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Revista Rupturas

versión On-line ISSN 2215-2989versión impresa ISSN 2215-2466

Rev. Rup. vol.8 no.2 San Pedro de Montes de Oca jul./dic. 2018

http://dx.doi.org/10.22458/rr.v8i2.2114 

Artículos

La institucionalización de la “cuestión” indígena desde el Estado costarricense

The Institutionalization of the Indigenous "Question" from the Costa Rican State

Lenin Mondol López1 

1Costarricense. Licenciado en Sociología graduado de la Universidad de Costa Rica. Investigador del Área de Gestión de Pueblos Indígenas del proyecto de Acuerdo de Mejoramiento Institucional (AMI) de la Universidad Estatal a Distancia (UNED), Costa Rica. Ha sido director social de la Municipalidad de Curridabat, Investigador a cargo del Área de Migración y Desarrollo para FLACSOUruguay, docente universitario en la UNED, UCR, TEC. Los principales temas de interés del autor se relacionan con Economía política de desarrollo regional, migración y desarrollo, pueblos y territorios indígenas, comercio internacional y globalización. Correo electrónico: lmondol@uned.ac.cr

Resumen

La denominada cuestión indígena ha sido objeto de múltiples abordajes en las últimas décadas, particularmente desde los enfoques de Estudios Culturales en el ámbito de las Ciencias Sociales y desde las perspectivas de estudios socioeconómicos sobre la temática de pobreza. El presente artículo propone un acercamiento crítico de esta noción, intentando relevar las estrategias epistemológicas que cosifican la subjetividad indígena y la deshistorizan de sus condiciones económicas y sociales a partir del relacionamiento contradictorio con el Estado y las dinámicas de acumulación de capital en que se encuentra circunscrito. Dar cuenta del marco contextual en el cual se reproduce la lógica de exclusión y explotación de los pueblos indígenas en Costa Rica es el eje sustancial de este estudio

Palabras clave: Indígenas; estado costarricense; economía política

Abstract

The so-called "indigenous" issue has been subject to multiple approaches, in recent decades particularly from the approaches of Cultural Studies in the field of Social Sciences and from the perspectives of socioeconomic studies on the subject of poverty. This article proposes a critical approach to this notion, trying to reveal the epistemological strategies that reify indigenous subjectivity and dehistorize its economic and social conditions from the contradictory relationship with the State and the dynamics of capital accumulation in which it is circumscribed. To account for the contextual framework in which the logic of exclusion and exploitation of indigenous peoples in Costa Rica is reproduced is the main focus of this study.

Key words: Indigenous; Costa Rican State; political economy

Introducción

Los pueblos indígenas en Costa Rica han estado mediados por una serie de políticas públicas que, socioeconómicamente, han tenido un impacto discreto. Bajo distintos modelos de intervención estatal, a partir de reformas en educación, salud y seguridad social, no se ha logrado eliminar problemas puntuales de pobreza extrema, desigualdad social, despojo territorial, migración laboral forzada, así como de violencia material y simbólica que sufren estos costarricenses.

En este sentido, el Área de Gestión de Pueblos Indígenas del proyecto del Acuerdo de Mejoramiento Institucional de la UNED (AMI), en el marco del Plan para Pueblos Indígenas Quinquenal, y dentro del eje de Permanencia por medio de la investigación académica de contexto, busca, en el presente estudio, contextualizar el relacionamiento institucional del Estado costarricense con los pueblos indígenas y su impronta en el devenir del mejoramiento de vida de esta población.

El artículo propone un acercamiento analítico sobre la configuración de “lo indígena” en dos periodos marcados por formas de relacionamiento distinto entre Estado y sociedad civil en Costa Rica1. Nos referimos, en primera instancia, a la década de los ochenta, signada bajo una forma de Estado minimalista en un contexto canónico neoliberal con connotaciones endémicas en lo social, y a una segunda instancia de intervención a partir de mediados de los años noventa que viene a subsanar algunas ausencias institucionales en el ámbito social durante la década de los ochenta, pero igualmente suscrito a una mercantilización de la salud, la educación y la seguridad social.

Ambos periodos fundamentaron históricamente contradicciones entre el Estado y la dimensión étnica, y aunque de manera manifiesta no se observa una política centrada en el tema indígena, hay claros indicios de acciones de política basadas en estrategias de desarrollo socioeconómico a nivel país que delimitan y tensan las agendas reivindicativas de los pueblos y organizaciones indígenas.

En la primera parte del presente escrito, se expone contextualmente las principales características de lo que se ha denominado reformas económicas de primera y segunda generación implementadas en América Latina como marco explicativo de la dinámica socioeconómica a nivel país.

Seguidamente, se observará cómo esta lógica de relacionamiento, Estado-Sociedad(es) indígena(s), también se ha encontrado mediada por modelos de intervención que acompañan las reformas de primera y segunda generación. Para el caso étnico-indígena hablamos de dos modelos y una perspectiva teórico-metodológica: el paradigma integracionista, el paradigma etnodesarrollista y la perspectiva intercultural.

Por último, en la tercera parte, observamos cómo se relacionan estos modelos de intervención sobre la denominada “cuestión” indígena por parte del Estado costarricense, con las acciones puntuales generadas por las organizaciones y pueblos indígenas en sus demandas ciudadanas.

Contexto: sobre las reformas económicas de primera y segunda generación

Durante los años cincuenta, a raíz de la depresión económica del veintinueve y sus consecuencias en la balanza comercial (disminución en los ingresos provenientes de las exportaciones) y particularmente en el sector agroexportador, los Estados optan por políticas económicas que impulsan el sector industrial nacional a través de medidas proteccionistas tales como tasas arancelarias, subsidios y formas de reintegros económicos. De esta manera, surge un nuevo modelo de industrialización denominado industrialización por sustitución de Importaciones, el cual se extendería por al menos dos décadas.

Para 1973, con la crisis petrolera, se suscitan cambios drásticos en los precios internacionales del petróleo que afectan el modelo de desarrollo basado en la importación sustitutiva. La afectación de los precios en los bienes de capital importados condicionará el crecimiento económico. Con el segundo shock petrolero de la década, en 1979, se terminarían de afectar los términos de intercambio de las economías latinoamericanas frente al resto de la economía mundial.

En nuestro país, este proceso se vería reflejado en una caída precipitada de la tasa de crecimiento económico y un marcado déficit en la Balanza por cuenta corriente, de manera que se recurre a financiamiento externo, lo que, consecuentemente, incrementa la deuda externa.

El modelo de desarrollo propuesto hasta entonces, en buena medida, no sería del todo efectivo, dado que el fortalecimiento industrial se decantó más por la importación de bienes de consumo y no por bienes de capital (Talavera Déniz y Armijo Quintana 2008).

Ya para 1982, los flujos de capital por deuda se detienen y los organismos multilaterales de financiamiento condicionan sus préstamos a una reestructuración estatal a través de medidas de política económica, las cuales tienen consecuencias inmediatas en las dinámicas configurativas de las formaciones sociales.

Las reformas de primera generación

Ante la crisis del modelo de industrialización y una creciente deuda externa que alcanzó tasas de endeudamiento externo cuatro veces mayores a periodos anteriores en el periodo de 1975-1982 (Talavera Déniz y Armijo Quintana 2008), se presenta un escenario regional limitado en recursos para financiar los compromisos externos adquiridos generando desempleo e inflación (Garnier Rímolo y Cristina Blanco 2010).

La responsabilidad inmediata del fracaso del modelo de sustitución de importaciones apuntó, al menos desde el discurso neoliberal de los organismos financieros internacionales, al Estado en tanto agente interventor en la dinámica de mercado, siendo sus principales puntos críticos la inoperancia burocrática en el manejo empresarial y la consecuente pérdida de competitividad a nivel país.

De igual manera, los alcances sociales del modelo no estuvieron exentos de crítica. De acuerdo con los economistas Pedro Talavera y Marianela Armijo, “Si bien entre los años cincuenta y ochenta, los países de la región lograron crecer un 5,5 % como promedio anual, la desigualdad del ingreso era la más alta del mundo y contaba con exiguos niveles de ahorro interno” (2008, 5).

Los organismos financieros multilaterales proponen rescatar a las economías latinoamericanas a través de paquetes crediticios condicionados a la implementación de medidas macroeconómicas, con el fin último de lograr la necesaria “estabilización” económica. Finalmente, estas medidas estuvieron enfocadas en el control inflacionario y la reducción del déficit fiscal, en detrimento de la intervención social del Estado.

En este sentido, lo que se pretendía con las medidas de reforma estructural era minimizar las funciones del Estado en procura de una mayor eficiencia de los mercados, dando lugar a un mayor crecimiento económico.

Para alcanzar estos objetivos, se propuso eliminar paulatinamente los aranceles, flexibilizar las tasas de interés de acuerdo con el mercado financiero, disminuir el traslado de la riqueza social al aparato burocrático a través de impuestos, eliminar las funciones empresariales del Estado comenzando con privatizaciones de empresas públicas, y delimitar, a través de legislación laboral, contratos que estaban frenando el crecimiento del sector privado.

Con estas reformas estructurales de los años ochenta e inicio de los noventa, denominadas Reformas de primera generación, hubo un recorte en el gasto público en materia de inversiones públicas, ajuste de las agendas y eliminación de proyectos gubernamentales, recorte en proyectos de infraestructura, racionalización del empleo en la administración pública, así como recorte de programas de índole social (Fleury 1999).

Todo ello contribuyó, tal y como hemos mencionado, a disminuir el déficit fiscal, controlar la inflación y retornar a un ambiente de confianza para la inversión, en particular para los capitales extranjeros, los cuales se incrementaron a partir de las medidas de privatización estatal.

Las medidas de política macroeconómica tuvieron un fuerte impacto a través de la reconversión productiva que tuvo incidencia directa en el sector exportador. La disminución y la eliminación de subsidios y ayudas a la producción agrícola tradicional de exportación estuvieron acompañadas, de manera inversa, por un fuerte respaldo al incremento de productos no tradicionales, productos que en general eran demandados por las economías de los países centrales de Europa y Estados Unidos.

Asimismo, el producto interno bruto se estabilizó en el mediano plazo con la reconversión del modelo productivo agrario, en el cual se introducen incentivos para la promoción de los productos no tradicionales, los que respondieron a un incremento en la tasa de ganancia de los comercializadores de dichos productos agrícolas tales como plantas ornamentales, flores, melón, follajes, raíces, entre otros.

Sin embargo, componentes esenciales del crecimiento económico como la calidad de los servicios públicos, los niveles de distribución del ingreso y la fortaleza del sector financiero fueron descuidados con la contracción del Estado a sus funciones básicas (CEPAL 1998).

Esto trajo un aumento en los niveles de pobreza durante la década de los ochenta: “Mientras que en 1980, el 35 % de los hogares de América Latina se encontraba en situación de pobreza, y en 1990 dicha proporción se había elevado al 41 %, en 1994 se mantenía en el 39 %” (Talavera Déniz y Armijo Quintana 2008, 8).

Asimismo, el desencanto ciudadano con las reformas de primera generación condujo a problemas políticos de gobernabilidad que se plasmaron en la generación de movimientos sociales con demandas muy puntuales y un reclamo generalizado por el manejo transparente de los limitados recursos públicos (Fleury 1999, 60).

En tal contexto surgen, nuevamente, voces expertas señalando medidas correctivas y complementarias de política económica y la importancia de las instituciones del Estado en la dinámica y eficiencia del mercado, así como en los niveles de desarrollo posibles. En este sentido, los aportes de los teóricos del neoinstitucionalismo fueron centrales en la criticidad de las reformas de primera generación y, consecuentemente, en la propuesta de las reformas de segunda generación, centradas en la eficiencia de las instituciones públicas. Asimismo, los aportes del Banco Mundial y del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) consistieron en propuestas (modelos) que vincularon el crecimiento económico con la calidad institucional, así como con el desarrollo humano y la gobernabilidad (Talavera Déniz y Armijo Quintana 2008).

Surgen en este tono crítico las reformas de segunda generación que finalmente no hicieron más que profundizar el primer “paquete” de reformas, reconociendo, a su vez, un sesgo en contra del Estado y el papel preponderante que jugaba este en los procesos de crecimiento económico.

Se reconoce que las instituciones del Estado son esenciales para el incremento del ahorro interno, lo cual previene efectos negativos por la entrada masiva de capitales externos y ello facilita la inversión en el corto y mediano plazo.

La intervención institucional permitiría subsanar imperfecciones y fallas de mercado (externalidades negativas, impacto de las economías de escala, producción y gestión adecuada de bienes públicos, eficiencia en la dimensión de comunicación e información para agilizar los mercados), a través de la introducción de una racionalidad económica que le permite al Estado mejorar la competitividad del país en un contexto global.

En el plano de la política social, la inequidad dada por deficientes estructuras distributivas del excedente social, la desigualdad en el acceso a servicios de educación y salud, así como en la distribución patrimonial, y los niveles de pobreza, son señalados como los principales problemas heredados de las reformas de primera generación.

Las reformas de segunda generación

Durante los años noventa surgieron algunas propuestas que planteaban la necesidad de reorientar las medidas de política implementadas en la década de los ochenta, las cuales se intensificaron en el marco de lo que se conoció como Consenso de Washington.

Se propusieron acciones con el fin de generar una nueva dinámica institucional (neoinstitucionalismo)2 que permitiera compensar los efectos sociales adversos producto de las reformas ortodoxas a nivel económico de la década de los ochenta y que, en suma, terminaron como un largo proceso de implementación de Programas de Ajuste Estructural por parte del Estado en los diferentes países latinoamericanos (Talavera Déniz y Armijo Quintana 2008).

Es posible que los propulsores de las reformas de segunda generación observaran dos ejes críticos: en primer lugar, la minimización del Estado y segundo, el déficit generado en materia de política social.

En este sentido, se hizo hincapié en reforzar el gasto público social focalizándolo de manera racional sin dejar de lado la estabilidad macroeconómica basada en variables tales como inflación, crecimiento económico sostenido y equilibrio fiscal.

Durante este periodo, se hablará, entonces, de la “eficiencia de la provisión de servicios”, para lo cual se consideró necesaria una nueva forma de gestionar los recursos públicos y el control sobre los que controlan el gasto público como medida angular de política: la transparencia.

“Uno de los grandes hitos de las reformas en los servicios sociales debe ser, por tanto, el diseño de sistemas apropiados de regulación, información y control de calidad de los servicios por el Estado” (Talavera Déniz y Armijo Quintana 2008, 12).

Por esa razón, las reformas de segunda generación priorizaron las capacidades de la gestión de la Administración Pública. Esto se reflejó en algunos países de la región que establecieron reformas centradas en la mejor y mayor prestación de servicios en educación y salud mediante una reorganización institucional. En este sentido, se destaca que los arreglos institucionales a nivel educativo no contaron con la mejor recepción magisterial, así como tampoco las nuevas combinaciones de servicios público-privados en el área de la salud (CEPAL 1998).

El modelo tradicional de servicios públicos centrado en la responsabilidad de los funcionarios del Estado se vería inmerso en un nuevo paradigma centrado en un tipo de gerenciamiento de lo social, el del “aumento de la necesidad de rendición de cuentas” (Fleury 1999, 75). Aparejada a esta nueva forma de intervención estatal hay una variación no menos importante en la subjetividad reconocida desde el Estado: la de los consumidores-clientes.

De igual manera, las reformas de segunda generación procuraron una mayor participación de todas las organizaciones sociales en el marco del fortalecimiento de aquellas instituciones relacionadas con la transparencia en los procesos de eficiencia de mercado y la prestación de servicios.

Se considerará, además, la importancia de consensos y negociaciones entre los actores político-civiles, pues las reformas a nivel institucional necesitaron de una mayor correlación entre las distintas fuerzas sociales y el mercado, al menos idealmente. Así, las medidas de política de las reformas de segunda generación se plantearon como objetivo no solo el mejoramiento de instituciones claves para el desarrollo económico, sino también la legitimación (nuevamente) del régimen político democrático a partir de los mecanismos de representación, descentralización estatal y participación ciudadana.

Contexto teórico: los paradigmas de política para el abordaje de “la cuestión indígena”

En este apartado, se expondrán los modelos teóricos que sustentan las medidas de política social y económica dirigidas a la población indígena, a saber: el paradigma indigenista integracionista, el paradigma etnodesarrollista, y el enfoque intercultural propuesto desde el paradigma liberal de desarrollo humano.

Indigenismo integracionista

Durante el denominado Estado de bienestar, o en su acepción más común para América Latina, Estado desarrollista, se priorizan aquellas nociones concurrentes con la idea de unidad nacional, siendo central el desplazamiento de las identidades particulares (de etnia) en favor de una idea homogénea de Estado-nación.

Afín con esta imagen, el planteamiento ideológico de los grupos dominantes en los países con mayor diversidad étnica aboga por mecanismos de sometimiento sociocultural y económicos más “civilizados”, de allí la noción de integración como dispositivo hegemónico de control y armonización de diferencias.

Esta noción es puesta en el mismo registro discursivo de participación política democrática e igualdad económica, aunque lo que se propone en términos programáticos es la reproducción de relaciones de dependencia rural/urbano, de acuerdo con las prácticas de extracción de riqueza características de los flujos de capital del campo a la ciudad en la década de los setenta (Rivera Vélez 1998, 60).

El paradigma del etnodesarrollo

Para inicios de los años ochenta, y en el contexto neoliberal de reformas de primera generación, se adopta el discurso etnodesarrollista como principal propuesta ideológica en la concepción del relacionamiento Estado-pueblos indígenas (Guevara Berger y Vargas 2000)3. El modelo de etnodesarrollo propone el fortalecimiento de capacidades de autogestión y de los mecanismos de toma de decisiones por parte de los pueblos indígenas, siendo cada grupo étnico una unidad político-administrativa con control de territorio (Ríos Castillo y Solís González 2009, 196).

En el ámbito “epistemológico”, este modelo encontrará su justificación en la necesidad de incorporar no solo los niveles macrosociales de política, sino fundamentalmente los niveles locales y descentralizados en los procesos de toma de decisión racional-económica, siendo “lo indígena” un nivel más en esta gradación.

Desde el punto de vista de gestión, el Banco Mundial, uno de los principales impulsores del paradigma etnodesarrollista, propone tres ejes de acción: a) incremento de la participación política mediante el desarrollo de capacidades para la toma de decisiones de las organizaciones étnicas indígenas; b) recuperación de recursos propios (conocimiento ancestral, tierra, lenguaje) que permitan incrementar y fortalecer el acervo sociocultural; c) la socialización de elementos culturales (particularmente de la sociedad occidental) que permitan el desarrollo de nuevas formas de organización social para la producción y administración de los recursos.

De acuerdo con estas premisas, el Etnodesarrollo estaría proponiendo una nueva forma de conceptualización del desarrollo, pues, de acuerdo con sus detentores, el modelo revertiría las premisas de la lógica cultural dominante impuestas en la modernidad, proponiendo un abordaje de lo que denominaron un “pluralismo cultural” basado en el rescate de visiones alternativas de la naturaleza, el territorio, los saberes y el folclore.

La principal crítica a este modelo es que, en el fondo, el problema étnico se aborda como un problema relativo a un campo semántico significativo desde una dimensión de carencias (pobreza, migración, desnutrición, analfabetismo, migración).

Lo indígena no es comprendido desde su complejidad sociocultural, sino como una dimensión homogénea (universal) susceptible a la intervención estatal a través de programas. Es decir, a nivel subjetivo, el indígena es masificado y “desindividualizado”. Esto conlleva una visión deshistorizada del indígena, pues el abordaje social se realiza sin tomar en cuenta su dimensión de arraigo (histórica), sino tan solo su dimensión de espacialidad territorial (Ríos Castillo y Solís González 2009, 191-192).

La perspectiva intercultural

El interculturalismo no se circunscribe como un paradigma, sino, más bien, como una perspectiva teórico-metodológica. Su importancia para la formulación de política social alcanzó legitimidad a finales de la década de los noventa, a pesar de haberse utilizado desde finales de los ochenta, y desde entonces ha estado presente, ya sea como eje transversal de política o como una dimensión estratégica de intervención.

En este sentido, la interculturalidad se presenta más como una herramienta de abordaje sobre la problemática sociocultural que como un modelo de análisis de la realidad étnico-social en el modo de producción capitalista4.

Al igual que con el paradigma etnodesarrollista, el Banco Mundial ha sido uno de los principales agentes en su divulgación y promoción, fomentando, además, proyectos con enfoque intercultural ligado a aspectos de creación y fortalecimiento del capital humano (educacional). Este incorpora como eje central la articulación de lo local con lo global. Es decir, la adecuación de la diversidad sociocultural con las dinámicas de globalización económica (Calvillo Velasco y Léon Pérez 2012, 399).

La perspectiva intercultural sugiere una posición “humanista” y de derechos a partir de una propuesta política basada en el consenso y diálogo entre las diferentes comunidades étnicas/culturales que comparten el territorio nacional. De esta manera, los pueblos indígenas configuran un espectro sociocultural diverso (por definición) y en una dinámica permanente de microequilibrios que surgen a partir de la puesta en escena de diferencias en diálogo. Así, el sujeto intercultural que propone esta perspectiva reconoce que debe de haber diferencias culturales, pero no así en derechos y oportunidades.

La primera crítica a esta perspectiva es que supone una interacción y convivencia armónica entre grupos sociales aparentemente con igualdad de condiciones, sin valorar las diferencias históricas y las condiciones materiales que posicionan a algunas subculturas como dominantes y otras subalternas de las primeras.

Asimismo, se le critica su pretensión universalista al intentar amoldar las diferentes variantes socioculturales/étnicas a un mismo patrón de intervención basado en una misma noción de interculturalidad (Calvillo Velasco y Léon Pérez 2012, 397).

Al respecto, el filósofo serbio Slavoj Zizek (2001) observará que la retórica discursiva de lo multicultural y lo intercultural encierra sustantivamente una lógica modernizadora occidentalizada que despolitiza y neutraliza las diferencias socioculturales como mecanismo de desarrollo del capitalismo global.

La institucionalización de lo indígena desde el Estado costarricense

Las primeras medidas de política

Desde mediados del siglo XX y hasta la década de los setenta, se producen la mayoría de acciones de institucionalización sobre la denominada cuestión indígena. Estas medidas se dan en un marco de integración de unidad nacional que pretende homogeneizar todas aquellas diferencias de los diversos grupos étnicos, de clase o de procedencia, en relación con el Estado-nación costarricense.

El principal antecedente de institucionalización indígena lo constituye la creación de la Junta de Protección de Razas Aborígenes (JPRAN) en 1945. Esta Junta se aboca, principalmente, a los asuntos de territorio tratando de incidir sobre la Ley General de Terrenos Baldíos.

Sin embargo, la ausencia de un marco constitucional de derechos indígenas hizo que las acciones generadas desde estas instancias fueran débiles y no sistemáticas. Baste mencionar la ausencia absoluta de un instrumento jurídico constitucional dirigido a población indígena en la Constitución Política de 1949.

En 1956, se reconocen como reservas los territorios indígenas Boruca-Térraba, Ujarrás-Salitre-Cabagra y China Kichá5, sin embargo, la debilidad operacional de la Ley General de Terrenos Baldíos se ve confirmada con la ausencia de cualquier mecanismo que permitiera detener la invasión territorial por parte de no indígenas en las reservas recién creadas.

Es en 1961, con la Ley de creación del Instituto de Tierras y Colonización (ITCO), que se comienza a problematizar el tema de invasiones ilegales. Sin embargo, en 1964 se observaba que cerca del 37 % de las tierras de Boruca, Curré y Térraba estaban invadidas por personas no indígenas y, de igual manera, el 60 % de los territorios de China Kichá. De acuerdo con la investigadora Bozzoli, durante el periodo 1971-1972, aproximadamente dieciocho familias no indígenas tenían el 66 % del control territorial de la reserva (Bozzoli Vargas 1975, 23).

En 1973, mediante la Ley No. 5251, el Estado costarricense crea la Comisión Nacional de Asuntos Indígenas (CONAI), en sustitución de la Junta de Protección de Razas Aborígenes (JPRAN) (Guevara Berger y Vargas 2000, 20), con el propósito de tutelar las medidas de política pública dirigidas a los pueblos y territorios indígenas, así como servir de dispositivo (saber/poder) para la taxonomización legítima e integración racional de la dimensión indígena-costarricense dentro de los parámetros occidentales de lo social, es decir, bajo la lógica de colonialidad estatal.

Cabe mencionar que la situación de exclusión social en el ámbito de salud es igualmente sensible. Solo en el quinquenio de 1970 a 1974 la tasa de mortalidad infantil fue la más alta en los distritos con mayor porcentaje de población indígena (40 muertes por cada 1000 nacidos). Asimismo, la tasa de defunciones relacionadas con enfermedades infectocontagiosas y muerte por traumatismo fueron el doble en la población indígena con respecto al resto del país (Ministerio de Salud/OPS 2003, 28).

La debilidad institucional en materia de políticas sociales en salud se sustenta en un sistema irregular de atención por parte del Ministerio de Salud que, a través de consultas por parte de la llamada Unidad Sanitaria móvil, brindaba atención de manera no regular a la población indígena.

Por otra parte, se resaltan particularmente las acciones o medidas de política pública en salud durante la década de los cincuenta y hasta los setenta dirigidas a pueblos indígenas, se enmarcan dentro de una lógica de intervención sobre lo rural, no sobre lo indígena. De esta manera, lo indígena se entiende en materia de política social desde una semántica de lo rural-marginal. En esta línea, las acciones dirigidas a la creación de los denominados Puestos de Salud Rural en los cantones con población indígena buscaban integrar la marginalidad rural pasando por alto las particularidades socioculturales.

Con la Ley Indígena de 1977, los problemas de atención en salud y territoriales no se solventan, esencialmente por la falta de una reglamentación que operacionalizara acciones y medidas por seguir en caso de incumplimiento de la Ley (ACIT 2010).

En este sentido, aunque la Ley declara las tierras indígenas como “no transferibles”, “exclusivas” e “inalienables”, los procesos de invasión y venta de territorios no se detuvieron, señalándose un aumento en las invasiones de las reservas después de 1977 (Salas Murillo 2004).

Otro punto central en el proceso de institucionalización de lo indígena durante los años setenta fue el establecimiento de las Asociaciones de Desarrollo Integral (ADI) como formas de gobierno local indígenas legítimas para el Estado (Mackay y Morales Garro 2014, 39). Esta medida, formulada mediante decreto ejecutivo en 1978, impondrá una forma de representación político-administrativa para los pueblos indígenas, la cual no es validada por la mayoría de las organizaciones sociales indígenas. Hasta el día de hoy, se le atribuye a las ADI la característica de ser organizaciones que promueven la intervención estatal y los intereses privados sobre la autonomía indígena (ACIT 2010; Anaya 2011, 12)6.

Lo “indígena” en la década de los ochenta: de marginales a “autogestores”

Con las nuevas reformas económicas de los años ochenta, signadas como reformas estructurales del aparato estatal, se prioriza la dimensión mercantilista de lo social en procura del desarrollo del mercado como principal eje de relacionamiento social y cultural.

De allí que durante esta década haya un fuerte proceso de aculturación y abandono de lo indígena, excepto por un abordaje institucional relacionado con el desarrollo de la industria extractiva (recursos minerales en territorio indígena), industria turística o explotación de la fuerza laboral (principalmente en fincas bananeras y de café que venían perdiendo competitividad).

Respecto a la promoción de la industria extractivista, destaca el papel del Estado costarricense en 1982 para modificar la Ley Indígena de 1977 con el fin de eliminar la copropiedad Estado-Pueblos indígenas de los recursos del subsuelo en el Código de minería. De esta forma, el Estado quedaría, a partir de entonces, como el único propietario de dichos recursos y por ende con la potestad de tomar decisiones sobre su uso y tipo de explotación.

A nivel productivo, el modelo agrario exportador se transforma en detrimento de las actividades agrícolas tradicionales favoreciendo los denominados productos no tradicionales. Durante este periodo, el modelo agrario costarricense se vuelca hacia las demandas del mercado internacional; tal y como lo mencionan Garnier y Blanco:

El café, nuestro “grano de oro” y principal producto tradicional de exportación, pasó de aportar un 36 % del valor total de las exportaciones en 1978 a menos de un 4 % en el 2004; el banano pasó de un 20 % a menos de un 9 % y la carne y el azúcar cayeron del 9 % al 1 % del valor exportado. En su conjunto, estos cuatro productos representaban el 65 % de las exportaciones costarricenses en 1978 pero, luego de la crisis y el ajuste, pasaron a representar menos del 14 % del total (Garnier Rímolo y Cristina Blanco 2010, 124).

Con respecto al tema indígena, el Estado costarricense estableció acciones que en apariencia pudieron verse como contradictorias, pero que, en suma, contribuyeron a la reproducción del modelo de desarrollo neoliberal. Las primeras acciones legitimaron al estado políticamente y las segundas profundizaron el proceso de acumulación económico en vigencia.

En la dimensión legitimadora, las acciones de reconocimiento civil de los pueblos indígenas a través de la creación de las denominadas “reservas indígenas”, la incorporación a nivel constitucional de los derechos fundamentales de los pueblos indígenas a través de la Sala Constitucional en 1989, el inicio del proceso de cedulación de la población indígena en 1991 mediante la Ley de Inscripción y Cedulación Indígena No. 7225, el reconocimiento del pueblo Ngäbe como parte de la formación social costarricense a través del voto 1786-93 del 21 de abril de 1993 (Guevara Berger y Vargas 2000, 22), y la ratificación del convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (“Convenio sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes”) mediante la Ley No. 7316 de 1992 fueron centrales durante este periodo para la reproducción de un orden social que se autodefinía como inclusivo de la población indígena.

Sin embargo, las acciones de política orientadas a la incorporación socioeconómica de los pueblos y territorios indígenas denotan una aparente contradicción entre la dimensión de legitimación del Estado y las funciones de acumulación que desarrolla en desmedro de las poblaciones indígenas. Las políticas de gobierno en el orden de legitimación de un Estado democrático pluricultural no acompañan una lógica de acumulación donde priman acciones tendientes a la minimización de costos, como en el caso de la contracción del “gasto” en educación y salud, y la búsqueda de la mayor rentabilidad económica del suelo, tal y como sucedió en el año de 1982 con la modificación de la Ley Indígena que elimina la copropiedad de los recursos del subsuelo entre Estado y pueblos indígenas, otorgándole al primero el dominio de estos.

De igual manera, en esta lógica de acumulación, el Estado fomenta la ampliación de la frontera agrícola a través de la invasión de territorios indígenas como, por ejemplo, el Decreto Ejecutivo de 1982, que deroga la Reserva Indígena China Kichá, incrementando la ocupación no indígena en este territorio de un 60 a un 97 por ciento; según se lee en el Decreto Ejecutivo 13570 (30 de abril de 1982):

Que tanto la CONAI como el ITCO, actualmente Instituto de Desarrollo Agrario (IDA), concuerdan en que la Reserva Indígena de China Kicha ya no tiene motivo de existir, por las razones citadas antes, y que, en estas condiciones, el Instituto de Desarrollo Agrario (IDA) solicitó la derogación de la Reserva de China Kicha, para incluir los terrenos correspondientes en su plan de titulación (Procuraduría General de la República 2018).

Los investigadores Guevara y Vargas señalan que en el periodo de 1982 a 1995 la Comisión Nacional de Asuntos Indígenas (CONAI), recuperó únicamente 7742 hectáreas de todos los territorios indígenas invadidos, calculados en más de un 80 % (Guevara Berger y Vargas 2000).

Asimismo, las medidas generales de reforma agraria en los años ochenta (fomento de la producción agrícola de productos no tradicionales) afectó de manera directa la empleabilidad agrícola del peonaje indígena, que usualmente se desempeñaba en las tareas de producción de banano y café.

En cuanto al impacto del nuevo modelo económico sobre los principales indicadores sociales en el país, se puede observar un cambio radical en la gestión social, atribuida a una transformación de Estado empresario y social a un Estado interventor mínimo. Durante la transición de modelos, la inversión social cae de un 18,5 % en 1980 a un 13,5 % del PIB en 1982 (Garnier Rímolo y Cristina Blanco 2010).

Esto se refleja particularmente en educación, cuya inversión pública cayó de un 6,2 % a un 4,2 % para los años de 1980 y 1982, respectivamente (Garnier Rímolo y Cristina Blanco 2010, 198), teniendo repercusiones inmediatas en el rendimiento escolar en la nación: la tasa de escolaridad en primaria disminuye del 91 % en 1980 a un 87 % en 1985, asimismo la tasa neta de escolaridad en secundaria baja de un 42 % a un 36 % en 1985 (Garnier Rímolo y Cristina Blanco 2010, 198).

Aunque no hay estadísticas comparativas que permitan establecer el impacto real de la disminución del gasto público en educación sobre la población indígena en edad escolar, lo cierto del caso es que no existe durante este periodo una política estatal inclusiva dirigida a la población indígena menor de edad.

Tal y como se señala en la Encuesta de Hogares para Propósitos Múltiples (EHPM) de 1998, la población menor de edad indígena que se encontraba en el mercado laboral para ese año tenía un rezago educativo en un 52 %. Cifra todavía menos gratificante si se observa que solo el 12 % de la población indígena incorporada al mercado laboral había concluido su ciclo de educación obligatoria.

Para inicios de la década del noventa, comienza el proceso de reforma social más importante de la década en el país: la reforma del sistema de salud7.

Aunque en términos superlativos la noción de reforma pudo ser vista como un proceso atenuante y de contención de las medidas económicas neoliberales, en términos efectivos esta confirmó las bases para la mercantilización de los servicios en salud8.

El desplazamiento de las funciones de gestión del Ministerio de Salud a la Caja Costarricense de Seguro Social, en 1994-1995, permitió en forma definitiva la apertura de un mercado a través de los mecanismos de subcontratación en los tres niveles de atención. Con el nuevo modelo de gestión en salud (reforma sectorial) a partir de 1997, se incrementaron las compras de servicios de la Caja Costarricense de Seguro Social, se asignaron más recursos financieros a hospitales, y se asignó la atención primaria a organizaciones no gubernamentales (cooperativas de salud) (OPS 2004, 10).

Dado que los cambios fueron paulatinos y por etapas desde el año 1993, siendo las zonas más alejadas y de menor desarrollo socioeconómico las que experimentaron, en primer lugar, la transformación en la prestación de servicios, algunas de las comunidades y pueblos indígenas se vieron beneficiados parcialmente9.

Como era de prever, el modelo no profundizó en el mejoramiento de la salud de los pueblos indígenas a pesar de acciones paliativas y la implementación de los denominados Equipos Básicos de Atención Integral en Salud (EBAIS).

Durante los años noventa, el perfil epidemiológico de la población indígena siguió siendo similar al de los setenta. Persistieron los problemas respiratorios, anemias, desnutrición, enfermedades diarreicas por parasitosis, entre otros. Durante los quinquenios de 1970-1974 y 1995-1999, se señala una tasa de defunciones por enfermedades infectocontagiosas, así como de muertes por traumatismo en adultos indígenas que superaba el doble de la tasa nacional.

Asimismo, entre 1995 y 1999, la tasa de defunciones por enfermedades infectocontagiosas fue mayor en los siete distritos que cuentan con más población indígena: 24 de cada 10 000 habitantes que vivían en territorios indígenas murieron por esta causa. Una tasa mayor a la del promedio nacional en territorio no indígena, 10 de cada 10 000 habitantes (Van der Laat Alfaro 2005, 1).

Con el primer Diagnóstico de Salud de los Pueblos Indígenas de Costa Rica, elaborado por el Ministerio de Salud en el año de 1996, se evidencia que los principios de equidad, solidaridad y universalidad en los programas de salud no son reales, al menos para las poblaciones indígenas, tal y como el mismo informe señala.

Entre los principales obstáculos para la inserción de la población indígena al sistema de salud, se señalaron los siguientes: aislamiento geográfico, alto costo del traslado, factores socioculturales, el poco personal en salud en estas regiones y el bajo nivel educativo formal de las comunidades. Problemas persistentes a lo largo de tres décadas y que con la reforma en salud se abordaron solo parcialmente.

En síntesis, el abordaje de la cuestión indígena durante la década de los ochenta y principios de los noventa se caracterizó por la falta de una institucionalidad social concreta que atendiera las principales demandas y necesidades de la población indígena.

La incorporación de “lo indígena”, en tanto dimensión circunscrita marginalmente al imaginario de nación (formación histórico-social) en los años setenta, observa una ausencia del Estado. Ideológicamente esta no presencia (en políticas de educación, salud, seguridad social, vivienda, promoción cultural) se justifica en los discursos estatales que refieren a la “autogestión” comunitaria como la salida real y legitima de los sectores más deprimidos de la sociedad.

La institucionalización de los sujetos “vulnerables”

A partir de finales de los noventa y durante toda la primera década de siglo, se incorpora la subjetividad indígena como un tema de intervención y de vulnerabilidad, de tal manera que “lo indígena” es visto a través del campo semántico social, en el cual se signan las denominadas poblaciones “discapacitadas”, “migrantes”, “adultos mayores” y “pobres”. Es decir, “lo indígena” se convierte en un componente social de vulnerabilidad susceptible de intervención estatal a partir de medidas de política focalizadas.

De esta manera, en el Plan Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas propuesto en la administración Rodríguez Echeverría (2002), se enuncia una visión de desarrollo integral para el mejoramiento de la calidad de vida de esta población con medidas particulares dirigidas a esta.

Asimismo, el Plan Nacional de Desarrollo (2006-2010) en la segunda administración gubernamental Arias Sánchez, contempla a la población indígena dentro del grupo de población vulnerable, susceptible a la protección social del Estado junto con la población adulta mayor y en situación de discapacidad (Gobierno de Costa Rica 2006, 68).

En materia de salud, los pueblos indígenas se incluyen como un grupo social homogéneo, cuyo factor determinante es su vulnerabilidad. Su bajo nivel de aseguramiento social, así como su alta propensión al riesgo de exclusión10 los define como sujetos de política. En el documento de Política Nacional de Salud (2002-2006), lo indígena es incorporado como un componente central de una estrategia integral dirigida a grupos “vulnerables” dentro de los cuales se distinguen: niñez y adolescencia, personas con discapacidad, personas adultas mayores, población migrante y población indígena e indígena migrante.

Para el año 2008, el Modelo Contextual Estratégico de la Rectoría de la Producción Social de Salud afianza este mecanismo semántico de anclaje que estereotipa e invisibiliza la complejidad y riqueza sociocultural de los pueblos indígenas.

Sin embargo, a mediados del año 2008, el ente rector en materia de salud implementa la noción de lo “intercultural” como eje articulador de planificación dentro del cual incorpora lo indígena y lo indígena-migrante11.

La inclusión del término interculturalidad restituye un enfoque de derechos humanos y de diversidad sociocultural que, en materia de salud, permite establecer una estrategia de contención de poblaciones inmigrantes indígenas panameñas ngäbe y buglé, las que desde el año 2005 se han venido incorporando masivamente como mano de obra no especializada y con baja remuneración salarial en los procesos de recolección de café en los periodos estacionarios (octubre- marzo) en toda la Meseta Central y en la Región Brunca, y posteriormente como peonazgo en fincas (Morales Gamboa 2006).

A partir de la noción de interculturalidad, se realizan acciones que inciden en un mayor acceso a servicio de salud de primer nivel y emergencia de los inmigrantes indígenas (Plan local anual para población migrante en el área de Coto Brus-Sereno), una mayor vigilancia epidemiológica de enfermedades transmisibles, y la coordinación en materia de salud con autoridades en el cordón fronterizo entre Costa Rica y Panamá.

Las persistencias de exclusión

Los procesos de institucionalización de la cuestión “indígena” durante las últimas cuatro décadas, lejos de incorporar a los pueblos originarios como un factor central para el desarrollo económico y sociocultural de la formación histórico-social costarricense, han reproducido y ahondado en las dinámicas de exclusión social.

A pesar de que en 1999 se reconoce constitucionalmente las lenguas indígenas nacionales12 (Mackay y Morales Garro 2014), y de haberse incorporado en este mismo año el término “indígena” a la carta magna a través de la reforma constitucional del artículo 76 (Robles 2012), lo cierto es que hay una brecha entre la discursividad jurídica y la realidad socioeconómica y cultural de esta población. En los pueblos indígenas, persiste la pobreza material, la ausencia de medidas de política en salud que erradiquen los cuadros epidemiológicos crónicos, la proletarización laboral, el rezago educativo a partir de un modelo educativo monológico, así como la usurpación territorial indígena.

Esta realidad ha sido visibilizada en múltiples ocasiones. Tanto en el Censo de Población del año 2000 como del 2011, el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) evidencia una población indígena costarricense caracterizada por su situación de pobreza y pobreza extrema.

Las organizaciones internacionales también han llamado la atención al respecto. En el año 2006, la UNICEF observa que el 90 % de la población indígena se encuentra en condición de pobreza (UNICEF 2006), situación que ratifica el Comité de las Naciones Unidas para la Eliminación de la Discriminación Racial (CERD), el cual señala que la pobreza extrema entre los pueblos indígenas costarricenses era un tema prioritario, pues solo un 7,6 % de esta población tenía sus necesidades básicas atendidas (Mackay y Morales Garro 2014, 23).

Ahora bien, este proceso de empobrecimiento extremo de los pueblos indígenas se relaciona directamente con el incremento de la tasa de ganancia obtenida a través actividades económicas no especializadas como la agricultura tradicional, en la que se combina la precarización laboral (pago mínimo y ausencia de garantías sociales en peonaje de fincas) y la ausencia de inversión social efectiva en salud y educación, con lo cual se establece un ciclo de dependencia y explotación laboral.

Para el año 2006, estas condiciones laborales y de dependencia ya eran de conocimiento público. Con jornadas que sobrepasaban las catorce horas, en condiciones adversas y con salarios ínfimos, los trabajadores indígenas seguían enfrentando proletarización e incrementando sus riesgos laborales y de morbilidad (UNICEF 2006, 37).

Asimismo, la falta de inversión estatal en materia de salud y educación es palpable en los primeros años de la presente centuria. En los informes de los años 1999-2000 y 2000-2001 de la Defensoría de los Habitantes, se señalan los índices más altos de mortalidad infantil y de desnutrición de la población indígena en el país13. De igual manera, la Defensoría indica el poco acceso a los servicios de salud y educación, con un modelo de atención en salud inadecuado para la cultura indígena, insuficiencia en los servicios de agua potable, discontinuidad de procesos por parte de los funcionarios públicos, y poca o nula coordinación entre las instituciones para atender las necesidades de esta población.

La respuesta estatal para el periodo 2002-2006 fue la creación de un Equipo Técnico Asesor en Salud de los Pueblos Indígenas, con el fin de gestionar planes y programas para el mejoramiento de la salud de esta población. Además, se incorporó la noción de interculturalidad como eje transversal.

Durante esta administración, se instalan tres EBAIS en territorio indígena, se realiza el primer Foro Nacional de Salud de Pueblos Indígenas, y se implementa en el año 2005 el proyecto binacional “Fortalecimiento de los Modelos Nacionales de Promoción y Protección de la Salud de los Pueblos Indígenas de Brasil y Costa Rica” para la promoción y protección de salud. Este proyecto incorpora, para 2006, la creación de Asistentes Técnicos de Atención Primaria en Salud (ATAPS) exclusivamente para territorios indígenas.

En el año 2008, la Dirección de Desarrollo de los Servicios de Salud Integrado prepara una serie de talleres en áreas de salud concernientes a territorios indígenas con el fin de analizar la situación de salud de las comunidades indígenas cuyo documento final (2009) develaría una realidad persistente: en la infraestructura habitacional de la población indígena no existen condiciones básicas en servicios de salud, no se cuenta con condiciones sanitarias mínimas y la cobertura en salud para estas poblaciones sigue siendo muy ineficiente.

Esto es ratificado en el informe anual del año 2009 por parte de la Defensoría de los Habitantes, la cual señala, entre otras debilidades, un rezago del Estado costarricense en materia de derechos indígenas. En el tema de salud observa un acceso limitado y un modelo de atención urbano que no incorpora la medicina tradicional.

De igual manera, la usurpación territorial sigue siendo una constante en los territorios indígenas. Durante el periodo de 1999-2011, el CERD denunció la ocupación ilegal de tierras indígenas al Estado costarricenses (Mackay y Morales Garro 2014).

En ese sentido, en el Plan Nacional de Desarrollo de los Pueblos Indígenas (2002), el Estado costarricense reconoce la ocupación ilegal de territorios indígenas (Salas Murillo 2004). En este se enuncia que un 39,3 % de las reservas está ocupado por “no indígenas”, cifra bastante moderada de acuerdo con la estimación de otras instancias como MIDEPLAN, el cual menciona que tan solo una de cada diez hectáreas del territorio indígena en Térraba estaba en manos de originarios indígenas, y las cifras son más graves en el país, pues el 88 % de los territorios están ocupadas por personas no indígenas.

Nuevamente, en el año 2007, el CERD resalta la falta de garantías jurídicas que protejan los derechos de propiedad de los pueblos indígenas, pues, aunque se encuentran mencionados, no existen reglamentos ni acciones legales que garantizara estos derechos en la práctica. Por su parte, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) ratifica esta problemática en el 2009 (Mackay y Morales Garro 2014, 16).

En abril del 2013, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos manifestó su preocupación por “la ocupación ilegal de más de un tercio de los territorios legalmente reconocidos a los pueblos indígenas en Costa Rica que, en algunos casos, alcanzaría cerca del 90 %” (OEA 2013).

Quizás uno de los casos con mayor mención en la prensa nacional, y visibilizado por las diversas organizaciones internacionales, es el caso de la invasión del territorio indígena de Salitre. Los indígenas bribris de Salitre ocupan tan solo el 40 % de 11 700 hectáreas, lo cual representa, en términos de densidad demográfica por hectárea, que cada uno de los ocupantes ilegales posee 59,49 hectáreas, unas 7020 hectáreas ocupadas por 118 personas no indígenas, en relación con las 3,64 hectáreas por persona indígena (Mackay y Morales Garro 2014, 31).

Como respuesta a una escalada de violencia generada alrededor del caso Salitre, en septiembre de 2011, el Tribunal Contencioso Administrativo obliga al Estado costarricense a compensar y “remover” a los poseedores de buena fe, de los territorios indígenas, así como a desalojar a los poseedores de mala fe y devolver las tierras a los dueños indígenas (Mackay y Morales Garro 2014, 21).

Sin embargo, frente a esta persistencia de usurpación, en julio del 2012, el pueblo bribri de Salitre inicia una recuperación de tierras de manera pacífica en Cebror, lo que genera el malestar y violencia como respuesta de algunos grupos sociales afincados en territorio indígena.

La negligencia estatal en el asunto de territorio fue constatada en junio de 2011 en el informe preliminar del Programa de Regularización de Catastro y Registro, en el cual se demuestra que tan solo en quince territorios indígenas hay una superposición de planos entre instituciones del Estado y dueños particulares, estando tan solo una minoría de los terrenos a nombre de las comunidades indígenas. A modo de ejemplo, está el caso emblemático del territorio de Keköldi, donde se revela la existencia de 180 planos catastrados dentro esta jurisdicción “76 de los cuales con información posesoria, 5 a nombre del Instituto de Desarrollo Agrario (estatal), 23 a nombre de particulares”. Tan solo se encuentra un plano a nombre de la comunidad indígena registrado en 1977 (IWGIA 2011).

Cabe destacar que, al igual que en la década de los ochenta y noventa, la CONAI, principal instancia del Estado para los pueblos indígenas, no realiza la debida vigilancia que le corresponde sobre las reservas indígenas.

Además de la usurpación de tierras por particulares, los pueblos indígenas tuvieron la presión del Estado para ejecutar el megaproyecto hidroeléctrico Diquís a cargo del Instituto Costarricense de Electricidad y Telecomunicaciones (ICE). Esta obra, concebida en los años setenta como Proyecto Hidroeléctrico Boruca-Cajón y renombrada en el 2004 como proyecto Diquís, pretendía utilizar la cuenca del río Grande de Térraba inundando 13 600 hectáreas (4899 hectáreas de los territorios indígenas Curré, Térraba y Boruca), con lo cual se hubiese tenido que desplazar a poco más de 1700 habitantes (Salas Murillo 2004).

En el 2009, la Corte Suprema de Justicia rechazó un recurso de amparo interpuesto por las comunidades afectadas, aduciendo en términos legales que el ICE podría realizar evaluaciones de impacto en los territorios indígenas donde se desarrollaría el proyecto Diquís (Mackay y Morales Garro 2014, 26).

Frente a esto, las organizaciones indígenas denunciaron, en el año 2010, la afectación del proyecto en términos medioambientales y la exclusión de los pueblos indígenas afectados en los procesos de consulta, ignorando el convenio 169 (ACIT 2010).

Luego de intensas manifestaciones de organizaciones ecologistas y locales, en sentencia del 23 de septiembre del 2011, la Sala Constitucional exige la finalización del proceso de consulta con respecto al proyecto hidroeléctrico El Diquís, así como la protección de las tierras teribe (Mackay y Morales Garro, 2014, p. 26).

En suma, las condiciones de pobreza y exclusión social que atraviesan los pueblos indígenas, casi como condición permanente, aunado a la poca efectividad de las acciones estatales en materia de salud, educación y en seguridad social, observan que acciones de política en lo económico y social han tenido un impacto inverso en la dinámica sociocultural de los pueblos indígenas costarricenses durante los últimos cuarenta años.

Conclusiones

Para los propósitos de esta exposición, se destaca que las reformas de primera generación tuvieron un impacto inmediato en las medidas de política dirigidas a los pueblos indígenas a través de la reducción del gasto en inversiones públicas, el recorte de inversiones en infraestructura pública, la reestructuración productiva con impacto directo en la agricultura basada en exportaciones no tradicionales, así como en la disminución de programas dirigidos al combate contra la pobreza y la desigualdad en la distribución del ingreso.

Específicamente, en este primer periodo, los resultados estuvieron marcados por una pauperización de los servicios públicos en salud y educación que, a la larga, incrementaron los niveles de proletarización (indicada como pobreza extrema), afectando de manera directa a la población indígena costarricense.

Para los pueblos indígenas, la única manera de integración socioeconómica a los circuitos de capital fue a través de la venta de su fuerza laboral a muy bajo costo, con sobreexplotación generada por ampliación de jornadas laborales y baja remuneración salarial (específicamente en trabajos de bajo valor agregado como el peonaje en finca y la recolección de café, banano y caña de azúcar).

Otra manera de extracción de riqueza e incremento en la tasa de ganancia del capital fue el uso productivo de la tierra en territorios indígenas para actividades agropecuarias. Ya sea por medio de comercio de trueque, cobro de alquiler menor al mínimo para el uso de tierra en actividades agrícolas, o directamente con la usurpación de territorio, el cual fue avalado tácitamente por la negligencia o ausencia de las autoridades estatales. La concentración de tierra en pocas manos no indígenas fue una de las principales herramientas para la apropiación de excedentes en este periodo.

A esto se le suman acciones de legitimación entre el Estado que, en concordancia con el modelo etnodesarrollista, promovieron un imaginario de pluralismo cultural y autonomía comunitaria indígena.

Por otra parte, las reformas de segunda generación retomaron el tema indígena desde una óptica de política social focalizada, con una lógica de desconcentración estatal (no tanto de descentralización como aducía el paradigma integracionista), y con variaciones importantes en la “prestación de servicios” en educación y salud bajo la óptica intercultural de derechos (Fleury 1999, 79).

Tal y como se observó, los mecanismos de apropiación de los recursos productivos en el segundo periodo analizado fueron básicamente los mismos que se utilizaron en los últimos treinta años: la sobreexplotación laboral indígena, uso rentable del territorio indígena por parte de no indígenas.

A pesar del mejoramiento de las capacidades de gestión del Estado costarricense, y del aumento en la prestación de servicios en salud y educación, los indicadores sociales no mostraron una efectividad de política.

Ahora bien, a nivel analítico, se observa que el papel activo del Estado en relación con la persistencia de dichas condiciones de desigualdad social y económica de la población indígena costarricense se ha fundamentado en una lógica de colonialidad. Es decir, en una racionalidad de desposesión y acumulación como asidero de la modernidad y de la reproducción del modo de producción capitalista en países periféricos.

El éxito relativo de esta lógica de colonialidad estatal se debe, en gran medida, a los procesos de legitimación formulada desde una retórica de la inclusión/exclusión. A través de los paradigmas del indigenismo integracionista y el etnodesarrollo, el Estado ha desplazado el punto crítico-político que señala una estructura social de inclusión en condiciones desiguales acordes con un orden social, hacia una discusión sobre el derecho a la inclusión, cuando, por antonomasia, lo indígena jamás se desliga de lo interno, es decir, lo indígena está dentro de la pugna y contradicción de dicho orden social, desde siempre.

El Estado colonial pone su acento en la “inclusión” como fundamento de política, autoasignándose las reglas de enunciación de lo que está dentro o no. El Estado se posiciona como agente de un proceso de inclusión cuya agencia de recepción, lo indígena, debe reproducir un papel asignado.

El indigenismo integracionista y el etnodesarrollo utilizan el mecanismo epistemológico como un medio para la naturalización de la “cuestión” indígena en tanto algo exógeno, fuera de, que debe ser paulatinamente incorporado. De esta manera, lo indígena es algo que se encuentra fuera de los límites de una totalidad (Said 2002).

Por otra parte, la discursividad intercultural adoptada por el Estado sigue garantizando, a través de la retórica de inclusión, la reproducción de una estructura social históricamente construida que coloca la cuestión indígena en el lugar de la inclusión-desposeída.

Finalmente, la objetivación de la cuestión indígena no solamente es estructural, sino además el producto de una configuración de sucesivas subjetivaciones subyacentes a un orden social. El sujeto indígena es signado periódicamente, desde la lógica de colonialidad estatal, como un ser marginal (en los sesenta), un sujeto desde lo rural (setentas), un individuo autogestor (inicios de los noventa) y un sujeto vulnerable (finales de los noventa en adelante).

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1Cabe destacar que dicho relacionamiento no puede ser entendido fuera de la determinación de un modo de producción (definido por la forma en que se extrae el excedente a nivel global) (Astarita 2013, 37).

2Tal como apunta Sonia Fleury, el neoinstitucionalismo llama la atención sobre nuevas reglas para la organización de la acción colectiva que permitan un control de la incertidumbre a través de la previsión de expectativas y la organización eficiente de los servicios (Fleury 1999, 73).

3En diciembre de 1981, la UNESCO y la FLACSO convocan a una reunión técnica en la cual lanzan un nuevo modelo de intervención en la cuestión indígena, el etnodesarrollo. Modelo que es aprobado en la Declaración de San José sobre etnocidio y etnodesarrollo (Ríos Castillo y Solís González 2009, 196).

4Esta perspectiva se relaciona directamente con las principales corrientes teóricas que avalan el paradigma del posmodernismo, siendo “la cuestión indígena” abordada como fragmento, y con historicidad de relatos mínimos, desde los Estudios Culturales.

5Estos tres bloques fueron desagregados posteriormente, en 1993, vía decreto ejecutivo (No. 22203-G), en la Reserva Indígena de Boruca, Reserva Indígena Térraba y Reserva Indígena Rey Curré (Guevara Berger y Vargas 2000, 20).

6A pesar de los múltiples cuestionamientos a este mecanismo de representación, las ADI en territorios indígenas han sido ratificadas como instancias legítimas y legales (artículo 5 del decreto Ejecutivo 8487-G; Decreto Ejecutivo 13568-C-G 30 de abril de 1982; pronunciamiento del Poder Judicial Decisión 6433-96, archivo 96-006,433-0007-CO, la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia en 1997 y el pronunciamiento de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia en el 2007: Decisión 2007-016.213).

7Con el decreto ejecutivo 20262-P-H-RE-S del 20 febrero de 1991, se instaura una Comisión Evaluadora del Sector Salud que establecería el Plan Nacional de Reforma del Sector Salud (Sánchez Calvo 2005).

8Tan solo en una primera etapa, esta reforma significó la ejecución de $254.530,4 millones en proyectos y programas entre octubre de 1992 y el 2004.

9Un ejemplo de ello es que, para 1993, la CCSS realiza el primer curso de capacitación en salud para la población indígena cabécar de Chirripó y la comunidad bribrí en el cantón de Turrialba.

10Se entiende como riesgo de exclusión la imposibilidad de hacer uso de las garantías de protección social por conducto de los poderes públicos, para satisfacer sus necesidades y demandas.

11La noción de “interculturalidad” es abordada desde finales de los años ochenta (aprox. 1988), aunque no de manera central en las medidas de política social en salud y educación.

12En la Ley N.º 7.878, se enuncia en el artículo 76: “el Estado velará por el mantenimiento y cultivo de las lenguas indígenas nacionales”.

13Esto a pesar de que, para el año 2000, ya existía un Programa de Atención a la Población Indígena en la CCSS.

Recibido: 20 de Marzo de 2018; Revisado: 07 de Junio de 2018; Aprobado: 28 de Junio de 2018

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