Introducción
La Guerra Civil Salvadoreña, sus orígenes, dinámicas y desenlaces son algunos de los más importantes procesos (las reformas liberales de finales del siglo XIX y el levantamiento indígena de 1932 son otros tantos) de la historia reciente que más y mejor atención han recibido por parte de la academia y de los cuales tenemos en la actualidad una vasta producción científica (Cf. Martín Álvarez y Sprenkels, 2013; Rey Tristan y Martín Álvarez, 2008; Juárez Ávila, 2014). Como es conocido, estos procesos fueron protagonizados, por un lado, por intelectuales urbanos radicalizados, campesinos pobres, sectores progresistas de la iglesia católica, estudiantes universitarios y de secundaria, obreros industriales, trabajadores de empresas privadas, empleados públicos y pobladores de barrios urbano-marginales; y por el otro, por cuerpos represivos estatales y paraestatales, círculos empresariales de ultraderecha y, en general, el aparato burocrático y militar del Estado (Almeida, 2011; Lungo, 1987).
Como es conocido, del conjunto de estos sectores, el campesinado es el que ha sido más ampliamente documentado. Por consiguiente, es de este actor que se conocen con mayor especificidad una serie de aspectos vinculados, por ejemplo, al proceso histórico de su constitución como actor contestatario y radical; a la formación de sus estructuras organizativas; las dinámicas institucionales comunitarias, los clivajes de clase y las historias de vida que intervinieron en la incorporación de individuos, familias y comunidades concretas a la movilización; la dinámica de los grupos campesinos en la guerra civil propiamente y su papel en la gestión política y administrativa de las “zonas liberadas”; los procesos de desplazamiento, refugio y repoblación de pobladores rurales, entre otros (Arriola, 2019a; 2019b; Binford, 1997; 2001; Cabarrús, 1983; Cardenal, 1985; Chávez, 2017; Juárez Ávila, 2017; Lara Martínez, 2018; McElhinny, 2006; Pearce, 1986; Wood, 2003). Sin embargo, el estudio de la protesta no armada como variable independiente (esto es, como un objeto particular con dinámicas propias) no ha sido abordado de manera sistemática, aunque importantes pero aislados pincelazos aparecen en algunos de los trabajos a los que ya se ha hecho referencia.
En ese sentido, en este artículo se estudia la dinámica de las movilizaciones campesinas en el período previo a la guerra civil (1981-1992), en el cual dominaron las formas no armadas de contienda: los años de 1969 a 19771. Para ello se pasa revista a algunos de los más importantes hechos y episodios de protesta campesina, se analizan sus aspectos más relevantes y se da cuenta del proceso de escalamiento de la actividad contenciosa rural experimentada en estos años. Aunque se abordan algunos hechos de protestas que no fueron dirigidos por la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños (FECCAS) o la Unión de Trabajadores del Campo (UTC), el análisis que se presenta a continuación versa sobre la experiencia y el proceso de estas dos organizaciones que, si bien fueron las más grandes agrupaciones rurales del período, no fueron las únicas.
En lo que sigue, el artículo se divide en seis partes. En la primera se señala el alcance de este estudio, las fuentes de las que echa mano y el corte temporal con el que trabaja; la segunda parte ofrece un breve contexto social y político en el cual estuvieron insertas las movilizaciones campesinas estudiadas; la tercera parte esboza un modelo analítico multinivel de las mismas. En las tres últimas partes se analizan las protestas campesinas como tal, las cuales se dividen en tres períodos diferenciados según su temporalidad y modalidad de contienda preponderante.
Fuentes, corte temporal y alcance del estudio
Reconstruir la dinámica de las protestas campesinas ocurridas en El Salvador entre 1969 y 1977 resulta complicado. Y ello no solo porque la lógica armada de la contienda (1981-1992) ha tendido a oscurecer parcialmente la riqueza de los previos procesos de movilización no armados, sino también porque la mayor parte de las protestas rurales del período no fueron registradas por la prensa local, ni siquiera por uno solo de los diferentes medios escritos de circulación nacional del país. Y cuando eventualmente las movilizaciones rurales sí tuvieron algún tipo de cobertura periodística, su exposición se hizo de manera tergiversada y se presentaron los hechos de forma sesgada en favor de las elites agrarias y los gobiernos de turno. Por ello, tal información apenas resulta de alguna utilidad para nuestros propósitos. Con todo, en lo que sigue de este trabajo se retoman los reportes de prensa sobre hechos contenciosos específicos, aunque sea solo para mostrar las narrativas disímiles que los diversos actores en contienda promovieron en el período.
En ese sentido, el grueso del material empírico que se presenta en este trabajo proviene de cuatro fuentes, en adición a los reportes de prensa a los que se ha hecho referencia: a) estudios académicos previos que ofrecen pinceladas sobre las protestas campesinas ocurridas entre 1969 y 1975 y las tomas de tierras de 1977; b) testimonios de los protagonistas de dichas movilizaciones; c) boletines de las organizaciones campesinas que condujeron estos procesos; y d) pronunciamientos y comunicados de prensa de los protagonistas en disputa: los campesinos y las asociaciones empresariales de ultraderecha, principalmente.
Esto conlleva necesariamente una limitación importante cuya superación requiere de un proceso más sistemático de indignación histórica y, sobre todo, de la combinación de métodos y técnicas propias de la antropología y la sociología históricas con otras de la etnohistoria y la historia oral. En ese sentido, este artículo no se propone agotar la complejidad del estudio de la dinámica de las movilizaciones campesinas del período previo a la Guerra Civil Salvadoreña, sino solo ofrecer algunas notas y material empírico en ese sentido. No obstante, sí pretende esbozar un esquema analítico de la configuración de las protestas rurales ocurridas en el país en los años indicados y su proceso de escalamiento, particularmente, a través de su división en tres períodos diferenciados, en cada uno de los cuales dominó una forma o modalidad específica de contienda. En otras palabras, se trata de echar mano del material disponible para trazar un esquema analítico de la protesta campesina.
Ahora bien, ¿por qué el corte temporal de 1969-1977? ¿no resultaría mejor avanzar hasta 1979 o 1981, como se hace regularmente? O ¿por qué no abarcar hasta 1992 o, incluso, 1994-1995, años todos en que los campesinos estuvieron activos en procesos contenciosos y revolucionarios? Marc Bloch (2002) decía hace más de medio siglo atrás:
El río de las épocas corre sin interrupción. Sin embargo, ahí también debe practicar algunos cortes nuestro análisis. Porque la naturaleza de nuestro entendimiento no nos permite captar ni el más continuo de los movimientos, si no lo dividimos por señales. A lo largo del tiempo ¿cómo establecer las de la historia? En cierto sentido siempre serán arbitrarias; no obstante, lo importante es que coincidan con los principales puntos de inflexión de cambio perpetuo (p. 165).
Y más adelante agregaba:
Mientras nos limitemos a estudiar cadenas de fenómenos emparentados en el tiempo el problema resulta sencillo. A esos fenómenos hay que preguntar sus propios períodos (…). La verdadera exactitud consiste en dejarse guiar, en cada ocasión, por la naturaleza del fenómeno considerado (Bloch, 2002, p. 169-170).
Ralph Sprenkels divide en cuatro y seis períodos el proceso revolucionario salvadoreño, según el objeto en estudio (Sprenkels, 2014; Sprenkels y Melara Minero, 2017). En ambos casos, se trata de una periodización fundamentada en la distinción de los años previos a la Guerra Civil (1970 a 1979) de los años de la guerra civil propiamente dicha (1981-1992), mediando entre ambos la “escalada de violencia” o “escalada represiva” del bienio de 1979-1980. En general, esta división es compartida por la mayoría de estudiosos del proceso salvadoreño (Cf. Almeida, 2011; Cabarrús, 1983; Pearce, 1986; Pirker, 2008, entre otros); y lo es con mucha razón. Sin embargo, para el estudio de la dinámica de las movilizaciones campesinas no armadas resulta más preciso tomar el período de 1969-1977. Por supuesto, el estudio de los años posteriores no debe verse como un asunto aparte: el ciclo de la lucha política y revolucionaria de los pobladores rurales salvadoreños del período abarca al menos un cuarto de siglo: desde 1969 hasta 1994 o 1995, incluida la Guerra Civil Salvadoreña y las disputas por la distribución de tierras posteriores a los Acuerdos de Paz de 1992.
Sin embargo, y siguiendo a Bloch en ese sentido, debido a que este trabajo busca aproximarse al estudio de la dinámica de las movilizaciones campesinas no armadas previas a la Guerra Civil Salvadoreña, y no al ciclo más largo de lucha campesina al que se acaba de hacer referencia, el artículo se limita a examinar los años considerados porque es en ellos que las acciones de contienda no armadas de los pobladores rurales del país tuvieron lugar. Desde 1977 y en el cuatrienio subsiguiente, como se dice más adelante, las movilizaciones no armadas se hicieron inviables en el escenario rural y, progresivamente, también en el urbano, esto debido a la creciente y exponencial represión estatal y paraestatal. Las movilizaciones campesinas cedieron cada vez más a formas armadas de contienda; los grupos, redes y operaciones no armadas se confundieron progresivamente con la actividad subversiva de las Organizaciones Político Militares (OPM). Las luchas no armadas se convirtieron en guerra civil (Cf. Chávez, 2017; Pearce, 1986).
Las movilizaciones campesinas en su contexto
Las movilizaciones campesinas de las que trata este trabajo estuvieron insertas en un ciclo más amplio de movilización popular, un ciclo revolucionario de enconadas luchas sociales, políticas y militares (1970-1992) que cuestionaron de fondo la dominación estatal y de clase de una alianza nunca acabada entre militares autoritarios y élites agrarias conservadoras (Baloyra-Herp, 1984; Gordon, 1989). En efecto, durante toda la década de 1970 y en el marco de un Estado dirigido por militares que se movió entre la apertura y la excusión política (Almeida, 2011), los sectores populares urbanos, los funcionarios y colaboradores progresistas de la iglesia católica, los campesinos, estudiantes universitarios y de secundaria, intelectuales, profesores y catedráticos universitarios, obreros industriales y empleados públicos, entre otros, construyeron decenas de sindicatos, ligas, confederaciones y grupos, promovieron espacios y redes de socialización política radicalizados y lanzaron, en un ciclo ascendente que asustó a las élites dominantes, amplias jornadas de lucha popular y política que, hacia finales de la década de 1970, pusieron entre las cuerdas la dominación estatal (Almeida, 2011; Lungo, 1987; Pirker, 2008). Paralelo a este esfuerzo, aunque con múltiples “vasos comunicantes” entre sí (Pirker, 2008), desde 1969 en adelante empezaron a emerger diferentes grupos armados que a lo largo de la década siguiente se convirtieron en verdaderas OPM capaces de desplegar acciones armadas en diferentes partes del territorio nacional (Martín Álvarez, 2004).
Los grupos armados convertidos en OPM se unificaron en octubre de 1980 en lo que fue el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), el espacio unitario desde el cual se dirigió la Guerra Civil Salvadoreña (1980-1992), última etapa del ciclo revolucionario de 1970-1992. Nueve meses antes, el 11 de enero de 1980, las organizaciones de obreros, campesinos, estudiantes y otros sectores populares, previamente aglutinadas en frentes multisectoriales, se agruparon en la Coordinadora Revolucionaria de Masas (CRM), el organismo de coordinación popular más grande de la historia del país. Hacia finales de 1980, la CRM sirvió de base para la formación del Frente Democrático Revolucionario (FDR), un aliado fundamental del FMLN que, durante toda la guerra y cuando la movilización civil era virtualmente imposible entre 1981 y 1983, desempeñó tareas diplomáticas en docenas de países alrededor del mundo.
La dominación estatal y de clase cuestionada por este ciclo revolucionario, como ya se mencionó, estuvo representada por la alianza entre militares de línea dura y élites agrarias. La forma de Estado en que se organizó semejante alianza combinó aspectos represivos, (particularmente en las zonas rurales, aunque también en los espacios contenciosos urbanos) con exclusión política (principalmente a través de la proscripción de los partidos opositores radicales), reforma económica desarrollista (promoción de la diversificación agrícola, industrialización limitada, apuesta por la construcción del Mercado Común Centroamericano) y promoción social (impulso al cooperativismo y el sindicalismo controlado por el Estado, altas tasas de inversión pública en infraestructura y desarrollo social, reconocimiento de los derechos sociales y económicos básicos). El peso de cada una de estas esferas en el seno de la actividad estatal dependió no solo de la relación de fuerzas y del conflicto al interior de las élites militares y agrarias, sino también de la conflictividad social y política en general (Baloyra-Herp, 1984; Castellanos, 2001; Gordon, 1989).
El surgimiento de las organizaciones campesinas, quienes encabezaron la mayor parte de las movilizaciones rurales que se estudian en el presente trabajo, se constituyeron en este período de crecimiento de las organizaciones populares y armadas al que se ha hecho referencia, y en el contexto de la dominación estatal del tipo que se ha apuntado. FECCAS2, por ejemplo, surgió a mediados de la década de 1960 en la zona norte de San Salvador y otros municipios aledaños a partir de un esfuerzo de la iglesia católica y la democracia cristiana; posteriormente, la dirección de la organización fue tomada por un grupo radicalizado de campesinos en estrecha conexión con militantes clandestinos de una de las OPM surgidas en el período: las Fuerzas Populares de Liberación (FPL). Comenzó así un proceso de cambio programático, ideológico y de reestructuración territorial de FECCAS. El trabajo de la organización campesina también se amplió geográficamente y se logró ganar influencia y reclutar militantes en diferentes comunidades más allá de su localidad original: el municipio de Aguilares. En el camino (1974-1977), FECCAS intercambió experiencias, participó de intensos debates ideológicos y fue parte de varios esfuerzos multisectoriales, hasta que sus bases se fundieron casi por completo con la FPL en el marco de la intensificación de la actividad armada de 1977 en adelante.
A diferencia de FECCAS, UTC se fundó en 1974 en el municipio de Tecoluca, San Vicente, desde donde se expandió hacia Chalatenango a mediados de la década. Al igual que FECCAS, esta tuvo a su base, tanto en Tecoluca como en los diversos municipios rurales de Chalatenango donde se extendió, el trabajo pastoral de la parroquia local, con la diferencia de que en estos últimos lugares la iglesia apoyó directamente el trabajo organizativo de los campesinos. Las FPL influenciaron las comunidades campesinas locales, al igual que en la zona central del país, a través de estudiantes universitarios. Las FPL también reclutaron desde muy temprano (1974) líderes campesinos, la mayoría de ellos católicos con antecedentes en el trabajo de base de la iglesia, para su organización armada, a partir de los cuales influenciaron el trabajo cívico de la UTC. Los estudiantes de la UES fueron, igualmente, claves en la difusión de la UTC en Chalatenango, quizás en igual medida que el trabajo pastoral progresista que ahí se había difundido desde años atrás.
Campesinos en lucha: una lectura a tres niveles
Desde un punto de vista macrohistórico, la irrupción de las movilizaciones campesinas de las décadas de 1970 y 1980 fue posibilitada por dos grandes series de procesos que moldearon el orden rural salvadoreño en la segunda mitad del siglo XX: por un lado, la diversificación agrícola y el crecimiento poblacional experimentados en el país entre 1950 y 1975; y por el otro, la constitución de un Estado reformista que se movió entre la apertura y exclusión política entre 1948 y 1977 (Arriola, 2019a). La diversificación agrícola y el crecimiento poblacional modificaron la organización productiva y social de los espacios rurales de la segunda mitad del siglo XX salvadoreño, e indujeron, en ese sentido, la aparición de un campesinado liberado de todo tipo de relaciones verticales de solidaridad (Browning, 1975; Montes, 1981); un campesinado potencialmente contencioso. La constitución de un Estado reformista, por su lado, generó un doble proceso: la exclusión política y una nunca acabada alianza de las élites militares en el gobierno con la burguesía agroexportadora ayudó a instituir una creciente y amplia oposición democrática e izquierdista que, a la vez, aprovechó los cambiantes espacios de apertura para desplegar su acción entre las comunidades rurales del país y alcanzar gran influencia entre estas (Almeida, 2011; Baloyra-Herp, 1984; Gordon, 1989).
Estos macroprocesos, sin embargo, solo explican la constitución del campesinado como actor contestatario de un modo general, abstracto. Su formación específica como figura radical, con gran arraigo de base y extensa e intensiva capacidad de acción y despliegue de recursos contenciosos, con un discurso público marxista ortodoxo y una inusitada amplitud de perspectiva nacional (Cabarrús, 1983; Pearce, 1986) respondió más bien a una serie de microprocesos vertebrados al curso de una serie de acciones ingeniosas y creativas que cuatro tipos de actores básicos desplegaron en diferentes partes del territorio nacional. Estos actores fueron: las nacientes guerrillas (posteriormente verdaderas OPM), los sectores progresistas de la iglesia católica salvadoreña, estudiantes universitarios radicalizados y el mismo campesinado como tal (Arriola, 2019a; 2019b).
En un nivel intermedio, la trayectoria de las movilizaciones campesinas (es decir, su itinerario de escalamiento y radicalización programática), aunque vinculada a los macroprocesos señalados y al curso de acciones desplegados por múltiples actores a nivel local, respondió también a procesos más coyunturales relacionados con la dinámica política de corto plazo y las relaciones de fuerza de los actores contendientes a escala nacional (Arriola, 2019a). En concreto, el escalamiento y la radicalización política de las movilizaciones campesinas de la década de 1970 se dieron bajo el fuerte influjo, entre otros, del crecimiento acelerado de la capacidad organizativa del campesinado y de los sectores populares en general (Almeida, 2011; Cabarrús, 1983; Pearce, 1986); el crecimiento orgánico y la acumulación de fuerzas de las OPM a las cuales aquellos estaban vinculados (Martín Álvarez, 2004); y la escalada de violencia política y represión estatal y paraestatal que ya venía exacerbándose desde finales de la década de 1960 pero que alcanzó niveles más altos tras el proyecto de Transformación Agraria –y su fracaso– del gobierno del coronel Arturo Armado Molina (Arriola, 2019a; Baloyra-Herp, 1984; Gordon, 1989).
1969-1975: protestas locales y reactivas
Es abril de 1969. Una multitud de campesinos se reúne a las afueras de la alcaldía municipal de Suchitoto, departamento de Cuscatlán3 ; al interior de las instalaciones tiene lugar un juicio entre un terrateniente local y un grupo de campesinos del cantón San Juan de aquella jurisdicción. La disputa: la ocupación, el uso y la explotación agrícola de la tierra. El propietario de la hacienda local, Miguel Ángel Quiñónez, ha resuelto expulsar de la que considera su propiedad a un grupo de campesinos, probablemente, con el objetivo de sustituir el cultivo de granos básicos y el pastoreo extensivo de ganado sustentado en formas no salariales de trabajo por plantaciones capitalistas de caña de azúcar y algodón; los campesinos, socorridos por el párroco local José Inocencio Alas, tratan de revertir el despojo que el propietario de la hacienda ya ha concretado. Al final de la jornada, el juez, que ya había fallado en un litigio anterior en favor de Quiñónez, se decide ahora a resolver en auxilio de los campesinos. Al salir del recinto municipal, la multitud que espera a las afueras recibe con júbilo lo que consideran una victoria.
Es difícil saber si la resolución final del juez se debió a la presión de los campesinos que esperaban el resultado a las afueras del recinto o simplemente al hecho de que, gracias al apoyo del párroco local, las familias desalojadas estuvieron, entonces, en mejores condiciones para defender legalmente su causa. De cualquier manera, lo importante del caso es que, después de varias décadas de relativa pasividad, aparece aquí una acción contenciosa, una protesta local que se extenderá más tarde a lo largo del país. No es la primera movilización rural después de décadas, pero junto a otros hechos de similar alcance y sentido señala un punto de inflexión importante: la dominación abierta de las masas rurales comienza a fracturarse. Se trata, por supuesto, de un conflicto que apenas sobrepasa los marcos de la actividad política y reivindicativa local, pero que tiene ya algunas repercusiones culturales: en efecto, ante el ataque mediático desatado contra el párroco en la prensa local a raíz de su defensa de los campesinos en el juicio señalado, los habitantes rurales de la zona organizaron una manifestación local en los días subsiguientes, en un conflicto que se vio involucrado el mismo arzobispo de San Salvador y las fuerzas de seguridad del Estado.
Hacia mediados de 1969, otro conflicto se impone en la escena pública del municipio de Suchitoto: un grupo de campesinos se ven amenazados por la venta de tierras cuyo propietario está cerca de concretar en favor de Parcelaciones Rurales para el Desarrollo. En el marco de la diversificación agrícola y la expansión de las plantaciones de caña de azúcar y algodón de los años sesenta y setenta del siglo pasado, el nuevo propietario se dispone ahora al cultivo de las tierras recién adquiridas a través de métodos salariales de trabajo, lo que supone necesariamente el más llano despojo de las familias que hasta entonces habían vivido ahí bajo un arreglo de colonato. Los campesinos organizan una concentración en las afueras de la propiedad y, posteriormente, una marcha en San Salvador; siempre con el apoyo del párroco local y, en este caso, de FECCAS, por entonces una pequeña organización recién fundada. A la postre, la movilización arrojó resultados medianamente positivos, sobre todo porque los dirigentes campesinos fueron estratégicos en sus alianzas con los sectores urbanos y supieron ajustar las demandas rurales al contexto: en efecto, con el apoyo de los diputados del Partido Demócrata Cristiano (PDC) y en el marco de la legislación reformista del momento se aprobó un decreto que obligaba a Parcelaciones Rurales para el Desarrollo a arrendar tierras a los antiguos colonos de La Asunción a un precio relativamente módico,4un hecho bastante singular para el período.
Casi un lustro más tarde, un conflicto similar irrumpió en el vecino municipio de Aguilares, departamento de San Salvador ubicado a una veintena de kilómetros de Suchitoto. El 25 de mayo de 1973, en efecto, el incumplimiento de las tasas salariales pactadas entre unos jornaleros agrícolas y la patronal desató una huelga en el ingenio La Cabaña. Dice Cabarrús (1983):
Cuando al final de la zafra intentó el mandador pagar salarios inferiores a lo prometido de palabra, las 56 cuadrillas se negaron a recibir el pago, mientras no se ajustara a lo debido (…). Por ese motivo el 25 de mayo hubo un gran paro; los 1600 trabajadores se apoyaron. Como declaró un informante: “sin ninguna claridad política decidimos que no nos dejábamos joder más y denunciamos las injusticias”. Ante la actitud resuelta de los trabajadores, el Ministerio de Trabajo envió a un inspector, quien sostuvo a la empresa. Llegó después la Guardia [Nacional], la cual presionó a algunos trabajadores a recibir su pago, ya un poco aumentado, pero todavía no cabal. [Ante] la nueva negativa de los obreros [se refiere a jornaleros agrícolas], la empresa se vio obligada a pagar el salario completo con la euforia de los trabajadores agrícolas. Se maravillaban de haber realizado sin preparación y casi espontáneamente el paro. No había todavía dirigencia alguna. La consecuencia práctica laboral fue que tanto en el ingenio La Cabaña, como en el de San Francisco y en otros vecinos se colocara desde entonces a mandadores y capataces para apartar a los huelguistas, impidiéndoles así el trabajo en la zafra (p. 135).
Similares protestas aparecieron durante el mismo período y de forma recurrente en otros departamentos del país (Binford, 1997; 2016; McElhinny, 2006; Wood, 2003). Al mismo tiempo, en San Vicente surgió un nuevo tipo de conflicto que puso en cuestión la autoridad eclesiástica local representada por el obispo Arnoldo Aparicio. Dice McElhinny (2006):
En 1973, el presidente Molina anunció que visitaría Tecoluca (…) y solicitó a los líderes de la iglesia estar presentes para dar las palabras de bienvenida en la ceremonia. David Rodríguez discutió la invitación con los catequistas y dentro de muchas comunidades locales. Enojados con el fraude electoral de 1972, la mayoría decidió que Rodríguez no apoyaría la visita mediante su presencia en el evento. El obispo [de San Vicente] Aparicio reaccionó trasladando a Rodríguez a la parroquia de Olocuilta, a unos 30 kilómetros al oeste de Tecoluca. Después de reflexionar detenidamente, la parroquia de Tecoluca decidió protestar contra la decisión del obispo y unos 10mil feligreses marcharon a la Catedral en San Vicente –la primera manifestación abierta de este tipo en la región. Una segunda marcha más grande ocupó la catedral de San Vicente y confrontó al obispo. Finalmente, Rodríguez llegó a un acuerdo informal con su reemplazo, Rafael Barahona, para permanecer en la parroquia, dividirla a la mitad y compartir los deberes pastorales (p. 184)
Analíticamente, las protestas campesinas de este período que se acaban de revisar respondieron todas a situaciones específicas e inmediatas: el desalojo de campesinos en Suchitoto, el incumplimiento de contratos salariales en Aguilares y la remoción del cargo eclesial de un líder religioso en Tecoluca. Asimismo, las protestas interactuaron de diferente forma con actores también locales: el párroco local, el juzgado municipal, los diputados opositores y los terratenientes de la zona en el caso de Suchitoto, los mandadores del ingenio en el caso de Aguilares y el obispo regional en el caso de Tecoluca.
Los campesinos que se movilizaron gozaron de diferentes niveles de organización: en los tres casos brevemente reseñados hubo, desde muy temprano, trabajo eclesial de base popular (y, por tanto, existieron ahí redes religiosas locales vinculadas al trabajo pastoral de los párrocos y funcionarios religiosos vinculados a la “iglesia de los pobres”), pero solo en uno de ellos se vio involucrada una organización propiamente campesina: FECCAS. En todo caso, las tres fueron formas estrictamente locales de protesta en la medida en que, por un lado, exigieron el cumplimiento de demandas a problemas particulares bien localizados y, por el otro, tuvieron escasa o nula envergadura en la vida política nacional. Asimismo, todas aquellas movilizaciones fueron de carácter reactivo: es decir, se trató de acciones colectivas que buscaron evitar la concreción de medidas regresivas que, según se percibía, atentaban contra los intereses, deseos y/o aspiraciones de un grupo de campesinos en particular.
1975-1976: movlizaciones traslocales, nacionales y proactivos
La situación comenzó a cambiar hacia el año de 1976, después de que FECCAS y UTC se asociaran en la Federación de Trabajadores del Campo (FTC) y participaran de la fundación del Bloque Popular Revolucionario (BPR) en 1975. En efecto, en este corto bienio de 1976-1977, a la vez que se expandieron las protestas locales y reactivas del tipo que se ha reseñado arriba5, comenzaron a aparecer movilizaciones translocales y nacionales de corte proactivo. La jornada de protestas ocurridas entre septiembre y diciembre de 1976 es, sin duda, la evidencia más clara de este cambio en las modalidades del conflicto.
El 10 de septiembre de 1976 una manifestación de campesinos de UTC y estudiantes del Movimiento Estudiantil Revolucionario de Secundaria (MERS), “cumplieron en Usulután el encargo del BPR de desenmascarar, en la zona escogida por el gobierno para su reforma, el proyecto de la ‘cacareada reforma agraria’ y la independencia, ficticia en cierto sentido” (Cabarrús, 1983, p. 240). Se trató de una demostración con fines evidentemente político-ideológicos: “desenmascarar” el proyecto reformista del gobierno y combatir el discurso “patriótico” de la independencia enarbolado cada 15 de septiembre. Dos días más tarde, una movilización con las mismas características se organizó en el municipio de Aguilares “para desenmascarar, asimismo, la independencia ficticia” (Cabarrús, 1983, p. 241). En Aguilares los eventos se desarrollaron con relativa calma, pero en Usulután una mujer campesina resultó asesinada a manos de los aparatos de seguridad del Estado (Cf. FTC, 1977). Al siguiente mes, el BPR organizó una protesta en esa misma zona con el “objetivo de repudiar y condenar el cobarde asesinato de la compañera ANGELA MONTANO, el pasado 10 de septiembre, por las balas asesinas de los esbirros de la Tiranía Militar Fascistoide” (FTC, 1977, p. 6).
El 28 de octubre del mismo año ocurrieron otros hechos de protestas con amplias repercusiones nacionales. En efecto, después de una manifestación en las calles de San Salvador, FECCAS y UTC presentaron un pliego de demandas al parlamento en el que exigieron modificaciones a la legislación laboral que precisaban concretarse previo al inicio de la temporada de cosechas de 1976-1977 que estaba entonces por iniciar. Los campesinos demandaron un incremento al salario mínimo rural, “mejor alimentación y eliminar el sistema de agregados en los centros de trabajo” (FTC, 1977, p. 6). Respecto a esta petición, dice un comunicado publicado por FECCAS y UTC en la prensa del período:
Entre las principales exigencias están las siguientes) 9 colones de salario mínimo general para los cortes de café, algodón y caña; 2) Apunte general para todos los trabajadores, sin distinción de edad ni sexo, eliminando el sistema de agregado; 3) Mejor alimentación: 3 colones diarios [dedicados por el patrón a ese rubro]” (UTC y FECCAS, 1976).
Los diputados se comprometieron a responder al petitorio en 15 días, pero una vez pasado el tiempo los campesinos se pronunciaron en los siguientes términos:
Las dos veces que nos hicimos presentes a la Asamblea Legislativa, la respuesta de estos fieles sirviente[s] de la Burguesía Criolla y el Imperialismo Yanqui, fue el no presentarse al salón de reuniones, para no darnos contestación (sic). Pero al darnos cuenta [de] que no estaban los diputados se hicieron mítines alrededor de la Asamblea Legislativa en donde se quedó (sic) bien claro quiénes son estos sirvientes de los oligarcas (FTC, 1977, p. 7).
FECCAS y UTC empezaron, entonces, una intensa campaña de denuncia en la prensa, en la cual se publicaron campos pagados que exigían la respuesta del parlamento ante las demandas realizadas en octubre. Los diputados guardaron silencio mientras el tiempo de la cosecha para la cual los campesinos habían demandado mejoras se acercaba. La FTC organizó entonces una jornada de protestas en cuatro puntos distintos del país para el 14 de noviembre. En los municipios de Zacatecoluca (departamento de La Paz) y Cancasque (departamento de Chalatenango) las movilizaciones se realizaron sin mayor repercusión, pero en Ilobasco (departamento de Cabañas) y especialmente en Quezaltepeque (departamento de La Libertad) la protesta derivó en hechos violentos (Cf. Cabarrús, 1983, Cardenal, 1985; Pearce, 1986).
En efecto, según un reporte de la FTC (1976), en Quezaltepeque se movilizaron alrededor de 2,500 personas, entre campesinos organizados, muchos de ellos de la zona de Aguilares (Cabarrús, 1983), y población no organizada. Se dice que
Cuando iba a comenzar el mitin (…) dos compañeros se separaron un poco de la masa para tomar agua. Los POLICIAS MUNICIPALES, que estaban al acecho como perros rabiosos, se lanzaron sobre los compañeros para capturarlos, pero solo lograron detener a uno que fue conducido a la cárcel de la ALCALDÍA. Este hecho fue denunciado en el mitin y provocó la indignación de toda la masa, pues ya tenemos experiencia de lo que hace el enemigo con los compañeros capturados: torturarlos, humillarlos, asesinaros. (FTC, 1976, p. 4).
Ante estos hechos, “tanto de la masa como de la dirección surgió una sola decisión: NO DEJAREMOS AL COMPAÑERO EN LAS GARRAS CRIMINALES DE LOS CUERPOS REPRESIVOS” (FTC, 1976, p. 4). La dirección nombró entonces una comisión –dos campesinos de FTC, dos maestros de ANDES 21 de Junio y dos estudiantes– encargada de gestionar la liberación del recién apresado. La respuesta de las autoridades fue contundente: no solo se negó la solicitud de la comisión, sino que, según cuenta la FTC (1976):
La respuesta del inspector fue desenfundar su pistola y atacar a balazos a los miembros de la comisión (…). Al mismo tiempo, otros Policías Municipales también abrieron fuego desde el interior de la Alcaldía, utilizando armas calibre 38 y 45 y disparando directamente contra los manifestantes. Al sonar los primeros disparos, la manifestación se dispersó (…) pero un grupo de hombres, de heroicas mujeres y aún de valientes niños, se quedó cerca y armándose de palos y piedras comenzó a defenderse. Poco a poco el grueso de la manifestación volvió a encontrarse. Los policías seguían disparando sin descanso. Pero cuando cayeron los primeros compañeros heridos, las balas no pudieron detener ya a la masa (…). Anta esta combatividad y decisión inquebrantable, tanto Policías Municipales como Guardias Nacionales (…), abandonaron la alcaldía, pasándose al centro penal (p. 4-5).
Después de tales hechos, las orientaciones políticas dadas por las direcciones de FECCAS y UTC fueron realmente mesuradas debido a su estrategia política, la cual concebía la lucha por el socialismo como un arduo y prolongado trabajo de acumulación progresiva de fuerzas; similar por lo demás a la estrategia de Guerra Popular Prolongada de su par armado: las FPL. Con aquellas orientaciones, además, FECCAS y UTC también buscaban evitar estallidos espontáneos que dieran a las fuerzas reaccionarias y al Estado la posibilidad de justificar una masacre al estilo de 1932. “La correlación de fuerzas sigue favoreciendo al enemigo, aunque su moral esté cada día más baja” (FTC, 1976, p. 7), se leía en la primera de una serie de “conclusiones objetivas”, “lecciones” (FTC, 1976, p. 7) que las organizaciones campesinas sacaron de los eventos de Quezaltepeque e Ilobasco. Decía en ese sentido la FTC (1976):
A pesar de que nuestras organizaciones han crecido constantemente y van dando pasos hacia su consolidación, siguen siendo organizaciones pequeñas y tiernas (…). Las dos acciones [se refiere a los hechos de Quezaltepeque e Ilobasco] fueron ESPONTÁNEAS (…). En ninguno de los dos casos se hizo una evaluación seria de las consecuencias. Esto pudo haber sido fatal para nosotros 6 (…). Tenemos que poner en práctica, con espíritu revolucionario, todas las MEDIDAS y NORMAS DE SEGURIDAD, tanto a nivel de bases y organismos, como en nuestras actividades y organizaciones (…). Debemos cuidarnos de PROVOCACIONES para no hacerle el juego al enemigo. Recordemos que el enemigo quiere que nos enfrentemos con él, pero cuando el ponga las condiciones, el lugar, la fecha, porque todo le favorece (p. 7-8).
En todo caso, las jornadas translocales de protestas del 14 de noviembre no dieron resultados favorables: los diputados continuaron sin resolver las demandas que los campesinos habían presentado al parlamento en octubre. El BPR convocó entonces a una multitudinaria manifestación en la capital del país para el día 27 de noviembre. En las calles de San Salvador desfilaron alrededor de 10mil campesinos, maestros, estudiantes y pobladores de barrios marginales, los cuales exigieron el cumplimiento a las reivindicaciones de FECCAS y UTC y protestaron, además, contra la reciente intervención y cierre de la Universidad de El Salvador (UES) por el gobierno del coronel Arturo Armando Molina. Sin embargo, la movilización no dio los frutos inmediatos esperados.
En este ambiente ya caldeado por la combatividad y la tensión política en notable crecimiento ocurrieron los eventos de diciembre de 1976, en los que resultó muerto Eduardo Orellana, un terrateniente adscrito a las corrientes reaccionarias de la derecha oligárquica (Cardenal, 1985). En efecto, el 5 de diciembre de ese año, mientras una fiesta religiosa se desarrollaba en el vecino municipio de Aguilares, unos 250 campesinos de FECCAS se concentraron a las afueras de la hacienda de la familia Orellana, ubicada en la zona norte del departamento de Cuscatlán. Según reportó posteriormente la prensa, los manifestantes exigían “vivienda, tierras propias, agua, luz eléctrica y otras cosas” (Manifestantes asesinan a dueño de la hacienda Colima, 1976, p. 79) para los colonos que serían despojados de sus tierras tras la inundación de la zona por un proyecto de represa impulsado por el gobierno de Armando Molina. No obstante, los hechos fueron confusos; la prensa declaró que “el agricultor don Eduardo Orellana (…) fue asesinado de un balazo en la hacienda Colima (…) cuando intentó dialogar con un grupo de manifestantes” (Manifestantes asesinan a dueño de la hacienda Colima, 1976, p. 79).
Se informó que para atender a los manifestantes salió don Eduardo Orellana Valdés, a eso de las 3 de la tarde, y uno de los que gritaban sacó un revolver y le disparó asestandole un balazo en el estomago. Agregan los informes que el señor Orellana Valdés al verse herido se introdujo a la casa de la hacienda (…). A los pocos minutos se le vio tan delicado que sus familiares optaron por trasladarlo urgentemente a esta capital (…) pero falleció a la altura de Guazapa (Identifican al que mató al señor Orellana Valdés en Colima ayer, 1976, p. 9).
Al día siguiente, siguen los reportes de la prensa, el Juez Primero de Paz de Suchitoto reconstruyó los hechos ocurridos en la hacienda Colima y concluó, a través de las declaraciones de una serie de testigos cuya procedencia no se aclara –al parecer, se trató de otros trabajadores de la hacienda de la familia Orellana que sirvieron entonces como testigos–, que la responsabilidad directa del asesinato de Orellana recaía sobre un campesino de FECCAS y, la responsabilidad indirecta, sobre otros dos dirigentes de la manifestación. El juzgado, la fiscalía y los aparatos de seguridad del Estado, en contuvernio con la prensa, montaron entonces un escandaloso operativo para, supuestamente, dar con el paradero de los acusados7.
Por otro lado, la versión de FECCAS y UTC es totalmente distinta. Se dice, en los archivos de estas organizaciones, que una comisión formada por los manifestantes ingresó a las instalaciones de la hacienda pidiendo hablar con los propietarios y buscando establecer un acuerdo compensatorio que permitiera a los colonos su reubicación en otras zonas (Cardenal, 1985; FTC 1977). Como la respuesta de los administradores de la hacienda fue desfavorable –se negó la presencia en la misma de los Orellana–, “la comisión [negociadora] se dirigió a los campesinos congregados [a las afueras de la propiedad] para informarles del fracaso de su gestión y dar la orden de retirarse” (Cardenal, 1985, p. 538). Los hechos violentos ocurrieron en ese preciso momento, cuando la comisión se reincorporaba a la multitud.
En la hacienda Colina en el Dpto. de Cuscatlán el explotador FRANCISCO ORELLANA ASESINÓ A SU HERMANO mientras disparaba en contra de cientos de compañeros nuestros que se manifestaba en la hacienda para exigirle que los reubicara (…). Ahora el asesino Orellana quiere culpar a 3 compañeros nuestros, los cuales son completamente inocentes (FTC, 1976, p. 2 mayúsculas en el original).
En otro reporte, la FTC (1977, p. 5) señala que después de que “se nos negó el acceso al explotador [se refiere a Orellana] (…) salieron los explotadores, con pistolas en mano, disparando sobre todos los compañeros, acuerpados por 4 policías de Hacienda que también disparaban”. Y continúa:
La desesperación, el nerviosismo que marcaba el estado de ánimo de los explotadores Orellana Valdéz (sic), los llevó a disparar alocadamente y una de las balas hizo blanco en el estómago de uno de ellos causándole la muerte más tarde. De esta manera fue que FRANCISCO ORELLANA asesinó a su hermano EDUARDO ORELLANA VALDÉZ; mientras que los compañeros permanecían en una forma pacífica (FTC, 1976, p. 5).
El hecho conmocionó al grueso del empresariado salvadoreño: los días 6 y 7 de diciembre aparecieron innumerables condolencias publicadas en los principales rotativos del país; el 8 del mismo mes un comunicado firmado por Orellana Valdés Hermanos (1976) declaraba como “responsables de tan lamentable tragedia de la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños (FECCAS), a la Unión de Trabajadores del Campo (UTC) y a los curas tercermundistas de las poblaciones circunvecinas”, a la vez que pidió al:
Supremo gobierno que nos haga justicia, que aplique el rigor de la ley a los culpables de tan vil asesinato de nuestro querido Eduardo Orellana Valdés y que pare de una vez por todas a los agitadores de las mal llamadas Federaciones Cristianas, la UTC y los curas comunistas, que si siguen con sus campañas de falsedades llenarán de luto y violencia nuestra Patria (Orellana Valdés, 1976).
En la misma línea, entre el 8 y el 9 de diciembre, los gremios empresariales publicaron en la prensa furibundos pronunciamientos donde se imputaba a las “hordas de FECCAS y UTC”, en connivencia con los “sacerdotes tercermundistas”, de ser los responsables del asesinato de Orellana. La Asociación Agropecuaria Salvadoreña (ASA) dijo estar “profundamente conmovida y consternada por el vil asesinato del agricultor don Eduardo Orellana” (ASA, 1976), al tiempo que recordó que “hace cinco meses, [ASA] denunció públicamente está situación, pidiéndole al gobierno que pusiera coto a las actividades subversivas de los curas comunistas, protegidos por sus altos jerarcas, para evitar tragedias como la que ahora sufre la familia Orellana Valdés” (ASA, 1976). “Qué hizo el Gobierno” (ASA, 1976), se cuestionaba el gremio, y concluía con un nuevo llamado para que “el Gobierno haga respetar las leyes, poniendo un ALTO DEFINITIVO a las provocaciones de los curas comunistas, cuyo propósito político es desatar en nuestra Patria un alzamiento campesino como el de 1932” (ASA, 1976).
El mismo día, el Frente Femenino Salvadoreño arremetió contra FECCAS y UTC, a quienes acusó no solo del asesinato de Orellana, sino también de “sembrar la cizaña entre los trabajadores del campo (…) indisponiéndolos y lanzándolos contras sus patrones en una abierta provocación, con el propósito evidente de desencadenar (…) una guerra fratricida” (Frente Femenino Salvadoreño, 1976); llamó a las organizaciones campesinas, así mismo, “grupos de clara tendencia subversiva [que] claman abiertamente y en vos a cuello el implantamiento (sic) de un sistema socialista” (Frente Femenino Salvadoreño, 1976). En adición, también ensalzó las supuestas virtudes del terrateniente Eduardo Orellana, de quien dijo que era un “hombre con corazón de oro, que comprendía y ayudaba a los colonos y demás trabajadores del campo” (Frente Femenino Salvadoreño, 1976).
El Frente Femenino Salvadoreño también criticó lo que consideraba la “censurable pasividad de las Autoridades encargadas de velar por el orden y la tranquilidad en el país y de lo cual puede responsabilizarse ya al gobierno de la república” (Frente Femenino Salvadoreño, 1976), a la vez que aseguró que, ante los hechos ocurridos en la hacienda Colima el 5 de diciembre, “cabe grave responsabilidad al Ministro del Interior y a la alta Jerarquía Eclesiástica al permitir, sin tratar de impedirlo, hechos sangrientos” (Frente Femenino Salvadoreño, 1976), como el denunciado.
La ANEP (1976), por otro lado, dijo compartir:
La indignación y el estupor que ha causado (…) el reciente asalto a la Hacienda Colima por las hordas de la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños –FECCAS– y la Unión nacional de Trabajadores del Campo –UTC”, llamando en ese sentido a “tomar una actitud enérgica en contra de QUIENES INSTITGAN, ORGANIZAN Y EJECUTAN DICHOS ACTOS VANDALICOS”.
Por último, FARO recordó el análisis de la situación sociopolítica que su Consejo Coordinador Nacional había hecho hacia finales del mes anterior, en el cual aseguraban que las fuerzas opositoras de la izquierda, “los comunistas”, tenían en marcha una “astuta estrategia global, criminal planificada (sic) por en operaciones de estado mayor, cuyo fin último y principal es la conquista del poder total” (FARO, 1976). Y en seguida, pasó a enumerar los hechos disruptivos y violentos de las semanas previas (incluidos los eventos en Quezaltepeque y la muerte de Orellana aquí reseñados), al tiempo que acusó a FECCAS y UTC de la muerte de “un apreciable miembro de FARO, don Eduardo Orellana” (FARO, 1976). Así mismo, señalaba FARO:
No son esos directivos, lideres o cabecillas los únicos responsables de los crímenes mencionados; tanta o mayor responsabilidad tienen quienes los incitan, dirigen o apoyan, y entre estos sobresalen: los curas párrocos de Quezaltepeque, Juan Roberto Trejo; de Aguilares Rutilio Grande; de Tecoluca, David Rodríguez y los párrocos de Opico, Ilobasco, Suchitoto, Jiquilisco, San Vicente, etc. (1976).
En ese sentido, FARO exigió “a la alta jerarquía de la Iglesia Católica que cumpla y haga cumplir a sus sacerdotes los preceptos constitucionales” (FARO, 1976), al tiempo que declaró “enfáticamente que el Gobierno de la República y las Fuerzas Armadas tienen la obligación inexcusable e imperiosa de actuar enérgicamente para cumplir con sus obligaciones constitucionales de proteger la vida y la propiedad de los particulares amenazados” (FARO, 1976).
Para responder al ataque de los gremios empresariales, el Arzobispado de San Salvador publicó un elocuente pronunciamiento el 11 de diciembre en el cual lamentó la muerte de Orellana “como lamentamos la muerte violenta e injusta de cualquier persona humana” (Arzobispado de San Salvador, 1976), a la vez que rechazó las “declaraciones falsas y calumniosas” de los grupos reaccionarios y llamó a las autoridades competentes a indagar “adecuadamente, con toda imparcialidad” (Arzobispado de San Salvador, 1976) el caso. Asimismo, el arzobispado señaló a la ubicua injusticia existente en el campo salvadoreño como la causa de la agitación social en el país. El mismo día, no obstante, el gobierno de Molina dio muestras de responder positivamente a las presiones de las élites agroexportadoras: tropas del ejército bien pertrechadas invadieron el pequeño poblado El Paisnal, al norte de San Salvador, al tiempo que se iniciaba una larga persecución contra la iglesia y se recrudecía la represión contra el movimiento campesino y popular en general.
Como puede apreciarse, para el bienio de 1975-1976 las movilizaciones campesinas tomaron características un tanto distintas a las de período previo. En primer lugar, están motivadas en lo inmediato por demandas que rebasan, indudablemente, el marco de la comunidad local y los problemas específicos de grupos particulares de campesinos. Las protestas más importantes de este período exigen regulaciones y mejoras en las condiciones laborales para todo el campesinado del país, por lo que son demandas proactivas. Por eso mismo, los campesinos interactúan y se enfrentan aquí con actores nacionales (el Estado, las élites agrarias, el arzobispado de San Salvador), ponen en juego coyunturas y episodios de confrontación de la misma envergadura (jornadas de amplias movilizaciones en septiembre y octubre de 1976) y tienen como escenario geográfico de desarrollo los espacios translocales y nacionales. Los niveles de organizaciones alcanzados por los campesinos son también ya diferentes en el bienio de 1975-1976: las más importantes movilizaciones de este período, a diferencia del anterior, son organizadas y conducidas por dos grandes y bien estructuradas organizaciones rurales: FECCAS y UTC.
1977: con o sin (y contra) el Estado
La negativa del parlamento para responder positivamente ante las demandas de los campesinos, sumado al ambiente cada vez más amenazante instalado tras las protestas de noviembre y diciembre de 1976 y la forma en que el gobierno de Molina y las élites agroexportadoras respondieron ante estas, favorecieron un nuevo cambio en las modalidades la contienda campesina; a la vez que se mantenían, parcialmente, las acciones reivindicativas (proactivas y reactivas; locales, translocales y nacionales), los campesinos buscaron la solución de sus demandas antes dirigidas al Estado a través de acciones que implicaron el ejercicio de la autoridad y el poder de la organización campesina por fuera, y de hecho, en contra de los dictados del poder público y la política de las élites agroexportadoras. El repertorio que expresó este cambió fue, sin duda, la toma de tierras ocurridas durante todo el año de 1977.
Termina el año de 1976. De la misma forma que demandaron aumentos salariales y mejores condiciones laborales en las plantaciones de café, algodón y caña de azúcar y amparados en la Ley de Arrendamiento de Tierras, FECCAS y UTC exigieron al Ministerio de Agricultura que pusiera un paro a la negativa creciente de los terratenientes a rentar una porción de tierra a los campesinos, agregando que aquella renta debía ser a precios asequibles. Los campesinos esperaban que el gobierno respondiera positivamente a sus demandas, por lo menos parcialmente, para finales de ese año o a principios del siguiente, de cara a la temporada de cultivo de granos básicos que se iniciaba regularmente en abril. Sin embargo, como ni el ministro de agricultura ni otra autoridad competente se pronunciaron sobre las demandas de los campesinos (y probablemente teniendo como antecedente las peticiones irresueltas de octubre de 1976 señaladas arriba), las organizaciones campesinas prepararon entonces una serie de tomas de tierras coordinadas, al principio pacíficas, en distintos puntos del país para el 5 de abril de 1977 (Cf. Cabarrús, 1983; Pearce, 1986). La decisión, al parecer, llegó desde arriba, desde la dirección de la FTC. Dice un campesino de cabañas al respecto:
La dirección de FECCAS mandó una circular que distribuimos en las bases de Cinquera, Jutiapa, Azacualpa y Tejutepeque. En la circular FECCAS llamaba a realizar unas cuantas tomas de tierras, programadas para la media noche del 5 de abril de 1977. Las tomas tenían que ser sincronizadas, y debíamos entrar por diferentes rumbos para no ser detectados. Esas tomas eran las primeras acciones fuertes, por lo que le llamamos el primer “bombazo”. Nosotros sentíamos que la vida se nos retorcía, sobre todo al pensar que teníamos que ir de frente dando la cara; ese temor nos empujaba a muchas dudas y hasta nos daban ganas de arrepentirnos, pero cuando vimos que la gente de las bases respondieron (sic), se nos fue quitando la timidez y fuimos recuperando el espíritu, de manera que comenzamos a levantar la cabeza (Alvarenga, 2008, p. 139).
Se organizaron, de ese modo, tomas de tierras en varias fincas y plantaciones agrícolas de los municipios de El Paisnal (departamento de San Salvador), Tecoluca (departamento de San Vicente), Zacatecoluca (departamento de La Paz), Tejutepeque, Jutiapa, Cinquera (departamento de Cabañas), Azacuapa y otros puntos del oriente del departamento de Chalatenango (Cf. Alvarenga, 2008; Cabarrús, 1983, Pearce, 1986). Para cuando las tomas de tierras comenzaron, los campesinos habían organizado, recientemente, comités de autodefensa (aunque estos no eran para entonces más que pequeñas células –o a veces incluso un solo delegado– responsables de la seguridad del grupo), que no dudaron en utilizar en las tomas. Un campesino de Cabañas a cargo de la toma que tuvo lugar en el municipio de Cinquera cuenta como esta se organizó en su localidad:
[El] 5 de abril [día de la toma], como que los de ORDEN8 olfatearon lo que estaba pasando, porque al ser más de quinientos los que íbamos a participar de Cinquera, comenzamos a realizar movimientos anormales, ya que estábamos preparando los peroles para cocer maíz, comprando azúcar, frijoles, cal, sal, arroz y todo lo que nos pudiera servir para vivir en esas tierras que nos íbamos a tomar (…). Todos salimos a las 7.30 p.m. de las casas y por diferentes rumbos (…) cuando ya eran las 12.00 de la noche (…) nos dieron la orden de entrar a las tierras. Todos entramos. La hacienda estaba cultivada de plantillas de caña, pero los coordinadores de la toma dieron la orden de arrancarlas (…) Uno de los que más animaba las actividades de esa toma era un compañero universitario que le llamábamos “Chile Verde” (…) Nos informaron que el patrón tenía 10 agentes de la guardia y muy armados, cosa que nos dio cierto temorcito y algunos hasta queríamos chiviarnos [retirarse de la toma], pero “Chile Verde” agarró una barita y se puso a hacer una línea recta en medio del terreno y dijo: “Nadie se va de aquí, los compañeros que tengan huevos revolucionarios, que den un paso al otro lado de la raya”. La decisión era maldita, pero el primero que dio un paso y cruzó la raya, fue un viejito de 70 años y sus hijos. Ese fue un reto bien jodido, porque ¿Quién diablos se iba a quedar atrás cuando el viejito ya había dado un paso adelante? Todos, o algunos, estábamos temblando, pero ahí estábamos. “Chile Verde” y otros compañeros nos orientaron para que fuéramos a cortar varas de bambú y ramas para hacer las ramadas. Así es como caímos en la cuenta de que la toma no era para un ratito, sino para más tiempo del que pensábamos (Alvarenga, 2008, p. 139-140).
La respuesta del gobierno ante las tomas de tierra fue diferente de un lugar a otro, a pesar de que, a la larga, todas cayeron en manos de la fuerza pública del Estado. En efecto, en algunos puntos, particularmente en los municipios de Cabañas, las tomas persistieron durante todo el año sin una intervención militar decidida, pero en otros los aparatos de seguridad del Estado, incluida la fuerza armada, irrumpieron violentamente y desalojaron a los campesinos movilizados. El caso de El Paisnal y los eventos colaterales ocurridos en el vecino municipio de Aguilares son el ejemplo más brutal en ese sentido. En todo caso, ahí donde las tomas persistieron, los campesinos lograron, aunque sea parcialmente, la satisfacción de sus demandas originales: acceso a la tierra para el cultivo de granos básicos, yendo incluso más allá al constituir incipientes espacios autónomos de sociabilidad política en los márgenes de la ley y del Estado.
Durante ese año [1977] que nos mantuvimos en esas tierras tomadas –dice un campesino de la zona–, sembramos maíz, frijoles y todo tipo de hortalizas, y hasta llegamos a tener talleres de formación. En esa toma también tenían talleres los sindicatos, los estudiantes de la Universidad, de secundaria, los maestros y los religiosos. Era una experiencia educativa en todos los sentidos. Tan importante fue nuestra actividad en esas tomas, que hasta llegaba gente de otros países a querer conocer la experiencia. Pero el gobierno y los militares siempre nos asediaban y hasta mandaban avionetas que volaban sobre nosotros, tirándonos panfletos y propaganda para hacernos guerra psicológica y que nos diera miedo para que nos fuéramos (…). Al final de ese año de habernos tomado la tierra, en 1978, cuando ya casi todo se había calmado, comenzó a escucharse el rumor de que los cuerpos represivos nos iban a invadir (…) La toma terminó, pero nosotros seguimos trabajando para reivindicar nuestros derechos. (Alvarenga, 2008, p. 140).
En Chalatenango las tomas subsistieron hasta finales de agosto, después de que una media centena de agentes de la Guardia Nacional y la Policía de Hacienda, sumados a los efectivos de ORDEN que patrullaban permanentemente la zona, se lanzaron en contra de los campesinos movilizado, asesinaron a tres de ellos (entre ellos, a dos “delegados de la palabra”) e intimidaron al resto (Pearce, 1986). En El Paisnal y Aguilares las acciones fueron más cruentas: unos 2mil elementos del ejército invadieron la ciudad el 19 de mayo con helicópteros, tanques, vehículos blindados y una vasta cantidad de armamento pesado; se desalojó violentamente a los campesinos que participaban de la toma, al tiempo que se requisó casa por casa en búsqueda de “material subversivo”. Un comunicado oficial del Ministerio de Defensa reportó que “un soldado y seis civiles resultaron muertos en un enfrentamiento que se registró hoy [20 de mayo], en las primeras horas del día, en el área urbana de la ciudad de Aguilares, departamento de San Salvador” (Enfrentamiento en Aguilares, 1977, p. 1), después de que contingentes policiales intentaron catear una de las casas en la cual se encontró, supuestamente, “material de tipo subversivo, pelucas, máscaras, bombas de fabricación casera y proyectiles calibre 38 y 45” (Enfrentamiento en Aguilares, 1977, p. 44).
Cualquier tipo de actividad reivindicativa, política y pastoral fue entonces ligada a la labor “subversiva” de las FPL que, efectivamente, operaba en la zona, pero que estaba lejos de controlar completamente la situación. La ciudad fue virtualmente sitiada: se prohibió la libre entrada y salida de sus habitantes y se restringió al máximo la movilidad interna del municipio. Al mismo tiempo, otro contingente asaltó la parroquia de Aguilares, asesinó al sacristán y apresó a otros tres religiosos extranjeros que fueron puestos de inmediato en manos del Ministerio del Interior, el cual los expulsó del país argumentando que habían “realizado actividades subversivas desde hace varios años, alterando la paz social y promoviendo la intranquilidad ciudadana” (Enfrentamiento en Aguilares, 1977, p. 44). Los bienes de la iglesia fueron maltratados y algunas de sus propiedades corrieron la misma suerte que los sembradíos (frijol y maíz principalmente) de los campesinos de la zona: fueron hurtados por ORDEN y otros miembros de los aparatos de seguridad del Estado.
De esa forma, los municipios de Aguilares y El Paisnal permanecieron sitiados durante un mes, después de lo cual las fuerzas de seguridad del Estado se retiraron. La brutal represión contra la población de la zona no solo terminó con las tomas de tierras, sino que también tendió a recrudecer aún más un ambiente represivo ya bañaste exacerbado, lo que a la larga imposibilitó el ejercicio de la actividad reivindicativa y política no armada. La actividad armada de las OPM apareció entonces como la única forma de contienda y participación política realmente viable. Se vivía entonces en los bordes de la guerra civil, a la cual se incorporarían en masa los campesinos entre 1978 y 1981.
Las tomas de tierras fueron, sin duda alguna, el repertorio de acción preponderante durante el año de 1977. Esta modalidad de contienda puso sobre el primer plano características ya observadas en las protestas previas del bienio de 1975-1976: se trató de movilizaciones con demandas que rebasaron el marco de lo local y fueron organizadas por dirigentes y organizaciones con alcance nacional; interactuaron, en ese sentido, con actores también nacionales. Fueron, por otro lado, movilizaciones proactivas que buscaron avanzar en la conquista de mejoras básicas para todo un amplio y heterogéneo sector de clase: el campesinado en general. El signo distintivo de la toma de tierras, no obstante, fue su arrojo por concretar las demandas campesinas por fuera, y de hecho en contra, del poder público y privado del Estado y las elites agrarias respectivamente. Estuvieron expresadas en estas movilizaciones de 1977, aunque en germen y de una forma que aún no logra cristalizar, atisbos de una voluntad de dirección política del conjunto de la vida rural; de una voluntad estatal.
Conclusión
Como puede apreciarse a lo largo de este artículo, entre 1969 y 1977 se sucedieron claramente tres períodos diferenciados de protestas campesinas no armadas dirigidas en su mayor parte por FECCAS y UTC; cada uno de estos períodos estuvo caracterizado por una forma o modalidad preponderante de contienda política. En su conjunto, lo que se tiene en el corte es un claro proceso de escalamiento de la actividad reivindicativa y política de los campesinos salvadoreños, las cuales pasaron de protestas locales y reactivas a movilizaciones translocales, nacionales y con atisbos de voluntad estatal. La diferencia clave de cada modalidad de contienda se encuentra en tres configuraciones de factores estrechamente vinculados: a) el alcance reivindicativo o programático, geográfico y político de las movilizaciones, vinculado, además, al tipo de contrincantes con los que los contendores se enfrentaron; b) la naturaleza de la demanda considerada; y c) el poder y los recursos humanos, políticos y organizativos que fueron capaces de acumular y desplegar en el terreno los contendores. Como tales, estos factores son meramente analíticos; en la realidad se presentaron de forma indisociable, interconectados e influyéndose el uno con el otro.
En el primer período, de 1969 a 1975, el alcance reivindicativo de las protestas campesinas estudiadas fue puramente local. En efecto, el motivo inmediato de la contienda fue la resolución de problemas específicos de grupos particulares de campesinos; el alcance geográfico y político fue igualmente local: se trató de movilizaciones que, en su mayor parte, no sobrepasaron los marcos de un municipio, o a veces de una hacienda, y tuvieron solo escasa o nula repercusión en la vida pública y en la política nacional. La naturaleza de la reivindicación fue claramente reactiva: el propósito de la movilización tuvo que ver siempre con la defensa de algún recurso o bien que estaba amenazado por la representación local del Estado, las élites agrarias u otro actor con mayor peso. No resulta extraño, entonces, que los campesinos no lograran desplegar aquí gran capacidad de movilización; salvo raras excepciones, las protestas de este período estuvieron basadas en redes informales antes que en organismos reivindicativos. La movilización fue, por tanto, más espontánea y horizontal.
En el bienio de 1976-1977 la situación cambió considerablemente. El alcance geográfico y político de las demandas se amplió al ámbito translocal y nacional, lo cual provocó la reacción furibunda de grandes actores nacionales. Programáticamente las movilizaciones también avanzaron; aunque se mantuvieron reivindicaciones específicas sobre problemas particulares, se elaboraron (y esto fue lo preponderante en este sentido) agendas de lucha y reclamos tendientes a cambiar la situación de todo el campesinado en general. Además, la reivindicación se volvió proactiva; aunque la defensa de recursos se mantuvo, la lucha por mejorar las condiciones de vida del campesinado se amplió y dominó el panorama. Para este momento, asimismo, los campesinos habían alcanzado ya importantes niveles de organización, aunque sobre la base de las informales redes previas; por ello, fueron capaces de desplegar grandes recursos y disputar sus reivindicaciones en la escena pública nacional, si bien sin gran éxito.
En 1977, el tercer período considerado, la naturaleza de las demandas y su alcance reivindicativo, geográfico y político se mantuvieron. Pero lo decisivo, y el cambio más importante, ocurrió en el campo de los recursos y la acumulación de fuerzas que los campesinos fueron capaces, y tuvieron la voluntad, de desplegar en diferentes partes del territorio nacional. En ese sentido, y a diferencia del bienio previo, las elites agrarias y el Estado no fueron capaces, en este año, de doblegar y someter de golpe el desafío campesino. Los aparatos coercitivos del Estado y las fuerzas paraestatales de las élites agrarias dominaron, por supuesto, pero solo a mediano plazo (es decir, hacia 1978) y a través de una inusitada escalada represiva que debió sostenerse por un lustro completo (1977-1982); por ello, la derrota de las tomas de tierras y el dominio material de las movilizaciones campesinas en estos años fue solo relativo: la escalada represiva no eliminó de lleno el poder organizativo y contencioso alcanzado por los campesinos; antes bien, frente a la imposibilidad de continuar la contienda por métodos prioritariamente no armados, el Estado y las élites agrarias obligaron a los contendores rurales a recurrir sistemáticamente a la lucha armada en todo su despliegue.