Introducción
Los actuales patrones de producción y consumo han conducido a diversas problemáticas sociales. Una de ellas, y que ha cobrado notoria relevancia en los últimos decenios ha sido el deterioro ambiental. Este problema se ha agudizado en las últimas décadas debido a un conjunto de causas entre las que sobresalen: la explotación de los recursos naturales, el avance de la desertificación, la pérdida de biodiversidad y, más recientemente, un crecimiento exponencial de los denominados gases de efecto invernadero (GEI); estos últimos, los responsables del calentamiento global del planeta (Organización de las Naciones Unidas (ONU), 2005).
De acuerdo con los informes emanados desde el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC, 2014), de continuar esta tendencia, la temperatura en la superficie de la tierra (al menos que se cambien los actuales patrones de producción y consumo) continuará en ascenso. En este escenario, por lo tanto, en muchas zonas de la tierra las olas de calor acontecerán con mayor regularidad y los episodios de lluvias extremas serán más intensos y frecuentes. El agua de los océanos seguirá calentándose y su nivel inexorablemente tenderá al ascenso.
Zonas de ocio, bordes de carreteras, cuerpos de agua, y algunos espacios públicos albergan hoy una gran cantidad de residuos. Las actividades extractivas son cada vez más intensas y los desechos industriales, los del textil, por ejemplo, contaminan miles de litros de agua cada año, agua que por lo demás, agricultores locales como así también familias deben seguir utilizando para sus actividades cotidianas.
Por su lado, cada año y en gran parte del planeta, un número importante de territorio protegido, y que alberga una alta biodiversidad (ONU, 2005), es devastado a causa de los incendios forestales. De esta manera, los territorios naturales quedan convertidos en zonas grises y yermas, se genera así, en muchos casos, un impacto ambiental que conlleva décadas de restauración ecológica.
Aunque el planeta se autorregula constantemente y por siglos ha sido capaz de contrarrestar algunos fenómenos adversos, lo que distingue el hecho en la sociedad contemporánea, respecto de las anteriores, ha sido la rapidez en el desequilibrio de los ciclos naturales. En los últimos cincuenta años, los seres humanos han transformado la estructura y funcionamiento de los ecosistemas más que en ningún otro período de la historia. (ONU, 2005) y gran parte de esta aceleración radica en demandas cada vez mayores por alimento, agua dulce, madera, fibra y combustibles. Ello, sin duda, ha representado cambios invaluables a nivel planetario.
La degradación ambiental se manifiesta, por lo tanto, como la señal más elocuente de una de las mayores crisis de la civilización; marcada por el modelo de bienestar moderno sustentado en el dominio económico el cual se ha puesto por encima de la organización de la naturaleza (Leff, 2013).
Evidentemente, todos los problemas declarados en los párrafos anteriores no se pueden solucionar solo desde una perspectiva basada en una racionalidad instrumentalista. Dada su naturaleza sistémica, estos desafíos requieren de una epistemología científica-ambiental que sea capaz de resituar el conocimiento y las acciones desde nuevos paradigmas.
Saberes ecocientíficos, cargados de transdisciplinariedad, de complementariedad y de un reconocimiento dinámico de construcción subjetiva resuenan cada vez más con mayor fuerza en el ámbito socioeducativo... y es en este contexto donde me pregunto: ¿es la educación ecocientífica una vía posible para hacer frente a la actual crisis ambiental?, ¿está el hacer docente permeado por estos nuevos enfoques? ¿Estos están llegando al aula?
A objeto de dar respuestas a estas cuestiones, en este ensayo revisaré algunos de los últimos hallazgos epistemológicos y didácticos, tanto de la mano de quienes enseñan como de quienes aprenden y reflexionaré respecto de las limitaciones y las posibilidades de la educación ecocientífica en la escuela como nuevo ámbito de conexión entre las realidades científicas, sociales y ecológicas.
En una investigación llevada a cabo por Mejía Cáceres (2016), con profesorado de enseñanza básica en Colombia y con énfasis en educación ambiental desde la perspectiva cultural, la autora encontró que hay un reduccionismo en el proceso formativo inicial del personal docente en donde se evidencia un inadecuado abordaje de los temas ambientales y ausencia de reconocimiento del ser humano como elemento clave en la dinámica ambiental planetaria. El estudio también deja entrever la ausencia de una ecopedagogía en el proceso formativo del personal docente, que le permita reconocer los aportes de la ciencia ecológica y ambiental a objeto de advertir las estrechas relaciones sociedad y naturaleza. Por último, refiere Mejía Cáceres (2016), no fue posible poder identificar aquellos elementos característicos de la educación ecocientífica en la formación del cuerpo docente. Estos tópicos ausentes serían: la interdisciplinariedad, el enfoque sistémico y la integración de las ciencias naturales-sociales. Por otro lado, en un estudio llevado a cabo en Cuba por Armas et al. (2017), sobre ciencia, tecnología y educación en docentes noveles, las personas autoras encontraron que existe una falta de relación entre el grado de conocimientos sobre la naturaleza de la ciencia (NdC) y la práctica docente.
En otro de sus hallazgos, Armas et al. (2017) señalan que las representaciones, ideas, creencias y definiciones de la ciencia, la tecnología y sus relaciones con la sociedad y el medio ambiente, revelan que en los docentes predomina un enfoque más próximo al paradigma clásico que a la perspectiva social que hoy aportan los estudios en esta corriente. Por tanto, existen obstáculos epistemológicos y didácticos que deben ser superados para lograr el cambio deseado, sobre todo, en tópicos vinculados a cuestiones ecocientíficas. En una investigación en el contexto nacional, desarrollada por Navarro Ciudad (2017) y que buscaba analizar en qué medida el currículo de ciencias brinda oportunidades de educación ecocientífica en la población escolar, se demuestra que existe un desequilibrio en los componentes de alfabetización científica que se declaran y hay una fuerte tendencia a enfatizar el aprendizaje de contenidos mayoritariamente conceptuales. En efecto, existe una moderada presencia de las competencias científicas y una escasa promoción de actitudes hacia los desafíos ambientales, como así también, un conocimiento superficial de las problemáticas actuales en esta línea.
Al respecto, lo que la investigación sugiere es incluir y considerar los contextos de aprendizaje, pues estos, refiere la autora, permiten conectar contenidos sobre ambiente con las experiencias cotidianas de los estudiantes otorgándole más sentido y significados al saber; pero, sobre todo, a la acción.
Por último, el estudio evidencia falta de coherencia entre oportunidades de aprendizaje ofrecidas en el currículo de ciencias, necesidades de alfabetización científica y temáticas actuales referidas a la situación de emergencia planetaria. Navarro Ciudad (2017) señala que resulta paradójico que los programas de estudio y los textos escolares promuevan el aprendizaje de hechos o verdades científicas, con una tradición academicista y no contemplen, como eje prioritario, el desarrollo de actitudes que favorezcan la comprensión de los cambios planetarios y las problemáticas ambientales de hoy.
Por otro lado, Maturano & Mazzitelli (2018), en una investigación que se titula El manual escolar de ciencias en las representaciones de docentes expertos y noveles, revelan, dentro de sus hallazgos, que los saberes científicos y los saberes de sentido común atraviesan toda las prácticas escolares y, además, estos aspectos condicionan la comunicación y las relaciones sociales dentro del aula.
También encontraron que gran parte del desempeño de docentes en el aula está condicionado por los contextos sociales y educativos de los grupos analizados (docentes y estudiantes). En este sentido, las investigadoras sugieren integrar aportes desde elementos epistemológicos actuales de la ciencia e incorporar nuevos lenguajes que incluyan la multimodalidad, la multicausalidad, como así también, la llegada al aula de nuevas formas de pensar y hacer educación científica. Debate de cuestiones socioambientales, relaciones de complementariedad y consideraciones epistemológicas interobjetivas serían algunas de ellas.
Ahora bien, respecto de la formación universitaria del profesorado, las investigadoras señalan que el tiempo de formación inicial docente no es suficiente para lograr una apropiación significativa de los conocimientos y el posicionamiento didáctico pedagógico de los saberes de esta área del conocimiento. Impugnan que es apremiante una necesaria revisión en la formación inicial a objeto de incluir otros aspectos que puedan guiar a los futuros cuerpos docentes en su quehacer específico. El de temas ecocientíficos serían algunos de los prioritarios.
Tal como precisan algunos hallazgos de las investigaciones precedentes, una actividad que ya ha puesto en evidencia su valioso aporte, en el desarrollo de las personas y de los pueblos, ha sido la educación científica (Macedo, 2016). Fundamentalmente porque es una actividad humana que propicia escenarios formativos para la reflexión, el cuestionamiento, el debate, y el intercambio de saberes; potencia habilidades para el trabajo en equipo, para formarse con otros seres y aprender de otras personas. En fin, refuerza ese deseo inquebrantable por descubrir y leer con nuevas gafas los fenómenos de nuestro mundo (Ministerio de Educación de Chile (MINEDUC), 2012).
Sin embargo, los resultados del Estudio Internacional de Tendencias en Matemática y Ciencias (TIMSS), llevado a cabo a nivel nacional, revelan que estudiantes de cuarto básico (18%) no demuestran poseer conocimientos científicos básicos, considerando una media internacional del 8%. Para el caso de estudiantes del último curso de la enseñanza básica (8°), los resultados no son muy distintos: un 22% no demuestra dichos conocimientos, mientras que la media internacional bordea el 15% (Agencia de la Calidad de la Educación, 2020). Si bien es cierto que el promedio de estudiantado chileno en ciencias naturales es superior a 30 de los sistemas educativos estudiados y significativamente mayor que el promedio latinoamericano; este es menor respecto de otros 44 países participantes del estudio (Agencia de la Calidad de la Educación, 2019).
Por su parte, los resultados referidos al desarrollo de la competencia científica (habilidad para comprometerse en temas relacionados con la ciencia, así como también, con sus ideas, como una ciudadanía reflexiva) no manifiestan cambios significativos (respecto de aplicaciones anteriores). Aproximadamente un tercio del estudiantado de 15 años en el país (35%) no ha alcanzado las competencias científicas mínimas. Es decir, este grupo etario presenta dificultades para comprometerse en temas relacionados con la ciencia, explicar fenómenos, diseñar y evaluar investigaciones e interpretar científicamente datos y evidencia (Agencia de la Calidad de la Educación, 2019).
Las habilidades, principalmente evidenciadas son: conocimiento investigativo básico y procedimientos indagatorios simples y elementales (Agencia de la Calidad de la Educación, 2020; Agencia de la Calidad de la Educación, 2019; United Nations Educational, Scientific and Cultural Organization (UNESCO), 2013). Esta limitante, en términos de aprendizajes, afecta a una cantidad significativa de niños y niñas que asisten a la educación pública, profundizándose aún más, en aquellos contextos en que el nivel socioeconómico es la variable explicativa de las diferencias en términos de logros y rendimientos (Navarro y Förster, 2012).
En una esfera social como la actual, donde la información fluye vertiginosamente y las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) nos recuerdan continuamente la fragilidad de la sostenibilidad planetaria; escenarios educativos con foco en procesos de alfabetización ecocientífica debieran estar comprometidos con ese cambio social y ecológico.
Todas las personas precisamos (nuestro estudiantado también) utilizar información científica para identificar problemas, adquirir nuevos conocimientos, explicar fenómenos y extraer conclusiones basadas en evidencias (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE, 2006). De igual modo, en la realidad planetaria actual, necesitamos ser capaces de implicarnos en discusiones y propuestas eco científicas fundamentadas desde ideas estructurantes como interdependencia, interobjetividad, integridad e incertidumbre.
Algunas tendencias en la actualidad, en cuanto a lo que en educación científica se refieren, buscan fomentar actitudes en sus estudiantes cargadas de un saber actuar frente a las realidades ambientales. La investigación de los últimos años lo reafirma. Estudiantes que más saben sobre temáticas científicas también poseen actitudes ambientales más favorables (Dias da Silva & Rocha Amorim, 2019; García-Ruiz et al., 2014; Navarro Ciudad, 2017; Wu et al., 2018). Caso contrario, cuando obtienen escasos logros en ciencias, esto se traduce en personas adultas con una baja comprensión en esta área y presentan mayores dificultades para comprender e involucrarse en los problemas medioambientales (Navarro y Förster, 2012).
Ahora bien, respecto de la transformación y las reales posibilidades de la enseñanza ecocientífica en la escuela, existe evidencia de que el trabajo del profesorado es clave. Al respecto, Treviño et al. (2009) afirman que las buenas practicas docentes promueven en el estudiantado que este pueda transitar desde juicios de sentido común hacia explicaciones científicas. En este contexto, cabe señalar, entonces, que contar con buenos profesores y profesoras, en primaria y en secundaria, es crucial, por ejemplo, en procesos de alfabetización científica vinculados a cuestiones ambientales (Navarro Ciudad, 2017). No obstante, y a pesar de los esfuerzos de las últimas décadas, la ciencia escolar continúa desarrollándose desde un enfoque enciclopedista y una epistemología fundamentada mayoritariamente desde planteamientos positivistas (García-Ruiz et al., 2014; Pujalte et al., 2014). Continuar operando como si el alumnado fuera objeto de recepción de significados externos que deben integrar en su proceso de aprendizaje y no porque les encuentren sentido, sino porque más bien, son dados en el marco de una estructura vertical de enseñanza, es algo que los nuevos planteamientos de la educación científica escolar deben revertir.
El estudiantado, en sus primeros años de escolaridad, crece y se desarrolla con la influencia de un complejo proceso de transformación, en el que el cuerpo docente cumple un papel estratégico. Sin embargo, la investigación actual muestra que algunas ideas halladas en profesores y profesoras van desde fundamentos didáctico-epistemológicos del tipo: proceso-producto, hacia otros más de naturaleza socio crítica, propio de un personal docente reflexivo y dialógico (Acevedo-Díaz & García-Carmona, 2016; Aguilera & Perales-Palacios, 2019). Estos últimos grupos, con mayor reconocimiento desde los nuevos planteamientos que caracterizan la postura actual de la ciencia.
En el caso del personal docente de enseñanza básica (en el contexto términos de creación de ambientes propicios para el aprendizaje), cabe señalar que conceden gran relevancia a los contenidos de naturaleza disciplinaria en desmedro, quizás, de los contenidos actitudinales y procedimentales. En esta misma línea, se releva el protagonismo áulico docente por sobre el protagonismo estudiantil (Cachapuz, et al., 2017).
Por su parte, en el caso del profesorado novel, es muy común que, en sus primeros años profesionales, se vea desbordado en sus responsabilidades, sobre todo las que tienen que ver con las actividades de enseñanza (Cisternas León, 2016). En esta perspectiva, los cuerpos docentes activan rutinas tradicionales con el objeto de no perder el control de la clase, acaban “asumiendo que las teorías modernas, son irrealizables, y al cabo de … un tiempo más acaben pensando cómo actúan y no actuando como pensaban, con lo que el ciclo reproductivo se habrá completado y reforzado” (Porlán Ariza, 2018, p. 9).
Sin duda, la adopción de una actitud creativa y emancipadora frente a estos fenómenos depende, en cierto modo, de las experiencias pedagógicas vividas (formación inicial), de las creencias y significados personales (perspectivas epistemológicas) y del desarrollo profesional, individual y colectivo (acciones didácticas) en tanto estemos hablando del proceso de construcción y consolidación de la identidad docente (Cisternas León, 2016).
En consecuencia, son las maestras y maestros los grandes motores de cambio de estas nuevas realidades. Son ellas y ellos actores clave en el surgimiento de una nueva educación ecocientífica en las aulas escolares.
Hacer un balance de los logros del pasado y los retos del futuro, en el campo de la educación en ciencias, es imprescindible y profundamente importante a objeto de promover procesos de enseñanza y aprendizaje en contexto, aprendizajes basados en proyectos (ABP), aprendizajes basados en problemas, ciclos de indagación científica con mirada territorial, investigación acción (resolver desafíos y proponer acciones), etc., son solo algunas de las propuestas (posibilidades) que nos permiten ir superando la visión simplista de que para enseñar basta con dominar el contenido. Es, por lo tanto, necesario ir avanzando hacia currículos formativos que superen la mera adición disciplinar y centren su mirada en el desarrollo de competencias y actitudes ecociudadanas cargadas de identidades sociales locales, saberes ancestrales territoriales y aprendizajes colectivos cimentados profundamente desde la idea de otredad.
Finalmente, esperamos que estas nuevas formas de aprehender las realidades ambientales lleguen pronto al aula (también fuera de esta), pues la acción educativa docente decidida y deliberada, que es capaz de componer rupturas epistemológicas y entidades al parecer aisladas; pero que deben ser absolutamente interdependientes en el incremento de las acciones, son actos determinantes en el surgimiento de una ecociudadanía que, por tanto tiempo, hemos demandado y que avizoramos esperanzadamente como eje de transformación y creación para un mundo más humano, humanizante y, hoy más que nunca, sostenible.
Conclusiones
La tarea de un consenso sobre qué es lo fundamental al momento de sentar las bases de una educación ecocientífica caen por lo común, en abordarla desde enfoques instrumentalistas, muchos de ellos bien intencionados y no ajenos al quehacer docente; sin embargo, muchas veces desarraigados de los territorios escolares y, por sobre todo, desde un trabajo didáctico con mayor sentido del dinamismo planetario y de su profunda fragilidad cuando este se ve sobrepasado por la acción humana.
Para que un país esté en condiciones de atender las necesidades fundamentales de su población, en particular la formación de sus niños y niñas, jóvenes y adolescentes, y el surgimiento de una ecociudadanía la enseñanza ecocientífica debiera ser un imperativo estratégico (de política pública) en procesos formativos ligados a la cuestión ambiental.
En términos del currículo oficial, el desafío será su ambientalización; la definición de las competencias ecocientíficas y las actitudes ciudadanas hacia los desafíos ambientales presentes y futuros necesariamente debieran estar basados en principios como el enfoque sistémico, los contextos culturales, la circularidad, la perspectiva multicausal y las interrelaciones, este último un concepto estructurante dentro de la ecología.
Hoy los modelos que definen los vínculos humanidad-naturaleza, necesariamente, deben conducirnos a comprender esta realidad desde un espacio de interdependencia; espacio donde las acciones confluyen hacia nuevos paradigmas, caracterizados por la interobjetividad, la transdisciplinariedad y el saber comunitario.
La epistemología ecocientífica que sustenta el hacer docente en la actualidad está más ligada a los principios del paradigma tradicional de enseñanza (así lo evidencian las investigaciones precedentes). Esta limitante, quizás, arraigada en el proceso formativo inicial del personal docente no ha sido posible revertirla y romperla. La idea estructurante de concebir al ser humano y toda forma de vida como entidades interdependientes e interrelacionales debiera ser una de las características troncales dentro de procesos de enseñanza y aprendizaje vinculados a la actual crisis ambiental.
Gran parte del desempeño docente en el aula está condicionado por los contextos socioeconómicos y educativos de sus estudiantes. En este sentido, la formación inicial estaría llamada a promover procesos de enseñanza y aprendizaje más contextuales y fundamentados desde diferentes epistemologías. El saber ambiental sería uno de ellos.
La educación ecocientífica es imprescindible y profundamente importante. Está llamada a promover procesos de enseñanza y aprendizaje desde una perspectiva contextual, pensada globalmente, pero con un hondo sentido de acción concreta. Aprendizajes basados en proyectos locales, aprendizajes basados en problemas específicos, ciclos de indagación científica con mirada territorial, investigación acción (con foco en resolver desafíos y proponer acciones), etc., son solo algunas de las propuestas (posibilidades) que nos permiten ir superando la visión simplista de que para enseñar basta con dominar el contenido. Reconocer los límites de la complejidad y la incertidumbre, favorecer el desarrollo de competencias y no solo conceptos y una función social, crítica, participativa y emancipadora del estudiantado serían otras de las posibilidades de esta nueva formación.
La problemática ambiental actual no se genera espontáneamente ni repercute de manera aislada. Tal hecho es un fenómeno estrechamente ligado a una problemática mayor y más compleja, en donde el diálogo de saberes y la acción colectiva debieran ser ejes basales de cambio y transformación.
Finalmente, un conjunto de propuestas, que aseguren una nueva relación ser humano-naturaleza requiere cambios profundos en las instituciones y en sus líderes, en las políticas públicas, en la tecnología y en la transformación de nuestros patrones de producción y de consumo. Hacer frente al proceso de degradación natural, surge hoy como imperativo clave de responsabilidad educativa; pero también de acción individual y colectiva organizada.