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Revista Rupturas

versión On-line ISSN 2215-2989versión impresa ISSN 2215-2466

Rev. Rup. vol.12 no.1 San Pedro de Montes de Oca ene./jun. 2022

http://dx.doi.org/10.22458/rr.v12i1.4003 

Artículo

Religión, política y Guerra Fría en Guatemala

Religion, Politics and Cold War in Guatemala

María Victoria García Vettorazzi1 
http://orcid.org/0000-0001-5747-6163

1Guatemalteca, doctora en Ciencias Políticas y Sociales, investigadora y consultora independiente. Correo electrónico: mvgarciavetto@gmail.com

Resumen

Las interacciones entre religión y política son analizadas en dos momentos cruciales durante el desarrollo de la Guerra Fría en Guatemala: la Revolución de Octubre 1944-1954 y la Contrarrevolución, y los años de 1982 y 1983 cuando Efraín Ríos Montt gobernó Guatemala y la violencia alcanzó el punto más álgido durante la guerra interna. La manera en que religión y política se entrelazaron en ambos momentos tuvo un impacto significativo en las disputas que estaban en curso en torno a la transformación del Estado. Los acomodos que se forjaron entre elites religiosas y Estado facilitaron procesos que afincaron la presencia e influencia sociocultural de la Iglesia católica a partir del primer momento y de las iglesias evangélicas después del segundo.

Palabras clave: Guerra Fría; Guatemala; religión; Iglesia católica; iglesias evangélicas

Abstract

The interactions between religion and politics are analyzed at two crucial moments during the development of the Cold War in Guatemala. The first one is that of the October Revolution 1944-1954 and the Counterrevolution, and the second one refers to the years when violence reached its peak during the civil war, specifically 1982-1983, when Efraín Ríos Montt ruled Guatemala. The way in which religion and politics intertwined at both moments had a significant impact on the ongoing disputes around state formation. The arrangements forged between religious elites and the State facilitated processes that established the presence and sociocultural influence of the Catholic Church from the first moment on and of the evangelical churches after the second.

Key words: Cold War; Guatemala; Religion; Catholic Church; Evangelical Churches

Introducción

En América Latina, argumenta Grandin (2007), el desenlace de la Guerra Fría conllevó el desmoronamiento de una concepción social de la democracia, en la que libertad y dignidad individual estaban asociadas con la seguridad social y el bienestar colectivo. Según el autor, en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial distintas corrientes políticas entendieron que “la democracia entrañaba tanto la libertad individual como cierto grado de igualdad” (Ibíd.). América Latina no fue la excepción y en la década de los años 1940 muchos de los países de la región experimentaron una apertura democrática empuja-da por frentes políticos amplios, en los que movimientos campesinos y obre-ros junto con organizaciones y partidos políticos de izquierda presionaron por la posibilidad de una democracia socializada (Ibíd.). Sin embargo, bajo el pre-texto de la Guerra Fría, las elites nacionales, auxiliadas por los Estados Unidos, arremetieron en contra de los movimientos democratizadores y en con-secuencia, la política se polarizó, y los costos humanos y políticos fueron devastadores (Ibíd).

Durante el periodo de la Guerra Fría, en Guatemala se desarrollaron dos macro procesos de disputa social en torno a la transformación del Estado. Uno de ellos consistió en las reformas impulsadas por los gobiernos de la Revolución de Octubre a partir de 1944, que fue interrumpido en 1954, cuando una alianza entre la oligarquía, elites provincianas, jerarquía católica y el gobierno de los Estados Unidos, derrocó al gobierno de Jacobo Arbenz. El otro proceso fue la guerra interna desatada por el enfrentamiento entre organizaciones guerrilleras revolucionarias y las fuerzas estatales, que derivó en una negociación concluida con el Acuerdo de Paz Firme y Duradera en 1996. En ambos procesos, la religión jugó un papel que abonó tanto a la construcción de dominio como a la rebelión. En este artículo abordo cómo las instituciones e imaginarios religiosos fueron movilizados por las elites y el Estado para contener las luchas colectivas por transformaciones democráticas más radicales. Analizo, en específico, la manera en que la beligerancia indígena fue representada y manejada.

La primera parte de este artículo, centrada en el rol de la jerarquía católica durante la Revolución de Octubre 1944-1954 y la Contrarrevolución, se basa en un trabajo de investigación que realicé en el Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Guatemala (AHA), específicamente en el archivo del arzobispo Mariano Rossell Arellano. Asimismo, recurro al semanario VERBUM, que constituyó el principal medio de comunicación del Arzobispado durante dicho periodo. Este fue consultado en el AHA y la Hemeroteca Nacional. Para la segunda parte del artículo, sobre el rol de lo religioso en la estrategia de contrainsurgencia implementada por el general Efraín Ríos Montt, recurro a las investigaciones de la historiadora Virginia Garrard-Burnett (2013), las antropólogas Manuela Cantón Delgado (1998 y 2011) y Jennifer Schirmer (1999), y el antropólogo Miguel de León Ceto (2005), así como al testimonio de Tomás Guzaro (Guzaro y McComb 2019).

(Re)cristianización y anticomunismo. La Iglesia católica reconstruye su lugar en el Estado, 1936 - 1966.

Desde mediados de la década de 1930, el anticomunismo constituyó un espacio de acción que posibilitó a la jerarquía de la Iglesia católica restablecer y ampliar su protagonismo social y político, después de medio siglo de haber sido desplazada de la política nacional por los gobiernos liberales de Miguel García Granados y Justo Rufino Barrios en el decenio de 1870. Las relaciones entre el Estado guatemalteco y el Vaticano se habían restablecido en 1936, y el proyecto de (re)cristianización, que la jerarquía eclesial reconfiguraba e impulsaba, se enredó en las disputas en torno a la transformación del Estado durante la Revolución de Octubre de 1944-1954 y la Contrarrevolución. La Iglesia católica, personificada en el arzobispo Mariano Rossell Arellano, se alió con los sectores más conservadores de la sociedad guatemalteca y conspiró con ellos en contra de los gobiernos de Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz, que impulsaron reformas sociales democráticas.

La Revolución de Octubre significó para la sociedad guatemalteca el rompimiento de un largo periodo de dictaduras y la posibilidad de emprender una década de reformas democratizadoras sin precedentes y sin experiencias posteriores similares. En 1954, el segundo gobierno de la Revolución, encabezado por Jacobo Arbenz, fue derrocado a partir de una alianza entre distintos sectores de la elite guatemalteca y el gobierno de Estados Unidos. Grandin (2007, 6) plantea que este evento constituyó “la primera intervención latinoamericana de Estados Unidos de la Guerra Fría”.

El protagonismo político de las elites católicas1, durante la Revolución de Octubre y la Contrarrevolución, hizo posible para la Iglesia reconstruir y fortalecer su relación con el Estado, renegociar algunos de los componentes del régimen de laicidad y sentar bases para extender y profundizar el alcance de su influencia social y cultural.

La reconquista católica, una tarea política

De acuerdo con Hernández (2010, 149), el punto fuerte de la gestión del arzobispo Rossell Arellano fue la recristianización o “reconquista católica de la sociedad”, la que incluía no solo “la restauración de la ortodoxia católica o la formación de ‘católicos practicantes’, sino, en un sentido más amplio, la transformación de todos los aspectos de la vida económica, política y social guatemalteca a partir de principios cristianos” (traducción libre).

Este planteamiento era consistente con los argumentos pontificios de la época, que presentaban los principios de la Doctrina Social Católica2 como una guía para regir el orden económico y social de las sociedades modernas, y como la alternativa para la organización de las sociedades frente al capitalismo liberal y el socialismo y comunismo. De manera más decisiva, la Iglesia católica se consideraba a sí misma el único bastión real contra el comunismo (O’Malley 2008). Su doctrina llamaba a focalizar la atención sobre la situación de los obreros, los más vulnerables, según el criterio de la Iglesia, a la influencia comunista. La lucha de clases era una vía inaceptable y en contrapropuesta la Doctrina Social Católica instaba a la cooperación entre trabajadores y patronos (VERBUM, 10 de enero de 1943 y 1 de abril de 1951; Rossell 1946).

Para avanzar en la “reconquista católica” de la sociedad guatemalteca, la je-rarquía católica emprendió varias líneas de acción. Por un lado, se buscó revitalizar el catolicismo mediante la reconstitución de un cuerpo de sacerdotes en el país3 y el restablecimiento de la autoridad doctrinal de la Iglesia a través de la difusión de la doctrina católica romana (Bendaña 1985, Hernández 2010, Rossell 1939, 1940 y 1941). Por el otro lado, se pretendía expandir la influencia social de la Iglesia, involucrar a los laicos como agentes de (re)cristianización y, a la vez, servir como medio para contrarrestar el “comunismo”. En este sentido, se impulsó la organización de la Acción Católica en áreas rurales y urbanas, se conformaron la Juventud Obrera Católica y la Juventud Universitaria Centroamericana y, más tarde, el Movimiento Familiar Cristiano (Bendaña 1985, Calder 1970, Miller 1997). Asimismo, se promovió la educación religiosa, principalmente de las elites. Las órdenes y agrupaciones religiosas extranjeras que retornaron al país entre los años 1930 y 1950 establecieron colegios católicos privados destinados a los hijos e hijas de las familias de clase alta y media-alta (Calder 1970, Gramajo 2015). Al mismo tiempo, el arzobispado abrió dos colegios dedicados exclusivamente a la formación de maestros y maestras indígenas. En 1945, fundó el Instituto Indígena Guatemalteco para varones y, en 1954, el Instituto Indígena Nuestra Señora del So-corro para mujeres.

Desde 1944, (re)cristianizar para la jerarquía eclesial se constituyó en una ta-rea claramente política. De manera simplista, se interpretó que la Revolución de Octubre abriría el camino a “la amenaza comunista” (Rossell 1945) y en línea con el papa Pío XI (1937, 1) se consideró que el comunismo constituía como un peligro que socavaría “los fundamentos de la civilización cristiana”. De esta forma, el arzobispo Rossell se situó en oposición a los gobiernos de la Revolución de Octubre y confrontó las reformas sociales más importantes que estos llevaron a cabo, entre ellas el Código de Trabajo de 1947 y el Decreto 900 de Reforma Agraria de 1952. Sobre todo después de este último, anota Gleijeses (2008), Rossell dio todo su apoyo a los disconformes con el gobierno de Arbenz. En muchas partes del país el clero tomó el partido del arzobispo y animó la oposición en áreas rurales. Si bien la Iglesia no tenía aún la fuerza social para formar una oposición amplia, los ataques que esbozó sumaron al desarrollo de PBSUCCES, la operación encubierta de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos (CIA) para derrocar al gobierno de Arbenz (Gleijeses 2008; y Cullather 2002).

Como parte del desarrollo de PBSUCCESS, los agentes estadounidenses promovieron la formación de una opinión pública, nacional e internacional, que identificara al gobierno guatemalteco como comunista y punta de lanza de la penetración soviética en la región. Según Cullather (2002), la carta pastoral Los avances del comunismo en Guatemala, emitida por Rossell Arellano el 4 de abril de 1954, contribuyó a la formación de dicha opinión, aunque los vínculos entre la CIA y la jerarquía católica no fueran evidentes. Estas acciones ocurrieron durante la etapa final de la fase de propaganda y el comienzo de las últimas fases de la operación estadounidense, que desembocaron en la incursión del Movimiento de Liberación Nacional encabezado por el coronel Carlos Castillo Armas, el retiro del apoyo del Ejército a Árbenz y su derroca-miento4.

Del accionar de la jerarquía católica en dicho escenario, identifico dos de sus componentes que tuvieron impactos en el mediano plazo: la producción de un relato católico que simplificó y caricaturizó la confrontación sociopolítica en curso bajo los términos de la Guerra Fría, y la definición de la “cuestión indígena” o el “problema indígena” como un componente específico de la Doctrina Social Católica en el país, que fue elaborado en la intersección entre Doctrina Social Católica, anticomunismo e indigenismo.

El discurso católico sobre la Revolución de Octubre y la Guerra Fría

La jerarquía y elites católicas formularon su oposición a la política de los gobiernos revolucionarios con un discurso incrustado en la polarización de la Guerra Fría, que, muy posiblemente, se alimentaba de la información difundida por la prensa católica internacional y las redes católicas europeas. Esta información enfatizaba la confrontación y represión de la Iglesia católica en los estados socialistas5. A la vez, el discurso católico utilizó argumentos similares a los expresados en los reportes de Intelligence Digest6, los cuales estaban repletos de rumores que presentaron a Guatemala como un centro clave para la actividad soviética en la región.

Mediante sus comunicaciones, el arzobispo Rossell esbozó un discurso que presentó al comunismo como la antítesis del catolicismo y de la nación guatemalteca. En su planteamiento, la adscripción católica y la identidad nacional se fusionaban. Esta misma asociación entre catolicismo, nacionalismo y anti-comunismo se planteó en medios liberacionistas, como los producidos por el Comité de Estudiantes Universitarios Anticomunistas en Guatemala y en el exilio. En ellos, el argumento de la defensa de la religión frente al comunismo se volvió un imperativo. Ser, a la vez, católico y comunista, así como ser guatemalteco y comunista al mismo tiempo era imposible según este discurso. De hecho, Castillo Armas llamó “Cruzada” de carácter “Católica y Nacional” a la incursión del movimiento liberacionista y justificó la legitimidad de la “Liberación” con un discurso de defensa de la Iglesia y la fe católica. Se refirió al anticomunismo como un deber cristiano7.

Fuente: AHA. Caja: Mons. Rossell Arellano, comunismo internacional.

Ilustración 1 ¿Qué queremos ser? 

A través de su discurso, Rossell Arellano (1954a, 1954b, 1955b) denostó los gobiernos de la Revolución de Octubre y los representó como un régimen vio-lento, represor y prosoviético. Asimismo, descalificó las reformas sociales y democráticas que se llevaron a cabo, definiéndolas como una simple y calculada táctica de infiltración del “comunismo soviético”. En línea con la Doctrina Social Católica, el matiz particular del discurso contrarrevolucionario de Rossell radicaba en la insistencia sobre la injusticia social prevaleciente en el país como el principal fermento del comunismo.

Según el planteamiento católico, la secularización de los estados modernos era la causa de la injusticia social. Se consideraba que la implantación de regímenes políticos liberales, laicos y antirreligiosos habría generado un sistema económico “explotador del obrero y del indio” y, de esta forma, abría el camino a la reivindicación comunista en pro de las clases explotadas (Rossell 1955b y 1954b). Perpetuar la injusticia social a través de la excesiva explotación de obreros y campesinos, y de la desigualdad social que provocaba la concentración de la tierra en el país, sería la base para la expansión de la simpatía con los planteamientos comunistas (Rossell 1957, 1958a y 1958b). Pero correspondía a la Iglesia católica guiar el abordaje de estos problemas y jugar un rol preponderante en pro de la justicia social.

En 1955, Rossell planteó a los demás miembros de la Conferencia del Episcopado de la América Latina, que las reformas sociales implementadas por los gobiernos de la Revolución de Octubre, aunque justas, no habían sido más que una forma de infiltración del comunismo soviético. Dichas reformas, según el arzobispo, tenían el objetivo de seducir a obreros, campesinos e intelectuales con el fin de formar hegemonía política pro comunista (Rossell 1955b). Con esto insistía en que únicamente dentro del marco del cristianismo y, más específicamente, de las enseñanzas de la Iglesia católica era posible construir la justicia social. Aun más, Rossell (1955) propuso a los demás obispos reunidos en la conferencia episcopal la creación de una institución inter-nacional, coordinada por el Episcopado, para confrontar de manera coordina-da entre los países latinoamericanos la expansión comunista.

La construcción católica del “problema indígena”

En muchas de las regiones de Guatemala, la población maya y campesina se apropió de las políticas emprendidas por los dos gobiernos de la Revolución de Octubre, y se valió de estas para recuperar y/o acceder a tierra, y transformar las relaciones de servidumbre que predominaban en el agro. Estas políticas dieron herramientas a la población para defender sus derechos sociales y laborales, fortalecer sus procesos de organización y ampliar su protagonismo político (véase Forster 2001 y Handy 1994). La población rural y urbana se organizó en comunidades indígenas, en sindicatos y en los comités agrarios establecidos por el Decreto 900, Ley de Reforma Agraria. De esta manera, las reformas sociales y procesos organizativos, asumidos y potenciados por la población indígena, campesina y obrera, abrieron la posibilidad de alterar radicalmente las relaciones sociales y la forma de gobierno que habían producido marginalización y pobreza.

La profundidad de lo que estuvo en juego durante la Revolución de Octubre y Contrarrevolución fue simplificada en extremo, sino es que negada, en el discurso de la jerarquía católica. Fue en este escenario caracterizado por la beligerancia social, negada por las elites católicas, que la Iglesia esbozó los primeros argumentos para la formulación de la “cuestión indígena” como un componente específico de su planteamiento sobre la “cuestión social” en el país. En sus primeras formulaciones, el arzobispo Rossell (1949) se refirió a los indígenas como una población que “degeneraba” y cuyas costumbres habían sido “depravadas”, una población “de alma sencilla y moldeable” que era incapaz de ser parte activa de la nación guatemalteca. También definió a la población indígena como víctima “esclavizada por los negreros del siglo XX” (patronos y finqueros), una víctima pasiva y “pisoteada por todos” cuya “única vitalidad (era)vegetar”. Finalmente, identificó a la población indígena como un peligro, “la madera seca para incendiar todo el bosque en cuanto le caiga una chispa”, una población que ante su realidad de explotación podría ser transformada en “cruel lobo o voraz león”, según Rossell, “adiestrada por… Moscú”.

A pesar de la crítica católica del liberalismo, el discurso del arzobispo enfatizaba la insuficiencia del indígena para ser ciudadano y su incapacidad de agencia histórica, y de esta forma su argumento se hacía equiparable con el discurso de políticos, empresarios e intelectuales liberales -principalmente de aquellos que argumentaron a favor del trabajo forzado indígena-. De acuerdo con Gibbings (2016, 75), muchos intelectuales liberales latinoamericanos clasificaron a regiones y pueblos -como los mayas- en una escala temporal que transitaba de la barbarie, esclavitud y colonialismo hacia una modernidad racialmente blanca, civilizada, capitalista y democrática. Al localizar a los mayas en el fondo de esta escala, se argumentaba su insuficiente civilización para ser ciudadanos y trabajadores libres. De esta forma, según la autora, los estados liberales latinoamericanos usaron el tiempo histórico y las nociones de agencia histórica y progreso para producir diferenciación y justificar “la contradicción entre las promesas de libertad e igualdad y las prácticas de trabajo forzado y la jerarquía racial” (75, traducción libre).

Aunque se señalara la explotación de los finqueros como la causa de la degeneración y condición de esclavitud del indígena, el discurso del arzobispo también diferenció al indígena, lo ubicó en una jerarquía y lo definió incapaz de ser parte activa de la sociedad, y, por lo tanto, necesitado de una guía. Pe-ro, en contraposición con el discurso liberal, la Iglesia elaboró un discurso sobre el pasado colonial que idealizó su rol como protectora, defensora y civilizadora de la población indígena (Rossell 1949 y 1957; VERBUM, 7 de marzo de 1943, 30 de septiembre de 1956 y 7 de octubre de 1956). De esta manera, justificaba el papel tutelar que se adjudicaba a sí misma. En esta línea, se planteó que el indígena debía ser “regenerado”, “mejorado” y “elevado a la categoría de hombre culto” mediante la educación cristiana (Rossell 1949).

A pesar de considerar a la Iglesia como protectora y defensora del indígena, y de su llamado a combatir el comunismo a través de la “justicia social y distributiva” (Rosell 1954b, 4), no encontré comunicados en el archivo de Rossell Arellano (en AHA), ni en el semanario VERBUM, con los que la jerarquía eclesial cuestionara la restitución de la tierra expropiada mediante el Decreto 900 a terratenientes y la United Fruit Company. Sobre todo, no encontré comunicados que hablarán acerca de la violencia y represión ejercida por los gobiernos de la Contrarrevolución en contra de los indígenas, campesinos y obreros que se habían organizado, o que incluso habían sido simples beneficiarios de la Reforma Agraria. Los dirigentes y activistas de las organizaciones campesinas fueron perseguidos y reprimidos, miles fueron asesinados y muchos tu-vieron que abandonar el país (Forster 2001, Handy 1994)

La política pastoral: la conquista del indio por el indio

Distingo dos líneas pastorales principales impulsadas por el arzobispado en relación con la población indígena. Una de ellas se refirió a la recuperación del control simbólico y material sobre las parroquias. Para llevarla a cabo, se disputó la administración de los recursos y la ritualidad a cofradías y hermandades, y se trabajó por recuperar la autoridad doctrinal de la Iglesia (Hernández 2010, Pattridge 1995), después de varias décadas de escaza y débil presencia eclesial en las poblaciones indígenas. La otra línea pastoral se concentró en la formación de una minoría indígena, escolarizada y (re)cristianizada, que sería la responsable de educar y transformar a los demás indígenas. Una minoría que llevaría a cabo “la conquista del indio por el indio” (Rossell 1949). Esta línea se concretó en la creación de los institutos indígenas para la formación de maestros y maestras.

Con la primera línea pastoral se buscó el restablecimiento de una práctica católica que se correspondiera con la ortodoxia romana, frente al catolicismo reinterpretado y permeado por los conceptos y la ritualidad de la religiosidad indígena. La enseñanza del catecismo, la represión de las prácticas tradicionales y el apoyo al movimiento de la Acción Católica Rural tuvieron un papel importante en esta línea pastoral, y constituyeron en un foco de conflicto que perduró hasta las décadas de 1960 y 1970. Pattridge (1995) describe las numerosas tensiones que emergieron, durante el periodo de 1944 a 1954, entre los nuevos párrocos y nuevos grupos católicos (como la Acción Católica), con las cofradías y hermandades en las parroquias situadas en municipios de población mayoritariamente maya.

La segunda línea pastoral se enfocó en la formación de maestros y maestras indígenas, con vistas a crear, según las palabras de Rossell (1949), un “semillero de apóstoles de la raza indígena”. Con dicho fin:

(…) se trae a este Instituto, de esos pueblos y aldeas, a los mejor dotados por la naturaleza y la gracia divina, para cuidadosamente formarlos en lo divino y en lo humano, a fin de que el día de mañana, graduados de Maestros, Médicos, Industriales y ojalá también Sacerdotes, se inicie la conquista del Indio por el indio mismo, ya que el ladino hasta ahora sólo ha sabido explotarlo (Rossell 1949).

Se argumentaba que nadie mejor que los propios maestros indígenas podrían “conocer el alma indígena y comprender los problemas de esa raza que está como encerrada tras un muro infranqueable de costumbres profundamente arraigadas y de un atavismo milenario” (VERBUM, 16 de noviembre de 1952). Como indiqué, este proyecto se concretó con la creación del Instituto Indígena Guatemalteco en 1945, para varones (que cerró a los pocos años y reabrió en 1955) y del Instituto Indígena Nuestra Señora del Socorro en 1954, para mujeres.

Para educar a los y las maestras indígenas, los niños y niñas eran trasladados a un internado ubicado en el palacio arzobispal, donde era resocializados a partir de tres ámbitos que integraron componentes simbólicos y prácticos, teológicos y temporales, y que “enseñaron”, tanto a través de lo que se dice como de lo que se hace; es decir, del mensaje sustantivo y la organización material de las relaciones cotidianas (como lo han analizado Comaroff y Comaroff, 1991, respecto a la misioneros cristianos que trabajaron entre los tswana en Sudáfrica en el siglo XIX). Los ámbitos de resocialización fueron: la enseñanza de la doctrina cristiana, las enseñanzas impartidas por medio de las clases y los aprendizajes transmitidos e instalados a través de la organización de la vida cotidiana en los internados respectivos. Estos últimos incluyeron la uniformización de la ropa, la castellanización, la higiene concebida como purificación, el acoplamiento del comportamiento a las normas de urbanidad (por ejemplo, la conducta en la mesa), el rezo cotidiano y disciplinado, la catequesis “sin asomo de idolatría”; la obediencia y la disciplina; la vigilancia de los hábitos morales, y el aprendizaje de la ritualidad cívica asociada a la nacionalidad guatemalteca (marchar, saludar a la bandera, cantar el himno nacional, bailar con marimba en actos públicos) (véase Rossell 1949; VERBUM, 23 de enero de 1949; Chirix 2013).

Fuente: VERBUM, 489, Guatemala, 16 de noviembre de 1952.

Ilustración 2 Promoción de maestros del Instituto Indígena Guatemalteco en 1952 

Ambos institutos, el Santiago (como se llamó la sección masculina desde 1965) y el Socorro, aún existen y en ellos se han formado ya muchas generaciones de mujeres y hombres mayas; además, son aún dirigidos por religiosos y religiosas. A pesar de lo significativo de este proyecto pastoral, la socióloga Emma Chirix (2013), exalumna del Socorro, ha sido la única académica que ha investigado sobre dicha obra. Su estudio se centró en la experiencia vivida por dos generaciones de alumnas durante los años de internado en las décadas de 1960 y 1970, y sus impactos en la construcción de sus cuerpos como mujeres mayas. Chirix concluyó que través del proceso educativo y la vida en el internado se naturalizaron y reprodujeron las jerarquías articuladas de clase, raza y sexo. Falta aún un estudio similar sobre el Instituto Santiago8.

Desde los primeros años de la década de 1960, ganó importancia en los planteamientos de la Iglesia sobre la problemática de la evangelización de la población indígena, la preocupación por la injusticia social que definía sus condiciones de vida. Esta preocupación se hizo cada vez más clara en los argumentos y líneas pastorales de los religiosos pertenecientes a las órdenes que arribaron al país en las décadas previas, por ejemplo, los Maryknoll, estadounidenses, que se implantaron en Huehuetenango; los misioneros de la Congregación del Inmaculado Corazón de María (belgas), instalados en Escuintla y en algunas parroquias de Alta Verapaz y Chimaltenango, o los misioneros del Instituto Español de Misiones Extranjeras, españoles, que se establecieron en Petén y después se trasladaron a San Marcos.

Las confluencias inesperadas: catolicismo y movimiento revolucionario

Las organizaciones y movimientos católicos, que emergieron en relación con el andamiaje institucional y organizativo creado por la Iglesia a partir de su proyecto de recristianización, tomaron vida propia y fueron más allá de las expectativas e intereses que originalmente les imprimieron las elites católicas. Estas organizaciones y movimientos conformaron un entramado organizativo que dio lugar a la emergencia de una nueva generación de líderes sociales en diferentes regiones del país y que facilitó la comunicación y relación entre ellos. Asimismo, este entramado hizo posible la circulación de nuevas ideas sobre la religión, la organización social y la política (Esquit 2010). Ideas con las cuales los mayas y campesinos se vincularon y entretejieron sus luchas en las décadas siguientes. Finalmente, “este entramado constituyó una suerte de armazón que posibilitó la puesta en marcha del enfoque pastoral orientado a la promoción del desarrollo que tomó fuerza con el Concilio Vaticano II, y la difusión de una pastoral inspirada en la Teología de la Liberación en la década de 1970” (García Vettorazzi 2017, 29).

En muchos municipios, la Acción Católica proveyó un espacio de organización para un nuevo liderazgo indígena, que confrontaba tanto la autoridad tradicional de las cofradías como el monopolio político y económico de las elites ladinas locales. Además, “Acción Católica creó un medio alternativo por el cual los mayas pudieron organizarse y establecer vínculos con otros mayas fuera de sus comunidades” (Fitzpatrick 2017, 18), y así facilitó la creación de redes intermunicipales e interdepartamentales.

Asimismo, el partido político de la Democracia Cristiana de Guatemala (DC) fundado en 1955, articuló políticamente a las distintas ramas de la Acción Católica que se habían conformado a nivel nacional (Manolo García, 2015, entrevista inédita). De esta forma, la Acción Católica Rural, la Acción Católica Obrera y la Acción Católica Universitaria constituyeron una base importante del partido. Para muchos de los líderes indígenas, originalmente vinculados a la Acción Católica o a las Ligas Campesinas, la DC constituyó un canal de disputa de la hegemonía ladina sobre los gobiernos locales de sus municipios, así como de articulación política entre líderes indígenas a escala departamental (Emeterio Toj, 2016, entrevista inédita).

Desde el final de la década de 1960, los cambios en la Iglesia católica propi-ciados por el Concilio Vaticano II (1962-1966), la II Conferencia del Episcopado latinoamericano en Medellín (1968) y el posterior influjo de la Teología de la Liberación conllevaron a que en los espacios de encuentro y formación desarrollados por agentes pastorales en distintas escalas, se planteara una reflexión crítica sobre la realidad indígena-campesina y se hablara sobre la justicia social, los derechos sociales y la dignidad humana.

Esta nueva política pastoral, denominada “pastoral liberadora” por un sector de la Iglesia, coadyuvó a forjar una asociación entre compromiso social cristiano y militancia política en los movimientos indígenas y campesinos, y en la lucha revolucionaria (ODHAG 1998, 3: 132). El informe de la Iglesia católica para la Recuperación de la Memoria Histórica, Remhi, afirma que la acción pastoral inspirada por la teología de la liberación, o “pastoral liberadora”, “se convirtió en uno de los más fuertes componentes del auge del movimiento revolucionario al final de los años 70” (ODHAG 1998, 3:132). Dicha acción pastoral, según la ODHAG, constituyó una de las principales mediaciones en-tre las organizaciones guerrilleras y la población indígena, permitiendo “a la guerrilla dar un salto cualitativo a partir de 1976” (3:133).

En concreto, el informe del Remhi planteó que algunos sacerdotes y religiosas y numerosos laicos (como catequistas, delegados de la palabra, jóvenes estudiantes católicos) optaron abiertamente por la opción revolucionaria liderada por las organizaciones guerrilleras (ODHAG 1998, 3:128-140). Frente a esta opción, la reacción estatal fue la represión indiscriminada. En distintas regiones del país, las estructuras y la base social de la Iglesia quedaron sumergidas en una espiral de violencia, en el marco de una estrategia contrainsurgente devastadora.

La guerra interna y las transformaciones en la interacción entre las iglesias evangélicas, el Estado y la política.

En la actualidad, en Guatemala, como en otros países latinoamericanos, la Iglesia católica no detenta más la hegemonía religiosa en la relación con el Estado. Desde la década de los años 1980, la presencia de líderes e iglesias evangélicas en asuntos de interés público, así como su influencia social y cultural se han expandido. Esta mayor presencia social y política evangélica va de la de mano con el crecimiento de la identificación con la religión evangélica y la afiliación a sus numerosas iglesias. La primera fase de este crecimiento aconteció en las décadas de 1970 y 1980. Al inicio de la década de 1960, el porcentaje estimado de personas que se identificaban como evangélicas era del 3.2% (Holland 1982), para 1993 este porcentaje ascendía al 26% (Lemus 2015), y en 2017 alcanzó al 44.2%, según los datos proporcionados por el Proyecto de Opinión Pública de América Latina (Lapop)9. Paralelamente, la identificación con la religión católica descendió del 61.3% en 1993 al 51.4% en 2017 (Lemus 2015, 2 y Lapop).

De acuerdo con Bjune (2016), el creciente poder e influencia de las iglesias evangélicas en la arena política, expresado a través de la influencia conservadora de las agrupaciones intereclesiales que operan a escala nacional (como la Alianza Evangélica), se asienta en la presencia y actividad de miles de iglesias evangélicas en la escala local. Las cuales han asumido múltiples roles como proveedoras de servicios en el campo de la educación, la familia, la salud, la juventud y la rehabilitación social (jóvenes delincuentes y drogadictos) (Ibíd.). Esta multiplicidad de roles, desarrollados tanto en ausencia del Estado como en cooperación directa con este, constituyen una fuente de autoridad y legitimidad para las agrupaciones evangélicas intereclesiales que se mueven en la arena política nacional (Ibíd.).

Si bien la explosión del crecimiento del número de iglesias evangélicas y de la afiliación a estas se desencadenó a partir del terremoto de 1976, según explica Cantón (2011), las agrupaciones evangélicas experimentaron un fortalecimiento decisivo en los primeros años de la década de 1980, específicamente durante los años en que el general Efraín Ríos Montt asumió la presidencia del país, en la coyuntura más álgida de la guerra interna. Dicho fortalecimiento estuvo asociado al vínculo temporal de líderes evangélicos con el poder esta-tal, así como con la implicación de algunos de estos líderes en las tareas de apoyo a la contrainsurgencia y con las mayores garantías con que contaron los evangélicos para trabajar en las áreas en conflicto (Ibíd.).

Diversos autores han planteando que el crecimiento de la identificación evangélica mostró dos expresiones distintas (Cantón 1998, Garrard-Burnett 2009, Schäfer 1992). Por un lado, la afiliación de tipo masivo a iglesias pentecosta-les en áreas rurales y, principalmente, de población indígena. Por el otro, la afiliación de un sector de la elite guatemalteca a iglesias neopentecostales. En estas últimas, señala Cantón (2011), se cristalizó y perpetuó la vieja construcción discursiva que definía a la población indígena como problema religioso, cultural, económico y político. De acuerdo con la autora, las elites congregadas en las iglesias neopentecostales consideraron prioritaria su participación en la política y en el trabajo por la “regeneración moral” de la nación, como el camino a seguir para lograr “una Guatemala próspera y en paz, una Guate-mala para Dios” (Ibíd.).

Durante los primeros años de la década de 1990, Cantón (2011) observó la forma en que dichas iglesias abordaron la diversidad étnica y estableció que estas emplearon estrategias de representación que buscaron:

Estigmatizar a toda la población maya no evangélica, para promover no solo su control político, sino su misma exclusión simbólica de la historia, su progresiva invisibilización y negación, con el fin de ‘trabajar juntos’ por una nación con una población indígena bien conversa y redimida (255).

Esta idea de remodelar al maya desde el cristianismo evangélico había gana-do terreno político desde la década anterior, cuando fue impulsada como una de las respuestas estatales al beligerante activismo indígena en los movimientos sociales que antecedieron el periodo más crítico de la guerra, y frente a la participación y simpatía de los mayas de algunas regiones del país hacia las organizaciones guerrilleras.

Violencia, religión y contrainsurgencia. El gobierno de Efraín Ríos Montt, 1982-1983

En el momento más álgido de la guerra interna en el país, Efraín Ríos Montt asumió la presidencia de Guatemala el 23 de marzo de 1982, como resultado de un golpe de estado. Ríos Montt era un general del ejército de Guatemala con entrenamiento en guerra contrainsurgente recibido en la base estadounidense en la zona del Canal de Panamá y en la base militar de Fort Bragg en Carolina del Norte (Garrard-Burnett, 2013). En 1977, se había convertido en cristiano nacido de nuevo, cuando se unió a la iglesia pentecostal del Verbo (Ibíd.). Ríos Montt duró poco más de un año al frente del país, pues fue de-puesto mediante golpe de estado el 8 de agosto de 1983. Sin embargo, el re-diseño de la estrategia contrainsurgente elaborado por el alto mando militar durante su gobierno, marcó una inflexión en el proyecto político de los milita-res y en el rumbo de la guerra interna (Schirmer 1999).

Schirmer (1999) explica que un núcleo de estrategas militares, bajo las órdenes de Ríos Montt, reformuló la estrategia de guerra del ejército y creó, “con una campaña de contrainsurgencia muy elaborada, un Plan Nacional de Seguridad y Desarrollo a largo plazo en varias etapas” (52). Las cinco fases de este plan fueron: Victoria 82 u operación ceniza, Firmeza 83, Reencuentro institucional 84, Estabilidad nacional 85 y Avance 86 (Ibíd.). Este nuevo plan estipulaba que la guerra debía jugarse en varios frentes además del militar, e incluir componentes políticos, económicos y psicosociales (Ibíd.).

Uno de los objetivos fundamentales de las primeras fases del plan consistió en retomar el control de la población, principalmente maya y del altiplano occidental, que simpatizaba con la guerrilla. Según Schirmer, a inicios de 1981, las organizaciones guerrilleras podrían haber tenido más 370 mil simpatizantes, que en su mayor parte estaban concentrados en el altiplano (Ibíd.). Los nuevos estrategas del ejército consideraron que el mero empleo de la fuerza bruta por el gobierno anterior había generado resentimiento y temor, y había impulsado a indígenas y campesinos a adherirse a la guerrilla (Ibíd.). Así, en la nueva estrategia militar ganar “los corazones, las mentes y los estómagos de la población indígena” (Ibíd., 58) se convirtió en un objetivo central, complementario al ataque militar sistemático llevado a cabo mediante masacres indiscriminadas y tierra arrasada en las zonas con significativa presencia guerrillera (Ibíd.).

La fase más sangrienta del nuevo plan militar, correspondiente a la campaña Victoria 82, se ejecutó durante los meses en que Ríos Montt gobernó Guate-mala. El informe Memoria del Silencio de la Comisión de Esclarecimiento Histórico, auspiciada por las Naciones Unidas en el marco de los Acuerdos de Paz, señala que durante los meses en que Ríos Montt estuvo en la presidencia, ocurrió el punto cúspide de la violencia política perpetrada por el Estado. De acuerdo con el registro de la CEH (1999, 2: 320), el 81% de las violaciones a los derechos humanos y hechos de violencia se produjeron entre 1981 y 1983. Solo en el año de 1982 se cometió el 48% del total de casos documentados por la Comisión.

En el terreno, la represión masiva fue articulada con las operaciones psicológicas, sociales, económicas y políticas desarrolladas por las unidades de Asuntos Civiles del ejército. Se enfatizó la recuperación del control sobre la población refugiada en las montañas, la cual, contada por miles, fue reasentada en aldeas modelo (Schirmer 1999). En el plano nacional, Schirmer interpreta que la personalidad de Ríos Montt, “a través de sus mensajes evangélicos televisados, proporcionó un telón de fondo psicológico y moral”, durante los meses de la represión más agresiva (Ibíd., 59).

Garrard-Burnett (2013), más que considerar los mensajes televisivos de Ríos Montt un telón de fondo, argumenta que su visión político-religiosa constituyó una retórica calculada y hábilmente calibrada, cuyo objetivo fue ganar “apoyo público para el aumento de la represión y la estigmatización de los sujetos de la problemática social (rebeldes, indios)” (106). Según la autora, Ríos Montt tuvo la capacidad de manipular imágenes y lenguaje para fabricar una nueva representación de la realidad y moldear un discurso alternativo al de la guerrilla, con la que buscó generar un grado de consenso para su mandato y la agresiva estrategia militar en curso. Ríos Montt ofrecía “una suerte de visión moral coherente de seguridad y orden” (13).

En la construcción de esta nueva representación, la narrativa religiosa del general y su identidad religiosa pública desempeñaron un papel central (Ibíd.). Sin embargo, el rol de lo religioso no se restringió a las alocuciones televisa-das de Ríos Montt. El trabajo de las redes evangélicas y el papel de las creencias evangélicas se extendieron al terreno, a los espacios de vida indígena destruidos y reestructurados por el ejército.

Ríos Montt y la formación de la nación

Ríos Montt, argumenta Garrard-Burnett (2013) concibió la “Nueva Guatemala como un proyecto político-militar y un programa de redención nacional” (73), en el cual las nociones evangélicas de reforma moral y espiritual acompaña-ron la agresión militar. Los componentes de la visión del General sobre su “Nueva Guatemala” se formularon a través de los discursos que transmitió por televisión, cada domingo, a la población guatemalteca. El análisis propuesto por GarrardBurnett señala que el contenido de dichos discursos se adaptó las sucesivas fases de la campaña militar y fue expresado con una retórica evangélica, que enfatizó la responsabilidad personal y centralidad del individuo, y llamó a la transformación y compromiso moral a nivel personal y familiar. Ríos Montt habló de Guatemala como una gran familia en la que cada uno de sus miembros tenía la exigencia moral de asumir la responsabilidad que le correspondía para poner la casa en orden.

Entre la toma del gobierno por Ríos Montt en marzo de 1982 y el final del periodo de amnistía en mayo de dicho año, decretado para que los guerrilleros y la población refugiada en las montañas se entregaran, la retórica de los discursos se llenó con un lenguaje del perdón familiar (Ibíd.). La nación perdona para que vuelvan los hijos, pero el no aceptar dicho perdón permitía justificar discursivamente la agresión masiva que seguiría (Ibíd.). Durante los meses de violencia más extrema, cuando se ejecutó la política de tierra arrasada, la diversidad étnica fue señalada por Ríos Montt como el problema, la causa de la falta de identidad y unidad nacional (Ibíd.). Como plantea Garrard-Burnett, se trataba del momento militarmente más agresivo para establecer el control gubernamental de la población maya, a través de la destrucción y la reintegración -o reconquista- mediante las aldeas modelo, los polos de desarrollo y las patrullas de autodefensa civil (Ibíd.).

En dicha coyuntura, Ríos Montt también integró a su discurso una explicación del sufrimiento, al plantear la “imagen de un Dios simultáneamente amoroso e iracundo”, un Dios amoroso que pone a prueba a quien ama, que disciplina y golpea a quien ama para que reaccione y se reconcilie consigo mismo y con Dios (99). Producía así, según Garrard-Burnett, “una narrativa integral de salvación” en la que el desenlace, la recompensa, sería una nueva era de paz, una Guatemala transformada, reconstruida (Ibíd., 99). Conforme la política de tierra arrasada avanzó y el ejército logró arrinconar a la guerrilla, Ríos Montt dio mayor énfasis a su idea de (re)imaginar y rehacer la nación guatemalteca y lo esto implicaba para los gobernados (Ibíd.): responsabilidad, moralidad, buen comportamiento, cumplimiento de la ley y temor a Dios. Fallar equivalía a burlarse de la promesa de Dios para Guatemala. Redefinir la nacionalidad guatemalteca exigía el sacrificio de todos (Ibíd.).

Ríos Montt se definió a sí mismo como un líder ungido por Dios que “guiaba a su pueblo en un momento profético de la historia nacional” (96). Según Garrard-Burnett (2013) y Turek (2015), esta idea fue compartida por el liderazgo evangélico conservador en el país. La identificación con las iglesias evangélicas, tanto entre sectores populares como de clase media y alta, venía en aumento desde el terremoto de 1976, y la llegada al poder de Ríos Montt se interpretó como una indicación del momento profético en el plan de Dios para Guatemala. La confluencia entre crecimiento de la adscripción evangélica y la presidencia de Ríos Montt fue considerada una señal de la bendición especial de Dios, en un momento crítico de la historia del país. Siguiendo esta interpretación, los líderes evangélicos se propusieron actuar para aumentar el número de iglesias, pastores y conversos. Al alcanzar una conversión masiva “la bendición de Dios se derramaría sobre la nación y redimiría de su historia, convirtiendo al país en una nación profética” (Garrard-Burnett 2013,98).

En una línea similar, elites religiosas evangélicas de los Estados Unidos consideraron la presidencia de Ríos Montt en Guatemala como una oportunidad abierta por Dios para expandir el evangelismo en los países centroamericanos, predominantemente católicos, así como para enfrentar el comunismo (Turek 2015). Miembros de esta elite y sus organizaciones para-eclesiales apoyaron directamente la gestión de Ríos Montt: facilitaron su relación con la administración del presidente Ronald Reagan, hicieron lobby en el congreso estadounidense, se involucraron en el diseño de su estrategia, aportaron financiamiento e influyeron sobre la propia concepción de Ríos Montt sobre su papel en tanto líder cristiano evangélico (Ibíd.).

Reorganización de la comunidad indígena en las zonas arrasadas. El papel de las iglesias evangélicas

Restablecer el control de la población indígena implicaba modelar un maya disciplinado y aceptable para el Estado. Schirmer (1999) argumenta que las propuestas de algunos de los estrategas militares apuntaban a “crear un ‘maya autorizado’ radicalmente alterado en lo cultural y lo religioso, es decir, apolítico”, un indígena no tan atado a sus tradiciones ancestrales sino más bien leal a los símbolos nacionales, al Estado y al ejército (107). En las zonas arrasadas, las aldeas modelo y polos de desarrollo constituyeron lugares “para desorientar y reorientar, para convertir a los pobladores en ciudadanos leales y agradecidos con la nueva Guatemala” (Garrard-Burnett 2013, 93).

En las aldeas modelo, creadas para reubicar a la población que se había refugiado en las montañas, se impartían cursos de castellanización, se proyectaban películas anticomunistas, se daban lecciones de patriotismo y charlas ideológicas con tutores que el ejército proveía (Ibíd.). En ellas, a la par de prohibir el resurgimiento de rituales y de la organización comunitaria tradicional, se obligó a los hombres a integrar las patrullas de autodefensa civil (Ibíd.). Las únicas agrupaciones que pudieron organizarse con mayor libertad en es-tas zonas más dañadas por la represión fueron las iglesias evangélicas (Ibíd. y, De León Ceto 2005).

Desde el terremoto de 1976, el número de iglesias evangélicas -principalmente, pentecostales- se había incrementado en las áreas rurales. Así, para el comienzo de la década de 1980, existía un sinnúmero de pequeñas iglesias ya sea adscritas a misiones internacionales y denominaciones guatemaltecas, ya sea de carácter independiente. Garrard-Burnett (2013) argumenta que ante la represión de la Iglesia católica y el resquebrajamiento de las instituciones comunitarias mayas, estas iglesias, en proceso de expansión, estuvieron en la posición de llenar el vacío dejado. De esta forma, en el escenario de la destrucción emergieron pequeñas congregaciones móviles y fluidas en su estructura, abiertas a los distintos seguidores, encabezadas por líderes lo-cales y basadas en conocimientos locales.

Esta expansión de las iglesias evangélicas en las áreas rurales tuvo significa-dos diversos. Respecto a las zonas arrasadas por la represión, destaco dos. Por un lado, la doctrina predominante en esas iglesias ofrecía una explicación y un sentido a la realidad de destrucción, caos y sufrimiento; además, las iglesias constituyeron un espacio relativamente seguro para congregarse. Por el otro lado, a partir de estas iglesias emergió un nuevo liderazgo evangélico que marcó la reconfiguración del poder local en algunas zonas.

En Guatemala, según Schäfer (2002), tenía gran importancia e influencia la doctrina difundida en el país durante décadas por la Misión Centroamericana, la cual se centra en el inminente fin del mundo y la segunda venida de Cristo, y se caracteriza por los modelos del premilenarismo y el dispensacionalismo. Con el pentecostalismo, esta perspectiva doctrinal se había intensificado, según el autor. La concepción premilenarista, como escribe Garrard-Burnett (2013), enfatiza el fin de los tiempos y anuncia la segunda venida de Cristo a la tierra, después de un periodo de sufrimiento y pruebas, conocido como la Gran Tribulación.

De acuerdo con Garrard-Burnett (2013), las descripciones sobre la inminente segunda venida de Cristo, antecedida por la Gran Tribulación, eran similares a la realidad que experimentaban muchas personas en las zonas más dañadas por la guerra. El terremoto, la violencia, la muerte, el exilio eran interpretadas a partir de las profecías del Apocalipsis. El sufrimiento adquiría así lógica y significado, y antecedía la esperanza de ascender con el Señor, el día de su retorno (Ibíd.). Así, según la autora, las pequeñas iglesias pentecostales que surgieron en el momento más álgido de la violencia, aportaron sentido al sufrimiento inexplicable de la violencia, ofrecieron alivio y paz, y dieron pautas para reconstruir las vidas y almas destrozadas (Ibíd.).

En una coyuntura de mayor represión en contra de los católicos, identificarse como evangélico podía significar protección, así lo explica de León Ceto (2005) respecto al área ixil, en donde las iglesias evangélicas ofrecieron un espacio de salvación física, además de constituirse en espacio de catarsis y desahogo. Asimismo, el informe “Guatemala nunca más” de la ODHAG (1998, tomo 3) cita testimonios de personas de otras áreas de Quiché, Baja Verapaz y Huehuetenango, para quienes la adscripción a una iglesia evangélica constituyó una suerte de refugio emocional y material frente a la represión.

Fuente: Flores Aguilar (2017, 91)

Ilustración 3 Propaganda militar en el área ixil. 

La experiencia del área ixil10, fuertemente devastada por la violencia estatal, permite observar como el rol de las iglesias evangélicas fue fortalecido por su relación con el gobierno. En las zonas arrasadas, las agencias evangélicas internacionales se involucraron directamente con el programa de acción cívica contemplado en Victoria 82 para reconstruir las aldeas destruidas (Garrard-Burnett 2013, Turek 2015). En Nebaj, a través de estas agencias, los misione-ros evangélicos, que mantenían vínculos con las comunidades afectadas, fungieron como intermediarios entre los ixiles y el gobierno (Garrard-Burnett 2031). Asimismo, los líderes evangélicos, principalmente pastores, cooperaron con el programa de gobierno y ocuparon los vacíos de autoridad después de la muerte o la huida de los antiguos líderes comunitarios (Ibíd). En ocasiones actuaron como enlaces entre sus comunidades y los militares en el nivel local (Ibíd). Además, participaron en las patrullas de autodefensa civil e incluso tu-vieron posiciones de liderazgo en ellas (Ibíd).

El testimonio de Tomás Guzaro ofrece un ejemplo. Guzaro fue un pastor evangélico que dirigió la salida, y entrega al ejército, de 287 personas que se encontraban en territorio bajo control de la guerrilla. La situación de los pobla-dores en estos territorios era crítica pues el ejército destruía cosechas y casas, y las personas padecían de hambre y morían (Falla 2018). Una vez reasenta-dos en una nueva aldea creada por el ejército en el municipio de Nebaj, Guzaro fue nombrado alcalde auxiliar con apoyo del comandante militar de la zona (Guzaro y McComb 2019). Y se constituyó en intermediario entre su comuni-dad y los militares, y entre su comunidad y las organizaciones y misiones evangélicas que canalizaban la ayuda humanitaria. Guzaro, junto con otro pastor, colaboraron con el ejército para difundir mensajes por avioneta y convencer a miles de refugiados en las montañas de entregarse al ejército (Ibíd). Guzaro recibía protección del ejército y organizó la patrulla de autodefensa civil de la aldea, la cual guió al ejército en el combate a la guerrilla en la zona (Ibíd).

A partir de su rol como intermediario de la ayuda externa, según su testimonio, Guzaro se involucró activamente en la provisión de asistencia social: distribuía comida y suministros, se encargaba de encontrar albergue para los refugiados que se entregaban, mediaba el traslado de niños desnutridos hacia un hospital en Ciudad de Guatemala. Organizó y presidió una cooperativa que abrió un almacén de consumo básico, coordinó la compra de la tierra en donde la aldea estaba asentada y tramitó los títulos en la municipalidad. Abrió un centro nutricional en Nebaj y atendía personalmente a los niños, además trabajó con una misión cristiana en la fundación de un orfanato-escuela y de un centro de rehabilitación para alcohólicos. Apoyó a otros pastores a restablecer las iglesias en sus aldeas. Fue vicealcalde de Nebaj entre 2000 y 2004, y supervisor de 96 iglesias en el área ixil. Más adelante pudo comprar varias casas para su familia, una fábrica de bloc de cemento y un camión, asimismo, hizo negocios comprando y vendiendo tierras. Lo que le posibilitó cierta holgura económica.

De León Ceto (2005) muestra que la experiencia de Tomás Guzaro no fue un caso único en el municipio de Nebaj, donde más líderes evangélicos se involucraron en las acciones de asistencia humanitaria y social, así como en la reeducación de la población que retornaba de las montañas. Asimismo, pro-movieron activamente la fundación de iglesias en toda el área ixil, lo que dio lugar a la construcción de una red de iglesias en la región. El autor también señala que un núcleo de líderes evangélicos logró “adquirir inmuebles, terrenos, casas y crear negocios” (39), y de esta forma emergió una pequeña elite de ixiles y ladinos con poder económico en la escala municipal. En la década de los años 1990, se fundaron radios comunitarias, colegios evangélicos, asociaciones de jóvenes cristianos y centros asistenciales, a través de los cuales, las redes evangélicas han consolidado su poder e influencia social en la región ixil (Ibíd.). La emergencia de una nueva elite local indígena, en la que confluyó su liderazgo evangélico, con su participación de las patrullas de autodefensa civil y un relativo empoderamiento económico en la escala local, fue también observada por la historiadora Matilde González-Izás (comunicación personal, julio, 2021) en los municipios de San Bartolomé Jocotenango (Quiché) y de Chisec (Alta Verapaz) donde realizó trabajo etnográfico al comienzo de la dé-cada de 1990.

Conclusiones

El derrocamiento del segundo gobierno de la Revolución de Octubre -encabezado por Jacobo Arbenz- en 1954, a través de una operación encubierta de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos, ha sido calificado como la primera intervención estadounidense de la Guerra Fría en América Latina (Grandin 2007). Las guerras internas libradas en Guatemala, El Salvador y Nicaragua en los años 1980 fueron reinventadas por Ronald Reagan, presidente de los Estados Unidos, como “las batallas finales decisivas de la Guerra Fría internacional” (Garrard-Burnett 2013, 210).

Entre el triunfo de la Revolución de 1944 y el Acuerdo de Paz Firme y Duradera de 1996 con que formalmente concluyó la guerra interna guatemalteca, transcurrieron cinco décadas marcadas por luchas colectivas que aspiraban a construir una sociedad más justa, en las que las historias locales se enlazaron, y enredaron, con la polarización de la Guerra Fría a escala internacional. El papel desempeñado por la religión, y en particular por el cristianismo, en este proceso fue complejo y contradictorio, sus significados políticos variaron según las coyunturas y los actores sociales.

Si la política insurreccional de masas, como escribe Grandin (2007), contribuyó a forjar “entre muchos de los más excluidos un agudo sentido de agencia, integridad y consecuencia política” (308), el cristianismo en manos de las elites sirvió para negar y contener, para reeducar y remodelar el sentido de la agencia y la conciencia. El alma del insurrecto debía ser reconquistada. En el escenario de la Revolución de Octubre, marcado por una nueva forma de activismo político indígena y campesino, la jerarquía católica argumentó que el indígena necesitaba ser civilizado mediante la reevangelización y la educación cristiana para poder desempeñarse como un sujeto pleno en la vida nacional, sin ser victimizado por finqueros o manipulado por comunistas.

En los años 1980, las aldeas de población en rebelión, arrasadas por la represión estatal, tuvieron que “nacer de nuevo”, como los convertidos al pentecostalismo, para poder existir otra vez. Los nombres y descripciones de las aldeas modelo reiteraban esta imagen. Tzabal, una aldea modelo en Quiché, inaugurada en abril de 1984 por el jefe de estado Oscar Mejía Víctores, fue descrita como “una aldea renacida” (Schirmer 1999, 193). Al ser inaugurada, la aldea, en la que Tomás Guzaro y las familias que con él se entregaron al ejército en 1982 fueron reasentados, fue nombrada por el mayor Tito (Otto Pérez Molina) Ak’Txumb’al, campamento Nueva Vida en ixil (Guzaro y McComb 2019). Como los individuos nacidos de nuevo, las comunidades re-novadas debían asumir una nueva disciplina de vida y conducta, y su renovación implicaba liberarse del peso de su pasado.

El análisis propuesto en este artículo sitúa el gobierno de Ríos Montt, con su componente religioso, como una coyuntura particular en el marco de una estrategia de guerra militar de más largo alcance. Distintos investigadores han mostrado que los estrategas militares que diseñaron el nuevo plan de seguridad nacional entendían la complejidad y profundidad de los problemas socia-les que dieron lugar a la insurgencia popular. Las redes organizativas católicas y la acción pastoral inspirada en la teología de la liberación fueron un eje que permitió articular procesos de lucha social enraizados en la resistencia indígena de larga data. Comparto la perspectiva de Edgar Esquit (2010) cuando argumenta que las nociones de opresión y lucha de clase fueron articuladas por los indígenas rebeldes con sus propias nociones sobre la pobreza, el sufrimiento y el racismo, así como con una identidad política afincada tanto en la comunidad como en la memoria y experiencia de discriminación, hambre, humillación y exclusión política.

La represión estatal directa y selectiva en contra del sector de la Iglesia católica que abrazó la teología de la liberación se ejecutó principalmente durante el gobierno de Lucas García (ODAHG 1998, 3: 135). En el periodo de Ríos Montt, la represión, al hacerse masiva mediante las masacres y la tierra arrasada, afectó de forma significativa a las bases católicas, pues la población era mayoritariamente católica (Garrad-Burnett 2013, ODHAG 1998). Es importante agregar, como lo plantea Garrard-Burnett, que el ejército al equiparar el activismo social católico con el apoyo a las organizaciones guerrilleras y/o la participación en ellas, claramente restringió la presencia y actividad de la Iglesia católica, incluso de las organizaciones sociales católicas, en las zonas de conflicto (2013). En este sentido, el incentivo gubernamental a las iglesias evangélicas buscó debilitar la influencia católica, pero también apuntó sobre componentes de la resistencia indígena de más larga duración, como las nociones religiosas mayas. En la construcción del indígena como insurgente, según Esquit (2010), se articularon el anticomunismo, el racismo y la historia colonial.

En los dos momentos analizados, la asociación entre iglesias y Estado produjo condiciones para fortalecer la presencia e influencia social de las primeras. La alianza entre la jerarquía católica y el Movimiento de Liberación Nacional en 1954 permitió a la Iglesia católica negociar la restauración parcial de espacios que los gobiernos liberales en la década de 1870 le habían cerrado. Entre es-tos, a la Iglesia se le otorgó personalidad jurídica y con ella el derecho a poseer bienes, y se ampliaron los márgenes para el desarrollo de la educación religiosa. El vínculo entre elites evangélicas y el poder estatal durante el gobierno de Efraín Ríos Montt produjo condiciones favorables para la configuración de redes evangélicas y la expansión de su campo de acción e influencia social.

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Notas

11. Como Frankel (1969), identifico a las elites católicas con la jerarquía eclesial (arzobispado y nunciatura) y al círculo de laicos más influyentes en la definición de la política eclesial.

22. Según Blancarte (2012), la doctrina social católica propone “pautas de comportamiento de los fieles en materias como el Estado, la democracia, el orden político, la pobreza, la justicia social, el desarrollo económico y otros puntos de interés para el buen desempeño terrenal y el cumplimiento de los objetivos espirituales del organismo al que pertenecen” (p. 20). La encíclica Rerum Novarum (1891) de León XIII representó la emergencia de una doctrina social, estructurada e integral, de la Iglesia católica.

33. Mientras el arzobispo Rossell (1939) priorizó la reorganización del seminario nacional con vistas a formar una nueva generación de sacerdotes guatemaltecos, la prioridad de los nuncios fue negociar y organizar el arribo e instalación de órdenes religiosas extranjeras. Los nuncios, además, reorganizaron en ocho las tres jurisdicciones eclesiásticas con que la Iglesia administraba su presencia en el territorio. Al hacerlo buscaron contrarrestar el centralismo de la gestión arzobispal (Bendaña 2010, Calder 1970, Hernández 2010).

44. Ver los detalles en Cullather (2002) y Gleijeses (2008). Castillo Armas ocupó la presidencia de Guatemala desde octubre de 1954 hasta 1957, cuando fue asesinado.

55. En los archivos del arzobispo Rossell Arellano conservados en el Archivo Histórico Arquidiocesano de Guatemala, se guardaron numerosos documentos de las redes católicas europeas que difundían propaganda y noticias sobre la persecución de los cristianos en los estados socialistas de Europa del Este y que llamaban a combatir el “comunismo y ateísmo”.asesinado.

66. Algunos de estos reportes quedaron archivados en AHA. Caja: Monseñor Rossell Arellano, comunismo internacional

77. AHA. Caja: Mons. Rossell Arellano, comunismo internacional. Proclama del teniente coronel Carlos Castillo Armas, jefe del ejército libertador, al pueblo católico de Guatemala (1954).

88. En 1965, la administración del Instituto Santiago pasó del arzobispado a los Hermanos de La Salle, quienes transformaron su propuesta educativa y han formado muchas generaciones de líderes sociales y políticos indígenas.

99. https://www.vanderbilt.edu/lapop-espanol/

1010. Abarca los municipios de Nebaj, Cotzal y Chajul en el departamento de Quiché.

Recibido: 26 de Agosto de 2021; : 22 de Septiembre de 2021; Aprobado: 29 de Octubre de 2021

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