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Comunicación

On-line version ISSN 1659-3820Print version ISSN 0379-3974

Comunicación vol.31 n.1 Cartago Jan./Jun. 2022

http://dx.doi.org/10.18845/rc.v31i43.6279 

Artículo

Juan de la Cruz: la poesía mística como deseo y ausencia

John of the Cross: Mystical poetry as desire and absence

Juan Esteban Londoño1 

1 Universidad Católica Luis Amigó, Colombia

Resumen:

En este artículo, se estudia el Cántico Espiritual de Juan de la Cruz desde la fenomenología hermenéutica y se pone en diálogo con la teoría literaria que considera la lectura como placer, para valorar su alcance estético místico. La investigación confronta la noción de la mística como plenitud con la perspectiva de un anhelo que presupone la ausencia de esta y, desde una perspectiva de la poesía mística como expresión de un deseo incumplido, propone una interpretación de este tipo de poesía.

Palabras-clave: Juan de la Cruz; mística; poesía; amor; ausencia

Abstract:

The Spiritual Canticle of John of the Cross is studied in this article from the hermeneutic phenomenology, and it is put into dialogue with the literary theory of reading as pleasure to assess its aesthetic, religious and mystical scope. The research confronts the notion of mysticism as plenitude with the perspective of a longing that assumes the absence of this plenitude and, from the perspective of mystical poetry as an expression of an unfulfilled desire, an interpretation of this type of poetry is proposed.

Keywords: John of the Cross; mysticism; poetry; love; absence

Introducción

La vida trasciende lo que decimos sobre ella y ninguna definición puede agotarla. Siempre hay algo más que se oculta en la inmanencia, custodia el Misterio y no se alcanza a percibir con la razón. La mística es un desafío al saber racional, no siempre por superstición, porque los místicos y las místicas han visto el modo en que la razón se resquebraja y eligen cantar con otra voz: la música, la poesía o el silencio.

En este artículo, se estudia la mística poética desde la fenomenología hermenéutica, que se basa en la teoría de Gadamer y en el ejercicio interpretativo de Martin Heidegger de poetas como Hölderlin, Rilke y Georg Trakl. Se asume la pretendida verdad de la poesía como la existencia textual y el intérprete se ciñe a ella para establecer el diálogo. Como afirma Hans-Georg Gadamer, un texto es poético cuando posee una autonomía propia y su expresión ''se encuentra liberada de la pregunta por la verdad que, sin ese requisito, cualifica a los enunciados, ya sean hablados o escritos, como verdaderos o falsos'' (1988, p. 95). Esto hace que las obras literarias pertenezcan a su propio presente, se mantengan vivas y den testimonio de sí mismas. La poesía, nos recuerda el filósofo alemán, es un texto que no remite a la fijación de un discurso pensado o dicho, sino que, separado de su origen, reclama una validez propia que, por su parte, es una instancia última para el lector o para el intérprete. Entonces, la hermenéutica insta a la lectura de la poesía como escucha, a la apertura ante los textos desde las categorías que ellos mismos despliegan. En palabras de Gadamer:

El poema invita a una larga escucha y a un intercambio de palabras, en los que se consuma la comprensión (…) El poema tiene que mantener un diálogo con el lector. Pero el poema no dialoga solamente con el lector, el poema es en sí mismo un diálogo, un autodiálogo. (1993, p. 150).

Así, se procede a un ejercicio interpretativo y dialógico del poema, a la manera de Martin Heidegger, para quien ''El Decir de un poeta permanece en lo no dicho'' (1990, p. 35). Desde esta perspectiva y como método, se asume el valor de la escucha atenta al poema y se llega a apropiar la propuesta hermenéutica que dilucida Heidegger en su diálogo sobre Trakl cuando dice: ''El verdadero diálogo con el Poema único de un poeta es el diálogo poético entre poetas. Pero también es posible, y a veces incluso necesario, un diálogo entre pensamiento y poesía, pues a ambos les es propia una relación destacada, si bien distinta, con el habla'' (p. 36). De allí que se genere un diálogo poético-literario en clave filosófica y teológica con el místico español.

Aesta visión hermenéutica, se añade la propuesta erótico-literaria que propone Elsa Tamez para leer el Cantar de los cantares, obra en la que se basa el Cántico de Juan de la Cruz. En su artículo titulado ''Para una lectura lúdica del Cantar de los cantares'' (2001, pp. 59-68), la teóloga mexicana se aproxima a los textos bíblicos desde una mirada literaria en la que se resalta la lectura como juego, en diálogo con el semiótico Roland Barthes. Tamez propone leer la composición literaria del Cantar de los cantares desde las palabras, no como simples instrumentos, sino como ''proyecciones, explosiones, vibraciones, maquinarias y sabores'' (p. 59). Desde esta insinuación, invita a ''percibir mejor los erotismos del signo lingüístico y saborearlo mejor'' (p. 60). Señala que la lectura es diálogo entre cuerpos, un acto de placer (p. 58). Además, hace notar que el libro hebreo tiene sus momentos ''coquetos'' donde se juega como a las escondidas con los significantes, los cuales connotan un sentido erótico mayor que el de la anécdota narrada (p. 61). Hay un juego de seducción que esconde el carácter polisémico del lenguaje. Por esto, el lector y la lectora del Cantar y del Canto debe también leer entre líneas en un ejercicio saturado de placer por el desnudamiento de los significados. Desde esta perspectiva, según la teóloga mexicana, el erotismo no consiste solamente en descubrir las alusiones veladas al leer los Cantares, ni en Juan de la Cruz en el descubrimiento de la relación entre Dios y la iglesia, sino en que el lector va desnudando el texto al descubrir el ropaje de las palabras, para hallarse con su cuerpo, como también va desnudando su propio ser en el encuentro con lo divino, como metáfora del vaciamiento.

La poesía mística, desde esta perspectiva, es el testimonio de la ausencia o, en su metáfora y realidad auditiva, del silencio. El erotismo consiste en desnudar toda presencia y hallarse frente a Dios como silencio y vacío, y ante la mística como deseo de plenitud que no siempre se cumple. Para los místicos, el lenguaje solo es puerta de entrada al silencio, dimensión profunda del habitar lo santo. Ellos hacen del silencio una respuesta y en la no-respuesta hallan la serenidad. Por lo tanto, el Canto de Juan de la Cruz es música del silencio.

Desde este punto de vista, nos acercamos al texto literario como una existencia en sí misma, y a sus personajes, temas y musicalidad como habitantes de la obra. Desde la verdad literaria, escuchamos la manifestación. En lugar de abrir y despedazar el libro en partes, lo escuchamos; en vez de forzar significados, callamos; entonces, respondemos con un gesto obediente a la manifestación de su misterio, con una distancia que abre nuevas preguntas. El fenómeno místico lo recibimos desde el fenómeno hermenéutico.

La mística

Según el fenomenólogo español Juan Martín Velasco (1999, pp. 20-22), existen varias acepciones del término místico. En las lenguas latinas, se trata de la transcripción del concepto mystikos, que en el griego no cristiano es lo referente a los misterios (ta mystika): las ceremonias de las religiones mistéricas en las que el iniciado (mystes) se incorpora al proceso de muerte y resurrección de su dios. Estas palabras componen una familia de términos, derivados del verbo myo, que llama a cerrar la boca y los ojos, a penetrar realidades secretas, ocultas, misteriosas.

La mística es un género de escritura poético-testimonial que da cuenta de vivencias espirituales. Juan Martín Velasco la describe como:

Experiencias interiores, inmediatas, fruitivas, que tienen lugar en un nivel de conciencia que supera la que rige en la experiencia ordinaria y objetiva, de la unión cualquiera que sea la forma en la que se vivadel fondo del sujeto con el todo, el universo, el absoluto, lo divino, Dios o el Espíritu. (1999, p. 23).

El mismo Velasco (1999, p. 18) reconoce la ambigüedad y polivalencia del término, tanto que su uso rebasa el terreno religioso o teológico. Esto también lo afirma Evelyn Underhill (2007) cuando declara que la mística no se limita al mundo religioso, sino que se extiende a los ámbitos del arte, la filosofía y lo poético, como late en Whitman y su poesía de comunión con todas las cosas. Sin embargo, no se trata de agrupar a los poetas y a los filósofos bajo un mismo concepto o nivel de misticismo, porque cada uno ha entrado en contacto con la realidad profunda de manera diferente, sino de transformar la vida cotidiana en sus niveles de sentido.

Debido a esta variedad de aproximaciones, se deben acentuar los rasgos específicos del término para reconocer una experiencia como mística, según lo destaca William James en su obra The Varieties of Religious Experience (1961, pp. 299-300), a saber: una experiencia mística es inefable, transitoria, pasiva y posee una cualidad noética. Según la investigadora Lina Marcela Cadavid (2014, p. 138), en su interpretación de James, la inefabilidad se refiere a la imposibilidad de expresar a través de palabras la experiencia; la transitoriedad apunta a que un estado místico no puede tener larga duración en el tiempo, pero que, a medida que se repite, incrementa su importancia y riqueza; la pasividad es el momento en el que se alcanza el estado de conciencia particular de este tipo de experiencias y cuando el místico siente como si fuese abrazado por un poder superior; por último, la cualidad noética hace referencia a su estatus epistémico, como una experiencia que permite alcanzar estados profundos de conocimiento de verdades que no pueden ser sondeadas por el intelecto.

La mística se caracteriza por la especificidad de su lenguaje. Según Martín Velasco (2004, p. 18), el lenguaje de los místicos y las místicas describe la proximidad a la experiencia que viven. También, reconoce la insuficiencia del lenguaje para expresar tal vivencia, por lo que se cifra en un lenguaje simbólico, y expresa la experiencia mediante paradojas, oxímoron y contrastes. Esta forma de lenguaje no pretende hacer definiciones exactas ni científicas. Sus aproximaciones son simbólicas y están más cerca de la filosofía que de la ciencia. Como hace notar Velasco: ''Los místicos se comportan con los teólogos que no lo son (místicos) como los exploradores con los geógrafos, permitiéndoles levantar mapas de tierras ignotas y corregir lo que estos tienen ya establecido'' (2004, p. 19). Esta es una forma de vivir el misterio a sabiendas de que toda definición es transitoria, imaginativa, metafórica. Se vive y se desea. Lo que se habla de lo vivido es lo que se habla de lo imposible. Se habla de manera imposible sobre una experiencia que, en plenitud, es en esta tierra irrealizable.

Aunque la mística no se debe limitar a occidente ni al cristianismo (Velasco, 2002, p. 1183), para este último tiene un sentido espiritual e implicativo, y se refiere a las verdades ocultas de la fe. Lejos del conocimiento por explicación, se trata del conocimiento por implicación, vivenciar y estar inmerso, de cantar mientras se vive, o de balbucear lo callado que se anhela. Pseudo Dionisio Areopagita, pensador del siglo VI, se refiere a la teología mística como un conocimiento escondido y ''experimental'', y a la imposibilidad de encasillar esta vivencia o causa, llamada Dios, en el lenguaje:

No hay palabras para Ella, ni nombre, ni conocimiento. No es tinieblas ni luz, ni error ni verdad. Nada en absoluto se puede negar o afirmar de Ella, pero cuando afirmamos o negamos algo de las cosas inferiores a Ella no le añadimos ni quitamos nada, pues la Causa perfecta y única de todas las cosas está por encima de toda afirmación y también la trascendencia de quien está sencillamente libre de todo está por encima de toda negación y más allá de todo. (Dionisio Areopagita, 2002, MT V, 1048 B).

Velasco (1999, p. 23) ve a la mística como plenitud y encuentro, como ese deseo de llenar los vacíos. Pero para otros autores es más bien el testimonio de una ausencia, el aprender a convivir en serenidad con esta. A esto se refiere Hugo Mujica en su interpretación de la obra de Teresa de Jesús (inédito), cuando habla del poeta o del místico como ''quien ve en la presencia el vestigio de una ausencia, quien escucha en el silencio 'la música callada y la soledad sonora''' (p. 11). El escritor argentino también explora esta dimensión de la mística en su interpretación sobre Juan de la Cruz en su libro Poéticas del vacío (2014), y distingue entre la mística y la religión. La religión, piensa Mujica, asegura la presencia. La mística, por el contrario, se opone a convertir la presencia en un ídolo y resguarda el misterio al afirmar no una plenitud, sino la ausencia o la falta de la totalidad. En palabras del escritor argentino:

La mística conjuga la verbalidad transitiva de dios o, en su plenitud, devuelve a dios su ausencia.

Su trasparencia, su plenitud: sin bordes. Todo salto. Sin piso ni suelo: todo gracia. Todo abierto.(Y tampoco esto.) La religión es marca, la mística borradura, borradura itinerante, apenas trazo en la arena, apenas olvido. (Reflujo del mar que bañó la playa, trazo siempre de un irse: abandono: el movimiento por el cual nos borramos.) La mística deconstruye: dialéctica de la razón y la intuición, la ciencia y la experiencia. La respuesta y la pregunta.(Dialéctica sin síntesis: abandonarse sin recobrarse: darse.) La religión busca el conocimiento, la salvación de sí. La mística: el gozo y la unión. La desaparición de sí. (2014, pp. 63-64)

Mujica sostiene que la mística afirma la ausencia con el fin de custodiar el misterio de lo sagrado. La religión asume que la plenitud es el ideal, pero también podría serlo el vaciamiento que abre paso al reconocer la ausencia, como lo testifica esta interpretación de la mística. Experimentar lo divino como ausencia eleva la vivencia mística y las palabras acerca de esta a una presencia custodiada. Tal ausencia da forma, más no definida, a la vivencia. Toda expresión poética, tal como la de Juan de la Cruz, muestra la diversidad y plasticidad de la vivencia.

En la mística cristiana, Dios es metáfora del Totalmente Otro, por lo tanto, de lo inasible, el que no se deja atrapar por el dogma, por la teología, ni siquiera por el ideal de plenitud. Es movimiento que vacía los conceptos, de modo que no se caiga en la idolatría de una deidad estática. Por su parte, ''La revelación no es conocimiento, es desasimiento'', dice Mujica (2014, p. 64). La respuesta a esa revelación no se da en el dogma, sino el silencio, al modo de una tácita plegaria. También, en el intento de hacer audible ese silencio en la poesía.

El camino de la mística piensa a Dios, o más bien lo experimenta, desde la via negationis. Cualquier nombre para expresar el Misterio es insuficiente. Hay que despojar a Dios de todos los predicados, categorías y nombres, y vivirlo. La experiencia culmina tanto en el silencio como en el Canto, o en el canto de un silencio: frontera y horizonte de todo lenguaje humano, en el que cualquier palabra explicativa implica ya un exceso. El místico se pregunta y en su pregunta habita. Como escribe André Louf: ''Un hermano preguntaba a su anciano: ¿Qué es un monje? Y el anciano respondía: monje es aquel que cada día se pregunta: ¿Qué es un monje?'' (2000, p. 7). La mística, desde esta perspectiva, es el testimonio de la distancia divina, de su alteridad, de su ausencia o, en su metáfora y realidad auditiva, callar el canto o cantar lo callado. Para los místicos, el lenguaje solo es puerta de entrada al silencio, dimensión profunda de habitar lo santo. Los místicos hacen del silencio una respuesta y en la no-respuesta hallan la serenidad. Así, el Canto de Juan de la Cruz es música del silencio.

Juan de la cruz

Juan de la Cruz (1542-1591), con nombre secular Juan de Yepes Álvarez, nació en Fontiveros un 24 de junio de 1542 y murió en Úbeda un 14 de diciembre de 1591 (Sicari, 2002, p. 1001). Fue elevado por la iglesia al estatuto de santo, entonces, pasó a ser conocido como San Juan de la Cruz. Para nosotros, el santo de la poesía.

Juan es un testigo del silencio; pero no lo calla, canta. Se aboca al exceso de la poesía. Encerrado en una prisión estrecha y maloliente, debido a las incomprensiones surgidas entre la antigua orden carmelita y la reforma teresiana, se sintió ''herido por el amor'' (Sicari, 2002, p. 1001) y le respondió desde la palabra. Allí escribió textos considerados unos de los más altos de la mística y de la literatura española (2002, p. 1001). Entre estos, se encuentra el Cántico espiritual, una relectura del Cantar de los cantares, obra marginal del canon judeocristiano. Este toma un cuerpo distinto, el deseo por lo sagrado, en la obra del poeta español. En su interpretación literaria del texto bíblico, Juan vive el silencio, lenguaje de la nada, pero no puede callarse y balbucea esa nada en poesía, la hace música. Acá, la poesía es ritmo y danza, intento de sentir el Misterio en la creación de las palabras, el transparentarse de lo sagrado en humildes vocablos de hombres y mujeres. También, hay un uso del erotismo como metáfora para describir el anhelo de lo divino.

En su canto, Juan se pregunta por el Dios ausente. Juan encarna la voz de una mujer, la amada sedienta de un erotismo místico, en la medida en que este es metáfora del deseo de unión con lo sagrado. Como señala Lucero González Suárez (2013, p. 46), apoyada en Bataille, el amor místico es una reorientación expansiva del erotismo en tanto ambos buscan la unión con el amado y, en el caso de Juan de la Cruz, se vale de metáforas provenientes del amor profano para construir una poética del erotismo místico. En palabras de González Suárez:

Como el amante profano, el místico es un ser erótico; a diferencia de él, su avidez no apunta a la intensidad fugaz del orgasmo ni a las obras del amor imperfecto. El místico es amante de lo divino. Como el amante profano, el místico quiere unirse a la presencia fascinante que sale a su encuentro. Sólo que dicha presencia no es la de otro, semejante a él sino, para usar una expresión de Juan Martín Velasco, la ''presencia inobjetiva de Dios''. (2013, p. 49).

En el Canto de Juan de la Cruz, el buscador canta: ''¿Adónde te escondiste, amado, y me dejaste con gemido?'' (1989, p. 10). Podemos comprender su aproximación como una mística de la pasividad, que busca la presencia. Recordemos, con Velasco (2004), que la experiencia mística oscila entre la pasividad y la presencia, y que la pasividad es la aceptación de la Presencia o la invocación para que se manifieste. En San Juan, el amado, Cristo, enamora al ser humano con su presencia amorosa y con su ocultamiento. El amante, el buscador, clama por la gracia, se abre en gesto de metáfora erótica para ser penetrado por lo divino.

Juan deja que Dios acontezca en el mundo o clama por tal acontecimiento en la poesía. El poema es plegaria, abre la búsqueda. El amado se revela y se oculta. Dios es un amante activo y un amado ausente. Esta imagen la crea la mística medieval y halla ecos profundos en la espiritualidad del universo. Tiene su origen en las Escrituras, donde con frecuencia se utilizan metáforas para describir la relación entre Dios y su pueblo (Os. 1-3; Ef. 5: 21-33) y se amplía en los pensadores medievales, como Gregorio de Nisa y Bernardo de Claraval, cuando describen la búsqueda de unión entre Dios y el alma a la manera de un matrimonio (Possanzini, 2002, p. 1145). No obstante, en Juan de la Cruz, la imagen toma fuerza y se comprende la unión como una búsqueda no siempre realizada, que va a gestar su forma final al momento de la muerte.

Aunque la mayoría de los teóricos, como Possanzini (p. 1146), enfatizan la plenitud de la unión como un amor recíproco, se debe resaltar la importancia de la distancia y el ''todavía no'' que aparece en el poeta español. Él ha vivido la llama Misterio y se pregunta por su ausencia. Dios ama y enamora, pero nadie puede aprisionarlo. De lo contrario, sería un ídolo ahorcado en los rituales. ''El místico es un amante insatisfecho'', afirma González Suárez (2013, p. 54). El concepto de plenitud se ha conocido por largo tiempo como positivo, y el vaciamiento como negativo; pero también se puede ver de modo inverso: el ideal de plenitud puede atar al místico a una esencia inamovible. El vacío podría significar la liberación: un vaciamiento frecuente que llama a remover lo dicho, a abrir un espacio para que la vida acontezca bajo el nombre de lo divino, como la posibilidad de transformar las sustancias y vaciar los entes. Dios, entonces, es la ausencia que llama, el desafío a la idolatría de la presencia.

En el canto de San Juan, el amado es promesa, no cumplimiento del todo. Es apertura, lo abierto: abre la espera en el alma y en la carne, expande las posibilidades de ser tanto para el humano como para Dios. El efecto de su ausencia provoca en la esposa una agonía amorosa: ''adolezco, peno y muero'' (1989, p. 10). Así en esta poesía mística, se cumplen las palabras de Bataille (1997) con respecto al amor erótico:

El amor no es el deseo de perder, sino el de vivir con el miedo de la posible pérdida, manteniendo el ser amado al amante al borde del desfallecimiento: (pues) sólo a este precio podemos sentir ante el ser amado la violencia del arrobamiento. (p. 247).

Juan, como poeta místico, es un buscador de plenitud, pero está consciente de la hendidura que hay entre él y lo sagrado. Sabedor de esa herida primordial de separación con el todo no le atribuye el lastre del sustantivo ''pecado'', sino que lo acaricia con la dolorosa palabra del gemido. En lugar de atribuir una naturaleza negativa a esta separación entre hombre y Dios, Juan de la Cruz la imagina como un deseo ardiente. Este consiste en morar en la presencia de Dios y se vale de la metáfora del día previo a los esponsales en los que el místico busca unirse al amado (Velasco, 2004, p. 32). La clave para comprender este deseo radica en que el místico vive en el día previo, en el ''todavía no'', y se mantiene a la espera de una plenitud que únicamente se dará con la muerte o con la venida de Cristo.

La finitud busca la unión con lo infinito en la trascendencia imposible. El amado de San Juan ha pasado y solo queda su huella. Lo testifican los bosques y los ríos. Su trazo es hermosura, pero también distancia. Lo sagrado lo es en su ausencia, está vivo y no se deja atrapar, ni siquiera por la amada que con deseos de plenitud lo busca. La vida del místico es deseo y reconocimiento de que habita en un desierto. Acepta el ocultamiento de Dios y descansa en la serenidad de que no lo puede atrapar en sus palabras.

En el canto, el amado no aparece. Cantan la esposa y las criaturas. La enamorada busca a alguien que la sane. No quiere a los músicos ni los cantos, sino la música misma. Sabe que su hablar sobre lo divino -la teologíaes una alusión velada, nunca la presencia misma (1989, p. 35). Para ella, no son suficientes los mensajeros sagrados o telúricos, ni la música o incluso la palabra. El deseo la llama a trascenderse en la espera, a ser espera del Dios que simboliza como un ladrón de sus pasiones: ¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no le sanaste? Y pues me le has robado, ¿por qué así le dejaste, y no tomas el robo que robaste? (1989, p. 45).

El deseo espiritual es el impulso de la mística, le da intensidad, lo invita a la búsqueda, se mueve sin parar. El deseo da fuerza a la oración. Es el impulso para escalar las cumbres o para penetrar en las grutas secretas del castillo interior. Juan de la Cruz lo expresa en términos eróticos, no encuentra un lenguaje más contundente para narrar su búsqueda. Aun así, la metáfora del amor erótico es insuficiente para narrar el encuentro con una deidad incorpórea, pero es la metáfora iniciática del proceso místico en Juan de la Cruz. Es el comienzo, el primer movimiento, la seducción. La plenitud del amor va más allá en el amor místico. Queda suspendida entre la vida y la muerte; cuando se dé, unirá al creyente con su amado en la Gloria deseada. Sin embargo, mientras el místico esté en la tierra, su condición de amor será siempre deseante, anclada en imágenes eróticas.

Juan está enamorado o, según su voz poética, enamorada de lo imposible, trazo infinito de la hondura, herida primordial de lo sagrado. La poesía es una rama desgajada del árbol divino y busca reinsertarse en él. Apasionada por la vida, la voz poética (él-ella) se entrega plenamente al deseo con distancia, entrevé que en la huida está el amor; en la ausencia la presencia; en la insatisfacción, la realización matrimonial.

La aparición del amado provoca en la amada un río de palabras: la música de la poesía. No está acompañada por instrumentos musicales, porque ella es el instrumento. El relámpago desaparece y aparece, pero hace que toda la noche se transforme, estalla en imágenes familiares de la mística (pp. 66-70): ''la noche sosegada, la música callada, la soledad sonora''. Ya no es miedo ni desesperación. Es el deleite de la presencia, el encuentro con lo divino en medio de la noche. La noche sigue siendo negra, pero es sagrada al toque del amado.

El amado habla poco. Su aparición es fragmentaria, como lo narra toda experiencia mística. Responde aludiendo a la naturaleza (p. 160s). Dios es la potencia del bosque, la personificación del movimiento, del vuelo y el brote, ama, está ausente y presente, toca y embriaga, y luego se va, inasible.

El sentido de esta poética y de la mística en general es la búsqueda, no la llegada. Al llegar, nada define, sino que calla, o, a lo sumo, canta. El encuentro no permite el encierro en las rejas de palabras. La mística es una ciencia que todo lo trasciende, dice Juan, y habla en poesía: Allí me dio su pecho, allí me enseñó ciencia muy sabrosa, y yo le di de hecho a mí, sin dejar cosa; allí le prometí de ser su esposa (p. 90).

El amado canta en el lenguaje de las artes. Lo hace con palabras misteriosas. Dios invita a los animales (p. 141) y a las aguas (p. 144), apacigua el miedo ante la noche (p.145), y hace que la esposa descanse entre sus brazos (p. 150). Ella le responde y así se da un diálogo entre el amado y la amada, ella siempre más elocuente, en éxtasis profundo. La amada llama a las ninfas de Judea (p. 150), deidades de las aguas, los bosques y las selvas, en su acepción más pagana. Así, deja ecos de la tradición greco-romana en la poesía de San Juan. Invoca, como en el libro de los Cantar de los cantares, el olor y los perfumes, imagen del erotismo divino.

La intertextualidad se revela entre el Canto y el Cantar: ''Lecho florido'' (p. 71; Cant 1:16), ''guaridas de leones'' (p. 71; Cant 4:8), ''bálsamo divino'' (p. 80; Cant 4:10) flores y animales de la primavera (p. 101; Cant 2:12). Sin duda la inspiración mística proviene de la erótica del Cantar de los Cantares. También los aspectos físicos de la mujer poeta, como su color moreno (p. 116; Cant 1: 5-6) y sus cabellos (p. 106; Cant 4:2) surgen de la figura femenina que habla en el texto bíblico. Juan no elimina el erotismo del Cantar, lo potencia en el campo de sus posibilidades corporales, en un contexto y bajo una orden que no está dada a la pasión del cuerpo: en la carne de la poesía, se revela la pasión por lo infinito. El canto termina con la incitación festiva por parte de la esposa: ''Gocémonos, amado'' (p. 170). Lo invita a vivirse en el mundo de la naturaleza y experimentarlo en imágenes poéticas. Por esto mismo lo sabe, ante todo, presente en la ausencia. Juan de la Cruz está apasionado por la huida, ama lo imposible.

Conclusiones

La experiencia mística de Juan de la Cruz haya en la poesía su principal aliada. Si el Misterio trasciende lo que dicen las religiones sobre él, si ninguna definición puede agotarlo, la voz para hablar de él y con él es la de la poesía en su saber implicativo.

La perspectiva hermenéutica que asume la autonomía propia del texto poético y que escucha la música del texto, así como la invitación a la lectura lúdica de la literatura como un acto de desnudamiento y experimentación de cuerpos entre texto e intérprete, se encuentran en la poesía mística de Juan de la Cruz. Así, se da más que el testimonio de una plenitud, el deseo de ella, que no se llega a completar, sino que permanece abierta.

La poesía mística es el lenguaje más adecuado para hablar del deseo de lo divino. Se entiende este como distancia o ausencia, para no caer en la idolatría que afirme poseer y controlar lo sagrado. Por esto, la obra de Juan de la Cruz encuentra en un texto erótico -el único texto eminentemente erótico que hay en la Bibliauna fuente intertextual de inmensa riqueza, que le brinda la posibilidad de emplear un lenguaje sacro en combinación con el profano del cuerpo para hacer de la mística una voz del deseo espiritual. Este consiste en la plenitud del desnudamiento, hallarse desnudo frente al Misterio, vivenciar la desnudez espiritual, más que en la pobreza, en el deleite de las metáforas sagradas a través del cuerpo. Juan de la Cruz encuentra en la poesía la voz para hablar de este desnudamiento de conceptos y del deseo por la unión como lo infinito. Su poesía, ardiente de presencia, es testimonio de la ausencia

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1 Juan Esteban Londoño es docente e investigador en las áreas de filosofía, literatura y teología. Doctor en Teología por la Universidad de Hamburgo (Alemania). Estudió Filosofía y Maestría en Filosofía en la Universidad de Antioquia (Colombia). Tiene una Licenciatura y una Maestría en Ciencias Bíblicas en la Universidad Bíblica Latinoamericana (Costa Rica). Ha escrito diversos artículos científicos sobre filosofía, literatura y religiones, así como textos de ceración artística. Contacto: londonojesteban@gmail.com

Recibido: 28 de Marzo de 2022; Aprobado: 25 de Mayo de 2022

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