La definición de los trastornos mentales ha sido cuestionada desde la Antigüedad. Aunque antropólogos e historiadores de la medicina defienden que la estabilidad de algunos de estos cuadros clínicos en el tiempo y el espacio es evidencia para considerar estas condiciones como entidades psicopatológicas reales, tales cuestionamientos se mantienen hasta nuestros días.1
¿Existen tales categorías patológicas o son una invención?
¿Un mito fabricado por los psiquiatras? ¿Un constructo cultural mantenido por prácticas de poder, como afirman algunos intelectuales? ¿Un producto de la Era Moderna? Los abusos cometidos en el trato a personas con trastornos psiquiátricos, la patologización de comportamientos según la normativa moral imperante, y los vínculos de la psiquiatría con la industria farmacéutica, entre otros, han contribuido a cuestionar la existencia misma de la locura. Algunas ramas del movimiento “antipsiquiatría”, que inicia en la década de los 70, han sido los principales críticos de la categorización psiquiátrica.2 Denuncian que el etiquetado psiquiátrico es arbitrario y busca controlar e institucionalizar comportamientos considerados inaceptables en una sociedad.3,4
Si bien la patologización de la conducta normal ante procesos vitales o desde la prescripción de lo moralmente aceptado, por presiones sociales, históricas y mercantiles, ha sido muy criticada, asignar etiquetas diagnósticas a síndromes clínicamente complejos tiene, en muchos casos, una justificación práctica.5 La escogencia inicial de un tratamiento, sea psicoterapéutico o farmacológico, parte de un constructor o hipótesis presuntiva que sirve de eje central al algoritmo terapéutico. Las clasificaciones diagnósticas también se usan para calcular prevalencias, incidencias, variaciones en el tiempo; para definir factores asociados que pueden explicar la etiopatogenia y mejorar así la categorización, y para definir políticas públicas y asignar recursos dirigidos a la promoción, prevención, atención y rehabilitación.5,6 Hay implicaciones legales y laborales, como los beneficios a los que tienen derecho las personas que sufren una enfermedad. Dependiendo de los sistemas de salud en cada país, en general solo lo que es definido como una condición médica tiene derecho a la atención, a tratamiento, a un permiso temporal de ausencia laboral o a una incapacidad permanente.
Estos usos diferentes explican en parte los conflictos entre grupos, que exigen que su condición sea considerada o no una entidad patológica.7
Dificultades del diagnóstico psiquiátrico
En el caso de los trastornos mentales mayores como la esquizofrenia, el trastorno bipolar y la depresión mayor, a pesar de los grandes cambios paradigmáticos por los que ha transitado la psiquiatría durante los últimos 100 años, su categorización y explicación etiológica es aún imprecisa.8 La dificultad de clasificar estas enfermedades en categorías con un nivel aceptable de consistencia y replicabilidad, que resulten de utilidad clínica, y que correspondan a categorías etiológicas, no solo radica en que el conocimiento fisiopatológico es aún parcial. También es difícil, por la naturaleza misma de los trastornos y su variabilidad dependiente del contexto, hacer una clasificación universalmente válida. Los trastornos psiquiátricos mayores no son diferentes a los trastornos físicos en su causalidad o etiología multifactorial, con factores de susceptibilidad genética y psicosocial.9 Son diferentes porque sus manifestaciones son del comportamiento, de las emociones, de la percepción, de sus descripciones subjetivas, de su historia de vida y temperamento, en un contexto cultural específico, y por lo anterior, son más difíciles de describir y clasificar como categorías universales.10,11,12
Una de las corrientes de la antropología médica describe un padecimiento por una red de palabras, situaciones, síntomas y emociones que adquieren significado para el padeciente en su contexto.13 Los signos que evalúa el clínico y los síntomas que describe el padeciente no se agrupan al azar. Se agrupan en categorías que se podrían considerar como extremos de la varianza normal en los dominios de la cognición, las emociones y los comportamientos, y que algunos buscan interpretar filogenéticamente desde la medicina evolutiva, como un proceso aumentado o exagerado de mecanismos de defensa.14
El Manual Estadístico y Diagnóstico (DSM) de la Asociación Americana de Psiquiatría, cuya última versión es el DSM-5, es el principal sistema de clasificación de los padecimientos y trastornos mentales.15 Consiste en listados de signos, síntomas y plazos, con base en las cuidadosas descripciones fenomenológicas de clínicos realizadas durante los últimos 125 años, que sirven de guía para un primer abordaje terapéutico y que se han ido modificando con nueva evidencia.6,8
¿Cómo se define lo patológico?
Según Kirmayer y Crafa, los diagnósticos psiquiátricos son constructos empíricos necesarios, que se delimitan primero por definir “lo normal”, otro constructo basado en al menos tres criterios: (1) lo que es estadísticamente normal, el promedio, lo común (lo patológico se define entonces por estar en los extremos de una curva de Gauss); (2) lo prescriptivo, la normativa o expectativa en un contexto social o cultural particular, y (3) lo que es considerado como una función adaptativa de un organismo en un ambiente dado.16
Estos criterios tienen sus limitaciones. Partiendo del primer criterio, se podría caer en la situación que denuncia Bental en su sátira sobre el etiquetado en psiquiatría:17 si lo patológico son comportamientos que se desvían de la norma estadísticamente definida, que consisten en un conjunto discreto de síntomas asociados a anormalidades cognitivas, que posiblemente reflejen un funcionamiento anormal del sistema nervioso central, se podría clasificar la felicidad como enfermedad. Una objeción que el mismo autor señala es que la felicidad no es valorada ni percibida de manera negativa. Sin embargo, es claro que una valoración social negativa es en algunos casos una valoración moral. Tomar lo prescriptivo para definir lo patológico, segundo criterio, fue la razón para patologizar las orientaciones sexuales diferentes a la heterosexual, hasta 1974.
Otras condiciones se han incluido en la categorización diagnóstica por ser consideradas disfuncionales o desadaptativas en un contexto o ambiente particular (tercer criterio). Una categoría diagnóstica muy cuestionada ha sido el déficit atencional, porque se basa en expectativas de funcionamiento escolar.18 Sin embargo, otros autores defienden el beneficio para estos niños en diferentes ámbitos funcionales (no solo el escolar) con farmacoterapia.19
Un cambio reciente entre el DSM-4 y el DSM-5, que también ha sido criticado, es el duelo. En la versión anterior, las personas que estaban atravesando por una pérdida se excluían del diagnóstico de depresión mayor, aunque presentaran idéntica sintomatología.
En el DSM- 5, si una persona cumple con todos los criterios diagnósticos de depresión mayor por los síntomas que presenta, la severidad, duración (que se mantuvo en dos semanas, otro aspecto que ha sido muy criticado) y disfunción, podrá recibir el diagnóstico de depresión y los otros beneficios legales, laborales y en atención, correspondientes a una persona con una condición de salud. Se culpa al DSM de patologizar una situación vivencial para así aumentar la venta de antidepresivos.20 Sin embargo, no toda persona con un duelo cumple con los criterios diagnósticos de depresión, ni necesariamente va a recibir farmacoterapia en lugar de otros tratamientos, ni hay evidencia que sugiera que son condiciones diferentes.21 Además, los beneficios a los que tienen derecho las personas con un diagnóstico superan cualquier consideración epistemológica.
¿Cómo utilizar estas categorías diagnósticas en la consulta psiquiátrica y psicológica?
Debido a los vacíos en el conocimiento actual, la ausencia de pruebas de laboratorio y gabinete (ej. estudios radiológicos) que complementen el diagnóstico psiquiátrico y las particularidades de estas condiciones, las cuales dificultan una categorización precisa, el diagnóstico y abordaje inicial depende de la valoración de los criterios de funcionalidad, según la expectativa y experiencia de la persona, y la descripción subjetiva del malestar, mediante la escucha empática y el uso de cuestionarios estructurados y semiestructurados.
La descripción de un padecimiento mental es un proceso fundamentalmente semántico y significativo para el padeciente en su contexto cultural, y el clínico es un intérprete de esa narración.13,22,23 También incluye una cuidadosa observación del comportamiento no verbal y paraverbal, como la expresión facial, los gestos, la postura corporal y la prosodia, para determinar si son congruentes con el relato verbal. El clínico es tanto un oyente empático como un observador distante.
Se ha encontrado que incorporar diferentes fuentes de información, como las entrevistas al padeciente y a un familiar cercano, y la revisión de los expedientes médicos, mejora la precisión del diagnóstico presuntivo.24,25
El listado de manifestaciones clínicas del DSM o de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) tiene como propósito orientar al clínico en un diagnóstico y abordaje inicial.
Los criterios diagnósticos del DSM o de la CIE no se deben aplicar como un “checklist” que resulta en un diagnóstico final incuestionable, sino como una guía inicial en la consulta psiquiátrica y psicológica. En el sistema de salud, una etiqueta diagnóstica de trastorno o de condición de disfunción o discapacidad es un “mal” necesario para que la persona acceda a la atención médica y a los beneficios legales.
No se deben confundir los usos y la forma de aplicar la categorización psiquiátrica en la consulta individual, con los de las investigaciones poblacionales. En los estudios poblacionales sí es preciso asignar diagnósticos categóricos finales con instrumentos estructurados y validados, como el CIDI (Composite International Diagnostic Interview, por sus siglas en inglés, de la Organización Mundial de la Salud),26,27 o el mejor estimado diagnóstico,24,25,28 para investigar la epidemiología de estos trastornos en diferentes espacios y tiempos, determinar los factores asociados al riesgo -incluyendo variantes genéticas de vulnerabilidad-, y definir políticas públicas, como se mencionó.
Consecuencias de la estigmatización
Independientemente de las consideraciones pragmáticas necesarias en los sistemas de salud, si se lograra eliminar todos los diagnósticos prescriptivos en el DSM basados en un ideal de funcionamiento y comportamiento socialmente esperados, que además no producen disfunción y malestar subjetivos en la persona, ni requieren los beneficios otorgados a las condiciones definidas como trastornos, aún persistiría la resistencia al diagnóstico y tratamiento psiquiátrico por el sufriente, la familia y la sociedad.
La hipótesis es que se sigue considerando un diagnóstico de hipertensión arterial, de diabetes, de cáncer, como esencialmente distinto a uno de esquizofrenia, de bipolaridad, de trastornos ansiosos o de depresión, más allá de las dificultades al clasificar o de los vacíos en el conocimiento; y que esta visión, o peor aún, negar su existencia, contribuye a que quienes sufren un trastorno o malestar mental no busquen ayuda profesional.
Algunas investigaciones sobre atribuciones causales han abordado esta interrogante.
Según estudios realizados por otros investigadores, más del 70% de las personas jóvenes y adultas con enfermedades mentales en el mundo no reciben tratamiento.29 Solo el 18-34% de los jóvenes con altos niveles de sintomatología depresiva y ansiosa busca ayuda profesional.30 Y el temor a la estigmatización es una de las principales razones.31,32 Se ha propuesto que la narrativa neurobiológica podría contribuir a reducir el estigma. Sin embargo, la evidencia muestra que, aunque esta narrativa se ha traducido en mayores servicios clínicos de apoyo, no ha sido efectiva para reducir el estigma.32,33 Otras razones para no buscar ayuda profesional son: la dificultad para el sufriente de identificar los síntomas de un trastorno mental debido a una pobre alfabetización en salud mental, una preferencia por intentar solucionar él mismo sus malestares y la desconfianza a la farmacoterapia.30
El objetivo de este trabajo es cambiar la percepción sobre el diagnóstico psiquiátrico a pesar de las limitaciones expuestas.
Los trastornos mentales son condiciones médicas para las que existen tratamientos que mejoran las manifestaciones clínicas y la calidad de vida, y reducen uno de los desenlaces más tristes: el suicidio.34 Según estudios en la población costarricense, entre un 30-40% de las personas con trastorno bipolar o esquizofrenia ha presentado ideación suicida.35 Citando a Lurhmann, una antropóloga norteamericana: “Tratar de proteger a las personas con enfermedades mentales crónicas diciendo que no están enfermas, solo son diferentes, es de una insensibilidad abominable para los pacientes y sus familias, que luchan valientemente con las dificultades de sus familiares enfermos”.36
Agradecimientos: nuestro más sincero y profundo agradecimiento a todas las personas y familias que han participado durante las últimas dos décadas en nuestros estudios de investigación en trastornos mentales, quienes han compartido con nosotros sus más íntimos relatos de vida. Sin ellos, no hubiera sido posible acercarnos a comprender sus necesidades y expectativas del acto clínico. También agradecemos la revisión inicial, comentarios y sugerencias a este manuscrito, por Gilberto Lopes y Gabriela Arguedas.
Conflictos de interés: no se reportan. henriette.raventos@ucr.ac.cr
Trabajo realizado en Universidad de Costa Rica