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Revista Rupturas

versión On-line ISSN 2215-2989versión impresa ISSN 2215-2466

Rev. Rup. vol.8 no.2 San Pedro de Montes de Oca jul./dic. 2018

http://dx.doi.org/10.22458/rr.v8i2.2111 

Artículos

Un problema de las Ciencias Sociales latinoamericanas: sobre los orígenes supuestos y los reales

A Problem of Latin American Social Sciences: About Supposed and Real Origins

Marcos Cueva Perus1 

1Mexicano. Doctor en Ciencias Económicas de la Université des Sciences Sociales de Grenoble (Université Pierre Mendés France, Grenoble II). El autor labora en el Instituto de Investigaciones Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), como Investigador Titular y docente en las Facultades de Filosofía y Letras y Economía; actualmente, en investigación sobre historia de las mentalidades y las ideas en América Latina. Correo electrónico: cuevasperus@yahoo.com.mx

Resumen

Este artículo busca demostrar el peso de la fenomenología de Husserl y de una determinada posición epistemológica no explicíta en el quehacer actual de las ciencias sociales latinoamericanas. En algunas de sus corrientes, este quehacer inicia de posiciones erróneas sobre la herencia histórica colonial latinoamericana y no permite captar la singularidad de la región, que pasa por la herencia de la religión y no por la del cartesianismo. Dado que esa fenomenología privilegia la vivencia, situada entre el empirismo y el formalismo, se presta, junto a la ausencia de praxis en el “conocimiento”, para una forma de mercantilización de la ciencia en un mundo en el cual el “mercado” también llama a consumir vivencias.

Palabras clave: Fenomenología; Husserl, experiencia, Latinoamérica; ideas

Abstract

This paper seeks to demonstrate the weight of Husserl's phenomenology and of a specific epistemological position that is not explicit in the current work of the Latin American social sciences. In some of its currents, this task starts from erroneous positions on the Latin American colonial historical heritage and does not allow capturing the singularity of the region, which passes through the heritage of religion and not that of Cartesianism. Given that this phenomenology privileges the experience, situated between empiricism and formalism, it lends itself, together with the absence of praxis in "knowledge", for a form of commodification of science in a world in which the "market" also calls to consume experiences.

Key words: Phenomenology; Husserl; experience; Latin America; ideas

En este texto reflexionamos sobre el sentido de algunas de las prácticas actualmente existentes en las ciencias sociales latinoamericanas y caribeñas, que ocasionalmente suelen prescindir del juicio y la lógica por motivos que no son ajenos a la propia evolución de esas ciencias, incluso más allá de la región. Estas prácticas han dado lugar a una gran diversidad de estudios concretos, y con menos abundancia a formalizaciones tanto más refinadas cuanto que disponen hoy de instrumentos tecnológicos sofisticados. En cambio, aunque parezca que sucede lo contrario, la reflexión sobre el sentido de lo que se hace, por momentos escasea, tal vez porque este mismo sentido se da por evidente. Hoy se tiende, con frecuencia, a relegar la reflexión sobre cuerpos teóricos y tradiciones disciplinarias. Si se quiere, desde el punto de vista científico, la epistemología no es lo más buscado, como tampoco proliferan los estudios que vinculen estudios de caso con cuerpos teóricos sujetos a debate. Cabe preguntarse, dentro de ciertos límites, si el “sujeto de conocimiento” tiene todavía por objetivo conocer, o si busca algún otro fin, no disociado del cálculo de interés, el propio o alguno reflejo del ajeno, así sea involuntariamente. Una parte no desdeñable de las ciencias sociales de la región está alejada de una compresión clara de lo que significa “saber”; en cambio, porque se reproduce un estado de cosas -sobre la base de premisas incluso ignoradas por quienes las tienen- dado a la vez por inmutable y trascendente, como en cierto modo lo hace la sociedad que cree en un mundo “dado”, sobre el cual “operar”. Una parte de las ciencias sociales no va más allá de la manifestación fenomenológica.

Hay un estilo estadounidense de hacer las cosas que ha influido en América Latina y el Caribe, y que remite al estudio muy especializado que quizá sirva para una política muy precisa en tal o cual campo: es el estudio del experto, aunque no esté demostrado que el principal papel del científico social deba ser la expertise, que tiende a elaborar “productos” que cobran la forma de informe y que llegan a ser utilizados fuera del ámbito académico, a imitación del breafing o del informe del organismo internacional. Este tipo de estudio puede acompañarse de recomendaciones y está orientado hacia el exterior de la academia. Por otra parte, está el artículo formalista que elabora modelos: es muy frecuente en la ciencia económica, por ejemplo. Si el “informe” parece de utilidad inmediata, el modelo tiende más a ser un ejercicio, incluso sofisticado, cuya utilidad en realidad tampoco es obvia. No negamos que estas formas de estudio sean necesarias. El problema está en saber si hay algo en medio de estos extremos, o no hay nada. Desde principios del siglo pasado, algunas corrientes de pensamiento sostuvieron que lo que hay es una “vida”, “la vida”, vivencia “de cada quien” sin juicio posible.

Entre empirismo y formalismo entonces sí hay algo: una fenomenología que niega que conocer para transformar y transformarse como sujeto sea posible. La asunción implícita de esta fenomenología ha provocado el estancamiento de las disciplinas, considerando sus tradiciones y sus “estados del arte”, y también del estudio de casos concretos que apunten a transformar la realidad en cualquier otro sentido que no sea el que decida una instancia exterior a la academia, si es que en verdad decide y no simplemente “ejecuta”. La ausencia del ir y venir indicado supone que así como no se transforma al objeto de estudio, sino que se lo describe, tampoco se transforma al sujeto del supuesto conocimiento. Simplemente, el “caso concreto” está “puesto ahí” (ciertamente, suelen ayudar las prácticas de campo) y un estudioso que pretende ser “neutro” no haría, él también, más que “ponerse ahí”, con frecuencia sin “pensar”, evitando los juicios: en más de un texto se muestra, pero no se demuestra. Entretanto, cualquier intento por establecer el vaivén entre un cuerpo teórico y una realidad concreta cae, supuestamente, en el “ensayo de interpretación”, de “opinión” o en la “ideología”. En efecto, cuando se dice “ensayo” se entiende subjetividad, y la teoría y sus categorías son siempre y a fin de cuentas “subjetivas”, salvo en el modelo matematizador al extremo. Ocurre lo mismo si se sugiere que hay “ideología”, cuando en realidad se confunde el uso de un corpus teórico y de categorías con la “aplicación de un modelo” o con alguna forma de “idealización”, lo que no es el caso. Hay algo más: el ejercicio de análisis es confundido con “juicios de valor” -que en un dejo religioso se entienden como condenas- desde una ciencia que ya sea en la exposición de casos, ya sea en la formalización, no debería tenerlos, cuando, en realidad, más que juicios de valor pueden serlo de realidad y lógicos, ligados a la capacidad de análisis. El informe experto, el “estudio de caso” que lo describe ahorrándole cualquier “normatividad”, no suele adentrarse ya en el análisis que requeriría el manejo de un corpus teórico.

No es solo el análisis el que no está; también se encuentra ausente la síntesis de pensamiento y acción, de tal modo que son pocos los “estudios de caso” que incursionan por el aporte a la teoría, como pocas las formalizaciones extremas que se ponen a prueba mediante “el caso”. A final de cuentas, el opacamiento del análisis y de la síntesis incluso impide, como veremos, el respeto al predicado (lógico) que se evita como si un juicio fuera contrario a la ciencia.

El rechazo al juicio: hurgar en Husserl (y algunos otros)

Tal pareciera que las ciencias sociales deben aproximarse a “la vida” y alejarse de abstracciones, eso sí, mal entendidas (como cuando se dice “abstraerse” de una situación, en el sentido de ausentarse de ella). “La vida” pareciera dada - o deber darse- sin ninguna mediación de una actividad abstracta de la mente. En la versión más extrema, es el tipo de “fluidez” que algunos proponen encontrar en determinadas religiones: el budismo, por ejemplo (recordemos el acercamiento entre Erich Fromm y D.T. Suzuki), como si fuera posible una fusión completa entre sujeto y objeto, aunque en una suerte de “rendición” o “entrega” del segundo al primero. Esta propuesta de “rendición”, por llamarla aquí de algún modo, se remonta entre otras a la fenomenología de Edmund Husserl a principios del siglo XX y es lo opuesto a un saber, al conocimiento como búsqueda y a la posibilidad de admitir que hay algo desconocido no solo por encontrar, sino también por crear, transformando tanto al objeto como al sujeto del conocimiento. Esta situación “sin mediación” se encuentra en el pre predicativo de Husserl, que es anterior a cualquier juicio y que solo puede “vivirse”, a riesgo -según veremos- de confundir la experiencia con una vivencia. Huelga decir que hoy se abunda en la pretensión de llegar a una ciencia social sin juicios (sin una lógica conocida y explícita), sin especificar de qué tipo de juicios se trata: aquí tratamos del predicativo.

La llegada a un objeto (a un “objeto de estudio”, pongamos por caso) supondría deshacerse de todo juicio, “no juzgar”, en un proceso de “reducción”, como lo llama Husserl (1980). Esta reducción procede mediante el paso de la “evidencia mediata” a la “inmediata”, lo que Husserl llama “la necesidad de retroceder a los conocimientos simplemente inmediatos” (Husserl, 1980, 24). Toda propiedad del objeto parece descartada -lo que cuenta es su “ser”- y tal inmediatez es singular: la evidencia objetiva es individual; es tal como “se le presenta” al individuo por medio de la experiencia.

La pregunta por el carácter de la evidencia objetiva, escribe Husserl, es, pues, una pregunta por el estar dado evidente de los individuos. Y la evidencia de objetos individuales constituye el concepto de experiencia en el sentido más amplio. Así, la experiencia en el sentido primario y más preciso se define como referencia directa a lo individual. Por ello, los juicios primarios en sí, como juicios con sustratos individuales, los juicios acerca de lo individual, son los juicios de la experiencia. El estar-dado (Gegebenheit) evidente de los objetos individuales de la experiencia, es decir, su estado pre-predicativo, precede a esos juicios. Por consiguiente- prosigue Husserl- la evidencia experiencial sería la evidencia originaria última buscada por nosotros y, de este modo, el punto de partida para el esclarecimiento del juicio pre-predicativo (Husserl 1980, 28).

Husserl propone así una experiencia pre-predicativa (sin juicio, “sin juzgar”) como base de la conciencia igualmente pre-predicativa que encuentra “lo que está dado”, lo que “es”. No hay búsqueda (indagatoria, investigación), sino para recuperar expresiones de moda, algo así como un “dejarse ir” -por este motivo se habla en Husserl de pasividad-, un “fluir” con lo existente (¡), hasta “experimentarlo sin juicio alguno”, con el tipo de “experiencia” que incluso, por extraño que suene, se encuentra a veces en la literatura de autoayuda. Es de algún modo “la vida en sí”: Husserl considera, en efecto, “el retroceso a la evidencia de la experiencia como retroceso al mundo vital” (Lebenswelt), y, además, como “destrucción de las idealizaciones que cubren el mundo vital” (Husserl, 1980, 43), a riesgo, por lo menos en cierta vulgarización, de oponer este mundo vital al predicativo confundido con una “idealización”. Llegar al “ser” es basarse en la experiencia:

en última instancia, sostiene Husserl, todas las evidencias predicativas se han de fundar en las evidencias de la experiencia. La tarea del esclarecimiento del origen del juicio predicativo, que consiste en comprobar esta relación fundamentadora y en seguir la génesis de las evidencias pre-predicativas a partir de la experiencia, resulta ser -una vez aclarada la naturaleza de la experiencia- una tarea de retroceso hacia el mundo, tal y como está pre-dado como terreno universal de todas las experiencias individuales, es decir, como mundo de la experiencia, en forma inmediata y previa a todos los esfuerzos lógicos (Husserl, 1980, 43).

Ningún concepto es posible de antemano, previo a este “retroceso al mundo de la experiencia individual” (¿no se puede conocer lo que no se ha experimentado?): “cada quien” lo “vive” a su modo mediante esa experiencia que solo puede ser “la de cada quien”.

Husserl admite que no se está en un vacío, sino que ya hay algunos objetos pre-dados en certeza simple, sin que quede claro cómo pueden darse fuera de todo predicativo. En realidad, la certeza es que estos objetos “aquí dados, son”. No hay nada desconocido, puesto que la certeza ya está incluso en el objeto pre-dado. A propósito de estos objetos y del conocimiento, afirma Husserl:

todo comienzo de la actividad conocente los presupone ya. Están ahí para nosotros en certeza simple, es decir, como supuestamente existentes y siendo en tal forma, como si fueran válidos para nosotros aún antes del conocimiento y esto de diversa manera. Como algo simple y lo pre-dado constituyen así el punto de partida y el estímulo para la actividad conocitiva en que obtienen su forma y su carácter de legitimidad y se convierten en el núcleo permanente de funciones conocitivas, cuya meta reza así: ‘el objeto que verdaderamente es’, el objeto como es de verdad (Husserl, 1980, 30).

Aquí está negada la facultad del juicio para dar cuenta de la verdad de un objeto o de sus propiedades. El mismo discurso de moda puede sugerir que no hay verdad posible de decir (de enunciar) antes de haber “vivido” el objeto, aunque al mismo tiempo no sea puro e incluso en lo pre-dado ya tenga algo, una “certeza simple”.

¿De dónde puede prevenir esa certeza simple que antecede a la experiencia? Por lo pronto, negado el juicio, el objeto es y este ser “trasciende”. Hemos partido, siguiendo a Husserl, del terreno de la evidencia. ¿Es esta evidencia la que trasciende, o, dicho de otro modo, podría estar lo trascendente en lo evidente que aparece una vez que se ha renunciado al pre predicativo? Anotemos que seguimos en el terreno de lo que “se muestra”, “aparece”, “se manifiesta”, y no de algo desconocido que haya que buscar activamente o que haya que transformar. No hay aquí ninguna actividad de algún sujeto que le dé forma al objeto, transformándose, de paso, aquel en el proceso. Desde este punto de vista, el conocimiento no da forma, no transmite- digámoslo así- “forma humana” al objeto, que “se revela” por cuenta propia, que “dona de sí”, para retomar la terminología de Husserl.

Dejemos dicho que una evidencia es, si no lo contrario del conocimiento, sí por lo menos algo que puede resultarle peligroso (una evidencia ideológica, por ejemplo). Sin embargo, para Husserl el sentido del conocer pareciera ser otro, digamos que “mostrar el trascender del ser”. En efecto,

la actividad que juzga entra en consideración como una actividad al servicio del afán de conocer. ¿Conocer qué? En términos generales, responde Husserl, conocer lo que es, el ente. Si el afán de conocimiento se ha de dirigir al ente, es decir, al afán de enunciar, juzgando, lo que es y cómo es, el ente debe estar ya dado (Husserl, 1980, 19).

Nótese que seguimos en un terreno en el cual no hay transformación de nada. “El ente, prosigue, debe estar dado en tal forma que pueda hacerse objeto de un juicio” (Husserl 1980, 19). Los objetos, curiosamente, aunque espontáneos, deben estar “(…) previamente dados de tal manera que su presencia haga posible por sí misma (el subrayado es nuestro) el conocimiento, o sea, el juicio evidente. Ellos mismos tienen que ser evidentes, estar dados como ellos mismos” (Husserl, 1980, 20). ¿Estamos entonces en que las cosas “son lo que son”? Pareciera que el conocimiento ya viene dado y que no supone - es necesario poner atención aquí- ningún trabajo (análisis, síntesis, predicativo, etcétera): el conocimiento es el mostrar la presencia del ente, “evidenciarlo”. El conocimiento ya está dado en la presencia por sí misma. “Un objeto, dice Husserl, puede caracterizarse conscientemente en su estar dado como ‘por sí mismo ahí’, ‘corporalmente ahí’, en contraste con su mera presentificación (Vergegenwurtigung) como imagen vacía, solamente indicativa” (Husserl 1980, 20). No es necesaria, ni siquiera implícitamente, lo que Husserl llama formación predicativa (Husserl, 1980, 20). “Designamos, dice, (…) como evidente toda conciencia que con respecto a su objeto está caracterizada como dándolo a él mismo sin preguntarse si este darse a sí mismo (Selbstgebung) es adecuado o no” (Husserl, 1980, 20). En efecto, “(…) toda especie de objetos tiene su manera de darse a sí misma= evidencia” (Husserl, 1980, 20).

Así, a fin de cuentas, el objeto se “da a sí mismo como evidencia”. Este darse a sí mismo puede tener lugar “(…) sin que tenga que ser juzgado en un juicio predicativo” (Husserl 1980, 20). Volvemos sobre el hecho de que “haciéndose presente”, o si se quiere y dicho sea con ironía, “dándose a conocer”(¡), la evidencia-objeto ya está “dada”, sin que medie trabajo mental ninguno. Ramón Rodríguez (2008) lo resume así, después de precisar que no se trata de inmiscuirse en predicados reales, sino en lo que aparece en la percepción “en tanto que aparece así en ella”: “todo lo que se deja ver en la estructura de lo que aparece puramente en cuanto aparece forma parte del sentido de la vivencia (…)” (Rodríguez, 2008, 38-39) Es la “(…) dependencia del puro aparecer de lo que aparece” (Rodríguez, 2008, 37). El “sentido” se presenta exactamente tal como está ‘inmanente’ en la vivencia de la percepción.

Es así como se llega a un mundo dado, con el cual en cierto modo hay que fusionarse: la conciencia, siempre “acerca de algo”, es por así decirlo abismarse en la vivencia, lo que Husserl llama “conciencia en toda plenitud de la concreción en su nexo concreto -la corriente de vivencias- y en que se funden e integran por su propia esencia” (Husserl, 2013 151). Lo que cuenta es llegar -mediante la vivencia intencional- a la esencia propia de la conciencia, que de estudiar algo pasa a ser objeto de sí misma, por su contenido, “en su índole propia” (Husserl, 2013, 151). ¿El objeto de estudio es “mi ego en la vivencia”? La conciencia es “conciencia dadora” -de sentido- (Husserl, 2013, 228) para lo que a su vez es “en sí mismo”. Es una valoración que está no en la cosa misma, sino en el “estar vuelto a una cosa valorando”, por lo que en vez del objeto en sí es valorado el “objeto intencional”: esta forma de “atender” o “captar” es para Husserl el cogito (Husserl, 2013, 156-157). La vivencia intencional “alberga un sentido”, al decir de Husserl: por ejemplo, “el dirigir la mirada del yo puro al objeto ‘mentado’ por él en virtud de dar sentido al objeto que ‘se tiene en la mente’” y “análogas operaciones” (Husserl, 1962, 213). El sentido es inmanente en la vivencia de la percepción, “del juicio, del agrado, etc, es decir, como, si preguntamos puramente a esta vivencia misma, nos es ofrecido por ella” (Husserl, 1962, 214).

Husserl afirma:

si el que juzga no estuviera nunca en situación de vivir en su interior el carácter distintivo que constituye la justificación del juicio, y aprehender este carácter como tal; si le faltase en todos sus juicios la evidencia, que los distingue de los prejuicios ciegos y que le da la luminosa certeza, no solamente de tener algo por verdadero, sino de poseer la verdad misma, no se podría hablar en él de un establecimiento ni de una fundamentación racionales del conocimiento, no se podría hablar de teoría alguna ni de ciencia (Husserl, 2006, 109-110).

Toda teoría pareciera tener que estar respaldada por lo que cuenta, una vivencia. Para Husserl, de acuerdo con los “Prolegómenos” de sus Investigaciones lógicas (&32), “la teoría, como fundamentación del conocimiento, es ella misma un conocimiento, cuya posibilidad depende de ciertas condiciones, que radican en el concepto puro del conocimiento y la relación de este con el sujeto cognoscente” (Husserl, 2006, 109).Tal pareciera que debería haber una relación siempre directa, mediante la vivencia, y nunca mediada por un aparato conceptual que nunca es “puro”, por cierto: por ejemplo, la vivencia del “trabajo de campo” o la del “testimonio de quien estuvo presente”. Un cuerpo teórico y las categorías no pueden dar cuenta de propiedades de la realidad (el objeto escogido), sino que dan cuenta de lo que pueda encontrar el académico en “lo vivido”. La teoría resulta ser una “donación de sentido” y una “intencionalidad” (¿pero por qué este y no otro?).

Hoy es frecuente-pero también ocurría en tiempos de Nietzsche o de los sofistas, por ejemplo- negar la posibilidad de acceder a la verdad gracias al pensamiento/conocimiento: en el mejor de los casos, a esa verdad se llega “viviéndola”. Aunque reconoce la existencia del objeto, Husserl agrega:

pero esto no quiere decir sino que, en cuanto tal, no es meramente mentado (juzgado) en general, sino conocido; o que el ser tal es una verdad que se ha hecho actual y se ha individualizado en la vivencia del juicio evidente (…) Aprehendemos en este caso la verdad como el correlato ideal del acto de conocimiento subjetivo y pasajero, como la verdad única frente a la muchedumbre ilimitada de posibles actos de conocimiento y de individuos cognoscentes (Husserl, 2006, 192).

Nótese que vuelve a aparecer como criterio del acto de conocimiento la “vivencia” que hace e-vidente al juicio. Si no hay este respaldo vivencial, la teoría no queda más que como un “ideal” (un poco a la manera en que Max Weber, por ejemplo, construye tipos ideales sin que pueda decirse que se trate plenamente de categorías/conceptos). En realidad, la verdad es “lo que es para mí en la vivencia”. Fuera de esto, la teoría está confundida con idealización -un cliché frecuente en la actualidad- y no con el uso riguroso de un aparato lógico/conceptual.

Entendemos por teoría -escribe Husserl- (…) cierto contenido ideal de un conocimiento posible (…) La teoría así entendida no se compone de actos, sino de elementos puramente ideales, de verdades, y se compone de éstas en formas puramente ideales, en las formas de la relación de fundamento a consecuencia” (Husserl, 2006, 199).

Esto se parece mucho, más que a una teoría propiamente dicha, capaz de utilizar categorías/conceptos, a modelos que suelen guiar muchos estudios que desembocan en impasses porque no puede ser de otro modo cuando efectivamente se trata de “lo ideal”. En realidad, no hay teoría ninguna y el planteamiento se parece más al wishful thinking.

En todo caso, llevar a cabo únicamente el tipo de estudios descritos supondría aceptar la división que propone Husserl entre ciencias abstractas (explicativas, por la unidad de la explicación), ciencias concretas (descriptivas, por su utilidad) y ciencias normativas (por su interés valorativo: ¿no hay síntesis posible entre las dos primeras?). En sus “Prolegómenos”, Husserl desemboca en la dicotomía entre el matemático y el filósofo, ambos concebidos de manera muy peculiar, puesto que el matemático es apenas un técnico y el filósofo, alguien que tiene “intelección de sentido y esencia”, sin olvidar lo que estas dos palabras significan muy en específico en Husserl: ha disociado una teoría que ve como “lo ideal” de un concreto inmutable “dado a la percepción” y que solo cabe explicar, “viviendo intencionalmente” un mundo que ha “donado de sí”. Si las cosas son así, el uso de un cuerpo teórico y de categorías puede ser tomado como lo que no es: una anticipada “intención” y una arbitraria “donación de sentido”. Dejemos dicho que fuera de la descripción o de la formalización, no pareciera quedarle a la ciencia social más que la vivencia, la de “lo dado”, para colmo. La teoría se ha acabado. Husserl había visto la crisis y las limitaciones de una ciencia que se limitaba a lo que llamaba “los hechos” (el positivismo) y también del psicologismo; pero la respuesta fue la epojé (suspensión del juicio, de la afirmación), al grado de llevar esa suspensión a la de “poner la realidad entre paréntesis”. Mientras el ego cartesiano termina siendo “el más grande de todos los enigmas” (Husserl, 2008, 82) en medio del marasmo, Husserl vuelve a finales de los años ’30 del siglo XX, no en cualquier contexto, a la propuesta de la “reducción” como acceso a la subjetividad trascendental, una subjetividad constitutiva del mundo (Husserl, 2008, 222-226). Es la subjetividad de “los sujetos trascendentales que funcionan (…) para la constitución del mundo”(Husserl, 2008, 224)”, algo así como un “yo creo mi mundo” (el “polo-yo funcionante” o “polo yoico en sus modos de darse”, una vez que el ego ha “tomado conciencia de sí mismo”), en el “mundo de la vida” (el mundo del “nosotros funcionando trascendentalmente”, en la “intersubjetividad trascendental”); este es a su vez el mundo vuelto fenómeno y con el cual hay una “conexión anímica única”, al decir de Julia V. Iribarne (Iribarne 2008, 43). Husserl afirma que lo que cuenta para el ego es volverse trascendental para sí mismo (Husserl, 2008, 225-226), “actualizar el verdadero yo”, “idéntico consigo mismo” (Husserl, 2008, 305), en un reclamo de “autenticidad”, de “autocomprensión” (Husserl, 2008, 306) y de apodicticidad (Husserl 2008, 308). Recordemos que lo apodíctico es la verdad concluyente que no deja lugar a dudas ni a discusión.

Queda la necesidad de precisar el modo en que alguien guarda relación con lo que “se manifiesta”. En realidad, si Husserl reconoce este “manifestarse”, le interesa mucho más lo que convierte esa manifestación en evidencia: la conciencia, siempre “de”. En sus Cinco lecciones de filosofía, el filósofo español Xavier Zubiri (2009) presenta la ventaja de realzar los principales aportes de la fenomenología de Husserl, antes que vulgarizarlos, y aclara al mismo tiempo relaciones que de otro modo no siempre aparecen tan obviamente como tales en las distintas obras del filósofo alemán. Zubiri pone de paso en relación -y gracias a la claridad de la exposición- a Husserl con otros pensadores como Heidegger.

(…) La conciencia no hace al objeto, dice Zubiri al exponer la propuesta de Husserl, sino que lo único que ‘hace’ es tener al objeto como algo manifestado en mí, nada más. Es un ‘hacer’, pero sui géneris, es hacer que el objeto quede manifiesto ante mí en lo que él es; de suerte que sólo en cuanto manifiesto en mi muestra el objeto aquello que él es (Zubiri, 2009, 202).

Sin negar la “objetividad” del objeto, lo que le interesa a Husserl es la evidencia en la conciencia, “evidencia” que pasa por la conciencia “de” ¿Cómo ocurre esta manifestación? No por el solo “mostrarse”, sino por una intención de la conciencia y en fin de cuentas del ego que es trascendental. “(…) La conciencia, prosigue la explicación de Zubiri, prefija de antemano el modo de presentación del objeto: no es una correlación, sino una prefijación (…). La conciencia es lo que hace que haya un objeto intencional para ella, y lo hace desde ella misma” (Zubiri, 2009, 208). El objeto se funda en la intencionalidad de la conciencia. No se está ya lejos de que sea el ego el que haga intencionalmente “manifestarse” al objeto -tal como “es en sí mismo”- dentro de la conciencia. La intención “se fija” por así decirlo en el objeto: “la intencionalidad, explica Zubiri, no es sólo ‘intrínseca’ a la conciencia, sino un a priori respecto de su objeto, donde a priori significa que la conciencia funda desde sí misma la manifestación de su objeto. Y este fenómeno de intencionalidad es lo que temáticamente llama Husserl vivencia” (Zubiri, 2009, 208).

La intención no es en realidad trabajo de ningún tipo, menos conceptual, sino vivencia. Es la del ego que se vuelve trascendental al ir intencionalmente encontrando en su interior las evidencias del “mostrarse” del objeto dado-ahí. Luego de una reducción del objeto a su estado pre-predicativo, este estado, ajeno a todo “trabajo de conocimiento”, se manifiesta en una conciencia que al mismo tiempo lo ha fijado intencionalmente, sin que medie saber ninguno, únicamente lo dado de la vivencia. Así, “la conciencia es un acto que desde sí mismo abre el área de sentido; es, como dice Husserl, un sinngebender Akt, (…) el acto de ‘dar’ sentido” (Zubiri 2009, 210). La significación está en el “acto de significar”, un acto del “ego trascendental”. Más que de saber, se trata entonces de cómo el ego trascendental vive intencionalmente el trascender del mundo mediante sus evidencias. Puede ser que “dándose la razón”, fuera de todo predicativo, puesto que, como lo sintetiza Zubiri, “(…) el sistema de vivencias determinado por evidencia es lo que Husserl llama Razón” (Zubiri, 2009, 222), fuera de toda determinación y de las reglas del juicio en la actividad de conocer.

Este sistema de vivencias explica Zubiri, es el sistema gracias al cual tengo para mí eso que llamo mundo, algo completamente distinto de un mosaico de objetos. El sistema vivencial es, pues, el logos radical y universal de todo ser concebible (alles erdenklichen Seins) (…) Mundo es el correlato intencional constituido por el logos constituyente que es mi sistema de vivencias (Zubiri, 2009, 222).

De modo individual, sin mediación ninguna, el mundo es lo que es la vivencia para mí. Así se resume esta filosofía que al decir de Zubiri tiene una subjetividad constituyente, una subjetividad que es “(…)un hacer que las cosas se vayan manifestando, dándose a la conciencia tales como son en sí (…) Desde el sistema de vivencias, el mundo se va constituyendo y queda constituido como sentido de mi ego en él” (Zubiri 2009, 223).

¿El mundo tiene el sentido que le da mi ego? Si fuera así, podría pensarse que no se está lejos de alguna forma de arbitrariedad. Pero dice Zubiri siguiendo el pensamiento de Husserl que el “problema radical de la filosofía” es “(…) la constitución de mi ego y del mundo en que este ego vive. (…) Es la reconstitución evidencial de lo que soy como ego, y de lo que es el mundo de este ego. Dicha reconstitución es la suprema vivencia” (Zubiri 2009, 223). Tenemos a la vez este ego trascendental -que Zubiri sintetiza en el contexto del pensamiento de Husserl- y una realidad cuya validez está en suspenso, salvo en lo que es “estar sin más nota que ser el fenómeno de la yoidad, por así decirlo” (Zubiri, 2009, 198). No es que esta dimensión vivencial no sea válida: lo que no puede hacer es sustituirse al saber acumulado en las ciencias sociales y convertirse en “todo un programa académico”, si se considera válida la intrusión del individuo privado en el espacio público sin más, con los derechos que supuestamente da esa “subjetividad constituyente”. No es que esta subjetividad deba ser negada: sucede que el ego trascendental de cada quien no puede ser el punto de partida de un saber que en realidad está negado en Husserl, puesto que no es una posibilidad en el objeto (reducido al pre-predicativo) ni en el sujeto, que “prefija de antemano” según la vivencia individual, como lo explica Zubiri (2009). Pareciera que nada tiene ninguna determinación de nada, entre otras cosas porque esa “subjetividad constituyente” se empeña en negar determinaciones (que no son determinismos) en los que cree ver prejuicios, interpretaciones, ensayos o ideologías.

El énfasis en la vivencia puede provocar otro problema: el de la “psicologización” de las ciencias sociales y de los sujetos que las practican. Retomando a Wilhelm Dilthey, Zubiri escribe: “los momentos afectivos constituyen una experiencia de lo valioso o no valioso en la vida, una experiencia de los valores, que Dilthey llama experiencia de la vida” (Zubiri, 2009, 227). Por este camino, aunque parezca haber fusión de “lo vivido” y “lo pensado”, en realidad hay primacía de lo primero y, en el mejor de los casos, soporte de lo segundo, de tal forma que este no vale si no está “la vida” detrás. Esto puede llevar a buscar detectar no el desinterés, sino el interés personal y la “vivencial” del que escribe, colocado entonces al borde de la sospecha. En términos coloquiales, pareciera que “la vida habla” o que incluso “dicta” y que el estudioso (¿lo es?) en las ciencias sociales no tiene más que “dejarla hablar”, tal como “se hace presente”. Dilthey (1978) sugiere algo muy parecido a Husserl, aunque tiempo antes:

la vivencia, dice, es un modo característico distinto en el que la realidad está ahí para mí. La vivencia no se me enfrenta como algo percibido o representado, no es dada, sino que la realidad ‘vivencia’ está ahí para nosotros porque nos percatamos por dentro de ella, porque la tengo de modo inmediato como perteneciente a mí en algún sentido. En el pensamiento es, luego, cuando se hace objeto (Dilthey, 1978, 362).

Para Dilthey también hay intención, que es “(…) ejecución de proceso dinámicos orientados hacia un efecto exterior” (Dilthey, 1978, 363). “Mi forma de sentir”, dicho sea con ironía, puede ser el curioso punto de partida de un estudio en las ciencias sociales -para “causar un efecto” desde una intención- que en determinadas “agendas” parece querer canalizar las experiencias de sectores específicos y gustos de la población (y de los propios estudiosos) al margen de los estados del arte disciplinarios y de los debates a los que llaman. Dicho sea de paso, ni se recoge del pasado ni se proyecta a futuro, porque la vivencia debe “estar viviéndose”, “a plenitud”, lo que los anglosajones llaman “a full”:

(…) la vivencia, considera Dilthey, designa una parte del curso de la vida en su realidad total, es decir, concreta, sin recorte, que, considerada teleológicamente, encierra en sí una unidad. No es presente, contiene ya pasado y futuro en la conciencia del presente, ya que el concepto de presente no alberga ninguna dimensión en sí, y la conciencia concreta del presente contiene, por lo tanto, pasado y futuro (Dilthey 1978, 363).

Basta con que los temas predominantes sean los de un presente que se “presenta” y que, supuestamente, encierra pasado y futuro.

Fuera ya de toda determinación, la “intención” está en lo que se “hace presente” y aparece como “ser del ser”, con lo que no se está lejos de Heidegger. No hay que olvidar que Ser y tiempo es un texto dedicado a Husserl. Las cosas tienen un “modo de ser” y la compresión es la de este mismo “modo de ser”, por lo que de nueva cuenta está excluido el trabajo de conocimiento. Se está ante el Dasein. “¿Qué es esta presencia, se pregunta, Zubiri? El hombre es un ente en cada una de cuyas acciones trata de ser de una manera u otra” (Zubiri, 2009, 241). Hay también un “en vista de”; termina en que “el Hombre es el ente que consiste en que le es presente (Da) el ser mismo (sein)” (Zubiri, 2009, 241). Si esta filosofía guiara a las ciencias sociales, ya no podrían entonces ocuparse más que de lo que está “presentificado” sin determinación de ninguna especie. Es lo que “existe” siendo “de una manera u otra”. La ciencia “se muestra”. Sin negar el valor y sobre todo la variedad de los estudios de caso ni de las formalizaciones matemáticas, el sobreentendido (negación de la conceptualización y del vaivén con lo concreto) es apodíptico: no deja lugar a dudas, porque “está puesto ahí”. Lo mismo pasa en Martin Heidegger: en su primacía óntica, “el Dasein está determinado en su ser por su existencia” (Heidegger 2006, 36), y es asunto de que el ente “(…) tiene en cada caso su ser como suyo” (Heidegger, 2006, 35); ónticamente, “(…) a este ente le va en su ser este mismo ser” (Heidegger, 2006, 35). Según sugeriremos, esta forma de presencia justificada en el solo hecho de existir -en algo así como la res extensa- está en ciertas corrientes de pensamiento en las ciencias sociales latinoamericanas. La “esencia” -el “ser”- está planteada de tal modo en su existencia que pareciera que solo cabe preguntarse si gusta o no; pero no razonarla, mucho menos conceptualmente.

Lo que llama la atención de estos procedimientos, que excluyen sistemáticamente por “artificiales” cuerpos teóricos y el uso de categorías precisas, confundidos con doctrinas, es una pretensión de naturalidad e inocencia que no son tales, aunque aparezcan así, mientras tal o cual disciplina llega a ser sancionada o relegada como si en el mejor de los casos fuera de otros tiempos: esa pretensión, frecuente en la abundancia de estudios empíricos, de describir, “agenciar” e informar de modo experto sin pasar por aparatos conceptuales, mal llamados “cognitivos”, no es más que el anhelo del neokantismo y en cierto modo también el de un constructivismo (con su pretensión de vanguardismo) que privilegia “la acción”, siguiendo el verum ipsum factum que expresara Giambattista Vico, después de René Descartes y por cierto que contra él. Lejos de existir por sí mismas, en Vico las cosas o el mundo exterior son de una u otra manera lo que una mente quiere que sean:

por la aplicación de su mente, considera, el hombre produce los modos de las cosas y sus imágenes, así como la verdad humana, y así Dios, a través de [sic] la comprensión, genera la verdad divina y hace una verdad creada. Así como de manera impropia llamamos de modo vernáculo estatuas y pinturas pensieri degli autori, puede decirse de Dios que todas las cosas son pensieri di Dio (Vico, 1982, 68).

La intención es aquí deseo (¿las cosas son expresión del deseo?): la ética investiga “(…) los movimientos de las mentes que están profundamente anclados, y derivan, en buena parte, del deseo, que es infinito” (Vico 1982, 56). Las cosas son verdaderas porque las hacemos, pero las hacemos según como las pensamos, por lo que las cosas tienen el sentido que les prestamos (“son nuestro pensamiento”), aunque no esté explicitado ningún fundamento de nada: “la verdad estás demostrada porque se ha hecho” (Vico 1982, 68) y al mismo tiempo tiene sentido todo lo que hace la mente, en el animi sensus (Vico 1982, 68). Si las cosas “son nuestro pensamiento”, ha terminado la autorreflexión y el reconocimiento de que el objeto existe por sí mismo, al margen de nuestra intención. El ser tiene como objeto no el ser, sino su subjetividad, encerrada en sí misma. Y ha terminado no la vivencia, pero sí la experiencia que al mismo tiempo modifica el modo de pensar al ser elaborada.

Así, no se trata tan solo de un modo de proceder que pudiera estar dirigido contra alguna corriente particular del conocimiento (en particular, el marxismo reducido a una supuesta ideología sin valor científico). Lo que resulta grave es que ese mismo procedimiento priva a las ciencias sociales de las herramientas propias del predicativo (lógico), con el “argumento”, parte de algo que suele ir de boca en boca en la cotidianeidad, de que es preferible o recomendable “no juzgar”. Desde luego que el papel de la ciencia social no es juzgar si por juicio se entiende -lo cual no deja de tener un origen religioso- una condena o la proyección de un estereotipo que descalifica. Desafortunadamente, en el pasado podía suceder que esta confusión existiera en buena parte del discurso propagandístico político, distinto del marketing actual. Aquí nos hemos referido en realidad a otra cosa, los elementos de base del predicativo que permiten disponer de un aparato lógico para acercarse a tal o cual objeto de estudio. Desde luego que utilizar estos instrumentos supone en realidad ir a contrapelo de lo que se impuso en las ciencias sociales, de manera en realidad ni inocente ni natural, como ya vimos: el describir, “agenciar” o formalizar sin usar elementos de juicio, en nombre de un mundo vital sin predicativos, y únicamente vivido “con intención”. Cuenta antes el “saber mostrar” sin interrogar mayormente ni al objeto mostrado ni al sujeto del “acto de mostrar”.

La fenomenología de Husserl y su acercamiento al mundo desde el ego trascendental no dudan de mayor cosa, puesto que se dirigen intencionalmente -pero sin mayor autorreflexión ni aparato conceptual- a la evidencia “manifestada”, para “vivir la vida” y “hacer trascender” al ego que la vive. En parte de las ciencias sociales latinoamericanas y caribeñas -y parte solamente- pareciera buscarse algo similar, aunque con la justificación de la oposición a lo que “no es vida”, el “clima frío” -es un cliché- y la mente fría del “europeo”. En realidad, en el dualismo mente-cuerpo (al que curiosamente no era ajeno un Descartes), América Latina y el Caribe no pocas veces se sitúan en su propia escisión, entre el sensualismo y lo instintivo y al mismo tiempo no la mente, sino el espíritu (“lo espiritual”), entiéndase que religioso, el “alma”. Según veremos enseguida, algunos autores latinoamericanos suelen operar la misma reducción al mundo vital pre predicativo y sus evidencias -como la piel, y por ende la raza- para, partiendo de la vivencia, “evidente”, darle un sentido (“contra el eurocentrismo”, por ejemplo) sin pasar por lo que supone un aparato lógico correcto: el resultado son fallas de juicios determinativos (sobre la esencia del sujeto-objeto), de atribución (¿cómo son el sujeto y el objeto?), de ser (categoría objetiva a la que pertenecen los sujeto-objeto) de pertenencia y otros, que no podemos explorar aquí.

Errar el blanco: del demonio cartesiano a la realidad religiosa española

No es infrecuente que en América Latina y el Caribe haya quienes de una u otra manera reivindiquen “la vida” contra un modo de ser supuestamente guiado por “la mente cartesiana” en Europa -una Europa de contornos muy mal definidos, muy difusos, “paleoccidental” en el caso de España y Portugal (Fernández Retamar, 2004), pero siempre acusada de eurocentrista. Frente a esta “mente” suele encontrarse el cuerpo, entiéndase que la sensualidad latina, a flor de piel: es la presencia del Calibán (¿pero es Calibán/instinto o Calibán/pueblo?) que según algunos Rodó no supo ver, de acuerdo con la polémica que reconstituye Roberto Fernández Retamar en su Calibán (Fernández Retamar 2004). Ni siquiera entre quienes optan por una visión de izquierda (del lado de la Revolución Cubana, pongamos por caso) las observaciones sobre América Latina y el Caribe se adentran en constructos ni juicios universales. Suele preferirse el tipo de “evidencia” que se “manifiesta” y que el “ego” tiene intención de “manifestar”, puesto que “es la mirada y no el objeto mirado lo que implica genuinidad” (Fernández Retamar, 2004, 118): lo más obvio es la piel, la “epidermización”, como la llama Ramón Grosfoguel (Grosfoguel, 2009, 269), “la experiencia vivida del negro” del martiniqués Frantz Fanon en Piel negra, máscaras blancas (Fanon, 2009), el mismo asunto racial que para un autor como Aníbal Quijano constituye la clave de la colonialidad (no del colonialismo) del poder (Quijano 2000), pareciera que por encima de otras determinaciones -la raza se convierte fácilmente a la vez en esencia y particularismo, en lo que alguien “es”, ya sea para el colonizador o para el colonizado, y en el tipo de evidencia que nadie negaría.

Se puede encontrar en Santiago Castro-Gómez y Ramón Grosfoguel (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007) un resumen (al que remitimos a un lector interesado en abundar en la trayectoria decolonial) de la trayectoria -sobre todo en Estados Unidos- del “grupo modernidad/colonialidad”, en el entendido de que la colonialidad del poder se refiere ante todo a los “discursos raciales” (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007, 16), aunque la búsqueda de la decolonialidad se extienda de tal modo que la segunda descolonización por venir tiene que dirigirse a la “(…) heterarquía de las múltiples relaciones raciales, étnicas, sexuales, epistémicas, económicas y de género que la primera descolonización dejó intactas” (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007, 17). El movimiento decolonial pretende una “liberación epistemológica” para pasar de una a “muchas epistemes” con “coetanidad en el tiempo”, en favor de una “pluriversalidad” contra la universalidad de un pensamiento europeo (en general) que no pareciera tener cabida ni siquiera como cualquier otro; se busca igualmente desde la decolonialidad una “intervención epistemológica” para llevar a las ciencias sociales (¡todas!) al pensamiento heterárquico (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007, 18) ya mencionado (con estructuras complejas en las que no gobierna un nivel básico sobre los demás), ya que de otro modo se haría “ciencia del siglo XIX” (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007, 19). Tal vez el giro decolonial no se plantee abiertamente como “punta de lanza”, pero sí pretende con su “indisciplinar” una restructuración completa de las ciencias sociales: “necesitamos, afirman Castro-Gómez y Grosfoguel, buscar ‘afuera’ de nuestros paradigmas, enfoques, disciplinas y campos de conocimiento” (Castro- Gómez y Grosfoguel, 2007, 17), entre otras cosas al entrar en diálogo con formas no occidentales de conocimiento. Buscamos mostrar aquí que este movimiento apresurado parte de un supuesto falso, el de una gran influencia del cartesianismo -y no de la religión, en cambio- en las ciencias sociales latinoamericanas. La de la influencia cartesiana es una “evidencia” frente a la cual se maneja el “ego trascendental” que busca regresar lo no-europeo a sus raíces, su “ser” en su “manifestarse”, la “evidencia”.

¿Qué sucede ante el presupuesto básico de la raza al que alude Grosfoguel siguiendo a Quijano? Ante la dificultad para nombrarse persona más allá del color de piel, por lo que ello supondría de predicativo, se corre el riesgo de caer en algún “manifestarse” del “ser” partiendo del ego trascendental, en medio de sorprendentes errores de apreciación histórica y de juicio. Así, para Roberto Fernández Retamar (antes del giro decolonial), muy a tono con la “intención” de Husserl:

Martí es, como luego Fidel, conciente de la dificultad de encontrar un nombre que al nombrarnos, nos defina conceptualmente; por eso, después de varios tanteos, se inclina por esa modesta fórmula descriptiva, con lo que, más allá de las razas, de circunstancias accesorias, abarca a las comunidades que con problemas viven ‘del Río Bravo a la Patagonia’, y que se distinguen de la ‘América europea’ (Fernández Retamar, 2004, 43).

¿Se refiere en realidad a la América que no es estadounidense? “Nuestra América” tiene la impronta de España y Portugal, países que se encuentran situados en Europa. Esa sería según el autor cubano la definición de “nuestra América” (Fernández Retamar, 2004, 43). Es también así que Nelson Maldonado-Torres (no sin influencias de Heidegger), citado por Ramón Grosfoguel (Grosfoguel, 2009, 261), afirma que las ciencias coloniales surgieron con el ego cogito cartesiano, que contribuyó al “ocultamiento de la colonialidad”, frente a lo cual habría que volver al “condenado” (damné) de Frantz Fanon y a Aimé Césaire, por ende al “ser”. ¿Pero en qué momento Descartes buscó ocultar el racismo y la colonialidad? ¿Por qué Descartes y no quienes justificaron la inferioridad del indio, como Ginés de Sepúlveda (por poner solo un ejemplo)?

Fernández Retamar escribe:

de alguna forma, como se dice -con la exageración que se quiera- que Francia es cartesiana, puede decirse que América es romántica, que en su centro está esa reunión de pasados, esa aspiración precipitada a la plenitud, a la libertad, al misterio, a la trascendencia, esa confianza en la poesía que han sido lo mejor del romanticismo (Fernández Retamar 2004, 113).

¿Romanticismo o religión, cuando se trata de celebrar el misterio y la trascendencia, y por qué no el romanticismo de un Chateaubriand? El discurso que desde el “ser latinoamericano” se opone al cartesianismo bien puede tener un origen religioso, así esté poco consciente del mismo; después de todo, América Latina fue conquistada por gente “de religión”, aunque se hiciera llamar “de razón”.

Señalemos dos cosas para proseguir: aunque los señalamientos de un autor como Enrique Dussel -también contrario al cartesianismo- sobre la “subjetividad moderna” (Dussel, 1994) no dejen de ser sugerentes, son al mismo tiempo erróneos en más de un punto, y no únicamente porque Descartes haya nacido bastante tiempo después del descubrimiento de América y no haya creado “escuela” -las formas de reivindicación de la “razón” en Francia encuentran también otras raíces en Port-Royal y Blaise Pascal, y en la Ilustración y Jean-Jacques Rousseau. El hecho es que el ego cogito no recorre el primer momento de la “constitución histórica” de ninguna Modernidad (digamos de paso que nada tiene que ver con una colonialidad basada en la raza), sino que se trata de otro ego que ciertamente “(…) pudo confrontarse con ‘el Otro’ y controlarlo, vencerlo, violentarlo”, parafraseando al autor (Dussel 1994, 8):

España -considera Dussel-, como primera nación ‘moderna’ (con un Estado que unifica la península, con la Inquisición que crea de arriba-abajo el consenso nacional, con un poder militar nacional al conquistar Granada, con la edición de la gramática castellana de Nebrija en 1492, con la Iglesia dominada por el Estado gracias al cardenal Cisneros, etc.) abre la primera etapa moderna: el mercantilismo mundial. Las minas de Potosí y Zacatecas (descubiertas en 1545-1546) permiten acumular riqueza monetaria suficiente para vencer a los Turcos en Lepanto, veinticinco años después de ese hallazgo (1571). El Atlántico suplanta al Mediterráneo (Dussel, 2000, 27-28).

Parte de esta afirmación es falsa: no es en España que se despliega el mercantilismo, sino en Gran Bretaña con autores como William Petty y Richard Cantillon, y, por lo tanto, resulta difícil hablar de “España” (salvo por convención para referirse a los reinos hispánicos), que no era un Estado-nación moderno:

Para nosotros, dice Dussel, la ‘centralidad’ de la Europa latina en la Historia Mundial es la determinación fundamental de la Modernidad. Las demás determinaciones se van dando en torno a ella (la subjetividad constituyente, la propiedad privada, la libertad de contrato, etc.). El siglo XVII (p.e. Descartes, etc.) son ya el fruto de siglo y medio de modernidad, son efecto y no punto de partida (Dussel, 2000, 27-28).

Según veremos, no es así, mucho menos en términos de “subjetividad constituyente” cuando imperan la jerarquía de la Iglesia y la Inquisición (no desconocida de Cisneros) y a partir del momento en que entran en consideración otros hechos. Las cosas seguramente llegan demasiado lejos en la siguiente afirmación: “el ego cogito moderno fue antecedido en más de un siglo por el ego conquiro (Yo conquisto) práctico del hispano-lusitano que impuso su voluntad (la primera ‘Voluntad de Poder’ moderna) al indio americano. La conquista de México fue el primer ámbito del ego moderno” (Dussel 2000, 29). La frase que hizo la fama de Hernán Cortés, digámoslo de paso, era en realidad “acátese, pero no se cumpla”. Dussel, aun buscando una “liberación”, parte de las mismas “evidencias” sin juicio, siguiendo lo que aparentemente “se manifiesta”, y expresa lo mismo pero de otro modo en Filosofía de la liberación:

desde el ‘yo conquisto’ al mundo azteca e inca, a toda América; desde el ‘yo esclavizo’ a los negros de Africa vendidos por el oro y la plata lograda con la muerte de los indios en el fondo de las minas; desde el ‘yo venzo’ de las guerras realizadas en India y China hasta la vergonzosa ‘guerra del opio’; desde ese yo aparece el pensar cartesiano del ego cogito (Dussel, 1996, 19-20).

En realidad, no hay ninguna relación, por más que Dussel “historice” (¿pero el objeto no está dado de antemano?), aunque no está de más recordar que es un autor que ha pasado por Husserl y Heidegger antes de llegar a Lévinas (Moreno Villa 1998): ni racismo en Descartes, ni mayor pretensión de ir más allá de la ciencia y el “ojo de Dios”, ciencia que ni españoles ni portugueses trajeron a América. Fallas lógicas están igualmente presentes en una formulación como la siguiente de Césaire sobre las “sociedades comunitarias”: “eran sociedades no sólo antecapitalistas, como se ha dicho, sino también anticapitalistas” (Césaire, 2006, 21). Esta afirmación equivale a decir que esas sociedades rechazaban lo que no conocían y que no existía, por lo menos en el caso de América (y lo que tampoco llegó con la colonización española/portuguesa). Se trata de variantes de una falacia (post hoc ergo propter hoc, “después de esto, luego a consecuencia de esto”, o “causa falaz”), a fuerza de rechazar el cogito, y con un dejo de disyuntiva falsa, por los términos en que está planteada. Con tal de querer el pre predicativo, la falla es aquí de juicio (determinativo, atributivo, de ser), siendo que “un juicio consiste en la atribución de un predicado a un sujeto; en la enunciación de que a tal sujeto corresponde a tal predicado “(Romero, 1939, 36). No está de más señalar que en vez de concepto parece haber “una imagen de” (del colonizador y el colonizado), aunque nadie haya reivindicado a Descartes en América Latina durante la Colonia (ni después). Lo que hay es un “ser”-piel epidérmico colonizado, que existe como invariante a través del tiempo, o en todo caso con pocas variaciones en el giro decolonial, incluso pese a la historización del Dussel, que hace del cartesianismo ¡El punto culminante de una supuesta modernidad iniciada en el siglo XVI! ¿Desde dónde? En el caso de Dussel, filosóficamente desde “la vida humana en comunidad” como “criterio de verdad, por ser su modo de realidad” (Dussel, 2001, 103), a riesgo de que se confunda lo anterior como “la vida” a secas opuesta a “la vida del espíritu”.

Tiempo antes de Dussel, Fanon atribuyó -en lo que más atrajo a Jean-Paul Sartre en los condenados de la tierra- los males de la colonización al “espíritu europeo”:

esa Europa que nunca ha dejado de hablar del hombre, que nunca ha dejado de proclamar que solo le preocupaba el hombre, ahora sabemos con qué sufrimientos ha pagado la humanidad cada una de las victorias de su espíritu (…) Occidente ha querido ser una aventura del Espíritu. Y en nombre del Espíritu, del espíritu europeo por supuesto, Europa ha justificado crímenes y ha legitimado la esclavitud en la que mantiene a las cuatro quintas partes de la humanidad, escribe Fanon (Fanon, 1969, 289).

Fanon remata así:

sí, el espíritu europeo ha tenido singulares fundamentos. Toda la reflexión europea se ha desarrollado en sitios cada vez más desérticos, cada vez más escarpados. Así se adquirió la costumbre de encontrar allí cada vez menos al hombre. Un diálogo permanente consigo mismo, un narcisismo cada vez más obsceno, no han dejado de preparar el terreno de un cuasidelirio, donde el trabajo cerebral se convierte en un sufrimiento, donde las realidades no son ya las del hombre vivo, que trabaja y se fabrica a sí mismo, sino palabras, diversos conjuntos de palabras, las tensiones surgidas de los significados contenidos en las palabras (Fanon, 1969, 289).

¿Hay influencia de Fanon en Dussel? En todo caso, Grosfoguel llega todavía más lejos -siguiendo hasta cierto punto a Theodor Adorno y Max Horkheimer en la Dialéctica de la Ilustración, donde se confunden razón ilustrada y razón instrumental- y parece así una línea casi directa que conduce del descubrimiento de América al ego cogito y de éste al nazismo: habla, entonces, de

genocidio, racismo, explotación del trabajo por métodos coercitivos, autoritarismo, masacres, torturas, campos de concentración, fenómenos que todos ellos no son originales del nazismo, sino que nacen con la emergencia de la modernidad/colonialidad y su correspondiente jerarquía entre europeos y no europeos vigente desde el siglo XV. La expansión ibérica en las Américas y la expulsión de la España islámica por la España católica en nombre de la ‘pureza de sangre’ inician en 1492 este proceso (Grosfoguel, 2006, 148).

No está de más insistir en que América Latina no fue conquistada por ninguna metrópoli moderna: muy por el contrario, es la metrópoli que reacciona con la Contrarreforma contra la Reforma y el libre examen, es el lugar de la Inquisición, no del cogito ergo sum y también el de la encomienda y luego la hacienda, formas feudales que prolongan el Medioevo hasta muy tarde, mientras el feudalismo perdura por motivos propios en España. Según veremos, el error de juicio suplanta con el cartesianismo otra herencia que en realidad se opone al “yo (hago) cualquier cosa”, por decirlo con ironía.

¿Cuál es en realidad la herencia del conocimiento en América Latina? ¿Descartes? Grosfoguel le atribuye una pretensión de neutralidad que no es tal, mucho menos en alguien que en su Discurso sobre el método se relaciona de determinada manera con Dios (como en las Meditaciones) y con las costumbres de la época que no desafía demasiado: en un duelo de esencias, del “no ser” de uno (el colonizado) y “ser” de otro (el colonizador), el “territorio del ser” es para Grosfoguel el de la geopolítica del conocimiento (el ser descarnado y no situado, eurocentrado de la epistemología cartesiana), que oculta aquella del ser imperial y que se representa como ‘neutral’ y ‘objetivo’” (Grosfoguel, 2009, 262), palabras que no aparecen como tales en Descartes. No es difícil observar algo así como un cortocircuito en lo que sugiere Grosfoguel, puesto que el interés explícito de Descartes es el pensamiento científico y no la raza ni la aventura de ultramar: no hay ningún conquiro. Grosfoguel quiere atribuirle a Descartes un particularismo que se pretende universal, pero en la práctica no le opone un universalismo concreto. No hay, al final de cuentas, más que el particularismo de cada uno (lo blanco que no puede ser negro y viceversa), mientras que el “eurocentrismo” es un universalismo que tiene una falsa pretensión de “punto cero” que, dice Grosfoguel siguiendo a Santiago Castro-Gómez y aludiendo al “ojo de Dios” de Descartes, “(…) esconde y escribe y encubre su propio punto de vista particular como si estuviera más allá de todo punto de vista, es decir, el punto de vista que se representa a sí mismo como no teniendo ningún punto de vista” (Grosfoguel 2006, 151). Con una “localización geopolítica y corpo-política” del sujeto en lo que Grosfoguel llama las “coordenadas del poder global” (Grosfoguel, 2006), hay en realidad el riesgo de un doble proceso, el de la reducción de universales a simples particulares (la “vivencia” de Descartes que está narrada desde la primera parte y nunca ocultada, como no lo está el “punto de vista”) y la elevación de particulares a supuestos universales (una “ciencia negra”, pongamos por caso, hasta que alguien descubra una ciencia mapuche o una bribri). Pareciera que están en pugna dos formas de “manifestarse del ser”, un ser que no se sale de la epidermis: el que siendo blanco pretende ser universal (cuando “no es más que blanco”) y otro negro que aspira a lo mismo, ser negro universal (sin renunciar al énfasis en la raza), porque le ha sido negado. Según Nelson Maldonado Torres, el Discurso sobre el colonialismo de Césaire es una respuesta al Discurso sobre el método de Descartes (Maldonado Torres, 2006, 192).

Lo interesante es que despunta el origen no particular de esta respuesta, como de la de Fanon: para el mismo Maldonado-Torres, las fuentes de inspiración de los dos, Fanon y Césaire, son precisamente Husserl y Heidegger, asunto sobre el que se extiende varias páginas (Maldonado Torres, 2006, 179-183); en Fanon y Césaire la crisis de las ciencias sociales europeas que trata Claude Bambach (Bambach, 2003) lleva la búsqueda por el ser y sus manifestaciones: no se plantea ningún objeto común por transformar, entre otras cosas porque ni una sola línea le reserva alguna humanidad -aunque sea por un trabajo de transformación- al blanco. ¿Lo que debe revelarse es la forma de estar en el mundo que corresponda al “ser”? ¿Hay que transformar o “revelar el ser” que está “puesto ahí”? En todo caso, son Husserl y Heidegger quienes son opuestos a Descartes, pese a que los dos autores alemanes mantenían una relación ambivalente con el francés. ¿Acaso Husserl y Heidegger no son europeos? Lo óntico, esta “presencia”, se encuentra en el “invariante estructural” (o están las “propiedades invariantes” de Lévi-Strauss (Lévi Strauss, 2004, 59), y no queda más que “existir manifestándose”.

El cartesianismo ha sido atacado como origen de un eurocentrismo que entre otras cosas hubiera perjudicado las posibilidades del quehacer científico, aunque raramente esté dicho que este quehacer busca algo así como un “retorno a las fuentes” que implica deshacerse del predicativo. Un pasaje en el Discurso del método demuestra que Descartes no busca la ciencia extrema, no en todo caso la matemática, sino aprender, evitar “hablar sin juicio de las (cosas) que se ignoran”, para mejor aprenderlas (Descartes, 1988, 82): rechaza los silogismos de la lógica, el análisis de los antiguos y el álgebra de los modernos por su carácter de “abstractas materias que no parecen ser de ningún uso”, mientras las leyes sirven de disculpas a los vicios (Descartes, 1988, 82). Prefiere proponer en tres pasos un modo de pensar “claro y distinto” y al mismo tiempo capaz de dudar; lo opuesto, nótese bien, de la propuesta de una fe. Descartes propone

(…) no admitir jamás como cosa verdadera sin conocer como evidencia que lo era: es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención y no comprender, (…) nada que lo que se presentase (al espíritu, nota nuestra) tan clara y distintamente que no tuviese motivo alguno para ponerlo en duda; (…) dividir cada una de las dificultades (…) en tantas partes como fuere posible y en cuantas requiriese una mejor solución(…), y “(…) conducir ordenadamente (los) pensamientos , comenzando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a poco, como por grados, hasta el conocimiento de los compuestos; y suponiendo un orden aún entre aquellos que se preceden naturalmente unos a otros (Descartes, 1988, 82-83).

Descartes habla aquí de práctica científica y no de “sentido común” que deja en buena medida en un Dios al que no renuncia. Por lo mismo, no hay omnipotencia alguna en el cogito ergo sum: “quiero que se sepa que lo poco que hasta aquí he aprendido no es casi nada en comparación con lo que ignoro y no desespero de poder aprender”, dice este autor (Descartes, 1988, 121). Hay algo más, lo que suele incomodar de Descartes. Y es que en el recorrido que hace en el Discurso desemboca -muy en particular en la sexta parte- en una forma de reivindicación del criterio propio, o para decirlo de otro modo, del atenerse a un “pensar por cuenta propia”, el “hallar por uno mismo”. Es algo distinto de la religión que es religare. No solo la religión está contra de esta “introspección”, ya que cabe hacer notar que también lo está el pragmatismo de un Charles Sanders Peirce, según veremos. ¿Hay que torcerle el brazo al texto de Descartes para hacerlo decir lo que no dice?: del mismo modo en que rechaza los enredos de una ciencia demasiado pretenciosa, reivindica la existencia de Dios y por lo mismo no pretende de ninguna manera que el ego cogito sea omnipotente. Sería igualmente erróneo obviar otras obras de Descartes en las cuales reivindica a Dios (las Meditaciones) y por otra parte se ocupa de las pasiones (Las pasiones del alma). Una invitación a denostar el cartesianismo podría ser tomada por una a no tomar precauciones mínimas en la práctica de la ciencia y en el uso de ciertos juicios.

Frente a esas reglas discretas de Descartes, que no forman el juicio pero que lo sugieren (como criterio propio o raciocinio, si se quiere), aparecerán más tarde dos críticas que son las que a nuestro modo de ver parecieran querer justificar esa “vida” que se opone al cartesianismo, a la “frialdad de la mente”: una antropología -basada en el estudio de grupos primitivos y, no hay que olvidarlo, con frecuencia en el “invariante estructural” de Claude Lévi-Strauss- que llega incluso a oponer abiertamente la pasión al conocimiento, como lo sugiere un título de Michelle Zimbalist Rosaldo (1993), y un pragmatismo (presente, por ejemplo, en la sociología/ciencia política) que lleva con Peirce a la negación de que una conciencia individual (“como “autoconciencia”) pueda existir. Es exactamente lo que hace la religión traída por los conquistadores a América, porque por siglos no hay rastros de cartesianismo ninguno. ¿Cuál es esa herencia religiosa, muy distinta de la que suponen Dussel, Grosfoguel o Maldonado-Torres, apoyándose en Fanon y Césaire?

Aquí está el viejo argumento de San Agustín que oponía la fe a la razón, al describir las tres formas de conocimiento, la sensible, la racional y la racional superior. Ni más ni menos que “cree para comprender” (crede ut intelligas) es lo sugerido por Agustín de Hipona, y se está aquí en las antípodas de la duda cartesiana, al menos si se trata de práctica científica. Junto al cuerpo sensual hay una América Latina y el Caribe que tiene “alma”, nótese bien que en lugar de “mente”, una “mente” a la que el mismo Descartes solía en realidad preferir el alma misma. La metrópoli trae al mundo americano un misoneísmo que entre otras cosas rechaza el pensar que no sea religioso. En efecto, para San Agustín no hay pensamiento disociable de la fe ni -nótese bien- hay un “por cuenta propia”, puesto que “(…) se ha de evitar (…) que el Hombre se engría contra Dios, afirmando que es capaz de obrar por sí mismo lo que ha sido una promesa divina” (San Agustín MCMLVI b, 487). Dudar puede ser engreimiento, ¿o incluso soberbia? He aquí lo contrario de un Descartes. Para Agustín de Hipona,

(…) si nosotros, por lo que respecta a la religión y a la piedad -de la cual habla el Apóstol-, no somos capaces de pensar cosa alguna como de nosotros mismos, sino que nuestra suficiencia proviene de Dios, cierto es absolutamente que no somos tampoco capaces de creer en cosa alguna como de nosotros mismos, no siendo esto posible si no es por medio del pensamiento; sino que nuestra capacidad, aun para el comienzo de la fe, proviene de Dios (…) Todo el que cree, piensa; piensa creyendo y cree pensando (San Agustín MCMLVI b, 485).

En una de sus cartas (a Consensio) San Agustín escribe:

así dijo razonablemente el profeta: si no creyereis, no entenderéis. (…) Se da el consejo de creer primero, para que después podamos entender lo que creemos. Por lo tanto, es conforme a la razón el mandato de que la fe preceda a la razón. (…) Luego si es razonable que la fe preceda a cierta gran razón que aún no puede ser comprendida, sin duda alguna antecede a la fe esa otra razón, sea la que sea, que nos persuade de que la fe ha de preceder a la razón (San Agustín MCMLXXXVI, 892).

Para que no quepa lugar a dudas, esta fusión de fe y razón está coronada por la autoridad, según “De la verdadera religión” (San Agustín MCMLVI a), por lo que dicen los profetas y por la Iglesia católica. La autoridad es la que exige fe, por lo que dudar sería poner en entredicho la autoridad: “(…) se ha de tender a quien se debe creer, y ciertamente, una cifra de la misma verdad, conocida y comprendida, es la autoridad” (San Agustín MCMLVI a, 123).

No hay que olvidar la influencia de la escolástica, a través de Francisco Suárez y proveniente de Santo Tomás de Aquino, para quien también la superioridad de la fe sobre la razón está fuera de duda: en efecto,

(…) los primeros principios innatos en la razón natural son verdaderos, de tal manera que ni siquiera nos es posible admitir su falsedad. Tampoco puede tenerse por falso lo que se cree por la fe, pues ha sido tan evidentemente confirmado por Dios. Como solo la falsedad es contraria a la verdad, (…) es imposible que los principios conocidos naturalmente por la razón sean contrarios a los de la fe (Santo Tomás de Aquino, 2010, 9).

“No es ligereza asentir a las verdades de la fe, aun cuando superen las capacidades de nuestra razón”, afirma Santo Tomás (Santo Tomás de Aquino 2010, 9); es decir que es correcto “donar por la vía de la fe”, la verdad que supera a la razón, parafraseando al mismo Santo Tomás.

Heidegger se interesaba por Duns Scoto, en quien se encuentra una forma peculiar de entender la individuación, que no pasa por el cogito cartesiano, sino por la estidad, según lo subraya Etienne Gilson de acuerdo con un estudio retomado por Carlos Rojas Osorio: “la circunstancia de ser aquí y ahora es lo que hace individuales a los seres” (Rojas, 2006, 192), al mismo tiempo que se remite la existencia “a la substancia misma” y no a determinaciones consideradas “accidentales” (incluso el color de piel). “La individuación se inscribe en el corazón del ser, escribe Gilson, y añade citando a Duns Scoto que ‘es la sustancia misma por la cual es lo que esto es’” (Rojas 2006, 192). Al mismo tiempo, “todo es singular” y nos es cognoscible directamente por la intuición sensible, como lo recuerda Rojas (Rojas 2006, 192). -esto es, sin mediación “cognitiva”. Para Duns Scoto se procede de manera igual que para los dos autores alemanes tratados en el apartado anterior: así, “se trata de negar las diferencias formales que distinguen a los entes y así llegar a la razón esencial que define al ‘ser’” (Rojas, 2006, 189), operación que se antoja en parte la de los antagonistas del cartesianismo ya citados. Podría decirse que sin ningún trabajo, mucho menos conceptual, lo que cuenta es un “existir” que revela el “ser”, que se apoya en la autoridad y que pide fe: el colonizado reivindica su derecho a existir “manifestándose” o mostrando su ser, pero no hay en cierto discurso forma peculiar de trabajo que lo distinga. Podría pensarse en algunos autores latinoamericanos que el paso de una herencia religiosa a influencias (voluntarias o involuntarias) de Husserl y Heidegger vuelve atractivos a Fanon y Césaire. He aquí la reivindicación de Césaire: sobre las “sociedades destruidas por el imperialismo”, afirma que “ellas eran el hecho, ellas no tenían ninguna pretensión de ser la idea; no eran, pese a sus defectos, ni detestables ni condenables. Se contentaban con ser” (Césaire, 2006, 21).

Las influencias mencionadas pueden desembocar en la franca oposición de “la vivencia”, manifestación de Dios, a “la abstracción”. Algunos enfoques antropológicos parecieran haber buscado insistir en esta oposición, que pide reducir, para decirlo en términos de la fenomenología ya tratada, un predicativo universal a un pre predicativo particular, considerando -aunque no esté demostrado- que el universal es de ahora en adelante siempre sospechoso: detrás de él no habría más que interés particular, con frecuencia de dominación, por lo que sería preferible volver al “mundo vital” no europeo o en todo caso “no-europeizante”. La creencia arraigada es que con categorías que se dan por “eurocentristas” y no por “universales”, lo que no deja de plantear dudas desde el punto de vista epistemológico, no se puede dar cuenta de otras culturas u otras “maneras de ser” y “modos de ver”, y mucho menos de “vivencias”, tal vez porque no se estaría haciendo más que una “proyección”. Por ejemplo, un trabajo antropológico como el de Michelle Zimbalist Rosaldo (1993) plantea que el “símbolo” y el “código lingüístico” -que llevan a las palabras empleadas cotidianamente- no pueden dar cuenta de la experiencia emocional de grupos primitivos, por ejemplo. En particular, lo que para Rosaldo son términos “demasiado universales” -y que vehicularían de todos modos un memoria sensorial y sentimientos- no pueden dar cuenta del “mundo interior” o “sentido interno” de esos grupos (Rosaldo, 1993, 24-25)- lo que tal o cual cosa tiene sentido desde esos mismos grupos, aunque aquellos parezcan “hacer sentido”, por lo que, señala esta autora, convendría menos ocuparse del “qué” que del “cómo” en el trabajo antropológico. ¿Habría entonces que deshacerse del predicativo para “dejarlos hablar”, como si un predicativo, en cambio, los “hiciera hablar” o se los impidiera y no pudiera dar cuenta, siguiendo a Rosaldo, de lo que sería a fin de cuentas una vivencia muy otra? En este caso, habría que “dejar hablar” en buena parte de América Latina a una herencia religiosa que no pide dudar sino creer y en casos extremos hacerlo ciegamente ante quien se presente como autoridad, lo que se asemeja al “existir” que tiene el “atributo” de apodíptico: ¿es necesario recordar a Ignacio de Loyola, quien ordena en sus “ejercicios”, “depuesto el juicio”, “que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina” (Loyola, 2013, 45-46)?

Este tipo de enfoque que renuncia al predicativo presenta un inconveniente adicional, desde el punto de vista del rigor científico: entronca con un tipo de sociedad, la actual, que desestima el juzgar, pero que en cambio parece basada en una especie de culto a la vivencia, no desligada de una reiterada estimulación de los sentidos. Jaime Cuenca Amigo ha trabajado largamente el tema (Cuenca Amigo, 2012) y sugiere que vivimos en una “sociedad vivencial”, que se reclama como tal. Cuenca Amigo, desde el punto de vista de los Estudios de Ocio, lo dice así siguiendo, entre otros, a Zygmunt Bauman (2007): más que elaborarlas e incluso atesorarlas, lo que cuenta en la sociedad es “consumir experiencias”, en el supuesto de que abundan, algo que es repetido bajo la forma de un igualmente supuesto “sentido común” que reivindica la vida “al máximo cada día”, por momentos paciera que cualquiera sea la “vivencia”. Curiosamente, pareciera también que el “no involucrarse” en cualquier vivencia hace de quien se mantiene a distancia un “espectador”, pero la “vivencia” popular llega a ser la del que “se vive a sí mismo” como espectador con la famosa selfie -el espectador de la propia vivencia.

Un estudio de Morris Holbrook y Elizabeth Hirschman muestra muy bien que el “consumo de vivencias” no está desligado de la adquisición o la ostentación de estatus -mediante “estilos de vida”, con estetización”, o con el juego como “arte” sin mayor fin inmediato (Holbrook y Hirschman, 1982, 138). “El consumo - consideran- ha comenzado a ser visto como algo que incluye un flujo estable de fantasías, emociones y diversión que acompañan lo que se llama una ‘visión experiencial’” (Holbrook y Hirschman, 1982, 132). El mundo de la empresa nunca lo ha ignorado, puesto que ha propuesto el marketing de la experiencia, tal vez mal llamado “economía de la experiencia”, que tiene la misma pretensión que algunas corrientes de las ciencias sociales: forzar un “compromiso” -“involucramiento”- con alguna “vivencia” (interior) supuestamente particular que debiera respaldar cualquier predicativo, si acaso lo hay argumentable. “Convertir la cosa en un hacer” (Pine y Gilmore, 2000, 41) es el modo reciente de vender y comprar. En el límite, se trata de crear una imagen de marca (en lo que se convierte, por ejemplo, el “pura vida” costarricense, con un cambio del sentido), y no se trata solo de entretenimiento o diversión porque “(…) las empresas -dicen los autores- teatralizan una experiencia cuando logran involucrar a los clientes, vinculándose con ellos de un modo personal y memorable” (Pine y Gilmore 2000, 21).

Cabe preguntarse si no hay hasta cierto punto una anticipación del “consumo de vivencia” en ciertos aspectos de lo planteado por el grupo “modernidad/colonialidad”. Después de todo, existe una corriente de moda en el consumo que busca ofrecer “la vivencia pura”, el “ser natural” antes de cualquier civilización, más si la occidental es catalogada como “artificial”, y lo sensorial y el cuerpo antes que “lo mental”. Desde este punto de vista, la crítica al cartesianismo “vende”, aunque sea una pura “evidencia” -prefijada- sin cuestionamiento ninguno a la cual algún “ego trascendental” o “la vida en comunidad” le han donado “sentido” (completamente arbitrario, “yo creo mi mundo”), permitiéndole “ser”.

Conclusiones

Husserl reivindica al mismo tiempo la vivencia y el sentido individual que el ego le pueda dar, mientras Heidegger aspira a llegar a una “esencia del ser” que simplemente está por así decirlo “puesto ahí”. Esta visión del “ser” ha influido en parte de las ciencias sociales latinoamericanas, aunque no implica al aprendizaje ni al conocimiento, ni la posibilidad de transformar un objeto, así sea el del pensamiento, que presenta incluso fallas de lógica, con el predicativo que rechaza. Esa “visión experiencial” no es completamente pura, pese a las “reducciones” sugeridas en Husserl. En parte de las ciencias sociales latinoamericanas puede llegarse a dos cosas: a la escolástica (blanco de Descartes, según Peirce), cuyo trasfondo es el mismo (no se transforma el mundo, la “opinión” se busca en los prudentes y la Iglesia, no se cuestionan los fundamentos y se mantiene el “misterio de fe”) y al pragmatismo (en última instancia, para calcular a través de los “signos” un beneficio en el “mundo dado”), al mismo tiempo que se considera que no es posible la adecuación del intelecto a la cosa (adaequatio intellectus et rei).

Peirce le reprochaba al cartesianismo el buscar la prueba de certeza última en la conciencia individual, cuando “no tenemos ningún poder de introspección -consideraba-, sino que todo conocimiento se deriva de nuestro conocimiento de los hechos externos por razonamiento hipotético” (Peirce, 2012, 109). ¿Puede imaginarse el efecto de esta afirmación en un entorno religioso, que privilegia la fe y el argumento de autoridad? Tampoco tendríamos intuición, según Peirce, ya que toda cognición está lógicamente determinada por cogniciones previas, aunque Pierce pasa por esta sorprendente -para la ciencia- justificación del prejuicio: negándose pues a dudar y sin tomar en cuenta las razones de Descartes para hacerlo, explícitas en el Discurso (luego de un recorrido geográfico y por las ciencias de la época), afirma Peirce:

no podemos empezar con la duda completa. Tenemos que empezar con todos los prejuicios que realmente tenemos cuando iniciamos el estudio de la filosofía. Estos prejuicios no pueden disiparse mediante una máxima, pues son cosas que no se nos ocurre que puedan cuestionarse. Por tanto, este escepticismo inicial será un mero autoengaño, y no una duda; y nadie que siga el método cartesiano estará jamás satisfecho hasta que haya recuperado formalmente todas aquellas creencias que ha abandonado en un plano formal (…) Es verdad que, a lo largo de sus estudios, una persona puede encontrar razones para dudar de lo que al principio creía; pero en ese caso duda porque tiene una razón positiva para ello, y no debido a la máxima cartesiana. No pretendamos - culmina Peirce- dudar en filosofía de lo que no dudamos en nuestros corazones (Peirce, 2012, 72-73).

Peirce le atribuye a Descartes (Peirce, 2012, 73) un principio (“todo aquello de lo que estoy convencido, es verdad”), cuando el Discurso muestra hasta qué punto tiene el autor que “desconvencerse”. Dicho esto, la crítica al eurocentrismo rara vez ha discutido con el pragmatismo y con Estados Unidos (¡ni con el “consumo cultural”!), como rara vez lo ha hecho con la Iglesia y las doctrinas que trajo a América Latina, instalándolas de manera muy duradera y contra todo ego cogito. Inclinándose contra un cartesianismo que con frecuencia es erróneamente confundido con el cálculo y contra una “Europa” reducida a Descartes (obviando las muy peculiares evoluciones de España y Alemania), no es raro que algunas corrientes del pensamiento latinoamericano omitan una doble influencia, al mismo tiempo la más antigua y la más reciente: la de la religión, de origen colonial, y la del pragmatismo estadounidense.

Llegó a hacerse famosa la frase “lo personal es político”, de la activista estadounidense Carol Hanisch. No es anormal que la subjetividad, la experiencia y el “bagaje” del estudioso entren en juego en el trabajo de las ciencias sociales, si, con todo, a éstas se les sigue reconociendo un objeto propio. El riesgo seguramente esté en la evaporación de ese objeto. Lo personal/privado está proyectado de tal modo en las ciencias sociales que ya no es la dinámica interna de éstas, con sus debates, la que decide los temas a tratar ni del modo de hacerlo. Lo que cuenta es el “uno mismo” como objeto y sujeto del mundo (Bauman 2007, 85). Fuera de todo objeto exterior, la elección de cada quien es libre -al margen de toda determinación disciplinaria- de dedicarse a temas que suelen ser en realidad no el “yo que estudia”, sino el “yo que se estudia a través del tema”, no desligado de “vivencias” que “trascienden”. No se hace filosofía, economía, sociología o derecho; más bien, se estudian “temáticas” en las cuales el ego encuentra su carácter trascendental y al mismo tiempo un mundo dado se “muestra” para la vivencia intencional del estudioso: así, se consume “ciencia”. La evidencia ya no es la de la creatividad entre sujeto y objeto que se transforman ambos y que transforman a una sociedad, la praxis: es el plasmarse del ego en algo, aunque con frecuencia no aparezca directamente así. ¿Plasmarse en qué? Si ya no hay creatividad ni trabajo a partir de disciplinas bien establecidas, cuenta el consumo de “temáticas” de moda -el estímulo externo, que puede llegar a la representación subjetiva como el “estar a la delantera del pelotón de la moda”, parafraseando a Bauman (Bauman, 2007, 116), y que no es algo ajeno al giro decolonial. La moda llega a lo que Bauman llama “la tiranía del momento”, siguiendo a Thomas Hylland Eriksen (Bauman, 2007, 143), “momento” diseñado para el consumidor: la inmediatez se traduce por el relegamiento de todo lo que sea largo plazo, pasado y proyección a futuro-, cuando no se presenta como la “urgencia”, la de las “(…) vidas dominadas por la urgencia y totalmente abocadas al esfuerzo de hacer frente a sucesivas emergencias” (Bauman 2007.132). Esto tiene lugar en un marco en el cual no se trata de producir sino de apropiarse de algo (Bauman, 2007, 58). La ventaja es que a diferencia de disciplinas invisibles los temas “se muestran”, “se revelan”, “se manifiestan” en el “aquí y ahora”, favoreciendo el tipo de conclusión a la que lleva una fenomenología como la de Husserl: todo predicativo parece de más cuando se puede experimentar el consumo, que requiere de cálculo y no de reflexión. La capacidad de este estímulo externo, con frecuencia ajeno a la tradición disciplinaria, está en que capta al estudioso interpelando su vivencia, no su “mente”. Es en este mundo de signos dado que el estudioso puede calcular sus intereses. Este proceder puede adquirir mayor fuerza en América Latina y el Caribe por la apelación a “lo vivido” contra la abstracción “sin vida” o peor, supuestamente opresora; si bien esa misma apelación puede conllevar muchos aportes, corre el riesgo de mezclarse con una actitud que privilegia no la razón sino la fe y el argumento de autoridad o, dicho de otro modo, la creencia en que un ego que quiera ser “trascendental” debe dirigir la intención no al criterio propio ni a un objeto, sino a la creencia a pie juntillas en la autoridad que hoy establece “agendas” temáticas -muchas veces sin ir más allá de la fenomenología- para ser apropiadas como “vivencias”, relegando la tradición disciplinaria endógena: “en la escala de valores heredada, escribe Bauman, el síndrome consumista ha degradado la duración y jerarquizado la transitoriedad, y ha elevado lo novedoso por encima de lo perdurable” (Bauman, 2007, 119).

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Recibido: 22 de Enero de 2018; Revisado: 16 de Abril de 2018; Aprobado: 14 de Mayo de 2018

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