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Káñina

versión On-line ISSN 2215-2636versión impresa ISSN 0378-0473

Káñina vol.42 no.1 San Pedro de Montes de Oca ene./jun. 2018

http://dx.doi.org/10.15517/rk.v42i1.32935 

Artículos

Cortázar y la reelaboración de mitemas en “Cuello de Gatito Negro”

Cortázar and reworking mythemes in “Throat of a Black Kitten"

Diana Ramírez1 

1Universidad Nacional Autónoma de México. Egresada del Doctorado en Letras. México, Correo electrónico: diana.rampe@gmail.com

Resumen

Este trabajo es un acercamiento mitocrítico a un cuento de Julio Cortázar. En “Cuello de gatito negro” hay un cambio en los significados de los símbolos, ya que la feminidad otorga un matiz distinto y confiere un cambio crucial para los símbolos, pues no se trata de la figura del monstruo masculino de la Grecia mitológica, sino una figura que rememora ese instinto primario investido en este, cuyo poder estriba en su dualidad, en su carácter monstruoso.

Palabras clave: feminidad; laberinto; Minotauro; mito; Cortázar

Abstract

This work is a mitocritical approach to Julio Cortazar’s short story, "Throat of a Black Kitten". The purpose of this study is the female character because there is a contrast with other texts in the work of the Argentine author when he uses mythemes like Labyrinth and the Minotaur. "Throat of a Black Kitten" is a change in the meaning of symbols, since femininity gives a different nuance and confers a crucial change for symbols, as it is not the figure of the male monster of ancient Greece, but a figure that recalls the primal instinct invested in this, whose power lies in its duality, its monstrous character.

Key Words: femininity; labyrinth; Minotaur; myth; Cortázar

“Sólo hay un medio para matar a los monstruos; aceptarlos”.

Julio Cortázar

“Cuello de gatito negro”, escrito en 1971, pero publicado en 1974 en la colección de cuentos Final del juego, narra el encuentro casual de Dina y Lucho. Él es un experto seductor de mujeres en el metro, ella una mulata atractiva que coincide con él en uno de los vagones, de tal manera que las manos de ella comienzan un juego que él atribuye a un interés sugerente y Dina se disculpa invitándolo a un café en su casa, lugar donde reitera las justificaciones aduciendo que sus manos tienen vida propia. Lucho, creyendo esto como una forma ingeniosa de disimular, la seduce y, luego de tener sexo, se desencadena una escena en la cual ella le muestra que sus manos son independientes y homicidas.

La trama parece en un principio la representación de un encuentro sexual fortuito;1 las imágenes, la estructura y el giro de los acontecimientos desembocan en situaciones inesperadas, lo cual reitera el estilo de Cortázar, tal como señala Graciela De Sola: “Sus cuentos se inclinan a captar -sin violar abiertamente la constitución de la realidad- lo tremendo y lo maravilloso que ella en sí encierra. Sin recurrir a lo insólito, a lo teratológico, a lo ‘fuera de serie’, Cortázar se enfrenta a lo maravilloso-real, a la irreductible sustancia de que está hecha la vida cotidiana y corriente, a su trasfondo de misterio” (1968, p. 52). Es importante señalar que todo parece cotidiano y familiar, una representación rutinaria, como parte de la lógica interna del texto, narrado de tal forma que la familiaridad de los ambientes y situaciones confrontan la singularidad y la repetición:

Por lo demás no era la primera vez que le pasaba, pero de todos modos siempre había sido Lucho el que llevaba la iniciativa, apoyando la mano como al descuido para rozar la de una rubia o una pelirroja que le caía bien, aprovechando los vaivenes en los virajes del metro y entonces por ahí había respuesta, había gancho, un dedito se quedaba prendido un momento antes de la cara de fastidio o indignación, todo dependía de tantas cosas, a veces salía bien, corría, el resto entraba en el juego como iban entrando las estaciones en las ventanillas del vagón, pero esa tarde pasaba de otra manera. (2000, p. 106)2

Los factores cotidianos,3 así como la idea de que la batuta está en manos de un personaje acostumbrado y adaptado a ella, destacan desde el inicio. El espacio (París, y específicamente el metro) revela el primer perfil de un laberinto: la ciudad que, en su enormidad, alberga cualquier tipo de situación o personaje inesperado. También es importante destacar al metro como sitio de uso común,4 que permite ver tres tipos de dialécticas: dentro-fuera, público-privado, estática-movimiento.5 Además, este vehículo aparece como un laberinto en sí mismo: sitio de encuentros y lejanías, periferia e individualidades, pasillos, encrucijadas.

Cortázar retoma los medios de transporte modernos como parte de los escenarios de sus textos;6 el metro se convierte en una de sus atmósferas predilectas para un acontecimiento detonante, que produce un cambio o corte en el sistema de realidad de los personajes y del lector. A su manera, el espacio es un laberinto sin centro alguno, por lo que se establece una correspondencia entre la estructura del relato y los espacios del cuento, negado a centralizar sus contenidos.7

Mediante el espacio se reitera la idea de descenso, pues todo comienza en un mundo subterráneo, el cual simboliza la profundidad de la naturaleza de los personajes, quienes se mueven instintivamente. De esta forma, ellos y el espacio van construyendo la estructura del cuento con parámetros que crean un laberinto, ya que los instintos encubren una red de situaciones para evocar una serie de actos continuos, como lo es dar vueltas en el laberinto: pasar constantemente por el mismo punto y hallarse perdido.8

“Cuello de gatito negro” es un relato determinado por la naturaleza de los personajes. Jaime Alazraki al hablar de este tipo de relatos cortazarianos, señala: “En el ‘cuento de argumento’ lo central es una situación y los personajes contribuyen a precipitarla; en el ‘cuento de personaje’ el foco de la narración es un personaje o personajes, y el argumento y demás ingredientes del texto suministran las circunstancias que hacen posible su desarrollo” (1983, p. 131). En “Cuello de gatito negro” el foco de la narración son Dina y sus manos; a partir de ellas, la estructura del texto se construye en espacios y significados, todo se articula en torno al conflicto del personaje. Desde esta propuesta de lectura, Dina aparece como una variante del Minotauro; solo que a diferencia del monstruo cretense, la mixtura de su condición oscila entre ser una fémina “normal” y la siniestra realidad de sus manos en la oscuridad. Dina evoca la naturaleza heterogénea que se desea mantener oculta; es el monstruo contenido en un espacio determinado, cuya condición la aísla y la vuelve única. En este sentido, reiterando la constante y emblemática presencia de esta figura mitológica, es posible agregar:

This confrontation of the monster and the hero constitutes the primal scene in Cortázar’s mythology of writing: a hegemonic struggle for the center that resolves itself in a mutual cancellation and in the superimposition of beginnings and ends. The very image of a man unborn, the Minotaur is the possessor of the immediate but naïve knowledge of man before the Fall. His speech is in the incoherent, symbolic language of a savage god. (Alazraki, 1976, p. 66)

Gracias a ella, personaje clave para la estructura, se desarrolla un recurso aparecido en la narrativa de Cortázar: se amplía un aspecto de la realidad y se descontextualiza hiperbolizando sus rasgos, de modo que se evidencian características ocultas por la cotidianidad (en este caso, los movimientos involuntarios de las manos). En este sentido, es posible ver en Dina lo oscuro o nocturno de la feminidad, pues ella representa esta dualidad jugando con la idea de luz-oscuridad que sucede en la habitación, así como con su comportamiento tímido en lo público, seductor en la intimidad. Si bien Dina aparece descrita de modo que no encaja en los gustos comunes de Lucho, a través del espacio donde habita es posible adentrarse en el personaje:

La pieza era bastante grande y muy caliente, con una azalea y una lámpara de pie y discos de Nina Simone y una cama revuelta que la chica avergonzadamente y disculpándose rehizo a tirones. Lucho la ayudó a poner tazas y cucharas en la mesa cerca de la ventana, hicieron un nescafé fuerte y azucarado, ella se llamaba Dina y él Lucho. Contenta, como aliviada, Dina hablaba de la Martinica, de Nina Simone, por momentos daba una impresión de apenas núbil dentro de ese vestido liso color lacre, la minifalda le quedaba bien, trabajaba en una notaría. (p. 110)

La descripción del personaje,9 si nos aventuramos a determinar también por el espacio, viene a crear una relación más profunda con el mitema del laberinto, llevándolo más allá de un mero elemento contextualizador. En este lugar Dina se vuelve otra cosa,10 algo más que escapa a las tentativas de un personaje seductor o meramente esquizoide.11

Dina es la representación, por una parte, de lo femenino que devora, pero, por otra, es también una figura que posee el sello del Minotauro, presencia recurrente en la prosa de Cortázar, monstruo cuya presencia termina generando consecuencias trágicas: “A creature half bull and half man is the image of man driven by his lower instincts, imprisioned in the materiality of his senses, unable to exercise his spiritual and intellectual powers” (Alazraki, 1976, p. 65).

El carácter temático de “Cuello de gatito negro”, entonces, va mucho más allá de un encuentro sexual o de una historia donde lo casual termina consumiendo a los protagonistas. Desde la presente lectura, partiendo a su vez del texto y continuando con la línea de investigación que fundamenta la presencia del Minotauro en la obra del autor argentino, en este texto la presencia de lo mítico se abre paso a través de la construcción de las estructuras espaciales, del interior de los personajes y del contenido simbólico investido en la figura del Minotauro.

La escritura de Cortázar muestra cómo en la reelaboración literaria los personajes están condenados a la fragmentación por su falta de osadía para encarar la realidad que ellos mismos contienen. La idea del monstruo como un ser perteneciente a una realidad distinta pervive en algunos relatos de Cortázar (“Después del almuerzo” (1956), “Las armas secretas” (1959), “El otro cielo” (1966), “En nombre de Boby” (1977)), así como el mitema del laberinto (Rayuela (1963), 62/Modelo para armar (1968).12 Si bien el propósito de resemantizar el mitema del monstruo único encerrado en un laberinto es propio de Los reyes (1949), la situación de Dina es variable, puesto que el laberinto donde se mueve es París; su núcleo es la pieza pequeña donde reside y dentro de la cual sucede la mayor parte del texto (ella no es un monstruo, es alguien que vive con el hecho monstruoso de tener manos independientes de su voluntad, quienes parecen obligarla a pertenecer a una siniestra realidad).

La constante aparición del Minotauro y del laberinto posee implicaciones para reiterar los tópicos del encierro, del monstruo; estas revelan al hombre escindido y fragmentado, incapaz de crear, perdido en la realidad otra que él mismo contiene; porque el monstruo en la obra de Cortázar no representa lo horrible ni lo grotesco:13 por el contrario, más allá de la estética, de lo femenino y de lo masculino como elementos exclusivos de uno u otro sexo, el conflicto es la incapacidad para afrontar una determinada condición dual, así como la negación a la tentativa de romper los hábitos que estipulan la existencia. En el interior del mundo cotidiano de Cortázar, dentro del cual participan los detalles inesperados o cuyo papel es más crucial de lo aparente, García Canclini ha propuesto: “otra constante de Cortázar: la profanación de lo falsamente sacralizado o de aquello que con su fama oscurece las formas menores o nos ‘exime’ de profundizar en lo cotidiano; esa profanación busca exaltar el valor silenciado de lo menor, de lo marginal, tanto en el arte como en la vida” (1968, p. 89). Cortázar reelabora la figura del Minotauro, quien dentro de la obra del narrador argentino tiene un papel cuya función cambia la del mito original:

El Minotauro simboliza, además, lo monstruoso que se nos opone, la frontera del poder y el conocimiento del hombre. Matarlo equivale a conocerlo. Pero ese saber, irreverente con el secreto de laberinto, acaba empobreciéndonos. No podemos aprehenderlo todo, porque la realidad no es totalmente reductible al conocimiento ni comprensible por la razón. Cuando la violentamos para que quepa en categorías racionales, destruimos los monstruos, y sin ellos quedamos solos, tristes. (1968, p. 20-21)

La aniquilación del monstruo anula, destruye las posibilidades de cambio. “El hombre nuevo, el gran reconciliado”, esa figura que Cortázar perfila en su obra como una aspiración humanística, precisamente emprende y persigue la cohesión de sus fracciones internas; la creación del ser está basada en la conciliación de los opuestos. Cortázar afirma en Los reyes que “sólo hay un medio para matar a los monstruos; aceptarlos” (1970, p. 30). Cortázar parte de la literatura como creación, entendiendo dentro de ella la mixtura de la naturaleza humana, concebida igual que su narrativa, como una “mezcla de heterogeneidades” (Cortázar, 1994, p. 81) y en su visión poética del hombre se consolidan en la aceptación del monstruo como una parte crucial para asumir la estructura de lo poético en sí mismo:

La visión poética está íntimamente arraigada en su espíritu. Ella condiciona en forma constante un sentido rescatador de esencialidad, restablecedor de nexos, unificador de lo dispar. Tal ambición se expresa en formas analógicas como la metáfora (analogía verbal) o, más frecuentemente, a través de figuras que apuntan a un plano mítico (analogía formal), ambas igualmente referidas al plano ontológico. (De Sola, 1968, p. 149)

Entonces, mediante tal construcción, el texto muestra que: “Lo poético no alude al género literario sino al modo de experimentar la realidad y de recrear el lenguaje” (García Canclini, 1968, p. 19-20). No hay una sola versión ni una sola naturaleza en el planteamiento literario; este está interpretando al hombre de su tiempo y, simultáneamente, al hombre como ser humano en un eterno retorno a sus costumbres, hábitos y repeticiones. Como se ha visto, Cortázar perseguía un replanteamiento de las estructuras que construyen al hombre, que lo crean. Si le parecía necesario replantear y reelaborar la concepción de mito, esto sucede porque son situaciones inherentes a su obra, precisamente por la postura que el escritor mantiene, tal como señala García Canclini al relacionar lo poético como forma de mirar la realidad:

Es que lo poético no está dado en él por la forma exterior del lenguaje, sino por el carácter de la intuición y las imágenes que la revelan. Por lo mismo, no encontraremos una idea del hombre expresada poéticamente; ambos elementos viven enlazados en una síntesis inseparable. Más allá de caducas distinciones entre contenido y forma, su obra se erige como una experiencia poética de lo humano. (1968, p. 19)

El monstruo, entonces, es la alegoría de una serie de deseos representantes de lo negado e ineludible. La fuerza de las manos del personaje la mantiene encerrada en el laberinto, y ello revela a este mitema como lugar común a los seres humanos, como la alegoría de inquietudes y cruce de caminos por los que atraviesa el ser. Cortázar, mediante el diálogo de Ariadna en Los reyes, expresa esta condición: “Nadie sabe qué mundo multiforme o qué multiplicada muerte llenan el laberinto. Tú tienes el tuyo, poblado de desoladas agonías […] Mi laberinto es claro y desolado, con un sol frío y jardines centrales donde pájaros sin voz sobrevuelan” (Cortázar, 1970, p. 8).14

Dina también expresa su soledad, la incomprensión, el aislamiento, su falta de credibilidad y la cruda traición de su cuerpo a su mente. Todas las acciones ocurren en la oscuridad de la habitación, donde el sexo sucede porque ella no mira sus manos, todo deja de importar para abandonarse al placer, dentro del cual, curiosamente, coinciden ambos planos de la realidad cuerpo-mente. Pero el goce no dura mucho, pues ella no puede olvidar de forma permanente su condición:

En algún momento las preguntas volverían, las ahuyentadas que la oscuridad guardaba en los rincones o debajo de la cama, […] le dijo que vivía sola, que nadie le duraba, que era inútil, que había que encender una luz, que del trabajo a su casa, que nunca la habían querido, que había esa enfermedad, todo como si no importara en el fondo o fuese demasiado importante para que las palabras sirvieran de algo, o quizá como si todo aquello no fuera a durar más allá de la noche y pudiera prescindir de explicaciones, algo apenas empezado en una barra de metro, algo en que sobre todo había que encender una luz. (p. 113)

En esta descripción destacan los elementos para exaltar a los amantes como sujetos unidos momentáneamente dentro del laberinto. Dina y Lucho aparecen enlazados en el instante poscoital donde se pretende acceder a un conocimiento profundo del otro, como si el sexo motivara a profundizar más allá de la carne, inquiriera ahondar en los diálogos afirmándose en una permanencia breve, pero a la que no es posible aferrarse.15 Este tiempo se fractura con la imperiosa necesidad de Dina por la luz, para que termine su angustia y vuelva a la seguridad de vigilar sus manos que la inquietan, la acosan y, por supuesto, son la expresión de todo lo negado:

La búsqueda de la luz física es el intento por subsanar la carencia de una condición sin la cual no hay posible redención: el control sobre el cuerpo. […] El cuerpo es por tanto seudo-componente del ser o, más propiamente, su estación de paso, ya que, a diferencia del alma, está sujeto a los poderes corrosivos del tiempo y condenado a su más temible consecuencia, la muerte. (Chico Quintana, 2008, p. 63-64)

La perspectiva anterior propone una escisión espiritual, demarcada por los factores duales luz-oscuridad. Su instinto se superpone a su razón y ella desearía ocultar el instinto. Esto propicia que Dina conciba su conducta como un tipo de monstruosidad que ella no comprende, creada por la separación entre el cuerpo y la idea que el personaje posee de cómo ser socialmente aceptable. Las manos de Dina son el emblema de la ruptura con lo corporal, muestran cómo algo tan usual y cotidiano no corresponde a la realidad deseada. Cortázar revela que la realidad corpórea también puede ser habitante de otra realidad, solo que en este caso el doble no es otro personaje, sino que está contenido dentro de ella.16

La respuesta ante la invasión es la huida o la persecución.1717 Una vez más aparece el ciclo de retornar al mismo punto; tal situación expresa una constante, otra forma de observar los vínculos emocionales en el mundo literario de Cortázar. Las reproducciones de conducta, de hechos, presentados desde el inicio del relato como una eterna recreación revelan una estructura cíclica, la cual exterioriza ligeras variables: “Por lo demás no era la primera vez que le pasaba, pero de todos modos siempre había sido Lucho el que llevaba la iniciativa” (Cortázar, 1994, p. 106), y son precisamente los hechos diversos los que desencadenan la diferencia, la ruptura del ciclo, lo cual se vuelve revelador al momento de concebir que ya no es un doble, sino una repetición que, si bien duplica las conductas, también es un elemento externo que provoca un cambio; en este caso, las manos de Dina, a quien se ha observado como: “Dina es una representación del maniqueo espíritu occidental, […] mientras que a la sombra se entrega al éxtasis de una filosofía corporal, sólo para que a la luz del día le encaje bien en la espalda la autoflagelación, sintiéndose lo suficientemente sucia” (Chico Quintana, 2008, p. 73).

El final del cuento presenta el aspecto solitario, brutal, y anuncia que no es un término, solo la desaparición de ciertas circunstancias y, por ende, el reinicio del ciclo: “que echen la puerta abajo, que te limpien la cara, que te cuiden y te protejan porque yo ya no estaré ahí, nos separarán enseguida, verás, nos bajarán separados y nos llevarán lejos uno de otro, qué mano buscarás, Dina, qué cara arañarás” (2000, p. 116). Si el texto presenta el mitema del Minotauro reinsertado en el ambiente contemporáneo, otra de las distancias con el mito original es que el monstruo no es asesinado: no hay heroísmo, sino un desencuentro en el que el significado original, donde esta figura mixta acecha en la oscuridad, persiste. Este ambiente de soledad continúa, no importan género ni contexto, el aislamiento y el dolor asoman en la personalidad de Dina. Lucho resulta incapacitado para redimir al monstruo: no hay héroes ni villanos, solo instintos y soledad.

La tendencia del mitema motiva a pensar en el hombre recontextualizado mediante la literatura, quien no cambia ni instinto ni represiones sociales. En el mundo cotidiano existe una separación de lo que se muestra en las zonas iluminadas y públicas, pero precisamente ese mundo cotidiano, con sus iluminaciones, es lo que conduce al laberinto, cuya entrada es inesperada y, por ende, no hay un centro:18 no existe un punto específico, sino que lo oscuro acecha en lo cotidiano; muestra así que es parte del ser, no es algo señalado o evidenciado, sino manifiesto al abrirse paso en sitios inesperados porque la claridad es engañosa.19 En este sentido, los personajes requieren un doble como justificante: “que busquen al doble que sea capaz de superar los obstáculos inmensos en encontrar al otro, porque no hay otro remedio para aguantar la realidad que sustituirla con una llamada irrealidad que es la futura realidad” (Scholz, 2009, p. 454). Las dos realidades se rigen por los instintos, pues si bien los dos personajes conocen su condición, la transgresión a sus hábitos se da con el encuentro entre ambos:

La dimensión arquetípica del laberinto dentro del contexto del presente trabajo entronca con algo más amplio. Del mismo modo que el laberinto de Los reyes aprisiona a sus protagonistas en disyunción trágica (”la doble hacha”), considero que encierra a los personajes de “Cuello de gatito negro” de un modo que compromete su condición de modelos humanos y no su adscripción socio-histórica. Como expresión sí de una herencia cultural más amplia, la ontología occidental. (Chico Quintana, 2008, p. 62)

Entonces, acorde con el argumento anterior, Cortázar se vale de los personajes para estructurar una nueva dimensión: juega con sus papeles, con el inicio de la historia narrada y, reelabora las constantes míticas de tal forma que la realidad presentada para el lector ha cambiado y, además, no se mantiene estática, el juego con los giros y lo inesperado acomete a cada momento. El papel de lo lúdico es fundamental: “Al juego le atribuye Cortázar muchas funciones, pero la más importante es la de ir más allá de lo cotidiano, descubrir ‘todo lo que está al otro lado de la Gran Costumbre’, abrir una puerta hacia lo desconocido. Ese otro lado puede significar una gran cantidad de cosas, de trascendencias, logros existenciales, amor, etc.” (Scholz, 2009, p. 454).

La cacería sexual se convierte en sobrevivencia. Efectivamente, en este cuento el autor obliga al lector a ir más allá de lo cotidiano, a adentrarse en la profundidad de emociones y contradicciones que no se desean en una situación de placer casual, pero dentro de la cual el gozo se ha saboteado y en su lugar sencillamente se encuentran de cara con el lado vedado de su naturaleza. En este sentido es posible coincidir en la siguiente afirmación de la crítica: “Cortázar no garantiza éxitos; lo que exige es que todos traten de liberarse del sentimiento de descolocación (‘de no estar del todo en cualquiera de las estructuras, de las telas que arma la vida y en las que somos a la vez araña y mosca’), y que a través del juego se esfuercen por alcanzar el encuentro anhelado” (Scholz, 2009, p. 457).

Entre Dina y Lucho los papeles al final del juego se han invertido por completo: el cazador ha caído en la trampa y su vulnerabilidad se expresa en la desnudez de su cuerpo; Dina arremete contra ella misma para saciar los impulsos de sus manos; el acto de encontrarse sexualmente, que debiera ser privado, termina siendo una exhibición para los vecinos, dotando de vulgaridad la escena, restándole cualquier indicio de encuentro sublime20:

Empezó a golpear la puerta mientras escuchaba las voces en el departamento de enfrente, la carrera de la vieja que bajaba llamando a madame Roger, el inmueble que se despertaba en los pisos de abajo, preguntas y rumores, un momento de espera, desnudo y lleno de sangre, un loco furioso, madame Roger, abríme Dina, abríme, no importa que siempre haya sido así pero abríme, éramos otra cosa, Dina, hubiéramos podido encontrar juntos, por qué estás ahí en el suelo, qué te hice yo, por qué te golpeaste contra la puerta, madame Roger, si me abrieras encontraríamos la salida, ya viste antes, ya viste cómo todo iba tan bien, simplemente encender la luz y seguir buscando los dos. (p. 116)

El encuentro deseado, que en este caso es la aceptación, o por lo menos el hecho de que lo monstruoso en Dina por un momento se detenga, no sucede. Los deseos de ambos se ven defraudados, porque si bien Lucho obtiene el placer sexual, aún desea continuar la relación, pero ello no es posible, tal como lo demuestra la lejanía de una puerta cerrada en su rostro, ante su desnudez. El anhelo de amor manifestado por él expresa un ejemplo de lo que expone De Sola: “A la manera neoplatónica, Cortázar parece concebir al amor como un puente o camino hacia la realidad última, hacia lo uno. Sin embargo, asoma una actitud desesperanzada, una constatación de la soledad en el amor” (1968, p. 123).

La búsqueda no da resultados y tampoco tiene un final feliz. Sin embargo, la narración también genera un efecto estético en este conjunto de contrastes, pues Cortázar muestra que, aún en la destrucción, la imagen poética se sostiene: “Así descubrimos que la belleza puede manar de los contrastes, que la reunión de los extremos instaura nuevas armonías. […] El lenguaje de Cortázar intenta la belleza alejándose de lo que convencionalmente se considera bello” (García Canclini, 1968, p. 88). Entonces, la presencia de lo mítico, tal como sostiene De Sola:

Es explicable, por tanto, la soltura con que Cortázar accede al territorio de los mitos clásicos. Vuelve a vivirlos, ajeno a toda incorporación “libresca”, desde su raíz. Su mirada de contemplador abarca la totalidad de lo real, supera la circunstancia fenoménica de tiempo y espacio y aprehende gestos y rostros arquetípicos. […] lo mítico no aparece ya con la misma evidencia formal, pero sí incorporado a la sustancia profunda de toda la labor de Cortázar. (1968, p. 150)

En el proceso de la literatura, el mito transita mediante una acepción que parece fantástica para el lector en una primera aproximación, pero resulta cotidiana para los personajes, es decir, posee un sentido, de tal manera que el extrañamiento por tal situación se convierte en la lógica dentro de la cual se estructura el universo narrativo. El lector ya no lo cuestiona o mide con la lógica de su mundo, porque la literatura lo ha convertido en un elemento concreto que cohesiona los dos mundos. Como si a través de ella pudiera al menos crearse una estructura que concediera sentido a emociones y conflictos humanos que atañen tanto al creador, al lector y a los personajes.

Referencias

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Recibido: 04 de Abril de 2016; Aprobado: 10 de Noviembre de 2016

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