivaban en Herrenhausen ( Anónimo,1857), aunque se desconoce lo ocurrido a largo plazo.
En La Virgen nos instalamos para pasar la noche en un rancho nuevo y muy limpio, en el cual me hubiera gustado quedarme varios días, pero si el dueño no hubiera sacrificado un buey unos días antes, cuya carne había cortado en tiras finas y delgadas, que había colgado para que se secaran. Por tanto, el olor del ambiente era pestilente. Además, las fuertes lluvias y la humedad dificultaban el rápido secado de la carne. La mañana del 23 de mayo me despertó con lluvia, y hasta sentí deseos de quedarme en La Virgen para dormir. Sin embargo, puesto que el tiempo mejoró cerca de las nueve de la mañana, decidí viajar hasta otro asentamiento, llamado Pedregal.
El camino era pésimo, el aguacero empezó de nuevo y las muchas ramas que se entrecruzaban sobre el sendero se confabulaban para mojarnos aún más. Además, para no lastimarse un pie o una pierna, uno tenía que avanzar con mucho cuidado y prestar mucha atención a los troncos de árboles delgados -casi siempre de pie y medio o dos pies de alto-, entre los cuales el camino zigzaguea de manera constante hacia el bosque virgen más espeso. No obstante, uno a menudo se olvida de eso, y termina maltratado, por negligente.
Después de cabalgar por cinco horas, llegué a Pedregal, que es la hacienda de un estadounidense, quien me recibió amablemente. Su hermano, que me había dado una carta de recomendación, es un respetable médico residente en San José. El día anterior había arribado desde San Juan del Norte, por el río Sarapiquí, pues andaba recogiendo a un compatriota y a su esposa, que también pretendían instalarse en su hacienda.
Aunque ya no existe como topónimo, este nombre correspondía al de una hacienda de cacao muy cercana a Muelle, frente a la cual había enormes rocas que impedían la navegación río arriba por el río Sarapiquí (Hilje, 2013a). Dicha hacienda pertenecía a William Hogan, cuyo hermano James (Santiago) Hogan en ese momento era el director del Hospital San Juan de Dios, el principal hospital del país. A pesar de ser estadounidense, se desempeñó como médico en Puntarenas y Liberia durante la guerra contra Walker. En junio de 1857 James se casaría con Catalina Guardia Bonilla, con quien procreó tres hijas.
Debido a las fuertes lluvias y al consecuente aumento del caudal de los ríos, habían demorado nueve días para llegar de la costa a Muelle; éste es un asentamiento un poco más al este, que está a apenas hora y media de aquí, donde hubo un puesto aduanero. Cuando llegamos, estaban ocupados en desempacar sus maletas y cajas, para secar y ordenar sus pertenencias, muchas de las cuales se estropearon al caer en un arroyo cercano.
Del puerto fluvial de Muelle, cuya ubicación exacta se mencionó en páginas previas, no queda vestigio alguno. En la parte superior y plana de la ladera donde estuvo el atracadero, se localiza hoy la escuela de la localidad. El 24 de mayo, un domingo, fue espléndido y claro, lo que me indujo a penetrar en el bosque, de donde regresé ricamente cargado. En todas partes hallé la hermosa palma Trithrinax aculeata, pero carecía de flores y frutos, lamentablemente. Dicha especie corresponde a Cryosophila warscewiczii (Figura 11), que es la única especie en este género en la región de Sarapiquí, por lo que fue la única hallada por Wendland. Sin embargo, no se conocen especímenes sobrevivientes entre los recolectados por él. Al mediodía, el dueño me invitó a dar un paseo con él y su compatriota, a través de la parte despejada de la hacienda, lo cual acepté con mucho gusto; llevaba conmigo a mi infaltable compañero, el vasculum. Me atrajo una planta que estaba en el lindero del bosque, y después otra más dentro del bosque, hacia donde mis compañeros me siguieron con entusiasmo. Un perro que había sido llevado por ellos detectó la presencia de una zorra, a la que persiguió, pero se le escapó.24 Observé que, al perseguirla, el perro efectuó una vuelta en círculo, de la cual mis compañeros no se percataron. A partir de ese momento me di cuenta de que el dueño de la hacienda estaba dubitativo acerca de cómo salir del bosque. Le dije que había que tomar hacia la derecha, pero insistió en que no era así. ''No señor, conozco muy bien mi terreno. Debemos ir hacia la izquierda'', fue su respuesta, y un ''Sí, creo lo mismo'' de su compatriota, fortaleció su posición. ¡Un alemán no puede discutir con dos yanquis! Pero, pensé que también yo podría estar equivocado, y acepté seguirlos.
Seguimos y seguimos, pero no salíamos. Pronto llegamos a un sendero, pero desapareció en el bosque. En vez de regresar donde estábamos, tomamos hacia otra parte. Conforme el tiempo transcurría, subíamos, bajábamos y cruzábamos arroyos y matorrales, hasta que finalmente nadie sabía dónde estábamos. El cielo estaba encapotado con densas nubes, por lo que era imposible guiarnos por el sol, y como había dejado la brújula en la casa, no sabíamos dónde estaban el sur ni el norte. Una vez más, el dueño afirmó que conocía el terreno, pero tomó otra dirección. Después de un recorrido de hora y media, terminamos en el mismo lugar que antes.
Gritamos tan fuerte como pudimos, pero no hubo respuesta. Como ya eran las tres de la tarde y empezaba a llover, en silencio nos volvimos a ver, y uno de ellos preguntó al otro: ''¿Adónde vamos ahora?''. Una vez más tomamos una nueva dirección, pero esta vez apresurando el paso, pues la lluvia comenzó a arreciar. Uno tropezó, después lo hizo el otro, luego otro terminó sentado en el fango, y después el otro. En realidad, tan desagradable situación nos sacó más sudor que la de ya de por sí extenuante travesía por la montaña.
Mientras hubiera espacio en el vasculum, yo podía seguir recolectando, pero hubo un momento en que debí parar. Ya eran las cinco de la tarde cuando llegamos a un pequeño arroyo, donde tomamos un descanso de cinco minutos, pues todos estábamos exhaustos. Fue entonces que afloró la interrogante de si pasar la noche en media selva, sin comida, sin abrigo y sin fuego, aunque también hacia dónde nos enrumbaríamos a la mañana siguiente.
El propietario sugirió seguir el curso del arroyo, pues posiblemente desaguaba en el río Sarapiquí, y así nos sería más sencillo localizar Muelle (Figura 12A-B). Lo hicimos antes de que terminara de sugerirlo. Seguimos el arroyo por todos sus vericuetos, que incluían ora áreas anegadas, ora el arroyo en sí, ora unas macollas de bambú, ora árboles caídos. Uno de nosotros iba adelante, abriendo camino con el machete. Nadie decía palabra.
Comenzó a oscurecer, y eso nos hizo apresurarnos aún más. Pero necesitábamos siquiera breves descansos, pues estábamos maltrechos por el hambre, el esfuerzo y las congojas. Ahora sí que todos tuvimos la oportunidad de visualizar los horrores y desagradables consecuencias de pernoctar en el bosque. No tendríamos fuego, pues los fósforos se habían empapado en nuestros bolsillos, además de que ningún tronco encendería, debido a la humedad.
Durante este descanso vi uno de los helechos más bellos con que me he topado: a mis pies yacía un Trichomanes de hojas brillantes y de una tonalidad verde esmeralda. Además, una hermosa amarilidácea blanca -perteneciente a la familia de la cebolla- florecía cerca del riachuelo. Tuve que estrujar un poco las plantas en el vasculum, no sin dificultad. Recogí la última para un amigo en Hannover, a quien me hubiera encantado tener como compañero de viaje, pero tuve que desecharla, pues al vasculum ya no le cabía una planta más.
De las plantas recién citadas, Trichomanes elegans es común en toda la región, mientras que la otra es Crinum erubescens (Figura 13), que es nativa de la región de Sarapiquí y con frecuencia crece a lo largo de los arroyos. En ninguno de los dos casos se conocen especímenes recolectados por Wendland.
Una vez que todos nos recuperamos un poco, volvimos a avanzar, y cuando empezaba a oscurecer en serio, tuvimos la fortuna de hallar el camino a Muelle, ante lo cual hubo fuertes exclamaciones de alegría. Desde aquí tendríamos que caminar una media hora hacia la hacienda, desde donde habían percutido disparos de advertencia, pues los que permanecieron ahí ignoraban si nos había sucedido algo.
A las siete de la noche llegamos a la hacienda, muertos del cansancio. Devoramos el almuerzo, que había estado listo desde las tres de la tarde, y pronto nos fuimos a descansar, pues todos estábamos exhaustos. Sin embargo, difícilmente olvidaré esa tarde. Me enseñó que es necesario tener precaución en excursiones similares, y que incidentes como esos por lo general ocurren cuando uno está menos preparado para ellos.
Puesto que ya había alcanzado mi objetivo con la excursión a Pedregal, deseaba regresar a San Miguel al día siguiente, el 25 de mayo, pero las cabalgaduras se habían fugado temprano por la mañana y hubo que buscarlas y capturarlas. Además, me sentí obligado a quedarme. Quería volver, para recoger la hermosa amarilidácea, aunque la traumática experiencia de la víspera estaba demasiado fresca en mi mente, como para volver. Por tanto, decidí hacer un recorrido directamente al río Sarapiquí, donde encontré algunas cosas bonitas.
Durante la tarde no llovió, al igual que ocurrió por la mañana, lo que me permitió incursionar de nuevo en el bosque. Al regresar a la hacienda me encontré con restos del poderoso ejército de Walker, que de manera voluntaria habían empezado a marchar desde San José hasta San Juan del Norte. Entre ellos había un alemán de Baden, que había abandonado su patria en 1849, pero anhelaba regresar, además de que se arrepentía de haberse involucrado en los levantamientos de la época.
El 26 de mayo salí de la hacienda a las ocho de la mañana, y llegué a La Virgen alrededor de la una de la tarde. Hasta entonces el camino, que me había parecido tan horrible tan solo unos días antes, ascendía por unos lomeríos bañados por un sol glorioso. Recogí aquí y allá, ora plantas para el herbario, ora semillas, y estaba feliz de sumergirme en las maravillas de la naturaleza. Mi intención era quedarme en La Virgen. Pero como el clima era tan espléndido, traté de convencer a Jesús para que regresáramos a San Miguel el mismo día. Al principio no tenía ganas de hacerlo, pues decía que hoy todavía podía llover, de lo cual yo dudaba por completo, pero al final aceptó mi propuesta. Comimos algo rápidamente, y partimos pronto. En el primer tramo por cabalgar, a menudo aparecían plantas ásperas, especialmente bambú, por lo que había que cuidarse mucho de no lastimarse al abrir camino. Me ocurrió un incidente que pudo haber sido fatal para mí.
Bajé por el costado del camino cercano a la vegetación, pues estaba algo más seco allí, y me aproximé a un lugar algo más despejado, pero pantanoso. Había una rama de bambú que estorbaba, por lo que la sujeté y la hice a un lado. En el momento en que hice el movimiento sentí frío en mi muñeca, y la sospecha de ''una serpiente'' de inmediato se me cruzó por la mente, sobre todo porque había oído caer algo a mi lado. Y así fue. La serpiente debe haber estado enroscada cerca de la punta de la rama que sobresalía, esperando alguna presa, pero cayó al suelo, aturdida por el fuerte golpe que le propicié, de manera involuntaria. Jesús la había visto caer, y se acercó para rematarla, después de lo cual la metimos en un saco, para después depositarla en un frasco con alcohol.
Habíamos recorrido la mitad del camino hacia San Miguel, cuando el cielo empezó a cubrirse de nubes y se escucharon truenos, lo cual nos apresuró.
La tormenta se acercaba, los truenos resonaban con gran potencia, y el cielo se tornaba cada vez más amenazante. Cuando estábamos a media hora de San Miguel, vi que la lluvia estaba a punto de comenzar, espoleé mi mula para alcanzar mi meta lo más rápido posible, a pesar del mal camino. Empezó a llover un poquito, pero muy pronto se desató un gran chaparrón, junto con una terrible tormenta. No había cómo protegerse, sino tan solo resignarse y esperar a que cesara. A cada momento se escuchaba el estruendo provocado por los árboles que se desplomaban. Les presté más atención a eso que al propio camino.
Escuchamos dos disparos de rifle, percutidos desde el rancho del vecino de don Manuel. Las mulas de súbito se desviaron hacia el rancho, y como yo no había prestado la debida atención a la forma en que pensé que era la correcta, pronto me di cuenta de mi error. Sin embargo, me desmonté en el rancho, para refugiarme de la tormenta. Apenas si había llegado allí, y jalado a la mula debajo del techo, cuando el huracán estalló con toda su fuerza y en un instante destechó la mitad del rancho, que se movía de un lado a otro. Encontré a los habitantes orando. Pero cuando el techo cimbró, como si hubiera explotado, uno de ellos cogió un santo, el otro a otro santo, y el amo de la casa descolgó la cruz de la pared y la sostuvo en la dirección de la que venía la tormenta. Lo peor parecía haber terminado, y yo estaba totalmente empapado. Como parecía más peligroso estar dentro del rancho que en el exterior, monté en la mula para dirigirme hacia mi rancho. Con rapidez cabalgué a través de una sección del bosque y atravesé un arroyo ya muy henchido, antes de llegar finalmente al refugio, pero la lluvia continuaba golpeando con tal fuerza, que sospeché que llovían granizos, lo cual no era cierto. Casi que cada medio minuto había rayos a mi derecha, luego a mi izquierda, seguidos por truenos muy fuertes, que realmente me aturdían.
Mi mula no quería avanzar y continuamente trataba de virar y devolverse al rancho del cual recién habíamos partido. Solo con un inmenso esfuerzo era posible que avanzara, hasta que de repente vio nuestro rancho y se apresuró. Puesto que Jesús había llegado con la bestia de carga poco antes, ya que él se me adelantó mientras yo me dirigí a la choza donde encontré refugio, estaba muy preocupado por mí, por lo que don Manuel y su esposa me recibieron con gran amabilidad. Estaba mojado, empapado, al punto de que, si acaso, unas pocas hebras de mi ropa interior se libraron del agua. Nunca me he mojado tanto, pero es que nunca me había enfrentado a algo así. Una frotada completa de todo el cuerpo con alcohol, complementada con una buena taza de café con coñac, posiblemente evitaron que me resfriara.
Dediqué la mañana del 27 de mayo a lavar y secar mis pertenencias, además de que debía prensar las plantas y ordenar las semillas recolectadas. En un paquete de plantas secas que no había manipulado por varios días, pero las cuales había expuesto al sol todos los días para que se secaran, me sorprendió encontrar una gran colonia de hormigas, que incluía un montículo de tierra y gran cantidad de huevos.
Al mediodía dos señores, una mujer y dos niños llegaron aquí, con rumbo a San Juan del Norte. Habían venido al país hace tres años y ahora querían mudarse a los Estados Unidos, para ganarse la vida allí. Manifestaron que era muy poco lo que se podía ganar en Costa Rica, pues todo era demasiado caro, además de que nunca pudieron acostumbrarse a una dieta basada solo en tortillas y frijoles.
Al respecto, Wagner y Scherzer (1974) expresaban que, ''no hay ningún extranjero que no prefiera el pan de trigo de su patria a las tortillas insustanciales de la Nueva España''. Asimismo, por la fecha consignada, es posible que fueran de los alemanes llegados a la fallida colonia en Angostura, Turrialba. Dicho asentamiento era parte de un plan entre el gobierno de Juan Rafael Mora Porras que, por medio de la Sociedad Itineraria del Norte, en 1852 suscribió un contrato con la Sociedad Berlinesa de Colonización para Centro América, cuyos principales funcionarios eran los ingenieros Alexander von Bulow y Francisco Kurtze, así como el abogado Fernando Streber (Hilje, 2020).
Ya avanzada la tarde, le disparé a una gran guacamaya verde que estaba cerca del rancho. Lo había seguido antes, pero sin éxito. Estas aves se ven magníficas a cielo abierto, vuelan siempre en parejas, gritan sin cesar y siempre se posan juntas en los árboles más altos. Esta vez se posaron más bajo, por lo que el tiro resultó fácil, a pesar de que la altura desde la que disparé bien podría ser de más de cien pies. Tengo la intención de llevar su piel a Hannover.
En efecto, Wendland llevó la piel de una guacamaya o lapa verde, llamada Psittacus signatus en aquella época, y hoy Ara ambigua. Además, aunque se ignora si fueron recolectadas en Sarapiquí, él acarreó consigo ''60 ejemplares de aves, entre ellos un halcón particularmente bello, así como hermosos Cassicus, Tanagra, Muscicapa, Trogon, Psittacus, Picus, Turdus, Loxia, Ramphastos, Pteroglossus, etc.'' ( Anónimo,1858a). De estas aves, las primeras son los caciques (Icterus spp.); los Tanagra pertenecen a la familia Thraupidae, uno de cuyos miembros es la muy común viuda (Thraupis episcopus); los Trogon son parientes del quetzal, llamado Trogon resplendens en aquella época; al género Turdus pertenece el yiguirro (Turdus grayi); y los géneros Ramphastus y Pteroglossus corresponden a tucanes. Finalmente, los géneros Picus (carpinteros), Muscicapa (insectívoros) y Loxia (fringílidos), no están representados en Costa Rica, por lo que su identificación fue errónea.
Además, Wendland llevó otros animales vertebrados y algunos insectos. Al respecto, se sabe que acarreó especímenes de la ardilla Sciurus aestuans (hoy Sciurus granatensis), el cráneo de una nutria (Lutra annectens), varios reptiles y un tiburón juvenil (Anónimo, 1858). Al menos una parte de las colecciones zoológicas de Wendland, incluidas las aves disecadas y montadas, se encuentran actualmente en el Niedersächsisches Landesmuseum, Hannover (C. Schilling & K. Schuster, comunicación personal).
En los dos días siguientes llovió muy fuerte, por lo que no pudimos efectuar herborizaciones. Y, como mis pertenencias estaban aceptablemente secas, y la pierna de Jäger había mejorado mucho, decidimos partir.
Avanzada la tarde del segundo día, todo estaba empacado para irnos al día siguiente. No debo omitir mencionar que para de ese día, teníamos la carne de una zarigueya, al igual que una sopa de caldo de la guacamaya cazada el día anterior; ambos sabían excelente.
Aunque mi intención era salir muy temprano el 30 de mayo, no lo hicimos sino hasta las ocho de la mañana, pues aquí la gente nunca es puntual. Sin embargo, al fin pudimos completar los preparativos para la salida. La familia con la que había convivido durante tan prolongada estadía se despidió afectuosamente, y partimos hacia San José, un poco sucios pero felices.
Pronto completamos la travesía hacia la ya mencionada Cuesta del Congo, y ahora el principal desafío era hacer el ascenso sin incidentes.
Hicimos una parada breve para permitir a las bestias descansar un poco. Después de revisar que la alforja y los aperos estuvieran en orden y bien sujetados, decidimos emprender la subida.
Al principio todo parecía bien, conforme avanzábamos hacia la cumbre, pero las bestias tenían que hacer un gran esfuerzo, no solo por lo abrupto de la pendiente, sino que también porque el arcilloso suelo se había ablandado con las recientes lluvias. Con el fin de aliviar un poco a mi cabalgadura, me desmonté, y mientras escalaba a su lado tuve la fortuna de hallar algunas orquídeas terrestres muy lindas.28 El camino de descenso, al otro lado, era un poco mejor. Según la gente, un pequeño arroyo que cruzamos aquí contiene oro, por lo que mis dos muleros recogieron un puñado de arena del fondo, para lavarlo después. Aunque encontraron algo que parecía oro, en realidad no lo era. Disfrutamos de buen tiempo durante la primera mitad del camino. No obstante, comenzó a llover de nuevo, de modo que el camino, que atravesaba un terreno anegado, ya no era visible, por lo que a veces daba la sensación de que las bestias nadaban en el barro. En tales circunstancias, los muleros dieron un uso práctico a las hojas de un Colocasia, al utilizarlas como capas para cubrir la mayor parte de su cuerpo.
Se trata de la pata u hoja de pata (Xanthosoma robustum o X. undipes), cuyas inmensas hojas son usadas por los campesinos como paraguas efímeros, así como para techar ranchos improvisados en la montaña.
Cerca del mediodía llegamos al único rancho que había en Cariblanco, donde nos pusimos lo más cómodos que podíamos. Por la tarde, cuando la lluvia había mermado un poco, fui a dar un paseo por los alrededores, donde cacé tres de las aves más lindas que he visto en mi vida.
El 31 de mayo, correspondiente a la fiesta de Pentecostés, tuvo un aspecto muy sombrío, y no había nada, ni en la naturaleza ni en los alrededores de la casa, que pudiera imprimir en mi corazón un estado de ánimo propio de Pentecostés. Ninguna hermosa música de cornos, ni el tañido de las campanas me despertarían de mi sueño, donde el quiquiriquí de los gallos reemplazaría al primero y el rugido de los monos aulladores al segundo. ¡Qué diferencia hay entre una mañana de Pentecostés aquí y en Alemania! ¡Qué silencio casi absoluto, interrumpido solo de vez en cuando por el zumbido o los gritos de este o aquel animal a lo lejos! Los poco animados cantantes se pueden escuchar en los arbustos y el bosque, entre la infinita monotonía permanente de la selva y la naturaleza. Casi nunca, o al menos de manera apenas imperceptible, hay un cambio en la vegetación, a pesar de la inmensa diversidad existente. Pero siempre el mismo follaje en el bosque, los mismos tonos del paisaje, la misma monotonía por todas partes, las mismas personas con caras aburridas, y los mismos burros. ¡Qué diferente es una mañana de Pentecostés en Alemania! ¡Qué vida y bullicio en la ciudad, el bosque y el campo! ¡Cuán felices son las personas, y cuán feliz es la naturaleza!
¡Qué canción, qué gorjeo, qué solaz, entre los habitantes emplumados del bosque! ¡Qué maravillosamente verde es el bosque, qué refrescante y vigorizante es el aire! Pero, a pesar de la grandeza y el esplendor del bosque tropical, difícilmente lo preferiría a la simplicidad y frescura de un bosque de hayas (Fagus spp.) o robles (Quercus spp.).
El alemán puede estar feliz por tener un invierno, un invierno muy frío y sombrío, con nieve de hasta un pie de espesor; para la primavera subsiguiente, se topa con una gloriosa mañana de Pentecostés, una naturaleza recién nacida, una felicidad divina. Pronto dejé esas evocaciones, salté de mi hamaca y miré hacia el bosque. Tomé un café rápidamente, empaqué mi burro y apuré a los muleros, pues hoy debemos recorrer un buen trayecto.
A las siete de la mañana todo estaba listo. Partimos, y avanzamos bastante rápido. Vimos espléndidas plantas y magníficas flores, y de vez en cuando un jilguero -un cantante pequeño pero imperceptible, a quien Wagner elogia mucho en su diario de viaje por Costa Rica- emitió su canto, puro, pero desagradablemente agudo. A diferencia de Wendland, varios científicos y viajeros aludieron al excelso canto del jilguero (Myadestes melanops), un ave muy difícil de ver en el bosque. Por ejemplo, Hoffmann (2006) acotaba que ''puede igualar por completo al ruiseñor nuestro (Luscinia megarhynchos) en cuanto a la dulzura y delicadeza en la modulación de su voz''. Por su parte, von Frantzius (1882) acotaba que ''sus mágicas notas, como de flauta, son conocidas de todos los que han penetrado en las regiones de las altas montañas en la selva primitiva''.
Y, en efecto, Moritz Wagner iría más lejos en sus juicios, al expresar que ''parece haber tomado prestados sus sonidos más dulces a la lira y a la flauta. Ningún otro pájaro de los que yo he oído tiene un canto tan melódico y puramente musical como el jilguero. ¿Qué son en comparación de estas bellísimas modulaciones, los trinos de los ruiseñores en los háyales (bosques de hayas) de Holstein y Jutlandia? Ni el bulbul árabe, ni el tordo burlón de la Louisiana, pueden rivalizar con las amables y originales melodías de este cantor de los Andes'' (Wagner y Scherzer, 1974).
A las diez de la mañana ya habíamos desayunado en el río La Paz, y lo que habíamos recolectado hasta entonces estaba debidamente prensado. Poco antes de las once reanudamos la marcha, pero pronto empezó a llover y no cesó hasta que estuvimos totalmente empapados, cerca de las tres de la tarde, poco antes de arribar a las alturas de El Desengaño.
A esa elevación, y puesto que la región más cálida había quedado atrás, la humedad y el frío comenzaron a afectarnos. Aterido, mis dedos estaban rígidos y no podía moverlos, mientras que ni siquiera sentía mi cuerpo. Tuve que recurrir a mi remedio radical, la botella de coñac, la última que me quedaba. Vertí un poco en cada bota, y humedecí el pañuelo colocado alrededor del cuello, para que el líquido goteara por la espalda. Esta es una manera muy simple y excelente de prevenir un resfrío en recorridos como éste, cuando la ropa está tan mojada. Una miríada de distintas especies de colibríes, que parecían estar jugando entre sí, zumbaban alrededor, buscando néctar en las muchas flores de Siphocampylus que las había por doquier a lo largo del camino. Las pequeñas aves se veían preciosas al aire libre, y las observé por un rato con gran atención, pues pueden ser muy divertidas. Su vuelo es sumamente veloz, se mueven de arbusto en arbusto, de flor en flor, se ciernen sobre éstas para extraer el néctar, y rara vez descansan. Es solo en los momentos en que están cernidas frente a una flor, que es posible acertar al dispararles.
Después de entregarle mi cabalgadura al mulero, disparé a varios de ellos y caminé hasta el borde del bosque. Estaba muy contento de recoger algunos colibríes, ya que todavía se les podía embalsamar. A tan pequeñas aves hay que dispararles desde una gran distancia y con muy poco tiro, incluso a riesgo de fallar una y otra vez, pues si lo haces desde muy cerca solo encontrarás la cabeza o las patas, lo que será insuficiente para que un taxónomo las pueda identificar.
Una sensación de comodidad se apodera de uno tan pronto como se alcanzan las mayores alturas de la cordillera, y el ojo se solaza al contemplar la acogedora meseta (Valle Central) de Costa Rica, alfombrada con cañaverales y adornada con el verdor de vegetación.
Al llegar a este punto del Paso de El Desengaño, los viajeros quedaban extasiados con el paisaje que se abría ante sus ojos. Por ejemplo, Wagner y Scherzer (1974) señalaban que ''el aspecto de este inmenso panorama, embellecido por una espléndida iluminación del cielo, era magnífico, más allá de toda descripción''. Asimismo, en 1858 el francés Félix Belly, acotaría que ''me quedé realmente deslumbrado. Un espacio limpio en la selva me permitía abarcar, de una sola mirada, toda una región nueva, bañada de luz, rodeada de altas montañas, con pendientes muy suaves que descendían hacia el occidente hasta dejar ver más allá un ancho espacio cubierto de agua. Esta nueva región era toda la parte poblada y activa de Costa Rica'' ( Belly,1999). Y, desde las estribaciones del volcán Poás, no muy lejos de ahí, von Frantzius (1979) expresaba que ''igual que sobre una alfombra verde, se extienden los poblados de San José, Heredia, Escazú, Alajuela, Santa Ana, Pacaca (Ciudad Colón) y Atenas a nuestros pies, y se puede ver con toda claridad el verde oscuro de las plantaciones de café, los claros potreros con sus cercados y el luminoso verde de los cañaverales''.
A las cinco de la tarde llegamos al nuestro destino de hoy, un pequeño rancho en el que había tan solo un niño de nueve años con dos perros, mientras sus padres visitaban la vecina ciudad de Alajuela. Después de consumir algo de comida y una taza de café caliente, organicé las muestras vegetales que había recolectado, fumé mi último cigarro y me fui a reposar en mi hamaca.
Partimos hacia San José el 1° de junio. Lo hicimos temprano, pues deseaba llegar ese mismo día, y ojalá antes de que lloviera.
Durante las primeras horas de cabalgar entre la montaña, todavía quedaban herborizaciones por hacer, lo que a veces nos hizo entrar en dudas de si podríamos llegar ese día. Sin embargo, después todo transcurrió con bastante celeridad. Pasé con rapidez por Barva, y al mediodía estaba en Heredia, pero los truenos ya habían anunciado la cercanía de la lluvia.
La inminente tormenta nos hizo acelerar nuestro paso. Las bestias tuvieron que correr tan rápido como les fuera posible, y felizmente llegué a San José a la una de la tarde, justo en el momento en que la tormenta se convertía en un tremendo aguacero, que me empapó antes de poder llegar a mi albergue.
Mi cuarto, que no había sido limpiado durante casi cuatro semanas, estaba mohoso, en el estricto sentido de la palabra. Todo, incluyendo las paredes y los otros objetos que había en la habitación, estaban cubiertos con una gruesa capa de moho.
En medio de un grupo de queridos conocidos y compatriotas, disfruté de la comodidad de estar de nuevo entre personas educadas, conversé con ellos sobre las experiencias que había vivido, así como de mis hallazgos científicos, y evoqué con ellos la madre patria alemana.
Que yo estaba de vuelta en el reino de la civilización se volvió evidente y molestamente claro cuando, al irme a descansar en mi lecho, escuché los gritos del vigía nocturno, que soltó su ''¡Viva Costa Rica!'', etc., con una voz terrible. Y así lo hacía cada hora, por todas partes de la ciudad. Al igual que a mí, creo que al perro de mi vecino alemán no parecía gustarle ese ruido, pues cada vez que lo oía, soltaba un terrible aullido. Aunque es difícil decir si eran menos agradables los aullidos del perro o los gritos del vigía nocturno, creo que el premio lo gana el ''¡Viva Costa Rica!'' del segundo.
En efecto, los vigías nocturnos o ''serenos'' recorrían el casco capitalino. Según la vívida descripción del alemán Francisco (Chico) Rohrmoser von Chamier (Hilje, 2010), ''en larga capa de jerga negra, durmiendo cada uno en algún umbral de puerta'', cada uno portaba una carabina corta en sus manos, con fines defensivos. No obstante, también tenían el deber de dar la hora de manera periódica. Así, por ejemplo, al atardecer empezaban gritando con destemplada voz ''¡Viva Costa Rica! ¡Las seis han dado! ¡La noche es clara!''. Y, ya al amanecer, culminaban con un ''¡Ave María Purísimaaa! ¡Las cinco han dadooo!''.
Consideraciones finales
A mediados del siglo XIX, Costa Rica no contaba con un puerto en la costa del Caribe. Por tanto, la única manera de exportar su café e importar mercaderías desde Europa era por Puntarenas, en el litoral Pacífico, pero la ruta era sumamente extensa y peligrosa, pues los barcos debían descender por Suramérica hasta el Cabo de Hornos (León, 1997). Por ejemplo, de Alemania a Puntarenas normalmente se demoraba unos 150 días, mientras que -de contarse con un puerto en el Caribe-, la travesía podría reducirse a unos 40 días (Wagner y Scherzer, 1974).
Por tanto, fue la necesidad de contar con una carretera y un puerto en dicho litoral, lo que propició el ya citado proyecto con la Sociedad Berlinesa de Colonización para Centro América, para establecer una colonia alemana en un punto intermedio, en Turrialba. Para fortuna de Costa Rica, a los colonos reclutados se sumaron otras personas que no tenían relación con esta iniciativa, y que contribuirían de manera sustancial en el desarrollo de las ciencias naturales en el país, como los ya citados Karl Hoffmann y Alexander von Frantzius, al igual que el maestro-jardinero Julián Carmiol (Hilje, 2013b).
El bergantín que los transportaba, el Antoinette, llegó a San Juan del Norte, por lo que ellos recorrieron la región de Sarapiquí por más de dos semanas. Sin embargo, las incontables vicisitudes que debieron enfrentar en esos agrestes y peligrosos parajes, de lo cual dejaron testimonio otros viajeros que venían con ellos, como Francisco Rohrmoser von Chamier y Carlos Johanning -compendiados en Hilje (2013b)-, les impidieron hacer anotaciones de carácter biológico. En años subsiguientes, debido a sus ocupaciones como médicos, así como a problemas de salud, ni Hoffmann ni von Frantzius emprendieron exploraciones en esa región (Hilje, 2013b).
Ahora bien, como la ruta de Sarapiquí era la más expedita para comunicarse con Europa, por ella transitaron numerosos viajeros a lo largo del tiempo, algunos de los cuales escribieron valiosos testimonios. En orden cronológico, ellos fueron el médico y químico alemán Moritz Wagner, acompañado por el tipógrafo austríaco Carl Scherzer, en 1853 (Wagner y Scherzer, 1974); el empresario alemán Wilhelm Marr, también en 1853 ( Marr, 1999); el periodista y diplomático francés Félix Belly, también en 1858 (Belly, 1999); y el escritor inglés Anthony Trollope, en 1859 (Trollope, 1999). Sus relatos han sido compilados por Aguilar (1999).
Además, en 1869-1870, cerca de la boca del río Sarapiquí residió por unos seis meses el aventurero suizo Léonce Pictet, quien escribió sus vivencias en dicho sitio (Hilje y Fournier, 2017).
De todos estos viajeros, ninguno era biólogo ni naturalista, por lo que en sus relatos no hay descripciones realmente científicas de la flora y la fauna observadas. Quizás el que más lo intentó fue Wagner, pues a veces cita a algunas plantas y animales por su nombre científico, pero no siempre de manera correcta ni exacta. Sin embargo, dotado de una gran capacidad de observación y una excepcional agudeza intelectual, años después propondría la idea de que algunas barreras geográficas grandes (montañas altas, caudalosos ríos, inmensos valles, etc.) podían favorecer la aparición de nuevas especies de plantas y animales, por aislamiento geográfico; este mecanismo de ''especiación'' geográfica, rechazado por el propio Charles Darwin, hoy es plenamente aceptado. En cuanto a los primeros tres naturalistas que exploraron Costa Rica, en 1839 el austríaco Emanuel von Friedrichsthal no recolectó en la región de Sarapiquí. Asimismo, aunque no hay registros de que el polaco Josef von Warszewicz estuviera ahí en 1848 o 1850, en su relato el propio Wendland manifiesta que dicho recolector por vía epistolar le recomendó buscar la muy apetecida Warszewiczia pulcherrima en San Miguel, donde él la había encontrado; este dato, sumado al hecho de estuvo en El Desengaño (León, 2002), sugiere que hizo recolecciones de manera breve, sin penetrar en el bosque más allá de San Miguel.
Por su parte, el caso del danés Anders S. Oersted es muy interesante. En realidad, no hay evidencias de que estuviera ahí, a pesar de que residió año y medio en Costa Rica, entre 1846 y 1848; de ello da fe la ausencia de localidades de Sarapiquí en sus herborizaciones (León, 2002). Aunque en su libro sobre Costa Rica (Oersted, 2011) aporta información sobre algunas plantas de Sarapiquí, es evidente que ésta proviene de Wendland. Al respecto, aunque ahí no da el crédito pertinente, sí lo hace en el prólogo, en el cual expresa que Wendland le facilitó información, e incluso puso a disposición su colección. Cabe acotar que su libro fue publicado en 1863, por lo que tuvo tiempo de revisar e incorporar algunos de los hallazgos de von Warszewicz y Wendland.
Todo esto permite concluir que, a mediados del siglo XIX, la región de Sarapiquí permanecía inexplorada desde el punto de vista biológico en general, y botánico en particular. Esto podría explicarse porque los naturalistas se sentían disuadidos por su lejanía con respecto a los centros urbanos del Valle Central, sus constantes e implacables aguaceros, sus escarpados, resbaladizos y fangosos terrenos, así como la ausencia de albergues adecuados no solo para pernoctar, sino que también para preparar y proteger las muestras recolectadas.
Por tanto, la presencia de Wendland ahí, durante tres semanas de trabajo incesante -del 10 al 30 de mayo de 1857-, representa la primera exploración intensiva a lo largo de la ruta de Sarapiquí. Además, al retornar a Alemania, en agosto, lo hizo por San Juan del Norte, para lo cual debió recorrer de nuevo la vía de Sarapiquí, lo cual le permitió acrecentar su colección.
Al fin de cuentas, como resultado de sus exploraciones en Sarapiquí, Wendland pudo recolectar especímenes de unas 200 especies vegetales (Cuadro 1), de las cuales 90, casi la mitad, resultaron ser especies nuevas para la ciencia. Tan amplias fueron sus herborizaciones, que incluyeron a representantes de las siguientes 45 familias: Acanthaceae (1), Araceae (12), Arecaceae (30), Asteraceae (4), Begoniaceae (1), Bromeliaceae (3), Calceolariaceae (1), Campanulaceae (5), Caryophyllaceae (1), Commelinaceae (1), Costaceae (1), Cyatheaceae (1), Cyclanthaceae (1), Equisetaceae (1), Ericaceae (4), Euphorbiaceae (1), Gentianaceae (1), Gesneriaceae (28), Gleicheniaceae (1), Gunneraceae (1), Hookeriaceae (1), Lamiaceae (1), Lentibulariaceae (2), Loganiaceae (1), Lycopodiaceae (2), Lythraceae (1), Malpighiaceae (1), Malvaceae (2), Marattiaceae (1), Melastomataceae (7), Meliaceae (1), Orchidaceae (35), Oxalidaceae (1), Poaceae (2), Podostemaceae (1), Polypodiaceae (1), Primulaceae (1), Proteaceae (1), Rosaceae (1), Rubiaceae (16), Selaginellaceae (1), Solanaceae (1), Tectariaceae (1) y Tropaeolaceae (1).
Ahora bien, para satisfacer su misión de recolector para los Jardines Reales de Herrenhausen, él concentró su interés en seis familias con potencial como plantas ornamentales. Esto explica que en sus recolecciones predominaran orquídeas (Orchidaceae), palmeras (Arecaceae), gesneriáceas (Gesneriaceae), aroideas (Araceae), melastomáceas (Melastomataceae) y rubiáceas (Rubiaceae). Estas familias representaron el 60% de todas sus recolecciones y el 82% de todas las especies nuevas para la ciencia. En cuanto a estas últimas, se distribuyeron así: orquídeas (19), palmeras (19), gesneriáceas (12), aroideas (10), melastomáceas (4) y rubiáceas (1). Cabe acotar que las restantes especies nuevas se distribuyeron en 14 familias, con una o dos especies por familia.
Un hecho que amerita destacarse es que durante su prolongado periplo por Centroamérica, de unos siete meses -entre diciembre de 1856 y agosto de 1857-, Wendland descubrió unas 185 especies que resultaron ser nuevas para la ciencia (Dowe et al., 2022), pero le bastaron tres semanas de estadía en Sarapiquí para detectar la mitad de esa cifra. Esto denota cuán acertado fue él en la escogencia de dicha región como fuente de nuevas especies. Es oportuna aquí una digresión para resaltar cuán abrumadora resultaba la diversidad de la vegetación en Sarapiquí para un recolector que, como Wendland -debido a las limitaciones de tiempo y espacio-, debía tomar decisiones acerca de cuáles plantas recolectar, Sin duda que tuvo éxito, pero es casi seguro que omitió otras especies nuevas para la ciencia. Asimismo, la existencia de vacíos en el sistema de numeración empleado por él indica que muchas muestras no sobrevivieron, quizás debido al deterioro asociado con las condiciones tan lluviosas y húmedas, así como las dificultades transportar los especímenes en el campo y secarlos después. Pero, a su vez, la buena calidad de las muestras que sobrevivieron es un testimonio fehaciente de su esmero y experiencia como recolector, y revela su capacidad para efectuar herborizaciones en condiciones adversas. En realidad, al analizar el estado del conocimiento biológico de Costa Rica a mediados del siglo XIX, puede aseverarse que, con excepción de los volcanes Barva, Irazú y Poás, cuya biota fue estudiada en diferentes momentos por Oersted, von Warszewicz, Hoffmann, von Frantzius y el propio Wendland, Sarapiquí se convirtió en la localidad mejor conocida de Costa Rica en términos botánicos, gracias a la labor de Wendland.
Impulsado por la pasión por conocer y descubrir, así como por sus deberes como recolector para los Jardines Reales de Herrenhausen, él tuvo la valentía y el coraje de incursionar en ese mundo enigmático y amenazante, de densas, lluviosas e intransitables selvas, que el célebre ecólogo Leslie R. Holdridge -quien las estudió a fondo-, las describió así: ''Aquí, en el bosque tropical muy húmedo e inalterado, la presión de la vida parece abrumar por su abundancia. El hombre solo en este ambiente, se siente deprimido e intimidado por la multitud de extrañas formas vivientes'' (Holdridge, 1978).
En efecto, ''alrededor, los árboles, en su mayoría de corteza gris y lisa, se levantan por entre la espesa sombra; algunos exhiben proporciones majestuosas, con sus troncos de enormes gambas laminares, formando ángulo con las bases; otros, de fustes cilíndricos o angulosos, desaparecen entre la masa general del dosel superior. Árboles grandes y pequeños de solo pocos metros de altura; palmas con fustes largos y esbeltos, apoyadas sobre una masa de raíces fúlcreas, unas altas, otras bajas, a veces rectas, a veces arqueadas; palmas enanas, arbustos; heliconias con hojas semejantes a las del banano; brinzales de alguna leguminosa con hojas pinnadas; altos y robustos jengibres silvestres, y uno que otro helecho arborescente de tronco llamativamente marcado por cicatrices foliares''.
Pero hay mucho más que percibir, dado que ''esto representa solo el entramado''. Ya sumergido uno en su interior, se percata de que ''lianas de variadas proporciones cuelgan cerca de los troncos o suben arrollándose en los fustes de sus vecinos. Troncos, gambas, bejucos y trozas desplomadas soportan un variado surtido de epífitas, desde delicados musgos y líquenes, pasando por helechos, orquídeas y aráceas, hasta colosales bromelias o epífitas arbustivas. Al suelo lo cubren algunas hojas, pocos helechos y otras herbáceas esparcidas; pero arriba, las ramas altas están profusamente adornadas con vegetación epifítica''.
Es oportuno mencionar que Holdridge (1907-1999) tuvo una finca ahí por más de un decenio (Hilje et al., 2002), muy cerca de Puerto Viejo, denominada La Selva, hoy con 1500 hectáreas de extensión. Posteriormente la vendió a la Organización para Estudios Tropicales (OET), para el establecimiento de la Estación Biológica La Selva, en 1968. Desde entonces, la continua afluencia de investigadores ha permitido el estudio de aspectos taxonómicos, ecológicos, genéticos y las relaciones evolutivas de la flora y la fauna de la región, lo que ha dado origen a miles de artículos científicos (Burlingame, 2002; Rocha y Braker, 2021), así como al libro La Selva: ecology and natural history of a neotropical rainforest (McDade et al., 1994).
Asimismo, entre los testimonios acerca de esa zona, se cuenta con el libro Sarapiquí chronicle. A naturalist in Costa Rica, escrito por el entomólogo Allen M. Young, en una agradable prosa, muy parecida a la de Wendland y otros naturalistas que recorrieron Costa Rica en el siglo XIX (Young, 2017). Cabe destacar que, además de sus investigaciones entomológicas, Young -un enamorado de Sarapiquí- ha cumplido una función clave en la consolidación de la Reserva Biológica Tirimbina, en La Virgen, fundada con gran visión por el Dr. J. Robert Hunter, fisiólogo vegetal. Se trata de un refugio de vida silvestre con un área de 345 hectáreas de bosque -privado, pero sin fines de lucro-, que desarrolla actividades de protección del bosque, investigación biológica y educación ambiental, gracias a los fondos provenientes del ecoturismo (García-Sánchezy González-Chaverri, 2022).
En síntesis, eso es Sarapiquí hoy: una región donde por más de medio siglo se han estudiado no solo su flora y su fauna, sino que también los procesos y mecanismos que determinan la estructura y el funcionamiento de los ecosistemas tropicales y, en particular, del bosque tropical muy húmedo. La misma región otrora desconocida y hasta temida, cuyos misterios biológicos empezó a desentrañar hace ya 165 años ese infatigable recolector y naturalista que fue Hermann Wendland.
Agradecimiento
A Boris Schlumpberger (Jardines de Herrenhausen) y Marc Appelhans (Universidad de Göttingen), su ayuda en la traducción de la versión original en alemán. A Michael Grayum (Jardín Botánico de Missouri), sus comentarios acerca de la identificación y la distribución geográfica de algunas especies. A Carlos Ossenbach Sauter, Alejandro Solórzano López, Gerardo Chaves Cordero, Ana Rosa Ramírez Coghi, Arturo Angulo Sibaja, Nelson Arroyo González y Walter Vargas Benavides, el aporte de información. A Emmanuel Rojas Valerio y Pedro González Chaverri (Reserva Biológica Tirimbina), así como a Dick Culbert y Scott Zona, varias de las figuras que ilustran el texto. A Antonio Vargas Campos (Museo Histórico Cultural Juan Santamaría), la autorización para usar la figura 3B.