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Revista de Estudios Históricos de la Masonería Latinoamericana y Caribeña

On-line version ISSN 1659-4223

REHMLAC vol.10 n.2 San Pedro, Montes de Oca Jan./Apr. 2019

http://dx.doi.org/10.15517/rehmlac.v10i2.35473 

Reseña

Masonería y sociedades secretas en México, coordinado por José Luis Soberanes Fernández y Carlos Francisco Martínez Moreno

Eduardo Torres Alonso1 

1Universidad Nacional Autónoma de México, México, etorres@unam.mx

Resultado de la convocatoria de José Luis Soberanes Fernández y Carlos Francisco Martínez Moreno, once autores -mexicanos y de otras nacionalidades-, más los dos coordinadores de la obra, examinan la masonería y su relación con las sociedades secretas y los movimientos insurgentes en México. Un trabajo que se realiza con ocasión del tricententario de la fundación de la Gran Logia de Londres, los 200 años de las primeras logias regulares en el territorio novohispano y el centenario de la Constitución mexicana de 1917.

Javier Alvarado Planas escribe el primer capítulo, «Luces y sombras de la masonería: las incongruencias del discurso masónico regular», en donde -con un lenguaje diáfano y una acuciosa labor de investigación- enlista y analiza las acusaciones y argumentos de descrédito que se han dicho contra la masonería. El autor los clasifica en dos categorías: los débiles y los fuertes. Entre los primeros se encuentran: ser una sociedad secreta; adorar a un Dios único (llamado Gran Arquitecto del Universo); conspirar contra la Iglesia católica; alentar un contubernio judeo-satánico-comunista; fomentar el relativismo, indiferentismo y el sincretismo religiosos; y practicar el deísmo y una religión natural. Por su parte, en la categoría de acusaciones fuertes se hallan: los términos atroces del juramento masónico; ciertos temas de los altos grados (venganza hiramita y templaria); la cruzada contra el islam; y los contenidos deístas, gnósticos y políticos de algunos grados.

José Antonio Ferrer Benimeli escribió los dos capítulos siguientes: el segundo, titulado «Las logias lautaro, los caballeros racionales y el movimiento independentista americano»; y el tercero: «Prohibiciones masónicas papales, reales y la Constitución de Cádiz». En el primero de ellos se estudia la relación entre las logias masónicas y los movimientos en favor de la independencia de las colonias españolas en América. Con este fin, Ferrer Benimeli se centra en la figura de Francisco de Miranda, de origen venezolano y precursor de la emancipación americana, de quien existe una discusión académica seria sobre su pertenencia a algún tipo de masonería. Empero, lo que no objeto de un agrio debate es que Miranda empleó el sistema organizativo de las logias para impulsar su empresa independentista. Más aún, se puede decir que él -en efecto- fundó una sociedad de carácter revolucionario, la Gran Reunión Americana. Pero, tanto ella como sus filiales -denominadas logias patrióticas- solamente tenían matices litúrgicos masónicos. Era, en realidad, una sociedad eminentemente política. El punto que el autor destaca es que, a pesar de que algunas de estas entidades fueran denominadas logias, estaban alejadas de la práctica masónica. Existe, pues, un juego terminológico entre logias, sociedades secretas y sociedades patrióticas o políticas.

Por su parte, en el capítulo tercero se examina la censura y descrédito del que fueron objeto los masones al tener una organización no reconocida por el Estado. Las principales autoridades europeas en prohibir las reuniones de masones fueron los magistrados en Ámsterdam y La Haya -en los Estados Generales de Holanda- en 1735. Un año más tarde, los Consejos de Berna y Ginebra también proscribieron tales reuniones. Después vinieron las censuras de Luis XV, en Francia; de los magistrados de la ciudad de Hamburgo y el rey Federico I de Suecia; de la emperatriz María Teresa de Austria; en fin, de Guillermo III de Prusia. A todas estas decisiones se unieron las condenas de Clemente XII (1738) y de Benedicto XIV (1751). El argumento de unos y otros era coincidente: la secrecía rigurosa que asumían los masones. Temían que pudiera afectar a la seguridad del Estado. Con la aparición de bulas pontificas, numerosos estados establecieron penas más severas con la intención de desalentar la incorporación de nuevos masones. En los regímenes confesionales, los miembros de las logias fueron perseguidos por lesionar el orden religioso católico: un delito eclesiástico pasó a ser un delito político. En suma, el capítulo ofrece una exposición sobre las circunstancias, coyunturas y medidas tomadas sobre el tema.

«Las sociedades secretas de Los Guadalupes y de Jalapa, y la independencia de México» es el capítulo cuarto, a cargo de Virginia Guedea Rincón-Gallardo. En el mismo se dice que las sociedades secretas fueron un mecanismo de resistencia al colonialismo español y una forma alternativa de enfrentarse a la metrópoli. Con relación a Los Guadalupes, la autora escribe que fue una organización cuya membresía era selectiva, el secreto era una de sus características, su número no se caracterizaba por ser amplio y sus integrantes provenían de diferentes sectores socioeconómicos. Algunas de sus actividades más importantes fue el envío de correspondencia y de individuos a la insurgencia. Los Guadalupes se encargaron -además- del sostenimiento y cuidado de sus familiares y dependientes. Por su parte, la sociedad de Jalapa fue una derivación de la Sociedad de los Caballeros Racionales de Cádiz. Su composición no fue muy selectiva, pero sí tenían una jerarquización y estructura, además de ritos de iniciación y juramentos. Asimismo, sus miembros usaban símbolos y gestos para reconocerse. A pesar de que su existencia fue efímera -de febrero a mayo de 1812-, la sociedad de Jalapa logró concretar acciones en favor de los insurgentes próximos a esta ciudad: enviaron pólvora, caballos y armas. Empero, sus denodados esfuerzos por organizarse de manera formal consumieron el tiempo y la llevaron a ser descubierta por las autoridades virreinales.

El capítulo que sigue, el quinto, «La imperial Orden de Guadalupe, precedente de las primeras corporaciones masónicas del México nacional», de María Cristina Torales Pacheco, expone los antecedentes de dicha entidad, el carácter corporativo de la generación que la ostentó, sus características de la condecoración y quiénes la recibieron. La imperial Orden de Guadalupe fue establecida por Agustín de Iturbide, quien fuera -también- su Gran Maestre, para exaltar a quienes habían contribuido a lograr la independencia de la Nueva España. La constitución de la condecoración buscó la preservación de las “glorias” de los valientes insurgentes. La organización estuvo vinculada íntimamente con la religión católica, como elemento de unidad nacional, e integrada por 50 individuos denominados Grandes Cruces, 100 numerarios y un número ilimitado de supernumerarios, los cuales debían ser designados por el Gran Maestre. Los distinguidos reflejaban la composición estamentaria reconocida en el momento de la consolidación de la independencia, sin que ello significara una homogeneidad ideológica, social y económica en los condecorados. Tras desaparecer el Imperio de Iturbide, lo hizo también la Orden, pero la cohesión generada entre sus miembros propició la organización de logias masónicas años después.

Emilio Martínez Albesa, responsable del sexto capítulo «Iglesia católica y masonería. Las condenas pontificias», analiza si -en efecto- es compatible la masonería y el catolicismo. En este sentido, pasa revista a las condenas pontificas prerrevolucionarias al asociacionismo masónico (siglo XVIII); a las condenas vinculadas a la conspiración masónica y por la incompatibilidad de principios (siglo XIX); y a la censura a la masonería en los dos códigos del derecho canónico del siglo XX. En fin, analiza el juicio y papel de la Iglesia en relación a la masonería. El texto está ampliamente documento en fuentes directas como en literatura secundaria, y ofrece al lector un fresco de las razones, motivos y circunstancias que existieron para que la Iglesia católica y sus dirigentes, así como algunas autoridades de estados confesionales, condenaran la práctica de la masonería. El obstáculo más significativo entre la Iglesia y los masones es -según el autor- la ideología de éstos últimos, aunque bien podemos decir que el freno también reside en las ideas de quienes tienen una observancia absoluta a los mandatos de la institución eclesiástica.

Paolo Valvo, por su parte, escribió «La mirada de la Santa Sede sobre la masonería mexicana», que es el capítulo séptimo. Aquí se realiza un examen histórico de la apreciación de la curia sobre el gobierno mexicano y la masonería nacional. A inicios de la década de los treinta del siglo XX, Leopoldo Ruiz y Flores -entonces delegado apostólico en México- escribía a Eugenio Pacelli, cardenal secretario de Estado, que el país era dominado por el Partido Nacional Revolucionario y éste, a su vez, estaba cooptado por los masones. La discusión sobre esta cuestión estuvo extendida anteriormente al establecimiento del Estado posrevolucionario mexicano. El siglo XIX es prolijo en cuanto a comunicaciones de clérigos mexicanos con sus autoridades romanas para describir la actividad masónica en el país. Al inicio de la Revolución, y durante la presidencia de Francisco I. Madero, los sacerdotes expresaron que él no era hostil hacia la Iglesia, pero que se encontraba rodeado de masones y jacobinos. Más aún, al ser asesinado Madero, los religiosos señalaron que el apoyo del gobierno de Estados Unidos a Venustiano Carranaza-y no a Victoriano Huerta- era debido a la mediación de los masones estadounidenses. Con el ascenso del general Lázaro Cárdenas a la presidencia de la República, la Iglesia aseguró que él representaba una síntesis de dos peligros: la masonería y el bolchevismo. Además, Cárdenas era parte de una triada de enemigos, junto con Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles.

«El liberal moderantismo durante el gobierno de Ignacio Comonfort», escrito por Silvestre Villegas Revueltas, es el título del octavo capítulo. En el mismo se busca responder, con el recurso a los métodos histórico y analítico, cuál fue el papel del clero católico en la “maduración” social; qué limites a los poderes públicos debían ser establecidos; y si era necesario realizar una reforma, una revolución o retrotraer las cosas al su estado previo de 1810 para lograr el tránsito a la modernidad. El análisis del autor arroja luz sobre el conflicto religioso que se presentó a mediados del siglo XIX y el intento de tolerancia religiosa en la Constitución de 1857.

Salvador Cárdenas Gutiérrez, en «La lucha entre masones y católicos en el Porfiriato. La creación de la Gran Dieta Simbólica de México en 1890» (capítulo noveno), analiza la unificación del Gran Oriente de México y el Supremo Consejo de la Masonería Escocesa, ocurrida en 1890, lo que dio como resultado la creación de la Gran Dieta Simbólica. Este hecho fue orquestado por Porfirio Díaz, a quien se le otorgó el cargo honorífico de Gran Maestre y Gran Comendador ad honorem et vita. No obstante, esta acción unificadora de la masonería nacional pronto fracasó debido, entre otras razones, a las pugnas entre las logias que se resistían a las presiones centralizadoras de Díaz y de la Gran Dieta. Además, Cárdenas Gutiérrez relata la actitud de los católicos mexicanos ante dicho acontecimiento. Muchos creyentes y jerarcas, al ver al presidente apoyar abiertamente a los masones, rompieron su actitud conciliatoria que habían tenido con el poder político y emprendieron una acción de propaganda de defensa y ataque, recurriendo a la encíclica HumanumGenus de León XIII. Finalmente, expone el papel de la prensa en esta discusión.

El décimo capítulo se titula «Masones: ¿ideólogos y fundadores de la Constitución mexicana de 1917?» y fue escrito por Carlos Francisco Martínez Moreno. El propósito del texto es analizar a un grupo de diputados del Congreso Constituyente que redactó la Carta Magna de 1917 y que fueron masones, así como indagar sobre lo significativo de su participación, su perfil, su ideología y su influjo en el contenido del documento final. El autor menciona que de los 218 constituyentes, 58 pertenecían a alguna logia (uno más, diputado por Campeche, no se presentó) y diez de ellos dejaron evidencia de su membresía en la Carta Magna al agregar a su firma tres puntos. Ellos fueron: Cristóbal del Castillo, Antonio Guerrero, Francisco J. Múgica, Luis T. Navarro, Luis G. Monzón, Santiago Ocampo, Zaferino Fajardo, Fortunato de Leija, Epigmenio A. Martínez y Porfirio del Castillo. Por otra parte, la mesa directiva se integró por 11 diputados, siendo siete de ellos masones. Y en cada una de las 12 comisiones establecidas, hubo -al menos- un masón. En fin, de los 21 diputados ideólogos pertenecientes al núcleo fundador de la Constitución, 16 practicaban la masonería. Esto es significativo, ya que fueron ellos quienes propusieron o apoyaron la disminución del poder del clero político; la educación laica; las libertades religiosa, de expresión y de imprenta; la limitación de las funciones estatales… En fin, la ratificación de las leyes de Reforma.

Jean Meyer, en el undécimo capítulo «Masones y anticlericalismo en la década de 1920», acomete la tarea de analizar el sentimiento de rechazo al clero católico por parte de algunos masones. Dicho sentimiento responde a dos impulsos, uno de carácter negativo y otro positivo. El primero se basaría en que los integrantes del clero abusan del pueblo y de las mujeres, mientras que el segundo sería la fraternidad que busca la eficacia profesional y social. Las manifestaciones anticlericales de los masones se pueden observar, por ejemplo, en la manifestación de apoyo a la política de intolerancia religiosa. Este rechazo a la Iglesia se fundaba, en parte, en las Actas del Congreso Masónico de Buenos Aires (1906), en las que se señalaba la urgencia de combatir a la Iglesia católica. Más aún, el general Joaquín Amaro realizó una labor propagandística muy fuerte contra la curia romana. Meyer transcribe dos documentos masónicos inéditos de la época del conflicto religioso, ambos dirigidos al presidente de México, Plutarco Elías Calles.

«Juristas masones del exilio republicano español en México» es el título del capítulo decimosegundo, escrito por Eva Elizabeth Martínez Chávez, en donde se da cuenta de los hispanos abogados de profesión y masones que ejercieron la docencia en su país o en México, y que durante la época de la guerra civil dejaron su tierra para atravesar el Atlántico. El texto ofrece al lector un panorama de las normas e instituciones creadas para perseguir a los masones, de los procesos formados por el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo, de la ayuda de la masonería mexicana a sus hermanos en peligro, y de las actividades que realizaron en México.

Finalmente, en el capítulo que cierra el libro, el número 13, «La educación después de las reformas de 1833”», la autora Anne Staples revisa los proyectos educativos y la oposición que suscitaron como parte de una “continuidad ilustrada racionalista” productos de las reformas borbónicas. Ella expresa que la “trinidad” liberalismo-secularización-laicismo es, en realidad, un anacronismo que no beneficia una explicación sobre las confrontaciones entre los grupos de poder y las expectativas de la Ilustración y la independencia. Por ello, es preciso realizar un examen agudo, alejado de filias y fobias de grupos y corrientes para identificar los proyectos que en materia educativa se diseñaron e implementaron, y los resultados, exitosos o no, que obtuvieron.

En fin, el libro, motivo de estas líneas, viene a enriquecer la cada vez más importante investigación historiográfica que sobre la masonería y las sociedades secretas se realiza en México. Su lectura es imprescindible para todo aquel interesado en la historia nacional alejada de apasionamientos desmedidos o de propaganda interesada.

Recibido: 15 de Marzo de 2018; Aprobado: 01 de Mayo de 2018

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