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Revista Reflexiones

versión On-line ISSN 1659-2859versión impresa ISSN 1021-1209

Reflexiones vol.101 no.1 San Pedro de Montes de Oca ene./jun. 2022

http://dx.doi.org/10.15517/rr.v101i1.44032 

Artículos de reflexión no derivado de investigación

Sistema y relación: los legados epistemológicos del estructuralismo a la teoría social

System and relation: the epistemological legacies of the structuralism to social theory

1Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) / Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina

Resumen

Introducción El estructuralismo es una de las principales corrientes del pensamiento del siglo XX. Sus desarrollos atañen a los más diversos aspectos tanto de las ciencias sociales como de la filosofía.

Objetivo El objetivo del presente artículo es realizar una reconstrucción de la teoría social estructuralista, buscando poner de manifiesto el valor problemático del que todavía es portadora. Específicamente, intentaremos mostrar el modo en el que cuestiona una serie de antinomias epistemológicas tradicionales, propias de las ciencias humanas. En particular, atenderemos a las oposiciones entre individualismo y holismo, materialismo e idealismo, sustancialismo y relacionalismo.

Método y técnica Para ello, nuestro método será concentrarnos en describir la sintaxis teórica básica que las investigaciones estructuralistas articulan en torno a los conceptos de relación y sistema.

Resultados Al menos dos resultados se obtuvieron 1) se ha podido despejar la forma característica en que el estructuralismo aborda y comprende las identidades y los sistemas sociales, 2) se señala que la afirmación del carácter relacional de las identidades junto con el carácter totalizante de los sistemas es la aporía distintiva del estructuralismo.

Conclusiones Se concluye que el estructuralismo no es un holismo tan clásico como acostumbra a pensarse, y se sugiere que la revelación de esa tensión problemática entre relación y sistema es uno de sus legados mayores.

Palabras clave Estructuralismo; Relación; Identidades; Sistemas sociales; Teoría social

Abstract

Introduction Structuralism is one of the main currents of thought of the 20th century. Its developments concern to the most diverse aspects of both the social sciences and philosophy.

Objective The objective of this article is to carry out a reconstruction of the structuralist social theory, seeking to reveal the problematic value of which it still carries. Specifically, we will try to show the way in which a series of traditional epistemological antinomies, typical of the human sciences, are unsettled. In particular, the oppositions between individualism and holism, materialism and idealism, substantialism and relationalism will be discussed.

Method and technique For this, our method will be to concentrate on describing the basic theoretical syntax that structuralist research articulates around the concepts of relation and system.

Results At least two results were obtained 1) it has been possible to clarify the characteristic way in which structuralism addresses and understands identities and social systems, 2) it is pointed out that the affirmation of the relational nature of identities together with the totalizing nature of systems it is the distinctive aporia of structuralism.

Conclusions It is concluded that structuralism is not a holistic approach as classic as is usually thought, and it is suggested that the revelation of this problematic tension between relation and system is one of its major legacies.

Keywords Structuralism; Relation; Identities; Social systems; Social theory

Introducción

Por dónde empezar si se quiere hacer el estudio científico de los fenómenos que acontecen en los dominios habitualmente llamados sociales, culturales, económicos, políticos y subjetivos. Lo primero responde al estructuralismo, es construir el objeto, antes de querer saber cuál es la génesis, el desarrollo y la transformación de cualquier cosa, es preciso determinar de qué se está hablando. Lo que equivale aquí a establecer una hipótesis sobre las características básicas de su configuración interna y su funcionamiento (sincrónico); es decir, una hipótesis sobre su estructura.

Ahora bien, el objeto estructural nunca es un fenómeno ni un acontecimiento. Lo que acontece de modo súbito o procesual, tanto como lo que aparece a simple vista o mediante instrumentos de medición sensible, solo puede ser la manifestación o puesta en acto de un mecanismo escondido, una estructura profunda, accesible únicamente a los ojos del concepto. De allí que la actividad estructuralista sea, en primer lugar, teórica –muchos dirán, irremediablemente kantiana-. De allí también que problema de la construcción del objeto estructural se plantee a todas las ciencias por igual, sean sociales, naturales o formales. Lo que implica la posibilidad –o mejor, la necesidad– de formular principios, lógicas y métodos válidos para todas ellas.

Se diría que convertirse en el lenguaje común de las ciencias es un anhelo mayor del estructuralismo, un programa a realizar, más o menos embozado a lo largo de su recorrido. Ante todo, este movimiento procuró proveer un marco común a las ciencias que llamó humanas para poder redefinirlas en sus propios términos –al tiempo que les aplicaba un tratamiento anti-humanista–. Pero su ambición no se detuvo allí: se propuso, además, emprender la formalización de los saberes sobre lo social y lo subjetivo para volverlos rigurosos y a la vez convergentes con el resto de las ciencias. Se trataba, a fin de cuentas, de producir una nueva epistemología verdaderamente general.

Puestas las cosas de este modo, uno puede preguntarse por qué entonces no dejarle el asunto a la filosofía; es decir, a la disciplina que tradicionalmente procuró lidiar con esos dolores de cabeza, y que se ha querido, además, y por lo mismo, la madre de todas las ciencias. Sin embargo, una de las características del movimiento estructuralista –desde sus orígenes en la lingüística hasta sus formulaciones en el campo de la antropología, la sociología y el psicoanálisis– ha sido el empeño por desarrollar sus investigaciones en el terreno de las ciencias humanas. Con ello no se privó del recurso directo e indirecto a otras ciencias, y mucho menos de realizar formulaciones epistemológicas y ontológicas de largo alcance.

Esta permanencia incomoda en el campo de las ciencias que se quieren empíricas se vincula a cierta vocación positivista que animó a la empresa estructuralista en sus comienzos, tanto por razones de índole institucional como biográfico. Pero también, y sobre todo, remite al principio estructuralista fundamental según el cual toda estructura es encarnada; es decir, que ninguna estructura existe en abstracto, y aquellas que existen poseen configuraciones que le son propias. Este es uno de los motivos por los que no contamos con ninguna obra estructuralista importante que presente sus tesis generales de un modo puramente abstracto –al modo de un tratado de filosofía-. Antes bien, los grandes textos de este movimiento versan siempre sobre estructuras específicas: el lenguaje en Saussure, Trubetzkoy, Jakobson y Hjelmslev; el parentesco, las estructuras sociales arcaicas y los mitos en Lévi-Strauss, el sujeto en Lacan, las formaciones sociales en Althusser, las epistemes del saber en Foucault, la novela y el sistema de la moda en Barthes y la distinción social en Bourdieu.

En cada caso pueden encontrarse postulados del más amplio alcance y generalidad junto al tratamiento de temas específicos. En conjunto, estos postulados muestran una gran coherencia no solo en las estrategias con las que abordan la realidad (social o de otro tipo), sino también en la forma que tienen de concebirla. Por eso, aunque a veces se haya querido ver en este corpus heterogéneo de obras solo una unidad de método, resulta difícil no registrar su unidad meta-teórica, y desprender de ella proposiciones que no solo versan sobre el conocimiento de la realidad, sino también sobre sus formas de ser. De manera que resulta posible –y necesario– hablar de una metodología tanto de una epistemología como de una ontología estructuralista.

El recorrido mediante el cual el estructuralismo alcanza este estatuto paradigmático puede reconstruirse, de modo más lógico que cronológico, como sigue: se parte del descubrimiento de la diferencia lingüística y la reformulación de la noción de sistema en el marco de la lingüística estructural, llega a su generalización como modelo epistemológico para conocer la realidad social y subjetiva, y avanza hacia la afirmación del carácter estructurado (en estructuras estructuralistas) de lo real. En lugar de considerar esto como un decurso espurio capaz de malograr un buen comienzo (positivista), por cuanto conduce de la investigación científica a la metafísica, habría que reconocer allí el vigor de este movimiento intelectual, y uno de los motivos por los que ocupa un lugar protagónico en las filosofías y las ciencias del siglo XX. Asimismo, habría que reconocer como uno de sus legados mayores precisamente la afirmación y la ampliación de ese espacio que se trama «entre» las ciencias y las filosofías. Esto es, la afirmación del espacio trans-disciplinario que el estructuralismo llamó theoría –y que aquí designaremos como meta-teórico o paradigmático.

En lo que sigue intentaremos mostrar el modo en el que este movimiento cuestiona una serie de antinomias epistemológicas tradicionales, propias de las ciencias humanas, pero no sólo de ellas, sino en particular las que llevan los nombres de individualismo-holismo, materialismo-idealismo, y sustancialismo-relacionalismo. Nos concentraremos, sobre todo, en señalar las distancias de este paradigma respecto de las posiciones holistas que lo precedieron, y añadiremos algunas notas sobre el tipo de materialismo que sus desarrollos involucran o pueden involucrar.

Ambas cuestiones se juegan de manera decisiva en el modo en que el estructuralismo concibe la realidad social a partir de la introducción del concepto de estructura que le es propio. Parafraseando el célebre lema de Lacan (1966), puede decirse que aquí lo social está estructurado como un lenguaje –o mejor, como un conjunto de sistemas cuyo modelo es la lengua–. Veremos que, por un lado, a través de ese modelo se logran una serie de desarrollos conceptuales capaces de des-sustancializar las identidades tanto colectivas como individuales, puesto que se establece su carácter relacional. Al tiempo que, por otro lado, y debido a ese mismo modelo, se sustancializan las estructuras societales en las que esas identidades tienen lugar. Esto, a nuestro modo de ver, no constituye exactamente un fracaso. Antes bien, nos parece posible encontrar allí otro de los aportes claves del estructuralismo al pensamiento contemporáneo, acaso su legado más importante. A saber, el haber puesto de manifiesto la tensión problemática ubicada precisamente en las coordenadas donde se entrecruzan la relación y el sistema –o, si se quiere, la estructura y la diferencia–.

Las Partes y el Todo

En sus usos habituales, el término estructura supone la idea de un conjunto de elementos relacionados con una disposición determinada. El orden de esa disposición es precisamente lo que permite hablar de estructura, y hace posible, entre otras cosas, caracterizarla como semejante o diferente a otras. Por eso es esta una noción que suele ser intercambiable con la de forma. Hablar de estructura supone, además, la idea de cierta duración y cierta consistencia en esa disposición u ordenamiento que la caracteriza. Lo que puede agregar la implicancia de una relación regular y estrecha de los elementos, e incluso, de una influencia recíproca entre ellos (la modificación de uno, incidirá sobre los demás). De allí que sea un término intercambiable, también, por el de sistema.

Si se da un paso más, o si se re-describe el paso que ya se ha dado, se dirá que los elementos en cuestión son miembros o componentes y que la estructura es un todo que los engloba. Se ve, entonces, que hablar de estructura es necesariamente tomar partido. Implica referirse a conjuntos, elementos y relaciones, pero convirtiendo a los elementos en partes, a las relaciones en ordenamientos, y a los conjuntos en totalidades. Una vez ingresados en este vocabulario infra-estructural de las partes y el todo, el problema clave reside en saber qué estatuto y características otorgarles a los elementos, a las disposiciones que los ordenan, y a la totalidad que bien puede resultar, preceder o ser contemporánea de esa disposición –esto último habrá que decidirlo también–.

En el campo de las ciencias sociales y las humanidades, no son pocos los enfoques que hablan de conjuntos humanos dándoles distintos nombres generales (sociedad, cultura, grupo, institución) o específicos (Estado, nación, clase social, mercado) sin que se crea necesario o útil hablar de estructuras. En estos casos, se entiende que cierto número de individuos forma parte de un orden de relaciones determinado –orden que bien puede ser coherente y duradero–, pero nunca se considera que la resultante de esto sea más que un agregado o suma de elementos. Por ello, en esta perspectiva, cualquier conjunto social, no importa cuán «estructurado» se encuentre, siempre puede (y debe) ser legítimamente reducido a sus componentes elementales: los individuos y sus interacciones.

Tales enfoques, que se reivindican como carentes de presupuestos metafísicos, transportan, en realidad, una cosmovisión elementalista o atomicista muy arraigada, según la cual un conjunto cualquiera puede ser descompuesto (sin pérdida) en sus elementos componentes. Suponen, además, que estos elementos son idénticos a sí mismos, simples, separados, definidos y semejantes a los demás –y que esa es la base de su posible reunión en un conjunto, sea este regularmente ordenado o no–. De manera que, aquí los elementos son los que constituyen al conjunto en cuestión, puesto que lo preexisten. Además, ingresan preformados en él, y si este se desarmara, ellos permanecerían relativamente intactos y podrían componer eventualmente conjuntos nuevos (o no hacerlo). Por todo ello, los individualismos metodológicos consecuentes prefieren no hablar de estructuras, sino simplemente de individuos, interacciones y normas.

Como se sabe, la posición epistemológica que lleva el nombre de holismo se encuentra en las antípodas de este razonamiento. Su contextura básica puede resumirse en el dictum según el cual «el todo es más que la suma de sus partes». Esto significa al menos dos cosas fundamentales: a) una totalidad (societal o de otro tipo) es una entidad con ciertas propiedades que le pertenecen en tanto tal –propiedades que no es posible encontrar cuando se analizan a sus elementos componentes por separado; b) las propiedades de las partes dependen, total o parcialmente, de esa totalidad.

Arquetípico en esto, y pertinente por nuestro objeto es el caso de la sociología de Durkheim. Allí un conjunto humano posee en tanto sociedad una entidad distinta y un modo de funcionamiento diferente al de sus componentes elementales (los individuos); en ese sentido es más que la suma de sus partes. La famosa analogía orgánica de Durkheim (1986) en este punto es la siguiente: así como la vida de la célula no está en ninguno de sus componentes inorgánicos aislados o simplemente yuxtapuestos, sino que resulta de una particular combinación entre ellos; así, la vida social no se encuentra en los individuos separados ni en su adición consensuada (la que se da a través de pactos intencionales, por ejemplo). Si hay algo como una sociedad y unos procesos propiamente societales, si hay una «vida social», ella es distinta y está más allá de las conciencias individuales, sus representaciones y acciones[1]. De modo que aquí la vida social es la vida de la sociedad en tanto entidad diferenciada y con poderes causales propios. Al punto que se llegará a localizarla en una conciencia colectiva, entendida como una entidad sui generis.

Las formas de hacer, sentir y pensar de esta conciencia colectiva tienen el carácter de sistemas, y el conjunto de estos sistemas es propiamente hablando lo que llamamos «la sociedad». Tales sistemas son externos, pero normativos y vinculantes, en relación con los individuos. Lo que quiere decir que las estructuras societales son (lógicamente) primeras respecto de los individuos que interiorizan sus normas, y que pesan coercitivamente sobre ellos organizando sus interacciones. Puede afirmarse, entonces, que se trata de sistemas netamente colectivos o sociales, cuyas propiedades están en las partes porque pertenecen al todo –no al revés–.

El estructuralismo es un tipo de holismo, y como tal se encuentra en la senda de Durkheim y en las antípodas de los enfoques atomicistas. Pero allí donde Durkheim y sus sucesores funcionalistas permanecen anclados en un modelo organísmico de sistema societal que se revela en última instancia reificante y sustancialista, el estructuralismo promueve una noción de sistema que reivindica como nueva, al tiempo que reclama para sí una vocación relacional (y, por lo tanto, anti-sustancialista).

Lo anterior implica que rechaza la metafísica de las partículas elementales característica de los individualismos tanto como la visión holista tradicional de un todo trascendente, impuesto desde fuera a las partes que lo componen. Para el estructuralismo, el mundo social está, sin dudas, hecho de estructuras o sistemas, pero no se trata de sistemas organísmicos que viven «más allá» de sus elementos; ni de totalidades dialécticas, sospechada saquí de trascendencia y teleología. Estos sistemas son considerados si se quiere como formas, pero formas constreñidas por un principio de inmanencia que como queda dicho les impediría existir solo en el cielo de las ideas. Así, Lévi-Strauss escribe: «La forma se define por oposición a la materia que le es ajena; pero la estructurano tiene un contenido distinto: es el contenido mismo, aprehendido en su organización lógica concebida como propiedad de la realidad» (1977, 38)

El carácter relacional de las Identidades

Si bien es cierto que como todo paradigma el estructuralismo posee múltiples orígenes, también lo es que tiene a la lingüística estructural por una de sus fuentes mayores. El lexicón, la sintaxis teórica y los métodos de análisis de esta disciplina particular van a guiar los causes principales del movimiento, determinando en gran medida tanto sus logros como sus limitaciones. Por eso no es errado situarse en un comienzo en los Cursos de Lingüística General que llevan el nombre de Saussure, así como en los ulteriores aportes de los Círculos de Praga y Copenhague que los tomaron como referencia central. Vale la pena recordar que uno de los objetivos principales de este texto es establecer que el lenguaje es un fenómeno fundamentalmente social, y que en este punto toman por buenas las máximas durkheimnianas, según las cuales todo lo que sea social tiene carácter de sistema y pesa coercitivamente sobre los individuos –que solo pueden reproducir sus mandatos. Al hilo de este enfoque se propone la distinción crucial entre lengua y habla, donde la primera es un conjunto de convenciones colectivas y la segunda su actualización individual. Al mismo tiempo, se procura determinar los elementos o partes constitutivas del sistema lingüístico, buscando saber cómo consiguen su identidad, y cómo la mantienen a través de sus distintas ocur­­rencias en el habla.

Interrogantes como estas pueden parecer privativas de la lingüística por cuanto refieren su quehacer particular, pero no lo son. Involucran cuestiones decisivas que se precipitan en torno al problema de la identidad de los elementos y de los conjuntos en general –sean estos lingüísticos, económicos, políticos, físicos, matemáticos, o de otro tipo –. Problema entonces básico para todas las ciencias y las filosofías por igual. Y más aún: problema planteado a cualquier discurso, sea el que fuere, puesto que es necesario asumirlo y responderlo de algún modo para que lo que se diga tenga sentido. Se trata pues de una cuestión con implicancias ontológicas, epistemológicas, lógicas, y también éticas y políticas: ¿puede en verdad afirmarse que algo es idéntico a sí mismo y/o a otra cosa? ¿qué es lo mismo? ¿Hay algo como la identidad? Preguntas abismantes tan pronto se formulan con claridad, y que ciertamente no eran nuevas cuando el estructuralismo las volvió a plantear con singular fuerza.

Las respuestas de Saussure y su descendencia no resultan menos desconcertantes cuando se despejan en sus formulaciones básicas. Ellas se organizan en torno al concepto de signo, y de su generalización surge y se despliega el estructuralismo como paradigma en las ciencias humanas y la filosofía. O puesto, en otros términos, el signo es la clave de bóveda del estructuralismo, y el postulado de su primacía es lo que hay de específico en esta forma de abordar la realidad social y subjetiva.

Recordemos que según se establece en Cursos de Lingüística General, el signo es «una entidad psíquica de dos caras»: una imagen acústica o significante y un concepto o significado. Ahora bien, ¿dónde radica su identidad? En su diferencia con otros signos según afirma la célebre sentencia de Saussure (1980). Tanto desde el punto de vista del significante como del significado, un signo es solo lo que todos los otros no son, no posee pues una identidad positiva, interior o sustancial; y, peor aún, no es igual a sí mismo. Es decir, su identidad no se define intrínseca sino relacionalmente: cada signo la obtiene por su no coincidencia con el resto de los signos del sistema del que forma parte.

Lo anterior implica que alcanza su identidad por diferencias o, si se quiere, que no coincide consigo mismo. Implica, además, que su sentido depende de las vinculaciones –sintagmáticas y paradigmáticas– que se establecen al interior del sistema de la lengua, más que de los referentes con los que se los hace corresponder. Así, según transcribe Benveniste de las notas de Saussure:

La ley enteramente final del lenguaje es, por lo que nos atrevemos a decir, que nunca hay nada que pueda residir en un término, por consecuencia directa de que los símbolos lingüísticos carezcan de relación con lo que deben designar, así que a esa impotente para designar nada sin el socorro de ., a éste le pasa lo mismo sin el auxilio de ., o que ninguno de los dos vale más que por su recíproca diferencia, o que ninguno vale, ni aun por una parte cualquiera de sí (...) de otro modo que por este mismo plexo de diferencias enteramente negativas. (Benveniste 2001, 40)

Este teorema diferencial de Saussure tendrá vastas consecuencias, y será uno de los pivotes sobre los cuales el estructuralismo operará una dislocación de gran importancia, potencialmente subversiva respecto de sus antecedentes en el holismo sociológico. Será el camino real por el cual el posestructuralismo buscará, a su vez, subvertir el género del que proviene, esto al atravesar lo que dio a conocer como la clausura estructural. Esto se debe a que uno de los corolarios más importantes de su aplicación rigurosa al campo de los fenómenos societales y subjetivos es la comprensión de que allí toda identidad no es otra cosa que una red de relaciones, y que su sentido, valor o definición no es intrínseco sino de posición.

En ese sentido, esto vale no solo para las identidades políticas, ideológicas y nacionales, sino también para las clases, las etnias, las edades y el género. Cada una de ellas no es otra cosa que una diferencia significativa (y significante) y obtiene sus propiedades características de la red societal en la que se inscribe. Por eso, en todos los casos, su configuración característica se mantendrá o transformará según cambien o no las articulaciones socio-estructurales en las que se inscriben. De allí la afirmación de Miller según la cual «la hipótesis estructuralista propone que se definan las magnitudes por las relaciones y no inversamente» (1988, 91).

Se ve entonces que el tratamiento de los hechos sociales como signos es el comienzo de una transformación epistemológica todavía en curso, llamada a cuestionar el sustancialismo o «cosisismo» automático que lastra tanto a los enfoques individualistas como holistas tradicionales. Sucede, como queda dicho, que un signo es una «cosa» que no coincide consigo misma, y que depende constitutivamente de las demás para existir; es decir, no es una cosa en absoluto, de hecho, su identidad es escindida, insustancial, relacional y psíquica. Con todo, insiste el estructuralismo, el signo posee una innegable existencia material y un vigoroso poder constituyente. Y es que, si se parte de premisas saussureanas, y si se va más allá de ellas, este movimiento llegará a formular los prolegómenos de un materialismo de la palabra. Un moterialisme, según el neologismo de Lacan (1966), con el que se busca desplazar tanto al idealismo de la forma pura como al materialismo de la cosa.

Ahora bien, es imprescindible anotar que esta materialidad relacional del signo y su poder formador o constituyente dependen de dos factores fundamentales: su carácter social y su carácter sistémico. Un verdadero materialismo del signo (o del significante), si no quiere ser un idealismo disfrazado, precisa recordar siempre que estas identidades diferenciales existen como tales debido precisamente a que son colectivamente sancionadas. Pero, además, que su sentido depende del carácter sistemático de las relaciones que las constituyen. Sobre ambas cuestiones el estructuralismo tuvo más claridad que muchas de las críticas que recibiría –sobre todo en el primer momento del pensamiento post-estructuralista, ocupado como estaba en liberar la diferencia de su clausura estructural.

El estructuralismo atendió a aquellos requerimientos con la generalización, por así decirlo, completa del modelo de la lengua. Esto es, elaborando un concepto de estructura como sistema de diferencias y una visión de lo social como conjunto de sistemas semiológicos. Lo hizo sostenido en el entendimiento de que «todos los fenómenos sociales pueden asimilarse al lenguaje» (Lévi-Strauss 1979, 40). Pero, exactamente por eso, la constitución y los caracteres de las identidades sociales en particular, y de cualquier objeto social en general, dependen de las estructuras societales que las definen. En el contexto estructuralista esto significa la mayoría de las veces que su materialidad depende de su institucionalización o, más específicamente todavía, de su ritualización, como lo viera con claridad Althusser (1977). Examinemos, entonces, el concepto de estructura que aquí está en juego y veamos la comprensión de lo social que produce.

El concepto estructuralista de estructura

La estructura estructuralista es una totalidad. Lo que, en principio, significa que se trata de un conjunto que no puede de ser reducido a la suma de sus partes componentes. Ello porque presenta características que le son propias y que no se encuentran en sus elementos si se toman por separado. Significa, también, que las propiedades de sus elementos dependen fundamentalmente de las características de esa totalidad, de allí la negativa de tratar los términos como entidades independientes. Por eso Lévi-Strauss ha podido escribir que: «En primer lugar, una estructura presenta un carácter de sistema. Consiste en elementos tales que una modificación cualquiera en uno de ellos entraña una modificación en todos los demás» (1995, 301).

Cabe anotar entonces que, en el ámbito del estructuralismo clásico, el concepto de estructura es intercambiable por el de sistema (de hecho, el propio Saussure habló más de sistema que de estructura). Ahora bien, esta forma de aproximación que define a la estructura como «un sistema ligado»[2], y que se orienta a caracterizarla por la íntima interdependencia de sus partes, permanece próxima al organicismo sin alcanzar todavía la especificidad estructuralista. Aun no especifica qué entiende exactamente por totalidad, y dirige, en cambio, la atención a los elementos.

Debido a lo anterior, en una segunda aproximación, Lévi-Strauss sostiene que «un sistema o configuración es siempre, por naturaleza, otra cosa y más que la suma de sus partes; incluye también las relaciones entre las partes: su red de interconexiones, que añade un elemento significativo suplementario» (1995,340). La clave no reside pues en los elementos y sus eventuales cambios, sino en la red de interconexiones que los convierten en partes de un todo. Esto se resume en el lema según el cual un elemento siempre es «un haz de relaciones» (Hjelmslev 1961, 23). Pero es preciso todavía un paso más para alcanzar distintivo de la definición estructuralista de estructura: es preciso señalar que esa red de interconexiones diferenciales está reglada.

No estamos entonces frente a una unidad funcional u orgánica entre elementos semejantes, ni ante una totalidad dialéctica dinamizada por sus contradicciones. Lo que encontramos es, más bien, un sistema de reglas que organiza a los elementos, otorgándoles funciones y posiciones diferenciales de las que depende nada menos que su identidad y sentido global[3]. De modo que, aunque los elementos se encuentren interrelacionados y el cambio en alguno de ellos repercuta en los demás, un estructuralismo consecuente deberá afirmar que una estructura cambia cuando cambian (por poco que sea) las reglas que articulan las relaciones entre sus elementos.

Son estas reglas o «leyes de la estructura», según las nombra Piaget (1968, 14), las que hacen que una estructura no sea un simple agregado de elementos independientes, pero tampoco un haz de relaciones amorfas y azarosas. Ellas subordinan dichos elementos a su orden otorgándoles de ese modo una función y una identidad diferencial; es decir, los transforman en partes de una totalidad estructural. Se trata, precisamente, de reglas de relación: establecen inclusiones y exclusiones, oposiciones y correlaciones, compatibilidades e incompatibilidades entre los componentes y funciones del sistema.

Es por esas leyes que aquí puede decirse que la totalidad es más que la suma de sus partes, que esa totalidad tiene características propias, distintas de los elementos que la componen. Y son ellas las que determinan, en cada caso, a la estructura de la que se trate. Por eso, desde el punto de vista metodológico, son estas reglas las que permiten establecer homologías entre estructuras fenoménicamente distintas.

Finalmente, y tan importante como lo anterior, estas reglas de composición o relación producen y reproducen la autonomía y la auto-regulación de la estructura. Esto es así, ante todo, porque algunas de estas reglas producen el cierre del sistema y su diferenciación del medio en el que operan. Se trata, por lo mismo, de estructuras que bien pueden ser complejas, pero resultan estables y con tendencia al equilibrio (incluso en el caso que sean sistemas de sistemas).

Testimonio de ello sería la lengua en tanto conjunto de sistemas parciales –gramaticales, semánticos, fonológicos– de los que Trubetzkoy podrá decir: «todos estos sistemas se equilibran de tal forma que todas sus partes se sostienen entre sí, se completan unas a otras y mantienen relaciones recíprocas» (1973, 3). Los elementos diferenciales, la totalidad reglada, clausura sistémica, autonomía, autorregulación y la tendencia al equilibrio son, entonces, los rasgos más salientes de la estructura del estructuralismo clásico. Cabe señalar, de paso, que el paradigma estructuralista comparte esta caracterización con la primera generación de la cibernética y la teoría de la información de las que se alimenta y a las que alimenta a su vez.

Lo dicho hasta aquí puede visualizarse de un modo breve y claro volviendo sobre uno de los ejemplos preferidos del estructuralismo para dar cuenta de su comprensión de lo que sea una estructura societal: el juego. Como la lengua en Saussure, el juego es forma y no sustancia, todo su ser es inmaterial, más específicamente, mental. Se trata, antes que nada, de un conjunto de convenciones; es decir, no es otra cosa que sus reglas, los límites que establecen, las posiciones y roles que definen, y los movimientos e intercambios que prescriben, permiten o prohíben. Estas reglas son independientes respecto de la naturaleza material de las piezas y de las características pre-existentes de quienes juegan, cuya identidad en tanto jugadores solo existe al interior del juego y es producida precisamente por estas reglas. De modo que el juego define tanto las identidades (quién es quién), las posibilidades (quién hace qué), y las funciones (cómo y para qué), de quienes se ajustan a sus leyes. Leyes que, de esa manera, definen los elementos, los objetivos, las valoraciones, los procedimientos y las fronteras del juego en cuestión. El juego es entonces pura forma, pero encarnada o inmanente. Es decir, estructura.

Lo social estructurado como un lenguaje

En esta perspectiva lo que vale para el juego vale para todos los sistemas sociales, con una salvedad: estos sistemas no pertenecen al orden de la conciencia, ni de la inter-subjetividad o de la interacción social intencional. Ello es así incluso en los casos que la interacción está regulada por normas. Estos sistemas efectivamente existen (y hacen existir), pero no están dados a la experiencia inmediata en tanto tales y es imposible observarlos directamente. Solo sabemos de ellos por los comportamientos que producen. Ello se debe a su naturaleza psíquica, pero también a su carácter sistémico: las lógicas y las dinámicas que implican y promueven no pueden encontrarse en los individuos tomados por separado, y no dependen de ellos.

Por el contrario, aquí las leyes estructurales de los sistemas sociales subyacen tanto a las normas grupales manifiestas como a la intelección consciente de los sujetos, y son, de hecho, su condición de posibilidad. Son ellas las que organizan los roles y los intercambios societales, tanto como las identidades subjetivas. En otros términos, las reglas del juego social son inconscientes en un sentido que es heredero del psicoanálisis, pero también del marxismo. Sucede que este desconocimiento es tenido aquí por una premisa básica para la reproducción adecuada de los sistemas en cuestión –donde adecuado no quiere decir normativamente bueno. Semejante falta de conciencia no es entonces simple ausencia de conocimiento, ignorancia empírica, sino sujeción estructural, subjetivante y funcional –lo que Lacan (1966) llamó méconnaissance.

En esto, como en todo lo demás, el arquetipo estructuralista es el lenguaje, ello porque se trata de un sistema social que opera con notable independencia tanto de los objetos que significa como de los sujetos que lo hablan. Las leyes gramaticales son, por regla general, desconocidas para los hablantes, al tiempo que deben someterse a ellas para poder comunicarse con los demás (y consigo mismos). De manera que las reglas de una estructura social no son regulaciones explícitas o de superficie, sino precisamente leyes estructurales. Ellas constituyen la gramática profunda de las relaciones sociales, se encuentran más allá de la intersubjetividad y la organizan; son lo que hay que descubrir para conocer el sentido real y oculto de las conductas observables, para saber cuál es el juego que efectivamente están jugado sin saberlo los individuos y los grupos, más allá de sus intenciones declaradas y sus regulaciones reflexivas.

De acuerdo con esto, el trabajo principal del análisis social estructuralista consiste en dar cuenta de los distintos sistemas de reglas ocultas que rigen las prácticas y definen las identidades colectivas e individuales. Lo que se estima solo podrá hacerse a través de la construcción de modelos. De este modo, el estructuralismo se propone como un análisis crítico de la cultura, capaz de volver visible a través de los conceptos aquello que es invisible no solo para la percepción sensible, sino también para las representaciones conscientes –sean estas individuales o colectivas.

Todo ello conlleva una transformación en la forma de concebir las instituciones, las sociedades y los individuos –por ponerlo en términos tradicionales, y para marcar el desplazamiento producido respecto de estos términos y las concepciones que tradicionalmente implican. Ante todo, tratar a los conjuntos sociales como sistemas y a los sistemas como lenguajes con lleva transformaciones metodológicas de importancia.

La lingüística estructural proveyó al movimiento estructuralista de valiosas herramientas específicas a este respecto. Por eso, a veces se ha dicho que las investigaciones estructuralistas –orientadas a objetos en apariencia tan disímiles como la literatura, el parentesco y el conocimiento científico– poseen, sobre todo, una unidad de método. Pero ahora vemos que no es solo eso; asumir que cada una de estas estructuras es como un lenguaje, implica el postulado fundamental de que se trata de estructuras productoras de sentido. Y ello porque se trata de sistemas de diferencias que comportan una sintaxis característica y producen ordenamientos, clasificaciones y formas de intelección determinados, al tiempo que excluyen otros.

De modo de que, en verdad, la unidad del estructuralismo reside en haber redefinido a (todos) los sistemas sociales comosistemas simbólicos. Esto, a todas luces, va más allá de una orientación de método, nos encontramos, más bien, ante una ontología del signo, lo que equivale a decir, como sugiere Maniglier (2006), una ontología de la cultura. Aquí los mitos, el derecho, las costumbres, el arte, el matrimonio, pero también las ciencias, el intercambio económico, las clases sociales, las edades y los géneros resultan, antes que nada, estructuras de significación. Es decir, matrices que hacen posible tanto las identidades como las relaciones de quienes son ceñidos inconscientemente por sus reglas de funcionamiento. Pero no solamente porque sin códigos que definan los mensajes la comunicación inter-subjetiva no podría tener lugar, sino porque obran como infraestructura de las relaciones significantes que posicionan a los sujetos, determinan los objetos y constituyen a los grupos.

Desde el punto de vista paradigmático que así se instituye, se vuelve básicamente errónea la comprensión de los sistemas sociales como mecanismos orientados a la satisfacción de necesidades (biológicas o psicológicas). Y ello porque, aun en el caso en que no puedan obviar estas necesidades, siempre las transforman radicalmente, al modo en que la forma lingüística transforma a la sustancia sonora convirtiéndola en significante. Aquí, la actividad central de todo sistema social no es la de representar realidades y/o satisfacer necesidades que serían anteriores a ellos mismos, sino estructurar la realidad –natural, social y subjetiva– en tanto tal. Lo que quiere decir, entre otras cosas, transformar la necesidad (biológica) en deseo (social), esto para el estructuralismo clásico es como escribe Barthes (1994) someterla a un «sistema lógico de formas».

Este punto de vista podrá mostrar, por ejemplo, que los objetos de consumo habituales no responden solo ni en lo principal a necesidades que serían netamente naturales (alimentarse, vestirse, guarecerse), como gustan suponer el utilitarismo, el funcionalismo y el sentido común, pero tampoco están destinados ante todo a satisfacer los requerimientos de reproducción del capital y sus agentes económicos, como entienden los enfoques marxistas. Aunque ambas cuestiones se encuentren indudablemente en juego, el rol fundamental estos objetos es oficiar de signos que, siendo parte de sistemas inconscientes, cumplen con clasificar, diferenciar y jerarquizar a los individuos y a los grupos que creen necesitarlos y servirse de ellos.

La cocina, la vestimenta, el mobiliario, tanto como los llamados gadgets, son sistemas taxonómicos que regulan prácticas, instituyen identidades y sentidos societales, al tiempo que posicionan subjetividades acordes a esos sentidos. De esta manera, otorgan inteligibilidad a un mundo social (y natural) que de otro modo no lo tendría, o más bien producen al mundo como totalidad inteligible. Esa es, según el estructuralismo, su función principal[4]. Y lo mismo vale para el resto de los sistemas sociales, todos ellos son, ante todo y más allá de sus especificidades funcionales y utilitarias, modelos de clasificación, jerarquización, interpretación, intercambio y aparatos de subjetivación.

Todo esto conduce a la concepción de la sociedad como un orden simbólico global. Así, Lévi-Strauss escribe que «la sociedad comprende un conjunto de estructuras que corresponden a diversos tipos de órdenes. El sistema de parentesco ofrece un medio de ordenar a los individuos según ciertas reglas; la organización social proporciona otro; las estratificaciones sociales o económicas, un tercero. Todas estas estructuras de orden pueden ser a su vez ordenadas, a condición de descubrir qué relaciones las unen y de qué manera reaccionan unas sobre otras desde el punto de vista sincrónico» (1995, 334). Es preciso ver, entonces, a las distintas sociedades como sistemas globales que articulan subsistemas distintos, lo que en definitiva haría de cada sociedad o, mejor, de cada cultura un «orden de órdenes».

Con esto se llega al nivel de generalidad más amplio, o si se quiere, a la plenitud conceptual del estructuralismo clásico en tanto meta-teoría social. Al mismo tiempo, se hacen visibles sus insalvables aporías, puesto que el único tipo de sistema que conoce es cerrado y totalizante, la transformación y la génesis le resultan inconcebibles.

Conclusiones

Se ve que para encontrarse en el terreno de la actividad estructuralista no alcanza con hablar de sistemas, ni con afirmar que la realidad se encuentra estructurada. El estructuralismo depende de un particular concepto de estructura, uno que este movimiento reivindica como nuevo, y que constituye su singularidad respecto de otras conceptualizaciones científicas y filosóficas de esa noción (el funcionalismo o la dialéctica, por ejemplo). Si buscáramos caracterizar a esta perspectiva por la vía tradicional de género y diferencia, podemos decir que su género propio es el holismo, con Durkheim, Marx y Freud como sus antecedentes principales, y que su diferencia específica es saussuriana.

Esta especificidad implica transformaciones de gran importancia en aquella tradición epistemológica, puesto que introduce la hipótesis según la cual el mundo social está hecho de estructuras que funcionan como sistemas de signos, y los individuos son fundamentalmente sujetos de esos sistemas. Lo cual produce variaciones relevantes respecto de aquellos tres antecedentes mayores a los que estructuralismo somete a una relectura paradigmática (es decir, retroactiva). Tal cosa son los retornos de Lacan a Freud y de Althusser a Marx, y otro tanto puede decirse de la relación de Lévi-Strauss con Durkheim y Mauss.

De los Cursos de Lingüística General, el movimiento estructuralista retuvo, ante todo, dos postulados básicos con los que Saussure buscaba transformar al lenguaje en el objeto de una ciencia (la lingüística estructural). A saber, a) en la lengua no hay más que diferencias y b) la lengua es una forma y no una sustancia. Tales postulados fueron considerados el comienzo de una revolución copernicana consistente en aplicar estos principios a cualquier aspecto del campo social y subjetivo. Por lo mismo, ellos concentran lo fundamental de las rupturas, desarrollos y aporías que caracterizaron al estructuralismo en toda su extensión. El primero contiene las premisas de un relacionalismo anti-sustancialista que bien puede ser radical. Es que allí donde tradicionalmente se supone que las diferencias se establecen entre dos términos positivos, aquí se sostiene, en cambio, que en la lengua sólo hay diferencias sin términos positivos. Y lo que vale para la lengua, vale para todos los órdenes de la cultura –y para la cultura misma. Hay pues en esto un potente impulso des-esencializante y crítico, que conduce a poner de relieve la condición históricamente cambiante de la objetividad societal y los sentidos vigentes en cualquier cultura.

Este primer postulado relacional quedó, sin embargo, fuertemente limitado por el modo en que fue interpretado el segundo: el postulado sistémico. La forma en cuestión resultó ser un sistema cerrado y tendiente al equilibro que, a fin de cuentas, es preciso tener no solo como auto-producido, sino también como producido desde siempre[5]. Sucede, como vimos, que las estructuras estructuralistas son ordenamientos necesitados de sistematicidad global para configurarse y funcionar como tales. O, en otras palabras, para que haya sistema tiene que haber un cierre del sistema, solo así se estima que las diferencias pueden alcanzar su paradójica identidad. Esto es, tener sentido. Este razonamiento puede tenerse por correcto, y de hecho es uno de los resultados mayores del estructuralismo, con él se nos ofrece una teoría de las estructuras que es a la vez, y constitutivamente, una teoría del sentido.

Ahora bien, de las dos direcciones que transporta el acontecimiento Saussuriano, el estructuralismo clásico opta por otorgarle a la estructura el estatuto de primitivo, subordinando la diferencia al sistema. Esto hace que las diferencias que verdaderamente importen sean las que el sistema produce como posiciones diferenciales; al tiempo que se tiende a concebir al sistema mismo como totalizante de las diferencias que produce. De este modo, las diferencias, por así decirlo, se identitarizan: se vuelven homogéneas y quedan cristalizadas perdiendo, precisamente, su carácter diferencial y dinámico. En definitiva, toda relación queda sujeta por completo y sin escapatoria al sistema que la define (de manera sincrónica).

Una de las consecuencias de todo esto es que el sistema –cerrado, totalizante y auto-producido como está– se vuelva inmóvil y se haga eterno. O cuanto menos que resulten paradigmáticamente impensables tanto su génesis como sus transformaciones. De este modo, el sustancialismo pre-relacional que había sido exitosamente expulsado de los elementos entendidos diferencialmente tiende a regresaren la forma de una totalidad que solo puede ser conceptualizada como una entidad independiente y siempre ya formada. La génesis y la metamorfosis de los sistemas resultan así puntos ciegos, insuperables con las herramientas teóricas del estructuralismo clásico. Como se sabe, estos serán tópicos centrales cuando el postestructuralismo, al tomar el camino de la diferencia como primitivo, busque atravesar la clausura teórica (y política) que procuramos describir.

En cuanto a las relaciones entre los sistemas, en las coordenadas conceptuales del estructuralismo, solo pueden ser totalizantes, puesto que se les aplica el mismo criterio de sistematicidad. Siempre habrá aquí sistemas y sistemas de sistemas. Tal cosa es una sociedad. Así, como vimos, Lévi-Strauss aludirá a un orden de órdenes para referirse a ella, mientras que Lacan hablará de un gran Otro, Althusser de una totalidad sobredeterminada, y Barthes de una taxonomía de las taxonomías. Foucault, por su parte hará un uso, acaso más restrictivo, de su concepto de episteme.

Si bien estos conceptos no son por completo equivalentes, todos apuntan en la misma dirección totalizante. Y aunque se registre con claridad que la sociedad no es jamás total y absolutamente simbólica (Lévi-Strauss 1995), o se afirme un real que resulta en ultima –y en primera– instancia insimbolizable por la cultura (Lacan 1966); aunque se rechace el prejuicio funcionalista del equilibrio sistémico y se afirme la existencia de conflictos estructurales (Althusser 1977); lo cierto es que en términos paradigmáticos también la sociedad tiende a ser concebida como un sistema que engloba y totaliza a sus partes. Con ello, tanto el sustancialismo que se combatía a nivel de los elementos como el funcionalismo que se rechazaba a nivel de las estructuras particulares se trasladan a los conjuntos globales.

Se ve que la metafísica de la sustancia posee una persistencia inusitada, y es capaz de renacer bajo los más diversos vestidos. Su lógica de las esencias se encuentra no solo en la idea de estructura como organización donde los elementos son lo fundamental. También se halla allí donde aceptando que las estructuras no pueden reducirse a partículas elementales, se trata a las estructuras mismas como cosas. Este fue el caso del estructuralismo, y por eso aun cuando traiga cierto número de dislocaciones respecto del holismo tradicional, es innegable que permanece bajo su órbita. Pero esto no debe hacernos perder de vista que, al mismo tiempo, su descubrimiento y problematización de la diferencia entornó una puerta de salida a la alternativa todo-partes que aún continúa abierta.

En cualquier caso, y como balance general, puede afirmarse que el estructuralismo se presenta como cautivo entre dos vectores divergentes: el énfasis en la primacía de la relación sobre los términos, a la vez que la vigorosa reformulación de la tradicionalmente holista primacía del todo sobre las partes. Tal es el doble movimiento que lo caracteriza y que concentra, creemos, lo principal de su legado, un legado que consiste en haber contribuido a establecer, con sus logros y sus aporías, la encrucijada epistemológica fundamental de un tiempo que es todavía el nuestro: aquella que provoca la tensión entre estructura y diferencia, o si se quiere, entre sistema y relación.

Referencias

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Bastide, Roger. 1972. Sens et usages du terme structure dans les sciences humaines et sociales. Paris: Mouton. [ Links ]

Barthes, Roland. 1990-1985. La aventura semiológica. Barcelona: Paidós. [ Links ]

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Durkheim, Emile. 1986. Las reglas del método sociológico. Madrid: Morata. [ Links ]

Durkheim, Emile. 1989. El suicidio. Madrid: Akal. [ Links ]

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Trubetzkoy, Nikolai. 1973. Principios de fonología. Buenos Aires: Cincel. [ Links ]

[1]Típicamente: «Cuando las conciencias, en vez de permanecer aisladas unas de otras, se agrupan y se combinan, hay algo cambiado en el mundo. Desde luego, es natural que este cambio produzca otros, que esta novedad engendre otras novedades, que aparezcan fenómenos cuyas características no se encuentran en los elementos de que se componen.» (Durkheim, 1989, 340).

[2]Expresiones como esta se encuentran incidentalmente tanto en Saussure como en Lévi-Strauss y Lacan, además es repetida en el contexto estructuralista, y adquiriere, a veces, una centralidad algo inapropiada. Este parece ser el caso de Bastide cuando entiende a la estructura como «sistema ligado, tal que el cambio producido en un elemento provoca un cambio en los demás elementos» (1972, 14).

[3]Trubetzkoy establece esto con notable precisión respecto de la estructura de la lengua: «la faz significante de la lengua solo puede consistir en reglas según las cuales se ordena la faz fónica del acto de habla en un sistema –o, mejor dicho, en un conjunto de varios sistemas parciales: las categorías gramaticales forman un sistema gramatical, las categorías semánticas constituyen diversos sistemas semánticos» (1973, 3).

[4]Resumiendo, esta posición Barthes afirma: «cada sociedad clasifica los objetos a su manera, y esta manera constituye la inteligibilidad misma que ella se confiere: el análisis sociológico tiene que ser estructural, no porque los objetos sean estructurados en sí, sino porque las sociedades no cesan de estructurarlos» (1985, 233).

[5]En este punto cabe señalar que los primeros en registrar esta grave dificultad fueron quienes más contribuyeron a forjar el paradigma estructuralista. El recorrido teórico de Lacan es ejemplar en esto: del establecimiento de posiciones que serían canónicas del estructuralismo a la crítica radical del signo y la totalidad estructural; además, la elaboración de otras formas (post-estructuralistas) de comprensión de la relación: el sistema y el sujeto. En el caso de Piaget (1968), quien también dio cuenta de este callejón sin salida teórico, puede decirse que procuró lidiar con él manteniéndose en la órbita de paradigma estructural, formulando un «estructuralismo genético».

Recibido: 28 de Septiembre de 2020; Aprobado: 29 de Mayo de 2021

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