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Diálogos Revista Electrónica de Historia

On-line version ISSN 1409-469X

Diálogos rev. electr. hist vol.22 n.2 San Pedro Jul./Dec. 2021

http://dx.doi.org/10.15517/dre.v22i2.47259 

Dossier

Gregorio José Ramírez, la flota colonial costarricense y la independencia

Gregorio José Ramírez, the colonial costa rica’s merchant flee, and independence

1Docente de las carreras de Bachillerato y Licenciatura en Historia e investigador del Centro de Investigación e Identidad y Cultura Latinoamericana (CICLA)

Resumen

Este artículo examina la figura de Gregorio José Ramírez, a quien muchos investigadores han considerado como un héroe en el contexto de la independencia de Costa Rica. La primera sección de este artículo considera, desde una perspectiva de redes de parentesco, el pasado familiar de Ramírez; la segunda analiza cómo, entre finales del siglo XVIII y 1821, los comerciantes del Valle Central constituyeron una pequeña, pero estratégica, flota mercantil; en la tercera se identifican las condiciones que permitieron a Ramírez, pese a sus problemas de salud y sus limitados recursos, empezar un exitoso proceso de ascenso social, el cual le posibilitó convertirse en copropietario de un barco; y en la cuarta se explica cómo, al comenzar a acumular capital político, se labró una posición desde la cual jugó un papel decisivo en la etapa inicial de formación del Estado costarricense.

Palabras clave poder; independencia; comercio; política; Costa Rica

Abstract

This paper examines one of the “founding” fathers of Costa Rica during the independence period: Gregorio José Ramírez. First, it explores Ramírez’s family ancestors at the end of the colonial period; then, it studies merchants from the Central Valley and how they built a political and economic strategically merchant flee; third, it identifies how Ramírez, even though his health issues and limited sources, socially moved to become co-owner of a ship. Finally, this essay explains the way Ramírez gained political capital that allowed him to get a local position from which he played a decisive role during the first years of the Costa Rican State building process.

Keywords Power; Independence; trade; politics; Costa Rica

-

Sobre Gregorio José Ramírez Castro existen tres biografías principales. La primera fue publicada en 1900, en vísperas del 80 aniversario de la independencia y en el contexto de invención de la nación costarricense, emprendida por los liberales desde la década de 1880 con base en la recuperación de la guerra de 1856-1857 y librada contra los filibusteros al mando de William Walker (Palmer, 1991). Escrita por el abogado Pedro Pérez Zeledón, tal narrativa, dominada por la intención de recuperar un héroe olvidado anterior a ese fundacional conflicto bélico, proporcionó algunos datos básicos acerca de Ramírez, como el nombre de su madre. También indicó, erróneamente, que “desde muy antes de 1821” era propietario del bergantín Jesús María, y señaló, a partir de una revisión de su testamento y el inventario de sus bienes, que sus negocios se extendían de Acajutla a Guayaquil; pero dio a entender que su patrimonio era modesto. Acorde con la concepción del pasado entonces predominante, Pérez Zeledón concentró su atención en la participación política de Ramírez (de quien destacó su juventud), en particular sobre su liderazgo durante la crisis institucional de marzo y abril de 1823, la cual culminó en la primera guerra civil de Costa Rica (Pérez Zeledón, 1900a, 1900b).

Ricardo Fernández Guardia, en un estudio sobre la independencia publicado en 1928, precisó algunos datos biográficos de Ramírez, al indicar su fecha de nacimiento (27 de marzo de 1796), el nombre de su padre y las razones por las cuales su madre se trasladó de San José a Alajuela. Sin embargo, también incurrió en algunos errores, al presentar a Ramírez como “liberal entusiasta” que soñaba con emancipar a Costa Rica desde “las postrimerías del dominio español”, y al aseverar que era el jefe del “partido republicano” alajuelense. Además, insistió en que “la familia de Ramírez no era plebeya”, dado que su progenitor fue “teniente de gobernador” en 1791 y que por el lado materno estaba emparentado “con gentes distinguidas” (Fernández Guardia, 1928, pp. 123, 156).

Al publicar una segunda edición de ese estudio en 1941, durante el 120 aniversario de la independencia, Fernández Guardia amplió sus datos sobre Ramírez, a veces de manera errónea, al indicar que fue “alumno aventajado de la escuela de primeras letras que tuvo en San José don José Santos Lombardo”; y con más acierto al referirse a sus actividades empresariales y al ubicar mejor, cronológicamente, la adquisición del Jesús María (Fernández Guardia, 1941, p. 75). En 1946, su interés por Ramírez culminó en una biografía en la que, pese a que mantuvo el énfasis en la actividad política, aportó nueva información, precisó la ya conocida y resaltó el estratégico papel jugado por dos importantes mercaderes españoles –Ramón Palacios y Juan de Anzoátegui– en impulsar su carrera marítima y su participación posterior en “negocios de comercio” (Fernández Guardia, 1946).

En 1973, al conmemorarse el sesquicentenario de la primera guerra civil costarricense, Carlos Meléndez Chaverri y José Hilario Villalobos Rodríguez publicaron la tercera biografía de Ramírez, en la que recuperaron críticamente los aportes de Pérez Zeledón y de Fernández Guardia, consideraron más ampliamente el trasfondo familiar, las experiencias marítimas, las iniciativas empresariales y la activa participación de Ramírez en la defensa militar de Costa Rica entre 1819 y 1821, ante la amenaza que suponían los corsarios insurgentes (Gómez Duarte, 2004). Al igual que sus predecesores, sin embargo, concentraron su atención en la participación política, dejaron de lado las fuentes parroquiales y notariales, indispensables para conocer mejor las conexiones de los padres de Ramírez, y no se interesaron por analizar, debidamente, su inventario sucesorio, indispensable para aproximarse a sus operaciones comerciales (Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973).

A diferencia de esas biografías, cuyos aportes aprovecha, este artículo considera, en su primera sección y desde una perspectiva de redes de parentesco, el pasado familiar de Ramírez; en la segunda, analiza cómo, entre finales del siglo XVIII y 1821, los comerciantes del Valle Central constituyeron una pequeña, pero estratégica, flota mercantil; en la tercera, se identifican las condiciones que permitieron a Ramírez, pese a sus problemas de salud y sus limitados recursos, empezar un exitoso proceso de ascenso social, el cual le posibilitó convertirse en copropietario de un barco; y en la cuarta, se explica cómo, al comenzar a acumular capital político, se labró una posición institucional desde la cual jugó un papel decisivo en la etapa inicial de formación del Estado costarricense.

Redes familiares

Poco es lo que se conoce de la familia de Ramírez. Su padre, José Gregorio, hijo de Pedro Ramírez y Catalina Otárola, fue bautizado el 26 de noviembre de 1749 en Cartago, ciudad en la que se casó, a los 23 años, con Ana María García Sancho, hija de Julián García de Argueta y Ana Sancho, el 6 de junio de 1773 (Anexo 1; Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973; Quesada Pineda, 2020, pp. 4-5). Proveniente de una familia cartaginesa de mediana fortuna (su progenitor fue un sargento mayor, dueño de algunos esclavos, involucrado en la actividad cacaotera en el Caribe y fallecido en septiembre de 1753) (Archivo Nacional, 1753), García era viuda de Francisco Javier López del Corral Ibarra, nacido en 1742 e hijo del influyente militar, funcionario y comerciante de origen nicaragüense Tomás López del Corral Salmón (1708-1758) y de Francisca de Ibarra Moya. El primer matrimonio de García fue de corta duración: se desposó el 29 de junio de 1766, tuvo una hija (Lucía) y enviudó el 20 de noviembre de 1768, después de que su marido retornara enfermo de Matina (Anexo 1; Sanabria Martínez, t. II 1957, pp. 811-812).

En tanto viuda de limitados recursos, García –de quien se desconoce cuándo nació, pero probablemente fue entre 1746 y 1750– (Sanabria Martínez, t. III, 1957, p. 4) quedó en una posición desventajosa en el mercado matrimonial de las pudientes familias de Cartago, dado que debía competir con mujeres solteras y más jóvenes. Tales circunstancias favorecieron las aspiraciones de Ramírez, proveniente de un hogar más modesto, puesto que su abuelo, por el lado paterno, se trasladó a Tres Ríos desde la primera mitad del siglo XVIII (Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973, p. 43), en el contexto de la ocupación agrícola del oeste del Valle Central por emigrantes cartagineses, desplazados por la concentración de la tierra y la falta de oportunidades en la entonces capital colonial de la provincia de Costa Rica (Fonseca Corrales, Alvarenga Venutolo y Solórzano Fonseca, 2001, pp. 68-71).

De acuerdo con lo que Ramírez informó luego de enviudar en noviembre de 1791, su pareja no aportó “bienes algunos” a su segundo matrimonio, afirmación sorprendente porque, de ser exacta, implicaría que García no heredó nada de sus padres ni obtuvo gananciales tras la muerte de su primer marido. Puesto que la difunta expiró sin haber testado, la declaración de su cónyuge tampoco puede ser corroborada. Además, Ramírez indicó que a ese enlace introdujo bienes que, en el curso del inventario practicado por el fallecimiento de su esposa (es decir, casi veinte años después), fueron avaluados en 73 pesos, de los cuales 72,6 por ciento correspondió al valor de dos caballos, una vaca, una vaquilla y una yegua, y el resto a tierras y cercos (Archivo Nacional, 1791, ff. 1, 11v.).

Ramírez y García tuvieron nueve hijos: cuatro varones y cinco mujeres. Al parecer, en un inicio la pareja se estableció en Cartago, donde bautizaron a su primogénito (Sebastián); pero rápidamente se trasladó a Tres Ríos. En esta comunidad, el padre de Ramírez, quien también contrajo nupcias dos veces y procreó 11 descendientes (de los cuales 7 todavía vivían en 1799), tenía una propiedad. Aproximadamente en 1786, Ramírez y García, al igual que otros cartagineses emigrantes, culminaron su desplazamiento al oeste del Valle Central, al avecindarse en San José. En octubre de 1785, Ramírez incursionó en el cobro de los diezmos de esa jurisdicción, en la cual ejerció como teniente de gobernador durante el año 1791 (Anexo 1; Quesada Pineda, 2020, pp. 5).

Para las expectativas de ascenso social de Ramírez, dos situaciones familiares resultaron desfavorables: la excepcional longevidad de su padre (¿1718-1799?), que le impidió heredar tempranamente, y el elevado número de hijos que sobrevivieron de los dos matrimonios de su progenitor (Sanabria Martínez, t. V, 1957, p. 129), por la fragmentación del patrimonio que implicaba, dado que debía ser dividido, en términos de su valor, en partes iguales. A la vista de perspectivas tan adversas, Ramírez decidió, el 21 de julio de 1774, apenas un año después de haberse casado, demandar a Ibarra, la primera suegra de su esposa, para que entregara la herencia que correspondía a la hija que García tuvo con el difunto López del Corral (Archivo Nacional de Costa Rica, 1774, ff. 1-58).

Si el interés de Ramírez por García fue motivado por la oportunidad que le abría ese matrimonio para, por medio de su hijastra, tener acceso parcial a la fortuna de una de las principales familias de Cartago, su propósito solo se materializó después de un prolongado proceso judicial. Mediante sentencia dictada el 4 de mayo de 1776, se dispuso practicar inventario de los bienes que quedaron a la muerte de Tomás López del Corral, de cuyo valor, una vez pagadas las deudas y cancelados gastos y costas, la mitad correspondería a Ibarra por gananciales y el resto debería repartirse entre sus cuatro hijos vivos (dos varones y dos mujeres) y su nieta (Archivo Nacional de Costa Rica, 1774, ff. 53v.-54v.), a la que formalmente reconoció como heredera en una carta poder otorgada el 26 de julio de 1777 (Archivo Nacional de Costa Rica, 1777, ff. 26-26v.). Aunque se desconoce por el momento a cuánto ascendió la herencia paterna de la niña, no parece que el acceso a esos recursos hubiera ampliado significativamente el margen de maniobra empresarial de Ramírez, quien se convirtió, en poco tiempo, en padre de una prole numerosa, antes de enviudar. García falleció alrededor del 16 de noviembre de 1791; tuvo su último parto conocido el 13 abril de 1790 (Anexo 1; Archivo Nacional de Costa Rica, 1791, f. 1).

Efectuado el inventario correspondiente en diciembre de 1791, el patrimonio de García y Ramírez fue estimado en 821 pesos con 6 reales. Su componente más importante era la vivienda principal, ubicada en San José, que concentró el 36,1 por ciento de esa suma y fue descrita de esta forma:

“caza sobre Pared de Adobes, en maderas de zedro cubierta de texa con sus Puertas y Ventanas de diez y seis varas de Largo y seis de ancho con un caedizo de tres varas, una cosina también de teja, y maderas de zedro sobre Pared de Adobes con su Puerta, casa y cosina circumbalada de tapia” (Archivo Nacional de Costa Rica, 1791, f. 4v.).

Del patrimonio restante, 18,3 por ciento correspondía al valor de una segunda casa ubicada en Tres Ríos; 21,9 por ciento a ganado vacuno, caballar y mular; 7,3 por ciento a varios terrenos, incluidos dos potreros y un cerco con un platanal; 4,9 por ciento a un trapiche; y 11,5 por ciento a todo lo demás: muebles, enseres, herramientas, ropa y joyas (curiosamente, en el inventario no se consignaron libros) (Archivo Nacional de Costa Rica, 1791, ff. 4v.-7). Al comparar los bienes de Ramírez con los de hogares de un nivel de fortuna similar, resulta claro que la morada principal, avaluada en 296 pesos y 4 reales y con 80 metros cuadrados, excedía por mucho la condición económica de la familia, cuya cultura material era muy modesta. Viviendas de ese valor y tamaño solo se encontraban entre agricultores y comerciantes con haberes iguales o superiores a los 2.000 pesos (Molina Jiménez, 1993: 67-85).

Se podría definir a Ramírez como un vecino del incipiente casco urbano josefino que incursionaba limitadamente en el procesamiento de caña de azúcar, disponía de algún ganado, explotaba extensivamente la poca tierra que poseía y practicaba el comercio a pequeña escala. De acuerdo con lo que él mismo declaró, tenía deudas en contra por la suma de 211 pesos (equivalente al 25,7 por ciento de su patrimonio) (Archivo Nacional de Costa Rica, 1791, f. 9). Pagadas estas obligaciones y las costas del proceso, quedaron a su favor, una vez efectuada la división de bienes, los 73 pesos que afirmó haber aportado a su matrimonio y 253 pesos y 3 reales de gananciales. Además, aunque perdió el control de la herencia materna correspondiente a la hija que García tuvo con López del Corral (36 pesos y 2 reales), mantuvo la administración de las herencias maternas de sus seis hijos menores (218 pesos) (Archivo Nacional de Costa Rica, 1791, ff. 12-13v.).

A los 42 años y menos de dos meses después de haber enviudado, Ramírez, con el valor de su patrimonio reducido a 544 pesos y 3 reales, se casó por segunda vez en San José, el 9 de enero de 1792, con Rafaela, hija de José Antonio Castro y Petronila Alvarado. Su segunda esposa, entonces de 17 años (nació el 2 de julio de 1774), aportó al matrimonio ropa de vestir, de casa y de cama, telas, joyas, un caballo y una vaca por un valor de 92 pesos y 6 reales (Anexo 1; Archivo Nacional de Costa Rica, 1803, f. 10; este importante documento fue localizado por Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973: 45). Desde 1780, por lo menos, entre ambas familias existía alguna relación, puesto que un hermano de Castro desposó a una prima hermana de Ramírez (Parroquia de Nuestra Señora del Pilar de Tres Ríos, 1780, f. 10). Al igual que García, Castro procedía de una familia de medianos recursos (su padre figuró en un grupo de ciudadanos que se organizó en julio de 1797 para financiar una escuela a cargo de José Santos Lombardo) (Archivo Nacional de Costa Rica, 1797, ff. 12-14), pero a su lado Ramírez, aunque consiguió quien cuidara de sus hijos huérfanos, no logró cumplir su aspiración de ascender socialmente. Después de procrear cinco descendientes con su joven cónyuge (un varón y cuatro mujeres) (Anexo 1; Quesada Pineda, 2020: 5), de los cuales solo sobrevivieron dos, Ramírez falleció el 23 de mayo de 1803 (Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973, p. 45; Archivo Nacional de Costa Rica, 1803, f. 1).

Efectuado el inventario, el patrimonio del difunto ascendió a 857 pesos y 1 real. De ese monto, 27,5 por ciento correspondía al valor de la vivienda familiar; 21,6 por ciento a varias deudas a favor del caudal; 18,1 por ciento a dos potreros y un cerco (ahora ubicados en San José, no en Tres Ríos); 10,5 por ciento a ganado vacuno, caballar y mular; 6,4 a un trapiche (localizado en San Pedro de Montes de Oca); y el 15,9 por ciento restante a muebles, enseres, herramientas y joyas. Resulta evidente que Ramírez, a partir del proceso sucesorio abierto después de la muerte de su primera esposa, terminó de desplazarse hacia el oeste del Valle Central; además, incursionó como tercenista de tabaco y estanquillero de licor en Bagaces (Archivo Nacional de Costa Rica, 1803, ff. 6v.-8, 51v.-52v.).

Podría parecer que Ramírez, durante su segundo matrimonio, no solo logró recuperar el valor de su patrimonio previo a su viudez, sino incrementarlo; pero no fue así: cuando falleció, había acumulado deudas en contra por 610 pesos y 5 reales (71,2 por ciento de todo su caudal). Dado que las costas del proceso y otros gastos ascendieron a 142 pesos y 7 reales, quedó un monto de 714 pesos y 2 reales, del cual se pagaron 286 pesos y 6 reales de obligaciones privilegiadas (incluidas las herencias de los hijos de su primer enlace). La suma restante, 427 pesos y 4 reales, se prorrateó entre los acreedores, por lo que Castro, de los 92 pesos y 6 reales que aportó cuando se casó, apenas recuperó 59 pesos y 3 reales. La viuda, con treinta años de edad y dos hijos menores (Marcelina y Gregorio José), se dio por satisfecha con la adjudicación el 29 de octubre de 1804 (Archivo Nacional de Costa Rica, 1803, ff. 13-13v., 52-57, 60-60v.); pero dada la cortedad de sus recursos, su mantenimiento posiblemente fue asumido por su familia de origen.

La flota mercantil del Valle Central

Entre finales del siglo XVIII e inicios del XIX, el monopolio comercial de España con sus colonias americanas, como resultado de las guerras europeas de entonces, experimentó una crisis sin precedente, que se profundizó después de iniciados los conflictos por la independencia (1810-1825) (Pérez Brignoli, 2018, pp. 51-58, 68-84). Fue en este contexto que los comerciantes del Valle Central de Costa Rica, antes sometidos al dominio de los mercaderes guatemaltecos y de sus intermediarios nicaragüenses, intensificaron las exportaciones de productos agropecuarios a Panamá, de donde se abastecían de bienes manufacturados, especialmente textiles, procedentes principalmente de Jamaica, entonces un distribuidor estratégico de mercaderías inglesas (Parrón Salas, 1993, pp. 153-163).

Según Ricardo Fernández Guardia (1928, p. 45), en 1811 Nicaragua gestionó con éxito ante la Audiencia de Guatemala para que, mediante oficio del 7 de agosto, se prohibiera el comercio de Costa Rica con Panamá, con tal de preservar su ventaja como mediadora en el monopolio comercial establecido por los guatemaltecos. Al protestar por tal decisión el 3 de octubre de ese año, el ayuntamiento de Cartago señaló que los mayoristas panameños estaban autorizados para introducir “géneros Ingleses”, destacó que el intercambio con esa plaza era muy favorable en términos de los costos del transporte y de los precios a que se vendían las exportaciones y se adquirían las importaciones (a veces un simple trueque, sin utilización de numerario), y suplicó que se levantara la medida apelada (“Carta”, 1907, pp. 338-340).

Casi dos años después, por bando publicado el 3 de julio de 1813, el capitán general de Guatemala, José de Bustamante y Guerra, prohibió el comercio de Costa Rica con Panamá, decisión que motivó una violenta protesta de algunos mercaderes del Valle Central, que consideraron tal medida “sumamente gravosa y opuesta a nuestra libertad civil” (“Peticiones”, 1907, p. 417). A su vez, el ayuntamiento de Cartago manifestó, el 16 de agosto de ese año que con esa disposición

“se pretende, pues, sujetar á la infeliz Costa Rica que camine cuatrocientas leguas hasta Guatemala para comprar á sus Comerciantes los géneros que necesitan, ó á lo menos que vaya a León [de Nicaragua], con doscientas leguas de camino, á comprar de reventa aquellos mismos géneros. Es esto, Sor. Gobernador, hablando con modestia, una injusticia notoria que no podrán sufrir con paciencia los esclavos del Sultán y absurdo proponerse á Españoles libres. De lo que se infiere que la solicitud del Consulado [de Comercio] de Guatemala [de suprimir el intercambio con Panamá] es egoísta, injusta, opresora, inadmisible y absolutamente opuesta á los piadosos designios de nuestra sabia Constitución [la de Cádiz, promulgada en 1812]” (“Peticiones”, 1907, p. 421; las itálicas son del original).

También el ayuntamiento de San José se pronunció fuertemente contra la prohibición, a la que equiparó con un retorno “á la esclavitud y opresión”; denunció que los comerciantes guatemaltecos y nicaragüenses compraban barato lo exportado por Costa Rica y vendían caro lo que importaba; y explicó clara y detalladamente la ventaja comparativa que tenía la vinculación con el mercado panameño, con el cual existía una relación complementaria y no competitiva:

“nuestra localidad no nos permite tampoco otro arbitrio para conseguir con equidad nuestra ropa y con facilidad la venta de nuestras producciones; éstas, llevadas por mar á Panamá, impenden incomparablemente menos costos que conducidas por tierra á menos distancia; por que nadie ignora los malos caminos, las continuas lluvias y los caudalosos ríos de este partido; por consiguiente, se convence los mayores riesgos y averías que se padecen y que no nos resulta beneficio en el Comercio terrestre con los demás distritos de esta provincia de Guatemala. Pero cuando no fuera así, ¿qué llevaríamos a Nicaragua, San Miguel, &., que no se produzca allí? ¿Qué lucro nos dejaría una recua de cien cargas con el costo de salarios y víveres para los hombres, arreos y mantención para las bestias?” (“Peticiones”, 1907, 423-424; las itálicas son del original).

Más cauteloso, el ayuntamiento herediano indicó que no apelaba la prohibición, sino que “rendidamente pide y suplica al Exmo. Sor. Capitán General que por un efecto de su bondad se digne” no aplicarla, debido a que todos los habitantes de la Audiencia de Guatemala eran “hermanos”. Por tanto, no se justificaba que, con el propósito de beneficiar a algunos, se despojara “á los de Costa Rica de un Comercio lícito, útil é indispensablemente necesario” (“Peticiones”, 1907, p. 426). Optar por una vía menos beligerante quizá fue resultado de la influencia de Pedro Antonio Solares y Berros: oriundo de Asturias y vecino de Heredia, era una de las personas más acaudaladas del Valle Central y, si bien tenían estratégicos contactos con mayoristas panameños, también estaba vinculado con mercaderes nicaragüenses y guatemaltecos (Archivo Nacional de Costa Rica, 1824, ff. 35v-37, 56-57, 90v-91v.).

Indudablemente, las iniciativas para prohibir el intercambio con Panamá tenían como propósito fundamental preservar el monopolio de Guatemala y Nicaragua, pero también iban dirigidas a neutralizar la flota constituida por los comerciantes del Valle Central. Sobre este tema, el ayuntamiento de Cartago, al protestar en 1811, señaló:

“de pocos años á esta parte la necesidad de exportar los frutos hizo [a] algunos vecinos fabricar canoas ó barquitos muy pequeños para llevarlos á Panamá. Allí han tenido salida y en retorno se han traído géneros de aquella plaza para surtir de vestido á esta pobre y remota provincia. Con la extracción se han aumentado las siembras que antes casi se reducían al consumo preciso de los habitantes. Va mejorando algún poco su situación infeliz, y esperaba este Ayuntamiento que esforzando al labrador y procurando facilitar los transportes de frutos á Panamá llegaría con el tiempo la provincia á toda aquella, aunque escasa, prosperidad de que es susceptible” (“Carta”, 1907, p. 339; las itálicas son del original).

Evidentemente, el ayuntamiento reconoció ante las autoridades guatemaltecas que los comerciantes del Valle Central habían aprovechado la crisis del monopolio español para disponer de su propia flota, pero minimizó tal proceso al máximo. Simultáneamente, los ediles cartagineses identificaron la sinergia establecida entre el crecimiento económico y demográfico que experimentaba la principal región habitada de Costa Rica y la expansión del comercio exterior. Al respecto, añadieron:

“todas estas fundadas esperanzas de prosperidad se desvanecen como humo por la duda de V. E. sobre el real permiso con que los Panameños introducen géneros Ingleses y la prohibición de que se traigan géneros extranjeros, aunque sean registrados, de aquel puerto al de Punta de Arenas de Esparza. Con esto se quita de las manos al labrador el arado que nada le producirá no teniendo venta sus frutos, y los brazos robustos é industriosos del labrador se volverán ó de holgazanes inútiles ó de malhechores que busquen con los delitos la subsistencia que no les puede dar su antigua honesta ocupación”. (“Carta”, 1907, p. 339; las itálicas son del original).

Frente a una prohibición que desarticularía la estratégica conexión establecida entre el creciente excedente agropecuario, basado en la colonización campesina de nuevas tierras, y la ascendente acumulación mercantil posibilitada por los negocios con Panamá, la respuesta del ayuntamiento de Cartago fue amenazar con la vagancia y la delincuencia, pero sin cuestionar directamente a los mayoristas guatemaltecos y sus intermediarios nicaragüenses, en defensa de cuyos intereses procedieron las autoridades capitalinas. Lejos de ser casual, tal omisión procuraba dejar de lado el tema de fondo: la flota constituida por los comerciantes del Valle Central podía dar origen, en la más meridional de las provincias de la Audiencia de Guatemala, a un foco de competencia mercantil cada vez más incómodo y poderoso.

Dada la fuerza que las narrativas construidas en torno a la pobreza han tenido en las interpretaciones de la época colonial costarricense (Molina Jiménez, 1986: 99-117), el tema de la flota quedó al margen de los estudios históricos; pero los datos disponibles, pese a estar incompletos y ser fragmentarios, muestran que el número de embarcaciones identificadas como pertenecientes a los comerciantes del Valle Central ascendió a 19, distribuidas temporalmente de esta forma según su primera mención en los documentos consultados: 6 entre 1793 y 1801, 6 de 1802 a 1813, y 7 en el período 1814-1821. Además, en la información recopilada se observan dos tendencias claramente definidas: en la etapa inicial, predominaron naves pequeñas, pertenecientes a inmigrantes, sobre todo españoles; posteriormente, prevalecieron barcos de mayor capacidad, propiedad de mercaderes nacidos en Costa Rica (Anexo 2).

Según esta evidencia, el Valle Central se convirtió en un destino atractivo para comerciantes mayoristas procedentes de España u otras áreas coloniales, quienes en vez de tratar de abrirse espacio en mercados más competitivos como el de Guatemala, decidieron aprovechar las oportunidades y ventajas que les podía proporcionar una plaza marginal, pero en proceso de expansión económica y demográfica. Además de crecientes excedentes agropecuarios para la exportación, una capacidad de consumo en ascenso (debido al aumento de la población y a las utilidades deparadas por las ventas al exterior) y el alejamiento de la vigilancia y el control de las autoridades capitalinas, Costa Rica les ofrecía una cercanía estratégica con Panamá. Fue en este contexto que algunos de tales inmigrantes empezaron a invertir en la adquisición de barcos, iniciativa que, rápidamente emulada por mercaderes cartagineses y josefinos, preocupó tanto a sus rivales guatemaltecos y nicaragüenses que motivó las prohibiciones de 1811 y 1813.

Todavía se desconoce cómo fue que la mayoría de los comerciantes del Valle Central, inmigrantes y nacidos en esa región, se convirtieron en propietarios de barcos. Probablemente, algunos fueron adquiridos en el exterior (especialmente en Panamá), ya fuera por compra directa, adjudicación en remate o por dación para cancelar deudas pendientes; en contraste, otros fueron construidos por los mercaderes. De estas últimas iniciativas, se conocen dos experiencias. La primera fue la de Manuel y Benito Alvarado, de San José, quienes junto con el catalán Juan Aluma, financiaron la fabricación, en el puerto hondureño de Coyolito, de un buque denominado Nuestra Señora de Concepción, alias el Costarrica. En tal proceso, los dos primeros dueños invirtieron 14.490 pesos y el tercero aportó 1.400 pesos adicionales (Archivo Nacional de Costa Rica, 1813, ff. 37-38).

En mayo de 1813, el buque se encontraba anclado en la isla de San Lucas, cerca del puerto de Puntarenas, con un cargamento de tablones y estaba pronto para hacerse a la mar, con Benito Alvarado como capitán y Aluma, quien curiosamente era analfabeto, como maestre sin sueldo, pero con participación proporcional a su aporte en el valor y en las utilidades que deparara el barco. Si bien los socios no constituyeron una compañía, sus actividades estaban organizadas como si la hubieran establecido, puesto que Manuel Alvarado quedaba a cargo de alistar las mercaderías que se iban a exportar y de comercializar los bienes –en particular textiles– que se importaran. Además, acordaron que la embarcación solo podría ser vendida con el consentimiento de todos (Archivo Nacional de Costa Rica, 1813, ff. 37-38).

La segunda experiencia conocida fue la del comerciante cartaginés Juan Antonio Castro, quien desde 1815, por lo menos, poseía el falucho San José, alias El Milagro (León Sáenz, 1998). El 21 de agosto de 1817, Castro se comprometió a pagar al mercader panameño avecindado en Cartago, Manuel Palma, 277 pesos que le debía Lorenzo Díaz, con tal que este último laborara en la construcción de un barco de 18 varas de quilla y 7 de manga, que se efectuaba en Puntarenas. Casi tres meses después, el 11 de noviembre, Castro contrajo un préstamo por 1.015 pesos con Solares; el 13 de enero de 1818 asumió una nueva deuda por 1.046 con Palma, y el 22 de mayo siguiente solicitó a Solares 700 pesos más para finalizar el navío (Archivo Nacional de Costa Rica, 1817a, ff. 15v.-16; 1817b, ff. 10-10v; 1818a, ff. 1-1v.; 1818b, ff. 15-15v.).

Al contraer el último préstamo, Castro declaró que tuvo que recurrir a Solares por “no haver encontrado en todo Cartago quien lo favoreciese” (Archivo Nacional de Costa Rica, 1818b, f. 15), un indicador de que entre sus vecinos se dudaba de que pudiera terminar la fabricación del barco. El 22 de abril de 1818, un mes antes de adquirir esa nueva deuda, Castro se asoció con Palma única y exclusivamente para terminar de construir el navío: con ese propósito, cada uno aportaría la mitad del costo total, entonces estimado en 6.678 pesos. Palma cubrió su parte con 2.130 pesos que ya le debía Castro, entregó 807 pesos más en efectivo y se comprometió a pagar los 402 pesos restantes posteriormente, con bienes importados de Panamá (Archivo Nacional de Costa Rica, 1818a, ff. 13-14v).

Más de un año después, el barco aún no estaba terminado. Según declaró Castro el 8 de junio de 1819, faltaban solo ocho meses para finalizar la construcción; pero Palma manifestó su decisión de retirarse, por lo que disolvieron la sociedad constituida previamente y Castro se obligó a reembolsar a Palma 2.355 pesos (Archivo Nacional de Costa Rica, 1819, ff. 15v.-20v.). Pareciera que un factor decisivo en que Palma desistiera fue que, en algún momento después de asociarse con Castro, se le presentó la posibilidad de adquirir una embarcación propia, y se convirtió en dueño del bergantín Nuestra Señora del Rosario, alias El Intrépido, del cual se indicó que se encontraba anclado en Puntarenas en octubre de 1818; posteriormente, unos días después de separarse de Castro, compró en 80 pesos un buque abandonado por inservible, denominado Santo Toribio, quizá para repararlo o reconstruirlo o utilizarlo como fuente de refacciones (Anexo 2; León Sáenz, 1998).

Se desconoce, debido a las limitaciones de la información disponible, si Castro pudo terminar de fabricar el barco en la fecha prevista (enero de 1820 aproximadamente); pero su experiencia es de particular interés por los datos que proporciona acerca del tiempo y los recursos que demandaba una iniciativa de tal índole. También evidencia cómo la estratégica conexión establecida entre el crecimiento económico y demográfico del Valle Central y la expansión del comercio exterior originó nuevas actividades productivas en Costa Rica, como fue la construcción de embarcaciones en Puntarenas, a cargo de un artesanado especializado, el cual se ocupaba, además, de reparar los navíos (Archivo Nacional de Costa Rica, 1809, ff. 15-17).

En noviembre de 1818, el gobernador Juan de Dios de Ayala, en un informe enviado al presidente de la Audiencia de Guatemala, señaló que en Puntarenas habían sido construidos ya tres barcos (Fernández Bonilla, 1889, p. 488). Si esta cifra no incluía el de Castro ni el perteneciente a los Alvarado y Alumna, el total de embarcaciones, cuya fabricación fue financiada por comerciantes del Valle Central, ascendería a cinco navíos. Ciertamente es un número modesto, pero a la vez es un indicador relevante de que, pese a la prohibición del comercio con Panamá, esos mercaderes no estaban dispuestos a renunciar a la nueva posición adquirida en los intercambios que tenían por escenario el Pacífico de América Central.

Ayala, en ese mismo informe, volvió a protestar contra esa prohibición, a la que consideró resultado del afán centralizador y de la envidia de la Audiencia de Guatemala, y solicitó que fuera revocada (Fernández Bonilla, 1889, p. 488). No es posible precisar, todavía, cuál fue el impacto de tal disposición, ya que existe evidencia de que el intercambio con Panamá se mantuvo (León Sáenz, 1998; Solórzano Fonseca, 2001, pp. 134-135), a la vez que los comerciantes del Valle Central se veían sometidos a embargos y sobrecargas fiscales (Molina Jiménez, 1991, p. 81). De hecho, el fracaso en 1817 de la compañía mercantil fundada en 1813 por José Santos Lombardo, Camilo Mora Alvarado y Rafael Gallegos Alvarado (Molina Jiménez, 1991, pp. 134-135) pudo deberse a la influencia de ese contexto institucional adverso, el cual también pudo afectar a Castro, al dificultarle obtener los recursos necesarios para financiar la fabricación de su barco.

De 1820 a 1821, esa adversidad se intensificó, al disponerse que los importadores de artículos extranjeros debían depositar en la Receptoría de Alcabalas el valor de esos productos que carecieran del marchamo español y un 40 por ciento adicional (Molina Jiménez, 1991: p. 81). Propietario del falucho Jesús María (alias El Pronto), José de Jesús Venegas, comerciante cartaginés, debió recurrir al josefino Santana Jiménez, en abril de 1820, para que lo fiara y poder retirar de la aduana mercadería por un monto de 275 pesos; en tal ocasión se quejó: “es imposible vender al contado los referidos géneros con tan subida ganancia” (Archivo Nacional de Costa Rica, 1820, ff. 6v.-7). Sus palabras evidencian cómo el extremismo fiscal afectaba no solo los precios, sino a todo un sistema de intercambio basado en el crédito y dominado por la escasez de efectivo. Al año siguiente, Venegas estaba tan endeudado que sus acreedores procedieron a rematar sus bienes, incluido el barco, que fue adquirido por el acaudalado mercader José Ana Jiménez, en agosto de 1821, por 600 pesos (Archivo Nacional de Costa Rica, 1821a, ff. 15v.-16).

Carrera marítima y ascenso social

En contraste con su madre, que no se alfabetizó (su edad escolar transcurrió en la década de 1780) (Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973, p. 45), Gregorio José Ramírez Castro, nacido el 27 de marzo de 1796, se incorporó a la expansión escolar promovida por las reformas borbónicas a finales del siglo XVIII y aprendió a leer y escribir (Molina Jiménez, 2011). Debido a sus problemas de salud (padecía de asma), Castro se trasladó a Alajuela en procura de un mejor clima, pero como la condición del joven no mejoró, aproximadamente en 1811 contrató con el comerciante español Ramón Palacios para que el adolescente, entonces de 15 años, se incorporara a la tripulación del bergantín San José (alias Las Ánimas), ocupado en el intercambio comercial con Panamá. En esa ciudad residió, en varias ocasiones, en la casa del mercader vasco Juan de Anzoátegui, quien le evocó con cariño en febrero de 1824 porque “se acompañaba todo el tiempo con mis hijos” (Fernández Guardia, 1946, pp. 39-40; Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973, pp. 51-52).

Pese a que se desconoce qué negoció Castro con Palacios, probablemente fue un arreglo similar a los que en esa época realizaban algunos padres y madres con los maestros artesanos para que enseñaran un oficio a sus hijos. Ingresar a esta incipiente e informal enseñanza técnica era una vía estratégica para que, a futuro, niños y jóvenes pudieran insertarse favorablemente en el mercado laboral urbano, pero también los exponía a explotación y maltratos (Molina Jiménez, 1991, pp. 31-37) No pareciera que esto último fuera parte de la experiencia de Ramírez, dado que la relación con su patrón tenía otras dimensiones más allá de lo laboral: el 29 de agosto de 1812, cuando su hermana Marcelina se casó en San José con Tiburcio Aguilar Fernández, Palacios fue el padrino (Anexo 1; Quesada Pineda, 2020: 5).

No se dispone de información que permita reconstruir la carrera de Ramírez a bordo del San José, pero es posible que empezara como mozo o paje, con un salario mensual que, en esas categorías laborales, oscilaba entre 2 y 7 pesos mensuales (Archivo Nacional de Costa Rica, 1821b, f. 12v.). Su proceso de aprendizaje parece haber sido tan rápido como su ascenso: en enero de 1815, próximo a cumplir 19 años, ya se desempeñaba como segundo al mando de tal embarcación, que en ese momento se encontraba anclada “en el puerto de Junquillal” (Nicoya), presta para cargar 500 quintales de palo de Brasil y partir “para los puertos, el Cayado [,] Chile, puertos intermedios, con escala ha Guayaquil y Paita”. (Archivo Nacional de Costa Rica, 1815, f. 1; este documento fue localizado por Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973, p. 54). Alrededor de 1818, Ramírez figuraba ya como capitán de ese navío (Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973, p. 54; León Sáenz, 1998).

Su ascenso a ese puesto, que en tal época suponía un sueldo mensual de unos 30 pesos (Archivo Nacional de Costa Rica, 1821b, f. 12v.), coincidió con una intensificación de las incursiones de corsarios suramericanos a las costas de América Central. A menudo al mando de militares europeos, esos ataques tenían el propósito, en el contexto de las guerras de independencia, de debilitar todavía más a España (Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973, pp. 59-89). De vuelta de un viaje al puerto nicaragüense de San Juan del Sur, el San José, que “transportaba un buen cargamento de cacao”, fue capturado el 26 o 27 de enero de 1819 por la fragata La Argentina, de la que era capitán el francés Hippolyte Bouchard (1780-1837), nave que por entonces regresaba a Buenos Aires después de una campaña alrededor del mundo iniciada en junio de 1817 (Quartaruolo, 1953; Rodríguez y Arguindeguy, 1998: 332; León Sáenz, 1998; este último fue el primer investigador costarricense en documentar este hecho).

La captura del San José se prolongó por unas dos semanas, ya que el 10 de febrero Ramírez fue llamado por Bouchard, quien le solicitó “noticias de los patriotas de México y demás provincias”. A bordo de La Argentina, el interrogado declaró que “el Reino de Guatemala existe por los españoles pues aunque ha habido levantamiento, no han podido sostenerse más de tres meses por la poca o ninguna fuerza”. Ramírez, además, denunció al irlandés William Brown (1777-1857), quien se sumó a la actividad corsaria el 15 de octubre de 1815 al mando de las fragatas Hércules y Halcón (Bosch, 1966, pp. 78-79), por haberse apropiado en 1816 de un botín de más de dos millones de pesos y por abandonar a decenas de insurgentes en las costas del Pacífico colombiano, quienes posteriormente fueron masacrados por las tropas del general español Pablo Morillo y Morillo (1775-1837) (Ramírez Castro, 1971, pp. 559-560; Jirón Castrillo, 1986, p. 419).

Tal vez Ramírez se limitó a repetir rumores sobre Brown que circulaban en esa época, o quizá su declaración al respecto fue preparada de antemano por sus captores con el propósito de trasladarla a quienes, en Buenos Aires, se preparaban para procesar al militar irlandés por insubordinación (al incorporarse al corso desobedeció una orden directa). Sometido a corte marcial a finales de 1818, Brown fue primero condenado a muerte y, en septiembre de 1819, absuelto (Bosch, 1966, pp. 104-111). Matías Aldao Aragón (1773-1824), quien se desempeñó como fiscal en el juicio contra Brown, al contrastar lo expuesto por Ramírez con otras evidencias, manifestó el 23 de julio del último año indicado:

“en vista de todo esto considero adulteradas las noticias del expresado Ramírez, y esto no es de extrañar porque generalmente sucede que cuando éstas son adquiridas a largas distancias sin más constancias que el dicho de unos en otros padecen muy de continuo semejantes alteraciones, y mucho más si los hechos a que se refieren sucedieron en años distantes, como en el caso presente” (Aldao Aragón, 1971, p. 561).

En lo inmediato, el principal impacto que tuvo la captura del San José en la carrera de Ramírez fue que debió permanecer en tierra. De acuerdo con Meléndez y Villalobos, a instancias de las autoridades guatemaltecas, el 10 de marzo de 1819 se convocó en Cartago un Consejo de Guerra que dispuso establecer vigías en distintos parajes y organizar tres destacamentos para la defensa de la costa del Pacífico, cada uno compuesto por un capitán, un subalterno y cincuenta efectivos. Sin embargo, es posible que esa reunión de emergencia fuera motivada por el conocimiento de la experiencia de Ramírez, quien se integró a las fuerzas establecidas cerca de Caldera, donde sirvió en condición de cabo segundo entre el 20 de marzo y el 29 de junio, y de finales de septiembre al último día del diciembre del año indicado, con un salario mensual de 5 pesos y 5 reales (Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973, pp. 85-88; Arguedas Zamora, 2020, pp. 278-279).

Meléndez y Villalobos indican que el corso impidió que Ramírez volviera a navegar en 1819, debido al temor que prevalecía entre los dueños de barcos de ser víctimas de esa práctica. Se hizo de nuevo a la mar a comienzos de 1820, con rumbo a Panamá, de donde retornó cerca de finales de abril. Zarpó después con destino a El Realejo y en septiembre ya se encontraba en Puntarenas. Partió una vez más en octubre, en dirección al puerto panameño de Perico (en este viaje transportó uno de los dos primeros quintales de café exportados por los productores del Valle Central) y en enero de 1821, ya de regreso a Costa Rica, avistó dos navíos corsarios, de lo cual informó al gobernador Juan Manuel de Cañas. En respuesta a tal amenaza, se creó el Destacamento Militar del Sur, unidad constituida por un buque patrullero, que operó por corto tiempo, en el cual Ramírez sirvió como capitán, maestre y piloto práctico (Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973, pp. 91-94).

Sin descartar la influencia del corso en la prolongada estadía de Ramírez en tierra en 1819, tal situación también pudo deberse a que, después de la captura del San José, su relación con Palacios terminó. Si así fue, no parece que finalizara en condiciones inamistosas, ya que según declaró Ramírez posteriormente, su antiguo patrono le dejó por vía testamentaria 510 pesos (Archivo Nacional de Costa Rica, 1823a, ff. 19v.-20). Cuando regresó a la mar, a inicios de 1820, Ramírez lo hizo al mando del pailebote Nuestra Señora de los Ángeles, alias El Costarrica, propiedad del comerciante español Antonio Figueroa, avecindado en Alajuela. A finales de 1821, Figueroa acusó a Ramírez de no presentar las cuentas convenidas, a lo que el joven capitán respondió con el depósito de los documentos correspondientes en el juzgado que atendía el caso, el cual validó el proceder y los informes de Ramírez (Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973, pp. 90-96).

Aunque Figueroa fundó sus sospechas en un contraste entre las –presuntas– dificultades económicas que él experimentaba y la creciente prosperidad de su empleado (Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973, pp. 94-95), su descontento quizá estuvo motivado porque se enteró de que Ramírez tenía la intención de independizarse. En efecto, el 17 de enero de 1822, Ramírez y Francisco Castro compraron por 900 pesos el falucho Jesús María, surto en Puntarenas. Dado que no toda la suma fue cancelada de contado, la esposa de Castro se constituyó en fiadora por el monto pendiente (Archivo Nacional de Costa Rica, 1822, ff. 5-6). Tal navío, que era capitaneado por el cartaginés Manuel de la Torre, fue el mismo que adquiriera por 600 pesos José Ana Jiménez, tras cuya defunción fue vendido por sus herederos con considerable ganancia (Archivo Nacional de Costa Rica, 1821a, ff. 15v.-16). Castro, posteriormente, traspasó su parte al comerciante español Manuel Cacheda (Archivo Nacional de Costa Rica, 1823a, f. 18v.).

Desde cuándo Ramírez empezó a acumular por cuenta propia es algo que no se puede determinar, pero, posiblemente, su ascenso a capitán constituyó un momento estratégico en tal proceso. Clave en ese éxito fue que su inserción laboral ocurrió cuando todavía era un adolescente, que le permitió disponer de un ingreso regular mucho antes de alcanzar la edad promedio a que se casaban los varones urbanos del Valle Central: 25,8 años según una muestra correspondiente al período 1827-1851 (Rodríguez Sáenz, 2006, p. 65). Por tanto, sin una familia que mantener (con excepción de su madre), dispuso de más recursos para ahorrar e invertir. Al empezar a laborar con Figueroa en 1820, ya Ramírez exportaba algunos productos agropecuarios y artesanales a Panamá, y probablemente, por entonces, importaba textiles para venderlos en el Valle Central (Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973, pp. 56, 92-93). Según evocó Anzoátegui en 1824, él desde muy temprano comenzó a darle “algunas cortas habilitacioncitas” (Archivo Nacional de Costa Rica, 1823b, f. 38), oportunidad que Ramírez no desaprovechó. Además, incorporó a su hermanastro José María Ramírez García, establecido en León de Nicaragua, al incipiente negocio familiar, al encargarle el expendio de parte de esa mercadería (Archivo Nacional de Costa Rica, 1823a, f. 18; 1823b, ff. 41-41v.).

Fue tan rápido y contundente el ascenso económico y social que logró Ramírez en menos de una década que impresionó favorablemente a sus vecinos, especialmente en una población como Alajuela, fundada en 1782 y donde las desigualdades eran menos pronunciadas que en Cartago, Heredia y San José (Molina Jiménez, 1984, pp. 190-206). A esto se sumó el cosmopolitismo que le proporcionó su experiencia como marino, la notoriedad que le deparó su encuentro con los corsarios argentinos en 1819 y su activa participación en la defensa de la provincia. Sin que se lo propusiera, Ramírez comenzó a acumular capital político local, lo que le valió que a sus 25 años, una vez que Centroamérica se independizó de España el 15 de septiembre de 1821, fuera nombrado representante alajuelense y, en esa condición, participara en los procesos iniciales de diseño, organización y construcción del Estado de Costa Rica (Obregón Loría, 1971, pp. 109-114, 137-157, 176-178; Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973, pp. 88-106).

Ramírez y la independencia

Aunque en algunos de los estudios existentes sobre Ramírez se asume una temprana identificación con los valores republicanos y los procesos emancipadores de Suramérica (Fernández Guardia, 1946, pp. 39-40; Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973, pp. 54, 58), su politización fue más compleja. Puesto que su iniciación en la carrera marítima coincidió con la disposición de las autoridades guatemaltecas que prohibía el comercio con Panamá, probablemente Ramírez compartió el rechazo a esa medida que prevaleció entre los comerciantes del Valle Central, si bien el blanco del descontento era entonces más Guatemala que España. Sin embargo, la captura del San José por los corsarios argentinos pudo distanciarlo, más que acercarlo, a las guerras independentistas: lo primero que hizo al retornar a tierra fue sumarse a la defensa de la provincia, una colaboración reiterada a inicios de 1821, que perpetuaba la condición colonial de Costa Rica.

Pese a que desde 1820 se intensificó la sobrecarga fiscal contra los mercaderes que importaban géneros extranjeros, medida que afectaba de manera directa sus actividades empresariales, Ramírez, en vísperas de la independencia, todavía no radicalizaba políticamente. Al darse la ruptura con España, los comerciantes de Costa Rica debieron empezar a combinar sus negocios con sus nuevas responsabilidades institucionales. Ramírez no fue la excepción: cumplió con sus deberes políticos entre octubre de 1821 y febrero de 1822 como representante de Alajuela, y a partir de entonces priorizó la atención de sus intereses mercantiles, máxime que acababa de convertirse en copropietario de un barco.

Cerca de once años después de que se iniciara en el transporte marítimo, Ramírez, por vez primera, se haría a la mar como patrono y no como empleado. Su entusiasmo por ese cambio de condición se vislumbra en un documento escrito por el presbítero y comerciane cartaginés, Félix de Jesús García Muñoz, De acuerdo con este eclesiástico, el 7 de febrero de 1822, Ramírez le escribió

“…suplicándome le diera 50 pesos pero que a la vuelta de su viaje me los satisfaría con su correspondiente redito, que lo hacía por no malvaratar sus efectos de ropa y que le precisaba mucho el carenar su barquito [el Jesús María, del cual acababa de convertirse en copropietario en enero de 1822], en efecto, en la misma hora que el finado Joaquín Castro me presentó su carta verifique la entrega… En 8 de abril [sic: febrero] de 22 llegó a su casa muy agradecido por la prontitud con que lo cerbí” (Archivo Nacional de Costa Rica, 1823b, ff. 48-48v.)

Desde Puntarenas, adonde se trasladó probablemente a finales de febrero para ocuparse de la reparación del barco (Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973, p. 106), Ramírez dirigió una carta a Manuel Espinoza el 28 de marzo de 1822, en la que se refirió tanto a sus pasadas actividades políticas como a sus inmediatos asuntos comerciales:

“mi amigo y dueño, recivi sus dos apreciables de fecha 6 de junio del 21 y 10 de octubre del mismo las que no he contestado por aver estado con asuntos de consideracion entre manos, mas lla me desocupe y estoy al concluir la carena de mi barquito. El dador de esta lo será Dios mediante don Ysidro Mendes al que le estimare a U. me le entregue el producido de dies tercios asucar al precio que vendio los que le debe e igualmente de tres tercios de puerco y cuatro de dulce y apercivira recibo de dicho don Ysidro rebajando de lo que se le entregue el costo de bodega y sincuenta reales que pague de fletes a mas el tanto por ciento que le pertenece de comisión a U. Yo saldre Dios mediante para El Chorro y [ilegible: ¿dentro?] de quince días con el barquito [car]gado de mi cuenta y algunos tercios de don Francisco Castro. Lla tengo toda la carga en [ilegible: ¿y?] solo estoy aguardando el rancho” (Archivo Nacional de Costa Rica, 1823b, ff. 8-8v.).

Todavía el 9 de abril, Ramírez se encontraba en Puntarenas y, pese a que a Espinoza le aseguró que el cargamento estaba completo, embarcó alguna mercadería adicional, ya no de índole agropecuaria, sino artesanal, como se desprende del documento que firmó en esa fecha:

“... soy en deber a don José María Ydalgo [de San José] la cantidad de ciento treinta pesos cuatro reales valor de ocho cajones de candelas que me a vendido a mi entera satisfación y me obligo a satisfacer dicha cantidad a la buelta de mi procimo viaje que sera dentro de tres meses el regreso y al mes de llegada al Puerto de Punta Arenas devo satisfacer dicha cantidad en moneda corriente en esta provincia” (Archivo Nacional de Costa Rica, 1823b, f. 10).

Algunos días después, Ramírez se hizo a la mar, en un viaje que superó el plazo prometido a Hidalgo para cancelar la deuda. Durante casi nueve meses, navegó por el Pacífico de Colombia, Ecuador y Perú, en lo que fue un intento por obtener las mayores ganancias en el menor tiempo posible, quizá con la intención de acumular los fondos necesarios para terminar de pagar el barco –cuyo nombre cambió a El Patriota– y de consolidar su condición de comerciante mayorista. En contacto con las áreas donde se libraba la etapa final de las guerras de independencia, Ramírez terminó de radicalizarse. A Costa Rica regresó a finales de diciembre y ya el 7 de febrero de 1823 fue electo en cabildo abierto como uno de los dos diputados de Alajuela al Primer Congreso Constituyente, al que se integró el 4 de marzo (Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973, pp. 106-110, 238; “Actas municipales de Alajuela”, 1993, pp. 129-130; “Primer Congreso”, 1900, pp. 343-364).

Su retorno coincidió con un momento político crítico: a escala regional, se intensificaban las presiones para que Costa Rica se anexara al Imperio Mexicano, y a nivel interno, las identidades locales forjadas en el siglo XVIII, crecientemente institucionalizadas a partir de la promulgación de la Constitución de Cádiz (1812), experimentaban una politización vertiginosa, que se extendió aún a las áreas rurales y rápidamente polarizó al Valle Central en dos bandos. Los partidarios de la anexión, denominados imperialistas, predominaban en Cartago y Heredia (separada del Estado costarricense desde 1821) y tenían por jefes a personas de mediana o avanzada edad, provenientes de familias influyentes desde la época colonial. En contraste, sus adversarios, llamados republicanos, prevalecían en San José y Alajuela y eran liderados por individuos nacidos a partir de 1790, cuya juventud coincidió con la difusión del ideario de la Ilustración y el colapso del imperio español en América, del cual algunos, como Ramírez se beneficiaron para ascender socialmente (Fernández Guardia, 1941, pp. 47-66).

Después de tomar el cuartel de Cartago el 29 de marzo de 1823 (sin conocer que Agustín de Iturbide había abdicado diez días antes), los imperialistas de esa ciudad eligieron un nuevo ayuntamiento y acordaron jurar el imperio el 6 de abril; además, enviaron representantes a San José para negociar una solución pacífica a la crisis. Frente a tales eventos, el republicanismo josefino se dividió: los moderados estaban de acuerdo en que los facciosos conservaran su propio régimen político, de manera similar a como lo había hecho Heredia; pero los radicales proponían marchar contra los cartagineses. Dos de los partidarios de la vía armada, al evidenciarse que podía prevalecer una posición negociadora, se trasladaron a Alajuela, cuyo ayuntamiento, con fuerte respaldo popular, nombró a Ramírez comandante militar de esa población (Fernández Guardia, 1941, pp. 74-76; “Actas municipales de Alajuela”, 1993, pp. 135-136; Arguedas Zamora, 2020, pp. 417-420).

Al mando de las tropas alajuelenses, Ramírez ingresó a San José en la tarde del 31 de marzo. También allí su liderazgo concitó un fuerte apoyo de los sectores populares (por cuya presión el ayuntamiento de esa ciudad proclamó la independencia absoluta de España el 29 de octubre de 1821). El primero de abril de 1823, Ramírez fue designado comandante general de las Armas de Costa Rica y, acuerpado políticamente por un sector de las autoridades josefinas, empezó con los preparativos de guerra. En la mañana del día 5, las fuerzas republicanas enfrentaron a las imperialistas en Ochomogo, con un saldo de 20 muertos y 41 heridos para ambos bandos. Finalizado el conflicto tras un pacto que supuso que los cartagineses depusieran las armas, Ramírez ejerció el poder durante diez días, al cabo de los cuales inició sesiones la Asamblea Provincial (con participación de Heredia) que dispuso trasladar la capital de Cartago a San José el 2 de mayo, cambio incorporado en el Segundo Estatuto Político, promulgado dos semanas después. Ramírez se mantuvo en el cargo hasta su muerte, ocurrida el 4 de diciembre de 1823 (Fernández Guardia, 1941, pp. 76-110; Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973, pp. 124-166; Obregón Quesada, 2007, pp. 133-142; Arguedas Zamora, 2020, pp. 420-475).

Pérez Zeledón destacó que Ramírez, pese a su decisiva incursión en la política costarricense de 1823, no pidió ni obtuvo nada. Fernández Guardia fue todavía más lejos, al señalar que el carácter democrático de Ramírez se evidenciaba en que, aunque pudo mantenerse como dictador, no lo hizo y rápidamente restableció el orden legal. Meléndez y Villalobos reiteraron tales enfoques al insistir en que Ramírez luchaba por razones institucionales, no personales (Pérez Zeledón, 1900: 22; Fernández Guardia, 1928: 208; Meléndez Chaverri y Villalobos Rodríguez, 1973: 174). Independientemente de la exactitud de estas consideraciones, cabe precisar que Ramírez, al no levantarse en armas para transformar el régimen existente, sino para restaurar el que había sido alterado, no tenía motivos ni justificaciones para permanecer en el poder, algo que tampoco hubiera podido hacer por mucho tiempo, no solo por la precariedad de su salud, sino porque los sectores que lo apoyaban difícilmente se lo hubieran permitido.

Conclusión

A diferencia de su padre, cuya estrategia de ascenso social se basó en establecer enlaces, por la vía matrimonial, con familias de mejores condiciones económicas, la de Ramírez estuvo influida decisivamente por su temprana inserción laboral. Dado que todavía no estaba en edad de casarse, su empleo le permitió, a partir del ingreso regular que recibía, acumular recursos de manera sistemática. Como resultado de esta práctica pudo, en un primer momento, involucrarse en la exportación e importación de mercadería a pequeña escala; más adelante, dispuso de los fondos suficientes para convertirse en copropietario de un barco; y, una vez que Centroamérica se emancipó de España, incursionó en la política en un sentido que resultó fundamental para consolidar la independencia de Costa Rica.

Cuando se analiza el ascenso empresarial y político de Ramírez, resulta evidente que supo aprovechar al máximo las oportunidades que se le presentaron durante procesos históricos decisivos. Su inserción en la carrera marítima ocurrió en el contexto de la expansión del comercio exterior de Costa Rica y la constitución de una flota al servicio de los comerciantes del Valle Central. Pese a la prohibición del comercio con Panamá, dispuesta por las autoridades de Guatemala, Ramírez no solo logró ascender al puesto de capitán como parte de la tripulación del barco perteneciente a Palacios, sino que él mismo empezó a incursionar en la exportación e importación de productos y, al final, dejó atrás su condición de empleado para convertirse en patrón.

Ramírez también supo capitalizar políticamente su rápido ascenso empresarial, su captura por parte de los corsarios argentinos en 1819 y sus actividades en defensa de la provincia. Construyó una base de apoyo en Alajuela, que le posibilitó representar a esa población, entre octubre de 1821 y febrero de 1822, en la etapa inicial de construcción del Estado costarricense. Al estallar la crisis institucional que resultó de la toma del cuartel de Cartago por los partidarios del Imperio Mexicano en marzo de 1823, Ramírez aprovechó el vacío de poder creado entonces para ponerse al frente de los republicanos radicales (entre los cuales había jóvenes como él) y adelantarse a cualquier arreglo al que pudieran llegar los imperialistas cartagineses y los dirigentes del republicanismo moderado de San José. Se valió del profundo descontento popular para organizar un movimiento armado cuyo triunfo en la batalla de Ochomogo lo convirtió, por un corto período, en el líder político de Costa Rica.

Dado que el objetivo de Ramírez era restablecer un régimen derrocado, una vez alcanzada esta meta, su liderazgo político, en vez de consolidarse, se atenuó, a lo que también contribuyó su enfermedad. Al final, el resultado fue más que una restauración, no solo porque Heredia se reintegró al Estado, sino porque, al disponerse que en adelante la capital residiría en San José, se profundizó la ruptura con el pasado colonial. Poco antes de morir, al otorgar su testamento el 26 de noviembre de 1823, Ramírez se refirió al barco del que era copropietario como el Jesús María, no El Patriota (Archivo Nacional de Costa Rica, 1823a, f. 18v.). Tal vez en ese momento postrero, su mentalidad religiosa, proveniente de una época que se resistía a desaparecer, se impuso, por un instante, a la ideología republicana, vanguardia de la nueva era que empezaba a abrirse paso.

Agradecimientos

Se reconoce la colaboración del personal del Archivo Nacional de Costa Rica, del Sistema de Bibliotecas, Información y Documentación de la Universidad de Costa Rica, y del estudiante de Historia Rafael Ángel González Ovares. Se agradecen los comentarios y sugerencias de David Díaz Arias y el material aportado por Aarón Arguedas Zamora.

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Recibido: 04 de Junio de 2021; Aprobado: 29 de Junio de 2021

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