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Revista Costarricense de Psicología

On-line version ISSN 1659-2913Print version ISSN 0257-1439

Rev. Costarric. Psic vol.39 n.1 San José Jan./Jun. 2020

http://dx.doi.org/10.22544/rcps.v39i01.01 

Artículos

Ciudad y bienestar: la tensión entre la urbanización y el habitar

City and Welfare: The Tension Between Urbanization & Settlement

Milton Aragón1  

1Universidad Autónoma de Coahuila, México

Resumen

Este texto reflexiona sobre cómo la tensión entre la urbanización y el habitar expone a sus habitantes a un constante estado de estrés y depresión. Los conduce a hábitos nocivos, que derivan en enfermedades crónicas degenerativas. Por lo tanto, la ciudad no es un espacio para el bienestar de los sujetos, porque, los factores que permiten alcanzar el bienestar, que son los lugares, los objetos, los bienes y salud, no son tomados en cuenta. De ahí que el bienestar tiene un fuerte vínculo con el espacio, el tiempo y la sociedad. Así, la urbanización podría producir espacios armónicos, que permitan un desarrollo, físico, mental y económico.

Palabras clave: ciudad; urbanización; bienestar; habitar; salud

Abstract:

This text refl ects on how the tension between urbanization and settlement exposes inhabitants to a constant state of stress and depression. Which points them towards harmful habits, leading to chronic degenerative diseases. Therefore, the city is not a space oriented to the welfare of the subjects.

Because, the factors that allow achieving well-being, which are places, objects, goods and health, are not taken into account. Hence, well-being, has a strong link with space, time and society. Where urbanization, would have to produce those harmonic spaces, which allow development, both physical and mental as well as economic.

Keywords: City; Urbanization; Welfare; Settlement; Health

En 1930, Sigmund Freud comenzaba el ensayo El malestar en la cultura con lo siguiente: No podemos eludir la impresión de que el hombre suele aplicar cánones falsos en sus apreciaciones, pues mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza, menosprecia, en cambio los valores genuinos que la vida le ofrece” (Freud, 2011, p. 3017).

Una situación similar ocurre en las ciudades, principalmente en las de los países en vías de desarrollo, que adoptan modelos externos a sus identidades simbólicas. Su ideal de ciudad no se da en función de sus propias dinámicas sociales, sino en insertarse en esa narrativa global de los flujos que homogenizan el espacio urbano. Narrativas, que, la mayoría de las veces, excluyen a los habitantes. Por eso, es pertinente prestar atención a lo mencionado por Lluís Duch (2015):

La ciudad, entre muchos elementos, es el marco en cuyo interior se desarrolla la constitución tradicional del ser humano. En realidad, toda ciudad resulta a partir de determinadas tradiciones culturales, una especie de periplo existencial que enlaza, o debería enlazar creadoramente, el pasado con el presente, para que el futuro pudiese ser imaginado y, de alguna manera, incluso anticipado (p. 491).

De tal forma que, los habitantes constituyen la partícula fundamental de la que emerge la ciudad; pero, ellos quedan al margen de las políticas urbanas y de los megaproyectos. Tan solo representan actores pasivos en su rol de beneficiario. Ello indica que existe una brecha grande entre el hacer ciudad y el vivir la ciudad.

La urbanización, como productora del espacio urbano, se define desde el concepto de urbe como la parte edificada de la ciudad. Aquí, se genera la tensión, que se entiende como fuerzas opuestas que someten un cuerpo. Dicha tensión es abordada doctamente por Richard Sennett (2019). Justo en medio de esas dos fuerzas opuestas, la urbe y el habitar, se ubican los sujetos, quienes, más que actores pasivos construyen simbólicamente ese espacio urbano como ciudad. Pero, ello tiene un costo en su salud mental y física, pues al estar en constante tensión en un espacio que no fue diseñado para ellos, les genera estrés, ansiedad y depresión.

En relación con el estrés, la ansiedad y la depresión se centra este texto de manera general, cuyo propósito consiste en ser una introducción para reflexionar de manera más profunda sobre la relación entre ciudad, bienestar y salud. La tríada tendría que ser el imperativo ético del hacer ciudad por medio la producción del espacio urbano, pero no ocurre a una escala macro. Tan solo se presenta de manera marginal a nivel de barrio en iniciativas de sus propios habitantes como producto de un fuerte sentido de lugar.

El texto se divide en tres apartados. Se inicia la reflexión con la Carta de Atenas, documento del cual emerge el correlato del imaginario instituido de la ciudad moderna. Funcionaría como una gran máquina en la cual los sujetos alcanzarían un desarrollo espiritual y material por medio de una planificación racional del espacio urbano. La racionalidad solo acrecentó la tensión entre la urbe y el habitar y leotorgó el significado de un dispositivo idólico. En el segundo apartado, se aborda el tema del bienestar en la ciudad, desde su imposibilidad a ser alcanzado, al darle prioridad por quienes toman las decisiones sobre el construir las ciudades a la producción del espacio urbano y no a las necesidades materiales y simbólicas de los sujetos. Conlleva a un decremento del bienestar colectivo y subjetivo de sus habitantes.

Por último, se presenta el porqué ese decremento del bienestar y esa significación idólica de la ciudad llevan a un estado constante de estrés, depresión y frustración, producto de la forma de vida urbana que tiende tanto al rendimiento como a la producción. Al hallarse potenciada por el diseño de la nueva ciudad bajo este sentido, el objetivo consiste en reflexionar cómo esa tensión que se produce entre la urbe y el habitar hace propensos a sus habitantes a enfermedades vinculadas con el estrés y la depresión por los hábitos nocivos que fomentan.

La diferenciación urbe/ciudad

En la Carta de Atenas de 1942, documento fundacional del urbanismo moderno y que fragua el correlato del hacer ciudad en la modernidad, en la primera parte menciona lo siguiente: El espíritu de la ciudad se ha formado en el curso de los años; simples edificaciones han cobrado un valor eterno en la medida en que simbolizan el alma colectiva; son la osamenta de una tradición que, sin pretender limitar la amplitud de los progresos futuros, condiciona la formación del individuo tanto como el clima, la comarca, la raza o la costumbre. La ciudad por ser una «patria chica», lleva en sí un valor moral que pesa y que se halla indisolublemente unido a ella (Corbusier, 1971, p. 32).

Ese espíritu de la ciudad, del que emerge el valor moral producto del condicionamiento de los sujetos a través del tiempo, es la sustancia que dota de sentido e identidad a las ciudades. Por lo tanto, la Carta de Atenas se considera como un símbolo del alma colectiva. Pero, hay que tomar en cuenta lo dicho por Mauricio Beuchot (2016) sobre las dos caras del símbolo, que son: una de ícono y otra de ídolo; las dos son posibilidad, actualizamos una o la otra. La cara icónica es buena, conducente al significado; la idólica es mala, retiene en ella misma, difiriendo o incluso impidiendo el paso del significado (p. 61).

De tal forma que “Si cumple su función y remite al bien es un ícono; si degenera y se pervierte, es un ídolo” (Beuchot, 2004, p. 41). Además, “el símbolo da qué vivir, nos hace seguir en la existencia” (Beuchot, 2015, p. 84). Es justo por eso la importancia de conocer el sentido del símbolo.

Volviendo a la Carta de Atenas, la referencia del símbolo del alma colectiva se ubica en el núcleo del ethos de la forma de vida urbana contemporánea y sus imaginarios que la dotan de su identidad simbólica. Justo aquí, se anuda uno de los principales fenómenos del hacer ciudad: planificar y construir ciudades icónicas o ciudades idólicas. Estas segundas se consolidaron a partir de la Carta de Atenas al racionalizar la planificación de las ciudades desde sus cuatro funciones: habitación, esparcimiento, trabajo y circulación. Ciudades en las cuales “La forma debía representar literalmente la función, lo que se significa que al ver una estructura debía ser posible entender de inmediato por qué estaba donde estaba y, considerando las estructuras en su conjunto, cómo funcionaba la ciudad” (Sennett, 2019, p. 101). Ello generaría un significado unívoco de la ciudad. Por lo tanto, simboliza un alma colectiva petrificada por el hormigón. Aunque la Carta de Atenas diga en sus puntos doctrinales que “La ciudad debe garantizar, en los planos espiritual y material, la libertad individual y el benefi cio de la acción colectiva” (Corbusier, 1971, p. 117), se contradice más adelante cuando agrega que “Los planes determinarán la estructura de cada uno de los sectores asignados a las cuatro funciones claves y señalarán su emplazamiento respectivo en el conjunto” (Corbusier, 1971, p. 120). Así como “El ciclo de las funciones cotidianas, habitar, trabajar y recrearse (recuperación), será regulado por el urbanismo dentro de la más estricta economía de tiempo” (Corbusier, 1971, p. 122). Entonces, la libertad individual estaría supeditada a los lineamientos de la racionalización del espacio construido en pos de un bien colectivo: la ciudad vista como una máquina productora de ciudadanos.

A partir de lo dicho hasta aquí, surge la siguiente interrogante: ¿La función de la ciudad contemporánea, promovida desde la planifi cación racional del espacio, está generando bienestar en sus habitantes o al centrarse en la parte física y macro, al dejar fuera a los sujetos, genera tensiones entre la urbe y el ciudad? La diferenciación urbe/ciudad equivale al hacer/habitar propuesta por Richard Sennett (2019), quien parte de la distinción entre ville/cité. Para él, la ville refi ere a la ciudad en su conjunto como medio construido; en este caso, la urbe o el hacer y la cité designa un lugar, en particular, que refiere al cómo habita la gente, que sería la ciudad como espacio habitado e introyectado o su equivalente la ciudad o el habitar. De tal forma que la Ciudad, con mayúscula para hacer referencia de lo que emerge de la diferenciación, se presenta como una unidad dual en donde la urbe o ville corresponde a la parte del espacio construida y planificada desde arriba y, la ciudad o cité, a la parte viva de interacción y dinámica desde donde se significan los lugares desde la escala de las relaciones de los sujetos y sus formas de vida. De ahí que se observe como una unidad dual, pues “Raramente los edificios son hechos aislados. Las formas urbanas tienen su propia dinámica interior, como es la relación que los edifi cios entre sí, con espacios abiertos, con estructuras subterráneas o con la naturaleza” (Sennett, 2019, p. 10). Por ende, la ciudad se ubica en el centro de un nudo borromeo, en el cual cada aro corresponde a las edificaciones, los sujetos y el ambiente y que no podemos separar alguno sin que los otros no se liberen. Entonces, no se pueden separar ni dejar de lado ninguna de sus partes. De ahí, el origen de sus tensiones.

Ahora bien, habría que ubicar dos posibles funciones de la ciudad: una como dispositivo y la otra como objeto estético. La ciudad como dispositivo: nombra aquello en lo cual y a través de lo cual se realiza una actividad pura de gobierno sin ningún fundamento en el ser. Por esta razón, los dispositivos siempre deben implicar un proceso de subjetivación, es decir producir su sujeto (Agamben, 2015, p. 21).

¿No es acaso esta definición de dispositivo la que describiría la ciudad vista desde la Carta de Atenas en la cual, a partir de planificación racional de espacio, generaría la función en un sentido unívoco, donde el sujeto la asimilaría pasivamente? Giorgo Agamben amplía la definición de dispositivo más allá de los espacios edificados. Menciona que son “cualquier cosa que de algún modo tenga la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, conductas, las opiniones

y los discursos de los seres vivientes” (Agamben, 2015, p. 23). Si se define así al dispositivo, en esa escala, se amplía y se reduce según las circunstancias en las cuales operen esas capacidades, porque un teléfono móvil o un elemento virtual como las redes sociales permiten llevar la forma de vida urbana más allá de su ámbito urbano-territorial.

Mientras que un objeto estético, desde el psicoanálisis, es: a la vez un compromiso y una sublimación. Del compromiso, saca su poder de manifestar los deseos inconscientes y las defensas que le son asociadas. Y de la sublimación, extrae su capacidad de dar forma representativa aceptable a diversas partes del ser humano, consideradas, en general, al margen de la vida psíquica consciente (Tisseron, 2018, p. 131).

La ciudad, como objeto estético, presentaría esa doble función del compromiso y la sublimación al transformar los deseos y el instinto en actos que significan socialmente a la cité, la cual dota de sentido la intersección entre lo interior del sujeto y lo exterior de los sujetos. Entre lo psíquico y lo social se ubicaría la ciudad como objeto estético, pero “el objeto estético tiene otra particularidad que lo hace excepcional: estar encargado de demostrar el sentimiento del hombre de querer rebasarlo” (Tisseron, 2018, p. 131). Lo que lo dota del sentido de transcendencia de los sujetos, más allá de los límites espacio- temporales de la ciudad y su constante evolución, pues: la ciudad no sólo es portadora de su propio porvenir, sino que no es, no puede ser más que la incesante proyección de su futuro: debe ser, será ciudad más ciudad aún, más consumada, más efectivamente realizada según su Idea, más acorde con su imagen y más modelada según su representación.

Ésta es la razón por la cual la ciudad no es un lugar, su sustancia no es la localidad, no más que el lugar-llamado (Nancy, 2013, p. 102).

Por lo tanto, en la ciudad como objeto estético, su sustancia es el trascender más allá de su espacio físico, pues se trata de una ciudad red, que evolucionó de la red de ciudades moderna, lo que ha generado una nueva condición urbana, de la que habla Olivier Mongin (2006), en la cual existe una tensión entre los flujos que provienen de las dinámicas urbanas globales y los lugares. Pero, si la ciudad no es un lugar, sino una sistema estructurado por lugares en tensión con su entorno, ¿cuánto tanto fomenta la urbe, como dispositivo global de creación de ciudades, esa tensión?

Además de esta tensión entre lugares/flujos y entre urbanización/habitar, habría que agregar sus implicaciones perversas en el bienestar de los habitantes como producto de la imposición vertical de la urbe como un dispositivo que busca condicionar la forma de vida de los habitantes de la ciudad como objeto estético, lo cual más que bienestar genera malestar urbano.

¿El bienestar del habitar la ciudad?

¿Qué es el bienestar? Para este tipo de conceptos polisémicos, lo mejor es partir de una definición socialmente generalizada y construir un concepto que marque la línea general de reflexión. Para ello, resulta útil la definición dada por la Real Academia Española (2014), que define al bienestar como:

1. m. Conjunto de las cosas necesarias para vivir bien. 2. m. Vida holgada o abastecida de cuanto conduce a pasarlo bien y con tranquilidad. 3. m. Estado de la persona en el que se le hace sensible el buen funcionamiento de su actividad somática y psíquica.

La primera acepción remite a una relación con el entorno y los objetos amenos, pues estos “son también el soporte de nuestras esperanzas, apegos y decepciones, casi exactamente como lo son los seres humanos” (Tisseron, 2018, p. 23). De tal forma, ese conjunto de elementos necesarios refiere más allá de los bienes básicos para subsistir, pues el vivir bien conlleva el bienestar en un lugar de convivencia, digno, confortable, seguro, libre y con la posibilidad de desarrollarse. La segunda acepción alude a un modo de vida sin limitaciones ni penurias que genera armonía. La tercera acepción señala un buen estado de salud del sujeto tanto físico como mental.

Entonces, algunos de los factores que se podrían cubrir para lograr el bienestar serían los lugares, los objetos, los bienes y la salud. Así, el bienestar mantiene un fuerte vínculo con el espacio, el tiempo y la sociedad, donde la ciudad tendría como uno de sus fines generar esos espacios armónicos que permitan el desarrollo físico, mental y económico para lograr un estado de bienestar para sus habitantes. Pero, no es generalizado, pues la urbe lo que más ha generado es malestar en todos los niveles y estratos de sus habitantes en diferentes intensidades como producto de la tensión entre la urbanización y el habitar.

Richard Sennett recuerda un viejo adagio alemán de la Baja Edad Media que decía: “el aire de la ciudad libera”. La ciudad, al interior de sus murallas, representaba un espacio en el cual se podía romper con los vínculos de su origen, porque: “[…] prometía a los ciudadanos la posibilidad de liberarse de una posición fija y heredada en el orden jerárquico económico y social, liberarse de servir a un solo amo” (Sennett, 2019, p. 18). La ciudad, por lo tanto, representaba el espacio donde se podría resignificar la vida de los sujetos, ya fueran esclavos o de alguna comunidad cerrada podrían respirar ese aire de libertad, siempre y cuando acataran las normas de la comunidad, los gremios y la iglesia. Pero, ese aire se enturbió con las primeras ciudades industriales y fue en aumento con las modernas, en la cuales, quien llegaba de fuera se volvía un extraño representado por la fi gura del otro como una amenaza al modo de vida de la urbe. Como menciona Georg Simmel (2012), respecto a la figura el extranjero en la ciudad de inicios del siglo XX, este: no pertenece al círculo desde siempre y trae consigo unas cualidades que ni proceden ni pueden proceder del círculo mismo [además] si la distancia dentro de la relación significa la lejanía de lo cercano, el extranjero significa la cercanía de lo lejano (p. 21).

Esas cualidades improcedentes alimentan el imaginario del migrante como una amenaza para los locales. Pero, la idea de la cercanía de lo lejano dejo ser exclusiva del extranjero y, en las ciudades contemporáneas, se representa en sus grandes desarrollos carentes de una identidad simbólica con los lugares.

Lo anterior porque la ciudad se ha vuelto extranjera para sus propios habitantes a través del miedo al otro, quien, ahora, habita dentro de la ciudad e irrumpe las comunidades, las cuales hay que fortificar para generar seguridad ante el invasor, pero se debe prestar atención a lo mencionado por Eugenio Trías (2005):

La seguridad alberga la paradoja de que si se toma en exclusiva como máximo valor de orientación de la praxis política acaba generando con harta frecuencia un escenario de infinita inseguridad, de manera que las medidas que se adoptan para atajarla son a veces las que acaban produciendo un máximo de aquello mismo que se quiere combatir (p. 56).

La creación de fortificaciones, por medio de fraccionamientos cerrados o zonas exclusivas, fragmentan el tejido social y generan descontento, así como un sentido de exclusión hacia quienes no cuentan con acceso a ello. Esos lugares se cierran a la ciudad y marcan un límite socioespacial, que los vuelve, a su vez, lugares para crear escondites o espacios del deseo que garantice al acceso para hacerse por el botín. El encierro genera el imaginario de resguardar lo valioso, pero ese resguardo solo limita la libertad y el sentido de lugar de quienes viven ahí. Entre ellos se desconocen y, a su vez, representan amenazas potenciales.

Además, la nueva ciudad, respecto a la vieja ciudad, se diferencia por medio del uso de una narrativa de lo global que transgrede la narrativa local. La ciudad segrega, de este modo, a sus propios habitantes que no pueden acceder a esos lugares. La ciudad se vuelve una gran vitrina que separa el deseo y el sentido de lugar, tanto en migrantes como de habitantes locales excluidos de esos espacios, que se vuelven antilugares para la ciudad. Se vuelve más turbio el aire de libertad de la ciudad, tanto para los migrantes como los habitantes locales, porque “Ayer, la ciudad liberaba a quien llegaba a ella desde el exterior, hoy el espíritu de la ciudad tiene la misión de recrear ‘lugares comunes’ allí donde los territorios tienen tendencia a disociarse” (Mongin, 2004, p. 368). Los lugares comunes corresponden a esa narrativa de la urbe global impuesta verticalmente, la cual opera como ídolo despótico que busca una narrativa unívoca del deber ser de la forma de vida urbana. Aquí, se ubica la principal tensión entre la urbe contemporánea y el habitar: la del espacio de flujos que da la espalda a los lugares que habitan y simbolizan los habitantes.

Pero, ¿qué marca esos parámetros con los cuales se construyen las urbes contemporáneas como espacios desarraigados de la ciudad y su identidad simbólica? Una posible respuesta la encontramos en Pier Vittorio Aureli (2019), cuando menciona que: la discriminación social dictada por el espacio selectivo del enclave no se basa en la política, sino en la soberanía total de la economía en forma de gestión urbana, que, a su vez, puede utilizar otros criterios, como la política, para reforzar la efectividad de la organización y la discriminación (p. 37).

Bajo las necesidades del sistema económico, se construye la urbe como espacio de control, frente a la ciudad como espacio de lo político. La urbs, por encima de la polis, herencia magnificada de la ciudad romana, la cual:

pone de manifiesto aquello que será el dilema central actual de la ciudad como tal. En primer lugar, la exigencia de un buen funcionamiento de la ciudad como lugar de cohabitación a través de su administración económica y la manifestación física de la administración, su plan urbano, la urbs, sin el cual la ciudad podría llegar a ser un lugar incómodo e inseguro. En segundo lugar, la demanda de debate y confrontación, su vida política -civitas-, sin la cual la ciudad podría acabar desplegando un orden predecible y despótico de las cosas (Aureli, 2019, p.19).

Justo aquí, se pueden ubicar los dos principales correlatos de la ciudad: dispositivo y objeto estético.

La urbs corresponde a un sentido unívoco de lo que es la ciudad, mientras que la civitas tiende a lo equívoco. De ahí, surge la necesidad de ubicar a la ciudad como un elemento que medie ambos sentidos, a través de la identidad simbólica de los lugares. En donde se busque fomentar la integración de la vida pública, por medio de lugares que generen el encuentro; pero, que, a su vez, se gestione la ciudad para sus habitantes y no solo para la parte mercantilista de la ciudad. Así, se buscaría el bienestar colectivo, pues para Deyan Sudjic (2017):

Una definición de ciudad es que se trata de una máquina de creación de riqueza, que, como mínimo, hace que los pobres no sean tan pobres como eran antes. Una auténtica ciudad ofrece a sus ciudadanos la libertad de ser lo quieren ser (p. 12).

Por lo tanto, la ciudad tendría que impulsar un desarrollo equitativo para sus habitantes y no solo para aquellos vinculados a la gestión inmobiliaria que mantienen turbio ese aire de libertad de la ciudad.

Se supondría que, por medio del urbanismo como disciplina, se planificaría la urbe para fomentar el desarrollo equitativo, que permitiría el bienestar de los habitantes de lo ciudad, pero mientras siga instituido el imaginario de la ciudad-máquina, ese objetivo se complica.

En la urbe se respira el aire del estrés

A mediados del siglo XIX, se gesta una disciplina como producto de la unión entre médicos, ingenieros y políticos del movimiento higienista. Buscaban afrontar los problemas de salud pública de las ciudades preindustriales. Esa disciplina es el urbanismo, que “se gestó y se conformó en el ámbito del iluminismo, que lo orientó hacia la ciencia y el positivismo, lo que suponía una aceptación acrítica de los intereses del capitalismo” (García-Vázquez, 2016, p. 44). Inició como un movimiento que pretendía aplicar el conocimiento científico y la racionalidad para ordenar las ciudades. Surgió la planificación urbana. Dentro de estos primeros urbanistas, para Richard Sennett (2019), sobresalen tres: Idelfonso Cerdà, Georges-Eugène Haussmann y Frederick Law Olmsted. Esta generación de urbanistas: “[…] intentó modelar la ville para movilizar la cité, solo que por caminos opuestos. Haussmann intentó volver accesible la ciudad; Cerdà, hacerla igualitaria, y Olmsted, sociabilizarla” (Sennett, 2019, p. 72). A ellos, hay que agregar a Camillo Sitte, quien “defendía que los aspectos artísticos eran tan importantes como los funcionales e infraestructurales y exigía que la metrópolis, además de racional fuese hermosa” (García-Vázquez, 2016, p. 45). Ya fuera que se abriera el París viejo a la circulación fomentando mayores espacios para los fl ujos, o que se propusiera abrir los límites de la ciudad por medio de un tejido urbano que no fomentara la segregación social, o que se generara un espacio público como Central Park en Nueva York que fomentara la convivencia racial, o que se generaran jardines que lleven a la experiencia estética del lugar. Lo que mantienen en común sus planes urbanos es la vigencia en las ciudades contemporáneas, pero con distintos nombres: movilidad urbana, inclusión urbana, diversidad cultural y paisaje urbano. Todos presentes en la Nueva Agenda Urbana elaborada en la Conferencia de las Naciones Unidas Hábitat III del 2016, pero que siguen la misma lógica de lograr el cambio en el habitar por medio de la construcción de la urbe. Se mantiene la tensión.

Si se revisa el inciso A del punto 13. Imaginamos ciudades y asentamientos humanos de la Declaración de Quito de la Nueva Agenda Urbana (Organización de las Naciones Unidas, 2016), podemos ubicar sus principales correlatos del imaginario urbano que presentan, pues se menciona que las ciudades y los asentamientos humanos:

Cumplen su función social, entre ellas la función social y ecológica de la tierra, con miras a lograr progresivamente la plena realización del derecho a una vivienda adecuada como elemento integrante del derecho a un nivel de vida adecuado, sin discriminación, el acceso universal y asequible al agua potable y al saneamiento, así como la igualdad de acceso de todos a los bienes públicos y servicios de calidad en esferas como la seguridad alimentaria y la nutrición, la salud, la educación, las infraestructuras, la movilidad y el transporte, la energía, la calidad del aire y los medios de vida (Organización de las Naciones Unidas, 2016, p. 5).

Esa declaración fue presentada por: “los Jefes de Estado y de Gobierno, Ministros y Representantes de Alto Nivel”, quienes imaginan la función social de la ciudad, bajo los mismos principios, con los cuales, hace aproximadamente 150 años, se estaban proyectando las ciudades ante el problema de insalubridad y de hacinamiento que presentaban los centros urbanos. Tal parece que Cerdà, Haussmann, Olmsted y Sitte permanecen muy vigentes. Todo ello deja qué pensar, porque los problemas urbanos, a los que buscaron solución, se magnificaron y se le anexaron otros más tales como la pobreza extrema, la salud mental y física, la calidad del aire, el manejo de residuos y el acceso al agua limpia, entre otros más. Pero, lo preocupante consiste en que esas funciones mencionadas se vinculan con el operar de la urbe que influye en el habitar. De nueva cuenta, la tensión presente en ese imaginario de hábitat humano instituido por la Organización de las Naciones Unidas excluye a los verdaderos expertos de la forma de vida urbana: sus habitantes.

Hay que poner cuidado en el uso de la palabra hábitat como sinónimo de la urbe, pues si se busca la definición de hábitat en la ecología, este hace referencia al lugar donde viven los organismos. Mientras que el ambiente es el lugar donde desarrollan los organismos (Odum, 1972). Al referir al hábitat como la urbe, se denota solo el espacio donde viven los sujetos, pero no sus relaciones entre ellos y su entorno.

Como se ha visto, es el sentido del urbanismo que construye espacios para vivir, trabajar o entretenerse.

Se deja a un lado o, en lo latente, el sentido primordial, que sería el hacer ciudad. De ahí, el concepto ambiente es el más adecuado para referirse a la ciudad, como un conjunto de lugares donde los sujetos cohabitan y se desarrollan libremente en búsqueda del bienestar colectivo.

Eso devolvería el aire de libertad a la ciudad, pero la libertad en la modernidad tiene también un sentido perverso que se encuentra en parte oculta de la urbe. Se ha tratado de un sentido tan perverso, que hasta se ha naturalizado en los sujetos. Genera estrés, depresión, frustración y ansiedad. Se manifiesta en sobrepeso, diabetes y problemas cardiacos; por ejemplo, las diez principales causas de muerte en México en el 2017 reportadas por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (2018) fueron las siguientes: (a) enfermedades del corazón, (b) diabetes mellitus, (c) tumores malignos, (d) enfermedades del hígado, (e) accidentes, (f) enfermedades cerebro vasculares, (g) agresiones (homicidios), (h) enfermedades pulmonares obstructivas crónicas, (i) influenza y neumonía y (j) insuficiencia renal.

Se observa que la mayoría de las defunciones mantienen una relación directa con los modos de vida urbano o son consecuencia de hábitos, que se vinculan con problemas de estrés o depresión, tal como sería el alcoholismo o la obesidad. Además, como menciona Miguel Rentería-Rodríguez (2018), a partir de datos de la Encuesta Nacional de Salud Mental, el 18% de la población urbana entre 15 y 64 años padece ansiedad, depresión o alguna fobia, 3 millones de personas son alcohólicas y 13 millones, fumadoras. Cabe señalar que población total de México en el 2015 era de 119 millones 530 mil 753, de los cuales el 80% vivía en ciudades (Instituto Nacional de Estadística y Geografía, 2018).

Pero, ¿cuál es ese sentido perverso de la libertad de la modernidad que genera estos problemas de salud? La respuesta la encontramos en dos de los filósofos contemporáneos más importantes: Peter Sloterdjik y Byung-Chul Han.

Para Peter Sloterdjik (2017), la sociedad contemporánea, para que pueda mantener la inquietud común:

Debe abrigar un intenso influjo constante de temas más o menos estresantes que se ocupe de la sincronización de las preocupaciones de las conciencias para integrar a la población correspondiente en una comunidad de preocupaciones y estímulos renovados a diario (p. 14).

Para él, los grandes cuerpos políticos deben entenderse “como campos de fuerzas constituidos por el estrés, a la vez que como sistema de preocupaciones que se estresan a sí mismos y se precipitan hacían adelante permanentemente” (Sloterdjik, 2017, p. 14). Los medios de comunicación, a diario, generan ese estrés por medio de la información que fluye. Las redes sociales son las principales generadoras de estrés en la actualidad. Producen una sociedad global del estrés, que trasciende las informaciones locales a tiempo real. Esto es interesante, porque la sociedad, para mantener la cohesión y marcar los límites de la libertad, opera con el estrés como aglutinante, pues “La actualización del lazo social en el sentir de sus miembros solo puede llevarse a cabo mediante la creación simbólica de un estés tematizado de manera crónica” (Sloterdjik, 2017, p. 16). La tensión entre el espacio construido y el habitado o la tensión entre los locales y los otros son tensiones que producen un estrés constante en los habitantes urbanos, pues cohesiona y actualiza el lazo social. Es lo mismo que está enfermando.

¿Por qué se limita la libertad por medio del estrés cuando se supondría que en la ciudad se respira el aire de libertad? Es justo la libertad que se relaciona con la palabra griega eleutheria, un deseo de vivir autónomamente: de acuerdo con las patrioinomoi, las costumbres de los padres de vivir entre las gentes del propio pueblo y no tener que someterse a la voluntad de un individuo demasiado engrandecido, sobre todo si se trata de la de uno de los reyes persas (Sloterdjik, 2017, p. 23).

Entonces ser libre, en el sentido de la Grecia clásica, era no estar sometido al mandato de lo otro, sino ser autónomo bajo las reglas de la propia comunidad. Se puede observar que sigue siendo el mismo sentido, en cuanto sujetos libres limitados por las reglas sociales, porque “El sujeto de la libertad antigua es el pueblo o, para ser más precisos, un complejo demos y ethos, que da lugar a la polis” (Sloterdjik, 2017, p. 16).

Era y es la ciudad, el sujeto de libertad por excelencia, pero una libertad que está supeditada a su propio operar para no perder cohesión. Aunque se enfatiza en lo mencionado por Sloterdjik (2017), en cuanto a la libertad y su orientación, pues “la libertad es la disponibilidad para lo improbable […] Quien actúa libremente se rebela contra la ordinarez, a la que no puede soportar” (p. 68). De ahí que esa es la amenaza que representa la libertad, respecto al control político de la urbe, sería el espacio de lo ordinario, por más innovador que se diga, pues se genera el encuentro, pero no es promovido por el mismo espacio.

Ocurre igual con la experiencia. Se producen tensiones y situaciones estresantes para los sujetos. Se desvía la atención sobre lo ordinario, que resulta el espacio construido por la urbanización.

A este estrés de la forma de vida de la polis, por llamarlo de alguna forma, se adiciona el estrés autoinfligido por el sujeto del rendimiento. Para Byung-Chul Han (2012), “La sociedad del siglo XXI ya no es disciplinaria, sino una sociedad de rendimiento. Tampoco sus habitantes se llaman ya «sujetos de obediencia», sino «sujetos de rendimiento»” (p. 25). El no rige a una sociedad disciplinaria. Produce locos y criminales con su negatividad. Mientras que la del rendimiento, produce depresivos y fracasados por su modo positivo del poder (Han, 2012). Entonces, en la sociedad del rendimiento, enferma “no es el exceso de responsabilidad e iniciativa, sino el imperativo del rendimiento, como nuevo mandato de la sociedad del trabajo tardomoderna” (Han, 2012, p. 29). El rendimiento puede vincularse a la productividad, pero, a la vez, al sometimiento y al cansancio. Los tres se presentan en la forma de vida de las ciudades contemporáneas, que se diseñan con base en la producción y el sometimiento. En sus dinámicas lleva al cansancio perpetuo de su movilidad. Genera una idea de libertad que obliga a llevar al máximo el rendimiento en el cual “Las enfermedades psíquicas de la sociedad del rendimiento constituyen precisamente las manifestaciones patológicas de esta libertad paradójica” (Han, 2012, p. 32). Se es libre, pero para someterse a los lineamientos de la producción global. Lo que restringe los espacios de libertad de los sujetos, que están sometidos a las costumbres de la comunidad, la cual ya se no se configura por sus límites geográficos, sino por el espacio de flujos donde las ciudades operan como una gran red.

El estrés se ha vuelto global, así como la depresión. Se manifiesta por un constante síndrome de burnout, el cual “suele preceder a la depresión, no se refiere precisamente a un individuo soberano que se ha quedado sin fuerzas para «ser señor de sí mismo». El burnout es más bien una consecuencia patológica de una explotación voluntaria” (Han, 2016, p. 58). El sujeto no se “quema” por un exceso de carga de trabajo que le impongan. Al contrario, la carga es autoimpuesta por medio del sometimiento voluntario a la producción. Conlleva a la frustración y la depresión de no alcanzar las metas.

La dinámica de la ciudad lleva a ocultar la frustración en forma de trabajo y positividad: si no sale a la primera saldrá a la segunda. Suele decir el sujeto del rendimiento para ocultar su poca tolerancia a la frustración. Eso es una forma de autoexplotación, que deriva en malos hábitos y conduce a problemas de salud física como hipertensión, gastritis, colitis, migrañas, en los casos más moderados. De ahí que el aire de la libertad que se respira actualmente en las ciudades somete a los sujetos a la producción y los cansa, frustra y estresa, donde

El cansado sujeto de rendimiento también se atormenta a sí mismo. Está cansado, harto de sí mismo, de la guerra consigo mismo. Incapaz de desplazare fuera de sí mismo, de dirigirse al otro, de confiarse al mundo, se recoge en sí mismo, lo cual, paradójicamente, lo conducen al socavamiento y al vaciamiento del yo. Se consume en una rueda de hámster en la que da vueltas sobre sí mismo cada vez más rápido (Han, 2016, p. 55).

Prueba de lo anterior, se puede observar en los rostros de los sujetos de regreso a casa, ya sea del trabajo o de la escuela. Idos, pensando en los pendientes o ausentes por el cansancio del tedio de la movilidad urbana, pues esta, es tan monótona, somete a los sujetos. La ciudad vuelta un dispositivo del rendimiento.

A manera de conclusión

Para Deyan Sudjic (2017):

Una ciudad sin gente es una ciudad muerta. La multitud es un signo esencial de la vida urbana.

Una ciudad viviente es la encarnación de la gente que la habita. Llenan sus calles y sus espacios públicos; penetran en ella cada día, para encontrar lo que tiene que ofrecerles la ciudad (p. 239).

Pareciera que las planificaciones, los políticos, los inmobiliarios y las agencias internacionales visualizan a la ciudad sin la parte viva. Se centran en construir urbe bajo el mandato de la producción y el rendimiento. Se diseñan fragmentos de urbes sin habitantes, los cuales llegarán a posteriori y seguirán los lineamientos dictados por el espacio. La ciudad sigue siendo esa máquina del habitar colectivo de los funcionalistas, por lo tanto, idólica.

Un dispositivo del rendimiento que está enfermando a sus habitantes. Esa es la nueva ciudad que niega a la ciudad histórica, la de la gente. La de las identidades simbólicas que la significan por medio de sus imaginarios. Esa Ciudad está en constante tensión y resistencia, la ciudad del transeúnte y del paseante. De los barrios, de las tradiciones, del patrimonio, que solo tiene valor simbólico para quienes lo viven como lugar. Esta tensión y resistencia es importante porque:

Lo que otorga a la ciudad su rasgo distintivo fundamental es que está organizada para sí misma más que para cualquier tarea o función […] la ciudad hace referencia a sí misma. Ella es su principio y su fi n, su propia urbanidad, su civilidad o su politicidad (Nancy, 2013, pp. 98-99).

La Ciudad se refiere, a sí misma, por medio de su habitar, no por medio de las directrices de los “expertos” de las agencias internacionales y sus agendas referidas al rendimiento, al estrés y la depresión de sus habitantes. Esa ciudad-urbe solo produce espacios para la depresión y el estrés. La ciudad-lugar es festiva, caótica y, sobre todo, viva con sus conflictos y solidaridades. Es el lugar de la gente: los verdaderos expertos.

Como conclusión, cabe reflexionar sobre ese menosprecio a los valores genuinos que la vida le ofrece, al que hacía referencia Freud, pues justo eso es la urbe que se está construyendo, una ciudad que menosprecia los valores genuinos de su identidad simbólica. Lo que de inicio produce esa tensión en los habitantes, pues materializa el rendimiento y vuelve más eficiente las infraestructuras vinculadas a la producción como son las calles y las avenidas al sacrificar espacio público. Por ejemplo, en el caso de México se imponen formas y narrativas arquitectónicas carentes de sentido histórico social, que solo producen anticiudad. Su narrativa denota distancia, segregación y expulsión del otro, también el deseo. Se genera una ciudad vitrina que solo se puede observar a través del aparador, pero nunca acceder a ella por los elevados costos del mercado inmobiliario en terrenos que compraron a bajo precio o al expulsar a las colonias populares. Dos narrativas que le suman estrés, frustración y depresión a los sujetos del rendimiento.

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Sobre el autor:

1Milton Aragón es doctor en Filosofía con Orientación en Arquitectura y Asuntos Urbanos, profesor de la Universidad de Autónoma de Coahuila (México) y responsable de la línea de investigación Teoría e imaginarios de la ciudad. Miembro del Grupo de Investigación en Sistemas Socioecológicos de la UAdeC. Nivel II del Sistema Nacional de Investigadores del CONACYT. Miembro regular de la Academia Mexicana de Ciencias. Fundador del Doctorado Interinstitucional en Arquitectura y Urbanismo sede UAdeC. Editor en jefe de Imagonautas.

2Publicado en línea: 15 de abril de 2020

Received: August 17, 2019; Revised: November 04, 2019; Accepted: January 24, 2020

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