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Diálogos Revista Electrónica de Historia

On-line version ISSN 1409-469X

Diálogos rev. electr. hist vol.16 n.2 San Pedro Jul./Dec. 2015

 

Espacios y fisonomías de lo cotidiano en el Archipiélago de Chiloé (Chile), siglo XIX

Spaces and physiognomies of everyday life in the Archipelago of Chiloé (Chile), S. XIX

Marco Antonio León León1*

Resumen

A través del estudio de tres aspectos de la vida cotidiana en el archipiélago de Chiloé durante el siglo XIX, relativos a la forma y características de sus ciudades, viviendas y población, se exponen los condicionamientos que la misma geografía de la zona ha impreso en las formas de vida. Los relatos de exploradores y viajeros, no solo corroborarían dicha impresión, sino además constituirían la principal fuente para adentrarse en el estudio de una identidad, si bien construida externamente a los isleños, igualmente reiterada y refrendada discursivamente con el paso de los años, haciéndose más evidentes los factores de permanencia antes que los de cambio en este particular escenario geográfico y humano.

Palabras claves: Identidad, geografía, cotidianeidad, comunidad, cultura local.

Abstract

By studying three aspects of everyday life in the archipelago of Chiloé in the nineteenth century, relating to the form and characteristics of their cities, homes and population, the constraints are set to the same geography of the area printed in lifestyles. The accounts of explorers and travelers, not only corroborate this impression, but also constitute the main source to delve into the study of identity, although the islanders built externally, and endorsed further settled discursively over the years, becoming more apparent retention factors before the change in this particular geographical and human scenario.
 
Keywords: Identity, geography, daily life, community, local culture.

Introducción

El estudio de la vida cotidiana ha cobrado fuerza desde las últimas décadas en función del rescate de la historicidad de los sujetos comunes y corrientes y de sus múltiples formas de vida, aspecto que ha permitido explicar y comprender no solo estructuras sociales y simbólicas más complejas, sino a la vez dar diversidad y elasticidad a conceptualizaciones excesivamente categóricas y universales como las de sociedad, cultura, ideas y creencias, entre otras. Se ha criticado de esta línea historiográfica su preferencia por la anécdota, la descripción excesiva y la acentuación de la permanencia sobre el cambio; pero más allá de que exista una cuota de verdad en ello, es claro que la apuesta final es otra: entender el "mundo" a partir de lo particular (Geertz, 1994), lo cual también le entrega un sentido al pasado, define el presente entre la rutina y lo excepcional, y proyecta un futuro. Se concentra así en el rescate, como dijimos, de una historicidad normalmente desdeñada tanto por la historiografía política, por el énfasis económicosocial del marxismo y el estructuralismo, y por la historia de la cultura centrada en las elites. Lo que busca la historiografía de lo cotidiano, a grandes rasgos, es entender y problematizar el vínculo entre los seres humanos y su historia individual y colectiva (De Certeau, 1999; Gonzalbo, 2006; Pounds, 1992).

El énfasis que se ha dado en este escrito al estudio de la vida cotidiana no es casual. Entendemos que los procesos de enlace entre los individuos y su cotidianeidad se logran a través de diversos medios, además de la experiencia adquirida y las representaciones que las personas se hagan de ella, las cuales son fundamentales para la construcción de la experiencia cotidiana. Por ende, esta no se construye fuera del contexto social de los sujetos, sino que se realiza en estrecho contacto con él. En nuestro caso, aludimos a un contexto de insularidad geográfica. Así, al ser la vida cotidiana algo común a todos los seres humanos, las conexiones socioculturales como los diferentes procesos que la originan tienden a reproducirse continuamente. De esta manera lo cotidiano se crea y transforma incesantemente, ya que es el marco básico donde los individuos se relacionan entre sí y las experiencias y representaciones (sociales e individuales) se retoman, desechan o adaptan según las circunstancias que se impongan en un determinado momento (Gonzalbo, 2006; Heller, 1977). En tal sentido, y a diferencia de quienes la critican, creemos que la vida cotidiana no se concentra solo en lo que permanece. Tampoco creemos que sea solamente descripción, pues las fuentes narrativas que aquí y en otros trabajos de similar naturaleza se utilizan buscan no solo contar algo, sino a la vez explicarlo, tienen un mensaje, pues apuntan a un público determinado, que en el caso del siglo XIX es el de las autoridades políticasadministrativas y las elites.
 
Nos ha interesado abordar el estudio del archipiélago de Chiloé, ubicado en el extremo sur de Chile, por sus características particulares respecto del resto del país. Se trata de una "isla grande", rodeada por cerca de 40 islas menores, que dan forma a una realidad geográfica que durante siglos determinó un modo de vida bastante particular: cerrado sobre sí mismo, dependiente de los recursos de la tierra y el mar, y muy proclive a las supersticiones, creencias mitológicas y seres fantásticos. Caracterizada esta realidad geográfica y humana por la historiografía como una "frontera cerrada" desde el periodo colonial (Urbina, 1983), dicha condición convirtió al archipiélago en una de las pocas zonas del país donde la permanencia fue más evidente que el cambio a medida que avanzó el siglo XIX, pues los principales hitos que quebrantaron la continuidad se presentaron más bien en el plano político (desde 1826 en adelante con la independencia del archipiélago y su transformación en provincia), en el institucional (creación de la Intendencia y del Obispado) y en el económico (con la lenta y desigual adopción del capitalismo en la segunda mitad del siglo en algunas ciudades), más que en los ámbitos sociales y culturales. De hecho, la reconstrucción que de su historia ha hecho la historiografía local (Barrientos, 1948; Cavada, 1914; Schazenberg y Mutizábal, 1926), refleja tal dualidad.

Estimamos que el estudio de la vida cotidiana en Chiloé puede ser una buena estrategia intelectual para una meta mayor: el estudio de la construcción cultural de la identidad chilota que, a pesar de la globalización y sus consecuencias, busca sobrevivir hasta el día de hoy. Creemos que los relatos de autoridades, viajeros y exploradores aquí seleccionados, en función de su acceso y contemporaneidad, describen y explican a la vez una realidad geográfica y humana que fue bien observada y revisada en sus distintas narraciones. Aunque estos relatos sean fundamentalmente externos a los propios chilotes, ellos permiten formarse una idea de cómo era entendida la cotidianeidad y la identidad de los isleños para entonces, conceptualizada a partir de su dependencia con el entorno natural, la permanencia y antigüedad de sus creencias y costumbres (pues las filiaciones con el pasado colonial son recurrentes) y su escasa incorporación y valoración de la novedad. Siguiendo esta línea de trabajo, nuestro estudio busca argumentar que el análisis de la vida cotidiana de Chiloé durante el siglo XIX —la centuria menos estudiada y profundizada en los últimos años (Guarda, 2002; Urbina, 2002, 2010), salvo escasas excepciones (Urbina, 2001; Carreño, 1997) — , ayudaría a entender y comprender los rasgos de una identidad isleña forjada en un medio geográfico que moldearía tanto su cultura material como inmaterial. Ello, creemos, permitiría asimismo hacer significativos muchos de los rasgos actuales de dicha cultura bordemar, bautizada así por compendiar las influencias terrestres y marítimas que signan la vida de sus habitantes hasta el presente.
 
La visión sobre las ciudades y su entorno

¿Cómo marcó la geografía de Chiloé a los emplazamientos urbanos? Desde el periodo colonial las comunicaciones en el archipiélago chilote se efectuaron por vía marítima, dadas las dificultades del contacto por tierra, que era obstaculizado por bosques impenetrables, terrenos montuosos y quebradas; en general había una espesa selva que llegaba hasta el mar y no permitía habilitar caminos. Esta tupida vegetación impedía internarse en el territorio y obligó a los navegantes a seguir las sinuosidades de las playas y a elegir a algunas de ellas para radicar allí a la población en aldeas, caseríos y propiedades a cargo de una sola familia. Este era el panorama que seguía vigente a comienzos del siglo XIX.

Observadas desde la costa, cada una de estas agrupaciones humanas se componía de una iglesia, una escuela y media docena de casas al borde del agua, pues para trasladarse de un punto a otro el mar prestaba una vital utilidad, aparte de que la playa también permitía el desplazamiento a pie y a caballo, en especial durante la bajamar, pues muchos accesos se inundaban haciendo imposible el tránsito. Cuando era preciso transportar alimentos para venderlos en el mercado de alguna ciudad, o traer provisiones desde allí, debiendo pasar obligadamente por tierra, no era extraño ver cómo los campesinos confeccionaban y trasladaban canoas que, arrastradas sobre el barro, permitían llevar carga bastante pesada entre trayectos considerables a modo de una carreta con bueyes. Dichos maderos cavados eran los llamados dornajos de tira, usados igualmente sobre los planchados (caminos con tablones de madera sobre la tierra), propios de un medio geográfico que no permitía otras vías de comunicación (Cuadra, 1866, pp. 266276).

Los centros poblados más significativos eran San Carlos de Ancud (De Beranger, 1893), capital de la provincia desde 1834 y sede del obispado; Castro, capital del departamento del mismo nombre, y Achao, capital del departamento de Quinchao. Cierta cantidad de población, aunque no de manera permanente, pues estos lugares solo cobraban vida en determinados momentos del año, se concentraba en caseríos como Tenáun, Chacao, Lliuco, Quemchi, Quicaví, Dalcahue, Curaco, Chonchi, Puqueldón, Quinchao, San Javier y Quenac. Los puertos más frecuentados eran los de San Carlos y Chacao, al norte de la Isla Grande, y Dalcahue y Castro en la costa este de la misma isla. Respecto del poblado de Queilen, por mucho tiempo su denominación fue imprecisa, pues la puntilla donde se ubicaba fue conocida coloquialmente como el "comedio de los payos", pero a partir de las décadas de 1870 y 1880 se optó por usar su nombre veliche que significa rabo o cola. No obstante, al momento de habilitarla como puerto menor, un decreto del presidente José Manuel Balmaceda estableció que debía llamarse Puerto Grille en recuerdo del capitán español Cipriano Antonio de Grille y López de Haro. Tal situación "no fue asimilada por la población y sin quererlo el decreto del presidente Balmaceda logró lo que los años de uso no habían conseguido: unificar la denominación del poblado bajo el título de Queilen" (Larrocau, 2000, p. 54).

La carencia de una imagen de ciudad, como la que se esperaba por las autoridades del continente, fue hecha notar desde temprano por viajeros y exploradores. Charles Darwin decía escuetamente que la aldea de Chacao había sido "en otros tiempos el principal puerto de la isla, pero habiéndose perdido un gran número de barcos a causa de las peligrosas corrientes y de los numerosos escollos que se encuentran en los pasos, el Gobierno español hizo incendiar la iglesia y así arbitrariamente obligó al mayor número de habitantes de ese pueblo a trasladarse a San Carlos" (Castro, 1995, p. 159). Sobre Castro la impresión no mejoraba, pues allí aún se veían:

Los rastros del plano cuadrangular común de las ciudades españolas; pero las calles y la plaza están en la actualidad recubiertas de una espesa capa de césped que ramonean los carneros. La iglesia, situada en el centro de la población, se halla completamente construida de madera y no carece ni de aspecto pintoresco ni de majestad. El hecho de que uno de nuestros hombres no pudo lograr adquirir en Castro ni una libra de azúcar ni un cuchillo ordinario dará una débil idea de la pobreza de esa ciudad, aunque viven aún en ella algunos centenares de personas. (Castro, 1995, p. 159).


Las precariedades de todo tipo habían marcado al archipiélago desde temprano, pues Ancud y Castro tenían mayoritariamente casas modestas construidas solo de madera y con techo de tejuelas. Las viviendas que se consideraban más acomodadas, lo eran más bien en función de su tamaño y no tanto por el lujo o decorado. La pobreza de la población y de sus moradas influía al momento de emitirse opiniones sobre una ciudad. El uso de la madera podía tener ventajas en la zona por su fácil acceso y costo, aunque era un dolor de cabeza al momento de enfrentar tragedias como los incendios, fruto de descuidos humanos, pero también potenciados por las cambiantes corrientes de aire y los fuertes vientos. Las secuelas de uno de esos siniestros fue lo que pudo evaluar el teniente ruso N. Fesun en su llegada a Ancud en 1861, describiendo a esta ciudadpuerto como:

Enteramente compuesta por pequeñas casitas de madera; [lo que] desde lejos hace recordar Petropavlovsk en Kamchatka. Hace varios años la ciudad fue exterminada por un incendio, sus habitantes en general no son ricos, razón por la cual la reconstrucción ha sido bastante lenta, y en su aspecto actual no es atractiva... los habitantes de la ciudad asombran por su flojera y desaseo; entre la plebe hay muchos tipos de indios mezclados con chilenos. Cuando en la rada no hay barcos comerciales que requieren de mano de obra para carga y descarga, en las calles hay durante el día entero, especialmente en las tardes, música y bailes; la ebriedad es muy común. La clase alta se dedica al keif [ocio], a los chismes, al agua con hielo y azúcar (con el último ingrediente en casos extremadamente solemnes), y a la inevitable zamacueca, el baile nacional chileno. (Citado en Norambuena y Uliánova, 2000, pp. 423424).


Avanzadas las décadas, la fisonomía de muchas ciudades no había cambiado significativamente. Gracias a la información proporcionada por el censo de población en 1885, sabemos que Ancud contaba con 3 825 casas, 418 ranchos y 122 cuartos; mientras que Castro tenía 5 620 casas, 914 ranchos y 21 cuartos, y Quinchao 1 835 casas, 512 ranchos y 9 cuartos (Oficina Central de Estadísticas, 1876, 1900). La preponderancia de Castro no implicaba que hubiese un mayor desarrollo de la infraestructura urbana, como se comprenderá. A principios del nuevo siglo, y a pesar del crecimiento económico que había experimentado Ancud producto del comercio maderero (ciprés y alerce), la impresión que provocaba no era de las mejores. Al decir del inspector de colonización Alfredo Weber (1903), cuando alguien desembarcaba en dicho puerto:

Se [sentía] profundamente desilusionado al observar, a dos pasos del muelle, una dársena mugrienta, depósito de basuras, i sentados en filas, sobre las piedras mohosas, algunas docenas de holgazanes, mudos, descalzos, harapientos; i a su lado otra fila compacta de jotes, tan indiferentes i apáticos como aquellos, i mas alla algun grupo de mendigos en toda su asquerosa indijencia. (p. 134).


En las islas al interior del archipiélago, vivían pequeños grupos de aborígenes en estrecho contacto con las playas, pues obtenían su sustento más del mar que de la tierra. No había ciudades y ni siquiera aldeas, salvo nombres sobre un mapa que intentaban definir un sector que en alguna eventualidad, como la llegada de misioneros o una fiesta religiosa, concentraba grupos humanos de manera coyuntural, pero que pasado el momento volvía a quedar deshabitado, regresando los pobladores a sus respectivos y dispersos hogares. Como no existían almacenes ni tiendas de aprovisionamiento, el comercio debía hacerse en bote a la Isla Grande o al continente. La visión más característica de tales caseríos, era la que mostraba un paisaje saturado de vegetación con un pequeño claro donde se emplazaba una iglesia, una escuela y una o dos residencias, cada una rodeada por una tranquera. Los indígenas vivían en tales condiciones:

En casitas aisladas a orillas del mar o en los potreros, donde ordeñan sus ganados de vacas i ovejas para comerciar la leche en Ancud. Allí en sus casas se dedican a cultivar el terreno con arvejas i papas, i después rodeados de su familia i alrededor del fuego, se trasmiten todas las tradiciones i supersticiones de encantos i brujerías con que han explotado su credulidad algunos de entre ellos que descollan en astusia i ociosidad. (García, 1864, p. 460).


El ayudante de la comisión encargada de explorar el archipiélago a cargo del capitán de fragata Roberto Maldonado, Aurelio Leguas, constataba a finales del siglo XIX la permanencia de este modo de vida, dependiente, en parte, de la tierra cultivable para lograr el sustento del hogar, pero fundamentalmente del mar para alimentarse y comunicarse con otros lugares e intercambiar, a través del trueque, objetos y provisiones. Su relato confirma que muchos de los lugares registrados en los mapas, solo tenían una concentración humana muy ocasional:

La población, en su mayor parte, es ordinariamente propietaria de terrenos útiles para la labranza y ocupan sus heredades; esto hace que los pueblos sean pequeños y apenas una corta agrupación de casas se hallan ubicadas en contorno de la capilla, que los curas sólo visitan una o más veces al año, y de ordinario, para celebrar el santo de su advocación, lo que da lugar a cierta animación a la localidad, por la aglomeración de gentes del distrito y de otras capillas. (Citado en Maldonado, 1897, p. 355).


Las escasas ciudades, o las que podían considerarse como tal, no habían experimentado en esencia grandes cambios ante los ojos de quienes las observaban, lo que sin duda creaba una imagen general del archipiélago como un territorio bárbaro e incivilizado que no presentaba mayores atractivos, salvo en lo concerniente a la explotación maderera. Tal construcción sociocultural, con proyecciones al nuevo siglo, fue reforzada al momento no solo de describir las particularidades de una ciudad, sino también al comenzar a caracterizar las viviendas y los modos de vida que se derivaban de ellas (Cuadra, 1866; Martin, 1881; Tornero, 1872), conceptualizados también como atrasados en función de un país que deseaba extender una impronta de progreso que la nación republicana y la economía capitalista industrial y financiera, decían representar.

Las características y funciones de las viviendas chilotas

A fines del siglo XVIII, el religioso franciscano Pedro González de Agüeros (1988) entregó una imagen de lo que eran las viviendas chilotas de entonces, descritas como:

Unos mal formados ranchos de palos y tablas: pero tal disposición los mas, que para tapar las junturas y huecos que median entre ellos, se valen de pedazos de pellejos de carnero, y trapos viejos. Los techos son de paja, y es forzoso renovarlos con freqüencia para evitar el que los pasen las aguas. Luego que se entra del umbral de la puerta para dentro está a la vista toda la casa con quanto en ella tienen, y allí se hallan tambien las gallinas, y otros animales domésticos. Son muy raras la casas que en su puerta tienen cerradura y llave, y en lugar de esto usan unas tranquillas, diversas unas de otras, pero muy seguras. (pp. 111112).

 
Este panorama no era muy diferente del que podía observarse en muchos lugares del archipiélago aún avanzado el siglo XIX. Por lo general, las casas que caracterizaban este mundo isleño eran de madera con un techo elevado y con pendiente para facilitar el descenso de las aguas, siendo los costados recubiertos de tejuelas de alerce, aunque en los villorrios, o a orillas de los canales y los ríos, se usaba el ciprés o mañihue. Al lado de las viviendas se ubicaba el chiquero, donde se criaban los cerdos; el caldizo, en el cual se encerraban las ovejas, y el campanario, que servía para guardar las cosechas. Todos estos espacios tomaban su disposición en medio de un pequeño predio rodeado por una cerca, también de madera, dentro de la cual se movían con suficiente holgura cerdos, vacunos y caballos. Quienes no optaban por la madera, vivían en ranchos hechos de barro, aunque no era lo común. La piedra y el ladrillo tenían poco uso, de modo que el aspecto general de los centros poblados reflejaba a su vez el principal recurso de los habitantes. Los cercos eran construidos con estacas que sostenían hileras de tablas o trozos de troncos enterrados en el suelo con una baja y maciza empalizada. Frente a las casas, en dirección a la playa, una reja circular se internaba en el agua, a modo de trampa, para atrapar a los peces que allí se depositaban durante la hora de la marea baja (Juliet, 1871; Maldonado, 1897). Estos eran los corrales de pesca, los mismos que Darwin había divisado en su visita a la isla de Lemuy (Castro, 1995, p. 160). Detrás de las habitaciones, se encontraban las siembras de papas y granos que ocupaban las tierras descampadas y, más allá, estaba el bosque que cerraba toda comunicación con el mundo en esa dirección, pues sus extremos se prolongaban a uno y otro lado del caserío y las propiedades individuales, hasta tocar los bordes del mar.

Pero las viviendas podían experimentar algunas variaciones si es que se contaba con mayores medios económicos. En 1826, la casa de Ricardo López, ubicada a tres leguas de la ciudad de Ancud, era descrita por su hijo de la siguiente manera:

La casa de mis padres, como todas las habitaciones rústicas del Archipiélago, se componía de una sala grande, que hacía las veces de salón, de pieza de recibo y de comedor, y cuando había alojados servía también de dormitorio. Las camas se instalaban sobre los largos estrados que rodeaban casi los cuatros costados de la sala; estos estrados estaban cubiertos por tejidos multicolores de lana, semejantes a frazadas, y contaban además con una media docena de cojines o almohadones de lana, con sus blancos añascados y miñaques hechos por mis hermanas... Al lado sur estaba el gallinero y el chiquero y en el costado de la travesía se levantaba la cocina, dividida en dos secciones, una ocupada por ésta, con su fogón central y la otra hacía de pesebrera, y separadas ambas por un tabique de doble forro. (Cavada, 1945, p. 201).


El entorno estaba asimismo salpicado por granjas con modestas casitas rodeadas por un jardín y una verja que circundaba el pequeño campo adyacente. Los escasos despejes de terreno eran producto de un infructuoso trabajo que había implicado horas y horas de lucha contra matorrales, arbustos y árboles de gruesos troncos. Salvo tales espacios ocupados por el hombre, la selva austral descendía compacta hacia la costa. Como se comprenderá, en tal escenario los terrenos agrícolas eran muy limitados y nunca alcanzaban más allá de las cinco o seis millas hacia el interior.

No es errado pensar que las condiciones higiénicas fuesen mínimas, pues el agua se extraía de canales, ríos y hasta del mar, provocando enfermedades e infecciones. Sobre los desechos humanos (orina y heces), de lo cual lamentablemente no tenemos muchas informaciones, tanto el bosque en los campos, como alguna suerte de pozo séptico en las ciudades, pudieron servir para eliminarlos. El aislamiento geográfico de los pobladores en los sectores rurales —que fue muy acentuado hasta avanzado el siglo XX—, no solo definía un modo de ser, sino además condicionaba todas las costumbres dentro del hogar, donde la pobreza y humildad sobresalían llamando la atención de quienes tenían la posibilidad de comentar sus impresiones, como lo indicaba Aurelio Leguas, para quien la casa rústica chilota era generalmente:

De madera hincada en la tierra y con techo pajizo; forma un solo cuerpo o sala única, que tiene en un extremo el estrado que ocupa la familia durante el día y sirve de alcoba general durante la noche, y en el otro lugar donde siempre arde el fuego, que se presta para todos los usos domésticos. Aquí se guisa, se asan papas y se arrullan los chicos a la caída de la tarde, especialmente en los días lluviosos y desapacibles, que son muchos en el año. (Maldonado, 1897, pp. 356357).


La casa chilota, y la vida que se desarrollaba dentro de ella, contaba con una serie de utensilios que se han perdido en el tiempo, pero que merecieron el registro de los folcloristas. En tal sentido se describe al collín, un armazón de madera que se ubicaba arriba del fogón y que colgaba de las vigas de la cocina. Este servía para sostener al garabato, palo de más de un metro de largo que en su parte inferior tenía un gancho en forma de garfio y por la parte superior se amarraba a una soga que, a su vez, iba atada a otro palo que debía atravesarse en el collín. El gancho de la parte inferior servía para colgar la olla que se ponía arriba del fogón y para colgar carne, mariscos y pescados que se ponían a ahumar. El chanquell, por su parte, era un palo en forma de horcón usado para sostener el asador de fierro o madera mientras se cocinaba la carne en el fogón. El llagne, era un conjunto de varillas colocadas sobre las vigas de la casa, a manera de cielo raso, sobre el que se guardaban papas y otros productos de la cosecha. Solo en las casas pobres se hacía este envarillado en toda la cubierta, pues en las más acomodadas se hacía llagne únicamente en la parte que estaba sobre el fogón con el propósito de ahumar papas.

También era posible encontrar dentro de las viviendas los concheos, bateas usadas en la tostadura de trigo, habas y arvejas, que se hacía con arena calentada al fogón. Los mejores concheos eran los de madera de ciruelillo. La chunga era una vasija a modo de balde alto, hecha de un madero cavado, de preferencia de alerce por su duración y porque no daba mal sabor al agua u otros líquidos que se guardaban dentro de ella. Antes de la llegada de las bacinicas, era común usarlas para depositar las heces y orines. En ese caso, recibía el nombre de chunga de mear. El hurón era un cerco de varas que se hacía en un rincón de la cocina para guardar papas. La piedra de manos era un utensilio usado en las cocinas para moler un poco de trigo tostado. Se componía de dos piedras: la principal y la de mano, que debían ser aplanadas. Mientras la primera era grande y se asentaba en el suelo, dentro de una artesa o simplemente sobre un cuero limpio para recibir el producto de la molienda; la segunda era alargada y angosta a fin de que se pudiera tomar fácilmente con ambas manos. Esta se frotaba sobre la primera apretando los granos para molerlos. Afuera de la casa estaba el dornajo de maja, un madero cavado de unos tres metros de largo por unos 80 centímetros de ancho y 60 de altura, destinado para moler en él las manzanas a golpe de varas. El dornajo de chancho era usado para recibir la comida de los cerdos, formando así parte del típico escenario de cualquier casa campesina. De acuerdo con la narración del folclorista Agustín Álvarez (1947), en una casa de Mocopulli, en 1896, había conocido un instrumento que servía para producir fuego y que tenía el nombre de yesquero. Se trataba de:

Un vasito de cuerno de vacuno, en el que se tenía la yesca (sustancia inflamable hecha a partir de los hongos que crecían en la madera podrida). Dentro del vaso había una piedra de cuarzo. Se necesitaba también un pedazo de fierro o una piedra alargada. Se golpeaba con la piedra o fierro el cuarzo, del que salían chispas que caían sobre la yesca encendiéndola. Entonces el dueño de casa acercaba una chamiza (rama seca) y la encendía, llevándola en el acto a la leña preparada en el fogón. (p. 150).


Había diversas actividades que se desarrollaban tanto dentro como fuera del hogar, según las épocas del año. Durante el mes de enero se preparaban los barbechos para sembrar en la tierra, se rozaban los bosques con el fin de habilitar nuevas tierras para el cultivo y se reparaban los cierres y divisiones del campo. En febrero comenzaba la recolección de la cosecha, el acopio de la leña y se hacía madurar el trigo cuando se sospechaba una rendición prematura o tardía. En marzo y abril se cosechaban las legumbres y los cereales. Por lo general, las gavillas de trigo y cebada se acercaban al hogar para deshumedecerlas y desgranarlas con más facilidad. Para mayo se cosechaban las papas y se las ventilaba antes de guardarlas. Era común rayarlas con conchas de choros y ahumarlas sobre empalizadas que se colocaban sobre el hogar, donde se secaban y preservaban. El calor hacía que se desprendiera gran parte del agua que contenían y el humo impedía su descomposición, dándoles además un tono azuloso. A estas papas se les denominaba anquento.
 
En el mes de junio comenzaba la siembra del trigo y la cebada, pero como era pleno invierno, la operación se adelantaba o retrasaba según las lluvias, lo que hacía incierta la siembra, debiendo alargarse la faena hasta los meses de julio y agosto. Este último era el mes propicio para sembrar papas y legumbres; se acostumbraba hacerlo con las habas y las arvejas durante la luna llena, y las papas y el trigo en la menguante. También se renovaban los cercos. En septiembre se escardaban los papales y se aporcaban para que los tubérculos alcanzaran un mayor desarrollo. Finalmente, durante octubre, noviembre y diciembre, los chilotes se ocupaban del corte y labranza de la madera.

Por supuesto, estaba claro que las estaciones del año condicionaban la vida, los trabajos y la sociabilidad. El verano, desde diciembre hasta marzo, era descrito como la temporada más agradable, aunque desde las diez de la mañana hasta las tres de la tarde el calor era excesivo, lo que se modificaba después de esas horas gracias a que corrían vientos que refrescaban a pobladores y viajeros. El otoño, desde abril hasta mayo, giraba más bien en torno al invierno, desde mayo o junio hasta fines de agosto, estación incómoda por el frío, las lluvias, la humedad y los temporales. Si bien los meses podían ser un indicador de las citadas estaciones, debe considerarse que muchas veces esto era solo una convención, pues la lluvia estaba presente todo el año y el invierno podía alargarse más de lo esperado. En todo caso, algo era claro: durante los crudos y largos inviernos la casa se transformaba en refugio y espacio de encuentro de los pobladores. La cocina, que se confundía con el espacio total de la casa en aquellas viviendas donde no existían divisiones, era el lugar donde se comía, bebía, tejía, peleaba, conversaba y hasta dormía; todo alrededor de un fogón que se mantenía encendido durante el día y la noche y que se convirtió en el centro aglutinador de las experiencias del grupo familiar durante el siglo XIX y el siguiente (Urbina, 2002).

En las casas más acomodadas, la temporada invernal era igualmente propicia para fortalecer las sociabilidades. Según el testimonio del ya citado Ricardo López:

En las largas veladas del invierno las familias pudientes abrían sus modestas salas, rodeadas de cómodos estrados, que lucían cojines añascados y el arabesco de sus paños de hilo, a que eran muy aficionadas las señoras chilotas, así como a la confección de manteles de lino, de hermosos cobertores de tejido de hilo y de frazadas de lana, etc.


La servidumbre, por otra parte comentaba en voz baja y misteriosa, alrededor del fogón, la aparición de alguna ánima en pena; la fechoría de un trauco en la chacra tal o cual, o el descubrimiento de un entierro de buenas onzas, dentro de un canco vacío de pisco, que hacía varios meses ardía en la noche frente al pórtico de la iglesia de Castro, convidando a su afortunado descubridor en una noche de truenos, después de haber ahuyentado al intruso perro negro con cadena, que impedía el desentierro. (Cavada, 1945, pp. 212213).

 
La sociabilidad en torno al fogón era igualmente llamativa. Por lo general, las familias hacían vida común con los animales, acentuándose durante la tarde su interacción:

Hemos visto a los niños afanados en asar papas en el hogar, y a los puercos silenciosos tras ellos, atizbando el momento oportuno para arrebatarles el bocado. Un gruñido y un trompazo inusitado les hace saltar la papa de las manos, la coge el marrano y se aleja burlando a los chicos, que lloran un momento y se consuelan enseguida, volviendo a enterrar otras papas en el hogar para recuperar lo perdido. Estas escenas se repiten varias veces, amenizando así las pesadas noches de invierno. (Maldonado, 1897, p. 361).


En ocasiones la velada era amenizada por un viajero o amigo de la familia que contaba sus andanzas por remotas tierras, pudiendo llegar a entonar con la guitarra algunos romances o corridos. La presencia de instrumentos no era extraña, pues además de los telares existía una pequeña producción de guitarras, flautas y violines, hechos estos últimos con cuerdas de fibras de alerce. También en ese escenario hogareño se confeccionaban tejidos y cordeles de lino, vasijas, ollas, fuentes, platos y floreros de arcilla, redes y cordeles con hilos de ñocha, escobas y sogas de quilineja y voqui, velas de sebo y jabón, canastos y cables.

Los roles según los sexos se encontraban bastante definidos, más aún en las solitarias viviendas del interior de las islas. La mujer se encargaba de las tareas del hogar, aparte de las pesadas faenas de la siembra y la cosecha. Atendía el cuidado de la familia, tejía las ropas del marido en sus telares de mano, cuidaba de los hijos, mariscaba cuando era necesario, preparaba harina de trigo candeal tostada, llevaba la leche al mercado para venderla y se ocupaba de un sinfín de detalles. Se la veía además:

Al lado del compañero para desterronar, cuando él mueve la tierra con las lumas: siembra y atiende a la cosecha en tiempo de la madurez de granos y cereales, y en los tiempos en que se hacen curantos comerciales, desgrana las conchas y ensarta el marisco en canutillos, formando rosarios que seca en el fogón y guarda en seguida para el consumo de la familia, y parte para el intercambio. Son, en fin, las verdaderas cosecheras del marisco, porque el hombre tiene a menos el ocuparse de esta faena, que estima como denigrante a su carácter de jefe de familia. En esto se asemeja mucho el hombre a la costumbre araucana, que trata a la mujer, su compañera, como a bestia de carga. (Maldonado, 1897, pp. 362363).


Si las condiciones de vida eran duras para los chilotes, estos tenían al menos la ventaja de conocer su entorno inmediato y las vías más expeditas de comunicación. Sin embargo, otro era el panorama para los colonos, quienes debían adaptar sus costumbres al escenario geográfico y humano que hemos expuesto. En una publicación aparecida en 1899, Belisario García insistía en este tema, tratando de crear conciencia sobre el poco edificante futuro de los extranjeros en la Isla Grande:

En cierta ocasión tuve oportunidad de visitar personalmente la casa de un colono residente en la parte denominada Mechaico ¡Qué grande no sería el asombro mío cuando conocí que la pobre familia, por guarecerse de los terribles azotes del invierno, había tenido necesidad de construir una especie de toldo dentro de la misma casa! El techo de la pobre casucha tenía innumerables goterones por todas partes i el patio i los alrededores de la pequeña finca no eran sino un pantano interminable. Aquella familia, en medio de una montaña, cuyos ecos parecían exhalar voces del otro mundo, asemejábase a espantajos que, teniendo horror invencible al bullicio, vivían a mil leguas de toda civilización i de todo trato racional con los habitantes del planeta. (p. 372).


El capitán Arturo Whiteside (1900) llegaba a la misma conclusión, aunque recordaba que en tales circunstancias era evidente que:

El chilote está mejor alojado que el huaso del norte a igualdad de clima; habita generalmente casas de madera bastante altas i bien ventiladas; el interior está divido en dos partes i a veces es sólo una pieza; en el primer caso una parte sirve de dormitorio i la otra es para el servicio general; en él viven los chanchos, los perros i las gallinas, en él se cocina, se come i se guardan los útiles de labranza i del menaje; rara vez hai chimenea i el hogar se encuentra en el centro del cuarto que pocas veces es entablado. (p. 149).


Para fines de siglo, el sacerdote Francisco Javier Cavada (1914) describía las casas campestres como viviendas compuestas por dos partes: la cocina, con su infaltable fogón, los monillos, el llagre, el hollín, el pozuelo, una caja o baúl donde se guardaba el trigo o la manteca; y la sala, que a la vez servía de salón, comedor y hasta de dormitorio, amoblada con una mesa sin barniz, unas cuantas sillas de madera, a las que inadecuadamente se les llamaba escaños, un piso cubierto de alfombras u otro tejido indígena, a cuyos extremos estaban arrolladas las camas que se extendían allí mismo por la noche, una alacena y un esquinero (p. 131). En vez de ventanas de vidrio tenían tapas corredizas de madera, que se mantenían abiertas con el propósito de recibir la luz. Solo se cerraban en la noche o cuando soplaba el viento:

En cuanto a su vida íntima o de familia, el día lo dedican por entero a los menesteres de la casa y a los cuidados de la labranza, en la cual toman tanta parte y acaso más las mujeres que los hombres, y la noche a contarse cuentos, recitar corridos y proponer adivinanzas, todo esto al amor del fogón, no importándoles la espesa humareda, que bastaría acaso para asfixiar a un morador de la ciudad. (Cavada, 1914, p. 133).


Estas pautas de vida se mantendrían por mucho tiempo (Schwarzenberg y Mutizábal, 1926).
 
Los perfiles de una identidad

¿Cuál era el aspecto de los chilotes? ¿Cómo eran vistos por los extranjeros o por el resto de los chilenos? Las referencias que tenemos no siempre entregan todos los detalles que quisiéramos, en particular porque entre los mismos chilotes su apariencia era algo tan normal que los juicios sobre su aspecto se omitían o, si existían, quedaban dentro de sus pensamientos. Sin embargo, eso no implica que no pueda reconstruirse una idea de cómo eran percibidos, pues tampoco se evitaron las descripciones ni los juicios de valor sobre ellos. De seguro, podemos entrar en generalizaciones, pero al fin y al cabo, y más allá de las evidentes diferencias personales que pudieran existir, era esa imagen global la que se transmitía entre los viajeros y las autoridades llamando la atención sobre las singularidades del archipiélago y sus habitantes.

Pese al clima y a la poco amigable geografía, las alusiones a la población de Chiloé apuntaron desde temprano a destacar su "robustez y fortaleza" por sobre otros pobladores del país. Según la narración de González de Agüeros (1988), a fines de la administración española era posible encontrar el siguiente panorama:

Los que han nacido en aquel Archipiélago descendientes de los primeros Pobladores, y de los que asimismo de España posteriormente se han avecindado en él, se llaman Españoles; y con verdad pueden decirse tales. Son bien apersonados, blancos, y de estatura, y perfecciones naturales hermosas; pues no podrán con razón gloriarse en parte alguna de las Américas que en esto por lo general excedan a aquellos pobres Isleños: porque aun padeciendo tantas calamidades, y andando continuamente sobre el agua, por los montes, y las playas expuestos a los rigores de los tiempos no pierden su vigor, y conservan sus agradables facciones. Todos visten al estilo de aquel Reyno, que es como en España, pero los más de los hombres no usan capa, y en lugar de ésta traen el Poncho. Las mugeres usan el mismo vestuario que las Chilenas, que se reduce a camisa, fustán, jubón, faldellín, saya, y rebozo. Así hombres como mugeres andan general y diariamente descalzos de pie, y pierna, a excepción de aquellas familias principales; pero aun no estas no usan todas calzado. (pp. 107108).


En 1834, Charles Darwin, al describir a los indígenas de la isla de Quinchao, se asombraba de su tez bronceada, lo que los asemejaba, en su opinión, a los indios de las pampas:

Según el censo de 1832, había en Chiloé y en sus dependencias cuarenta y dos mil habitantes, de los que la mayor parte son, al parecer, de sangre mezclada. Once mil llevan aún su nombre de familia de indio, aunque es lo probable que en su mayoría no sean ya de raza india pura. Su modo de vivir es en absoluto el mismo de los otros habitantes y todos ellos son cristianos. (Castro, 1995, p. 157).

 
La pobreza era una condición que evidentemente marcaba la existencia cotidiana (Mansilla, 2005). El hambre, o el deseo de tener una comida mejor, motivaba reacciones de todo tipo, haciendo notar las precariedades que pasaban los habitantes, sin ninguna distinción de clase. En una de sus expediciones, Darwin relataba lo siguiente:

La mujer que nos acompaña es en conjunto bastante linda; forma parte de una de las familias más respetables de Castro, lo cual no impide que monte a caballo lo mismo que un hombre; por lo demás, no lleva ni medias ni zapatos, y estoy sorprendido de su carencia de orgullo. Su hermano la acompaña y cuentan con provisiones; pero, a pesar de ello, nos miran comer con tal aire de envidia, que acabamos por alimentarnos fuera de la vista de nuestros compañeros de viaje. (Castro, 1995, p. 181).


Las privaciones fueron una constante en la vida del archipiélago y los observadores de esa realidad así lo hicieron notar, pues, a su entender, ello se reflejaba en rostros y conductas. El más explícito al respecto fue Carlos García Huidobro (1864), para quien:

La vista de la necesidad de trabajo estendida hasta las mujeres, me hizo formar la idea de una miseria estrema: entonces me alusiné pensando, que estas serian solamente pescadoras i que su modo de vivir las hacia habituarse al trabajo i al comercio; pero entonces sentí desvanecerse mi ilusión, al encontrar en la calle las mujeres que llevan la leche a la población. El aspecto de estas desgraciadas, su traje i su fisonomía, nos produce, a los que las vemos por primera vez, un sentimiento singular; nos paramos a nuestro pesar a contemplar los grupos que forman cerca del comercio, después que han vendido la leche, i no podemos menos que compadecerlas. (p. 452).


No es de extrañar que las referencias, por lo general, hagan directa alusión a las características raciales, pues eran un factor esencial al momento de clasificar e identificar a la población. Dado que los censos de población de entonces dividían a los habitantes de acuerdo con esas categorías, los comentarios individuales seguían la misma ruta:

Indios son igualmente más blancos, y mejor dispuestos que todos los del Perú, y exceden también a éstos en las buenas propiedades, inclinaciones y circunstancias. Su vestuario es como el de los Españoles: y en el trabajo, resistencia y fortaleza les igualan; pero en las labores de los campos aun les exceden. No hay en toda la Provincia de Chiloé Mulatos, Chinos, Zambos, Negros, ni otras castas, que son tan comunes en las Américas: y solamente se conocen las dos porciones de Españoles, e Indios. (González de Agüeros, 1988, p. 109).

Aurelio Leguas indicaría más tarde que la "mayoría de la población de Chiloé deriva de la española; pero hay muchos mestizos y no pocos que descienden de las razas indígenas llamadas huilliches y payas [sic]; mas todos son civilizados y dan a la masa de los habitantes una unidad indiscutible" (Maldonado, 1897, p. 356). Mientras, Arturo Whiteside (1900) anotaba que la población chilota podía dividirse en dos grandes familias: una de sangre europea, que definía a los habitantes desde Ancud a Castro, y otra en que dominaba la sangre indígena, la cual se encontraba al sur de Castro y en la costa occidental. Estas eran las clasificaciones generales, pero existían percepciones más precisas que iban desde lo racial hasta lo psicológico.

Los chilotes, grosso modo, eran caracterizados como personas humildes, tranquilas, industriosas, aparte de corteses y acostumbrados a todas las inclemencias. Asimismo, eran vistos como individuos conservadores, por educación o atavismo, según Alfredo Weber (1903), siendo exageradamente respetuosos de los mayores, es decir, de los antepasados, imitándolos en todo, en lo bueno y lo malo. Se les describía como hospitalarios, sencillos y discretos, pero sin gran iniciativa, pues hacía falta en el archipiélago "esa colectividad formada por industriales i comerciantes bien situados, por agricultores, ganadero i artesanos independientes i progresistas" (Weber, 1903, p. 136). En otras palabras, se requería de una burguesía. Algunos rasgos de su personalidad local, se creía, podían entregar una explicación a tal panorama:

El chilote habla poco i piensa mucho; difícil sería arrancarle sus ideas i pensamientos íntimos cuando desde su niñez se acostumbra a ser reservado i receloso, mas observador que comunicativo. Igualmente difícil seria describirlo en términos jenerales, puesto que los isleños difieren tanto entre sí, según las distintas comarcas.


Los quetalmahuenes i demas que viven cerca de Ancud i que estan en contacto diario con los buques, son los mas corrompidos, mientras que la jente del interior, los chonchinos, los payanos i otros, son mui superiores, laboriosos, honrados, modestos i frugales, i llevan una vida tranquila, sobria i esencialmente patriarcal. Son diestros i sufridos marinos, pescadores, madereros, cazadores de lobos, etc. Por fatalidad van estinguiéndose los payos, parte por enfermedades i parte porque emigran de Chiloé.


Por regla jeneral, el chilote es humilde i dócil i forma una masa popular fácil de gobernar, puesto que es tan sumisa i mansa que se conforma con lo que sus autoridades quieren que sea. (Weber, 1903, p. 139).


Las diferencias sociales no tomaban un carácter conflictivo, pues la necesaria coexistencia y dependencia de los vecinos, fuesen blancos, mestizos o indígenas, los obligaban a relacionarse. Esto llamaba la atención de los viajeros y observadores, al igual que un rasgo de identidad común que ya era evidente a fines del siglo XIX, según los comentarios de un exministro de Estado al referirse a la vida patriarcal chilota:
 
Todos ahí vivían en la mejor armonía sin pretensiones ni exigencias de jénero alguno, en modesta fraternidad i holgura. La única manifestación que se ofrecía siempre latente en todas las clases sociales, era la de ser Chilotes i no Chilenos; porque se les había hecho consentir que los chilenos eran patriotas i no se salvarían, mientras que los chilotes, amigos del Rei, volarían todos al cielo: así cuando se les preguntaba si eran chilenos contestaban sin titubear: "no, somos chilotes". (Weber, 1903, p. 39).


Las alusiones a la apariencia física no ocultaban sinceridad, pues tal como no se escatimaban adjetivos para describir la belleza, tampoco se omitía la fealdad. En Cucao, al embarcarse en una piragua con una tripulación de indios, Darwin comentaba: "dudo que se hayan encontrado reunidos jamás en un mismo barco seis hombres más feos... El jefe de la tripulación charla de continuo en indio; no se interrumpe sino para lanzar gritos extraños" (Castro, 1995). El teniente ruso N. Fesun, en su estadía en el puerto de San Carlos de Ancud, decía sin tapujos que las mujeres:

En realidad, no son de muy buena presencia, pero son justamente como nuestras rusas, sencillas, no enojonas, no como en Inglaterra; acá, apenas te bajas en la costa, te rodean de inmediato y se ponen a gritar todos juntos: bono Russo, bono... ¡Así que, diviértete, mi alma, lo que quieres lo pides! ¡Y nos divertimos! (Norambuena y Uliánova, 2000, p. 425).


Y García Huidobro (1864), buscando una explicación más equilibrada, indicaba sobre ellas que:

Su aspecto melancólico, su mirada triste, su hablar dulce, la robustez de su cuerpo, la limpieza de su cutis i en fin todo en ellas nos trae a la memoria esa pureza e inocencia de costumbres de los tiempos primitivos. Desgraciadamente las burlas de que son objeto con los muchachos insolentes i los miles [de] chascos que han sufrido con los civilizados, las han hecho perder su bondad natural, haciéndolas sumamente desconfiadas. (p. 452).


Aunque físicamente no causaban buenas impresiones, se reconocía su ánimo y valentía. Según Vicente Pérez Rosales (1986), el:

Chilote no tiene una talla aventajada, pero es bien constituido y posee una gran agilidad. Es no sólo el primer marino de la República, sino de toda la América Meridional. Habituado desde su más tierna infancia a los peligros del mar, tiene, para arrostrarlos, una sangre fría que excede los límites del valor y raya en temeridad. El chilote sobresale por su habilidad inteligente en todo lo que concierne a los trabajos en madera; ama la paz, y en nombre de Dios y de las autoridades se les puede llevar a donde se quiera. (pp. 190191).


Si bien una buena parte de las descripciones hacían alusión a algunas de sus características físicas, solo hacia fines del siglo XIX se entregaron nuevas dimensiones de ellas haciendo notar el tema de la baja estatura (Cuadra, 1866, p. 273). Dicha particularidad fue entendida en su época como una "degeneración de la raza", juicio que no era extraño, pues en otras partes de Chile y Europa las teorías racistas que insistían en que la fisonomía determinaba las conductas estaban en pleno vigor (León, 19992000, 20032004). No obstante, algunos preferían entregar los fríos datos y ahorrarse comentarios, como lo hizo Whiteside (1900) al tratar el tema:

La estatura media, tomada de los archivos de la Gobernación Marítima de Chiloé, de 123 chilotes embarcados en Ancud como marineros para naves de comercio, ha dado 161 centímetros, medida que, comparada con la de 123 marineros, mayores de 20 años, embarcados en nuestros buques de guerra, de todas las provincias de Chile i elijiendo sus nombres al azar, es inferior en 4,6 centímetros. (p. 147).


El promedio de estatura de los chilotes se ubicaba entre los 161 centímetros, mientras que en el resto del país era de 166. Su tamaño no era un inconveniente al momento de embarcarse, pues ni la marina de guerra ni la mercante de ese entonces exigía una determinada estatura. Tal condición, que el autor explicaba debido a la falta de una buena alimentación durante el periodo de crecimiento, y a la falta de condiciones higiénicas, no se extendía a otras zonas que se ubicaban en el continente: "He comparado esta estatura con la de algunos individuos de Maullín i Puerto Montt i es tambien inferior; esto está, además, corroborado por la opinión de los mismos chilotes que aseguran que la jente de Maullín es mui alta" (Whiteside, 1900, p. 148).

Los recuentos de población del siglo XIX, como el censo del primer gobernador de la época republicana, José Santiago Aldunate, señalaban que no había gran diferencia entre la cantidad de hombres y mujeres, aunque es preciso indicar que tal registro se hacía solo en aquellos poblados que concentraban mayor cantidad de habitantes, quedando el resto fuera debido a su dispersión. El mismo censo reveló una característica que se mantendría en el tiempo, aunque no siempre la explicación tendría un asidero muy científico: la longevidad de los chilotes. De 42 390 habitantes, 700 eran mayores de 70 años (Vázquez de Acuña, 19911992, p. 435). Los censos siguientes, realizados con más rigurosidad a partir de 1854, se dedicaron a individualizar a la población femenina y masculina y a los extranjeros, no aportando nuevos datos. Pero el registro de 1865 destacaba otra vez la longevidad de algunos chilotes. Mientras los hombres que sobrepasan los 80 años eran 207 y las mujeres 204, quienes tenían 100 años y más eran solo cinco hombres y 13 mujeres. En este aspecto, y a pesar de las tareas cotidianas, el sexo femenino parecía tener mayor resistencia a los achaques de la edad y a una vida bastante ruda (Oficina Central de Estadísticas, 1876, 1900).

Si bien en los escasos centros poblados, y entre las autoridades, se hablaba de preferencia el castellano, en muchos aspectos cotidianos se mezclaba este idioma con palabras de la lengua veliche, empleada por los mestizos y los indígenas en las zonas rurales, lo que dio origen a una particular manera de hablar que singulariza a los chilotes hasta el día de hoy por su acento cantadito. Tal situación llamó la atención del viajero Carlos García Huidobro (1864), para quien ese:

Dialecto araucano, ya mui modificado por el tiempo i las costumbres... en su boca [de los chilotes] parece como un sonido prolongado de la voz, con algunos cambios de tonos solamente, mas bien que un lenguaje articulado; pero lo hablan de un modo tan dulce i tan agradable, su voz es tan suave, que desaparece, en las mujeres, ese sonido gutural i áspero, haciéndose tan dulce i armonioso al oido como el mas poético de los idiomas orientales.


La pervivencia de esta lengua se plasmó igualmente en los collags, composiciones de transmisión oral con diversas funciones en la vida social que en 1887 fueron recopiladas por Elías Necul, nativo de la isla de Caguach, rescatando así las expresiones de un idioma que de lo contrario sería completamente desconocido para nosotros (García, 1864, p. 453; Cárdenas y Vásquez, 2008). Otro idioma que marcó eventualmente la cotidianeidad fue el latín, de uso más restringido y empleado por los religiosos al momento de celebrar la misa y al participar en las festividades religiosas.

Conclusiones

Al plantear la influencia de la geografía en el modo de vida de los chilotes, hemos buscado comprender cómo la condición insular determinó muchas de las características sociales y culturales de los isleños, visibles en las construcciones de sus ciudades, sus viviendas y en sus formas de ser. Si bien es cierto que ello no siempre puede explicar todos los rasgos de una identidad, que también implica componentes genéticos y estructuración de vínculos diversos, en el caso específico que aquí abordamos su papel no es menor, pues afectó y condicionó la existencia de pobladores, colonos y visitantes, pese a la gama de diversidades que pudieron existir entre estos.

Los tres aspectos elegidos tenemos claro que son solo una parte de la vida cotidiana de cualquier comunidad en el tiempo y el espacio, pero en este caso particular nos ayudan a graficar las peculiaridades de un grupo humano que gozó de numerosas descripciones por parte de autoridades, viajeros y exploradores a lo largo del siglo XIX, que exceden lo hasta aquí presentado, aunque redundan en las ideas ya expuestas.

Por ello, entendemos que la identidad se construye de muchas formas, no solo a partir de cómo una comunidad se ve a sí misma (identidad asumida), sino también de cómo es vista por otros (identidad atribuida), que es precisamente el aspecto que hemos privilegiado en esta investigación y que define la naturaleza de las fuentes aquí utilizadas. Son ellas las que evidencian que dentro de la dualidad cambio y permanencia, sea más notoria esta última categoría en la medida que el aislamiento geográfico y la dispersión de la población potenciaban dicha condición. He ahí el papel de la geografía en una cotidianeidad que comprendía tanto las creencias y costumbres que definían las vidas de los individuos, como asimismo los aspectos materiales que involucraban desde el uso de los recursos hasta la disposición de los espacios, como es notorio en el caso de ciudades y, en especial, de las viviendas. Estos aspectos, que dentro de las habituales narraciones del siglo XIX y de Chiloé aparecen omitidos o mencionados más bien a manera de anécdota, son los que hemos buscado rescatar, en la medida que consideramos que aquello que es tildado de irrelevante porque no es excepcional, es precisamente lo que se vivió y puede ser revivido como propio por la mayoría de las personas. Ahí encontramos su valor y proyección hasta el día de hoy, sirviendo, a nuestro entender, para matizar la diversidad de componentes, actitudes e ideas ante la vida y el medio natural que intenta dar cuenta ese constructo, no siempre bien definido, que solemos llamar identidad chilena.

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1. Académico del Departamento de Ciencias Sociales. Escuela de Historia y Geografía. Campus La Castilla. Universidad del Bio Bio, Chillán (Chile). Email: marcoaleon@hotmail.com

Fecha de recepción: 08 de julio de 2014  Fecha de aceptación: 23 de febrero de 2015

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