“Señores: hay que inventar un nuevo dios (…) No sé cómo será ese dios. Pero sé que debe hacer cosas revolucionarias (…) venir y luchar en las calles para destruir estas ciudades devoradoras en que se consume el hombre para apagarse; venir y ser un político activo, que predique, que construya, que infunda valor, que reparta la pobreza, que rompa las nacionalidades, los localismos, los más íntimos prejuicios, y nos deje temblando ante la conciencia enorme de nuestra propia miseria(…) (Carmen Naranjo, Memorias de un hombre palabra, pp.149-151)
“Si la sociedad establecida administra toda comunicación normal, dándole validez o invalidándola de acuerdo con requerimientos sociales, los valores ajenos a estos requerimientos quizás no puedan tener otro medio de comunicación que el anormal de la ficción. La dimensión estética conserva todavía una libertad de expresión que le permite al escritor llamar a los hombres y las cosas por su nombre: nombrar lo que de otra manera es innombrable”(Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, p.262).
Introducción.Las novelas de Carmen Naranjo en el contexto de la narrativa costarricense de la segunda mitad del sigloXX
Las novelas de Carmen Naranjo que se analizan en este artículo son Los perros no ladraron(1966); Camino al mediodía (1968) y Memorias de un hombre palabra(1968). 2 En estas novelas se plantea con toda claridad la relación entre la disolución del sujeto postmoderno y el espacio en el que habita: la urbe, entendida como una sociedad industrial avanzada; por esta razón, las asumimos como novelas postmodernas 3 y urbanas. Postmodernas porque vinculan al sujeto con su propio cuestionamiento, con su propia desaparición, con su puesta en abismo y su crisis, y conciben la realidad como una construcción contingente (Valenzuela, 2016); urbanas porque sus tramas se desarrollan por completo en la ciudad, específicamente la capital de Costa Rica en la década de 1960.
Esta década marca una notable transformación en las formas de narrar predominantes en el país hasta el momento, así como también en los espacios representados y las temáticas desarrolladas. Las novelas de Naranjo Coto son una clara muestra de todos estos cambios experimentados por la narrativa producida en este país. En este sentido, conviene señalar que la mayor parte de la narrativa costarricense producida entre las últimas décadas del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX se interesó por delinear y afianzar la imagen de un ciudadano costarricense que se identificara con la idea del labriego sencillo [representado por José María “Billo” Zeledón en la letra del Himno Nacional], hombre bonachón y pacífico, que solamente hacía gala de su fiereza cuando su patria era ofendida o invadida por el extranjero, un hombre con pocas ambiciones y escasas aspiraciones, un individuo que se conformaba con poco. Durante este período, debido a la pequeñez espacial de la ciudad de San José, era muy fácil ser campesino; así pues, si un individuo vivía en San Pablo de Heredia o en La Uruca (lugares ubicados a pocos kilómetros del centro de la ciudad), podía definirse como habitante del área rural.
Ciertamente, la modernización de la ciudad de San José es un proceso que se inicia hacia la primera década del siglo XX; los profundos cambios generados por dicho proceso fueron motivo de reflexión para escritores como Joaquín García Monge (El Moto, 1900 y Las hijas del campo, 1900), Jenaro Cardona (El primo, 1905) y Carlos Gagini (El árbol enfermo, 1918). Este proceso de modernización no se detuvo y, aunque con el advenimiento de la segunda república (fundada después de la guerra civil de 1948) tomó otro camino, ya en la década de 1960 San José y sus habitantes habían experimentado grandes cambios. De todos estos cambios nuestra narrativa da cuenta de una manera espléndida; la de Carmen Naranjo lo hace de un modo particular y profundo.
El crecimiento desordenado de la ciudad de San José en las décadas de 1950, 1960 y 1970, así como la predominancia de la inversión privada y la ausencia de regulaciones estatales efectivas que permitieran planificar el desarrollo de la urbe a partir de los intereses de la mayoría y no solo de unos cuantos privilegiados, son temáticas que se desarrollan en la narrativa urbana costarricense, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX, y muy especialmente en las novelas de la escritora que aquí nos ocupa. La labor de evidenciar fracturas sociales iniciada por la generación de 1940, es continuada por los escritores de la generación urbana, algunos de los cuales, como Alberto Cañas, Julieta Pinto y Carmen Naranjo 4, militaron activamente en el Partido Liberación Nacional, que en la segunda mitad del siglo XX gobernó el país en siete ocasiones.5
En la propuesta narrativa de Carmen Naranjo resulta llamativa la aguda crítica que la autora realiza a la organización social de la época y los efectos -muchas veces nocivos- que esta genera en el individuo, y resulta llamativo precisamente porque fue su Partido, el Partido Liberación Nacional, con su ideología socialdemócrata, el que sentó las bases del nuevo proyecto de nación (con el que surgió el estado benefactor), a partir de la fundación de la segunda república en 1948 y de la promulgación de la nueva Constitución Política en 1949.
Resulta muy significativa la respuesta que Naranjo brinda a una pregunta planteada por el periodista Manuel Arias, del Semanario Universidad, cuando le consulta cuál debe ser la función social de la literatura y del arte en general: “Honesta. Creo en la literatura comprometida y de denuncia. Si la literatura no lo dice, con todo el dominio del arte, ¿quién lo va a decir? Y las grandes obras han sido siempre de denuncia” (Semanario Universidad, 2004). Vale señalar que esta postura de Naranjo resulta muy similar a la del filósofo y sociólogo Herbert Marcuse en relación con el papel de la ficción en las sociedades industriales avanzadas, incluida en el epígrafe de este trabajo.
Ahora bien, coincidimos con Álvaro Quesada cuando apunta que:
Tras esta fachada de modernización democrática, crecimiento y progreso, se experimentaban también nuevas formas de dominio, corrupción, y enajenación. (…) El crecimiento del Estado llevaba a la consolidación de un aparato burocrático que se tornaba cada vez más omnímodo, autárquico e incontrolable. (…) En el ámbito cultural la modernización, que generaba nuevas opciones sociales, culturales y educativas, se percibía también como generadora de descomposición social, enajenación, pérdida de valores e identidad. (2000, p.21)
En este contexto, Carmen Naranjo se da cuenta de que el tico promedio, contemporáneo a ella y miembro de la naciente clase media, ya no es más ese labriego sencillo cuya imagen nos habían vendido por tantos años y cuya identidad nacional e individual estaba claramente definida; el habitante de la ciudad es un individuo egoísta, complejo, consumista, enfrentado a profundos dilemas existenciales, descreído y desencantado. Sus problemas son ahora otros, muy distintos de aquellos que aquejaban a los personajes de Mamita Yunai o Juan Varela.
Carmen Naranjo la narradora se da a la tarea de repensar la ciudad y a sus habitantes, quienes se enfrentan a procesos de convivencia en el contexto de un mundo globalizado, lo cual implica repensar las nociones de ciudadano y de consumo. García Canclini opina que el consumo ha generado cambios fundamentales en la concepción de ciudadano, y muchas veces “cuando se habla de ‘globalización’, se tiende a identificarla con el proceso de globalización económica, olvidando las dimensiones política, ecológica, cultural y social” (1999, p.21). La ciudad globalizada está marcada por un proceso de tensión que se evidencia en los ámbitos económico, social y cultural; ahora bien, si a esto le agregamos el surgimiento de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, estamos ante una compleja red simbólica que, a su vez, posibilita el surgimiento de nuevas formas de convivencia y de nuevas formas de relaciones intersubjetivas entre los habitantes de la ciudad.
En relación con las transformaciones experimentadas por la capital costarricense en la segunda mitad del siglo XX, Quesada señala:
A partir de 1950 se inicia un crecimiento canceroso, desordenado y caótico, de San José y el área metropolitana, debido tanto a la inmigración incontrolable como a una “modernización” equívoca, que destruyó el patrimonio arquitectónico, desfiguró el perfil de la ciudad y desparramó a los pobladores en barrios residenciales, urbanizaciones y tugurios, que proliferaron en forma caótica, descontrolada y aleatoria por los antiguos potreros y cafetales aledaños. (…) Nuevos patrones culturales, asociados a las nuevas culturas de masas y a las clases medias y populares urbanas -cuyo estereotipo negativo sería la figura del “pachuco”- se difunden y ganan espacio en la ciudad, ante el desconcierto, la curiosidad o el disgusto de las viejas élites o los intelectuales, quienes veían modificarse vertiginosamente o desaparecer los rasgos físicos y culturales que habían caracterizado la fisonomía tradicional del país desde fines del siglo pasado. (2000, p.22)
Las novelas de Carmen Naranjo se desarrollan en esa ciudad que no es acogedora, que en cierto modo agrede al individuo y que muchas veces lo hace sumirse en la más profunda de las soledades, aunque viva en un sitio repleto de gente. Los personajes de Carmen Naranjo se desenvuelven en una ciudad moderna, una ciudad que se encaminaba hacia una globalización sin retorno.
La indiferencia como generadora de angustia en Los perros no ladraron
Para abordar esta temática dialogaremos con dos propuestas teóricas: la del filósofo y sociólogo George Simmel en relación con la experiencia del sujeto moderno que vive en una metrópoli 6, y la que realiza el psicoanalista Sigmund Freud en relación con lo que significa para el sujeto vivir en sociedad y someterse a los mandatos de la cultura 7.
En Los perros no ladraron la primera muestra de la indiferencia se halla en el hecho de que el narrador es un personaje cuyo nombre nunca se le revela al lector, es decir, se trata de un varón de mediana edad, burócrata, padre de familia y esposo, amante de una joven e ilusionada dependienta de tienda. Este hombre desea mantener su anonimato ante el lector y por eso nunca nos revela su identidad; de hecho, tampoco se mencionan los nombres de los demás personajes, excepto el de la señorita Ortiz, secretaria del protagonista, y el de Quesada, el compañero de trabajo del protagonista que decide suicidarse al ser degradado de puesto.
Sin embargo, el protagonista se presenta como un individuo que vive una profunda crisis existencial porque, a pesar de ser un funcionario obediente y sumiso a los mandatos de su jefe, es una persona sensible y con una perspectiva crítica de su realidad y de la sociedad en la que vive. Este hombre se rehúsa a que el sistema lo denigre o lo borre -como le ocurre a Quesada-, pero no posee las fuerzas suficientes para oponerse rotundamente a aquello que le resulta arbitrario e inhumano. Una pequeña muestra de la resistencia de este hombre es la crítica que plantea ante la pérdida de intimidad que sufre el sujeto que vive en la ciudad, a propósito del hacinamiento al que se enfrenta cada día en el autobús que lo lleva al trabajo: “-Parece que la vida nos convierte en seres públicos y no hay intimidad en ninguna parte. -La intimidad no existe. Es algo figurado. Creemos que tenemos intimidad en nuestras casas y eso es falso”(1966, p.33).
En este sentido, Simmel plantea:
Los problemas más profundos de la vida moderna se derivan de la demanda que antepone el individuo, con el fin de preservar la autonomía e individualidad de su existencia, frente a las avasalladoras fuerzas sociales que comprenden tanto la herencia histórica, la cultura externa, como la técnica de la vida (…) Sea como fuere, en todas las posiciones que se han mencionado hasta ahora encontramos una misma preocupación básica: el que la persona se resista a ser suprimida y destruida en su individualidad por cualquier razón social, política o tecnológica. (1903, p.1)
Al inicio del texto, el narrador protagonista señala que siente la necesidad de escribir una novela para hacer catarsis, para desahogarse al menos un poco, pues él es un sujeto angustiado por muchas cosas que lo rodean. Desde las primeras páginas también se deja bien claro que el protagonista vive en una ciudad que está en contacto con el resto del mundo, una ciudad que se halla en la ruta de la globalización; para indicarnos esto, se introducen intertextos periodísticos (noticias de la radio sobre grandes urbes como New York y Madrid) que nos permiten ubicarnos en la actualidad mundial. Inmediatamente el protagonista nos aclara su posición al respecto, pues reflexiona acerca del bombardeo de noticias al que están sometidos los ciudadanos como él y plantea que, en su opinión, esta excesiva cantidad de información resulta inútil para el sujeto, que, al fin y al cabo, se halla anclado a un espacio concreto y local.
También es relevante que desde el inicio de la novela el protagonista se refiera, desde una perspectiva crítica, a diversas problemáticas sociales características de las urbes y de quienes las habitan, tales como: el transporte público citadino como ejemplo de deshumanización; los rateros que amenazan la seguridad de los ciudadanos; la modernización en las oficinas y la supuesta simplificación que acarrea; las promesas electorales para mejorar los males del país (en particular de la ciudad), las cuales nunca se cumplen porque los gobernantes son cobardes y demagogos, entre otras.
Este personaje que construye Naranjo es un individuo que experimenta en carne propia el choque entre el espíritu subjetivo y el espíritu objetivo, para plantearlo en términos simmelianos, es decir, el choque entre sus deseos como sujeto y las normas que la sociedad le exige para aceptarlo como ciudadano, para plantearlo en términos freudianos. Al respecto, Simmel señala:
La razón más profunda por la que una metrópoli llega a promover el impulso hacia la más individual de las existencias personales parece ser -sin importar si estas son exitosas o están justificadas- la siguiente: el desarrollo de la cultura moderna se caracteriza por la preponderancia de lo que podríamos denominar el “espíritu objetivo” sobre el “espíritu subjetivo”. Esto es, se incorpora una suma de espíritu en los distintos niveles: en el lenguaje, el derecho, la tecnología de la producción, el arte, la ciencia y en los objetos mismos del ámbito doméstico. En su desarrollo intelectual el individuo sigue el crecimiento de este espíritu de manera muy imperfecta y a una distancia cada vez mayor. (1903, p.9)
Por su parte, Freud agrega:
La vida humana en común solo se torna posible cuando llega a reunirse una mayoría más poderosa que cada uno de los individuos y que se mantenga unida frente a cualquiera de éstos. El poderío de tal comunidad se enfrenta entonces, como «Derecho», con el poderío del individuo, que se tacha de «fuerza bruta». Esta substitución del poderío individual por el de la comunidad representa el paso decisivo hacia la cultura. Su carácter esencial reside en que los miembros de la comunidad restringen sus posibilidades de satisfacción, mientras que el individuo aislado no reconocía semejantes restricciones. [...] El resultado final ha de ser el establecimiento de un derecho al que todos hayan contribuido con el sacrificio de sus instintos, y que no deje a ninguno a merced de la fuerza bruta.(1985, p.58)
En la novela de Naranjo este malestar generado por la sociedad y la cultura urbanas se evidencia con toda claridad en la angustia existencial que experimentan varios personajes; así por ejemplo, en la conversación que sostiene el protagonista con uno de sus amigos mientras toman un café, en una mañana lluviosa y gris, el narrador plantea que se siente angustiado, el amigo le replica que seguramente se trata de una depresión, pero él le responde lo siguiente:
No creo que sea así, tan fácil, lo mío. Siento algo aquí adentro que me ahoga. Es una inquietud que me hace moverme, sin encontrar qué la calme. Como mal, trabajo pésimo, no duermo. Necesito estar en movimiento, hacer algo. Termino por no hacer nada, en esta intranquilidad. (1966, p.47)
Ambos personajes están angustiados y sienten que no han logrado ser nadie importante ni hacer nada importante en la vida. Los agobian las obligaciones y las rutinas cotidianas a las que se ven sometidos. La certeza de la muerte los angustia. La burocracia los agota. En este sentido, Freud señala que el sujeto exige de la vida la felicidad y lograr mantenerla, pero en contraposición a ello también experimenta situaciones de sufrimiento que impiden su propósito. Las principales acciones de displacer se sintetizan en tres fuentes: el miedo a la muerte, el miedo a la amenaza del mundo exterior (naturaleza) y el temor a las relaciones sociales.
Estos personajes de Naranjo, empleados públicos que tienen bajos salarios y cuyas vidas están repletas de limitaciones económicas, plantean una fuerte crítica al sistema que enajena al buen empleado, así como a los empleados corruptos que caen en la tentación de tener más ingresos, aunque sea de manera ilegal y antiética.
El narrador protagonista se queja de su trabajo de oficina con su compañero y le señala:
¡Si tuvieras las obligaciones mías y de feria este trabajo cada día más insoportable! Hay que ser muy hombre para aguantar todo lo que aguanto. Te juro que preferiría tener un pedazo de tierra y sembrarlo, sin zapatos, sin saber leer, con las manos callosas, con una mujer maloliente y con una marimba de hijos sin dientes. (1966, p.81)
Otro elemento sumamente relevante que se plantea en esta novela es la indiferenciación del ser humano citadino, es decir, la objetivación del individuo por parte de una sociedad capitalista basada por completo en el intercambio de bienes y servicios, en la cual lo que importa es ser productivo (o al menos parecer que se es productivo); en palabras de Simmel, “La metrópoli siempre ha sido la sede de la economía monetaria”(1903, p.2).
En Los perros no ladraron el personaje que mejor representa este proceso de indiferenciación u objetivación es Quesada, el empleado degradado por el director-jefe; así, cuando Quesada considera la posibilidad de quejarse ante la Junta Directiva de la institución por el descenso sufrido, el protagonista trata de disuadirlo diciéndole: “¿No ves que sos un hombre solo, a la deriva, en un mundo de intercambio de intereses? Vos no existís como persona en este ambiente. Sólo sos un nombre, que nunca recuerdan y que se puede cambiar por otro” (Naranjo, 1966, p.112).
Simmel describe este proceso con toda claridad y lo plantea de la siguiente manera:
Todas las relaciones emocionales íntimas entre las personas están fundadas en la individualidad, mientras que en las relaciones racionales el hombre es equiparable con los números, como un elemento, indiferente en sí mismo. Sólo los logros objetivamente medibles resultan de interés. (…) La mente moderna se ha vuelto cada vez más calculadora. (1903, p.3)
Para la institución ficticia que nos presenta Naranjo, Quesada es un hombre inútil, una suerte de desecho que debe ser relegado para que no estorbe; sin embargo, este hombre le ha entregado sus mejores años a la institución y ahora no sabe muy bien qué hacer con su vida, es decir, él siente que su existencia ha perdido sentido, pues su vida laboral está llegando al final. Incluso, está seguro de que para su familia él vale más muerto que vivo (gracias a las pólizas que podrían cobrar si él muere, aunque no si se suicida). Esta reflexión acrecienta la tragedia de Quesada, puesto que, en toda sociedad patriarcal, dos de los roles fundamentales asignados al varón son el de protector y el de proveedor, y este personaje siente que está fallando en ambos casos, tanto así que opina que sería un mejor proveedor si estuviera muerto.
Al respecto, Quesada señala: “Yo ya no soy nada. Soy apenas la protección que doy a mi familia. Y esa protección nace de aquí, del trabajo” (Naranjo, 1966, p.120). Quesada, y también el narrador protagonista -aunque en menor medida-, ha sucumbido por completo a la aplastante fuerza de la cultura objetiva y esto lo hace cuestionarse su propia subjetividad y su propia existencia, tanto así que finalmente toma la decisión de acabar con su vida. En palabras de Simmel:
(…) el individuo tiene una capacidad cada vez menor de enfrentarse con el supercrecimiento de la cultura objetiva; se ve reducido a una cantidad insignificante, tal vez menor en su propia conciencia que en su práctica social y que en la totalidad de esos oscuros estados emocionales que se deriva de dicha práctica. El individuo se ha convertido en un simple engranaje de una enorme organización de poderes y cosas que le arrebata de las manos todo progreso, espiritualidad y valor para transformarlos a partir de su forma subjetiva en una forma de vida puramente objetiva. Sólo es necesario apuntar que la metrópoli es la arena genuina de esta cultura que trasciende toda vida personal. (1903, p.9)
Cuando Quesada se le tira a un camión para suicidarse, el protagonista siente una gran pena por su compañero, mientras que el jefe siente un poco de culpa y lo único que le interesa es librarse de ella, así como evitar que los sindicatos o los periodistas lo relacionen con este acto de Quesada.
El jefe envía al protagonista al hospital al que llevan a Quesada luego del “accidente”, con una misión precisa: asegurarse de que nadie sospeche que la acción de Quesada se debe a su desesperada situación laboral y a los maltratos que él (el jefe) le ha infringido. Cuando está a la espera de que Quesada salga de la sala de operaciones, el narrador protagonista reflexiona sobre la vida y la muerte con las vecinas de Quesada y comenta lo siguiente con la sobrina de este:
(…) todos estamos un poco cuerdos y (…) allí reside el problema de la convivencia humana. En la sociedad no se nos acepta si no tenemos un adjetivo que nos acompañe. Un adjetivo lógico que nos preceda. Para los mejores, para los menos cuerdos, eso puede ser simplemente un oficio. Entonces yo soy un oficinista. Con los más cuerdos necesito más de un adjetivo lógico y me atrapan hasta la sangre para encontrarlos. (Naranjo, 1966, p.296)
Esta necesidad de etiquetar a los individuos para clasificarlos según su posición social y sus logros angustia al protagonista, pues se sabe cosificado y atrapado en un sistema que no brinda posibilidades de escape; en este sentido, señala: “Cada día tengo la seguridad de que lo que suena no vale. En el ruido de las calles, no hay vida. (…) En nada de eso hay una gota de humanidad, de sentido profundo de vivir (…)” (Naranjo, 1966, p.331)
El jefe es el personaje que mejor representa la actitud indiferente (‘blasée’) de la que habla Simmel y esto se evidencia con toda claridad cuando se desarrolla en la novela la historia de Quesada y su trágico final; sin embargo, la mayoría de los compañeros de trabajo no se inmutan por la situación de este hombre. Únicamente el narrador protagonista muestra su preocupación por lo que le ocurre a Quesada y así se lo hace saber tanto a su secretaria como al jefe. Este último opina que Quesada es un hombre mediocre que permite que los genios brillen:
Quesada es el típico hombre piso, que permite que los hombres especiales reinen en el mundo y que los hombres miserables estén por siempre en los sótanos (…) Vienen a sostener las tradiciones del hombre, sus costumbres, la organización de sus categorías y sus oficios. Son los pilares de este mundo, porque tienen buenas espaldas, aun cuando no son buenas cabezas ni mucho menos personas sensibles (Naranjo, 1966, p.321)
El jefe valora a Quesada en términos de su utilidad, del mismo modo en que se puede valorar una calle, un parque, un cine o un edificio en una ciudad; lo ve como parte de la plataforma del mundo. En este sentido, Simmel plantea que la actitud indiferente que asumen muchos habitantes de las ciudades los hace insensibles para diferenciar un objeto de un sujeto, pues lo que se impone es el valor de cambio de personas y de cosas: “Tal vez no existe otro fenómeno psíquico que sea tan incondicionalmente exclusivo a la metrópoli como la actitud indiferente (blasée)” (1903, p.4).
Para el jefe, en el extremo opuesto del hombre plataforma están los hombres superiores y los define de la siguiente manera:
(…) [son] los que viven en las superficies de las ciudades, utilizan las ciudades, pero viven lejos de ellas. Escogen las montañas o las laderas, pero siempre un poco aparte. O construyen casas especiales, con jardines y murallas que aíslen. No comparten las cosas de la masa. Son más refinados, en una palabra (…) [son] las personas con grandes capitales, los altos ejecutivos, los creadores en los diferentes campos, claro los que son verdaderos creadores y se distinguen (…) [Los que viven en el subterráneo son] los que viven marginalmente, tan apegados al concepto de la existencia por la existencia en sí, que no pueden ver más allá de ella. Están todo el día a la caza de las migajas que les tiran la clase alta y la media. (1966, p.322)
Ante estas afirmaciones del jefe, el narrador protagonista reacciona, dejando de lado su característica sumisión y su obediencia; así, empleando un tono irónico que el jefe capta de inmediato, le responde de seguido: “En cierta forma [los marginados], viven como la clase alta. Se apartan un poco de la ciudad y construyen su propio mundo. La diferencia está en que unos usan el mármol y otros las latas y pedazos de madera” (1966, p.323). Claramente el jefe no comparte la opinión del protagonista y plantea que los hombres de vida plena, los que de verdad buscan trascender, son capaces de apartar el brillo de las ciudades para buscar su dimensión especial; mientras que los pobres diablos solo buscan un refugio por el refugio en sí.
En este contexto, es relevante señalar que el protagonista posee una clara consciencia de pertenecer a la categoría de los hombres plataforma, es decir, a la masa; sin embargo, se siente orgulloso de ello y considera que es justamente esta posición la que le permite tener la sensibilidad para apreciar el “verdadero valor” de las cosas y de las personas: “Yo, que pertenezco a la plataforma, tengo por lo menos la cualidad de poder apreciar las cosas como son (…) Casi le diría [le replica el jefe] que usted pertenece a la plataforma por su falta de ambición” (1966, p.323).
La posición del jefe coincide bastante con lo que Simmel define como “la reserva” característica de los urbanitas, la cual se halla ligada a la actitud indiferente (blasée), definida líneas arriba. Para este autor, dicha reserva constituye una suerte de escudo protector ante la otredad que el citadino aprende a construir para sobrevivir en la metrópoli: “Es esta reserva la que nos hace fríos y descorazonados a los ojos de los habitantes de pequeñas ciudades. (…) el núcleo de esta reserva externa no es solo indiferencia, sino (…) que contiene una ligera omisión, un rechazo y extrañeza mutuos” (1903, p.5).
Esta actitud reservada e indiferente ante el otro descrita por Simmel contrasta notablemente con el mandamiento judeo-cristiano de amar al prójimo como a sí mismo, pues, según explica Freud, la primitiva naturaleza humana se opone a este mandato de amar al otro como a uno mismo, es decir, el impulso vital lleva al sujeto a destruir al otro para asegurarse su propia sobrevivencia; por eso la cultura, con toda su normatividad, se torna indispensable para que exista la vida en sociedad. Al respecto, Freud señala:
La cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barrera a las tendencias agresivas del individuo, para dominar sus manifestaciones mediante formaciones reactivas psíquicas. De ahí, pues, ese despliegue de métodos destinados a que los seres humanos se identifiquen y entablen vínculos amorosos coartados en su fin; de ahí las restricciones de la vida sexual, y de ahí también el precepto ideal de amar al prójimo como a sí mismo, precepto que efectivamente se justifica, porque ningún otro es, como él, tan contrario y antagónico a la primitiva naturaleza humana. (1985, p.77)
Se trata, pues, de vencer el extrañamiento respecto del “otro”, vencer su propio extrañamiento para no sentirse ajeno, apropiarse de lo ajeno para ser uno más, para vencer la soledad, para sobrevivir. En este sentido, el narrador protagonista le dice lo siguiente a Quesada cuando este le manifiesta su angustia existencial: “Es bueno observar la gente y no sentirse único en el mundo. (…) falta ver al hombre, al niño, a la mujer. Adivinar angustias en sus caras, ver la huella de la vida, saber que no llevamos solos el peso de vivir” (1966, p.122).
Otro de los personajes con los que dialoga el protagonista es un periodista venido a menos, descrito como un hombre alcohólico, obeso e irresponsable, pero con una gran capacidad de reflexión sobre la naturaleza humana y sus debilidades. Una de las reflexiones del periodista tiene que ver con el afán del ser humano de saberlo todo, de ser posible, de primera mano, es decir, ver las cosas con nuestros propios ojos; al respecto, el periodista dice:
El afán de las noticias no está en el periódico, está en el hombre que quiere saberlo todo. En esa voz rotunda que dice: ‘Es cierto, yo mismo lo leí’ (…) La primera cosa que debe aprender un periodista, es a reírse por dentro de la humanidad. A reírse en silencio sin que un músculo de la cara se le mueva. Y a que esa burla de las flaquezas ajenas, no le arruine su propia vida. (1966, p.174)
Para el periodista, la mayoría de personas posee un gran afán de figurar y de que les reconozcan su valía; esto implica pasar por encima del otro, “atropellarlo”, no amar al prójimo como a mí mismo porque yo soy más importante y más valioso. El periodista es un hombre desilusionado de la vida, de los otros y de él mismo; le confiesa al narrador protagonista cómo él tuvo que dejar de lado sus propios deseos para ceder a las normas sociales que lo domesticaron, es decir, tuvo que ceder a los mandatos culturales para que la sociedad lo aceptara. Por eso está muy orgulloso de su hijo menor, quien tuvo el valor de fugarse de la casa paterna y fue capaz de salirse de los moldes establecidos, de cuestionar el statu quo; en contraste, se refiere a él mismo de la siguiente manera:
Siempre he sido un cobarde, porque me metí dentro del rebaño, a que me guiaran con la manada. No servía para otra cosa. Entonces comprendí que tenía que asimilar las rejas dentro de las que me había encerrado. La palabrería del concepto familiar, del respeto mutuo, del sagrado sacramento del matrimonio, de la patria, del buen hijo, del buen amigo. Y me quedé como una torta aplastada, sin más gracia que mis borracheras. (1966, p.180)
En relación con este proceso de “domesticación” experimentado por el sujeto para adaptarse a lo esperado por la sociedad, Freud señala:
[la agresión] es introyectada, internalizada, devuelta en realidad al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporándose a una parte de éste, que en calidad de super-yo se opone a la parte restante, y asumiendo la función de «conciencia», despliega frente al yo la misma dura agresividad que el yo, de buen grado, habría satisfecho en individuos extraños. La tensión creada entre el severo super-yo y el yo subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. Por consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo debilitándolo, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la ciudad conquistada. (1985, p.97)
La novela ofrece varios ejemplos más de situaciones que ponen al individuo en la posición de renunciar a sus propios deseos para integrarse y para ser aceptado; es evidente que Naranjo realiza una fuerte crítica a la sociedad capitalista mercantilizada, en la cual el poder adquisitivo de las personas permite etiquetarlas y clasificarlas dentro de la jerarquía social: el que más posee se halla en lo alto y quien menos posee se ubica en lo más bajo. Además, la sociedad obliga al sujeto a mostrar lo que tiene, a ostentar, pues el éxito se mide con base en lo que se ha conseguido, materialmente hablando.
Uno de esos ejemplos es el diálogo que el narrador protagonista sostiene cuando se encuentra con Secundino, un amigo que tiene un negocio propio. Se encontraron en la calle mientras el hombre conducía su vehículo y el protagonista iba a pie; se ofrece a acercarlo a su destino y este acepta, entonces el hombre trata de convencerlo de que se compre un carro para no tener que usar el autobús. Argumenta que en el carro es libre, si el tránsito se lo permite, pero el protagonista le contesta: “Se es libre caminando, en esta automática conexión de los zapatos. En la propia ciudad se avanza más rápido a pie que en carro” (1966, p.202).
Esta respuesta del protagonista implica un pequeño gesto de rebeldía por su parte, es decir, aunque él sepa que poseer un vehículo lo haría subir en la jerarquía social y ser visto por los otros como un hombre más exitoso, se niega a comprarlo y plantea que él se siente libre mientras camina, pero los lectores también sabemos que su situación económica no le permitiría comprarse un vehículo, aunque así lo quisiera.
Secundino también le habla al protagonista del riesgo que implica tener un negocio propio; este hombre se siente orgulloso de sí mismo porque se considera una persona valiente y osada que, a diferencia del protagonista, no se ha conformado con un salario mediocre:
(…) el hombre ha perdido el espíritu de lucha. Quiere ganar dinero y progresar, sin riesgo alguno. Todos tiran a lo seguro y se acomodan rápidamente en cualquier puestecito que se les ofrece. Después empiezan los problemas, con las frustraciones y las neurosis. El hombre que ha escogido el camino fácil y seguro, empieza a sentirse encerrado, desgastado inútilmente. (1966, p.203-204)
Este pequeño empresario está convencido de que lo importante es tener bastante dinero en la cuenta bancaria, ese es el mayor aliciente, el mayor poder y el mayor prestigio, pero el protagonista, que piensa diferente, de nuevo está en desacuerdo y señala: “No busco entrar en el gastado tema de si todo se puede comprar o no (…) creo que lo importante en la vida es saber a ciencia cierta, qué se quiere y por qué se vive” (1966, p.205).
Es claro el contraste entre las visiones de mundo de estos dos personajes, pues mientras Secundino ha internalizado por completo la lógica capitalista mercantilista, el protagonista se resiste a ello, pero se ve obligado a conservar su trabajo a como dé lugar, pues el sustento de su familia depende de él.
En este sentido, resulta relevante y significativo el reclamo que la esposa le hace al protagonista por no pararle los pies al jefe tirano, por no ser lo suficientemente “hombre”, por ser un cobarde, a lo que él le responde: “(…) no tenés ni siquiera una idea de lo que se tiene que aguantar en un trabajo (…) Lo peor es callar; negarme siquiera el derecho de ser alguien, arrinconarme hasta el punto donde nadie me toque… no la dignidad, sino el puesto” (1966, p.216). A lo que la esposa le responde: “(…) ¿Dignidad? No hay más dignidad que la de sostenerse para no deber a nadie, para comer” (1966, p.216).
La esposa del protagonista es una mujer que se siente insatisfecha en todo sentido: sexualmente (la pareja tiene poco sexo); económicamente (el dinero que el marido aporta es insuficiente), y corporalmente (se siente fea, gorda y fofa). En relación con esto último, el protagonista le dice que él la ve bonita, pero ella piensa que solo le dice eso por lástima, y entonces entablan el siguiente diálogo que resulta importante reproducir aquí para efectos del análisis planteado:
_No soy yo el que siempre te da lástima por ser tan iluso, tan flojo para el trabajo, tan simple en mis cosas.
_No es exactamente lástima. Es cólera, cólera sana por tu falta de hombría, por la necesidad que tengo de aguijonearte siempre, de chucearte como a los bueyes, que su única ambición es encontrar la puerta por donde salirse definitivamente de las responsabilidades.
_Como una bestia dócil, que es lo que he sido. Un aguantador insigne de tu amargura, de tu falta de conformidad.
_ ¿Amargura? ¿Disconformidad? ¿Sabés vos acaso lo que es vivir esperando un signo de tu hombría? ¿Sabés lo que es luchar día a día y asumir todos los papeles feos y tristes de la vida? Que la ropa, que la comida, que los hijos, que el esposo lleno de debilidades, que esta vida aburrida de aguantar y de luchar hora tras hora.
_Y yo, ¿qué estoy haciendo? (…) Estoy en la trinchera, fusil en mano, dispuesto a vender mi conciencia todos los días por un infeliz sueldo al mes para cambiarlo por comida, ropa, tranquilidad momentánea. (1966, p.223-224)
Ambos personajes, el narrador protagonista y su esposa, son personas insatisfechas con la vida que llevan; los roles de género que la sociedad les ha asignado son fuente de amargura y disconformidad. Ella no desea ser solo madre, esposa y ama de casa, y él se rehúsa a pagar el alto precio que debe pagar por seguir siendo el proveedor (y mal proveedor) de la familia.
Es fundamental señalar que esta novela de Naranjo es un texto polifónico, en el sentido de que los lectores podemos identificar distintas voces; la instancia autoral procura hacerse a un lado y les da voz tanto a hombres como a mujeres 8para que planteen su punto de vista, sus anhelos e insatisfacciones, pero claramente mantiene su postura crítica ante una sociedad cada vez más mercantilizada y deshumanizada.
Las relaciones intersubjetivas que se representan en esta novela obedecen al mandato social de agruparse para sobrevivir, es decir, la convivencia es obligada, pero muchas de estas relaciones resultan disfuncionales y producen en el individuo dolor, angustia e insatisfacción. En el caso del narrador protagonista, sus vínculos libidinosos resultan complejos, pues, como la relación marital es poco satisfactoria, él decide buscar en otra mujer y en otra relación las sensaciones placenteras que en su matrimonio ya no encuentra; por lo tanto, se hace de una amante que lo complace sexualmente, lo mima, lo escucha y lo comprende. Cuando están solos en la casa de ella, el protagonista le hace a su amante la siguiente confesión:
(…) Ya hace mucho tiempo que la vida se me hizo una cuesta dura de subir. Busqué fuerzas sobrehumanas para poder llegar arriba, pero las voces de los que estaban sentados en el camino me decían que nunca podría llegar. Los músculos fueron sudando poco a poco su propia derrota, me empecé a cansar. La debilidad comenzó, una sensación de impotencia que me impedía dar un paso, las voces coreaban arrullándome. Al fin me senté, había comprendido que la mejor solución era morir o sentirse moribundo, quedarme al margen del camino como espectador silencioso, con las manos cogidas una con otra, matando las fuerzas interiores que pedían exigentes caminar y llegar a la cumbre.(1966, p.395-396)
El protagonista le explica a su amante que, en medio de su desolación y de su sentimiento de derrota, ella le permite ver el mundo con otra luz, desde otra perspectiva, más optimista y mejor; por eso disfruta tanto de su compañía y por eso los ratos que pasan juntos en su nidito de amor (que es la casa de ella) son como un bálsamo para sus dolorosas heridas. En este espacio no hay reclamos ni exigencias ni gritos, únicamente buen sexo, amor y comprensión, pero todo el panorama cambia abruptamente cuando la amante le anuncia al protagonista que está esperando un hijo de él. El hombre se desconcierta y piensa que “esto” vendrá a complicarlo todo entre ellos, pero finalmente parece aceptar la situación.
Después de recibir esta noticia, el protagonista se va para un bar a ahogar sus penas en licor y ahí se encuentra con dos “amigos”: el periodista alcohólico y Fernando (el que siempre se quiere ir sin pagar lo que consumió); los tres están deprimidos, cada uno por diferentes razones, y Fernando dice: “Este mundo es una porquería. Por eso existe la lluvia, para lavar la ciudad y que la gente no se ahogue con los horribles olores que viven en las calles. Lástima que no llueva también sobre las almas” (1966, p.407-408). Este personaje establece una clara relación entre la ciudad y el malestar que él y sus amigos experimentan, perspectiva que se deja entrever desde el inicio de la novela.
El protagonista no quiere ser padre de ese hijo, le preocupa su condición (familiar, económica y personal) y el hecho de no poder afrontar la paternidad debidamente, piensa que este será un hijo de la lástima: “¿Cómo podré besar la frente de mi hijo? (…) ¿Qué le diré de lo que soy? Un pobre infeliz que le vendió de gratis el alma al diablo” (1966, p.425).
Hacia el final de la novela, el narrador toma un taxi después de la larga noche de bebida que ha tenido y comienza a hablar con el taxista sobre la paternidad; le pregunta si no le da miedo que los hijos le vean las cicatrices y el taxista, que lo interpreta de manera literal, le dice que él solo tiene una en la pierna y que sus hijos nunca se la han visto, a lo que el protagonista le contesta:
Y las cicatrices de adentro, las del alma, que no se pueden esconder a los ojos propios (…) Las cicatrices de pensar y sentir como humano y de actuar y vivir como autómata. Mi hijo las verá y sentirá un odio terrible por su padre débil y flácido. Pobre hijo. Nacerá con pañales de vergüenza. ¿Cómo se llamará? No quiero que lleve mi nombre, sería como un estigma para el pobre muchacho. (1966, p.439-440)
Esta reflexión/autoconfesión que realiza el personaje resume con toda claridad y contundencia la encrucijada en la que se halla este individuo, pues se debate entre el mandato de desempeñar adecuadamente los roles de preñador, proveedor y protector (los tres mandatos de la masculinidad hegemónica), lo cual lo obliga a renunciar a su perspectiva crítica del mundo y a mostrarse como un funcionario público sumiso y obediente (características que, en la sociedad patriarcal, por lo general se le exigen a las mujeres), y el deseo de ejercer su libre albedrío, de hacer con su vida lo que “le dé la gana”.
Finalmente, cuando el protagonista llega a su casa borracho y la esposa lo espera muy enojada, él le cuenta varias mentiras para excusarse y le dice lo siguiente:
(…) en realidad quisiera morir. (…) Morir sin el hijo que me asusta… sin el corazón del viejo que no alcanzo… sin la plataforma de mis espaldas… Morir en este silencio de mi propia voz… Morir sin la congoja trágica de Quesada… sin aguantar más los malos genios de Dios… ¡Qué dulce sería morir así!... sin que los perros ladren… (1966, p.456-457).
Para este sujeto, morir “sin que los perros ladren” significa morir en medio de la más completa indiferencia (ni siquiera los perros ladraron al verlo pasar), aun a pesar de vivir en una ciudad repleta de gente 9. Este vehemente deseo de morir implica la aceptación de su derrota ante el sistema; su derrota como ser humano, como hombre, como padre, como esposo, como amante, como amigo e incluso como funcionario. Debido a que el final de la novela es abierto, no sabemos qué decisión toma el protagonista, pero sí queda planteada con toda claridad su angustia existencial y su sentimiento de soledad, a pesar de habitar en la ciudad.
La invisibilización del sujeto-ciudadano en las novelas Camino a medio día y Memorias de un hombre palabra
El tema fundamental sobre el que discurre Camino a mediodía es la crisis identitaria experimentada por Eduardo Campos Argüello, un hombre que reconstruye su vida ante el lector, sin saber (no lo sabe él ni lo sabemos nosotros al inicio del relato) que su lugar de enunciación es un lugar imposible, pues cuando Eduardo comienza su relato ya está muerto. Esta reconstrucción realizada por el personaje le permite a él, en tanto que sujeto ficcional, plantearse cuestiones ontológicas de gran peso, que no logró resolver a lo largo de toda su vida. La principal de estas cuestiones es: ¿quién soy yo y por qué parezco ser invisible ante los otros?, interrogantes que nos remiten inmediatamente al problema de la identidad de este sujeto.
En el nivel estructural, la novela presenta un narrador omnisciente cuyo relato es constantemente interrumpido por las intervenciones de Eduardo (narrador protagonista en primera persona); las de tres empleados del banco en el que este trabajaba (narradores testigo que brindan sus opiniones sobre diversos temas, en especial sobre la vida y obras del difunto), quienes se encuentran realizando un viaje en automóvil de San José a Cartago para asistir al entierro de Eduardo, y algunas otras. Estas intervenciones aparecen entrecomilladas, con lo cual el lector puede identificar con facilidad el cambio de narrador.
La trama se desarrolla en la ciudad de San José, en un momento histórico contemporáneo al de la publicación de la novela, es decir, la década de 1960, época de importantes transformaciones sociales, económicas y culturales para el país como un todo y para su capital en particular. Tales transformaciones inciden directamente en la vida de los personajes de esta novela, que nos acerca con detalle a los conflictos existenciales del protagonista.
Desde las primeras páginas de la novela se introduce la problemática de la invisibilidad del protagonista: “Hay días en que uno es invisible. Hoy me siento así, no he logrado que nadie me ponga atención. (…) En este mundo tan pequeño, tan corriente, tan el mismo siempre, es muy fácil dejarse de ver” (1968, p.11).
Este sujeto ficcional se siente ignorado por los otros, pero no logra percatarse de que esos otros no pueden verlo porque su cuerpo ya no existe debido a que él tomó la decisión de quitarse la vida pegándose un tiro en la cabeza. Así pues, Naranjo introduce en la trama de esta novela un motivo propio de la literatura fantástica (gótica): el fantasma, el muerto parlante que se resiste a abandonar el mundo de los vivos porque tiene asuntos pendientes de resolver:
Quizás esa sensación de sentirme invisible, me ha roto algo por dentro. Algo que no me deja coordinar los pensamientos, unir las imágenes con la realidad. Y eso viene desde ayer. Recuerdo muy bien que tomé el carro y los vehículos se me tiraban encima, sin consideración alguna, como si no me vieran. Luego pasé al lado de tanta gente conocida y no encontré respuesta a mis saludos. Estuve en mi propia casa y nadie lo notó. (1968, p.21)
Esta sensación de ser invisible experimentada por Eduardo no se debe únicamente a que él está muerto y por eso los otros no lo pueden ver, sino que se halla muy arraigada en la subjetividad de este hombre y se relaciona con diversos conflictos afectivos no resueltos: las relaciones con la familia nuclear, las relaciones de pareja (Aurora, la mujer de la que Eduardo se enamora en su juventud y que muere inesperada y tempranamente; el matrimonio con Sara, la mujer correcta pero no deseada; las relaciones extramatrimoniales con prostitutas, con la mujer que le da un hijo y con Cecilia, la esposa de su mejor amigo), y las relaciones con los amigos (en particular con Rómulo Calleja, su mejor amigo), entre otras.
En palabras de Eduardo:
Nadie me tomó en cuenta, estaba definitivamente invisible, esa sensación tantas veces repetida. La primera vez fue en la casa de don Ismael. (…) Caminé por toda la casa sin que me notaran. Me sentí como los jarrones de las mesas, todos los días en su sitio sin que nadie los mire ni los note (…) No me vieron, no me podían ver porque estaba invisible. Esa invisibilidad de tantos días, de tantas horas, exactamente como las cosas que están ahí y no vemos. (1968, p.20-21)
Ahora bien, la invisibilidad de Eduardo no es la única que hallamos en la novela, pues también encontramos otros personajes invisibilizados por el Eduardo ambicioso, exitoso y materialista: Sara, la esposa del protagonista, que es percibida por él como un mueble más de la lujosa casa en la que viven, y Rómulo Calleja, su mejor amigo, un hombre leal a Campos, callado, sumiso y cornudo (Cecilia, su esposa, tiene una relación amorosa con Eduardo), un hombre que presenta una masculinidad subordinada, pues no se ajusta plenamente al rol de hombre dominador y exitoso.
Por la socialización que recibe, y por el hecho mismo de ser un sujeto que vive dentro de la cultura, Eduardo se enfrenta desde muy joven a un dilema al que se enfrentan todos los seres humanos: dar rienda suelta a sus afectos y a sus sentimientos o reprimirlos para acoplarse a la norma social establecida y encajar en el modelo adecuado. En el caso de Eduardo, ese modelo es el de la masculinidad hegemónica 10 definido por la heteronorma e implica, entre otras cosas, ser exitoso en todos los ámbitos de la vida (adinerado, inteligente, fuerte, viril, filántropo, carismático, proveedor, preñador). En este sentido, la psicóloga Emma Ruiz plantea que una de las especificidades del desarrollo humano se manifiesta:
en la necesidad de amor y el deseo de formas de encuentro con los otros a través de la vida, y en un permanente conflicto entre la búsqueda de satisfacción de impulsos a través de esos otros y la constricción que exige la cultura como condición de ofrecer la protección de la vida en sociedad. (…) La subjetividad se gesta y se manifiesta en gran parte desde el inconsciente y no es una solución única y definitiva, sino la compleja expresión de cada humano en su encuentro con la cultura, que se transforma permanentemente a través de la experiencia en la vida y en la interacción con otros. (2012, p.151)
Eduardo siempre fue invisible para él mismo, pero no fue sino hasta el mismo día de su entierro cuando se dio cuenta de quién era, por eso se dice a sí mismo, le dice a su cadáver, que se ha dado cuenta muy tarde. Esta invisibilidad estuvo siempre acompañada de una profunda nostalgia y del dolor que experimentaba Eduardo al vivir su vida de supuesto hombre exitoso, de estar siempre en la búsqueda del amor verdadero (de sus padres, de sus hermanos, de sus parejas), sin hallarlo nunca.
El miedo que siente Eduardo ante la posibilidad de ser un hombre diferente, alejado de ese modelo socialmente impuesto, es tan grande que lo paraliza y lo convierte en un individuo incapaz de amar. Ese miedo fue adquirido por Eduardo desde su niñez, mientras vivía en la casa paterna ubicada en Cartago (ciudad asociada a valores muy conservadores), lo cual resulta muy revelador para entender la subjetividad de Eduardo, pues nos permite comprender que fue educado para reprimir sus sentimientos y esto lo conduce a ser alguien ajeno a sí mismo. Ese miedo lo percibe y experimenta con toda claridad Cecilia, la amante de Eduardo y esposa de Rómulo Calleja, a quien el protagonista sí quiere, pero no se atreve a amar porque dar ese paso lo habría sacado de su zona de confort. Así se lo dice Eduardo a sí mismo:
Ese miedo que te viene de esta ciudad a la que estamos entrando [Cartago], tu ciudad natal, donde te entierran (…) Es un miedo extraño porque es un miedo a uno mismo. (…) Ese era el miedo que surgió entre vos y Cecilia, el mismo miedo de tu infancia. (…) Ella creía que señalarías un camino, cualquiera, pero algo para estar y ser en el amor. Tu respuesta cada vez con menos rostro, cada vez con la cara más lavada, cada vez más metido en la neblina de tus miedos: esperar, esperar. Ella lloraba tus cobardías. Vos te aferrabas en tus indecisiones. (…) Y, esperaste tanto, que te robaron la cara, como en tus sueños de niño. (1968, p.55-56)
El protagonista de esta novela decide suicidarse porque siente que ha fracasado como hombre en muchos ámbitos de su vida: el económico (está en la quiebra y tiene horror de enfrentar las reacciones de su familia y sus socios cuando se enteren); el amoroso (perdió a su amor de juventud, está casado con una mujer que no ama y se ha enamorado de la mujer de su mejor amigo) e incluso el más íntimo y personal (no sabe quién es Eduardo Campos Argüello).
La mayor tragedia de Eduardo es no reconocerse a sí mismo cuando se para frente a un espejo; por eso es muy significativo el hecho de que su mayor temor consista en ser un hombre sin rostro, en perder su cara, en que alguien se la robe, imagen recurrente en sus pesadillas desde niño: “¿Te acordás cuando te asomabas por la ventana y veías las calles envueltas por la niebla? Tenías horror de encontrar tu propia cara, separada, llevada por otros, otros que te la robaban y te robaban todos tus secretos” (1968, p.55-56).
También es muy significativo el hecho de que la forma elegida por Eduardo para suicidarse es pegándose un balazo en la cabeza, concretamente en la barbilla, con lo cual su cara queda desfigurada: “Creo que a mí también me robaron mi cara. Vas en tu ataúd con la frente reventada, vas con la sangre detenida, vas cargando tu muerte real, la muerte invisible a los que hoy lloran o se apenan con tu muerte oficial” (1968, p.57).
Así pues, está claro que el protagonista ha perdido su rostro, su identidad, tanto simbólicamente como material o físicamente, y la primera pérdida, la simbólica, inició mucho tiempo antes de que Eduardo se suicidara 11. En este punto del análisis, nos interesa establecer un vínculo entre el ámbito socioeconómico y el subjetivo o personal, pues consideramos que en el caso de este sujeto el acatamiento de la norma social que lo obliga a ser un hombre exitoso económicamente, pasando por encima de todo y de todos para lograrlo (incluso de él mismo), lo convierten en un individuo invisible para él mismo.
El contexto socio-económico en el que Carmen Naranjo ubica a este personaje estuvo marcado por una lógica capitalista/mercantilista propia del neoliberalismo, que ya comenzaba a posicionarse lentamente en la Costa Rica de finales de la década de 1960; en este sentido, Ruiz señala:
En la posmodernidad los Estados-nación y sus símbolos rectores han ido perdiendo su lugar directriz frente a un mercado que se impone para establecer formas de organización donde la economía, la ley de la oferta y la demanda, la búsqueda del rendimiento y la mayor ganancia posible de los emporios transnacionales, inciden en las formas de vida de los sujetos. Lo anterior tiene efectos sobre las subjetividades, pues el mercado no proporciona un orden simbólico articulador que sirva de contención a los sujetos (exigencia sine qua non de la subjetivación).(2012, p.152)
Eduardo Campos Argüello es una víctima de la sociedad patriarcal, heteronormativa, capitalista y mercantilista en la que le tocó nacer y vivir, una sociedad muy similar a muchas otras, pero que en el caso particular de este país cuestiona seriamente la imagen paradisíaca e idílica que Costa Rica ha procurado construir (hacia adentro y hacia afuera) de sí misma desde hace dos siglos, es decir, desde el inicio de su vida independiente en 1821. Siguiendo a Ruiz, podemos afirmar que en este tipo de sociedades se resta valor a la relevancia de “fundar la autoestima, la confianza, en el sentimiento del propio valer y en los afectos que experimentamos por los otros” (2012, p.152). Esto es algo que tiene muy claro el protagonista, que lo expresa de la siguiente manera: “Y a vos mismo te hubiera sonado ridículo (…) si alguien te hubiera dicho que buscabas amor, que te hacía falta el amor, que querías amar de cuerpo entero” (1968, p.49).
Pereña, citado por Emma Ruiz, enumera algunos de los efectos que la sociedad del libre mercado produce en los sujetos que viven en ella:
El aislamiento, el desamparo, el desconcierto, las exigencias del éxito y del consumo, la confusión mental y sentimental, el miedo, todo eso se ha visto favorecido por un sistema que, escondido, ha convertido a sus miembros en engreídos botarates para quienes la única vanagloria y la mayor satisfacción es tener poder adquisitivo. (2008, p.223, citado por Ruiz, 2012, p.152)
En esta caracterización ofrecida por Pereña encaja perfectamente el protagonista de Camino al mediodía, un individuo que, a pesar de vivir rodeado de muchas personas, sufre una profunda soledad interna, que él procura remediar aturdiéndose, evadiendo su realidad:
Aturdirse un poco, tu remedio. Aturdirse es saludable. Aturdirse, nada más. Y he aquí tu imagen: los ojos desorbitados tras las faldas, vos que creías en tus cuartos oscuros y en tu sabiduría de disimulos, vos que te sentías protegido entre las paredes de un prostíbulo como si hubieras entrado sin nombre, sin pasado; vos que creías en la invisibilidad de tus pecados. (1968, p.48-49
Eduardo crea, entonces, dos imágenes de sí mismo: una que le sirve para presentarse ante los otros como un individuo asertivo y exitoso, y otra que solo mira hacia dentro, hacia ese sitio que él llama “los cuartos oscuros”, el lugar de la soledad irremediable, de la nostalgia, del dolor y de la orfandad. Para proyectar la imagen externa, Eduardo construye una máscara que lo protege e impide que los otros puedan acceder a sus “cuartos oscuros”, mientras que procura con todas sus fuerzas mantener encarcelada, reprimida, su imagen interna, aquella que da cuenta del Eduardo frágil, débil, miedoso e inseguro:
Buscarás una máscara, la de tus nostalgias, la de tus tropiezos y se confundirá también con tus impaciencias, con tus sueños violentos, con tu reclamar derechos, con esencia de miedos y audacias. (…) Y sólo, con tu soledad de siempre, con la pura orfandad de tus realidades, volverás con la sensación de un cuerpo gastado a olvidar los recuerdos, a soñar con la desnudez, en el origen de tu propia penumbra, y lanzarás un grito, un grito tímido que se perderá en los ladrillos de tu última cárcel, mi pobre Eduardo (…) (1968, p.67)
Cuando el cortejo fúnebre de Eduardo Campos está a punto de llegar a Cartago, su ciudad natal y el lugar en el que va a ser enterrado, el protagonista, que ya se sabe muerto, plantea su propia invisibilidad como un regalo divino, que le permitirá descansar en paz y se percata de que el único Eduardo Campos Argüello que fue invisible para los otros fue aquel que él no quiso mostrar, aquel que se esforzó siempre por mantener oculto para no ser juzgado como un hombre débil: “Ahora andaré tras de vos (…) con esta invisiblidad que es como un regalo de Dios para dejarte en la paz que buscaste con todos tus recuerdos y con todos tus muertos. Recuerdo muy bien que me decías: la invisibilidad de que te quejás, existe”(1968, p.56).
En el final de su vida, ante su propia tumba, Eduardo se arrepiente de haber sido como fue y se pide perdón a sí mismo, al Eduardo niño/adolescente, por el dolor producido, por no haber sido capaz de verse de frente, por haberse condenado a la soledad ya no solo en vida, sino también en la eternidad de la muerte, y se confiesa a sí mismo que está aterrado:
¡Ay, cómo me duele lo que fuiste y lo que yo pude ser a través tuyo! Hoy estoy huérfano en la tibieza todavía dulce de mi invisibilidad. Me parece que vengo remontando por los vientos, que no estuve a tu lado, disperso caminaba por todos los caminos y olvidé verte de frente. (…) Tengo únicamente miedo de ese retrato tuyo a los doce años, de tu propia mirada perdida frente a la muerte, cuando el revólver tocó tu barbilla y sabías que ibas a entrar en el llanto incontenible de vos mismo. Tengo miedo de esa mirada sintiendo su muerte. Tengo un miedo horrible, un miedo que lloraron tus ojos a través de unas lágrimas suaves y redondas que humedecieron tu pañuelo, y que pronto escondiste con vergüenza.¡Tengo miedo, Eduardo! Tengo miedo de mi soledad de fantasma… (1968, p.68)
Finalmente Eduardo sabe quién es, pero también sabe que ya es muy tarde para él y que no hay vuelta atrás. La gran tragedia de Eduardo es haber tenido que esperar a estar muerto para poder llevar luz a sus cuartos oscuros, para dejar de ser invisible para sí mismo. 12
Por otra parte, el narrador de Memorias de un hombre palabra es un individuo sin nombre pero con voz, que reconstruye su vida ante nosotros, los lectores, a partir de sus propios recuerdos. El relato posee un orden cronológico, pues inicia en la niñez del protagonista y culmina en un momento particular de la edad adulta del personaje, sin que se precise su edad en ese momento. Así pues, por tratarse de una narración en primera persona, su memoria y su palabra son nuestros ojos y todo lo vemos a partir de su perspectiva particular, es decir, conocemos la realidad de este individuo a partir de su propia representación de ella.
El recuento de los hechos se intercala con extensas reflexiones acerca de la vida en la ciudad de San José (fácilmente podemos ubicar el presente del narrador protagonista en un momento histórico contemporáneo al de la publicación de la novela, es decir, la década de 1960, gracias a las múltiples referencias espacio-temporales realizadas por dicho narrador) y acerca de sus sentimientos, emociones y pensamientos. Al igual que en Camino al mediodía, en esta novela el gran tema es la crisis existencial, identitaria, del protagonista, quien también resulta un extraño para sí mismo. En ambas novelas encontramos a hombres adultos, sujetos habitantes de una ciudad, que han construido sus vidas a partir de mandatos sociales y culturales para tratar de triunfar, pero que terminan siendo víctimas del sistema patriarcal y de la lógica capitalista de consumo.
Desde el inicio de la novela el narrador explica que la relación con su madre siempre fue conflictiva, pues se trataba de una mujer bastante autoritaria, y que su padre se fue de casa antes de que él naciera. La madre, al verse sola y con la responsabilidad de criar a un hijo varón, se propone educarlo como un “verdadero hombre”, lo cual le deja profundas huellas en su personalidad y en su forma de percibir el mundo y a los otros, pues se convierte en un adulto al que le cuesta mucho expresar sus sentimientos. Desde la perspectiva del narrador, la mayor preocupación de su madre era cumplir con la norma social (la heteronorma); por eso desde niño lo enseñó a reprimir sus deseos para procurar encajar socialmente, con lo cual se convirtió en un ser de dos caras: la que se podía y debía mostrar a los otros, y la que se guardaba solo para él (tal y como le ocurre a Eduardo Campos Argüello). En palabras del narrador: “Ése era yo, (…) como un sujeto distante, que se puede desdoblar, señalar, localizar en un territorio sin escondites (…) Era preferible ser ése, que ese tipo, ese sonámbulo, ese cualquier, ese melindres, ese pusilánime, ese advenedizo”(1968, p.27).
El abuelo materno del protagonista se convierte en su figura paterna y, a la vez, en la única persona de quien recibía afecto; este abuelo bonachón los visitaba una vez a la semana y con él llegaba a la casa un poco de alegría. Sin embargo, el abuelo muere cuando el protagonista es todavía un niño, lo cual produce en él una herida difícil de sanar y convierte a la madre en una mujer aún más dura y autoritaria. Satisfacer a esa madre amargada por el abandono de su pareja, por la pérdida del padre, por la necesidad de mostrar su capacidad de vivir una pobreza digna, incapaz de brindar afecto, víctima también ella del sistema patriarcal y capitalista, era una labor casi imposible; de hecho, el narrador recuerda que, durante su infancia, la madre solía decirle que él no era y nunca sería lo que ella esperaba de él. En la narración del protagonista constantemente se intercalan frases de la madre que representan sus mandatos y sus reproches, las cuales ocupan un lugar muy relevante en la memoria de este sujeto adulto:
¡Estate quieto! No quiero que te ensuciés. Andás con tu mejor traje. (p. 29) (…) ¡Estate quieto! Tenés que aprender a formalizarte, o es que carecés de sentimientos (…) Rezá lo que te he enseñado. Si no van a creer que soy una madre libertina (p. 31). Tus notas dejan mucho que desear. (…) Todo es cuestión de disciplina (p. 33) Creo que nunca serás lo que esperaba. (…) Parece ser que este será tu último y primer título. (…) Todo está listo. Mañana empezarás a trabajar. Si salís bien, como espero, habremos acabado. (p. 34) No puedo permitir que te pasés la vida en una cacería de nubes. (p.35)
En aquel momento de su vida, cuando la madre considera que ya es un hombre, que ahora puede y debe vivir su vida de manera independiente y permitirle envejecer sola, el narrador se siente invisible y abandonado, se siente huérfano aun teniendo madre. Adelilla, la niña pobre que vivía en su barrio de la infancia, ahora es una mujer adulta que vive en extrema pobreza y que, rodeada de hijos paridos por accidente, pide limosna en las calles de la ciudad; sin embargo, ella tampoco lo reconoce, ella no lo recuerda, y esto le produce una gran tristeza al narrador que, una vez más, se siente solo, aislado e invisibilizado, producto de un sistema capitalista en el cual debe pagarle a una prostituta para “vaciar sus glándulas”, porque en ese sistema todo se reduce al intercambio de bienes: doy para que me den, pago para recibir.
El abandono materno marca la vida de este hombre-palabra que comienza a vivir su etapa adulta (está en la década de los 20) en medio de una profunda soledad, la cual se ve acrecentada por la frialdad de la ciudad en la que habita, una ciudad que, sin ser una gran urbe, resulta poco acogedora y acentúa su sentimiento de invisibilidad 13, por eso en ocasiones sueña que llega a un pueblo donde todos lo reconocen y lo aclaman, donde las personas llevan el corazón en la mano porque allí no tiene lugar la hipocresía, y donde él es capaz de decir, pensar, prometer y dar.
El narrador insiste una y otra vez en la soledad y el aislamiento que lo definen como sujeto, lo cual lo lleva a sentir lástima de sí mismo, a pensar en él como una víctima del abandono y a discurrir en un estado depresivo, pesimista, de profunda tristeza:
Pienso que todo lo que me rodea es nada, que no tiene razón de ser, que es pequeño y pobre, terriblemente miserable para tener conciencia de cosa. (…) Bajo y subo la voz, me conmuevo de mis propias soledades, me hiero con los recuerdos más patéticos y al final me doy cuenta de que estoy hablando solo, como siempre, como en tantas ocasiones, como cuando me dejó ella, como cuando no me reconoció la Adelilla. (…) Sonar a muerto antes de morir. (1968, p.56 y 62)
Así pues, el hombre-palabra se convierte en un hombre necesitado de afecto, pero incapaz de amar; por eso cuando logra que una joven soltera y virgen lo reciba en su casa como novio e incluso se decida a tener relaciones sexuales con él, su reacción no puede ser otra que huir justo después del coito, pues considera que no está enamorado de ella y no está dispuesto a sacrificar su soltería para “tapar la deshonra”. A consecuencia de este acto innoble, el protagonista recibe una tremenda paliza de parte del padre y los hermanos de la doncella mancillada; tan grande fue la paliza que el hombre-palabra termina malherido en el hospital, lugar del que no quiere salir porque allí se siente protegido, atendido y cuidado.
Durante las semanas de recuperación física ya fuera del hospital, el narrador, que no recibe ninguna visita, se siente profundamente solo y se refuerzan en él los sentimientos de abandono.14 Ante la pregunta de la casera de por qué no lo vista la madre, el narrador expresa lo siguiente: “La respuesta empapada de angustia, las palabras con lágrimas corriendo por la garganta, porque se llora por dentro (…) No hay madre, no la conocí, huérfano desde siempre. Madre hubo, pero no mamá. Ese ser que se pinta con un regazo inmenso” (1968, p.87).
El abandono experimentado por este personaje es un abandono emocional y psíquico, más que físico, pues él vivió con su madre durante toda su infancia y su adolescencia, y ella siempre se ocupó de atender sus necesidades básicas: casa, comida, abrigo, estudios. Se trata de un individuo que construyó su subjetividad sobre la base del abandono y posee deficiencias primarias relativas a la afectividad, entendidas como carencias en función de otro, en este caso la madre, ya que el padre nunca estuvo presente. En opinión de López y Pietro (2004), un niño abandonado es “un niño no mirado, no reconocido como sujeto (…) deshumanizado por otro (…) reducido a veces al nivel de las necesidades físicas (…) el niño no es visto desde su unicidad y particularidad que lo distinguiría como sujeto” (p.8-9).
En el caso del protagonista de esta novela, el sentimiento de abandono es tan profundo que está convencido de que incluso Dios se ha olvidado de él y esto lo hace sentir absolutamente desamparado. Considera que es un ser humano tan corriente, tan parecido a otros, tan uniformado, tan masificado, que ni siquiera Dios es capaz de distinguirlo de los otros seres creados por él; así lo expresa el hombre palabra:
Pero, si Dios me ha olvidado. Yo soy un olvido de Dios. Un ser que se le perdió en el rebaño, escondido entre tanta gente, un pobre muñeco de multitudes, uno que vistió de uniforme y después no lo pudo distinguir (…) Mi Dios está cruzado de manos, paralizado como una estatua inexpresiva, no me ha mandado sus rayos ni me ha enseñado su amor. (1968, p.88)
Esta imposibilidad de distinguirse, de ser diferente, de ser algo más que una porción de la masa, esta incapacidad de sentir afectos, lo llevan a cuestionarse su propia subjetividad, es decir, su propia condición de humano:
¿En dónde podría encontrar los dolores que me dieran conciencia de ser hombre? ¿En dónde poner las metas de mi pasajera existencia? ¿En dónde proyectarme como rebotante objeto y como enriqueciente sujeto? Yo, remedio vergonzante de mis propias tristezas, que no he hecho más que lamentarme por dentro. Maricón de nacimiento. Cobarde sustancial. (…) Miedoso espectador de la vida. (1968, p.91)
Así pues, la conclusión a la que llega el hombre-palabra es que su principal problema, su gran tragedia, es la falta de amor por él mismo, el miedo que se tiene y su estéril afectividad. Está convencido de que debe aprender a sentir, a tener emociones, no importa si se trata de amor o de odio, pues reconoce que, en su desesperado intento por no odiar a su madre, se volvió un ser castrado para todo tipo de afectos. 15
La invisibilización de este hombre-palabra es un tanto distinta de la experimentada por Eduardo Campos Argüello, pues en su caso se relaciona con la masificación del individuo en la urbe, con la pérdida de la diferencia, con el arrebañamiento que permite ser etiquetado como normal, con la necesidad de encajar y de no resultar discordante; en palabras del narrador:
Descubro cuál es mi destino, el destino apagado que acepté desde el primer día, en el momento decisivo en que alguien apuntó en una tarjeta “es un niño normal”.(“Uno más en la legión, ése es el destino”).
Perderme, masificarme, marcar el paso, no oír siquiera el compás, olvidar la independencia, mover la cabeza al unísono, caminar, pasar las etapas anónimo, respirar con las multitudes, perder la conciencia de uno, disfrazarse de todos, dejarse arrear, no salirse de los rebaños, compartir sus placeres, reír la carcajada sonora de la mayoría, consentir en la impregnación de una vida común, aparejarme con la masa, esconder la noche individual que cargo conmigo. (1968, p.49)
En su libro El hombre unidimensional: ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada, publicado en 1964, el filósofo y sociólogo Herbert Marcuse desarrolla el concepto de hombre unidimensional para referirse, precisamente, a esta masificación de los individuos en las sociedades mercantilizadas, que los lleva a convertirse en seres incapaces de pensar por sí mismos, incapaces de ser críticos ante aquello que los rodea, miembros todos de una organización unidimensional cuyas normas de funcionamiento atentan contra el sujeto y atrofian su capacidad afectiva y empática 16. Al respecto, Marcuse señala:
El aparato productivo, y los bienes y servicios que produce, ‘venden’ o imponen el sistema social como un todo. (…) Los productos adoctrinan y manipulan; promueven una falsa conciencia inmune a su falsedad. (…) Así surge el modelo de pensamiento y conducta unidimensional en el que ideas, aspiraciones y objetivos, que trascienden por su contenido el universo del discurso y la acción, son rechazados o reducidos a los términos de este universo. (1993, p.42)
Cuando se recupera de la golpiza y regresa al trabajo, el hombre-palabra comienza a consumir cosas (radio, televisor, tocadiscos, discos, consola, grabadora, libros) para llenar el hueco que deja su soledad; se endeuda para comprar esas cosas y, al verse incapaz de afrontar las deudas y los embargos del salario, comienza a robar en su trabajo para empeñar lo que se roba y obtener dinero. En todo momento él achaca su conducta a su soledad y a su necesidad de sentirse acompañado, aunque sea por las cosas que adquiere y por el ruido que generan esas cosas.
Su hombría, su masculinidad de hombre moderno y citadino, se ve aún más cuestionada cuando comienza a quedarse calvo al comenzar los 30; la pérdida del cabello lo hace parecer ante los otros como un hombre más viejo y esto lo deprime, así que incrementa los robos para poder pagar tratamientos estéticos que le permitan recuperar su pelo, cosa que nunca sucede.
El jefe del protagonista descubre que él es el ladrón y lo entrega a la policía; es llevado a la cárcel y condenado. Después de sufrir múltiples vejaciones, y cuando ya se estaba acostumbrando a estar encarcelado, descubriéndose a sí mismo en la soledad del encierro, es puesto en libertad sin recibir mayores explicaciones. El hombre-palabra interroga a todos los que puede para saber por qué lo están liberando si está claro que él es un criminal y se da cuenta de que fue su madre, la mujer que lo abandonó y a la cual no se atrevió a odiar, la que pagó sus deudas y su fianza. Él intenta localizarla, pero no lo consigue, de manera que continúa en el abandono.
Queda libre, pero sin trabajo y sin un lugar donde vivir. Se convierte en un sintecho, un hombre de la calle, un despojo de la sociedad, alguien que nadie quiere y que es echado de todas partes, pero al verse libre de las ataduras sociales y de la necesidad de aparentar y ante la absoluta imposibilidad de seguir consumiendo todos aquellos objetos que no podía costear, comienza a sentirse nuevamente humano:
Una limosna. Cayó al azar. (…) Esa es una de las ventajas que se tiene al no ostentar representación alguna, ser apenas un residuo. Está uno completamente liberado, no lleva ningún hábito, es lo que sus andrajos dicen que es. (…) Es uno auténtico en plenitud con sus más sentidas ganas. Uno elemental y por qué no: uno puro, desnudo, desalojado de superficialidades, brutalmente humano, a la fuerza de las necesidades exigentes. Un estado envidiable si es verdad que hay alguien que todavía aprecia la pureza.(1968, p.136)
Recibe las limosnas porque ha perdido la vergüenza y usa el dinero recogido para emborracharse en un bar. Alcoholizado, se desinhibe y toma la palabra, ante todos los presentes en el bar, para reflexionar sobre la vida y sus durezas, con base en su propia experiencia, en su cansancio, en sus miserias: “Estoy hecho de palabras sin rima, sin buena ortografía, carentes de sintaxis. No contengo el brillo de la forma, ni la audacia del concepto. No soy comparable ni vendible. Un hombre palabra desentonada, mal construida, cobarde, inhábil, incapaz” (1968, p.139).
Estas reflexiones del hombre-palabra tienen como eje central la crítica al sistema capitalista que promueve el consumo desaforado de bienes y servicios, con el engañoso objetivo de hacernos sentir alguien; dicha crítica, basada en su propia experiencia vital, le permite plantear que el hombre (entendido claro está como ser humano) debe adquirir una conciencia crítica y apartarse de los modelos socialmente establecidos, que lo obligan a relacionarse con el otro usando siempre una máscara. Así lo expresa el narrador:
El hombre consciente de su pequeñez empieza desesperado a pretender vivir, ganar su punto central, ser algo, sentirse alguien, ocupar un lugar, consumir las cosas que se le ofrecen desde las ventanas, tocarse como persona. (…) No hay espacio ni tiempo para el hombre que despierta, que empieza a cargar con la conciencia de sí mismo. Buscarnos en los modelos es vivir la aventura más trágica, la que nos deja una herencia de máscaras sin contenido (…) Hay que seguir adelante con la parte más débil de la propia esencia humana: la fe. (1968, p.144-145)
De nuevo resulta pertinente acudir a Marcuse (1993), quien plantea que la “sociedad industrial avanzada” ha generado en los individuos falsas necesidades, que los integran en el sistema existente de producción y consumo empleando los medios de comunicación, la publicidad y una lógica propia del mundo industrializado. En este contexto, se crea un universo “unidimensional” de pensamiento y comportamiento, gracias a la existencia de modelos ineludibles, y en ese universo se anula la capacidad de pensamiento crítico y de oposición a la norma social.
La propuesta de Marcuse ante este panorama consiste en desarrollar el “gran rechazo”, con el fin de oponerse al control social. Este método se relaciona con el “pensamiento negativo”, entendido como una fuerza disruptiva que permite luchar contra el positivismo imperante, es decir, contra una lógica racional que objetualiza al ser humano y lo despoja de su capacidad de desarrollar vínculos afectivos. 17 En esta línea marcusiana, el hombre-palabra elabora una propuesta para resistir ante la aplastante lógica mercantilista, en la cual podemos identificar tres ideas fundamentales:
Romper con la lógica binaria que clasifica a todos los individuos como buenos o malos, con el fin de librarse de la culpa judeo-cristiana y de los modelos de conducta socialmente establecidos. 18
Distribuir la pobreza para que haya cada vez menos individuos atados al consumismo.19
Inventar un nuevo Dios que venga a la tierra a hacer “cosas revolucionarias”, como destruir las ciudades que devoran a las personas20
En este punto del relato, el protagonista es un hombre distinto, pues ahora se siente feliz y liberado, aunque es sumamente pobre y sigue estando solo, pero ha logrado encontrarse con él mismo por medio de su propia palabra, es decir, ha recuperado su voz, su humanidad, su capacidad afectiva:
Nunca creí que se pudiera llegar a ser tan feliz, tan auténtico con uno mismo, tan libre. Solo en mi soledad. Pobre en mi pobreza. Estéril en mi esterilidad. Navegante en mi propia salsa: las palabras me nacían profundas, desde la raíz epiléptica de mi vocabulario interno. Eran el punto de mí mismo, girando en mi propio círculo, sin más pretensión que rotar. Me había encontrado. (1968, p.144)
Hacia el final de la novela, el protagonista se reencuentra con Adelilla, que sigue sin reconocerlo, pero al percibir cierto interés amoroso por parte de él, lo invita a vivir juntos en el rancho que habita junto a sus numerosos hijos. Él acepta la propuesta y comienza una etapa de su vida en la que, a pesar de vivir en la pobreza extrema, se siente capaz de experimentar emociones, y de brindar y recibir afecto. Ahora no se siente invisible, ahora tiene la certeza de que Adelilla sí lo ve y lo sabe diferente.
Adelilla, que tiene muchos hijos de diferentes hombres, desea darle un hijo a este hombre con el cual ahora comparte su vida. La mujer queda encinta y, al recibir la noticia, el hombre-palabra entra en crisis porque lo aterra la idea de ser padre, de manera que huye, pero luego regresa al tugurio en el que vive con Adelilla y le propone matrimonio. Sin embargo, el niño nace muerto y la madre se siente culpable porque nunca podrá darle un hijo, ya que los médicos le dicen que está vieja y que lo mejor es operarla para que no tenga más niños. El protagonista siente un gran dolor ante esta pérdida y expresa lo siguiente: “No tendré un hijo, no tendré alguien que me recuerde y que quizá me quiera más allá de mi propia memoria. ¿Un hijo que quiera a su padre? Todos los hijos quieren, quieren hasta en la forma de su odio”(1968, p.171).
Por primera vez en el relato el protagonista alude a la cuestión de la paternidad. El único dato que tenemos en relación con su padre es que abandonó a la madre antes de que el protagonista naciera; sin embargo, en todas las reflexiones sobre el abandono únicamente se refiere al abandono emocional y psíquico por parte de la madre, mientras que nunca se detiene a reflexionar sobre las implicaciones del abandono físico y emocional por parte del padre, que parece ser un tema tabú en su discurso.
La solución que encuentra Adelilla para aliviar el dolor de su hombre es regalarle uno de sus propios hijos; así pues, le regala a Manuelillo y el protagonista parece aceptar el obsequio: “Me ofrece uno pequeño, rosadito, que se me pega a las piernas y me grita ‘pa… pa’. (…) Un hijo de voluntad, de regalo, de esta paz de la miseria, de esta distribución de la pobreza”(1968, p.171).
Este acto de amor de Adelilla, la entrega de su propio hijo, pone en acción la propuesta antisistema elaborada por el hombre-palabra, pues desestructura el par binario bien/mal (¿cómo juzgar con estos parámetros la acción de esta madre, si está motivada por el más puro amor?) y distribuye la pobreza (Adelilla comparte con el protagonista un hijo, no un objeto que esté en venta); incluso se podría plantear que la entrega del niño por amor para salvar al protagonista es una relectura revolucionaria de la entrega del Mesías por parte del Dios Padre para salvar a la humanidad.
Al finalizar el relato de su vida, el hombre-palabra realiza una confesión: todo lo que quería era un hijo; este deseo reprimido durante toda su vida ahora es verbalizado y se ha hecho realidad. El protagonista de esta novela necesitó perderlo todo (menos la vida, como sí sucede en el caso de Eduardo Campos Argüello) para encontrarse a sí mismo, para dejar de ser invisible, para saberse humano.
Conclusiones
Los personajes que desfilan por las novelas de Naranjo son sujetos que tienen muchos problemas, pero quizá el más grave es que dudan. ¿De qué dudan? De todo: de la existencia de Dios, de su papel en el mundo, de la familia como unidad base de la sociedad, de los roles de género por siglos asumidos sin más; en fin, dudan de ellos mismos y del prójimo. Planteamos la duda como problema debido a lo que genera en el sujeto: angustia y dolor.
Estos personajes son sujetos con preocupaciones propias del tránsito de la modernidad a la postmodernidad, pues lo que entra en crisis es la construcción misma de la subjetividad y el cuestionamiento de las verdades absolutas, que brindan seguridad a quien las posee. La postmodernidad, y los discursos producidos desde ella, cuestiona la noción de identidad, cuyo lugar preponderante es arrebatado por la diferencia, siguiendo el planteamiento nietzschiano del movimiento, que cuestiona el ser moderno cartesiano (permanente y estático); de esta manera, “la postmodernidad consta de ciertos estados discontinuos, en búsqueda abierta de la diferenciación y diversificación física, intelectual y moral (…)” (Corral, 2007, p.67)
En la novela Los Perros no ladraron (1966) Naranjo plantea una nueva ruta para la literatura costarricense, pues se trata de un texto en el cual todo sucede en el espacio urbano; algunas novelas anteriores que lo habían hecho son Ese que llaman pueblo (1942), de Fabián Dobles, y La ruta de su evasión (1948), de Yolanda Oreamuno. Los personajes de esta novela son víctimas de la indiferencia y el desdén propios de los burócratas; así como el protagonista de la novela El castillo (1926), de Kafka, se siente perdido en un mundo cuyas claves de acceso nadie parece querer revelarle, los protagonistas de esta novela se sienten impotentes y minimizados. El proceso de deshumanización ha comenzado y no sabemos cómo detenerlo.
En Memorias de un hombre palabra y en Camino a mediodía, ambas publicadas en 1968, asistimos a la invisibilización del sujeto-ciudadano; se trata de personajes que se autoexcluyen o son excluidos de una sociedad atroz, lista para la crítica más dura y voraz, una sociedad que ha perdido la capacidad de ser solidaria e integradora.
En Diario de una multitud (1974) de nuevo Naranjo pone en crisis este mundo urbano y pone en boca de los personajes una fuertísima crítica contra el status quo. En un pasaje de esta novela se encuentra la llave al desarrollo de estos personajes: “Se trata de penetrar las sendas rutinarias con el deseo de una vía subterránea por donde los trenes de la normalidad choquen y los descarrilamientos muestren otras voces, otros gestos, otros rostros” (1974, p.231).
Por otra parte, en textos posteriores, como en la novela El caso 117.720 (1987) o el cuentario En partes (1994), Naranjo representa precisamente esta crisis de los valores tradicionales en la sociedad costarricense, es decir, el cuestionamiento de valores como la solidaridad con el prójimo, la comprensión más allá de la tolerancia y la coherencia entre pensamientos y acciones.