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Káñina

On-line version ISSN 2215-2636Print version ISSN 0378-0473

Káñina vol.45 n.3 San Pedro de Montes de Oca Sep./Dec. 2021

http://dx.doi.org/10.15517/rk.v45i3.49294 

Artículo

La escritura literaria de la ciudad en los diálogos escolares de México en 1554, de Francisco Cervantes de Salazar

The literary writing of the city in México en 1554, by Francisco Cervantes de Salazar

Víctor Manuel Sanchis Amat1 
http://orcid.org/0000-0003-0003-7965

1Universidad de Alicante. Alicante, España. Correo electrónico: victor.sanchis@ua.es

Resumen

El artículo analiza la escritura literaria de la ciudad de México a través de los diálogos de México en 1554, de Francisco Cervantes de Salazar, primer catedrático de retórica de la Real y Pontificia Universidad de México. Los objetivos del trabajo pretenden recorrer los diferentes referentes que el cronista va construyendo en su paseo por la capital virreinal y su vinculación tanto con la tradición de las laudes civitatis, como con la escritura del tópico del locus amoenus que los humanistas rescataron durante el Renacimiento.

Palabras clave: Humanismo; Cervantes de Salazar; Ciudad de México; Diálogos; 1554.

Abstract

The article analyzes the literary writing of Mexico City through the dialogues of Mexico in 1554, by Francisco Cervantes de Salazar, the first professor of rhetoric at the Royal and Pontifical University of Mexico. The objectives of the work intend to go through the different references that the chronicler builds on his walk through the viceregal capital and its link both with the tradition of the laudes civitatis, and with the writing of the topic of the locus amoenus that the humanists rescued during the Renaissance.

Key Words: Humanism; Cervantes de Salazar; Mexico City; dialogues; 1554.

Un humanista en la ciudad de los conquistadores

La intención de estas páginas es analizar el testimonio de uno de los primeros relatos que tratan de dar cuenta de la nueva realidad americana en el siglo XVI, México en 1554, del humanista toledano Francisco Cervantes de Salazar, y de qué manera la escritura ficcional de la ciudad deconstruye sus tópicos a partir de los referentes renacentistas que, desde la óptica del humanismo, ofrece uno de los primeros intelectuales españoles que se instaló en el virreinato de la Nueva España, para formar parte de la nómina de profesores de la recién creada Real y Pontificia Universidad de México.

Sobre el humanista toledano Francisco Cervantes de Salazar (García Icazbalceta 1875; Millares Carlo, 1986; Sanchis Amat, 2016) es necesario reseñar su filiación con algunas de las corrientes más importantes del humanismo español de la primera mitad del siglo XVI, en las que se instruyó bajo el magisterio directo e indirecto de importantes intelectuales como Alejo de Venegas, Pérez de Oliva, Juan Luis Vives. En torno a 1550 llegó a la capital de la Nueva España para participar en la fundación de la Real y Pontificia Universidad, donde desempeñó las funciones de primer catedrático de retórica (Sanchis Amat, 2014b). El humanista se convirtió en uno de los primeros moradores ilustres en el campo científico que habitó la ciudad de México, llevando a la Nueva España, además de libros, algunos de los métodos pedagógicos y las ideas humanistas más actuales del Renacimiento europeo. Su formación le permitió vincularse a la universidad y trabajar en la enseñanza de los jóvenes de la élite hispana del virreinato, instaurando métodos renovadores de la enseñanza del latín a través de los Diálogos de Juan Luis Vives que trajo consigo desde España, y que editó en México en el año 1554, junto con siete diálogos compuestos por él mismo. Además, y aunque nunca consiguió la confirmación real del cargo, ejerció para el Cabildo como cronista de la ciudad durante algunos años, igual que otros humanistas, encargándosele la redacción de una crónica sobre la conquista de México, la Jura del invictísimo príncipe Felipe, que no se conserva, y la descripción de las exequias realizadas en la ciudad tras la muerte del emperador Carlos V y que se editó en 1560 bajo el título de Túmulo Imperial de la gran ciudad de México.

En su trabajo como narrador en tierras americanas hay un factor común que vincula ineludiblemente a Cervantes de Salazar con la ciudad de México. Todos sus textos están relacionados de alguna manera con la ciudad y con la historia de esta. Compuso tres diálogos latinos en los que los personajes pasean y comentan el esplendor de la nueva capital virreinal desde la óptica del profesor humanista, insertándola de lleno en la tradición clásica. Empezó a escribir la historia de la conquista, la Crónica de la Nueva España, en la que referencia también la ciudad de los conquistadores y redactó las honras fúnebres que la ciudad le dedicó al emperador, obra extraordinaria por la composición emblemática de la figura de Carlos V, por sus textos poéticos castellanos y latinos y por la descripción de las procesiones que se llevaron a cabo en la ciudad en la se puede recuperar la organización jerárquica de los diferentes estamentos que conformaban el teatro urbano mexicano hacia la mitad del siglo XVI.

La ciudad del humanista

Sin duda, las obras que mayor atención han recibido por parte de los historiadores y críticos, por su clara filiación humanista y su intención literaria, han sido los tres diálogos latinos que se escenifican en tierras mexicanas, publicados en la imprenta de Juan Pablos en 1554, junto a los diálogos escolares de Juan Luis Vives, y que, desde su reedición y traducción en 1875 por Joaquín García Icazbalceta, vienen reimprimiéndose con el título de México en 1554 (Sobre los diálogos, entre otros, García Icazbalceta, 1875; Edmundo O'Gorman, 1985; Peña, 1981; Calero, 1997; Caballero 1997, 2003, 2007; Rovira 2002; Andueza, 2003; Barrera, 2008; Sanchis Amat 2015, 2016; García Cerda, 2019).

La historia de América es en gran medida la historia de sus ciudades, como argumenta Ángel Rama en su ya clásico estudio sobre la ciudad americana (Rama, 1995). Desde sus refundaciones europeas en el siglo XVI hasta las configuraciones postapocalípticas actuales, la ciudad se manifiesta en muchos momentos como protagonista del relato histórico y literario, moldeando su perfil artístico en cada época atendiendo a las sucesivas necesidades o vicisitudes históricas.

La primera necesidad histórica de las ciudades americanas, cuando en el siglo XVI corrían por el arte del viejo continente plumas y pinceles que representaban la arcádica edad de oro, era presentarse ante el mundo, justificarse ante emperadores, reyes y enemigos, dar a conocer una retórica fundacional de grandeza, esplendor y orgullo en la que arquitectura y moradores se insertaran en la tradición cultural occidental renacentista de la laudatio civitatis, asimilándose así con los grandes centros urbanos europeos (Sanchis Amat, 2014a).

La necesidad de narrar las nuevas ciudades no dejaba lugar en este caso a los posibles conflictos, a la violencia del choque racial y cultural, a las disputas entre los nuevos habitantes. Las lentes desde las que se observaba la ciudad eran otras y estaban vinculadas con la visión de perfección ideal propias del arte renacentista. La ciudad de México de México en 1554 de Cervantes de Salazar se presenta entonces como una ciudad virtuosa y espléndida, tanto en su paisaje urbano, heredero de la configuración clásica de la ciudad ideal, como en la virtud de sus ilustres habitantes, fruto en gran medida de la concepción artística del Renacimiento.

La ciudad se inserta en la tradición cultural occidental, se relaciona con los tópicos y mitos de la Roma clásica y la Florencia renacentista y con las corrientes literarias de la época, con el objetivo de asimilarla con los principales espacios urbanos de la historia. Y nadie mejor que un humanista sabía de las relaciones con la tradición clásica, de la armonía renacentista y de la concepción del arte y de la historia como puente para alcanzar la fama.

Un teatro urbano literario

Ya en la propia articulación estructural de los diálogos, uno de los géneros preferidos de los humanistas (sobre los diálogos del Renacimiento son fundamentales, entre otros, los trabajos de Jesús Gómez, 1988), se configura el marco literario en el que unos personajes determinados van a escenificar un paseo contemplativo en un lugar idealizado, con el único objetivo de gozar de la conversación. El motivo, de clara resonancia clásica, se convierte en una reiteración en la vertebración de los diálogos renacentistas y marca la conformación del espacio urbano de la ciudad de México como teatro idealizado, como ciudad escenario en la que se escenifica un paseo entre amigos que tiene a la propia ciudad como excusa para el debate. Esta idea de ciudad-teatro se anticipa notablemente a la delimitación del espacio urbano que plasmará más tarde el teatro del Siglo de Oro (Gallego, 1969; Cámara, 2008), y ahonda en la idea de la deuda clara de la literatura aurisecular con el pensamiento de los humanistas.

Cervantes de Salazar conocía perfectamente este tipo de composiciones, ya que en 1546 había publicado una edición continuada de su puño y letra del Diálogo de la dignidad del hombre, del maestro Hernán Pérez de Oliva, en el que varios protagonistas se alejan de la ciudad hacia un espacio bucólico y ameno en el que conversan sobre las miserias y las dignidades del hombre (Cervantes de Salazar, 1546).

La novedad estructural de estos diálogos de Cervantes de Salazar sobre la ciudad de México radica en explotar al máximo sus posibilidades dramáticas, dejando a un lado las reflexiones filosóficas que solían caracterizar estas obras de filiación socrática y ciceroniana, en ocasiones demasiado estáticas, convirtiendo así la ciudad en escenario y en protagonista de la conversación de los amigos, que a partir de la excusa de la curiosidad de un recién llegado, Alfaro, van a recorrer a caballo sus lugares más emblemáticos. No es casual que el paseo acabe apartando de la ciudad a los protagonistas para buscar el locus amoenus del retiro de los sabios en el bosque de Chapultepec, pues era este el escenario en el que generalmente algunos amigos se sentaban al lado de una fuente a debatir o a escuchar los argumentos del maestro, como ocurre en el Diálogo de la dignidad del hombre del maestro Oliva.

También la estructura temporal coincide exactamente con la de los diálogos de su tradición más próxima, enmarcando así el espacio de la ficción del relato en un tiempo que coincide con un día, pues comienzan por la mañana, descansan a la hora de comer y terminan, al igual que ocurría con el texto del maestro Oliva, al anochecer.

El objetivo de los personajes, deleitarse con la conversación, gozar de las vistas, razonar con agudeza, coincide también exactamente con la atmósfera característica de este tipo de composiciones.

Si me detengo en estos detalles estructurales es porque me parece que no se ha prestado la suficiente atención a esta característica literaria de los Diálogos de Cervantes de Salazar, que han venido considerándose en muchos casos como un texto de carácter historiográfico. Es cierto que el valor documental del paseo por las calles de la capital virreinal es probablemente incalculable, pero no es menos cierto que la estructura en la que se enmarcan posee características literarias evidentes, que anticipan en cierto modo buena parte de las representaciones literarias de la ciudad en la literatura inmediatamente posterior, y es desde este punto de vista desde el que se partirá para analizar la configuración humanista de la ciudad de México.

La ciudad como microcosmos

El espacio urbano en el que se escenifica el paseo de los protagonistas de los diálogos parte de una idea central, que entronca con una de las reflexiones que vehiculan el periodo renacentista y desde el que se puede partir para jerarquizar este análisis: la consideración que hace Cervantes de la ciudad de México como microcosmos.

Préstese atención, en primer lugar, a las palabras de admiración que el forastero Alfaro pronuncia al llegar a la cima del cerro de Chapultepec, desde donde abarca toda la ciudad:

¡Dios mío! Qué espectáculo descubro desde aquí; tan grato a los ojos y al ánimo, y tan hermosamente variado, que con toda razón me atrevo a afirmar que ambos mundos se hallan aquí reducidos y comprendidos, y que puede decirse de México lo que los griegos dicen del hombre, llamándole Microcosmos o mundo pequeño. Está la ciudad toda asentada en un lugar plano y amplísimo, sin que nada la oculte a la vista por ningún lado. Los soberbios elevados edificios de los españoles, que ocupan gran parte del terreno, y se ennoblecen con altísimas torres y excelsos templos, están por todas partes ceñidos y rodeados de las casas de los indios, humildes y colocadas sin orden alguno, que hacen veces de suburbios, entre las que también sobresalen iglesias de tan magnífica construcción como las otras. Y es tanto el terreno que ocupan las habitaciones de indios y españoles, que no es asequible cerrarle con muros. Más lejos rodean la ciudad lomas, collados y montes de desigual altura, unos naturalmente selvosos y abundantes de madera, otros cultivados y fertilísimos. En todos se ven muchas haciendas que embellecen admirablemente la ciudad y los campos circunvecinos. (Cervantes de Salazar, 1985, p. 65).

El espacio urbano y sus alrededores se configuran como un microcosmos en el que ambos mundos se hallan aquí reducidos y comprendidos, que puede decirse de México lo que los griegos dicen del hombre, llamándole Microcosmos o mundo pequeño. Francisco Rico (2002) ha analizado la fortuna de esta idea central del renacimiento cultural en la tradición española, que magnifica en la concepción del hombre las cualidades que caracterizan al universo.

Cervantes de Salazar aplica esta idea al conjunto que forman el espacio urbano y los alrededores de la ciudad de México. La ciudad se presenta así: como un microcosmos en el que conviven lo mejor de los dos mundos, la arquitectura y la moral del hombre europeo, por un lado, y las condiciones naturales y territoriales del continente americano por el otro.

En este microcosmos se perfila una ciudad delimitada en varias jerarquías, asimilables algunas a la tradición literaria más próxima, como la presentación de la ciudad hispana en los planos de las laus urbs renacentistas y del tópico del locus amoenus, y novedosas otras en su tratamiento literario, como la delimitación y el interés que suscita entre los protagonistas la ciudad indígena.

La ciudad hispana aparece claramente definida en dos planos diferenciados, el núcleo urbano, por un lado, caracterizado por los soberbios elevados edificios de los españoles, que va a proyectarse en los diálogos como continuación de la perfección ideal clásica y renacentista y en la línea de las laudatio civitatis de la época, y las haciendas que embellecen los alrededores de la ciudad, circundada por lomas, collados y montes de desigual altura, unos naturalmente selvosos y abundantes de madera, otros cultivados y fertilísimos, que van a configurar un paisaje vinculado en muchos de sus elementos a los tópicos que delimitan el mito de la Arcadia, un locus amoenus muy característico de la literatura de la época.

En los límites de la ciudad, por su parte, aparecen las casas de los indios, humildes y colocadas sin orden alguno (Cervantes de Salazar, 1985, p. 66), la ciudad desordenada, a manera de arrabal, y que, por su inmediata novedad ante la falta de referentes, en la mente del humanista despierta el asombro y la curiosidad por algunas de sus costumbres y, sobre todo, por la abundancia de su naturaleza recogida en los mercados que se reparten por toda la ciudad.

Una laudatio urbis renacentista: Florencia, Roma y México

La vinculación de los diálogos de Cervantes de Salazar con la tradición de las laudatio civitatis del Renacimiento la enseña José Carlos Rovira (2002, p. 164) cuando hace referencia a las posibles fuentes del humanista toledano, y está por documentar, efectivamente, cómo la configuración de la ciudad de México en estos diálogos se asemeja en muchos puntos al esplendor de la Florencia de los textos de Leonardo Bruni y Colluccio Salutati.

Cervantes (lo mismo le ocurrió a todos los que trataron de describir el continente americano después del descubrimiento) no podía comprender la nueva realidad si no era partiendo de su propio imaginario. Si Bernal Díaz (1632), asombrado ante la visión de la gran Tenochtitlan, remite a la tierra del Amadís de las novelas de caballerías, el humanista toledano, debido a su formación, proyecta en el espacio urbano de la ciudad de México, además de sus lecturas sobre la historia florentina, algunos de los tópicos clásicos que los humanistas recuperaron para la formación de la cultura moderna. Y uno de los referentes decisivos del pensamiento de los primeros humanistas italianos, desde la visión admirada de Petrarca, fue sin duda la asimilación del esplendor de la ciudad de Roma a través de sus ruinas. Más tarde llegarían los alegatos de los orgullosos florentinos, que verían en el esplendor de su ciudad-estado el esplendor de la Roma republicana.

Evidentemente, el referente de la ciudad de Roma no ha calado históricamente como símbolo de la identidad de la capital del virreinato y la escasez de humanistas y de textos al respecto hacen que quizá la idea quede solo en la ensoñación de los primeros letrados. Y, aunque es una idea que se va a exponer con la misma confusión con la que debió haberla pergeñado un sorprendido humanista del siglo XVI ante un mundo nuevo y asombroso, bien es cierto que las comparaciones con la ciudad de Roma podían haber gravitado en los pensamientos de los moradores más cultos de la ciudad. A falta de una sistematización, quedan posibles asimilaciones. Tenochtitlan, capital de un imperio esplendoroso, dominador del continente, había terminado condenada a las ruinas. De esas ruinas renace otra ciudad esplendorosa, casualmente situada en un valle rodeado de colinas, conquistada con heroísmo por valientes capitanes, cabeza de un mundo nuevo donde debía triunfar el arte y gobernada por Carlos V, dominador de un imperio asimilable al de Augusto.

Pero, más allá de posibles ensoñaciones, lo cierto es que Cervantes de Salazar proyecta en la ciudad de México algunos referentes concretos de la Roma clásica. Empezando por la plaza mayor, centro del comercio y el mercado, tan grande para que no sea preciso llevar a vender nada a otra parte; pues lo que para Roma eran los mercados de cerdos, legumbres y bueyes, y las plazas Livia, Julia, Aurelia y Cupedinis, ésta sola es para México (Cervantes de Salazar, 1985, p. 43). Después de la visita al palacio virreinal, los protagonistas contemplan unos anchos y extensos portales, más concurridos que lo fueron en Roma los de Corinto, Pompeyo, Claudio y Livio (Cervantes de Salazar, 1985, p. 45). Roma aparece también como modelo del que parten los tres amigos para argumentar sobre los tribunales de la nueva ciudad, que al igual que la vieja, aunque muy diferentes de aquellos, posee tres tribunales.

La ciudad hispana

Estos tres ejemplos sirven para destacar a continuación lo que quizá sea una de las particularidades esenciales del texto de Cervantes de Salazar: la alabanza de la ciudad y de sus alrededores va creando una serie de hitos y referentes que dotan a los lugares que recorren los protagonistas por primera vez de un contenido simbólico, necesario para la configuración de la identidad del espacio urbano.

Se ha reincidido ya sobremanera en la plasmación del tópico de la ciudad ideal renacentista en territorios americanos, bien por la herencia de la perfección de las trazas prehispánicas, bien por las nuevas proyecciones de los arquitectos europeos en las ciudades de nueva traza. Se trata de una concepción que llega desde ámbitos relacionados con la historia de la arquitectura y de la historia del arte y que, desde una perspectiva muy válida, tratan de reconstruir los elementos constitutivos del paisaje urbano histórico de las ciudades. La formación de Cervantes se transmite también en los tecnicismos que perfilan la aguda descripción de las nuevas construcciones de la ciudad europea.

Así, las miradas de Zuazo, Zamora y Alfaro gozan con la contemplación del paisaje urbano de la ciudad. Comienzan admirando la traza lineal característica cuando pasean por la calle de Tacuba, ¡qué recta!¡qué plana! y toda empedrada, para que en tiempo de aguas no se hagan lodos y esté sucia (Cervantes de Salazar, 1985, p. 43), con los opulentos edificios de los españoles, sólidos, que cualquiera diría que no eran casas, sino fortalezas (Cervantes de Salazar, 1985, p. 29), con la altura debida para sufrir la presión de los terremotos, con los techos planos preparados para que corra hasta la calle el agua llovediza o cuyas jambas y dinteles no son de ladrillo u otra material vil, sino de grandes piedras, colocadas con arte (Cervantes de Salazar, 1985, p. 42). El paseo continúa hasta la plaza, ¡qué regularidad!¡qué belleza!¡qué disposición y asiento! (Cervantes de Salazar, 1985, p. 43), exclama Alfaro, donde destaca ya el palacio virreinal, sobre el cual los protagonistas abren un debate arquitectónico atendiendo a las columnas, con sus basas y arquitrabes y las galerías que recorren las estancias. Hay algunas descripciones arquitectónicas más a lo largo de los diálogos que siguen esta misma línea, de un valor documental excepcional, sobre todo las de aquellos edificios de los que ya no queda más que algunas descripciones, como el convento de los franciscanos y la gran capilla abierta. Construiré un monumento más imperecedero que el bronce, dice Horacio en su Oda XXX, refiriéndose al poder de la literatura como obra más duradera que las construcciones del hombre.

Pero a la vez que el texto de Cervantes se convierte en esa fuente privilegiada para el historiador de la ciudad, los diálogos del humanista destacan precisamente por ser la primera obra literaria que caracteriza al espacio de la capital virreinal con aquello que Lynch define como referentes o hitos:

puntos externos y notables, constituidos por un elemento (edificio, montaña, estatua, monumento, un árbol, un café histórico, un comercio) que se convierte en clave de una identidad que, generalmente, es necesario conocer en su significado histórico y que en cualquier caso viene determinado por nuestra familiaridad con un lugar (Lynch en Rovira, 2002, p. 20).

Los observadores, Zuazo, Zamora y Alfaro en este caso le atribuyen significados, organizan y dan identidad al espacio (Rovira, 2002, p. 21) por el que pasean, dotando a la ciudad por primera vez desde la colonización europea de unos referentes, traduciendo en palabras, en afirmación de Bailly, estas ciudades hechas de piedras y de símbolos (Bailly en Rovira, 2002, p. 21).

Los protagonistas de los diálogos van recorriendo la ciudad marcando los que se convertirán en los primeros hitos y referentes de la capital virreinal, a través principalmente de tres espacios que se delimitan en torno a la plaza mayor, a las diferentes escuelas y a la importancia estratégica de los conventos.

El primero y el más importante es el de la gran plaza mayor, centro geográfico y simbólico en la concepción de los nuevos espacios urbanos del Renacimiento. A la descripción arquitectónica de los edificios le dan lustre las actividades humanas que se dan lugar en esta gran plaza, en la que podría caber en ella un ejército entero (Cervantes de Salazar, 1985, p. 42), y alrededor de la cual se articulan los principales poderes de la ciudad. Conviven en este espacio la política y la justicia en el gran palacio real de la Audiencia, donde se describen con armoniosos y plácidos ejemplos el funcionamiento de las sesiones políticas y judiciales, el comercio con el gran mercado, donde se encuentran toda clase de mercancías (Cervantes de Salazar, 1985, p. 43), y la religión con el pequeño templo que el forastero Alfaro crítica por no estar a la altura de tan magnífica ciudad, y que décadas más tarde se proyectará en catedral.

El segundo referente de esta ciudad ordenada de los españoles, que destaca en las conversaciones de los protagonistas de los diálogos, es el espacio dedicado a la educación. El pensamiento del humanista proyecta en la ciudad de México su ideario y la convierte en cierto modo, frente a la ciudad de los conquistadores, en la ciudad de las escuelas. Dedica un diálogo entero a describir la recién fundada Universidad de México, de la que Cervantes participó en todos sus estadios, catedrático, diputado, también alumno hasta alcanzar el grado de doctor, y consiliario y rector en dos ocasiones, en la que deambulan sus primeros protagonistas, maestros y alumnos, las primeras disciplinas impartidas, las costumbres estudiantiles o las primeras disputas científicas características de la universidad europea. El propio Cervantes se describe a sí mismo en su misión como humanista en los diálogos y pone de manifiesto la importancia de su cometido:

Según he sabido, Cervantes de Salazar, uno de nuestros profesores, que en cuanto puede procura que los jóvenes mexicanos salgan eruditos y elocuentes, para que nuestra ilustre tierra no quede en la oscuridad, por falta de escritores, de que hasta ahora había carecido (Cervantes de Salazar, 1985, p. 63).

No se ha destacado tampoco lo suficiente esta característica de los Diálogos de Cervantes de Salazar, quien no sólo describe la universidad, sino que, a lo largo del paseo por el interior de sus calles, Zuazo, Zamora y Alfaro se detienen sistemáticamente delante de los centros educativos. Se describen dos colegios dedicados a la educación de los muchachos y de las muchachas mestizas, y otro situado al norte de la ciudad en un convento franciscano, el colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, en el que los indios aprenden a hablar y escribir en latín. Tienen un maestro de su propia nación, llamado Antonio Valeriano, en nada inferior a nuestros gramáticos, muy instruido en la fe cristiana y aficionadísimo a la elocuencia.

Por último, los protagonistas centran su atención en el referente de los conventos religiosos, situados en los límites entre la ciudad española y la población indígena. Las descripciones de Cervantes delimitan la ciudad de los conventos y la importancia estratégica que tenían en la otra gran misión de la nueva ciudad, mantener y difundir la fe, sobre todo ante aquellos que no la conocían. Así, se presentan en los diálogos el gran convento franciscano, con la gran capilla abierta de San José de los Naturales, el convento de Santo Domingo, el de la Concepción y las obras del convento de San Agustín, del que Alfaro dice que cuando esté acabada podrá contarse por la octava maravilla del mundo (Cervantes de Salazar, 1985, p. 56).

El espacio del locus amoenus

El paisaje urbano de la ciudad, más allá de las casas indígenas, se completa con una estampa que remite al lector al referente literario de la Arcadia y del locus amoenus. La ciudad se continúa con los bucólicos paisajes de las casas de recreación de los nuevos moradores que circundan una naturaleza fertilísima, atravesada por innumerables canales que corren parejos a las calzadas. Desde los cerros, sobre todo desde Chapultepec, fluyen las fuentes y los manantiales, crecen los árboles frutales, hay cantidad de ganado y piezas de caza y se observa un paisaje arcádico que se admira, recrea y conforta la vista y el ánimo con extraño y casi increíble deleite (Cervantes de Salazar, 1985, p. 63).

No es casual que los paseantes terminen su jornada en el cerro de Chapultepec, lugar emblemático ya para el recreo y el esparcimiento de los nobles mexicas, atalaya privilegiada de la ciudad, asimilable a la configuración literaria del espacio del retiro de los sabios, caracterizado claro con los tópicos del locus amoenus y donde con frecuencia, como se comentaba, se escenificaban este tipo de composiciones literarias.

Las descripciones de los protagonistas son inequívocas en cuanto a las referencias de la tradición de la literatura bucólica, como cuando Zamora y Alfaro se detienen ante la fuente de Chapultepec, donde una sola puerta da paso a la fuente, y árboles altos y copados sombrean la entrada. Entra y siéntate en el poyo, para que examines todo mejor (Cervantes de Salazar, 1985, p. 63). Alfaro examina y comenta que es el agua tan clara, que a pesar de ser tanta su profundidad, pueden verse desde aquí las piedrecillas del fondo (Cervantes de Salazar, 1985, p. 63). Zamora remata la estampa virgiliana argumentando que los rayos del sol y la sombra de los árboles la tiñen de mil colores y como la profundidad no es igual en todas partes, se reflejan dentro, cuando luce el sol, muchas y admirables figuras, con más colores que el arco iris (Cervantes de Salazar, 1985, p. 63).

Primeros referentes de la ciudad indígena

Entre medias de la descripción de la ciudad y de esta campiña bucólica, de la cual parece que en cualquier momento vayan a aparecer por el escenario los pastorcillos de la novela pastoril, con sus zurrones, su música y sus versos de lamento, se sitúa en los diálogos un paisaje urbano diferente y novedoso para la literatura del momento en Europa, la ciudad indígena. En este caso, los cultos paseantes de los diálogos no van a detenerse en descripciones arquitectónicas renacentistas, ni van a recurrir a versos clásicos para describir el paisaje urbano indígena. La única referencia espacial se corresponde con la que el forastero Alfaro responde al ofrecimiento de su amigo Zuazo cuando le pide que observe las casuchas de los indios, que como son tan humildes y apenas se alzan del suelo, no pudimos verlas cuando andábamos a caballo entre nuestros edificios (Cervantes de Salazar, 1985, p. 51). En oposición a la traza ordenada de la ciudad española, Alfaro sentencia que están colocadas sin orden (Cervantes de Salazar, 1985, p. 52). La ciudad indígena, por tanto, se configura en tanto que ciudad desordenada porque así es costumbre antigua entre ellos (Cervantes de Salazar, 1985, p. 52), según palabras de Zuazo.

Casualmente están desaparecidas las páginas del único ejemplar conservado, que tratan de las costumbres y leyes de los nativos, pero aún así hay espacio para crear referentes en torno a los mercados y a su abundancia, e incluso se desliza alguna referencia a lo fabuloso en relación con las propiedades médicas de las hierbas y plantas americanas.

Estos paseantes van a establecer los primeros referentes e hitos indígenas de la ciudad virreinal, movidos por la curiosidad del forastero Alfaro, que pregunta y se admira ante la visión de los mercados y que quiere conocer algunas de las costumbres de los nativos. Efectivamente, el referente indígena más destacado de la ciudad de México en el siglo XVI, ya desde Cortés, será la situación de sus mercados. Alfaro se sorprende al comprobar un amplísimo mercado, en cuyo centro tocan una campana puesta en alto. ¡Qué gran número de indios de todas clases y edades acude aquí para comprar y vender! ¡y cuántas cosas tienen, que nunca vi vender en otra parte! (Cervantes de Salazar, 1985, p. 52). La descripción continúa, en un sincretismo singular al latinizarse los frutos de la tierra mexicana y las bebidas que hay en esas grandes ollas de barro, como el atole, el chían o el zozol, inaugurando un tópico de largo recorrido en la literatura latinoamericana, el de la abundancia de la naturaleza, en este caso destacada en la descripción de los mercados que se dispersan por la ciudad y en la posterior referencia a la naturaleza de la Nueva España en el diálogo tercero (también en la Crónica de Nueva España Cervantes de Salazar dedicará todo el primer libro a describir las cualidades y propiedades de la naturaleza americana y las costumbres de los nativos), que se puede resumir con esta admirada comparación del humanista que parte de una cita de Cicerón:

En una palabra, considera dicho de la Nueva España lo que Cicerón escribió del Asia, pues como él dijo, aventaja sin disputa a todas las naciones del mundo en la fertilidad de su suelo, en la variedad de sus productos, en la extensión de sus pastos, y en el gran número de géneros de contratación, digna en fin, de que por la admirable templanza del clima se llame también la Afortunada, como a las islas de este nombre (Cervantes de Salazar, 1985, p. 66).

Además de este tópico de la abundancia, el recién llegado Alfaro proyecta la idea del espacio indígena como espacio fabuloso, tópico también este de amplísimo recorrido en la literatura latinoamericana contemporánea, después de la pormenorizada descripción de las propiedades del maguey que le relata Zamora, que ni Plinio ni Aristóteles pensaron ni menos escribieron, con haber sido tan diligentes escudriñadores de la naturaleza. La Nueva España como territorio también de lo portentoso, extraña a los ojos del forastero, inexplicables si no se acude al imaginario fabuloso. Así sentencia un extrañado Alfaro: En verdad que son cosas extrañas e inauditas las que me refieres, y con dificultad podrá creerlas quien no las vea. Con ellas se hacen ya creíbles las que juzgamos portentosas o fabulosas, entre las que los antiguos escribieron (Cervantes de Salazar, 1985, p. 54).

Un epílogo: dos momentos literarios de la ciudad

Una ciudad de México, en fin, real y literaria, configurada en estos diálogos en torno a las líneas del pensamiento renacentista europeo, urbano y bucólico, y en la que asoma un nuevo mundo abundante y fabuloso. La armonía de sus edificios, la perfección de su traza, la virtud de sus primeros habitantes, vinculan la idealización de la ciudad con la proyección sin conflictos del arte renacentista.

Margarita Peña remite en su artículo sobre los diálogos de Cervantes a una imagen sintomática y reveladora por la fuerza de la oposición que establece de dos momentos históricos y sus correlatos artísticos. La estampa presenta la plaza Mayor dos décadas más tarde, en el año de 1574, al final de los días de Cervantes de Salazar, con un tablado construido para la ocasión. Se desarrolla entonces un gran auto de fe multitudinario, desde el amanecer hasta que llega la noche, en el que desfilan judíos, luteranos, brujas, hechiceros, polígamos y herejes diversos (Peña, 1981, p. 134) que terminan apoteósicamente ardiendo en el escenario ante la atenta mirada de los inquisidores y las demás autoridades de la ciudad.

La comparación entre esa plaza Mayor en llamas, en la que resuenan las trompetas y las ejecuciones del Santo Oficio, que prefiguran en cierta manera el arte del Barroco de la Contrarreforma, y la concepción armoniosa y sin conflictos de la descripción de Alfaro, resulta por si misma reveladora de la sensibilidad de la fotografía testimonial que legó Cervantes de Salazar de un instante de la ciudad de México en el que resonaban los tratados de Vitrubio, los versos de Marcial y las sentencias de Cicerón, un instante fundacional y fugaz de la ciudad armoniosa de las casas de los conquistadores, de la ciudad de las escuelas y de las fuentes, de la justicia y de los conventos, de los mercados indígenas y de una Arcadia recuperada, un instante, en fin, de la ciudad del humanista.

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Recibido: 30 de Marzo de 2020; Aprobado: 11 de Junio de 2021

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