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Káñina

On-line version ISSN 2215-2636Print version ISSN 0378-0473

Káñina vol.45 n.3 San Pedro de Montes de Oca Sep./Dec. 2021

http://dx.doi.org/10.15517/rk.v45i3.49591 

Artículo

Una estética del genio: arte, literatura y modernismo en Carlos Vaz Ferreira1

An aesthetics of genius: art, literature and modernism in Carlos Vaz Ferreira

Alejandro Fielbaum1 

1Sociólogo y licenciado en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Santiago, Chile. Magíster en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Chile. Doctorando Universidad París 8 Vincennes. Correo: afielbaums@gmail.com

Resumen

Frente a la primacía de los criterios utilitarios del pensamiento positivista de fines del siglo XIX, a principios del siglo XX el pensador uruguayo Carlos Vaz Ferreira concibe la belleza mediante una economía del gasto que abre al sujeto a una nueva experiencia. En ese marco, la literatura se explica desde un uso creativo del lenguaje que, a través de palabras conocidas, ha de crear genialmente una realidad desconocida. Vaz Ferreira clama por una crítica abierta a esas invenciones, también cauta ante eventuales novedades que no lo son, como lo grafica su ambivalente posición ante el modernismo literario.

Palabras clave: Carlos Vaz Ferreira; Estética; Literatura; Genio; Modernismo.

Abstract

In contrast with the utilitarian criteria that prevailed in the positivist thought of the late nineteenth century, at the beginning of the twentieth century the Uruguayan thinker Carlos Vaz Ferreira conceives the beauty as a useless expense that opens the subject to a new experience. Within this framework, literature is explained as a creative use of language that, through known words, must create an unknown reality. Vaz Ferreira claims for an open critique of these inventions and is cautious in front of eventual innovations that are not, as is shown by his ambivalent position about literary modernism.

Key Words: Carlos Vaz Ferreira; Aesthetics; Literature; Genius; Modernism.

1. La literatura en la filosofía

«Wagner, a Augusta Holmes, su discípula, dijo un día: Lo primero, no imitar a nadie, y sobre todo, a mí. Gran decir» (Darío, 2016, p. 309)

Para pensar la teoría literaria desde Latinoamérica es necesario atender a sus poco estudiadas historias. La ausencia de una narración de sus debates y posiciones no solo resulta problemática por la ignorancia que sigue reproduciendo, solidaria de la triste diferenciación entre la producción teórica de las metrópolis y su aplicación a las literaturas de la periferia, sino, además, porque facilita cierta sustancialización de disciplinas y discursos que hace algunas décadas poseían límites menos nítidos que hoy. En concreto, entre lo que hoy es llamado, con una tranquilidad que debiera inquietar algo más, literatura y filosofía.

Una figura de interés para hilvanar algunas de esas cuestiones es la del pensador uruguayo Carlos Vaz Ferreira (1872-1958). Su reflexión legitima la literatura a la vez que se distancia de ella, instala un espacio de reflexión para la filosofía que no se deja pensar sin la literatura, mas tampoco dentro de ella. La indagación en tales cuestiones permite discutir los relatos de la historia de la filosofía, que imponen retrospectivamente los límites de la institucionalidad filosófica posterior. Estos suponen a Vaz Ferreira y otros de sus contemporáneos como fundadores, los cuales no habrían tenido vínculos con el discurso literario que la retórica de la fundación considera ajeno, si es que no inferior, a la filosofía (cfr. Sasso, 1998, p. 208; Zea, 1976, p. 412).

Para desestabilizar esta imagen imperante de Vaz Ferreira y de la filosofía, interesa entonces revisar sus reflexiones sobre la literatura como una forma de tensión en la lengua. Es obvio que un eventual rescate contemporáneo de Vaz Ferreira requiere de las necesarias modulaciones que exige hoy la crítica del discurso humanista, de sus privilegios y presupuestos. Antes que celebrar o condenar su posición, se desea presentar la muy poco estudiada2 pregunta por la estética en una obra que, en general, amerita también mayor atención. A esa exposición se limitarán los apartados siguientes.

2. El vampirismo filosófico

La trayectoria biográfica de Carlos Vaz Ferreira puede ofrecer una imagen para graficar la ambivalente relación con la literatura que se presenta en su obra.3 Tras haber escrito poesía en su juventud, se arrepiente de ella en su adultez. El recuerdo que posee de esos textos es mucho menos cauto que el que traza ante textos ajenos, en los que siempre se esfuerza por hallar algo positivo. Según la hija de Vaz Ferreira, él recordaba haber escrito pésimos versos en la infancia (1981, p. 9).

Frente a quien pudiera allí pensar una anécdota doméstica, la escritura de Vaz Ferreira parece ratificar ese juicio. Con gracia, escribe que lo grave es que, además de haber creído en sus aptitudes para la poesía, escribió algunos poemas (1963, XII, p. 50).4

De este modo, el pensador se presenta ante otros escritores como quien ha dejado la literatura. A Miguel Unamuno narra que el poeta que llevaba dentro ha muerto por asfixia ante el exceso de abstracción, crítica, análisis y razón pura (1963, XIX, p. 48), a la vez que señala a Delmira Agustini que ha matado al poeta que había en él (1963, XXV, p. 59).

El sofocamiento de su brío literario traslada su esfuerzo hacia otros fines. Y es que, quizás, habría sido uno de los poetas que se racionaliza, en nombre de la filosofía o la ciencia, de modos que él mismo cuestiona:

El pensamiento, el estudio, los vampiriza, los decolora, les inhibe la asociación vaga, la intuición; sin contar con los que, simplemente, no pueden resistir la tentación de hacerse pensadores. Otros se hacen moralistas. Y, casi siempre, ésos son modos de acabar (X, p. 122).

Pero Vaz Ferreira no deja de escribir, sino que inventa un nuevo modo de relacionarse con el pensamiento. Al reconocer su pérdida de la escritura literaria, Vaz Ferreira valora la especificidad de esta última, a la vez que precisa los fines de su escritura, considerada hoy filosófica, considerada por él de modo más ambigua. Pues no concibe su propia obra simplemente como filosofía, a la vez que confiesa que los fines de su obra no son literarios (1963, III, p. 15).

Sin jactarse de ello, desde algún supuesto que ponga la filosofía por sobre la literatura, Vaz Ferreira reconoce la importancia de la literatura para esta, en particular, cuando reflexiona sobre el arte. Quien tuviera talento literario, apunta, podría escribir un diálogo sobre temas de arte mejor que el diálogo que él ha concebido (1963, XII, p. 105).

En ese sentido, la apertura a la escritura literaria puede experimentar, en el pensamiento, otras formas de las que Vaz Ferreira se vale. En sus obras pueden hallarse diálogos, incluso ejercicios humorísticos, pero, quizá, el gesto más notable sea el que se repite en los dos libros más conocidos de su autoría, Lógica Viva y Fermentario, descritos por el autor como una preocupación literaria (1963, IV, p. 169); a saber, un sugerente y extravagante texto breve, que titula Un libro futuro. Se trata de un curioso escrito entrecortado, que parte con puntos y frases fragmentarias para llegar a unas pocas frases más acabadas, en las que recuerda la necesidad de distinguir entre lenguaje y pensamiento y de rescatar el fermento previo a la cristalización lingüística de lo pensado. Tras ello, cierra el texto con tres reglones de puntos y culmina escribiendo, con tipografía de mayor tamaño situada fuera del texto, que el asunto comenzaba a ponerse interesante.

Vaz Ferreira describe allí una experiencia del pensar siempre múltiple e incuantificable, lo que abre una crítica a toda creencia en el lenguaje como instrumento de transmisión de una verdad certera. Al remarcar la impotencia de la lengua que razona, abre la posibilidad de pensar los límites de la lengua a la hora de expresar los movimientos del pensamiento.

Así, ante un eventual razonamiento basado en el proceso de tesis, antítesis y síntesis, Vaz Ferreira advierte que ese esquema simplifica un proceso mucho más denso, pues da por certera una conclusión obtenida mediante términos que pierden parte de lo pensado (1963, X, p. 151). En oposición a esa supuesta seguridad, desea una escritura que pudiese alcanzar la fluidez del pensar, sus tonos, tiempos y recovecos:

El procedimiento corriente de escribir, lineal, no bastaría para expresar la complejidad del pensamiento. El único artificio tipográfico que tenemos para expresar nuestras complicaciones mentales es el paréntesis, además de la coma y los guiones. Se necesitarían muchos más. Como nosotros pensamos muchas cosas al mismo tiempo y a veces se nos ocurre el pro y el contra de una cuestión simultáneamente, como una serie de ideas y de pensamientos accesorios están fundidos con el principal, para no vernos obligados a esquematizar tanto al escribir, se inventarían procedimientos gráficos como, por ejemplo, escribir como en pentagrama, escribir en líneas divergentes de manera que de arriba y de debajo de la línea salieran otras en distintos sentidos, por donde iría la expresión de ciertos pensamientos accesorios que tendrían que ser pensados al mismo tiempo que el principal (1963, XXI, p. 379).

La cita subraya así la necesidad de una escritura filosófica espesa, capaz de exhibir sus tensiones, contra quienes hacen equivaler una filosofía depurada con la claridad conceptual. El enredo muestra el proceso de un pensamiento que se presenta empobrecido cuando se cree ya terminado. Por ello, la escritura que despliega Vaz Ferreira, sin librarse a la literatura, debe aprender de la literatura para afirmar la plasticidad en la lengua.

No es casual, en esa línea, que un comentario esclarecedor de esta posición de Vaz Ferreira provenga de un gran escritor de ficciones como Felisberto Hernández,5 quien destaca que Vaz Ferreira piensa la palabra como una realidad construida, contrapuesta al fermento natural del pensamiento. El lenguaje media y pierde algo de ese movimiento, ante lo cual la palabra ha de variar de forma siempre creativa, para insistir en lo que busca sin poder jamás darle una forma definitiva:

La palabra debe vivir creando en su relación con otras palabras el contexto que dé a cada hombre su sentimiento propio. La palabra tiene que ser un esfuerzo grande y honrado hacia lo concreto, pero tiene que tener la cualidad viva de modificarse y crecer con la vida del pensamiento. Ya que la vida se modifica, crece o se crea con el pensamiento y que el pensamiento forma parte tan importante de ella, no solo tenemos que hacer responsable al pensamiento en su relación con la realidad humana, sino también tenemos que hacer responsable a la palabra en sus relaciones con el pensamiento. Vaz Ferreira, sintiendo continuamente que la vida excede al pensamiento y a la razón, no obstante nos obliga a utilizar honradamente el pensamiento y la razón hasta donde ellos puedan (Hernández 1983, p. 38).

La verdadera filosofía jamás deja de atender y mostrar sus límites. En un breve y crucial comentario sobre las relaciones entre Hernández y Vaz Ferreira, Benítez explica que este último piensa la escritura como una indeterminada diseminación (1996, p. 3). La filosofía que promete debe, coherentemente, inscribirse con atención a los devenires de un pensamiento irreductible a esquematización alguna.

Esa nueva forma de pensar no abandona al pensamiento, sino que le exige más: ya que no puede alcanzarlo, ha de insistir una y otra vez en la búsqueda del psiqueo, como, singularmente, llama al proceso interno de la reflexión que precede y excede a la expresión verbal. Su traslación a la palabra no puede serle del todo justa, pero se puede intentar mostrar esos tanteos. Se trata, según Rama, de una escritura que busca no solo transmitir un pensamiento, sino que muestra sus interrupciones, tropiezos y enlaces (1985, p. 36).

Frente a lo que han pensado los posteriores intentos de transformarlo en un antecedente de la filosofía analítica de carácter lógico, la insistencia de Vaz Ferreira por la falta de transparencia del lenguaje obliga a asumir la equivocidad en la escritura filosófica. Por este motivo, cuestiona las distintas pretensiones de sistematicidad en una y otra escuela filosófica. Vaz Ferreira arguye que el olvido de la vaguedad que padece todo término verbal es el error de la lógica clásica, cuestión que extiende a otros modos de la epistemología que le son contemporáneos (1963, IV, p. 242). Por de pronto, a los positivistas, imperantes en el Uruguay finisecular.

Para no perder ni la riqueza del psiqueo ni la posibilidad de seguir pensando, Vaz Ferreira cuestiona la ingenua soberbia del pensamiento que olvida su siempre precario origen. A diferencia de la literatura, que puede volcarse en el lenguaje sin una tematización explícita sobre el lenguaje, la filosofía ha de asumir que el lenguaje que la hace posible es también lo que hace inalcanzable cualquier sistema definitivo, como explica con otra imagen proveniente del arte:

la verdad, la justeza, es mucho más difícil de obtener y de discernir en la expresión del psiqueo fluido que en la esquematización discursiva, porque la falsedad no consiste ya en dar una idea por otra, lo que es grosero, sino en dar un matiz, un grado, por otro. Hay la misma diferencia que entre tocar mal el piano y tocar mal el violín: en el piano se toca una nota por otra, lo que es fácil de evitar y fácil de percibir: ese instrumento de notas fijas es el pensamiento discursivo, con sus ideas solidificadas por la acción de las palabras (1963, X, p. 200).

3. Economías de la belleza

Habría que aprender a pensar, entonces, como un violinista que debe tocar el piano -como, por cierto, lo hacía Hernández- sin olvidar los tonos del violín. Solo así la filosofía puede pensar, entre otras cuestiones, el arte, que Vaz Ferreira liga directamente a la búsqueda de la belleza (1963, X, p. 182).

La crítica de Vaz Ferreira a la sistematicidad lo lleva a buscar una estética que pueda pensar la experiencia de la belleza sin conceptos fijos. De ahí su cuestionamiento a la antigua estética, en la cual hay falta de claridad a causa de su intento de regirse por las lógicas del concepto (1963, XXV, p. 88). Para alcanzar otro tipo de claridad más justa, el pensamiento ha de atender a las distintas experiencias e intensidades de la belleza. Cuando la estética quiere ser ciencia, cuando se hace genérica, escribe Vaz Ferreira que termina perdiendo la singularidad de las obras y emociones que el arte produce (1963, XI, p. 315).

A partir de esa crítica, Vaz Ferreira no renuncia a una mirada estética del arte. Antes bien, intenta llevar a sus últimas conclusiones una concepción del arte ligada a las dinámicas experiencias de los sujetos. Esto explica la conocida posición de Vaz Ferreira en su temprano estudio sobre la percepción métrica, en el que insiste en la importancia de complementar el estudio de la métrica con el de los modos en los que el espíritu se predispone y recibe el verso, lo que le permite comparar las distintas formas de escuchar el poema con el del galope de un caballo o el tic-tac de un reloj (1963, VI, p. 93). La imagen da a entender que la centralidad del sujeto que percibe va acompañada del abandono de un paradigma naturalista del arte, al punto que una imagen, que podría considerarse naturalmente bella, es análoga a la de la belleza que emerge con la técnica. La estética, entonces, no pasa por los objetos percibidos, sino en la manera de experimentarlos. A saber, sin una finalidad ajena a la percepción misma.

Es por esto que toda relación con un objeto podría, o no, ser bella. Así, con respecto al problema de la habitación (1963, V, p. 17) y el de la tierra (1963, XX, p. 346), Vaz Ferreira explicita que, además de las usuales lecturas políticas o económicas del asunto, se podría también pensar desde un índice estético, relativo a sus arbolados, fachadas o espacios de recreo. Quizás el ejemplo de la percepción estética más acabado -y decidor, en términos de clase, tanto lógica como social- es el que Vaz Ferreira ofrece en torno a la percepción de un edificio. Mientras en ese lugar un obrero gasta su energía sin experimentar placer estético alguno, y un dueño aspira a cierto retorno económico asociado a un placer más rudimentario, un pintor lo observa sin interés, gracias a que puede sentir un placer estético que ninguna utilidad le brinda (1963, I, p. 61).

En ese sentido, hay belleza ahí donde se siente un placer que contrasta con la economía utilitaria que comanda el tiempo corriente de la vida. El arte abre la experiencia vital hacia otras posibles sensaciones. La creación artística presenta otra economía, en la que la pérdida de tiempo o utilidad permite una ganancia no cuantificable, propia de otra experiencia que enriquece cualitativamente la vida. El arte suspende la racionalidad instrumental moderna, para experimentar otra forma de subjetivar, y de subjetivarse, abriendo la vida a otra relación con el mundo, diferente a la de la utilidad.

En su debate con el pragmatismo, Vaz Ferreira cuestiona a Spencer el deseo de anular la experiencia del arte, en nombre de una economía estrecha de la vida. La lógica de la utilidad empobrece la economía de la vida misma. Utilidad y belleza, en ese sentido, se hallan en una relación inversa, en una economía en la que la radicalidad de la belleza abre la opción de un gasto sin retorno. Si el esfuerzo del arte no solicita retribución es porque, precisamente, al gastarse se retribuye.

Es por ello que el autor tacha de simplista y unilateral la posición que juzga siempre negativamente el gasto de fuerza. En particular, el gasto de la fuerza mental, inagotable para un espíritu vivo que, al gastarse, pareciera revivir con más fuerzas. De ahí que el buen estilo no sea siempre el que dice más hablando menos: Vaz Ferreira caracteriza la literatura como un estilo que opera al modo inverso. Es decir, en un gasto que hace ganar (1963, XXIII, p. 84).

En esa línea, la aparente inutilidad del arte no deja de ser útil para la vida, una vez que ésta ha logrado darse a sí misma el espacio de lo que no reporta un beneficio inmediato. Si la inutilidad del arte fuese inútil, habría perecido con la evolución que celebra Spencer. Sin embargo, si en los procesos evolutivos surge el arte es porque, tras la superación de las necesidades inmediatas, el hombre genera también el necesario espacio de lo innecesario:

Llega pues un momento en que al principio general de la economía de la fuerza es necesario oponer otro principio restrictivo, el del placer originado por el gasto de la fuerza. Este segundo principio solo aparece y produce efectos apreciables cuando el fin y la importancia del trabajo, disminuyendo en valor, dejan manifestarse el placer del trabajo mismo (Vaz Ferreira 2008, p. 46).

4. La libertad del arte de los modernos

De este modo, la evolución lleva a un mundo moderno, en el que puede aparecer el arte concebido de manera autónoma. Sin embargo, ese mismo mundo lo amenaza, al someterlo a los estrechos criterios de utilidad que el pragmatismo naturaliza. Según describe Vaz Ferreira, el arte pasa del mecenazgo a la economía, sin que existan certezas de que ese desplazamiento sea mejor para el arte (1963, VII, p. 4). El incierto sometimiento del arte a los vaivenes del mercado y a los criterios de la ciencia amenaza con el empobrecimiento de la vida. Más aún en el Uruguay de principios del siglo XX, en el marco de una modernización periférica que no asegura espacio alguno al arte.

De hecho, Vaz Ferreira critica que Spencer oponga arte y ciencia (1963, IV, p. 42). Al pensar la segunda contra lo primero, humillando al arte a causa del desconocimiento artístico de las leyes físicas -por ejemplo, las de la acústica, por parte de quien crea música-, Spencer deja de pensar en la experiencia que no se conoce científicamente. Con ello, según Vaz Ferreira, pierde la posibilidad de pensar una dimensión de la experiencia del sujeto que resulta irreductible al conocimiento científico. Según compara, tal como una persona camina sin conocer las leyes de la fisiología que habilitan su movimiento, el arte crea en un tiempo y espacio que transforma la experiencia sin conocer sus leyes, lo que no implica que allí no se abra otro tipo de conocimiento.

En efecto, puede pensarse que para Vaz Ferreira es precisamente por ese desconocimiento que el arte puede trazar su inventiva, demostrando el límite que padece el saber cuantificable, y así, la necesidad de apertura al nuevo tipo de placer que brinda el arte. Si el sujeto caminase pensando en las leyes de la física, perdería la opción de gozar su experiencia al caminar. Su no sometimiento al cálculo no implica pobreza ni ignorancia, pues gana otra experiencia, placentera, otra relación entre el sujeto y el saber, la que Spencer incorrectamente subordina (1963, XVII, p. 124).

El placer que entrega el arte no solo es rechazado por la ciencia que desea el saber, sino también por la moral que desconfía del placer. Frente a ello, Vaz Ferreira retoma la preocupación moral por el arte, con una perspectiva más abierta que la de los moralistas. Con ello llega a una conclusión opuesta a la de estos: frente a artistas y públicos sanos, lo bello no puede ser inmoral, al punto que el arte que no se limita por esta puede mejorar la moral de las personas (1963, I, p. 37). Al abrirse a la novedad estética, la persona nota, en lo bello, la huella de lo bueno y verdadero:

La moral, diremos, en estado nativo daña el arte. Y lo mismo lo intelectual en su estado natural de razonamiento. Eso es bien establecido. Pero lo que suele no entenderse es que el buen arte puede comprender moral, y razón, transmutadas en arte. Y que lo malo y lo falso se transmutan también, en antiestético. No es que el arte sea moral o ciencia, ni puede incluirlas en estado nativo, pero, transmutadas, lo realzan. Tanto lo verdadero como lo bueno y lo noble se subliman estéticamente, y su falta podría ser falta de algo (1963, XI, p. 110).

El buen arte es bello, puede resultar bueno para la vida porque, desde el específico margen estético, mejora la vida en general. Puesto que la estética se juega en el sujeto y no en el objeto, y que una lectura estética no es necesariamente inmoral, todo objeto podría entonces percibirse de manera estética. Hasta la Biblia podría así ser leída desde un punto de vista estético (1963, III, p. 209). De ello no se sigue, por cierto, que la Biblia sea bella o amoral, sino la alternativa de indagar en los efectos que podría tener en el sujeto esa lectura, y con ello la de qué tipo de percepción puede hacer mejor, o no, el mundo.

En ese marco, la pregunta por la belleza puede ir más allá de sí misma, en la medida en que no se subordine al discurso de la ciencia o la moral. El problema ético de la realidad del arte no se presenta por la eventual belleza de una obra, sino por el riesgo de que ella haga olvidar que la belleza no es directamente el bien, que pierda la distancia entre el arte y la realidad.

En síntesis, para Vaz Ferreira resulta tan problemática la economía utilitarista que expulsa el arte de la vida como esteticismo decadentista, que confundiese la vida con el arte. Ambos son incapaces de pensar la especificidad del arte, su capacidad de mejorar la vida en tanto experiencia, cuyo índice no se juega en la realidad, sino en sus efectos en ella:

No sabemos bien lo que sucedería si el arte creara seres reales y vivientes, análogos a los demás que nos rodean; probablemente aquellos seres despertarían en nosotros los mismos sentimientos que despiertan éstos y, de acuerdo con la que hemos llamado estética de la realidad, esos sentimientos estarían despojados del carácter estético cuando estuvieran subordinados a fines utilitarios, y podrían adquirirlo al separarse de éstos. Si ojos de la Venus de Milo se llenaran de luz interior, y si la viéramos avanzar hacia nosotros experimentaríamos, al contemplarla, emoción estética, siempre que no nos embargaran en ese momento ideas demasiados utilitarias (1963, I, p. 58).

5. La creación sincera

Esta economía -aneconomía, quizás se podría decir hoy- del arte en la vida exige que la creación artística se vincule con la vida interior de quien crea. Y, dado que esta varía de sujeto en sujeto, la demanda del arte no puede ser la de un modelo universal de obra, sino la siempre singular exposición de la sinceridad de quien crea. La sinceridad es, entonces, escribir lo que se cree verdadero, no buscando el éxito ni los halagos del público o de la crítica (1963, XX, p. 377).6

El buen artista es así, en términos éticos y estéticos, quien crea con sinceridad. Lo que ha salido del creador, indica Vaz Ferreira, se empobrece con una corrección posterior que lo desnaturaliza (1963, XXII, p. 33). La virtud en la creación pasa por modular la creación solo a lo que se siente que se debe crear.

Es con la figura del genio Vaz Ferreira que se puede graficar tal creación sincera y carente de esquemas. Si bien considera que la genialidad puede manifestarse en variados aspectos de la vida, asume que es en el arte donde se presenta de manera más clara (1963, XII, p. 50).

La genialidad, para Vaz Ferreira, no manifiesta una intensificación de la inteligencia regular, sino otra relación del sujeto ante la creación. No depende de la voluntad que aplica su saber a variados objetos en función de capacidades calculables, sino de un instinto innato. Si el saber racional puede adquirirse de forma gradual por su carácter homogéneo y transmisible, la siempre singular fuerza del genio se vuelca absolutamente en lo creado. Ello simplemente sale, sin la mediación racional del instinto que debe darse en las otras prácticas de la vida.

En esa línea, son diferentes las formas de crear que tiene el hombre racional y el genio. Para aclarar esta posición, Vaz Ferreira retoma la distinción que conoce por otros autores entre la genialidad y el talento (1963, IV, p. 232), para marcar una más tajante. A saber, la de la genialidad como marca de una clase diferente de espíritu, y no como un grado existente o ausente en uno u otro espíritu. Talentoso puede ser cualquiera que desarrolle racionalmente una potencia genérica que todos comparten, mientras que genio es solo quien experimenta un infrecuente desequilibrio, causado por una directa comunicación del yo consciente con el yo inconsciente y subliminal, que dota a su creación de un carácter intuitivo.

Esta dinámica, ciertamente involuntaria, quizás ilustra, por su radical singularidad, lo que describe como una locura venida desde dentro del individuo. A diferencia de la alienación que se impondría desde el exterior, la genialidad nace de una locura que hace al individuo ser, cada vez más, él mismo (1963, X, p. 84).

Mientras el hombre común se asemeja a los demás por su instinto y se distingue de ellos por tener más o menos conocimientos, el genio se distingue de ellos precisamente por un instinto que no se deja determinar por conocimiento alguno. Autónoma del saber o la moral, su obra en el arte no se deja explicar con una legislación externa, sino en la sinceridad genial. Es tan inesperada que ni siquiera él la conoce antes de realizarla. Con algún grado de animalidad, el genio despliega su energía sin orden alguno. Lo cual, impredeciblemente, abre algunas posibilidades y cierra otras tantas:

Se parecen en cierta particularidad a los animales, por ejemplo, a esos insectos que resuelven casos dificilísimos y no otros mucho más fáciles; y así como una abeja construye celdas según ángulos matemáticos, perfectos, y es incapaz de salir de una botella invertida a la luz, los geniales en este sentido, realizan a veces lo difícil, lo superior y suelen ser incapaces de algo que, apreciado como un acto puramente racional, sería infinitamente más fácil y quizá esté al alcance de mentalidades vulgares (1963, XI, p. 124).

El genio no mantiene, entonces, una relación racional con sus obras. Es como si se adentrase temporalmente en ellas sin poder dirigirlas. Así, Vaz Ferreira recuerda haber dialogado con escritores geniales que le cuentan una obra en curso sin saber qué puede acontecer una vez que retomen la narración que están escribiendo (1963, XII, p. 215); también, con otros que se sorprenden por los cambios de sus personajes, indicando que algo le debe haber ocurrido a uno u otro de ellos. Por tanto,

el genio opera sin saber de manera racional cómo crea. A diferencia de la ciencia o de la filosofía, su obra no pasa por el saber. Lo que aporta a la teoría del arte, por ende, no es la teoría, sino la obra que otro habría de teorizar.7 Él, antes bien, para crear, podría incluso ir contra sus teorías (1963, X, p. 211).

Al carecer de pasos para construir algo, la genialidad no siempre alcanza una obra. Mucho menos, por tanto, reglas para legar a otros genios, quienes tampoco sabrían seguirlas. Vaz Ferreira cita, en tal dirección, la opinión de Víctor Hugo relativa a no imitar al genio inimitable como el único modo de ser digno con respecto a él (1963, XI, p. 97). La potencia de la genialidad se juega en su capacidad de ser como el genio, al imitar su afirmación de sí mismo, en lugar de su inimitable obra: ¿Qué sentido tendría hablar de imitar a Mozart? Para imitarlo, habría que tener el sumo genio que tuvo él; y si alguien pudiera llegar a tenerlo, entonces ése sería el primero que no lo imitaría (1963, XI, p. 268).

6. El tiempo literario

Para indagar en la obra de los siempre singulares creadores, Vaz Ferreira insiste en la necesidad de analizar las particulares condiciones de cada arte, antes que en una estética orientada desde conceptos genéricos. De manera coherente con el énfasis ya descrito en los efectos estéticos, su reflexión sobre el arte analiza lo que la genialidad puede hacer en cada práctica artística.

En esa dirección, Vaz Ferreira asume que la música, al carecer de un plano en el cual imprimir su genialidad, la expresa en el sonido mismo. Por ello, resulta el arte en el que importa más el conocimiento de los procedimientos técnicos: el mayor de los compositores nunca deja de ser, también, un creador técnico.

En ese sentido, el genio musical puede abrir, a través de nuevas formas técnicas, nuevos rumbos para su arte. En su obra, técnica y genialidad no se excluyen, de modo que se oye su novedad más allá de las técnicas de las que se vale para superarlas y, así, da con una obra que excede la rigidez de la norma:

El poeta escribe una poesía y el pintor pinta un cuadro; el poeta escribe la poesía como la siente, y el pintor pinta el cuadro como lo ve; y lo primero es una poesía y lo segundo es un cuadro; en tanto que el trozo de música hecho así, ni siquiera ha encontrado su nombre: le llamarán una fantasía o un capricho; pero, en realidad, no tiene nada de fantástico ni de caprichoso escribir libremente música sentida (1963, XXII, p. 74).

Como explica la cita, la relación de las otras artes con sus respectivos materiales es distinta a la de la música, la que no puede emerger de una relación corriente, no mediada, con el sonido. En el caso de la literatura, la materia con la que trabaja parece inmediata, para Vaz Ferreira, el recurso de esta es sencillamente la materialidad de hablar y escribir (1963, XXII, p. 70). Esa eventual sencillez es algo irónica, como reconoce el mismo Vaz Ferreira, quien ya al tematizar el psiqueo explica la imposibilidad de administrar la lengua. La pregunta entonces es cómo la lengua es mediada en la literatura. A diferencia de la singularidad del sonido o la imagen, es posible especular ahora conectando argumentos que Vaz Ferreira no explicita: la posibilidad de imprimir un modo singular en la lengua socialmente compartida, no se juega en qué palabras se muestran, sino cómo se combinan, qué logra con ellas.

Se trata, entonces, de construir una lengua que sobrepase la frialdad de su uso corriente. Una imagen gráfica fría, puede argumentarse, acarrea algo de novedad; una palabra fría, en cambio, no es más ni menos que la palabra ya conocida, parte de la economía corriente de la vida de la que el arte ha de sustraerse., y una lengua a la altura de la genialidad literaria se separa de su uso cotidiano, de cualquiera de sus cálculos o utilidades comunicativas. He ahí la marca de un escritor.8

Y es que la novedad literaria reside en un uso distinto de las palabras, sin importar el género que se le atribuya. Esto excede la posible concepción de la literatura como una escritura que vincula de otras formas las mismas palabras, lo que para el autor pareciera ser un formalismo algo vacío, una música de las palabras que no logra ser del todo literaria. Es la realidad artística que se genera con las palabras la que le interesa. Lo nuevo de la obra no son las palabras, sino lo que éstas crean en la belleza de la prosa o del poema.

La literatura, entonces, toma unos y otros procedimientos literarios -siempre inacabadamente- para enfrentarse con la lengua y darle otra forma. Es por ese motivo que Vaz Ferreira dice, de manera algo sorprendente, que la literatura no puede prescindir absolutamente de la imitación de la realidad (1963, XII, p. 103). La verosimilitud literaria ha de valerse del mundo y su lenguaje para componer, con otro lenguaje, otro mundo. Puesto que la literatura debe imitar al lenguaje, en ella no puede haber originalidad absoluta: no habría que imitar a otro escritor porque él es ya un imitador de una lengua y un mundo que no son suyos. El escritor, entonces, imita inimitablemente, pero ya no a otro creador, sino al lenguaje en tanto realidad que, singularmente, procesa la literatura. La obra del mencionado Hernández así lo grafica, con una obra que excede cualquier categoría de ejemplo.

El rendimiento de la literatura reside en su transformación de la pérdida que constituye el psiqueo, en la posibilidad de la originalidad en el lenguaje. Es decir, en aprovechar la falta de una escritura que sea propiedad del autor, para instalar ahí la creatividad de quien puede escribir sinceramente. La creación literaria brinda un modelo para la sinceridad en la insuperable artificiosidad del lenguaje. Psiqueando, entonces, el escritor puede valerse de la indeterminación para escribir, con genialidad, su distancia con lo sentido.

Quizás no parezca tan antojadizo, por tanto, que, en un fabulado diálogo sobre las artes, sea el otro quien le diga al uno que el escritor resulta el artista siempre obligado a una novedad que pueda exceder la lengua conocida (1963, XII, pp. 120-130). El escritor es así el artista que más debiera imitar, y menos repetir. En esa diferencia se juega la posibilidad del arte en el lenguaje, inversa a la del buen copista en la pintura: si el genio pintor no imita a nadie para que su única obra pueda ser luego repetida valiosamente, el escritor imita para gestar una obra, cuya unicidad se mantiene en la repetición de copias editoriales que nada suman ni restan a la obra.

El genio literario, en conclusión, crea lo irrepetible desde y para la repetición, al sortear el frágil límite entre la imitación que imita y la que crea. Por lo fácil que parece ser confundir una y otra forma de imitación, su obra requiere una inédita lectura, abierta y atenta a la novedad que pueda reconocer el carácter inimitable de la imitación creativa.

7. La lectura genial

La atención a la literatura sincera ha de sobrepasar las categorías que, según critica Vaz Ferreira, se le siguen imponiendo. Ellas no solo no añaden nada a la creación, al punto de que afirma que la literatura sale mejor cuando no se estudian sus normas y se encuentra ajena a la técnica (1963, XII, p. 89; 1963, XII, p. 100), sino que impiden también una lectura justa.

Esto lleva a Vaz Ferreira a cuestionar las concepciones tradicionales de la retórica como concreción paleontológica del pensamiento (1963, XX, p. 17): pueden explicar genéricamente lo antiguo, jamás singularmente lo nuevo. Basada en géneros y reglas tan anticuadas como esquemáticas, sus categorías debiesen renovarse, en lugar de transponerse a las nuevas escrituras.

De manera algo especular, existen nuevas estrategias de lectura que, junto con las antiguas categorías, desechan la lectura de la antigua literatura. La crítica pasa así de una a otra forma de ignorancia, imponiendo también ante la literatura nuevas formas de dogmatismo, que impiden el reconocimiento de la sinceridad genial.

No es casual, de hecho, que uno de los primeros ejemplos de los paralogismos, de quienes piensan con exceso de sistematicidad, en Lógica Viva, sea el juicio de un crítico literario, a lo que se suman otros cuestionamientos a críticos en varios pasajes de la obra. Por ejemplo, para ilustrar la posibilidad de afirmar una tesis y su opuesto, Vaz Ferreira recuerda la discusión acerca de si debe elogiarse a un escritor emergente, donde asume que bien podría argumentarse que es normal partir con obras débiles, por lo que el juicio no debe ser del todo severo. Pero, también, que es válido afirmar que, ya que el estilo de un escritor joven está en formación, se le deben mostrar sus errores antes de que se habitúe a ellos (1963, IV, p. 174).

Los críticos toman partido, unilateralmente, ante ese debate, y se agrupan de manera binaria. Como en todo paralogismo, la solución al problema no está en ninguna de las alternativas planteadas. Antes bien, requiere la reformulación de un dilema mal planteado. Si ambas respuestas pueden pensarse como falsas y verdaderas, como bien lo demuestra la figura del paralogismo, es la pregunta la mal planteada. En este caso, porque supone contradictorio lo que puede ser complementario, lo que lleva a uno y otro bando a olvidar la pregunta, más precisa: por qué alabar y qué reprochar al escritor joven. Sin esa apertura a una solución más compleja, se pierde lo que hay de verdad en ambas posiciones, y, así, la posibilidad de alcanzar el singular estado en que una verdad no anula la otra. Estado sutil, no esquemático, que para Vaz Ferreira recupera la vitalidad del pensamiento.

Sin embargo, pareciera que la dificultad para alcanzar a esa posición lleva a que los hombres dogmáticos busquen, rápidamente, la aprobación o el rechazo de la obra en virtud de categorías previas a su lectura. Con gracia, Vaz Ferreira cuestiona a quienes desestiman el valor de Tabaré, de Zorrilla de San Martín, porque el poema no se ajusta a las supuestas reglas del poema épico:

Tabaré tiene los ojos azules, es mestizo; por consiguiente no podía representar a la raza charrúa; el héroe de una epopeya debe ser representativo; por consiguiente, el Tabaré no es una epopeya, silogismo que debe dejar al autor bien indiferente (1963, XXII, p. 23).

Ante esas formas de juzgar, es entendible que las opiniones críticas rápidamente pasan del optimismo absoluto a la total negación. Sin embargo, es recién después de ese doble movimiento cuando, para Vaz Ferreira, puede surgir un juicio adecuado y razonable, capaz de rescatar lo bueno que se mantiene tras lo negado (1963, III, p. 218). Pese a la aparente orientación dialéctica de aquel movimiento, la infinita atención a lo singular, que solicita Vaz Ferreira, excede una lectura de la verdad alcanzada como una síntesis, pues la verdad asoma en el debate como un estado siempre abierto a discusiones que impiden sancionarla como definitiva. Esto es, un juicio que no surge de una posición más avanzada gracias a algún saber confirmado, sino por el crucial ejercicio del hábito de la crítica (1963, XIV, p. 130).

De ahí la necesidad de una crítica de la crítica imperante: la nueva debe objetar las limitaciones de la actual, a través de la ampliación de nuevas formas de belleza que la crítica anquilosada se empecina en soslayar, sin que ello imponga una nueva forma de unilateralidad que olvide las antiguas formas de belleza. El buen crítico es quien brega por la apertura a toda forma de belleza, sin preocuparse por la teoría o fórmula del creador. Debe abrirse a lo distinto, más allá de los instantáneos rechazos que puede generar la incomprensión inicial, explicada por la natural parcialidad del gusto de la mayoría de las personas (1963, XXII, p. 101).

De hecho, de acuerdo a Vaz Ferreira, solo algunos espíritus excepcionales son capaces de sentir todos los tipos de belleza. También la mayoría de los artistas, según describe, tiende a gozar de un único tipo de arte o escuela. Sin embargo, en el caso de los artistas esa unilateralidad es excusable, incluso a veces positiva. A saber, en los casos en que esa unilateralidad resulta estimulante, dada la rivalidad que genera el deseo de poseer la exclusiva llave del arte. Al basarse su trabajo en la genialidad antes que, en el raciocinio, su energía puede transmutar un error lógico en una producción sensible.

El crítico, por el contrario, debe combatir la parcialidad que puede notar en sí mismo. Dado que su trabajo es el de abrirse a toda belleza, el dogmatismo en su caso es inexcusable: ha de oponerse a los paralogismos y abrirse a la belleza que podría no comprender de manera natural (1963, X, p. 191). Lo cual, evidentemente, no significa pensar solo con la frialdad de la razón que entiende la necesidad de esa apertura, sino valerse de la razón, para reconocer los propios límites e intentar abrirse a nuevos modos de sentir.

El conocimiento racional sobre el arte solo inhibe su sentimiento si se establece la falsa oposición entre conocimiento y sentimiento. El buen crítico es quien, al saber más, siente más, y viceversa. En lugar de añadir a los límites naturales del gusto las fronteras artificiales, que surgen del mal uso del juicio, que lleva a paralogismos y limitaciones, el buen crítico acorrala los condicionamientos de la naturaleza con los aprendizajes de la cultura. Dada la contaminación natural de su sentimiento, reconoce y supera racionalmente los límites naturales de la razón, con lo que amplía el espacio de la emoción.

En un contexto que no asegura su espacio al arte, resulta imprescindible la buena crítica para ayudar a que, entre el público no especializado, se sienta y entienda mejor. Vaz Ferreira se refiere a quienes componen ese público como los sentidores del arte. Es decir, quienes aprecian una obra por sus efectos, sin el conocimiento de las causas de sus sensaciones. El autor ilustra su posición como la de quien aprecia el vestido de un hombre, sin mayor preocupación por la técnica utilizada por el sastre. Debido a tal capacidad de gozar del arte sin las mediaciones conceptuales del crítico, los sentidores están más abiertos ante las innovaciones y licencias técnicas que el crítico, cuya preocupación por la técnica podría desviar la centralidad de su mirada. El sentidor, por ende, puede comprender menos, pero sentir más, y esto último es lo más importante: su misión es la de ensanchar el acervo del arte (1963, XI, p. 119).

Esa tarea puede no ser fácil, pues no por no teorizar los sentidores dejan de padecer los errores argumentativos que asedian la época. Para que pueda sentirse la nueva genialidad, el trabajo de la crítica parece más urgente, ya que la comprensión de la genialidad contemporánea resulta más difícil que la corriente, y puede generar un rápido rechazo por la incomprensión que limita las oportunidades de la belleza. O, peor aún, puede emerger la confusión que atribuye novedad donde no la hay. Es ante esas tareas que la crítica debe ser capaz de mediar, para generar el público necesario para el despliegue de la literatura.

De ahí la necesidad de que el crítico sepa ampliar, además de su sensibilidad, su conocimiento del arte. Solo así podrá dar con el índice de lo realmente nuevo y colaborar con la emergencia de un público que pueda ampliar su experiencia del arte. De hecho, Vaz Ferreira indica que la aparición de la verdadera originalidad en el arte es más apreciada por los hombres que más y mejor han vivido (1963, X, p. 92). A diferencia de la juvenil aprobación de todo lo que se dice nuevo, y su rápido olvido posterior por el anuncio de la novedad siguiente, el crítico experimentado saluda la verdadera novedad que su presente muchas veces no comprende.

De hecho, Vaz Ferreira asume que el crítico de avanzada puede recibir tantos o más ataques que el nuevo artista. Habría quizás que pensar, entonces, en la curiosa figura de un crítico incomprendido, dado su coraje para oponerse al gusto imperante:

Aparece un libro de poesías decadentes de cierta especie (de los no muy originales). Lo lee un burgués, y se pone furioso. ¿Qué es esto de lunas liliales y de líricas ojeras? ¡Palabrerío, vano y ridículo. Censura en el plano inferior. Más alto que él, estará tal admirador (o el autor mismo), que siente formas de belleza, ciertas imprecisiones estéticas delicadas. Después viene un tercero que comprende perfectamente al autor, y que lo comprende tanto, que no solo discierne y siente lo que hay de realmente bello en su libro, sino que lo que tiene de snob y de pose, de falseado, de exagerado, de artificial, de demasiado imitado, o de ridículo; y dice, este otro: no me gusta el libro; pero no en el mismo plano que el burgués: a nuestro personaje, no le gusta el libro; pero no está por abajo del libro, sino por arriba (1963, IV, pp. 213-214).

8. La imitación modernista

La apelación de la cita al decadentismo se sitúa en el marco de los debates sobre el modernismo literario, que es contemporáneo a los primeros trabajos de Vaz Ferreira. En términos generales, la apreciación de este último, acerca de las nuevas tendencias literarias, es positiva: considera que colaboran con la reinvención de la lengua, al punto que sostiene que el arte sería la faceta en la que el continente sudamericano más originalidad tiene para ofrecer (1963, XVIII, p. 73). Sin mencionar a los autores modernistas, destaca gestos positivos en la literatura hispanoparlante de principios del siglo XX. Recién con ella, después de los siglos posteriores al Siglo de Oro, la poesía española renace (1963, XXI, p. 478).

En esa línea, el autor destaca que los nuevos escritores eludan la imitación de otras lenguas (1963, V, p. 52) o de los maestros en la propia (1963, XXII, p. 57), así como que hayan logrado aflojar un poco el oído del lector, al permitir la escucha de un verso más libre (1963, VI, p. 46). No debiera entonces sorprender su conocimiento de los nuevos autores. En su estudio sobre la percepción métrica acude, a modo de ejemplos, a versos de su hermana María Eugenia (1963, VI, p. 103), De las Carreras (1963, VI, p. 140) y Rubén Darío (1963, VI, p. 31). No obstante, no se explaya sobre ellos ni en ese ni en otros textos.

Es fácil imaginar que la obra de Rodó, en tanto pensador uruguayo contemporáneo, es de interés para Vaz Ferreira. Lamentablemente, la conferencia que pronuncia sobre este autor y el americanismo, informada en su rendición de cuentas de su actividad académica (1963, XXIII, p. 63), es una de las tantas que se han perdido. No queda, ante ello, más opción que la de intentar una reconstrucción de su opinión sobre su coetáneo, mediante las opiniones dispersas (y muy breves) que entrega sobre su obra.

Vaz Ferreira destaca a Rodó como un gran escritor (1963, XXV, p. 41), e incluso inscribe Ariel (1963, III, p. 34) en la lista de textos que propone como lecturas de formación general de los estudiantes. Junto con Groussac, son los únicos pensadores del continente que aparecen en el catálogo que sugiere. Recomienda la lectura de ambos y la de Sarmiento para comprender la que llama nuestra civilización, acaso como antídotos a la simple contraposición decimonónica entre civilización y barbarie inscrita por este último.

En esa tarea, Vaz Ferreira valora la reflexión rodoniana, dada su capacidad de notar, por así decirlo, la barbarie en la civilización existente. Sin embargo, cree que el análisis de este, peca de unilateralidad. Describe el temprano texto de Rodó, denominado El que vendrá, como un estudio hermoso, pero errado desde su título, ya que tiende a reducir el porvenir a un único hombre por venir. Por ello, cuestiona el mesianismo que recorre aquel texto, al igual que otras posiciones algo unilaterales de Rodó (1963, XI, p. 117).

Sin mencionarlo de manera explícita, Vaz Ferreira objeta también algunas de las posiciones que pueden atribuirse a Rodó y a quienes lo siguen. Así, critica las posiciones unilaterales en la discusión sobre los crucifijos en los hospitales, sobre las cuales gira la posición de Rodó en Liberalismo y Jacobinismo (1963, X, p. 157; 1963, XII, p. 49), menciona la figura del triunfo de Calibán como un errado lugar común (1963, X, p. 221) y considera falsa la oposición entre humanismo y cientificismo (1963, XIII, p. 134).

Ese distanciamiento ante Rodó se replica y profundiza en la posición de Vaz Ferreira ante Rubén Darío, de cuya supuesta radicalidad desconfía. En efecto, cuestiona las alabanzas de la supuesta novedad de la obra del nicaragüense, a quien concibe como un autor poco original. Incluso, cuando destaca su fuerza y altura, lo hace para decir que, pese a esas virtudes, es un imitador (1963, XXV, p. 59), y no, por cierto, de la lengua por recrear, sino de obras ya hechas. De hecho, refiere a su supuesta genialidad como ejemplo de cierta ilusión de originalidad. Es por el desconocimiento del público latinoamericano de la poesía francesa que se da como novedosa una obra que no lo es (1963, XI, p. 113).

Con ello, Vaz Ferreira no aspira a defender la originalidad de otros modernistas por sobre Rubén Darío. Antes bien, remarca que el que pareciera más original no lo es tanto, lo que es indicativo de la falta de originalidad generalizada en el modernismo. Al agruparse como escuela, los modernistas caen en cierto dogmatismo. De acuerdo a su crítico diagnóstico, el ímpetu original del modernismo pronto se transforma en una escuela de fácil repetición y artificial novedad. En un texto hallado hace algunos años por Juan Fló, en el archivo de Ángel Rama, ya un joven Vaz Ferreira cuestiona las tendencias decadentistas de fines del siglo XIX. En ese texto, augura que, cuando la literatura supere el gusto patológico por una deliberada rareza, mejorará (Vaz Ferreira, 2008, p. 57).

Sin embargo, ese gusto por la pose no decrece. No resulta, entonces, sorprendente que, décadas después, una de las pocas veces en las que refiere directamente al modernismo sea para utilizarlo como ejemplo de quienes intentan seguir las nuevas tendencias de su época, exagerando diferencias entre autores que, vistos de manera menos unilateral, se imitan (1963, X, p. 125). Tal como en su época asegura que no se notan las diferencias entre los distintos miembros del romanticismo decimonónico, en el futuro tampoco habrán de notarse las de los contemporáneos, que se imitan en sus deseos de diferenciarse de modo artificial, transformando las nuevas maneras de crear en una fácil moda:

Estos tiempos Nietzscheanos y Dariescos, el infaltable elogio del paganismo, las duquesas de Trianón, las ojeras, y, en la técnica, el verso mal medido a propósito, representan lo mismo que, en aquellos tiempos Quintanescos y Esproncedianos, las odas patrióticas, el inevitable canto a la mujer caída o las rimas en oria. Y, justamente a causa de esto, el público, y la crítica superficial, o injusta, o poco informada confunden a esos modernos con los verdaderamente originales e ignora la inmensa cantidad de talento que hay en esta generación nueva, a la que yo, por mi parte, sigo con tanta simpatía en su brioso y creo que muy fecundo esfuerzo artístico (1963, XXV, p. 61).

Al cuestionar los estereotipos modernistas, Vaz Ferreira intenta rescatar la novedad literaria, con la claridad que puede dar la filosofía que se preocupa de la creación literaria, sin confundirse con ella; ayudando a ampliar las posibilidades de sentir del público, mediante una estética que, para ser fiel con el autor, habría hoy de reinterrogarse a partir de elaboraciones más recientes de la teoría literaria. Bien podría objetarse, por ejemplo, que el discutible supuesto de la originalidad se emplaza en cierta economía política liberal del arte, con la cual Vaz Ferreira traza una crítica del orden de su época sin socavar los supuestos que, más bien, tiende a moderar.

Esas tensiones marcan la inventiva de Vaz Ferreira y otros de sus contemporáneos, históricamente crucial para defender la posibilidad de la literatura en el continente y de una teorización que la acompañe. Es en el espacio allí abierto que, con y contra los esquemas, paralogismos y sentires de Vaz Ferreira o los modernistas, se sigue recorriendo la teoría literaria en Latinoamérica.

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1 Lo aquí presentado reúne y resume variadas secciones de la tesis Filosofía sin menos. El pensamiento de Carlos Vaz Ferreira como posible estética del modernismo presentada el 2013, en la maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chile.

2Ciertamente, el estudio más interesante al respecto es el de Fló (1996). Puede consultarse también el de Carriquiry (2011).

3Parte de ello pasa, por cierto, por el necesario e inexistente estudio de los vínculos entre Vaz Ferreira y los escritores uruguayos de su época. Por de pronto, con el poeta modernista Roberto de Las Carreras. Es sintomático que los estudiosos de Vaz Ferreira olviden ese vínculo, a diferencia de lo que sucede con quienes han investigado la vida y obra de De las Carreras (cfr. Goldaracena, 1979, p. 22; Rodríguez Monegal, 1969, p. 11). En particular, si se recuerda que esa amistad está registrada explícitamente en los textos del poeta. De las Carreras, por cierto, no se limita a dedicar un libro a Vaz Ferreira. Con su siempre altisonante tono, augura que ambos habrán de dedicarse todo lo que a futuro escriban (1944, p. 37). Entre esos libros por venir, De las Carreras elucubra un drama en el que se ha considerado que Vaz Ferreira sería uno de los personajes que aparecen bebiendo junto al poeta, el único que se embriaga y termina rodando bajo la mesa (1944, p. 47). El escritor parece darse más licencias, entre ellas las de inventar una historia al respecto. A saber, el libro Amigos, curioso relato escrito por De Las Carreras de la vida de un joven estudiante y prometedor poeta que se distancia, con la adultez, de la creación literaria. Solo la retoma una vez que su amigo de la juventud, otrora mediocre estudiante y talentoso y desequilibrado escritor, le deja sus textos inéditos antes de morir. El personaje presenta las obras de su amigo como propias y adquiere un éxito total. Quien ha dejado su temprana vocación, tematiza la obra, solo puede retomarla gracias al hurto de la genialidad ajena. Primero con pesar y luego con cinismo, el protagonista adquiere la fama gracias al talento que, desde su juventud, envidia con impotente resentimiento: El entusiasmo de Raúl lo desesperaba a fuerza de encontrarlo justo y no tenía más remedio que entusiasmarse como su amigo, pero con verdadero sufrimiento que le hacía sentir odio contra aquel genio que no era suyo. Y eso le pasaba siempre que leía algo hermoso. El goce estético era en él un goce doloroso y triste, lleno de envidia. La admiración hacia cualquier cosa lo entristecía forzosamente con el pesar de no haberla hecho (2001, p. 22). Al preguntarse por quién es tan desleal amigo, Domínguez (1997, p. 71) y el mismísimo Rama (1967, p. 17) creen que es Vaz Ferreira, lo que objeta Rocca (2001, p. 8), indicando que no hay nada concreto que permita afirmar tal cosa. Sin embargo, lo que quizás hay que preguntarse no es si el personaje es o no, concretamente, Vaz Ferreira, sino si esa pregunta resulta legítima ante la singularidad literaria, en tanto creación, cuyo referente jamás podría darse por seguro. Es decir, para el caso, que no permite asignar la identidad extraliteraria del personaje. Parte de la reflexión que abre Vaz Ferreira sobre la literatura pasa por allí, como se intentará mostrar.

4Se citan las obras de Vaz Ferreira de acuerdo a la edición de Homenaje de la Cámara de Representantes de la República Oriental del Uruguay, publicadas en Montevideo en 1963, se indicará en números romanos el tomo y luego la página citada.

5Las relaciones entre Hernández y Vaz Ferreira pueden también ser de interés para mostrar las relaciones de este último con algunas figuras de la creación literaria. De manera sintomática, esa relación ha sido olvidada por los intérpretes de Vaz Ferreira y recordada por los de Hernández. Por ejemplo, Benítez (1996) remarca la importancia de ciertos temas filosóficos de Vaz Ferreira en la literatura de Hernández, mientras que Romero Luque (1997) y Lockhart (1991, p. 11) corroboran la importancia de Vaz Ferreira en la formación del gusto literario de Hernández. De hecho, según Rama (1964), Hernández es el único verdadero discípulo literario de Vaz Ferreira. La afirmación del crítico parece plausible si se recuerda la aislada defensa que hace Vaz Ferreira de Hernández. Cuestionando la desaprobación de sus contemporáneos a la obra de tan notable escritor. Vaz Ferreira señala que su Libro sin Tapas es un libro que quizás no interesa a más de diez personas, pero que él es una de esas diez (citado en Pallares 2008, p. 79). Contra una eventual mirada anecdótica de esa aprobación, conviene tener en cuenta que uno de los interlocutores más importantes de Hernández es Vaz Ferreira. El cuentista recuerda explícitamente la importancia que tuvo la aprobación de Vaz Ferreira para seguir escribiendo, e incluso le dedica el libro recién citado (Larre Borges, 1983, p. 19).

6Es difícil exagerar, por cierto, la importancia que Vaz Ferreira otorga a la sinceridad del individuo, y no solo en el dominio artístico. Bien describe Andreoli, en su obra, el privilegio de la interioridad, que podría hacerlo caer en la falsa oposición que tanto critica (1993, p. 43). Puede afirmarse, en defensa de Vaz Ferreira, que, cuando ese interior se vive sinceramente, se evita la esquematización de quien renuncia a pensar lo que su espíritu le impone. En tal dirección, Claps indica que libertad y sinceridad son las condiciones esenciales que desea Vaz Ferreira, al punto que podría pensarse como el único absoluto al cual aspira (1979, p. xxix). Evidentemente, no se trata de algún contenido ya dado al que ser fiel, pues ninguna sinceridad habría en seguir un esquema previo. Antes bien, lo que busca es la lealtad infinita a una vida dispuesta íntimamente al riesgo, propia del talante de quien, por así decirlo, resiste a todo dogmatismo, porque su sentir así lo pide. En consecuencia, la ignorancia, enfatiza Vaz Ferreira (VIII, p. 81), además de docta, debe ser sincera. Uno de los textos breves de Fermentario, denominado Pragmatismo de la sinceridad, lo expresa con claridad. Se cita completo porque puede destacarse como el escrito más certero para conocer el pensamiento de Vaz Ferreira. Esto no significa, claro, que esta pieza resuma su obra: una búsqueda de ese resumen sería contradictorio con lo recién expuesto. Por el contrario, si es posible darle ese rótulo es porque se considera que es el texto más sincero acerca de la sinceridad y sus distintas modulaciones: Creer saber solo lo que se sabe; dudar de lo dudoso, saber que no se sabe, o que se sabe mal en su caso, etc. (sinceros hasta con nuestros ideales y hasta con nuestras esperanzas), no solo es lo más verdadero -en verdad subjetiva: en sinceridad interior-, y no solo es lo más limpio y puro, sino que es pragmáticamente lo mejor (a pesar de cierta aparente lógica). Hay que ahondar psicológicamente para explicarse por qué esos hombres tienden a ser más buenos y más morales de hecho, aun sin el temor, sin la esperanza concreta. Es que, libres, la razón y la afectividad se conservan más sensibles: crece, en lugar de embotarse, su sensibilidad, desde luego para la verdad, que ya comprende justicia y bondad, y directamente para la bondad misma. La libertad de todas las funciones espirituales es la que mantiene su sensibilidad. Y creo -creo- que esto hace ser lo mejor hasta para las posibilidades trascendentales de perfeccionamiento o salvación. (Y si no lo fuera, yo no podría comprar posibilidades trascendentes por ese precio…) (1963, X, p. 30).

7El ejemplo más recurrente de Vaz Ferreira, en este punto, es el de Tolstoi. Su genialidad como creador se traduce en pésimos razonamientos a la hora de modular su juicio desde la racionalidad: No hay nada tan desastroso y absurdo como verlo razonar a Tolstoi, porque razona con el genio, y con el genio se razona muy mal (1963, XXI, p. 32). Vaz Ferreira desprecia, literalmente, sus capacidades racionales. El autor ruso, según Vaz Ferreira (1963, VII, p. 69; 1963, XI, p. 127) no entiende nada, al punto que lo describe como el peor pensador de Europa. Lo cual, por cierto, no lo convierte en un mal creador. Sin dejar de manifestar su desacuerdo con la ética tolstoiana antes de recomendar su lectura, Vaz Ferreira (1963, III, pp. 79-80) pareciera ver en aquellos errores un fermento, antes que un óbice, para la creación genial. Porque no sabe lo que hace para que sus personajes le salgan tan sinceramente (1963, X, p. 208). Y, es por ello que, la mejor respuesta a su razonamiento viene de su genialidad. Su novela, por su calidad, alcanza un público que excede al pueblo que teoriza como su único lector (1963, XXV, p. 35). Así, asume que su obra es el mejor antídoto a su teoría. Vaz Ferreira afirma que los personajes tolstoianos pueden verse como sujetos absurdos, por estar siempre pensando en la vida y la muerte, pero que, en realidad, lo absurdo es nuestro estilo de vida que suele olvidar esas preguntas (1963, XV, p. 84). Leyendo la obra del equivocado Tolstoi, entonces, se aleja el lector de la equivocación, y no solo en lo relativo a la literatura.

8Aunque sea en una insuficiente nota al pie, no está de más señalar que cuando emerge una escritora el esquema de Vaz Ferreira se tuerce parcialmente, no sin incomodidad. A saber, ante su admiración ante la obra de Delmira Agustini.

Recibido: 27 de Febrero de 2020; Aprobado: 23 de Junio de 2021

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