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Káñina

On-line version ISSN 2215-2636Print version ISSN 0378-0473

Káñina vol.44 n.2 San Pedro de Montes de Oca May./Aug. 2020

http://dx.doi.org/10.15517/rk.v44i2.44720 

Artículo

La poesía de indagación ontológica de Hugo Mujica, María Rosa Lojo y Enrique Solinas, o de la palabra y el misterio1

Word and Mystery: Hugo Mujica, María Rosa Lojo and Enrique Solinas’ Poetry of Ontological Search

Enzo Cárcano1 

1Universidad del Salvador. Buenos Aires, Argentina. Doctor en Letras. Becario posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) en el Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas Dr. Amado Alonso de la Universidad de Buenos Aires. Profesor adjunto en la Universidad del Salvador. Correo electrónico: enzo.carcano@usal.edu.ar

Resumen

Entre los siglos XIX y XX, el Romanticismo alemán, el simbolismo francés y el surrealismo marcaron, en el panorama literario, la paulatina sustitución del absoluto religioso por el poético. La lírica recobró entonces una estatura inusitada, signada por su capacidad para llegar, mediante la palabra, allende lo cotidiano, hasta lo más recóndito y propio para el ser humano. En la Argentina, numerosos son los autores que se han propuesto explorar poéticamente el misterio, entendido como aquello que escapa al relato totalizador propio de la modernidad y que, sin embargo, nos constituye. En este trabajo, se presenta una aproximación a las trayectorias poéticas de tres de ellos, por considerarlas entre las más originales de las contemporáneas: Hugo Mujica, María Rosa Lojo y Enrique Solinas. Para este abordaje, con el objeto de evitar las rigideces metodológicas y lastres dogmáticos de nociones como “poesía religiosa”, se propone aquí el más versátil de “poesía de indagación ontológica”, el cual resalta el costado cognoscitivo de la lírica contra los imperativos de la razón moderna.

Palabras clave: poesía argentina contemporánea; indagación ontológica; Mujica; Lojo; Solinas.

Abstract

Between the XIXth and XXth centuries, German Romanticism, French Symbolism and Surrealism marked, in literature, the gradual substitution of the religious absolute with the poetic one. Poetry regained then an unknown importance, determined by its capacity to reach, through words, beyond the ordinary, the most unexplored and essential for human beings. In Argentina, many authors have poetically explored mystery as what escapes from the totalizing story built up by Modernity but, nevertheless, constitutes us. This article is an approach to the works of three of them, considered among the most original of these days: Hugo Mujica, María Rosa Lojo, and Enrique Solinas. With the aim of avoiding methodological or dogmatic encumbrances of concepts as “religious poetry”, the notion of “ontological search poetry”, which highlights the cognitive side of poetry against the commands of modern reasoning, is proposed.

Key Words: Argentine Contemporary Poetry; Ontological Search; Mujica; Lojo; Solinas

1. Introducción

“El ser entero ha cesado de ser lo que era para convertirse en una interrogación total, en una expectativa de cacería en la que se ignora cuál es el cazador y cuál es el animal al que se apunta”, dice Olga Orozco (2012) en su famoso ensayo “Alrededor de la creación poética”, y sus palabras parecen sintetizar, en clave evidentemente romántica, una inquietud que ha movido desde siempre ‒pero más desde el triunfo de la modernidad y su razón como norma‒ a los poetas de Occidente que conciben, al igual que la escritora pampeana, la poesía como una búsqueda ‒ya sea en sentido de un ir-hacia o de un abrirse-para‒ de la Unidad, del Absoluto, de lo Otro o, en términos más generales, de aquello que es, al mismo tiempo, propio y desconocido para el ser humano. Cabe señalar que no se trata de una posición esencialista, sino, retomando el postulado heideggeriano, de subrayar que la relación del hombre con el ser hace a su propia humanidad, y que este acercamiento acontece poéticamente. En el panorama de la lírica argentina, por lo menos desde principios del siglo XX, se advierten ciertas continuidades que bien pueden configurar una serie poética de indagación ontológica. Esta, ocasionalmente relegada a los márgenes, tiene aún plena vigencia, y en la actualidad cuenta ‒por lo menos‒ con tres voces que destacan por su originalidad: las obras de Hugo Mujica, María Rosa Lojo y Enrique Solinas, amén de la distancia generacional entre uno y otro, coinciden en incardinarse en esta prolífica línea como tres singulares proyectos estéticos que escapan a lo ortodoxo, doctrinal o confesional, y que constituyen, en buena medida, desde su aparición en los años ochenta, una apuesta en pos de restituir o abrigar, en la palabra, una pérdida, una ausencia. Se debe mencionar que no son únicamente tematizaciones de esa búsqueda, sino modos particulares de hacer de la poesía el medio de la exploración ontológica, cuestión que los tres autores han considerado también en algunos de sus textos metaliterarios. En Mujica, el “silencio poético”, como retraimiento de la palabra-instrumento, busca alojar y dejar-hablar al ser que se ha ocultado. La palabra poética es, entonces, en consonancia con la propia relectura mujicana de Heidegger, un modo de acceder al ser y a las cosas en cuanto tales, en su desnudez, y de “acercarse” al misterio de Dios como ausencia. En Lojo, el quehacer poético constituye una vía de acceso a la memoria ancestral y de develamiento de un origen perdido, un vehículo o nexo entre dos mundos, el visible y el invisible ‒nunca plenamente poseído, pero sí intuido‒. Por último, en Solinas, lo inefable y misterioso de la existencia humana se persigue ‒primero, dolorosamente, y luego con más regocijo‒ en un lenguaje transido de notas autorreferenciales y de contactos con la tradición judeocristiana.

2. Poesía argentina de indagación ontológica

Así como la nómina de autores argentinos que pueden incluirse en la llamada “poesía de indagación ontológica” es extensa ‒con nombres que van desde Ricardo Güiraldes hasta Amelia Biagioni, pasando por Jacobo Fijman, Alejandra Pizarnik o el mismo Juan Gelman, por mencionar solo unos pocos‒, también lo es la de trabajos críticos que a sus obras se han dedicado. Sin embargo, la ausencia de una denominación común para este tipo de producciones líricas ha redundado en detrimento de la advertencia de las profundas y estrechas relaciones entre los poetas que se proponen, desde la palabra, explorar lo desconocido, circunscritas, por lo general, a las agrupaciones en torno de tendencias ‒como el surrealismo o el neorromanticismo‒ o de publicaciones. La tarea es sugerir estas afinidades sin menoscabar la unicidad de cada proyecto estético con corsés críticos u homologaciones rígidas. Entre estas, la más difundida es la de “poesía religiosa”. Para Aragón (1967), autor del estudio preliminar y de la compilación La poesía religiosa en la Argentina, el único monográfico en la materia hasta hoy, en la Argentina no ha habido muestras de especies líricas como la mística, sino únicamente poesía religiosa: mientras que la primera sería “aquella en que el acto creador del poeta esté sobreelevado por un conocimiento directo y sobrenatural de Dios” (p. 9), la segunda es “mera poesía, solo poesía, con la nota diferencial de referirse a una realidad religiosa en sentido estricto” (1967, p. 10). Más adelante, Aragón agrega que “para que haya (…) poesía religiosa es preciso que haya vida religiosa” (1967, p. 73), y llama a combatir la laicización de la sociedad argentina de entonces. Estas palabras del compilador revelan, desde la ortodoxia, el lastre que acarrea la noción de “poesía religiosa”: por un lado, aquello que él llama “vida religiosa” es, evidentemente, el acuerdo con una doctrina o confesión particulares; por el otro, hablar de “realidad religiosa” como la referencia de este tipo de creación poética resulta demasiado laxo e insuficiente para esclarecer su especificidad, rasgo que se repite aun en trabajos más recientes y menos dogmáticos que el de Aragón: Martínez Fernández habla, por ejemplo, de “una relación con la Divinidad” (1998, p. 7); Rodríguez Francia, de la “expresión de una experiencia religiosa” (1995, p. 13); Videla de Rivero, “de la expresión verbal y estética de un amplio espectro de significados” relacionados con lo religioso o la religiosidad (2011, p. 20).

Algo similar ocurre cuando se habla de “poesía mística”: si en países con una dilatada tradición crítica al respecto no hay acuerdo sobre los alcances de tal categoría, disputada entre los estudios literarios y la teología ‒con un saldo claramente favorable a esta última‒, en la Argentina, los intentos por adecuar el carácter místico a cada una de las distintas poéticas dinamita la mínima posibilidad de acuerdo al respecto. De este modo, en un rápido relevamiento, se hallan escritores tan disímiles como Fijman, María Raquel Adler, Miguel Ángel Bustos, Hugo Padeletti, Mujica, Francisco Luis Bernárdez, Ricardo Molinari, Juan L. Ortiz, Leopoldo Marechal, Pizarnik, Olga Orozco, Gelman y Héctor Viel Temperley que han sido incluidos por algún estudioso en el catálogo de poetas místicos argentinos. A propósito de la obra de este último, por ejemplo, se han empleado denominaciones como “mística extraterritorial” (Piña, 2011), “mística invertida” y “corrida de lugar” (Milone, 2014, p. 169), o “natación de Dios” (Kamenszain, 2000, pp. 155-159), entre otras, siempre en relación diferencial con la idea “tradicional” de mística, que es de suyo polisémica y difusa. Otro tanto sucede con la lírica de Fijman, cuya naturaleza mística, según muchos trabajos dedicados a ella, se desprende de la experiencia del autor que se volcaría al texto mismo, hecho que, nuevamente, lleva a abdicar del estudio de la literatura en favor de la teología. Particularmente, en su concepción histórica y social, Certeau (2006) acierta al señalar que la mística fue un modo particular de practicar el lenguaje heredado que ejercitaron los espirituales europeos, el cual comenzó a gestarse en la Alemania del siglo XIII y alcanzó su más alto grado de formalización a fines del siglo XVI entre los carmelitas españoles. Pero esta disciplina efímera concebida como un conjunto de discursos estallará con la llegada del Iluminismo al no poder dar cuenta cabal de su objeto ‒lo Absoluto, el Otro‒, percibido por los espirituales de aquella época como ausencia. Por consiguiente, todo empleo de “mística” como adjetivo aplicado a la poesía, en la actualidad, es necesariamente figurativo (cfr. Cárcano, 2019a).

Frente a estas posiciones, se apela a la noción de “poesía de indagación ontológica” para referirse a aquellas expresiones líricas que constituyen modulaciones de la relación del humano con su propio ser/estar en el mundo y con lo que este y, en general, lo trascendente ‒no necesariamente entendido como la divinidad‒ representan para él. La categoría es intencionadamente abarcativa, ya que el foco no está puesto en aquello que la poesía supuestamente expresa de un más-allá que le daría su propio carácter, sino en lo que Valente llama el “conocimiento poético”, aquel que, a diferencia del científico, no es predictivo ni repetible, sino que funciona “sobre este inmenso campo de la realidad experimentada pero no conocida[como]un gran caer en la cuenta2 (1994, p. 21). A la poesía, al poema, entonces, le estaría reservado el misterio ‒vocablo derivado del verbo griego μύειν, ‘cerrar’‒, es decir, aquello que no es ni mensurable ni empírico; sería su lugar propio y de apertura, no entendida esta desde ningún concepto como explicación. A propósito, Piña acierta al señalar que, entre los siglos XIX y XX, el Romanticismo alemán, el simbolismo francés y el surrealismo marcaron la sustitución del absoluto religioso por el poético (2018, pp. 103-106). La figura del poeta recobró entonces una estatura inusitada, signada por su poder cognitivo, por su capacidad para llegar, mediante la palabra, allende lo cotidiano, hasta lo más recóndito y esencial para el ser humano. Piénsese, por ejemplo, en Hölderlin y Novalis, o en Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé, entre los nombres más significativos. Probablemente, quien mejor haya expresado este viraje sea Heidegger (2006) ‒atento lector no solo de los poetas recién mencionados, sino, además, del Maestro Eckhart, Angelus Silesius, Rilke, Trakl, Celan o René Char‒, quien rechaza y repudia el servilismo utilitario del lenguaje-instrumento y la ancilaridad referencial del arte, y subraya el íntimo e indisoluble vínculo entre el ser, el pensar y el lenguaje, lugar ‒este último‒ del abrirse del ser, de su acontecer como evento, como ‒a la vez‒ luz y oscuridad, revelación y ocultamiento. La poesía (Dichtung) constituye así, para el filósofo alemán, la esencia de todas las artes, ya que ‒como sentenció Hölderlin‒ es fundación, institución de los mundos históricos en los que el Dasein y el ente se relacionan. De allí el célebre pasaje de la Carta sobre el Humanismo que sostiene que “el lenguaje es la casa del ser” (2006, p. 11) y que la tarea de poetas y pensadores “consiste en llevar a cabo la manifestación del ser, en la medida en que, mediante su decir, ellos la llevan al lenguaje y allí la custodian” (2006, pp. 11-12). En una línea solidaria, para Vattimo, la obra de arte ‒y la poesía especialmente‒ es diferencia, discontinuidad y desfondamiento, esto es, fenómeno des-estructurante y des-jerarquizante, en virtud de que comporta una experiencia (estética) de apertura, de encuentro con “lo otro”: “La experiencia estética nos hace vivir otros mundos posibles, y así muestra también la contingencia, relatividad, y no definitividad del mundo real al que nos hemos circunscrito” (1990, p. 86). Particular atención merecen también las formulaciones que suelen reunirse en torno de la noción de “poesía del silencio”, y que cuenta, entre sus principales representantes, con nombres como el propio Valente, George Steiner o Susan Sontag, por mencionar solo tres de los más significativos. Salvando las diferencias que existen entre uno y otro, es posible señalar que, para estos pensadores, el silencio es la más alta y propia posibilidad del sentido poético3, a la vez que una forma de purificación,4 liberación y trascendencia5 ‒del lenguaje y del hombre‒.

Como los referidos, se podrían citar otros autores que, desde distintos enfoques y paradigmas, han reclamado y reivindicado para la poesía ese lugar de privilegio en cuanto a la indagación ontológica, ya sea que esta se conciba como la función cardinal de toda la lírica o como una especie particular en la que tal función tiene preeminencia. Se trata, entonces, de adoptar una posición teórica y metodológica lo suficientemente flexible ‒sin por ello perder la necesaria especificidad‒ para dar cabida a los diferentes abordajes posibles a la cuestión, eludiendo los dogmatismos u actos de fe que exceden la poesía misma. A propósito, como primer número de 2018 de la revista Gramma, se editó el monográfico Poesía Argentina de Indagación Ontológica (cfr. Cárcano, 2018), en el cual una serie de críticos ‒Cella, Depetris, Legaz, Milone, Piña, Zonana, Calle Romero, Vera Barros‒ escribieron sobre distintos autores cuyas obras se inscriben en esta línea: Pizarnik, Gelman, Olga Orozco, Juan L. Ortiz, Oscar Del Barco, Biagioni, Fijman y Lojo. La nómina, en toda su heterogeneidad, pone de manifiesto las variadas posibilidades de la lírica que busca acoger lo incomprensible de la existencia. Y el hecho de que el nombre más repetido en los artículos sea el de Olga Orozco resulta sintomático: su obra da cuenta, al mismo tiempo, del cambio de itinerario ‒del absoluto religioso al poético‒, así como del progresivo y continuado interés de la crítica por esas búsquedas que eluden la ortodoxia.

La lírica de indagación ontológica en la cual se insertan las producciones de Mujica, Lojo y Solinas es, evidentemente, por todo lo referido, un territorio trans, ya que convoca a la vez lo transdiciplinar (literatura, filosofía, mística) y lo transepocal, al estar atravesada por discursos (literarios, pero no solamente estos) anteriores y, en ocasiones, de tradiciones remotas que también han abordado la cuestión del acercamiento a lo incógnito. El diálogo entre todas estas posiciones que confluyen en la noción de la poesía como un tipo de conocimiento otro, como un modo de indagar en lo más oculto y a la vez propio de la existencia, representa una oportunidad teórica y metodológica para un abordaje comparatístico que preserve la unicidad de cada proyecto estético sin soslayar sus profundas conexiones. A continuación, se propone un recorrido por las trayectorias poéticas de Mujica, Lojo y Solinas para estudiar el modo en que se configura en sus obras la exploración ontológica. Cada una constituye una modulación original de esa búsqueda y representa así un hito que abreva en la tradición y la renueva de forma singular, puesto que, desde una posición heterodoxa y anti-dogmática, que dialoga con el cristianismo pero no se circunscribe a él, actualiza la densidad ontológica del quehacer poético y renueva, de ese modo, el desafío al relato moderno erigido sobre la pretendida omnipotencia de la razón. Los tres poetas se hacen cargo de esa “interrogación total” en la que ‒siguiendo a Olga Orozco‒ se ha convertido el ser, pero no buscan ofrecer respuestas acabadas y definitivas, sino que acogen la pregunta en lo que esta tiene de constitutivo del ser humano. Tal actitud frente a lo Otro destaca y, a la vez, liga estos proyectos líricos.

3. Mujica, Lojo, Solinas

En su primer libro publicado, Brasa blanca, de 1983, Mujica escribe:

44.

como

un ciego llamando luz

al trueno

mi decir

lo que el silencio nombra

(2017, p. 34).

Esta breve pieza temprana bien puede servir como pórtico a la poética mujicana6, de evidente inspiración heideggeriana y que resulta inescindible de la relectura que hace el autor del pensador alemán. Aquí, el silencio constituye la piedra angular, pero, según se advierte, no concebido como mera ausencia de palabra, sino como su misma posibilidad: el silencio es un lenguaje que se expresa en todas las cosas en la medida en que el ser humano se acerca a ellas y las deja hablar en cuanto son, sin imponerles la violencia catalogadora de la palabra instrumental, de la razón. Así como el ciego desconoce que el trueno, el sonido demorado del rayo, no es la luz misma, el humano cree que la palabra revela las cosas en su esencia cuando, en realidad, únicamente las opaca y oculta. Solo la palabra poética ‒palabra diciente en términos gadamerianos (1993, pp. 20-22)‒, que es apertura y resguardo, respeta la cosidad de las cosas e intenta escuchar su silencio, hacerse ella misma escucha. Toda la trayectoria lírica de Mujica ‒de notable cohesión y constancia‒ puede pensarse como una búsqueda del silencio en tanto decir no domesticado y todavía vital en el que las cosas ‒y el ser en ellas‒ hablan; como un ejercicio continuo y renovado de apertura para que se manifieste ese misterio ‒para que acontezca lo que nos parece, por nuestra propia ceguera, cerrado‒ y el ser humano pueda habitar el mundo. A esta revelación aluden las recurrentes imágenes del relámpago y de la grieta ‒o la herida‒, cisuras que los mismos poemas remedan formalmente en su particular disposición espacial: como la palabra que busca vaciarse para ser cobijo, el poema también parece tender al blanco de la hoja, en la que suele aparecer como una breve incisión. A propósito, la única pieza de Mujica titulada “Poética” hasta ahora, incluida en Casi en silencio, de 2004, reza:

Poética

Un relámpago

en la noche que dilata

alumbra su mismo apagarse

(2017, p. 221).

Recostados sobre el borde inferior de la página, estos tres versos, en su notable brevedad similar a la de un haiku, ilustran, a la vez, al rayo insonoro en su forma escalonada, y la idea de la poesía como resplandor fulmíneo y efímero, como un abrirse desnudo para la manifestación fugaz de eso otro que nos hace más propios, de ese mostrarse-ocultarse del ser. Porque la palabra cotidiana, gastada e infértil no dice, sino que esconde bajo el peso del uso al que fue sometida por la razón moderna y su metafísica. Al respecto, el comienzo de “Palabras”, de Paraíso vacío, aparecido en 1992, refiere:

Palabras

(Todo ocurrió en palabras que no dicen lo que dicen ni el silencio que las dice, en palabras muertas, en las que la muerte va diciéndose mientras nos decimos, mientras nos habla para llegarnos a callar)

(2017, p. 147).

Contra este hablar que se arroga el saber y no es más que desposesión y ruido, petrificación de lo vivificante de la palabra, como queda dicho, la poesía debe aspirar al silencio, aunque en última instancia nunca llegue a aprehender eso Otro que en él acontece. En Y siempre después el viento, de 2011, se incluye, a propósito, la siguiente confesión lírica:

(Confesión

El poema, el que anhelo,

al que aspiro,

es el que pueda leerse en voz alta sin que nada se oiga.

Es ese imposible el que comienzo cada vez,

es desde esa quimera

que escribo y borro)

(2017, p. 227).

Como se advierte, en la poética mujicana, el poema ideal será aquel que llegue a acuñar una palabra significativa, entendida esta no como la que mejor expresa una realidad ajena y a la que busca conquistar, sino como la que funda sentido, la que crea, la que dilata la apertura, la que ‒remedando el milagro de la gratuidad en la que somos‒ hace brotar en el vacío lo que no era y ahora es, tal como se afirma en la siguiente composición de Cuando todo calla, publicado en 2013:

VI

Hay una hendidura

en la palabra

hendidura,

un desgarro donde

cada palabra calla,

donde todo callar crea;

es lo que en el decir es aliento

no sonido,

es donde en cada palabra

nos escuchamos revelados

(2017, p. 249).

Ese desgarro de la palabra que es el silencio creador se manifiesta en el contacto con las cosas en tanto el callar se haga escucha de lo que las cosas tienen para decir de sí, en tanto el poeta se haga hueco para abrirse al ser y, de ese modo, en ese contacto, se acerque a sí mismo como mortal, según se lee en “Tierra desnuda”, de Noche abierta, libro de 1999:

Tierra desnuda

hay días en que nombrar no basta

descalzo, salí a sentir la tierra

las hojas

la madrugada fría.

bajo un árbol inclinado bajo el paso

de tantos vientos

(hueco y reseco

de retorcerse en sus ramas)

me supe vivo:

temblé la escarcha, el misterio, el vacío

y no pude sino caer, abrazar

el tronco

y llorar tanta belleza

mezclando mi sal

con la tierra desnuda.

al caer la tarde,

la postrera, callaremos las palabras

con las que enhebramos

los pedazos de vida;

cuando llegue la noche

y se nos devuelva el silencio

oiremos al fin el latido

(2017, pp. 191-192).

Noche y desnudez reenvían a la idea de silencio y, con ella, a la de una verdad: la del latido, eso vital que vibra detrás de las palabras que no dejan escucharlo. Hay, con todo, un resto que no responde a la escucha y que permanece siempre como pura ausencia y, por tanto, como pregunta constante: Dios. Su carácter de misterio insondable hace de él, paradójicamente, una apertura: no es nunca un algo que está por conocerse, una meta, sino que constituye, en la poética mujicana, el verbo en infinitivo, el camino, la posibilidad, el ir a Dios sin Dios eckhartiano. Pero en el mundo moderno, olvidado de la diferencia ontológica, el humano ha perseguido la falsa seguridad del poseer, y Dios ha sido desterrado y encerrado en un nombre que nada dice de él. Aunque constante a todo lo largo de la trayectoria lírica de Mujica, este hecho adquiere particular resonancia en Escrito en un reflejo, de 1987, y en Paraíso vacío, en los que el hablante lírico se muestra afligido por el temor de los humanos frente a lo recóndito y por su obsesión nominalista. Cabe citar, del primer poemario referido, “20”:

20

mujeres arrodilladas tejen

con sus miedos

un manto para el dios desnudo.

a palabras levanto el muro

contra el que se vuelva eco

tanto callarse tuyo

(2017, p. 121).

La desnudez es el camino para disponerse a escuchar el eco del callar de Dios, pero el pensamiento metafísico no tolera ese estado de despojo. Es tarea de la poesía ‒del poeta‒ ir hacia el silencio que dice algo más. Toda la lírica mujicana se encamina a eso: silencio y apertura, advenimiento del ser en la palabra y, en última instancia, invitación a la espera. Esas tejedoras, de hecho, podrían pensarse, siguiendo a Durand (1981), como religación y nuevo comenzar, ya que “el tejido es lo que se opone a la discontinuidad, tanto al desgarramiento como a la ruptura [y subraya el] vínculo como lo que «reúne» dos partes separadas, lo que «repara» un hiato”, a la vez que marca el tiempo cíclico y circular (pp. 307-308). El ser humano, pese a olvidar la diferencia ontológica, no ha perdido completamente su humanidad, es decir, su relación con el ser, y, como el acto de tejer, los modos históricos de comprenderla, si bien distintos, se suceden periódicamente.

Si la trayectoria lírica mujicana parece transitar, con matices, los mismos cauces desde el comienzo hasta hoy, las poéticas de Lojo y Solinas trazan meandros más pronunciados sin perder la continuidad de la búsqueda. En particular, la obra breve lojiana ‒o microficcional, según la denominación más reciente y que la misma autora ha acogido con agrado‒7 describe una acentuada transformación entre los primeros dos libros, Visiones (1984) y Forma oculta del mundo (1991), más herméticos y líricos, y los dos más recientes, Esperan la mañana verde (1998) e Historias del Cielo (2011), más expansivos y narrativos. En todos, sin embargo, vibra el hambre por un Dios, lejano e indiferente, que el hablante lírico no puede saciar. En las dos antologías iniciales, este yo asume la figura del médium, es decir, de nexo con lo desconocido. La palabra poética adopta, así, la forma de una visión que fluctúa entre la revelación momentánea y la impotencia ante la inefabilidad de eso Otro que se atisba en esa suerte de kairós (cfr. Cárcano, 2019b).

En esta línea, cada uno de los seis apartados en los que se divide Visiones puede leerse como un trance de ese poeta-médium ‒que se desdobla en un yo y un , por momentos, masculino y, por momentos, femenino‒ o como un ensimismamiento, puesto que no hay alusiones referenciales que señalen al lector las coordenadas espacio-temporales precisas, más allá de la propia actividad poético-visionaria, pura interioridad que se vertebra sobre una prosa particularmente lírica cargada de imágenes metafóricas. Las notas de mayor aflicción producto de la impenetrabilidad de lo Otro aparecen en el último conjunto, cuyo título es “El Dios que huye”. Allí, el hablante se muestra impotente por decir la divinidad, como se advierte en el último texto:

III Dios -dices-, Dios (por decir algo, por decir nada): una palabra como una rosa importuna en la desgarradura más antigua del otoño, una palabra como un pozo insensato, una palabra que se destroza como la flor de una granada contra el sueño delicado, contra el sueño silencioso e inútil de tu garganta (2011, p. 245).

La palabra como absurdo y, al mismo tiempo, como necesidad: “decir a pesar de”, según se advierte a lo largo de todo el libro, es el destino del poeta-médium, que responde a la naturaleza misma de las visiones, entre el descubrimiento y la desazón. Forma oculta del mundo constituye, en este sentido, una continuación de la primera colección, no solo porque la enunciación vuelve a estar a cargo de esa suerte de vate, sino también porque el itinerario que describe es notablemente similar, como si se tratara de otro ejercicio frustrado de aprehender en la palabra ese más allá que toma la forma de un Dios distante y esquivo. Aunque más extenso que el anterior y con algunas notas más auspiciosas, este segundo poemario vuelve sobre la impotencia ante la futilidad del hablar:

Y es solamente un hueso, un hueco… Es que hay una visión y no la puedes decir, acaso porque no existen palabras para ti. La vida ríe de las palabras y juega, escéptica, con esos dados que siempre han de perder. (…). Hablas. Una por una tienes palabras que no dicen nada. (…). Las menciones que arrojas al mundo te son devueltas; no pertenecen a él. Él es siempre el tercero: de quien se habla. Ese “de” que te envía su reflejo en esquirlas. No hay un tema fijado, hay un constante rodear lo que se escapa (2011, pp. 167-168).

El poder visionario es, simultáneamente, don y maldición para el médium, que no ha pedido ver. Pero una vez que ha visto quiere hablar, y no hay palabras acordes a su visión: todavía en esta etapa de la poesía lojiana, la contemplación se parece más a un padecer inefable. Esta pieza vuelve sobre esa insuperable disimilitud entre la posibilidad de ver y la de decir, fisura sobre la que se construye la figura de ese “rodeador” de lo que se escapa que es el poeta-médium, en continuo estado de desengaño, rasgo que se subraya en el apartado final, que lleva el nombre de “Duelos”: “No hay palabra, no hay nombre”, dice, conocedor de su destino de intemperie. Como Edipo, aquel que por saber quedó ciego y desterrado, y cuyo nombre sirve de título para la última composición: “Avanzas solo, único y uncido a ese yugo invisible (…), el más terrible de los seres creados, temblor de un remordimiento en el recuerdo de Dios, desdichado insaciable, hombre” (2011, p. 75). La del poeta-médium es una tarea imposible: es un ir detrás de un Otro que es pura fuga, y con su voz, “conjuro inútil”, solo acentúa la distancia.

En los libros siguientes, Dios continúa apareciendo como lo insondable, pero el tono sentencioso y oracular se trueca en uno más expansivo y, por momentos, abierto a la ironía, en línea con una prosa más narrativa y referencial. Es el caso de “Golpeando a las puertas del cielo”, de Esperan la mañana verde, que debe su título a la canción de Bob Dylan que lleva como epígrafe:

Golpeando a las puertas del Cielo

Knock, knock, knocking at Heaven’s door…

Bob Dylan

Golpeando a las puertas del Cielo para pedir prestada una taza de azúcar, medio limón, un vino, dos cucharas de aceite necesarias.

Golpeando a las puertas del Cielo, vecina de intemperie, elevando bandejitas de súplica con una lista de pequeños dones de una Mano que se niega a conceder.

Y la voz educada contesta: -El Señor no está, el Señor ha salido, yo no puedo darle nada en Su Nombre, vuelva mañana por la mañana, a esa hora encontrará al Señor, muy temprano, antes del alba. (…). Nunca ha llegado tan temprano para encontrar al Señor, nunca llegará (…). Pero ella volverá a golpear a las Puertas del Cielo pidiendo una taza de azúcar para engañar la boca de la muerte, y un vino oscuro para encerrar al tiempo y una sal de memoria para grabar el aire de los días que fueron (2011, pp. 103-104).

La indiferencia divina, que en las antologías previas representaba un motivo de angustia y desesperanza para el hablante, se vive ahora con obstinada rebeldía, aunque acercarse a esa ausencia a través de la palabra poética, intentar atisbarla, comporte un riesgo. Se trata, en definitiva, de ese “curioso destino” del que habla el poema homónimo: “Estás, en mitad de la vida, practicando espejismos solitarios con los reflejos de la luz, para ver si la cara del Dios en quien no crees aparece algún día entre el ramaje del bosque” (2011, p. 124). Con todo, no es casual que este cambio de actitud del hablante respecto de esa lejanía coincida con la incorporación ‒ya insinuada en alguna pieza de los poemarios iniciales‒ de imaginarios no cristianos, como el celta galaico o el mapuche. Precisamente, la “gente de la tierra” es la que “espera la mañana verde” en el poema que da nombre al libro. Frente al “aleluya de las voces que cantan a un Dios altivo y extranjero” (2011, p. 135) impuesto por los conquistadores, la machi conserva aún los secretos de la lengua de la naturaleza: “Canta las palabras que nadie sabe, hace sonar el tambor como un antiguo pecho de latido para que la Luna los mire con indulgencia” (2011, p. 136). En Historias del Cielo se consolida este movimiento de apertura hacia otros universos: contra la concepción consoladora del Paraíso cristiano, este espacio, ámbito divino, se presenta, desde múltiples voces y tradiciones, a lo largo de unos cuarenta textos breves que se detienen en alguno de sus costados. Así, por ejemplo, son convocados a dar su testimonio los “Maestros”: Mira Más Lejos, chamán ranquel, Santa Teresa de Jesús, Lázaro, que volvió de entre los muertos, el rey Ubú de la pieza de Jarry y el poeta sufí. Con esta expansión referencial, la poética lojiana abandona definitivamente el tono grave y angustioso de sus comienzos, y se abre a lo prodigioso con asombro. Contrasta entonces ese Dios que es un carro viejo que “cruje, y golpea, y se partirá por el eje” y que amenaza con dejarlo a uno “en mitad de la pampa, sin rumbo”, con una visión más vital y esperanzada, como la que se lee en el último texto, “El olor del Cielo”:

El olor del Cielo

Un día por año, durante una hora, es posible abrir la puerta del Cielo. El único requisito es estar atento para percibir el resplandor muy leve que dibuja en la pared de enfrente los contornos delicados y precisos de una puerta.

(…). Se sabe que uno ha entrado sólo por el olor del Cielo, que es peculiar e inolvidable y no se parece a ninguno de los olores de la Tierra (…).

No es posible recordar nada más porque el olor del Cielo marea y desmaya, confunde y oblitera todos los otros sentidos. Nadie puede relatar, por tanto, su visita al Cielo porque su único recuerdo es un olor, y éste es indescriptible e imperceptible para todos los demás seres humanos. Pero sí puede presentar la prueba, porque detrás del visitante se alinean los gatos y olfatean con adoración al que regresa (2011, p. 70).

Aunque no se pueda dar fe de la travesía ultraterrena, a diferencia de lo que sucedía en Visiones o Forma oculta del mundo, aquí el Cielo se abre para el peregrino que esté dispuesto y atento. Como la visión antes, el viaje sigue siendo inenarrable, pero en lugar de la desesperanza y el sufrimiento ante la propia impotencia, queda ahora un suave aroma que convoca a los felinos. Merleau Ponty, en su Fenomenología de la percepción, sostiene que esta no es la mera suma de datos sensoriales inconexos, sino un modo de captar un fenómeno que es anterior al análisis en sentidos individuales y que, por tanto, le da cierta unidada la cosa percibida (1994, pp. 332-333). Sin embargo, aquí solo hay un olor que no es suficiente para reconstruir o evocar el Cielo, ya que, contra toda lógica sensorial, es imperceptible para cualquier otro humano e, irónicamente, solo es advertido por los gatos. Ellos sirven de garantía de la realización del viaje, aunque esto no haga más que incitar la curiosidad que produce el tener la seguridad de haber visitado un lugar del que nada se recuerda. Con todo, siguiendo a Bachelard, podría decirse que la imagen literaria creada por Lojo es aérea por la doble vía del Cielo y del olor (1994, pp. 169-176), y como tal, elevada y ascensional, dinamiza la imaginación humana (1994, pp. 18-22).8 Desde esta óptica, no contaría tanto la imposibilidad de dar testimonio fehaciente del viaje celestial, sino aquello que la imagen del poema lojiano ‒y en buena parte el libro en el que este aparece‒ consigue. Como se ve, si al comienzo de la trayectoria de Lojo la palabra poética aparecía como testimonio de la frustración y el desamparo, en Historias del Cielo se trueca, desde diferentes registros culturales, en algo más parecido a un impreciso lenguaje de la memoria de un más allá del tiempo y el espacio.

La obra lírica de Solinas se inaugura, en Signos oscuros ‒libro que recoge la producción desde 1987 hasta 1993‒, con agudas reflexiones sobre el quehacer poético. Se trata de una indagación acerca de la palabra frente al misterio: “Decir Paraíso pero no decirlo / porque ni bien lo diga / el Paraíso se transforma en hielo” (1995, p. 43). Hay una fe en el decir, pero también la certeza de que ella no basta para aprehender eso que se busca más allá. En contacto con la lengua, lo sagrado se petrifica y se opaca; nunca llega a decirse en la palabra, “verbo que juega a la vida y la muerte” ‒según la define el poema homónimo‒, tensión entre la esencia anhelada y la impureza humana. Cuanto más cerca de lo real está el poeta, más también de lo incomprensible, de la irrupción de lo sagrado, de la apertura del misterio, de la “verdad”. Sin embargo, como se lee en “Este escriba”, aunque artesano de la palabra y conocedor de sus formas, no puede más que rodear lo que siempre se escapa:

Este escriba

Quiere decir la verdad y el amor pero no sabe,

intenta un lenguaje para extraer vocablos,

un balbuceo real

pero no es eso

roza las puntas primitivas de las palabras,

se acerca,

se está acercando,

pero cuando parece llegar

en realidad se aleja

y nunca aprenderá la realidad del canto.

y comienza a decir:

“La verdad es un pañuelo en llamas

en la noche de colmillos sedientos”9.

Pero la verdad no es eso y mientras dice, calla.

porque es lo mismo decir lo que no existe

y no decir las únicas palabras.

acercarse a decir

pero no llegar nunca

porque la vida es eso

y además otra cosa.

Girar en círculos de fiebre

al mismo tiempo que se busca

(Solinas, 2011, pp. 36-37).

A primera vista, se podría pensar que, como en algunos escritos del maestro Eckhart y de las místicas beguinas del siglo XIII, aquí el hablante está sumido en una unitas indistinctionis con Dios, es decir, en unión radical y trascendente; sumido completamente, o mejor integrado, en Él.10 No obstante, más que un alma solazada en el amor y el conocimiento divinos, se halla en esta composición una búsqueda febril, es decir, un tránsito en pos de una falta: la palabra que diga la verdad y el amor. Labor imposible y peligrosa la del poeta, que acomete con pobres armas la batalla contra lo inefable, esa pugna por “decir el silencio, / lenguaje real en donde la palabra es gruñido” (“VI”, 2011, p. 46), ese algo más que escapa al poder catalogador de la razón. El gruñido se titula, precisamente, el siguiente libro de Solinas, el cual constituye, de algún modo, una continuación del anterior, aunque en clave más doliente: lo real se presenta acechante, amenazador en su completa alteridad, en su irreductibilidad, casi como ese mysterium tremendum al que se refiere Rudolf Otto (2005) en su clásico libro Lo santo.11 El hablante lírico se siente, ya desde el primer poema, cercado, y experimenta el mundo como sufrimiento y frustración:

alguien que dice

una palabra:

ángel partido en dos que aumenta la distancia entre el significado y el objeto. No hay unión hay un mostrar el Caos como forma del Orden […].

Una palabra,

alguien que dice:

aquí empieza el camino donde caminarás el lenguaje de la furia,

donde tu sed querrá beber la rosa más alejada

donde tu cuerpo conocerá otros cuerpos y no conocerá,

donde todo lo imposible es

la realidad del mundo12

(“I”, 2011, p. 10).

Este tono se sostendrá a lo largo de todo el conjunto hasta que, en la última composición, aparezca el llamamiento a la esperanza, única forma de sobrevivir a la injusticia divina traducida en indiferencia. Pero esas “palabras como espadas” que quieren rozar el silencio solo constatan la derrota y el fracaso, tal como se afirma en “Un cuerpo místico” (2011, p. 64), de El lugar del principio (1998). Con Jardín en movimiento (2003), más poblado de elementos auto-referenciales que los anteriores, este filo sobre el que se afirma y abisma el decir toma principalmente las formas de la noche y de la muerte. Entonces la poesía es un modo de orar, una plegaria secular para conjurar el miedo a la oscuridad del pasado y protegerse de la incomprensible soledad que se abre con la pérdida de los cimientos sobre los que estriba la seguridad, con el extrañamiento del yo y aun de su entorno más cercano. Esta idea de la poesía como búsqueda laberíntica y por momentos tormentosa está presente desde el comienzo en la obra solinasiana, incluso algunas composiciones remedan formalmente esa desorientación del hablante, que se desdobla en otras voces, tipografías y alineaciones, todo lo que hace que la letra cobre, en ocasiones, un movimiento vertiginoso, nervioso, como si el temor y la vacilación que expresa la forzaran a buscar un escape. Precisamente, este rasgo dinámico está expresado en la imagen que da nombre al libro: la poesía como jardín en movimiento.

Desde Noche de San Juan (2008), el tono agónico parece sosegarse. A los elementos autorreferenciales ya presentes en las antologías previas, se agrega ahora la profusión de alusiones literarias, principalmente de la tradición cristiana. De este modo, en dicho libro, por ejemplo, lo concreto y familiar del hablante lírico se proyecta hasta universalizarse y aproximarse, sobre el final, a lo sagrado en una mosca que merodea por el cuerpo inerme de la madre que yace sin vida: “Ahora sé que este es el rostro de Dios: / una mujer que se va y la mosca que sonríe, / compartiendo la misma despedida” (2011, p. 46), reza “El rostro de Dios”, la pieza que cierra el conjunto, en clave casi deísta, ya que reconoce la divinidad ‒más aún, su fisonomía‒ en un hecho mínimo de la naturaleza, pero no lo inscribe en el contexto de una tradición, como sí sucede en otros poemas. Precisamente, aunque presentes antes, las evocaciones místicas y bíblicas ‒personalísimas y lejos de cualquier dogmatismo‒ sirven de mojones, a partir de este libro, para apuntalar la búsqueda del hablante lírico, quien abandona paulatinamente el miedo ‒casi omnipresente en lo previo‒ para aferrarse con más seguridad a la palabra poética como acceso a lo divino. Corazón sagrado es el mejor ejemplo. A propósito, puede verse “Crucifixión”:

Crucifixión

Sobre el caballo de la muerte

andaré

con los ojos vendados

y la alegría

de quien cabalga

desde lo oscuro hacia la luz.

Dame tu mano esta noche,

no quiero partir.

Dame tu abrazo de silencio13.

Desde la luz hacia lo oscuro

cabalgaré,

con la alegría

y los ojos vendados

de quien ha de morir

para encontrar

la vida

(2014, p. 51).

Aludido o implicado en casi todos los poemas del libro, Jesucristo, su corazón sagrado, sintetiza la posibilidad de unión entre el ser humano y la divinidad. Así, con esa premisa, el hablante se entrega aquí ‒como Cristo en la cruz‒ sin reparos ni temores en pos de esa vida más verdadera. Una actitud similar de aceptación vertebra Barcas sobre la zarza ardiente, en el cual se tematiza la muerte del padre y se entabla un diálogo entre este y el yo: “Y siempre algo de mí / se irá contigo” (2016, p. 21), dice el hijo, y el otro le pide: “tan sólo quiero/ (…) // que me recuerdes / tan sólo / para no morir14 (2016, p. 27). Por fin, El libro de las plegarias, recientemente aparecido, imita estructuralmente la división de un libro de horas ‒maitines, laudes, vísperas y completas‒, en la plena asunción de que la poesía es oración y meditación que acerca al silencio, palabra que abre y que funda. Interesa detenerse en la última pieza, “La palabra inicial”, título idéntico al ensayo sobre Heidegger de Hugo Mujica (1995), a quien está dedicado el texto:

Como si la palabra fuera una lágrima

o un fragmento de Dios

que cae desde el fondo

de nuestros ojos

y se eleva

(2019, p. 65).

Resto divino que asciende desde lo más recóndito de la mirada del poeta, cabe interpretar aquí la palabra en línea con el pensamiento cabalístico, más precisamente zohárico, para el que esta ‒estrictamente, las letras hebreas‒ es un signo sagrado que Dios legó al hombre para conocerlo mejor y acercarse a Él.15 Por otra parte, esa lágrima o fragmento que cae pero se eleva podría pensarse, siguiendo a Bachelard, como una caída hacia arriba16, es decir, como una precipitación en la dicha (1994, pp. 134-136). Parece completarse así la parábola desde los comienzos de la trayectoria solinasiana, donde primaba la turbación y el desconcierto de un hablante que se percibía huérfano, hasta la confianza en el poder del verbo para acceder a la verdad.

4. A modo de conclusión

Las tres poéticas aquí descritas en sus rasgos más salientes se perfilan como expresiones que, lejos de refrendar la idea de la palabra poética como pura persecución estética, apuestan a ella como un modo de indagar en los aspectos más propios y, por tanto, misteriosos de la condición humana. La poesía es, así, desde la perspectiva desplegada en la escritura de Mujica, Lojo y Solinas, una forma alternativa de conocer, ajena y contraria a la lógica impuesta por la razón moderna, que relega a la palabra a su función instrumental y encubre, de este modo, su verdadero poder. Las modulaciones que cada obra adopta, sin embargo, como queda expuesto, son diversas: la lírica de Mujica se nuclea en torno del silencio, en tanto este constituye la escucha como posibilidad de apertura para el advenimiento del ser en la palabra y de la espera ante Dios como pura ausencia. Los textos de Lojo también hacen del poema su lugar de exploración, pero no se trata de un dejar-venir, sino de un percibir enigmáticamente un Origen, una memoria ancestral que late en el fondo de la existencia del ser humano. Si al comienzo tuvo el nombre terrible e insondable del cristiano Dios indolente, luego se abrirá a otras tradiciones y a otro registro menos agónico. Por último, la poesía de Solinas describe también un viraje: de unos inicios tumultuosos en los que el hablante se desgarra en la búsqueda de una verdad que se esconde detrás de una realidad terrible, a la adopción de un imaginario principalmente cristiano que, en comunión con notas autorreferenciales, hacen del acercamiento poético a lo desconocido una experiencia más gozosa.

En tanto lírica de indagación ontológica, las obras de Mujica, Lojo y Solinas se acercan a lo oculto de la existencia poéticamente y desde diversos costados, en un claro gesto ‒en alguna medida político‒ de impugnación, por un lado, de la idea de verdad como correspondencia palabra-objeto y, por el otro, de la razón como camino. De este modo, a la par que una refutación de las supuestas seguridades de la modernidad y de su contraparte, el dogmatismo religioso, estos itinerarios heterodoxos se erigen como originales muestras de una siempre renovada fe poética.

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2En cursivas en el original.

1El presente artículo constituye el resultado de mi investigación realizada en el marco del Programa de Posdoctorado en Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad de Buenos Aires, dentro del grupo de investigación UBACyT “Los territorios comparatistas: Literaturas nacionales/Regiones culturales/Literaturas extranjeras/Límites. La comparación como metodología y disciplina”, dirigido por la Dra. Susana Cella. Una versión preliminar del trabajo fue leída como conferencia bajo el título “La palabra poética frente al misterio: Hugo Mujica, María Rosa Lojo y Enrique Solinas” (VI Jornadas de Creación y Crítica Literarias, agosto de 2019).

3En “Cinco fragmentos para Antoni Tàpies”, Valente escribe que “mucha poesía ha sentido la tentación del silencio. Porque el poema tiende por naturaleza al silencio. O lo contiene como materia natural. Poética: arte de la composición del silencio” (1998, p. 35).

4Steiner afirma que “ni la paradoja del silencio como lógica final de la palabra poética ni la exaltación de la acción sobre el enunciado verbal, corriente muy vigorosa en el existencialismo romántico, explican la que es probablemente la más honesta tentación del silencio en la sensibilidad contemporánea. Hay un tercer motivo, más poderoso, que puede situarse hacia 1914” (2003, p. 67). Se refiere, claro, al comienzo de la Primera Guerra Mundial y el horror de la llamada“devaluación y deshumanización lingüística”, frente a la que el poeta puede, o bien “tratar de que su propio idioma exprese la crisis general (…), o elegir la retórica suicida del silencio” (2003, p. 68).

5En el apartado undécimo de “The Aesthetics of Silence”, Sontag sostiene que “Behind the appeals for silence lies the wish for a perceptual and cultural clean state. And, in its most hortatory and ambitious version, the advocacy of silence expresses a mythic project of total liberation. What’s envisaged is nothing less than the liberation of the artist from himself, of art from particular artwork, of art from history, of spirit from matter, of the mind from its perceptual and intellectual limitations” (2002, p. 24). Y agrega poco después: “As language points to its own transcendence in silence, silence points to its own transcendence —to a speech beyond silence” (2002, p. 25).

6La poesía reunida de Mujica apareció en España como el primer volumen de su obra completa: Del crear y lo creado: Poesía completa 1983-2011 (2013). En la Argentina, se había editado unos años antes su Poesía completa 1983-2004 (2005).

7Los tres primeros libros lojianos ‒publicados con el marbete de “poemas”‒, más un cuarto hasta entonces inédito (Historias del Cielo), fueron recogidos en el volumen Bosque de ojos, de 2011, bajo el rótulo “microficciones y otros textos breves”, según reza la tapa. Una breve muestra de la poesía de Lojo, que incluye algunos textos en verso no publicados en la antología referida, puede consultarse en el tomo I, parte vigésima, de la Poesía argentina contemporánea editada por el sello Vinciguerra y la Fundación Argentina para la Poesía, en 2013.

8Bachelard caracteriza “los cuatro elementos como hormonas de la imaginación. Ponen en acción grupos de imágenes. Ayudan a la asimilación íntima de lo real disperso en sus formas. A través de ellos se efectúan las grandes síntesis que dan caracteres un poco regulares a lo imaginario. En particular, el aire imaginario es la hormona que nos hace crecer psíquicamente” (1994, p. 20).

9En cursivas en el original.

10En su comentario al Libro de la Sabiduría, por ejemplo, Ekchart sostiene que “God is indistinct, and the soul loves to be indistinguished, that is, to be and to become one with God” (1986, p. 172).

11A propósito del tremendo misterio, dice el autor que este “puede ser sentido de varias maneras”; entre ellas, “en formas feroces y demoníacas. Puede hundir al alma en horrores y espantos casi brujescos” (2005, p. 22).

12En cursivas en el original.

13En cursivas en el original.

14En cursivas en el original.

15Reza, a propósito, el apartado “Sobre los diez sefirot” del Zohar: “Cuando Él hubo creado el aspecto del hombre supremo, fue por una carroza y en ella descendió para ser conocido por el apelativo Y H V H, para que fuera aprehendido por sus atributos y en cada uno en particular para que fuera percibido. Así pues, él fue quien provocó que se le nombrara Él, Elohim, Shaddai, Zevaot y Y H V H, de los que cada uno era símbolo entre los hombres de sus varios atributos divinos (…). Si el esplendor de la gloria del Ser Supremo, bendito sea, no hubiera sido derramado sobre su creación toda, ¿cómo habrían podido, incluso los sabios, aprehenderlo? Habría continuado siendo inconocible” (1984, p. 71).

16Se trata, para el pensador francés, de un “deseo intenso de ir al cielo en un movimiento que acelera [y] hay casos en que ese deseo de ser precipitado hacia arriba da imágenes en que el cielo aparece verdaderamente como un abismo invertido. (…) La caída en el cielo no tiene ambigüedad. Lo que se acelera entonces es la dicha” (1994, pp. 134-135).

Recibido: 29 de Agosto de 2019; Aprobado: 26 de Marzo de 2020

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