1. Introducción
La primera parte de Comentarios reales de los Incas [1609] del Inca Garcilaso de la Vega1, por su función ideológica y la elegancia de su prosa2, es una de las crónicas más interesantes e indispensables para conocer el funcionamiento y la organización del incario.3 Su recepción ha generado numerosas y diversas interpretaciones que la consideran desde un manual de utopías precursor de la independencia (Díaz-Caballero, 2004; García, 2017) y la sociedad socialista (Arze, 1973;4 Baudin, 1961;5 Lara, 1967; Reinaga, 2010), hasta una obra nacionalista constructora de la historia y cultura peruana (Cortez, 2011; Mazzotti, 1996, 1998; Villarías, 1998; Zamora, 1988; Zavala, 1992). Lo que no ha sido muy estudiado es el rol de los alimentos en un imperio en constante expansión.6 Este ensayo analiza su importancia material y simbólica en el Tahuantinsuyo, “las cuatro partes del Reino”, donde sus usos son variados y complejos. Además de satisfacer necesidades biológicas, los alimentos son artefactos religiosos, culturales, económicos y bélicos indispensables para la organización, funcionamiento y expansión incaica. Teniendo en cuenta el énfasis que muchos críticos ponen en la naturaleza “igualitaria” del incanato,7 el enfoque sobre la relevancia y administración de los comestibles es una pieza clave en este debate.
2. Alimentos y producción cultural
Comentarios reales, entre otros méritos, corrige la historia oficial8 sobre el imperio de los incas porque incorpora, en condiciones de igualdad o preeminencia, al sujeto indígena como productor y continuador de otra tradición cultural precursora de la acción evangelizadora de España:
«Para Garcilaso, los héroes de la historia peruana son sin duda alguna los Incas, sobre todo el primero, Manco Cápac, fundador del imperio y, manifiestamente, Eneas de lo que Garcilaso llamaba “aquella otra Roma”, esto es, el Cuzco [...] la originalidad de Garcilaso radica en que asigna a los Incas un papel simétrico al de los españoles» (Lavallé, 1982, pp. 138-9).
La frase “aquella otra Roma” y otras similares, son ejemplos típicos de Translatio studii, el tópico literario de privilegiar cierta área geográfica, el jardín del Edén, Babilonia, Jerusalén, Atenas o Roma, considerada el “centro” irradiador de cultura y civilización.9 La labor de Garcilaso es uno de los primeros intentos sistemáticos de oponer e injertar categorías prehispánicas a la cultura (pro) europea: los incas, aunque son otros, son lo mismo en un proyecto común de “educar” pueblos considerados “bárbaros”. El origen genealógico de Garcilaso, su posición social y sus estudios humanistas influyeron en la concepción, medios y objetivos de su obra. Hijo natural del capitán Sebastián Garcilaso de la Vega y de la palla Isabel Chimpu Ocllo, nieta y sobrina de los Incas Túpac Yupanqui y Huayna Cápac, Gómez Suárez de Figueroa -su nombre antes de adoptar el de Inca Garcilaso de la Vega- pasó su infancia, debido a las continuas ausencias de su progenitor, en el ambiente quechua de su madre. Eso determinó la estructura básica de Comentarios reales: el lenguaje materno y la relación con parientes que pertenecían a la nobleza inca. Desde las primeras páginas de su libro, el Inca Garcilaso enfatiza estos hechos y los combina con conocimientos filológicos, jurídicos e historiográficos adquiridos en España, lugar donde se trasladó a los 20 años -siguiendo los deseos de su padre-, para adquirir una educación propia de su tiempo.
Las referencias concretas a la dieta inca en Comentarios reales son escasas y no muy específicas. Describen, en general, productos agrícolas sin elaborar un saber culinario andino en torno a comidas o costumbres propias asociadas a su consumo. Pero no por eso esas informaciones dejan de ser relevantes, ya que acentúan su enorme importancia en una sociedad agraria por excelencia. Para empezar, el discurso alimenticio se asocia a la fundación mítica del imperio de los cuatro confines. El dios sol -escribe el Inca letrado- envía a sus hijos Manco Cápac y Mama Ocllo (la pareja solar) a la zona andina para pacificar y dar preceptos morales a los hombres que vivían como “bestias”:10
A todos los hombres y mujeres que hallaban por aquellos breñales les hablaban y decían cómo su padre el Sol los había enviado del cielo para que fuesen maestros y bienhechores de los moradores de toda aquella tierra, sacándoles de la vida ferina que tenían y mostrándoles a vivir como hombres, y que en cumplimiento de lo que el Sol, su padre, les había mandado,11 iban a los convocar y sacar de aquellos montes y malezas y reducirlos a morar en pueblos poblados y a darles para comer manjares de hombres y no de bestias (I, p. 39. Énfasis propio).
El imperio inca, en esta interpretación, se inicia aceptando un vago saber culinario prescrito por la divinidad en una explícita esfera urbana que diferencia a los hombres entre civilizados que comen bien y con propiedad (modales), y salvajes que, en “montes y malezas”, engullen cualquier cosa y sin modales. El tópico es común en distintas culturas,12 pero tal vez el estudio de la Biblia influyó en el Inca mestizo13 para proponer que una vida urbana diferencia a los incas no sólo de las bestias, sino también de otros grupos indígenas adjetivados de “bárbaros”, “salvajes” o “chunchos” como los temidos y odiados chiriguanos.14
Las enseñanzas de la pareja solar tienen éxito entre los “ferinos” que lo aceptan con entusiasmo y devoción. Garcilaso, citando a su tío Inca, escribe:
“Nuestros príncipes, viendo la mucha gente que se les allegaba, dieron orden que unos se ocupasen en proveer de su comida campestre para todos, porque el hambre no los volviese a derramar por los montes; mandó que otros trabajasen en hacer chozas y casas, dando el Inca la traza cómo las habían de hacer” (I, p. 40).
La escasez de víveres, identificada como un elemento negativo para la organización social, es el primer problema que tienen que resolver los gobernantes Incas. Su éxito atrae, convence y somete a otros grupos andinos. Esta constatación es tan evidente para la reproducción y expansión del Tahuantinsuyu que la carestía de comida es erradicada de las páginas de Comentarios reales. Garcilaso construye así una sociedad idealizada donde había pobres, pero no hambrientos.15
Los “manjares de hombres” son el elemento cohesionador y propagandístico para atraer más adeptos. Los indios “reducidos” buscaban otros indios “bestiales” para propagar las nuevas: “Y para ser creídos les mostraban los nuevos vestidos y las nuevas comidas que comían y vestían, y que vivían en casas y pueblos” (I, p. 41). La agenda modernizadora de Garcilaso es vaga y tarda en identificar la “nueva comida”, pero lo evidente es que constituye el eje central de su discurso hegemónico en términos económicos,16 ideológicos y gastropolíticos.17 Los comestibles “incas” resuelven o reordenan el conflicto por la apropiación de medios de subsistencia con otros grupos indígenas menos “desarrollados”. Son, entonces, el fundamento material, social y religioso que preserva, reproduce y expande el incanato por medio de acciones culturales y militares. Acá hay que destacar que la importancia de la nutrición en una región no muy propicia para la agricultura (Andes centrales) determinó una “política de estado”, avant la lettre, independiente del soberano circunstancial. La política alimenticia, además de incentivar la producción mediante el pleno empleo,18 priorizaba la administración del hambre en tiempos de necesidad. A través de sus “decuriones”, según Garcilaso:
“mandaba el Inca que se supiese cada año el número de los vasallos que de todas edades había en cada provincia y en cada pueblo, y que también se supiese la esterilidad o abundancia de la tal provincia, lo cual era para que estuviese sabida y prevenida la cantidad de bastimento que era menester para socorrerlos en años estériles y faltos de cosecha” (I, p. 90).
Estas precauciones, tan idealizadas por algunos autores, no dependían de la “virtud natural” de un monarca específico. Los Zapa Incas (emperadores), tomaban esos recaudos con base en el cálculo político para controlar una enorme sociedad agraria por medio del trabajo forzado y la distribución -aquí se impone la precisión- del excedente económico. Asimismo, la explotación comunitaria de la fuerza de trabajo individual y el consumo de productos, fruto de actividades agrícolas, sobre todo, son los elementos “modernizadores” para transformar al indio llama “bestia” en indio runa “hombre de entendimiento y razón” (I, p. 75). Comprendiendo esta realidad Garcilaso exalta la organización social y administrativa del incanato en función de la explotación de suelos cultivables y de la distribución de comestibles según las necesidades de los súbditos: idealización del incario respecto al régimen colonial. Este rasgo otorga a Comentarios reales, entre sus lectores indigenistas, esa aura y prestigio de “modernidad revolucionaria” que no tienen otras crónicas.19 Arze (1952) y Baudin (1961), influidos por este texto, cometen el anacronismo de calificar al incanato de “semi-socialista” y “socialista”, respectivamente, en tanto que Reinaga (2010), confundiendo “inca” con “indio”, explica su “humanismo inka”:
Nuestra filosofía, la filosofía del indio, está contenida en el “ama llulla, ama súa, ama khella”. (No mentirás, no robarás, no explotarás). He ahí el humanismo inka. De este mandato trinitario salía el “imperativo categórico” de la Ley y la obligatoriedad de la religión. La filosofía que era la voz del pueblo y la religión que era la voz de Dios, se confundían. En la sociedad nadie mentía, nadie robaba; no existía la “explotación del hombre por el hombre”. Todos, hombres y mujeres hábiles, trabajaban. Nadie tenía hambre; nadie tenía frío. Era delito “tener hambre, delito tener frío”. El falso testimonio, el latrocinio, la holganza, se castigaban con la muerte. La verdad resplandecía en el fondo de cada alma y en los actos de cada ser humano (p. 95).
Ignoro la razón por la que “tener hambre” (y frío) era “delito” en la sociedad incaica. Tal vez porque, según esta interpretación, eran “mentiras”, puesto que el trabajo obligatorio, asociado al cultivo de la tierra, creaba las condiciones materiales para la subsistencia de los súbditos. En cuanto a la explotación del hombre por el hombre… la humanidad todavía busca ese paraíso.
3. Alimentos y organización agraria
Varios capítulos del Libro Quinto del primer tomo (I-XVI) de Comentarios reales versan sobre la organización agraria y administrativa del Tahuantinsuyu. El primer capítulo es central. El Inca, escribe Garcilaso, (en realidad se refiere a la política imperial), después de conquistar nuevos territorios “mandaba que se aumentaran las tierras de labor” (I, p. 215). Esta previsión requería la movilización de mano de obra especializada donde los “ingenieros de acequias de agua” dirigían la construcción de proyectos para expandir y maximizar la frontera agrícola. Después de describir con entusiasmo y detalle el trabajo para preparar y mejorar la productividad de estos terrenos, el Inca letrado destaca su manera de distribución:
Habiendo aumentado las tierras, medían todas las que había en toda la provincia, cada pueblo de por sí, y las repartían en tres partes: la una para el Sol y la otra para el Rey y la otra para los naturales. Estas partes se dividían siempre con atención que los naturales tuviesen bastantemente en que sembrar, que antes les sobrase que les faltase. Y cuando la gente del pueblo o provincia crecía en número, quitaban de la parte del Sol y de la parte del Inca para los vasallos; de manera que no tomaba el Rey para sí ni para el Sol sino las tierras que habían de quedar desiertas, sin dueño. (I, p. 216. Énfasis propio)
Citas como ésta han generado interpretaciones que exaltan las virtudes comunitarias del régimen incaico sobre la “propiedad común” de la tierra y la redistribución social del excedente (partes del Sol y del Inca) en períodos de escasez. El imperio “semi-socialista” (Arze, 1952), “socialista” (Baudin, 1961) o “comunismo incaico” (Lara, 1967; Mariátegui, 1993) de los incas, es una axiología anacrónica acatada irreflexivamente por varios especialistas y casi por todos sus lectores indigenistas. El texto de Garcilaso, empero, es ambiguo y complejo. Ilustra -así no fuese su intención- una política expoliadora por medio de un tributo original que disfrazaba las relaciones de explotación: la asignación temporal de parcelas de labranza a cambio de fuerza de trabajo obligatoria de por vida. Comentarios reales presenta una visión idealizada de este régimen donde la labor física, más que un desgaste de energía, era una especie de diversión ininterrumpida (“fiesta y regocijo”):
En el labrar y cultivar las tierras también había orden y concierto. Labraban primero las del Sol, luego las de las viudas y huérfanos y de los impedidos por vejez o por enfermedad […] Las últimas que labraban eran las del Rey: beneficiábanlas en común; iban a ellas y a las del Sol todos los indios generalmente, con grandísimo contento y regocijo, vestidos de las vestiduras y galas que para sus mayores fiestas tenían guardadas, llenas de chapería de oro y plata y con grandes plumajes en las cabezas. Cuando barbechaban (que entonces era el trabajo de mayor contento), decían muchos cantares que componían en loor de sus Incas; trocaban el trabajo en fiesta y regocijo, porque era en servicio de su Dios y de sus Reyes. (II, p. 217-8)
Es curioso notar que hasta en sus ricas vestiduras se notaba el regocijo de los súbditos por trabajar. Hay que recordar, empero, que el elogio del trabajo forzado de las masas es común en regímenes totalitarios cuyas élites se reservan trabajos administrativos.20
Los “naturales”, por otra parte, no eran dueños de sus parcelas: recibían un tercio de suelo cultivable a condición de trabajar año tras año en los otros dos tercios restantes. De esta forma, sólo eran propietarios de un tercio de su fuerza laboral, puesto que el régimen incaico se apropiaba de los dos restantes. En términos marxistas el trabajo no pagado (plusvalía) en el proceso de producción, era alrededor del 67%. Comparado con el “quinto” del monarca castellano, ese tributo era excesivo, en especial si se tiene en cuenta que los comunarios tenían otras obligaciones.21 Trabajar para comer era la “elección” del individuo frente al poder absoluto del imperio incaico donde casi nadie, excepto la casta religiosa, política y militar dominante,22 estaba eximido del trabajo y otros impuestos:
Otra ley llamaban casera. Contenía dos cosas: la primera, que ninguno estuviese ocioso, por lo cual, como atrás dijimos, aun los niños de cinco años ocupaban en cosas muy livianas, conforme a su edad; los ciegos, cojos y mudos, si no tenían otras enfermedades, también les hacían trabajar en diversas cosas; la demás gente, mientras tenía salud, se ocupaba cada uno en su oficio y beneficio, y era entre ellos cosa de mucha infamia y deshonra castigar en público a alguno por ocioso. Después de esto, mandaba la misma ley que los indios comiesen y cenasen las puertas abiertas para que los ministros de los jueces pudiesen entrar más libremente a visitarles (I, p. 235).
El propósito de Garcilaso, desde una perspectiva económica, es loable debido a que el empleo eficiente de la fuerza de trabajo colectiva, excepto la de la élite dominante, crea condiciones de prosperidad material, pero la descripción parece tomada de una distopía novelesca donde el imperio exigía el trabajo de niños, ciegos, cojos y mudos, además de controlar hasta la privacidad de comer en familia. El objeto de la “visita” de funcionarios incas, por otro lado, puede dar lugar a otras interpretaciones no tan paternalistas como las que propone Garcilaso: restringir, por ejemplo, siguiendo el mandato del Inca Pachacútec, la cantidad y calidad del yantar consumido por los runas23: “Mandó este Inca que usasen mucha escasez en el comer, aunque en el beber tuvieron más libertad, así los príncipes como los plebeyos” (II, p. 80). Lo que el Inca Garcilaso no precisa es qué bebían: ¿tal vez la famosa chicha, bebida alcohólica a base de maíz? Información que ilustraría el grado de sometimiento de la fuerza de trabajo.
Preciso otra crítica. La distribución individual de terrenos cultivables descrita por Garcilaso no informa acerca de la calidad de los suelos ni el acceso al riego, elementos que podrían haber determinado una desigual distribución de estos factores productivos. Esta dotación de tierras (alquiler a cambio de fuerza de trabajo), seguía, asimismo, un ordenamiento rígido y patriarcalmente jerárquico:
Daban a cada indio un tupu, que es una hanega de tierra, para sembrar maíz; empero, tiene por hanega y media de las de España.24 […] Era bastante un tupu de tierra para el sustento de un plebeyo y casado y sin hijos. Luego que los tenían le daban por cada hijo varón otro tupu, y para las hijas a medio. Cuando el hijo varón se casaba le daba el padre la hanega de tierra que para su alimento había recibido, porque echándolo de su casa no podía quedarse con ella.
Las hijas no sacaban sus partes cuando se casaban, porque no se las habían dado por dote, sino para alimentos, que habiendo de dar tierras a sus maridos no las podían ellas llevar, porque no hacían cuenta de las mujeres después de casadas sino mientras no tenían quien las sustentase, como era antes de casadas y después de viudas. Los padres se quedaban con las tierras si las habían menester; y si no, las volvían al consejo, porque nadie las podía vender ni comprar (I, p. 219).
El régimen incaico, propietario absoluto del principal factor productivo en una sociedad agraria, discriminaba, por razones económicas, políticas y culturales, contra las mujeres que, en la lógica imperial, no producían tanto y comían menos que los hombres. Tampoco queda claro si la tierra cultivable, escasa en el área andina, alcanzaba para “cada indio” del imperio. Lo fundamental, empero, es que el control y manejo de la tierra -con tintes comunitarios- era indispensable para someter y reproducir una sociedad teocrática sostenida por el trabajo forzado de sus súbditos25 en un modo de producción que algunos, siguiendo la terminología marxista, tipifican de “asiático” (Espinoza Soriano, 1978).
El producto por excelencia que cultivaban los vasallos en las zonas más fértiles era el maíz en sus diversas variedades. El saber agrícola garcilasiano precisa que junto a este grano “sembraban una semilla que es casi como arroz, que llaman quinua, la cual también se da en las tierras frías” (I, p. 216). En suelos menos productivos cultivaban papa, oca, añu (isaño), olluco (papa lisa) y otros tubérculos (I, p. 216). Los ajíes, frijoles, el tarwi y el maní eran muy apreciados, igual que el pacay, la chirimoya y la lúcuma. Además de estos productos básicos para la subsistencia y reproducción de la fuerza de trabajo, algunas regiones cálidas y húmedas de los Andes (yungas) aportaban productos recreacionales asociados a los sectores dominantes:
A estas bolsas llaman chuspa: servían solamente de traer la yerba llamada coca, que los indios comen, la cual entonces no era tan común como ahora, porque no la comían sino el Inca y sus parientes y algunos curacas a quien el Rey, por mucho favor y merced, enviaba algunos cestos de ella por año (I, p. 78).
Esta cita genera problemas a multitud de indigenistas que defienden el consumo masivo de la hoja de coca como una “herencia cultural” de los indígenas aimaras y quechuas.26 Fueron los colonizadores españoles los que “democratizaron” su consumo por razones de explotación económica porque era más barato, especialmente en las minas, proveer de coca a los siervos indígenas que proporcionarles una nutrición adecuada.27 Una lectura crítica de Comentarios reales permite inferir que el consumo desigual de la coca se extendía a la carne y a productos exclusivos elaborados por gente especializada. Las coyas (mujeres de sangre real), acota Garcilaso:
“[…] tenían cuidado estas monjas de hacer a sus tiempos el pan llamado zancu para los sacrificios que ofrecían al sol en las fiestas mayores que llamaban Raimi y Cittua. Hacían también la bebida que el Inca y sus parientes aquellos días festivos bebían, que en su lengua llaman aca” (I, p. 179).
En adición a cereales, vegetales y tubérculos, Garcilaso describe y, en algunos casos, implica el consumo de carne de acuerdo con la región geográfica,28 temporadas de caza29 y celebración de ritos religiosos. El consumo de proteína animal, sin embargo, era muy limitado para las masas:
La gente plebeya en general era pobre de ganado (si no eran los Collas, que tenían mucho), y por tanto padecía necesidad de carne, que no la comían sino de merced de los curacas o de algún conejo que por mucha fiesta mataban, de los caseros que en sus casas criaban, que llaman coy. Para socorrer esta general necesidad, mandaba el Inca hacer aquellas cacerías y repartir la carne en toda la gente común, de la cual hacían tasajos que llaman charqui, que les duraba todo el año hasta otra cacería, porque los indios fueron muy escasos en su comer, y muy avaros en guardar los tasajos (II, p. 22. Énfasis propio).
La escasez de carne es un rasgo negativo que muestra el grado de desigualdad en el Tahuantinsuyu.30 La mayoría no podía acceder al consumo de proteína animal. La casta dominante, en cambio, poseía en exceso este producto tal cual se concluye de manera indirecta en aquellos casos en los que Garcilaso no es específico al respecto: “La ropa, en toda la serranía, la hacían de la lana que el Inca les daba de sus ganados y del Sol, que era innumerable” (I, p. 224). En otra cita más reveladora, el cronista cuzqueño escribe:
Los indios en común fueron pobres de ganado, que aun los curacas tenían apenas para sí y para su familia, y, por el contrario, el Sol y el Inca tenían tanto, que era innumerable. Decían los indios que, cuando los españoles entraron en aquella tierra, ya no tenían dónde apacentar sus ganados (I, p. 230).
Abundancia entre los menos y escasez para los demás, el “socialismo” incaico, en cuanto a la posesión de ganado y consumo de carne y otros productos escasos,31 tenía su propia “nomenklatura”32 nativa basada en derechos hereditarios.
4.Alimentos y expansión imperial: la administración del hambre
Excepto el detalle de la escasez de carne, el imperio incaico, de acuerdo a Garcilaso, fue capaz de alimentar a varios millones de personas sin que sufrieran hambre.33 Proveer de sustento a su población no sólo respondía a una virtud de satisfacer sus necesidades básicas, sino que era el objetivo gastropolítico fundamental para resolver conflictos entre su población. Tenía, asimismo, una finalidad práctica asociada a la expansión imperialista del incanato identificado como una “nación” pacificadora de grupos “ferinos”, “bárbaros”, “bestiales” o “chunchos”34. Los comestibles, y la crítica no ha dicho mucho al respecto, eran un componente clave de sus campañas para someter a otros grupos indígenas. La provisión de vituallas estaba muy organizada en los ejércitos del Cuzco y el cerco por hambre era uno de sus instrumentos preferidos para someter a sus enemigos. El Inca Mayta Cápac intentando reducir por las “buenas” a los collas (habitantes del Collasuyu) envía, según Garcilaso, los requerimientos “acostumbrados” de acogerse al dominio incaico por la vía pacífica: “El Inca, que no llevaba ánimo de darles batalla, sino vencerlos con halagos o con el hambre, si de otra manera no pudiese, repartió su ejército en cuatro partes y cerró el cerco” (I, p. 126). La función de los comestibles -arma estratégica y diplomática- también es resaltada en el episodio de la conquista de la provincia Cuchuna. El ejército inca, que estaba como siempre muy aprovisionado de vituallas,35 pone cerco a sus enemigos porque no querían, siguiendo las órdenes del emperador, combatir con ellos:
[…] ofreciéronles los partidos de paz y amistad. Los enemigos no quisieron recibir ninguno.
En esta porfía estuvieron los unos y los otros más de cincuenta días, en los cuales se ofrecieron muchas ocasiones en que los Incas pudieran hacer mucho daño a los contrarios, mas por guardar su antigua costumbre y el orden particular del Inca, no quisieron pelear con ellos más de apretarles con el cerco. Por otra parte les apretaba el hambre, enemiga cruel de gente cercada […] La gente mayor, hombres y mujeres, sufrían el hambre con buen ánimo, mas los muchachos y niños, no pudiendo sufrirla, se iban por los campos a buscar yerbas y muchos se iban a los enemigos, y los padres lo consentían por no verlos morir delante de sí. Los Incas los recogían y les daban de comer y algo que llevasen a sus padres, y con la poca comida les enviaban los partidos acostumbrados de paz y amistad. Todo lo cual visto por los contrarios y que no esperaban socorro, acordaron entregarse sin partido alguno, pareciéndoles que los que habían sido tan clementes y piadosos cuando ellos eran rebeldes y contrarios, lo serían mucho más cuando los viesen rendidos y humillados (I, pp. 129-30).
En la interpretación de Garcilaso, la administración del hambre, otro tipo de instrumento bélico, era válida y necesaria para evitar la destrucción violenta de indios enemigos, pero potenciales vasallos. Era mejor vencerlos y someterlos por bulimia para que, a su vez, alimentaran las bases de la organización incaica que funcionaba gracias a la explotación de la mano de obra que -el “cerco” se cierra- creaba más alimentos para alimentar futuras conquistas. En este esquema toda vida humana de futuros “trabajadores” tenía un valor de uso para incrementar el excedente agrario indispensable, a través de su apropiación por parte de la casta incaica, para el bienestar y la expansión del Tahuantinsuyu. La restricción de comestibles, por lo visto, fue una excelente estrategia gastropolítica para “pacificar” y “convertir” a otros grupos indígenas fortaleciendo y expandiendo el imperio de los cuatro confines. Su efectividad era tal que cada Inca, en afanes expansionistas, la utilizaba como fórmula de éxito. Señalo otro ejemplo. El Inca Cápac Yupanqui,36 antes de salir a conquistar otros territorios, “mandó apercibir gente y bastimentos para el año siguiente, porque pensaba salir a conquistar hacia la parte de Cuntisuyu, que es al poniente del Cuzco, donde sabía que había muchas y grandes provincias de mucha gente” (I, p. 140). Los indígenas aimaras de la región de la actual provincia de Aymaraes (Perú) ofrecieron resistencia en el cerro Mucansa en 1320 según Cieza de León (2000). El Inca, siguiendo la fórmula de sus “pasados”37:
mandó alojar su ejército al pie del cerro para atajar el paso a los contrarios, que como gente bárbara, sin milicia, habían desamparado sus pueblos y recogiéndose en aquel cerro por lugar fuerte, sin mirar que quedaban atajados como en un corral. El Inca estuvo muchos días sin quererles dar batalla ni consentir que les hiciesen otro mal más de prohibirles los bastimentos que podían haber, por que forzados de el hambre se rindiesen y por otra parte les convidaba con la paz (I, p. 141).
La cita, pese a las intenciones de Garcilaso, implica la crueldad del expansionismo del imperio inca. La “bondad” del soberano se demuestra, para su pariente mestizo, porque no quiere la guerra. Al contrario, protege a sus enemigos -“gente bárbara”- de todo mal, a no ser la restricción alimenticia. Paz o muerte lenta por inanición es la fórmula tan admirada por el cronista cuzqueño. Los nuevos súbditos, perdiendo su libertad ferina, tienen que rendirse para comer; luego, a través de la dotación temporal de suelos fértiles, trabajar “sus” tierras, las del Inca y las del sol, para seguir comiendo incorporados a una sociedad superior que, además, les impone otros tributos. Civilización o barbarie, creo, es una querelle recurrente y manipulada en Comentarios reales a favor del imperialismo incaico.38 Hay que hacer, eso sí, ciertas precisiones.
El Inca Garcilaso -influido por su contexto histórico- usa el término “nación” (civilización) con varios alcances. A veces le otorga un sentido territorial identificado con un vago y no definido “Perú”. En otros pasajes infiere una acepción institucional asociada al incanato (inventario de costumbres y/o leyes, forma de gobierno y organización social). “Nación” también posee connotaciones étnicas para resaltar y diferenciar al imperio incaico de otras naciones indígenas “bárbaras” o “paganas”, aspecto necesario para justificar la legitimidad “civilizadora” (otra Roma) de los incas. Uno de los ejemplos más notorios sobre este destino manifiesto se refiere a la “grande provincia llamada Chirihuana, que está en los Antis, al levante de los Charcas” (II, p. 122) (actual territorio de Bolivia). Garcilaso -nota a los bolivianos que se creen “incas”-39 , narra que el Sapa Inca Cápac Yupanqui, antes de emprender su labor de conquista, envía espías que:
volvieron diciendo que [...] los naturales eran brutísimos, peores que bestias fieras; que no tenían religión ni adoraban cosa alguna; que vivían sin ley ni buena costumbre, sino como animales por las montañas, sin pueblos ni casas, y que comían carne humana, y, para la haber, salían a saltear las provincias comarcanas y comían todos los que prendían, sin respetar sexo ni edad, y bebían la sangre cuando los degollaban, porque no se les perdiese nada de la presa. Y que no solamente comían la carne de los comarcanos que prendían, sino también la de los suyos propios cuando se morían; y que después de habérselos comido, les volvían a juntar los huesos por sus coyunturas, y los lloraban y los enterraban en resquicios de peñas o huecos de árboles, y que andaban en cueros y que para juntarse en el coito no se tenía cuenta con las hermanas, hijas ni madres. Y que ésta era la común manera de vivir de la nación Chirihuana (II pp. 122-123).
Indignado por la falta de “ley” y “buenas costumbres”, el soberano “poderoso y memorable”40 recuerda a sus servidores la “obligación”, por mandato divino, de civilizar a otras naciones: “Ahora es mayor y más forzosa la obligación que tenemos de conquistar los Chirihuanas, para sacarlos de las torpezas y bestialidades en que viven y reducirlos a vida de hombres, pues para eso nos envía nuestro padre el Sol” (II, p. 123). De nuevo, la política expansionista cuzqueña, que para Garcilaso se justifica por sus efectos “civilizadores”, estaba basada en la conquista gracias al uso estratégico de los alimentos de forma directa e indirecta como este caso de los chiriguanos. Estos indios, iguales a “bestias”, deben ser sometidos para impedir que sigan el mal camino, en especial en cuanto a la alimentación se refiere: ritos caníbales, prácticas muy censuradas en Comentarios reales porque el autor, católico devoto, escribe para el consumo de sus compañeros de fe. No es extraño, por tanto, que en pasajes similares al que sigue, alabe la política imperial religiosa incaica que prohibía los sacrificios humanos:41
El Sumo Sacerdote, como obispo de cada provincia, era Inca de la sangre real, por que los sacrificios que al sol se hacían fuesen conforme a los ritos y ceremonias del Cuzco y no conforme a las supersticiones que en algunas provincias había, las cuales vedaron los Incas, como sacrificar hombres y mujeres y niños y comer la carne humana de aquellos sacrificios y otras cosas muy bárbaras que dijimos tuvieron en su primera gentilidad (I, p. 171).
La condena de los incas a ritos de sacrificios humanos42 y canibalismo tiene la misión ideológica de justificar la política de conquista del imperio de los cuatro confines para imponer el consumo de “manjares de hombres”, la “ley” y las “buenas costumbres”: práctica expansionista que imitaron los españoles. Los incas, en este esquema, serían los precursores en la acción “civilizadora” de los europeos, función providencial que ha sido señalado por MacCormack (2007). Sin embargo, Garcilaso (y sus parientes Incas) respecto a otros grupos indígenas no son menos “colonialistas” que los conquistadores castellanos hacia los incas. La “verdad” sobre el subalterno, una vez más, es relativa porque se nutre de grupos explotados que en otro nivel son explotadores.
5. Simbolismo de los alimentos
La importancia de los alimentos en el Tahuantinsuyo también se extendió al orden simbólico. Los Incas, reconociendo su rol en la organización, preservación y expansión del imperio, los reprodujeron en oro y plata en un templo del Cuzco, Coricancha (barrio de oro): “Había un gran maizal y la semilla que llaman quinua y otras legumbres y árboles frutales, con su fruta toda de oro y plata, contrahecho al natural” (I, p. 170). Además de este “fetichismo agrario”, ciertos productos, de acuerdo a su procedencia, eran considerados sagrados. Por ejemplo, el maíz cultivado en la isla del sol en el lago Titicaca:
Los Reyes Incas […] ennoblecieron mucho aquella isla, por ser la primera tierra que sus primeros progenitores, viniendo del cielo, habían pisado […] hicieron andenes, los cuales cubrieron con tierra buena y fértil, traída de lejos, para que pudiese llevar maíz, porque en toda aquella región, por ser tierra muy fría, no se coge de ninguna manera. En aquellos andenes lo sembraban con otras semillas, y, con los muchos beneficios que le hacían, cogían algunas mazorcas en poca cantidad, las cuales llevaban al Rey por cosa sagrada y él las llevaba al templo del Sol y de ellas enviaba a las vírgenes escogidas que estaban en el Cuzco y mandaba que se llevasen a otros conventos y templos que por el reino había, un año a unos y otros, para que todos gozasen de aquel grano que era como traído del cielo (I, p. 173).
El propósito de Garcilaso es evidente y efectivo. El maíz cultivado en la isla donde apareció la pareja solar con la misión de “instruir” y “pacificar” a los indios ferinos es sagrado. La cosecha, especial y escasa, pertenece al Zapa Inca que la distribuye entre las vírgenes del sol (ñustas) para que la transformen en pábulo ritual para el consumo de “todos”: cada súbdito, siquiera mínimamente, recibe su ración de eternidad. Es un acto de comunión donde, en apariencia, los “manjares de hombres y no de bestias” (I, p. 39), vuelven a su origen mítico para salir de nuevo a continuar y reforzar su labor civilizatoria: gastropolítica imperial. Cabe otra interpretación. Gozar de aquel grano “celestial” justifica, siquiera simbólicamente, la aceptación y prolongación de un complejo sistema distributivo asentado en la explotación de la fuerza de trabajo hábilmente disfrazada por el Inca Garcilaso como un sistema virtuoso -instaurado por la pareja divina- donde la administración del hambre (producción, selección, distribución y restricción de comida) era una estrategia central para la supervivencia, organización y expansión del imperio de los cuatro confines.