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Diálogos Revista Electrónica de Historia

On-line version ISSN 1409-469X

Diálogos rev. electr. hist vol.22 n.1 San Pedro Jan./Jun. 2021

http://dx.doi.org/10.15517/dre.v22i1.44248 

Historia de Costa Rica

El trabajo callejero infantilen San José, Costa Rica, 1953-1978

Children street work in San José, Costa Rica, 1953-1978

Carlos Izquierdo Vázquez1 
http://orcid.org/0000-0003-4980-2971

1Profesor de la Escuela de Historia de la Universidad de Costa Rica

Resumen

El artículo busca analizar los discursos en la prensa escrita acerca de los trabajos infantiles en las vías públicas de San José, en el marco de la expansión urbana. Se demuestra que predominaron los hombres, la venta de diversos servicios y la clasificación de los niños a partir de diversas categorías laborales, que simultáneamente, sirvieron para juzgarlos moralmente. Aunque generalmente se legitimaba su disciplina laboral, también hubo críticas hacia sus actividades de ocio, sus comportamientos públicos, y sus transgresiones. Se consideraba que muchos de estos niños podían caer en la vagancia y en la mendicidad.

Palabras clave pobreza; espacio urbano; infancia; sector terciario; delincuencia; vagancia

Abstract

This paper seeks to analyze the discourses in the written press about child labor on the public roads of San José, within the framework of urban expansion. It demonstrates that men predominated, the sale of various services and the classification of children from various job categories, which simultaneosly, served to judge them morally. Although their labor discipline was generally legitimized, there were also criticisms of their leisure activities, their public behaviors and their transgressions. It was considered that many of these children could fall into vagrancy and begging.

Keywords poverty; urban space; childhood; third service; delinquency; vagrancy

Introducción

En San José, Costa Rica, entre 1953 y 1978, se dio un rápido crecimiento demográfico y urbanístico así como del empleo industrial, cuya mano de obra era de escasa calificación y se componía principalmente de los sectores populares. Los niños de las familias de los sectores populares1 generalmente se incorporaban al mercado laboral a edades tempranas y el principal motivo fueron las carencias económicas de las familias, aunque estas actividades fueron mayoritariamente en el ámbito agrícola y en los servicios. El sector industrial se expandió sustancialmente a partir de la década de 1960 (con la inserción del país al Mercado Común Centroamericano), pero, su mano de obra se constituyó por personas adultas, a la vez que en las fuentes consultadas no se mencionan casos de niños trabajadores en fábricas.

Los niños trabajadores privilegiaron las calles u otros espacios públicos. Empero, algunos realizaban actividades remuneradas sin que el principal motivo fuera la necesidad económica. Al igual que en el caso del ausentismo escolar (que podía tener distintos niveles de duración), muchas veces las actividades de ellos no eran consecuencia de una decisión individual, sino que formaba parte de estrategias familiares de sobrevivencia. Se coincide con del Castillo (2001), quien caracteriza la niñez como una etapa de la vida del ser humano, cuya noción y acercamiento varían según la época, la sociedad y la cultura. Este autor parte de que es una “construcción histórica vinculada a una serie de significados y a una estructura social, económica, política y cultural” (p.14). Por esto, cada sociedad ha construido su propia visión de la niñez.

En los siglos XVI y XVII, el sistema educativo moderno fue clave en la construcción de la identidad de los niños. La posterior separación del mundo infantil con respecto al adulto, la investigación en psicología y pedagogía, así como el desarrollo de la pediatría en el siglo XIX, fueron decisivos para acelerar una modificación en los criterios culturales que incrementaron la duración de la infancia. La evolución médica y científica (particularmente a finales del siglo XIX e inicios del XX) y una serie de cambios económicos y culturales, develaron “aspectos inéditos que alteraron la concepción de la etapa de la infancia y la forma de pensar y de reflexionar en sus características y problemas” (Castillo, 2001, pp.16-21).

La mayor parte de los sectores populares se concentraban habitacionalmente al sur de la ciudad, principalmente en los distritos de Hospital, Hatillo y San Sebastián; mientras que en el primero de ellos predominaron los sectores artesanales(Malavassi, 2014, pp. 197-198, 315, 380-381). El período del estado benefactor (entre las décadas de 1950 y 1980), se tradujo en una sistemática reducción de la pobreza, pero también crecieron los asentamientos de sectores pobres urbanos, haciéndose más grandes y evidentes (principalmente a través de tugurios, viviendas en mal estado y altos precios de alquileres). Por ello, a numerosas familias no les quedaba otro remedio que enviar a sus hijos a trabajar, al tanto que había también un sector de ellos que debían velar económicamente por sí mismos.

Prácticamente toda la población del cantón central de San José de 12 años y más se dedicaba a actividades de los sectores secundario y terciario de la economía (Dirección Nacional de Estadística y Censos, 1964, p. 9). Fernández y Schmidt (1976) señalan que este último fue el que tuvo el mayor dinamismo en los espacios públicos, aunque incluyó muchas categorías ocupacionales que requerían escasa preparación escolar y técnica, al tanto que continuó el riesgo de caer en la desocupación (pp. 117-119).

En el período de estudio, los mayores de 12 y menores de 15 años requerían un permiso de sus padres o tutores para trabajar. En caso de que no lo tuvieran, la autorización la daba el Patronato Nacional de la Infancia (PANI, creado en 1930 y destinado a la atención hacia la niñez). Quienes tenían entre 15 y 18 años gozaban de libertad para ofrecer sus servicios subordinados según el artículo 47 del Código de Trabajo. En contraste, los niños que tenían menos de 12 años no podían trabajar, por cuanto se encontraban en edad escolar (la educación primaria era obligatoria y gratuita), a la vez que quienes no habían completado la educación escolar o cuyo trabajo no lo permitiera, tampoco podían trabajar, según este Código (Jiménez, 1996, p. 24, 28).2 En otras palabras, las edades de muchos de los niños que se analizarán demuestran que el trabajo infantil no estaba permitido, pero que continuó desarrollándose en espacios públicos. Empero, este no fue un eje discursivo en la prensa consultada.

Según Céline Geffroy (2005), así como López y Salles (2006), las representaciones elaboradas hacia la pobreza incluyen aspectos materiales y simbólicos. Estos últimos están sujetos a normas, costumbres o valores interiorizados que varían según la época. O sea, la pobreza es asociada con la carencia de bienes materiales (y la capacidad para poderlos adquirir), pero incluye un componente subjetivo, al haber características que rompen con lo considerado moralmente correcto.

Parte de los recursos necesarios para el consumo familiar eran en especie (no monetarios), incluyendo bienes (muebles, artefactos, vestido y alimentos), servicios (limpieza, cocina, planchado, costura, reparación y mantenimiento) e información. Aquellos recursos en dinero generalmente provienen del empleo en el mercado laboral (Narotzky, 2004). Junto con el envío de miembros adicionales a realizar trabajos, han sido dos modalidades para hacerle frente al deterioro económico y a la pobreza. Entonces, el trabajo infantil ha sido una importante estrategia de sobrevivencia individual y familiar. No todos los miembros de las unidades familiares (en este caso, los niños) han tenido las mismas capacidades de iniciar todo tipo de actividades. Además, según Fontaine y Schlumbohm (2000), la flexibilidad de los miembros de las unidades domésticas era crucial (pp. 1-17). En síntesis, el trabajo infantil también fue parte de esa combinación de estrategias para la sobrevivencia individual y familiar (Viales e Izquierdo, 2018, pp. 131-148).

La historia de la infancia es un tema que ha despertado interés académico, pero que aún se encuentra poco explorada en Costa Rica (algo que Eugenia Rodríguez llamó la atención [2003, p. 306]). Algunas de las temáticas desarrolladas a partir de la década de 1990 comprenden los estudios sobre la familia, la sexualidad, el abandono de niños y las políticas públicas hacia la niñez mediante la educación y la salud pública, por mencionar un ejemplo (Díaz, 2012, p. 11). Hay avances en la historia social de la infancia que en la década de 2000 vio varias publicaciones sobre el control social en temas como el abandono, el abuso infantil y la violencia (Marín, 2012, p. 145).

Posteriormente fue publicado un libro sobre la infancia en el siglo XX, siendo este un notable avance debido a la diversidad temática sobre los niños en diversos espacios. Su énfasis comprende la filantropía (el programa La Gota de Leche), las percepciones sobre la poliomielitis y su tratamiento, los niños trabajadores agrícolas y los niños con tuberculosis en el Sanatorio Carlos Durán (Díaz, 2012). El ensayo de Menjívar (2012) da luces sobre el trabajo infantil agrícola, con la novedad de que utiliza relatos autobiográficos e innova mediante el análisis de la masculinidad, categoría sumamente valiosa dentro de los estudios de género (Menjívar, 2014, pp. 284-285).

La tesis presentada por Víquez (2014) también constituye un aporte al estudio del período liberal al considerar el trabajo infantil y juvenil en diversos espacios urbanos, así como las divisiones de funciones por género. En este sentido, tanto Menjívar como Víquez, demuestran la importancia del trabajo más allá de su dimensión económica: este era idealizado e iba acorde con los principios liberales, en contraposición a la vagancia y a la delincuencia. Esta última fue trabajada por Trejos (2019), quien asimismo detalló en el abandono de niños, complementando diversos estudios, como los de Marín (2005). Recientemente, la evolución de la beneficencia fue analizada en una tesis (a través de una institución como el Hospicio de Huérfanos) (Sánchez, 2019).

Esta investigación se centrará en analizar a los niños practicantes de varios oficios en las vías públicas del centro de la ciudad de San José, o sea, quienes recibieron una remuneración (generalmente económica) a cambio de un servicio: los limpiabotas, los pregoneros y los vendedores de diversos bienes y servicios. Quienes se ubicaban en tales categorías laborales (mayoritariamente hombres) fueron los que más aparecieron visibilizados en las fuentes revisadas: las noticias, los artículos de opinión y en los reportajes de los periódicos La Nación, La República y La Prensa Libre. También se utilizarán dos testimonios impresos (uno de Francisco Mirambelly otro de Eduardo Oconitrillo), priorizando en ellos las percepciones sobre los trabajos callejeros y algunas localidades de la ciudad.

Los trabajos3 cubiertos con mayor amplitud por la prensa eran llevadas a cabo principalmente en los espacios públicos, específicamente en algunas de las zonas más transitadas, como las cercanías de los mercados, las estaciones de ferrocarriles al Atlántico y al Pacífico, algunos parques del centro de la ciudad (como el Central y La Merced) y los alrededores de sitios de concentración de personas. Por lo tanto, los hombres no sólo fueron la mayoría dentro de este sector, sino también la representación por excelencia del trabajo callejero. En estas fuentes, casi no se visibilizó el trabajo infantil femenino, los oficios artesanales y los fabriles, así como el trabajo desempeñado en espacios cerrados o privados. La excepción fueron quienes realizaban algunos trabajos en sitios de diversión y donde se vendían alimentos y bebidas.

Entonces, en los imaginarios predominó el trabajo infantil masculino asociado con los servicios. Este vacío en las fuentes lógicamente tiene diversos grados de intencionalidad por parte de quienes externaron sus visiones e implica que no todas las actividades aparezcan representadas en este análisis. Con probabilidad, también hubo menores de San José trabajando en el sector agrícola, la construcción, la artesanía y otros sectores, e inclusive, una alternancia o tránsito entre ellas.

La hipótesis es que, por su naturaleza, los trabajos en los espacios públicos fueron los más desarrollados por los menores de edad de los sectores populares a cambio de un pago y hubo un predominio de la venta de servicios masculinos. Las personas cuyas opiniones aparecieron en la prensa (como ciudadanos, funcionarios públicos o redactores), compartieron los discursos hegemónicos hacia la infancia trabajadora de los espacios públicos, si bien en algunos casos también intentaron desmitificar los prejuicios existentes hacia los niños pobres que laboraban en los espacios públicos y propusieron diversas medidas para solucionar la situación de este sector de la niñez pobre.

Las diferencias que había entre los oficios eran simbólicas y algunos de ellos ocupaban una serie de habilidades y destrezas, al punto que las fuentes también los estudiaron en su especificidad laboral, geográfica y simbólica. Algunos niños eran jerarquizados según su trabajo, al tanto que este también fue decisivo no sólo en la forma en que eran representados por la prensa, sino también en cuanto al tipo de convivencia con las personas que compartían con ellos los espacios públicos. Para muchos de estos estos niños, el trabajo no fue algo meramente coyuntural o estacionario, sino algo cotidiano.

Por ello, primero se analizarán las principales categorías laborales que generaron más interés por parte de los actores que escribían en la prensa, así como los “peligros” que cada sector afrontaba o representaba. Posteriormente, se explicarán las principales problemáticas sociales que, según la prensa escrita, podían afectar al conjunto de la niñez que trabajaba en los espacios públicos. Por lo tanto, pese a que aparecieron elogios y admiración hacia algunos niños, persistió el riesgo de que cayeran en la delincuencia o en la vagancia, lo cual fue sostenido desde el período liberal por los discursos oficiales y conservadores.

Los limpiabotas

Siguiendo a Palmer (1994), el desarrollo urbano de San José trajo un crecimiento de un sector de trabajadores que no podían ser identificados como artesanos u obreros. Estos comprendían los vendedores ambulantes o del mercado, los guardianes, los peones municipales y los limpiabotas. Para 1924, la municipalidad consideraba preocupante su supuesta cantidad, por lo que estableció un reglamento y una inscripción de limpiabotas, pregoneros de periódicos y vendedores de lotería. El Parque de la Merced, al menos para finales de 1928 e inicios de 1929, era un sitio donde los limpiabotas atendían a su clientela, aunque también era frecuentado por pregoneros de periódicos, vendedores ambulantes y vendedores minoristas de droga. Estos últimos eran agentes de los principales traficantes, panorama que, al parecer, no se modificó sustancialmente en las próximas décadas (Palmer, 1994, p. 283).

Desde el período liberal, uno de los oficios importantes desempeñados por niños del sexo masculino fue la limpieza de zapatos, la cual efectuaban en sitios fijos y de forma ambulatoria. También participaban hombres adultos, e inclusive, podían llegar a dedicarse durante décadas a ese oficio. El Parque Central y el Parque La Merced (ambos en el centro de la ciudad) se habían consolidado como lugares donde trabajaban los limpiabotas de forma individual: desde niños de siete años hasta hombres adultos.

En estos dos casos se concentraban geográficamente, a diferencia de otros niños trabajadores que caminaban, deambulaban por la ciudad o se detenían en algunas esquinas u otros lugares para ofrecer sus productos. Según Eduardo Oconitrillo (2003), diagonal a la esquina “nordeste” del Parque Central, hasta 1960 se localizaba una cantina llamada La Esmeralda; ahí “pululaban” los limpiabotas con su clásico “limpio, limpio” (p. 161) ofreciendo sus servicios. Con probabilidad en otros lugares los limpiabotas también vociferaban lo mismo.

Sentados con sus cajones de trabajo (donde guardaban y cargaban los materiales con los que desempeñaban su labor), dejaban en evidencia las contradicciones sociales imperantes en la ciudad con sus diversos actores sociales. El trabajo infantil callejero se encontraba parcialmente naturalizado y, ya en el período liberal, los miembros de distintas clases sociales acudían a estos niños y jóvenes para que les brindaran el servicio de limpieza del calzado (Quesada, 2011, pp. 210-211, 224-226, 257-258).

Así, mientras el niño “fajado” (esforzado) realizaba su labor cotidiana, representaba a “(…) uno de los grupos de trabajadores más humildes” (“Alianza de Mujeres costarricenses opina sobre ley “oficio limpiabotas””, 1973, p. 16), como denunciaron Addy de Mora y Alicia Albertazzi, dos integrantes de la Alianza de Mujeres Costarricenses.4 Era un oficio desempeñado por niños, provenientes en su mayoría, de familias pobres. Algunos de ellos andaban descalzos.

Aunque laboraban de forma individual en 1970, dos niños de siete y ocho años, así como un joven de 14 años, manifestaron grupalmente que habían incrementado sus tarifas, incluyendo un aguinaldo, ya que de lo contrario, nadie se los pagaría. Bajo el liderazgo de un limpiabotas adulto, reiteraron que habían tomado un “acuerdo en firme” (Gutiérrez, 1970, p. 4). Agregaron que, durante un día de trabajo, uno de ellos podía llegar a ganar 42 colones. Pese a que podría pensarse que constituían un colectivo organizado en aras del bienestar común (sugiriéndose así la presencia de una organización gremial y con un reconocimiento colectivo), también había conflictividades y jerarquías, como el liderazgo de un limpiabotas adulto.

Estos niños y el joven se quejaron que los “manganzones” o “mamulones” (hombres altos y de mayor edad, al parecer adolescentes y adultos) les imposibilitaban la realización de su oficio. Ellos propinaron maltratos y patadas a los niños para evitar la competencia en los lugares donde fuera más favorable el desempeño de su labor y les prohibieron trabajar en el Parque Central.

Los tres lustradores también manifestaron sus roces con quienes velaban por el orden. En 1960, el guarda municipal se había convertido en “protector incondicional de los grandes” (“Los niños limpiabotas”, 1960, p. 4A), mientras que en 1970, los “pacas” (denominación utilizada por el niño de siete años para referirse a la policía, pero al parecer de uso común) les imposibilitaban “trabajar honradamente”(Gutiérrez, 1970, p. 4). Esto evidencia que la ética del trabajo honrado continuaba encontrándose interiorizada al menos en algunos niños pequeños (Menjívar, 2009, p. 247). Con esto manifestaban una distancia con respecto al verdadero lumpen pobre (Palmer, 1994, p. 323) y la protección de la propia integridad física y probablemente también de sus bienes. Además, había una coexistencia, violenta en muchas ocasiones, con otros hombres, jóvenes y probablemente también con otros niños trabajadores.

Los mecanismos para reducir o trasladar a la competencia, a través de la intimidación y el maltrato, también denotan la construcción y la demostración de la masculinidad en un oficio desempeñado exclusivamente por hombres. Esto era parte del pasaje a la hombría, vinculada a su vez con la importancia del trabajo, la incorporación a él por parte de los niños a edades tempranas y su formación identitaria, principalmente en zonas rurales (Menjívar, 2009, p. 205-206, 214-216). Además de resaltar, en estos casos, su rol de proveedores, a través de un oficio honrado, había una apropiación del espacio, tanto por parte de los lustradores adultos, como del guardián, defensor a su vez, de aquellos. En 1970, la particularidad fue que no se trataba de un guardia municipal, sino de varios policías.

Los lustradores también fueron señalados de forma paternal y alejada de la victimización, si bien este discurso fue poco común. La sección “Pulso de la ciudad” (del periódico La Nación) los enalteció dos días antes del Día Internacional del Trabajo, afirmando que “todo trabajo honra” (“Parques y limpiabotas”, 1970, p. 27). No obstante, manifestó que ciertos comportamientos de los menores demeritaban su labor, aduciendo que “gran cantidad” de ellos hacían alarde de su vulgaridad, pese a que algunos aún eran “niños”. Esta crítica ya se daba en el período liberal (García, 2014, p. 276). El motivo era que realizaban bromas de mal gusto a las mujeres (clasificadas como señoras y señoritas), sobre todo si estas osaban pasar con su novio, convirtiéndose estos trabajadores en una “pesadilla” para los transeúntes.

El artículo también afirmó que, aunque deambulaban con su cajón de bolear, los espacios públicos tenían un uso recreativo mediante el juego. Diversas actividades estaban ligadas con su lugar de trabajo y estaban socialmente censuradas debido a que atentaban contra el ornato y el supuesto carácter de tranquilidad del sitio: lanzaban basura, hacían guerras con cáscaras de naranja, arrancaban el zacate, ensuciaban los asientos y otros actos similares (“Parques y limpiabotas”, 1970, p. 27).

En 1973, Ossman Vargas presentó una queja similar, a la que añadió que en dicho parque había homosexuales, “negocios ilícitos e irrespetuosos, prostitutas y niñas que esperan al mejor postor” (Vargas, 1973, p. 12). Con ello, reforzó el uso común de ciertos espacios con personas cuya moralidad y honestidad eran dudosas y se alejaban de la moral sexual tradicional, pero a la vez, enfatizando el carácter supuestamente corruptor del ambiente en el que se desenvolvían.

Alfonso González describió el pachuquismo de la década de 1950 como el quebrantamiento abierto de los valores y normas aceptados. Esto constituyó el factor disonante, a la vez que las noticias dejaron en evidencia cómo las personas jóvenes de diversas generaciones se apropiaban de un espacio público, tanto para ejercer su labor, como para importunar a los transeúntes. El fenómeno no fue exclusivo del caso costarricense; era una muestra de la precoz virilidad de los limpiabotas y de una emulación de una actividad que también realizaban hombres adultos, como parte de su proceso de “hacerse hombres”. Claramente había una transgresión de clase por parte de un grupo de edad, en un espacio público especial, siendo ellos, los pertenecientes a un sector “inferior” al de las personas irrespetadas a través de la materialización (al igual que los jóvenes) de la “decadencia de esta cultura” (González, 2005, p. 77), aspecto que también trascendió dicha década.

Los pregoneros

Un oficio infantil por excelencia desde el período liberal fue el voceo y la venta de periódicos. Los niños recorrían las calles, las aceras y otros sitios públicos ofreciendo los últimos ejemplares, por lo que su trabajo requería, muchas veces, una gran movilidad, aunque también había quienes permanecían en un sitio fijo. Inclusive, su medio de vida fue plasmado en dos óleos sobre tela, uno a cargo de Marco Aurelio Aguilar y otro realizado por Rigoberto Moya (Zavaleta, 2004, pp. 52, 155-156).

Los peligros eran constantes para los infantes de ambos sexos que se movilizaban por la ciudad, aunque pareciera que hubo un marcado predominio masculino. También había adultos empleados en tal labor desde la mitad del siglo XIX (Vega, 1995, pp. 160-161). Diariamente debían esperar a la salida de los periódicos para recoger “el pesado fardo” (de Zamora, 1960, p. 2A) que irían a ofrecer, mismo que no siempre era vendido en su totalidad. Generalmente, con el dinero obtenido, debían satisfacer (parcial o totalmente) las necesidades de una familia.

Desde sus inicios, el oficio prácticamente quedó en manos de un sector cuyos salarios o ganancias generalmente eran bajos por varios motivos. Fue una medida para maximizar los réditos de las empresas periodísticas con las ventas y se les consideró como complementarios en la subsistencia familiar. Como se verá a continuación, también había casos de niños que alternaban la venta de periódicos con otras actividades o con el estudio. Probablemente también hubo algunos cuyas jornadas de trabajo no eran de tiempo completo.

Las noticias debían actualizarse continuamente. Su forma de anunciarlas resultaba crucial para las ventas. En México, en el período 1920-1934, cada día se escuchaban las voces de los pregoneros mientras anunciaban, a viva voz, las principales noticias nacionales e internacionales, que además eran comentadas en los hogares, las calles y los sitios de reunión. La creatividad para distorsionar los titulares y el voceo estridente para llamar la atención producían mayores ventas al crear la emoción que atrajera a los compradores, como indicó David Nasaw, citado por Sosenski (2008).

La forma de vocear las noticias resultaba crucial para las ventas, así como las condiciones climáticas y el sitio donde se ubicaran o transitaran los voceadores. Estos dos últimos factores también fueron importantes para otros vendedores de bienes y servicios, lo cual generaba competencias y conflictos con otros niños y, principalmente, con adultos, en torno al uso de determinadas esquinas. Es probable que la situación descrita sobre México también fuera común en las calles josefinas.

La prensa tendió a potenciar la violencia desde la década de 1940. En la posguerra, los periódicos jugaron un importante papel no sólo como difusores de noticias, sino también por la presencia de la violencia política y electoral (particularmente en las décadas de 1950 y 1960). Fueron constantes los ataques y contraataques entre los actores masculinos, particularmente relacionados con el honor y la honradez, la propaganda y los reportajes anticomunistas (algunos reproducidos de agencias de noticias de Estados Unidos) (González, 2005, pp.14-21; Solís, 2008, pp. 299-303).

Varias veces la labor de los pregoneros fue elogiada de forma paternalista, exaltando su empeño por la obtención del sustento, así como por sus jornadas largas: desde tempranas horas del día hasta, muchas veces, altas horas de la noche. Ellos no se detenían pese a los días feriados o a la Navidad, demostrándose así la necesidad de trabajar sin descanso ante la insuficiencia de la paga.

Arnoldo Castro, un reportero del periódico La Prensa Libre, escribió un artículo al respecto en 1958. Afirmó haberse inspirado en Pedro Gerardo Venegas, un “pregoncito” (Castro, 1958, p. 7 D) de ocho años, estudiante de la escuela Porfirio Brenes y vendedor del mismo periódico en la esquina del Banco Central de Costa Rica. Castro elogió sus sobresalientes calificaciones y dedicó las palabras a sus hijos.

Al ver al niño, el reportero recordó su infancia, ya que él había trabajado como vendedor de periódicos. Se alabó a sí mismo como un ciudadano que se había superado, al pasar de pregón infantil a reportero adulto. Este ascenso social (en el contexto de la expansión de los sectores medios durante el período de estudio), a su vez era excluyente, ya que algunos, como el “pregoncito” aludido, debían trabajar. En tanto, los hijos de quien escribió no necesitaban hacerlo.

Castro naturalizó, legitimó y defendió la explotación de la mano de obra infantil a costa del lucro de una empresa periodística. De ahí que no abogó por la erradicación del trabajo infantil mediante la venta de periódicos, golosinas o la limpieza de calzado, ni tampoco para que las empresas periodísticas les incrementaran el salario. Tampoco cuestionó si el infante debía estar estudiando o jugando, algo que otros niños sí podían gozar.

Los papeles estaban claramente definidos según la pertenencia de clase. Ciertos niños tenían que ganarse el sustento honradamente, sin por ello abandonar sus deberes académicos y ojalá (igual que Pedro Gerardo), sin descuidar la higiene personal ni los modales. Por esto, la pobreza no eximía a sus integrantes del escrutinio público.El trabajo de los infantes era, primordialmente, una necesidad familiar dada la premura de incrementar los ingresos familiares. Cuanto menos ganara el jefe de familia (o quien ejerciera tales funciones o fuera la principal fuente de ingresos), podía ser mayor la presión hacia los niños para que trabajaran.

Estos, como el “pregoncito”, demostraron con su trabajo que no pertenecían al gremio de vagabundos y malentretenidos, por lo que no causaron desaprobación, molestia e indignación por parte de quienes los conocían. Por el contrario, a través de su pulcritud, su disciplina en el estudio y en su trabajo y el acatamiento de las convenciones sociales podían llegar a ser hombres exitosos, aunque durante su infancia desempeñaran determinadas labores socialmente mal vistas.

Los empresarios, periodistas y reporteros los ubicaron en una jerarquía especial en el mundo del trabajo, debido a que la circulación y la venta de los periódicos dependían en gran medida de los vendedores. Era conveniente crear una opinión favorable sobre el mencionado colectivo. Como se ha visto, los pregoneros eran defendidos por algunos sectores, mientras que hubo fuertes críticas hacia otros colectivos de menores que trabajaban en las calles. Inclusive se les llamó “importantes compañeros de trabajo” (Argos, 1960, p. 6) y se exaltó que realizaban de forma honrada una de las labores más duras del periódico, contrastando con otro tipo de trabajos que fácilmente eran proclives a ser juzgadas de forma negativa.

La ciudadana Oliva de Zamora afirmó que las empresas periodísticas le daban el total de las ganancias de la venta de periódicos a los niños pregones en Navidad, por lo que ellos podrían emplear dicho dinero en comprar algunos regalos. Enseguida propuso que un día al año se festejara al pregón, “que será de gran provecho para estos muchachos, tan dignos de estímulo” (de Zamora, 1960, 2 A). Instó a que el Club de Leones o Rotarios tomaran la iniciativa, con la intención de que así los pequeños vendedores mejoraran su cultura. En el fondo, tales actividades de supuesta benevolencia y amabilidad ocultaban relaciones de paternalismo y explotación.

También se daba el desempeño simultáneo de varios oficios por parte de los pregoneros. Esto dependía de varios aspectos, como la coyuntura socioeconómica, el lugar de residencia, las redes familiares y laborales, así como las opciones de trabajo para ellos. Este fue el caso de Roberto Ramón Chavarría, de once años y quien comenzaba la venta de periódicos a las cinco de la mañana. Posteriormente vendía confites y chicles en varias oficinas y en las tardes recogía leña. Ganaba entre 20 y 25 colones diarios, fruto de las ventas. Junto con el trabajo de su hermano mantenía a su familia de siete hermanos, debido a que su padre se encontraba imposibilitado para laborar.

En este caso, el trabajo fue naturalizado, enaltecido y legitimado. No se cuestionó que el niño no estudiara, quizá porque vendía el diario La República. El caso resultó excepcional al ser señalado como un ejemplo para los niños que se dedicaban a “pedir dieces o pesetas llamando a las puertas o deteniendo transeúntes” (“Un chiquillo… todo un hombre”, 1968, p. 22). Desde esta visión, no iba a ser un futuro vagabundo, ya que trabajaba desde niño. En este caso, se mostró a un niño sonriente y representante de una familia rural, limpio y calzando botas.Como se analizará más adelante, las noticias tendían a resaltar los vínculos entre el trabajo infantil, la mendicidad y la delincuencia futura.

El obsequio de juguetes y la recolección de zapatos se encontraban ampliamente institucionalizados, siendo así un llamado a la solidaridad. Esto fue una herencia de la preservación de las jerarquías de clase, acorde con los principios en torno a la caridad, la beneficencia y la filantropía, ejercidas por la sociedad civil y por algunos grupos civiles y religiosos desde la época colonial (Guzmán-Stein, 2005, pp. 207-272). Esta práctica era reforzada en diciembre, cuando los niños trabajadores eran señalados como ejemplares activos, alegres y prestos a superarse e, inclusive, poco propicios a caer en la delincuencia, en contraste con quienes mendigaban o frecuentaban lugares que podían corromperlos (Izquierdo, 2016, pp. 386-389).

El representante en Costa Rica y Nicaragua de la World Tape Pals o Amigos Mundiales por Cintas Magnéticas (W.T.P.), Alberto Mayorga, escribió que el Club Costarricense de Cintas Magnéticas organizó una colecta de zapatos para los niños que deambulaban por la ciudad trabajando, como los “canillitas o vendedores de diarios” (Mayorga, 1960, p. 5a; Izquierdo, 2016, 385-386).5 Algo similar realizó el Club de Leones en 1970, con el propósito de reunir de 2000 a 3000 pares de zapatos con la colaboración de la ciudadanía costarricense y de varias gasolineras (“Campaña del zapato a partir del primero”, 1970, p. 4; “La cruzada del zapato de los leones”, 1970, p. 8).

Mediante un artículo, se pretendió realizar un “homenaje póstumo” a “Carlitos el pregoncito”, un niño vendedor de periódicos, descalzo, de “atuendo raído, ojillos vivaces y dulces” (“Carlitos el pregoncito”, 1973, p. 12). Había muerto ahogado con una hermana, por lo que otro de sus hermanos se encargó de las ventas. Esto denota también los peligros que afrontaban las personas pobres, dado que su situación socioeconómica era agravada por las inadecuadas condiciones de vivienda.

La noticia evidenció la presencia de grupos familiares de niños trabajadores y cuyas labores se encontraban socialmente naturalizadas y legitimadas, pero también las condiciones sociales en las que vivían ellos o sus familias. Estos actores sociales, presentados generalmente de forma anónima, constituyeron un importante sector encargado de la distribución de los diarios matutinos y vespertinos. Inclusive se les llamó “importantes compañeros de trabajo” y se subrayó que realizaban de forma honrada una de las labores más duras del periódico. Este fue el caso de una mujer quien recorría las calles junto con sus hijos pequeños, ofreciendo los periódicos, mientras sus “pillastres” lloraban a gritos (Argos, 1960, p. 6).

Inclusive, el término “canillita” denota varias particularidades. Este hacía referencia a las piernas flacas de este gremio, quienes algunas veces vestían pantalones cortos. En Argentina y Uruguay, esta denominación fue empleada a partir de un sainete del dramaturgo Florencio Sánchez (1875-1907). En conmemoración de este colectivo, a partir de 1947, el 7 de noviembre (día en que falleció Sánchez) fue celebrado el Día del Canillita, en el que se suspendía la venta de periódicos y revistas.6

Al utilizar esta palabra, claramente había un tono paternalista hacia estos niños, en los que se conjugaba el elogio hacia su arduo trabajo, enfatizando en sus orígenes populares y en su mismo aspecto físico. La celebración de su día en otros países, la influencia de los periódicos extranjeros, así como el prestigio que se habían ganado, con probabilidad fueron decisivos para que en Costa Rica también se construyera una imagen relativamente benévola hacia ellos, al menos por parte de un sector de la opinión pública.

Los vendedores callejeros

Sostiene Aguilar (1989) que, durante la década de 1960, el sector informal aumentó sustancialmente (p. 63). Esto se relacionó con la inmigración rural, en el marco del crecimiento urbano, de las comunicaciones y del transporte. Como principal consecuencia de estos procesos, el centro josefino fue especializándose en las actividades terciarias y se dio una creciente movilización de sus habitantes hacia las afueras (Molina, 2005, p. 85).

Las ventas ambulantes y estacionarias de diversos bienes y servicios constituyeron otro mecanismo de subsistencia para los niños (Briceño, Elizondo,Rodríguez y Vega, 1998, p. 178). En esta actividad hubo mayor participación femenina (con respecto a las demás consideradas en este artículo), aunque también los adultos fungieron como vendedores. El carácter informal, lo oscilatorio de los ingresos y la (re)creación de subjetividades de los menores también fueron constantes, dándose una asociación entre estas actividades y la pobreza, así como con la mendicidad y las reiteradas persecuciones de la policía.

Víquez (2014) explica que, en el período liberal, los oferentes se encontraban en diversos lugares de la capital, principalmente en sitios de tránsito o concentración de personas en el centro de la ciudad, como la entrada de los teatros y las estaciones de ferrocarril (pp. 179-180). Esto también se daba en algunas aceras y calles, pero principalmente en los alrededores de los mercados.

Ellos tuvieron constantes conflictos con la policía, el Ministerio de Gobernación y la Municipalidad de San José (MSJ). También sufrieron diversas medidas represivas (Izquierdo, 2016, pp. 116-117). Estos niños se desenvolvieron en un paisaje donde abundaban las paradas de autobuses, los peatones y los puestos de ventas. De acuerdo con Durán (2013), el desarrollo de los medios de comunicación fue crucial para que los vendedores ambulantes (y estacionarios, podría agregarse) pasaran a ser señalados como representantes de una serie de problemáticas diversas, propias de una ciudad en crecimiento (pp. 58-59).

En las fuentes analizadas, los niños ofrecían lotería, chances, acciones para rifas y bolsas de manigueta (Longui, 1968, p. 1, 14; Izquierdo, 2016, pp. 391-392), causando que la situación generara preocupación, molestia y desprecio por parte de algunas personas y actores institucionales (Castro, 1957, p. 17; Mora, 1959, p. 38).Por ejemplo, el ciudadano Jorge Villalobos los asoció con causas individuales, como la vagancia y la falta de preparación, al tiempo que expresó que la molestia que le generaban los niños vendedores era “mil veces mayor” que si se tratara de mendigos. Inclusive los denominó “lacra social” (Villalobos, 1953, p. 7).

También vendían individualmente frutas, verduras y diversas comidas, como chicles, golosinas y alimentos tradicionales: melcochas, empanadas, tortillas, bizcochos, tamales, prestiños y cajetas (Vargas, 1970, p. 23-24; Izquierdo, 2016, pp. 391-392). Algunos de estos alimentos requerían que alguien los elaborara el mismo día que se realizaba la venta. Según Ramírez (2010), esto último fue tradicionalmente desempeñado por mujeres de los sectores populares para mantener a sus familias o contribuir con los ingresos familiares (pp. 79-80).

Las ventas de golosinas, alimentos empacados o que no requerían ser preparados, se relaciona con el crecimiento del sector industrial y con la evolución en los patrones de consumo, que a su vez incrementó las opciones disponibles para ser (re)vendidas. Estas ventas probablemente las realizaban a través de algún distribuidor o eran subcontratados por algún adulto. Se ofrecían al por menor, caminando por las calles y aceras y siendo el centro de San José, un lugar donde predominaban estos niños, debido al alto tránsito de peatones. También se dieron algunos casos de explotación de mujeres hacia los infantes (“No somos delincuentes; somos tan solo niños”, 1957, p. 36).

Como lo afirmó la Confederación de Obreros y Campesinos Cristianos (COCC), había casos de “niñitos” (Aguilar, 1989, p. 63), que sostenían a sus familias con el producto de sus ventas, lo cual evidencia la incorporación temprana infantil al mercado informal, así como que su trabajo recibía una remuneración que no era proporcional al tiempo dedicado, al esfuerzo realizado y al peligro que se exponían. Este comprendía atropellos, persecuciones, robos de mercadería u otros bienes (Víquez, 2014, pp. 264-265), así como desapariciones, detenciones y encierro por parte de la policía durante las redadas efectuadas para eliminar la vagancia y la mendicidad en el país.

Determinadas actividades podían no ser consideradas peligrosas hacia la niñez y al orden citadino. El supuesto carácter corruptor de la calle era minimizado, cuando no ignorado, en favor de una estampa idílica, como un remanente de un pasado rural y tradicional cada vez más lejano y asociado con un mundo artesanal. Por ejemplo, tanto el consumo de melcochas, como su venta fueron descritos por la prensa como una “tradición” a cargo de niños y ancianos. Estos últimos estaban “encorvados por el peso de los años” y representaban oficios considerados herencia “desde tiempo inmemorial” (“…Y esto sucede”, 1967, p. 8) y cuyo disfrute era generalizado entre la población. Para este momento, se había dado un notable incremento de los alimentos de origen fabril, a la vez que el consumo de azúcar blanco tendió notablemente al alza luego de 1950.

Los cuidadores de coches

El cuido de automóviles se desempeñaba informalmente en las vías públicas y principalmente durante las noches. Fue realizado por niños, jóvenes y adultos del sexo masculino, en sitios cercanos a centros de reuniones y actividades, así como en los alrededores de algunos cines y teatros. Este colectivo tuvo constantes conflictos con las autoridades policiales y de tránsito, así como con los dueños de los vehículos, ya que se les atribuía la “tacha” de algunos coches. Según la acusación, hurtaban piezas de los automóviles, desinflaban los neumáticos con tachuelas y rayaban su superficie, ocasionando daños materiales. Por este motivo se les denominó “tachuelas” y su oficio fue estigmatizado y se solicitaron medidas para frenarlos.

De ahí derivó otro significado para el verbo “tachar”, utilizado para referirse a los actos vandálicos contra los coches estacionados. Ante la recomendación policial de no darles dinero, en 1950, ellos se organizaron espontáneamente. Como protesta, desinflaron 200 carros al ver que su forma de ganarse la vida había sido obstaculizada. Inclusive, Aguilar (1989) especifica que en 1951 se les prohibió el cuido de automóviles, so pena de 15 días de reclusión en la cárcel o en el reformatorio (para los menores de edad) (p. 63).

Aunque la queja del periódico señaló que la inacción policial se debía a un asunto burocrático, los “tachuelas” fueron muy perseguidos por la policía y las autoridades de tránsito (González, 2005, p. 77, 100); inclusive mediante redadas, dándose un proceso de criminalización (“Redada de “tachuelas” por la Plaza González Víquez”, 1956, p. 10; “El problema de los tachuelas”, 1970, p. 8). Pese a esto, la actividad persistió durante el período de estudio como resultado de varios procesos: el aumento en la flota vehicular, las limitaciones del mercado laboral por absorber a toda la mano de obra y la relativa independencia que disponían. La denominación colectiva posteriormente pasó a ser “cuidacarros” (Araya, 2010, p. 258).

Empero, a la palabra “tachuelas” se le consideró problemática (“El problema de los tachuelas”, 1970, p. 8; Gálvez, 1973, p. 12.). Según una hipotética conversación entre dos guardias civiles, aparecida en 1970 en la sección “Tertulia Tica” de La Prensa Libre, los “tachuelas” constituyeron un “verdadero problema, debido a que rayaban los automotores y al robo de sus piezas, ocasionando daños materiales. Al parecer los encargados del orden no habían recibido órdenes, por lo que no podían actuar al respecto. Entonces, esta preocupación no era nueva. Es probable que, dado el traslape que había entre la mendicidad y determinados oficios callejeros infantiles, se les aplicara las leyes contra la vagancia, ya que en este último caso también se dieron redadas.

En el caso de los menores de edad que se desempeñaban en los oficios analizados en las páginas anteriores, no siempre se garantizaba que el ingreso económico fuera suficiente para subsistir, máxime cuando eran trabajos informales o donde había un nivel de explotación. Debido a que eran los oficios más conocidos y realizados en la vía pública, específicamente en los sitios de mayor afluencia de personas, en muchos casos se les vinculó con la mendicidad, la circulación nocturna en las vías públicas y los delitos, como más adelante se analizará.

Los cargadores, los mandaderos y los sirvientes

La carga de bultos y canastas, así como el servicio de mandados en los mercados del centro de San José, sus alrededores y en otros lugares, fue otro oficio desempeñado por los niños y jóvenes. Esa era una ocupación mayoritariamente masculina; no requería el cumplimiento de un horario, o un proceso de aprendizaje, sino únicamente cierta fuerza física y el uso del propio cuerpo para la carga. Sus clientes eran los vendedores, distribuidores, dueños de puestos o quienes visitaban los mercados (principalmente las mujeres). También era una labor estigmatizada y quienes la realizaban podían sufrir accidentes al cargar los sacos o la mercadería (Víquez, 2014, pp. 262-263).

Briceño, Elizondo, Rodríguez y Vega (1998), así como Víquez (2014,p. 171) indican que, desde el período liberal, los cargadores fueron etiquetados de forma semejante a los limpiabotas, al considerárseles vagabundos y “pedigüeños” (acostumbrados a solicitar dinero). También esta última publicación indica que se les asociaba con hurtos, cometidos tanto en los mercados (mediante el uso de la confianza, las artimañas y la aglomeración de personas) como hacia sus clientes. Probablemente también realizaban mandados y cargaban el equipaje de los viajeros, las mercancías de los marchantes y los productos de los locatarios de los mercados y tramos de ventas.

En 1973, durante una serie de reportajes efectuados por Miguel Salguero en la Zona Roja capitalina, este realizó un recorrido nocturno. Observó una docena de personas en los portones de entrada al mercado (Central, presumiblemente) quienes conciliaban su sueño sin más cobijo que el pavimento. Estos eran los “llevo llevo”, llamados así por la forma en que anunciaban oralmente sus servicios. Muchos de ellos andaban descalzos y pasaban la noche donde podían: en el suelo, sobre carretillos o encima de los cajones de algunas “ventas callejeras” (“Zona Roja 6. Al filo de la madrugada”, 1973, p. 6).

Con probabilidad, dormían ahí, esperando que las puertas del mercado se abrieran para comenzar su jornada. Pareciera que dicho colectivo era ampliamente conocido por la población, máxime porque llevaban décadas desempeñando tal labor y también debido a que la prensa había escrito sobre ellos. En su tesis, Solano (1962) indica que los alrededores de la Estación de la Coca Cola, los mercados Borbón y Central, así como sus orillas (donde se estacionaban camiones) y Barrio Keith fueron los lugares donde se escondía una importante población de niños que habían huido de sus hogares (p. 30).

Empero, Barrio Keith (denominado también Cristo Rey) era mayoritariamente una zona residencial de los sectores populares, aunque con una fuerte presencia de artesanos y proletarios desde el período liberal (Malavassi, 2014). Según el testimonio de Mirambell (1998), esta localidad había sido etiquetada de forma negativa desde las primeras décadas del siglo XX (pp. 178-179).

Otro oficio desempeñado de forma temporal o por lapsos de tiempo fue barrer cantinas, como denunció en 1975 la sección “Cabos sueltos” de La Prensa Libre. Había niños que, a cambio de café y pan, tomaban una escoba y barrían el suelo, mientras que, por las noches, deambulaban por las calles. Esto fue criticado como “(un acto de) fantástica caridad”, así como de “gran sensibilidad social” por un columnista (Kanapay, 1975, p. 7). Con ello, se hacía referencia a los dueños o encargados de los establecimientos. Probablemente los niños también realizaban otras labores de limpieza en tales establecimientos comerciales.

Cuando los niños entraban, algunos ingerían el contenido sobrante de las bebidas alcohólicas de los vasos. En ocasiones hurtaban alimentos o “bocas” (aperitivos para acompañar las bebidas alcohólicas) (“El rescate de los niños callejeros”, 1977, p. 14 A). Esto demuestra las dificultades de estos niños para conseguir alimentos, dado que la prensa también denunció la presencia de niños que hurgaban entre los desechos sólidos. Había un importante predominio de la desnutrición infantil en los asentamientos pobres (Izquierdo, 2016, p. 146) y muchos de quienes vivían en las calles provenían de familias sin recursos.

Presumiblemente en las cantinas, restaurantes, cafés y bares, los menores también realizaban mandados y recados a algunos clientes, a cambio de unas monedas y alimentos, así como las ventas, como las indicadas en las secciones previas. Pocas veces las noticias enfatizaron las sanciones impuestas a los comercios por permitir la permanencia de menores. Por ejemplo, en el marco de las redadas contra la vagancia, en un lapso de 24 horas, se practicaron cinco partes por la permanencia de menores en sitios señalados como inconvenientes: como cantinas, centros de juego y salones de baile (“Patrullas recogieron a sesenta vagos ayer”, 1967, p. 10).

Problemáticas sociales en torno al trabajo infantil

En el caso de los menores de edad que se desempeñaban en los oficios mencionados, no siempre estos garantizaban que el ingreso económico fuera suficiente para subsistir, máxime cuando eran trabajos informales o donde había un nivel de explotación. Además, eran los oficios más conocidos y se realizaban en la vía pública, específicamente en los sitios de mayor afluencia de personas, como el centro de San José.En muchos casos se les vinculó con la mendicidad, el deambulaje nocturno y los delitos.

Hay que tomar en cuenta que, aunque se tratara de dinero ganado por ellos mismos y este fuera escaso o desproporcional con respecto a la cantidad de horas laboradas, había una censura social hacia algunos pasatiempos, como su asistencia a billares, que vieran películas y oyeran canciones con contenidos considerados inmorales, y también hacia lo que era prohibido para ellos, como el consumo de tabaco, alcohol y sustancias ilegales.

Según la perspectiva dominante, cuando la vagancia no se convertía en una fiel acompañante de los limpiabotas y de los vendedores de diarios, una visita a los“traganíqueles” (máquinas tragamonedas) o a otro sitio donde hubiera juegos de azar podía dar al traste con el dinero obtenido tras una larga jornada de trabajo. Esto lo manifestó una noticia de La Prensa Libre (“Los traganíqueles y los menores”, 1960, p. 4).

Algunos de los niños no se privaron de realizar gastos superfluos o que no fueran de primera necesidad, como ir al cine, al teatro o al billar, o mediante la compra de bienes y servicios suntuosos. En el caso del juego, no había perdido adeptos el argumento esgrimido en el siglo XIX, acerca de que cuando los jugadores eran asalariados, gastaban lo poco que ganaban, condenándolos a la miseria y como una potencial amenaza de lacra social (Sánchez, 2013). Más bien, esta idea fue reforzada con las constantes persecuciones hacia quienes eran catalogados como vagos, principalmente luego de la puesta en práctica de la ley contra la mendicidad y contra los factores de la vagancia en 1964 (Izquierdo, 2016, pp. 428-429).

No obstante, tampoco se criticaba el problema estructural, relacionado con sus bajos ingresos y su papel en el mercado laboral. Independientemente del origen del dinero, el juego seguía siendo visto como una causa más del mal entretenimiento, algo que ya sucedía en el período colonial (Malavassi, 2005, p. 24). Aquel se realizaba en un ambiente considerado inadecuado, debido a que se mezclaban con “adultos de pésimas costumbres y vocabulario” al igual que la forma en que se desempeñaban (Izquierdo, 2016, p. 399).

La mayor parte de ellos trabajaban por necesidad y debían entregar un importante porcentaje de sus ingresos a la subsistencia familiar. Empero, podía haber casos excepcionales en que ellos se dejaban todo el dinero ganado (en caso de que recibieran un salario) o que decidieran qué aporte dar, de acuerdo con Wolseth (2011) y Estrada (1999). En estos últimos casos podía tratarse de trabajos parciales o por temporadas.

La Confederación de Obreros y Campesinos Cristianos afirmó que había casos de “niñitos” (Aguilar, 1989, p. 63) que sostenían a sus familias con el producto de sus ventas, lo cual evidencia, nuevamente, la incorporación infantil temprana al mercado laboral, así como que su trabajo recibía una remuneración que no era proporcional al tiempo dedicado, al esfuerzo realizado y al peligro al que se exponían. Este comprendía atropellos, persecuciones, robos de mercadería u otros bienes (Víquez, 2014, pp. 264-265). Asimismo, abarcó desapariciones, detenciones y encierro por parte de la policía durante las redadas efectuadas para eliminar la vagancia y la mendicidad en el país.

No les favorecía las siguientes situaciones: andar descalzos o sucios, dormir en las vías públicas o no realizar un oficio con regularidad. Esto vinculó a los menores con la marginalidad, en contraste con aquellos provenientes de los hogares obreros, los cuales tenían mucho mayor prestigio (Víquez, 2014, p. 175). Así, las actividades en algunos casos continuaron estigmatizadas entre un sector de la población, tomando en cuenta que la mayor parte de las noticias hicieron un vínculo entre la vagancia y la permanencia de menores en las calles durante las noches.

Numerosos “desheredados de la fortuna” no sólo no contaban con un sitio dónde dormir, sino que además carecían del dinero suficiente para pagar de forma continua un alojamiento temporal (como un hotel o una pensión). La prensa no dudó en increpar que había niños limpiabotas y pregoneros que trabajaban en el día y conciliaban el sueño en lugares públicos, de forma individual o grupal, dado que no tenían a dónde ir (“Faltan dormitorios públicos”, 1960, p. 2A). Entre los lugares denunciados, destacan los portales de las casas particulares y comerciales, las gradas y pórticos de los templos, los automóviles abandonados o en desuso, los aserraderos, los alrededores del Mercado (Central, al parecer) y las sodas y cantinas (“Dormitorio público”, 1968, p. 16; Loría, 1969, p. 8; Vargas, 1970, pp. 23-24).

En la noticia de Salguero se afirmó que tres limpiabotas dormían sobre una viga de un hotel “de gradas sucias”, cerca del Mercado Borbón y que estas eran iluminadas por un fluorescente que parpadeaba. El periodista se alarmó porque no tenían dónde pasar la noche, pero también por el peligro al que se exponían por las condiciones físicas del lugar, ya que realizaban un equilibrio “que es reto a la muerte” (Salguero, 1973, p. 6).

La mendicidad infantil no fue vislumbrada como antagónica a ciertos oficios, sino que más bien, se adujo el carácter difuso entre esta, la vagancia y los trabajos que ya de por sí eran considerados inaceptables. María Eugenia Vargas, Juez Tutelar de Menores, manifestó en 1956 que por falta de trabajos más adecuados, los menores entre 12 y 17 años se veían obligados a ocuparse como limpiabotas, pregoneros o vendedores de lotería. Agregó que todos los que habían tenido contacto con el juzgado habían manifestado su interés por cambiar de oficio. También precisó que estos debían ser considerados como desempleados y que, según el Código de Trabajo, estaba prohibido que laboraran (Vargas, 1956, p. 23)

En 1958, Vargas nuevamente adujo que determinadas ocupaciones ejercidas por los menores (junto con otros factores) los ponían en riesgo social. Desde su punto de vista, era primordial un adecuado sistema educativo, considerado un espacio de redención. Este les enseñaría un oficio o los alejaría de los que desempeñaban en las calles. Estos fueron los limpiadores de zapatos y los vendedores de lotería, chances, periódicos y alimentos.

Para llevar a buen puerto tal iniciativa y a la vez prevenir futuros problemas de conducta, se requerían varias soluciones de carácter institucional. Una adecuación de la enseñanza vocacional mediante el control de la deserción escolar tenía por objetivo que pudieran cumplir con los requisitos académicos para entrar a las escuelas vocacionales. Asimismo, era primordial el establecimiento de escuelas de artes y oficios adaptadas a las necesidades y recursos de los menores que no concluían la enseñanza primaria, así como la reglamentación del aprendizaje en los talleres privados. Como lo demostró Víquez (2014), esto también sucedía en el período liberal, en el que también se enfatizaba en la prensa en que estos menores se educaran o aprendieran un oficio en un taller y después lo desempeñaran como un medio de subsistencia (pp. 299-301, 309).

La ley contra la mendicidad y contra los factores de la vagancia de 1964 pretendía movilizar los niños y jóvenes menores de 15 años que deambulaban por las calles o se concentraban en las afueras de los sitios públicos o dentro de aquellos de entretenimiento. Idealmente, deberían estar en la escuela (“Ley contra la mendicidad y contra los factores de la vagancia”, 1964, p. 22; “Los menores en las calles.”, 1966, p. 6; Álvarez, 1966, p. 4).

En las redadas policiales participaron la MSJ, la Guardia Civil y la Dirección de Bienestar Social8 del Ministerio de Trabajo y Previsión Social. A quienes se lograba detener, eran encerrados por horas o por días en las compañías de la Guardia Civil y la Detención General de la Guardia Civil, junto con adultos y en condiciones contrarias a las establecidas por las normas de higiene (“Pocilga la detención de la Guardia Civil”, 1970, p. 2).

Como se indicó previamente, también se increpó que algunos de ellos ingerían el contenido sobrante de las bebidas alcohólicas de los vasos cuando entraban a barrer, a realizar otros quehaceres u ofrecer diversos bienes y servicios. Kanapay, quien estaba a cargo de la columna, señaló que los menores merecían otro trato, al tiempo que adujo que, en esos lugares, el vicio pululaba, lo cual influía negativamente en los incipientes bebedores. Aunque únicamente esta noticia señaló la ingesta de bebidas alcohólicas por parte de los niños, constantemente se criticó que ellos entraban a los sitios de diversión y donde se vendían alimentos y bebidas, como cabarets, cantinas, salas de juego, bares, bailes nocturnos, clubes, “dancing”, restaurantes, “boites”, hosterías, billares, prostíbulos y cafeterías(“La calle. Menores”, 1967, p. 2A; “Máxima presión contra centros nocturnos: antros de vicio, drogas y prostitución”, 1972, p. 10).

Algunos de ellos también se desempeñaban como limpiadores de calzado y vendedores de periódicos, lo cual sugiere que ingresaban a los sitios en procura de obtener dinero mediante su trabajo, pero tales sitios fueron señalados como peligrosos para ellos, ya que podían corromperlos y provocarles “desviaciones”(“Los menores en las calles”, 1966, p. 6).

La Dirección General de Bienestar Social realizó una investigación denominada “El Menor en Estado de Abandono y la Correlación que Existe con Diversos Factores Psicosociales” en 1969. En ella se analizaron 1113 casos de niños que deambulaban por las calles pidiendo limosna, vendiendo chicles, limpiando zapatos o durmiendo “en los quicios de las puertas del Mercado Central o de alguna soda” (Vargas, 1970, pp. 23-24).

Según este estudio, las “mujercitas” en su mayoría estaban en cantinas, en prostíbulos o en salones de baile. En el abandono se habían imbricado motivos económicos, sociales y morales. En la noticia no se detalló si la investigación se realizó como parte de las redadas policiales en aplicación de la Ley de Vagancia, ya que los cuerpos de seguridad, junto con otras dependencias, coordinaban y participaban en las redadas.

Podría decirse que la cantidad de menores que deambulaban en el áreametropolitana josefina señalada por la investigación de Bienestar Social fue más bien una muestra. En 1976 y 1977, varias veces se hizo énfasis que en un país de dos millones de habitantes, las estadísticas mencionaban que 5.000 niños “vagaban” por las calles citadinas debido al abandono de sus padres o porque estos no les brindaban el cariño necesario a sus hijos (“El menor abandonado”, 1976, p. 14A; “Acción urgente por la niñez”, 1977, p. 14A; Elizondo, 1977, p. 14A).

El PANI fue una de las instituciones que, dada su mayor responsabilidad, era señalada por quienes escribían en los periódicos. Se criticó su papel negligente en cuanto a la protección de la infancia. Se aducía que no se atacaban las verdaderas causas estructurales del trabajo y la mendicidad infantil; los orfanatorios se habían quedado cortos ante la gran cantidad de niños que requerían estar ahí y que, además, algunos funcionaban como reformatorios y viceversa.

En diciembre de 1973, Albertazzi y de Mora escribieron un artículo con el intento de regular el oficio de los limpiabotas, así como la situación de la niñez. Se pretendía que los padres de los niños que requirieran laborar en este oficio solicitaran la autorización respectiva al PANI. Ellas afirmaron que gran parte de los limpiabotas venían de “hogares problema” y que quienes más apremio tenían de participar en el mercado laboral, no eran aquellos que sus padres pedirían el permiso. Muchos de ellos se encontraban “perdidos y abandonados” y el trasfondo de dicha ley era regular el orden. Contradictoriamente, fomentaría la indigencia “el afán decorativo de la legislación”, de acuerdo con estas aliancistas (Albertazzi y de Mora, 1973, p. 16).

Sin embargo, Luis Fernando Moya sostuvo en su tesis de 1967, que era frecuente que los padres de familia retiraran a sus hijos de las escuelas para ponerlos a laborar y acudían al PANI para solicitar los permisos respectivos para que ellos se iniciaran como limpiabotas. Esto no era nuevo. Por ejemplo, el Banco Nacional de Seguros (institución creada en 1924) (Botey, 2005, p. 96) reportaba lo relacionado con los trabajadores, sus accidentes y remuneraciones (Víquez, 2014, p. 245). En la década de 1930 el PANI estableció el “Registro de Menores Trabajadores” y en ciertas condiciones, les otorgó licencias para trabajar, como lo demostraron las investigaciones de Moya (1967) y Briceño, Elizondo, Rodríguez y Vega (1998). También había explotación, ya fuera por parte de los padres o por “personas inescrupulosas” para que realizaran algún trabajo o para que cometieran delitos, como lo especificaron las disertaciones de Morales (1956) y Solano (1962).

Más bien, ellas propusieron que a los menores de “pies descalzos y ropas raídas”, se les diera un entrenamiento en el Instituto Nacional de Aprendizaje (INA) y mientras tanto, sus familias recibieran una asignación por parte del Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS). El INA fue creado en 1965 para formar mano de obra especializada, dado el importante crecimiento del sector industrial (Rovira, 2000, p. 110). El IMAS tenía por objetivo la atención hacia la pobreza mediante la reorganización de la política social (Rodríguez, 2012).

El ministro de Gobernación, Edgar Arroyo, reconoció que la entidad no estaba ejecutando su labor como debía, en aspectos relacionados con la mendicidad callejera y prostitución infantil (“Hay que entrarle al problema de la niñez”, 1975, p. 1 y 8 A). Al PANI se le achacó que se preocupaba más por discutir si se seguía llamando así, si modificaba su nombre por “Instituto del Niño” (“Acción urgente por la niñez”, 1977, p. 14 A) o si ambos se refundían o si continuaban coexistiendo, al tanto que un sector de la niñez seguía en una situación grave.

Conclusiones

El trabajo infantil visibilizado y a veces denunciado por los periódicos fue principalmente masculino, de escasa calificación y desempeñado en algunos de los espacios públicos de mayor circulación de personas en el centro de la ciudad de San José. En general, no requerían de un adiestramiento o un conocimiento especializado. La mayor parte de estos infantes provenía de los sectores populares dada la necesidad de contribuir con el sustento familiar, aunque algunos carecieron de vínculos familiares o debían sostenerse a sí mismos.

No obstante, dentro de los niños trabajadores en las calles, también había diversidad y variaron los discursos sobre ellos, siendo el criterio principal, el tipo de actividad realizada. Los pregoneros se encontraban simbólicamente en una jerarquía superior, al tanto que los limpiabotas parecieron tener más conflictos con la policía y con otros colegas adultos, si bien ambos igualmente simbolizaron la posibilidad de caer en la mendicidad y en la delincuencia.

La participación en las labores analizadas por parte de los adultos amerita mayor investigación, ya que sugiere no sólo un complejo sistema de alianzas, conflictividades, solidaridades y jerarquías, sino también demuestra una vez más que un sector nada despreciable de la población parecía estar, al menos en su dimensión laboral, poco permeado por las políticas sociales en torno a la reducción de la pobreza y al ascenso social.

Las desventajas de quienes practicaban el trabajo callejero fueron más allá de su extracción de clase, a la explotación y a la inestabilidad de los ingresos. Más bien, se continuó dando un proceso de etiquetamiento social hacia estos colectivos de niños, señalándose, tanto desde la visión oficial como desde la prensa, que corrían el peligro de caer en la delincuencia, la vagancia y los vicios.

Esto dejó patente otra de las limitaciones de las medidas estatales: aunque la pobreza estructural descendió, muchos niños tuvieron que continuar incorporándose al mercado laboral. Las instituciones encargadas de velar por la niñez no lograron cumplir eficientemente su labor, tanto en su fiscalización hacia el trabajo infantil callejero, como en la protección de los niños que frecuentaban las calles pidiendo dinero, deambulando o quienes dormían en sitios inapropiados.

La prensa no hizo hincapié en los trabajos desempeñados en los espacios cerrados (como fábricas y talleres particulares), donde probablemente también laboraban niños en calidad de aprendices, ayudantes, mandaderos y demás. Esto queda pendiente de investigar, así como el trabajo infantil urbano en aquellos espacios de índole institucional, como orfanatorios y reformatorios, si bien en estos tuvo otras connotaciones. También será necesario considerar para futuras investigaciones la participación laboral de niños y niñas (en mayor medida) en los hogares, fuera como sirvientes, o bien, como ayudantes de sus propias familias en labores de cuido, limpieza, elaboración de alimentos y demás.

Referencias

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1Sectores que no forman parte de las clases dominantes ni hegemónicas. Generalmente se ubican entre lo hegemónico y lo marginal, si bien se definen en contraste con los marginados (asociados con las personas sin trabajo y sin calificación). Los sectores populares también “participaban en el mundo del trabajo y la producción, tanto en el campo como en la ciudad (…)”, dándose una articulación doble entre la “subalternidad” y la “subhegemonía”, según Lida (1997, pp. 4-5) (cursivas del original). Su participación en la extensión de la hegemonía se caracteriza por ser activa y por su discontinuidad, mientras que la diversidad y la heterogeneidad también son parte de los sectores populares (Marcús, 2007, p. 8). Agregamos la existencia de una serie de desigualdades estructurales y simbólicas como característica diferenciadora de las clases hegemónicas.

2Este artículo ahonda las situaciones en las que no se podía otorgar el permiso a menores de edad para trabajar, así como algunas extralimitaciones del PANI con la publicación del “Reglamento de Permisos de trabajo Para Menores de Edad” en 1965.

3En las ramas de actividad de la Población Económicamente Activa, los censos de 1950, 1963 y 1973 contabilizaron a partir de los 12 años.

4Organización femenina destinada para organizar y a movilizar a las mujeres de los sectores populares, vinculada con el Partido Vanguardia Popular, de ideología comunista. Patricia Alvarenga, De vecinos a ciudadanos (San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica-Editorial Universidad Nacional 2005), 49-116.

5Según la fuente, la W.T.P., era “la mayor organización cultural y fraterna dedicada al intercambio de cintas magnéticas” y contaba con una División Hispana.

6https://www.eduvim.com.ar/blog/florencio-sanchez-y-el-dia-del-canillita

7Esta dependencia del Ministerio de Trabajo y Previsión Social tenía entre sus objetivos,el combate al desempleo y el otorgamiento de ayudas en especie y económicas a las familias pobres. Había sido creada en 1955, como la Oficina de Bienestar Social y en 1963, modificó su nombre (García y Zamora, 1982).

Recibido: 16 de Octubre de 2020; Aprobado: 25 de Noviembre de 2020

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