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Diálogos Revista Electrónica de Historia

On-line version ISSN 1409-469X

Diálogos rev. electr. hist vol.19 n.2 San Pedro Jul./Dec. 2018

http://dx.doi.org/10.15517/dre.v19i2.32640 

Reseñas

Del respetuoso terror comentario del libro: García, G., Hernández, H., Rojas, A. (2015). Control social e infamia: Tres casos en Costa Rica (1938-1965). Costa Rica: Editorial Arlequín

Dennis Arias Mora1 

1Universidad de Costa Rica, investigador en el Centro de Investigación en Identidad y Cultura Latinoamericanas (CIICLA) y profesor en la Escuela de Historia. Doctor en Historia por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Contacto: dennis.arias@ucr.ac.cr

“...hasta la imperfección misma puede tener su ideal o su estado perfecto”. Thomas de Quincey, Del asesinato considerado como una de las bellas artes (1827).

Quizás haya que soñar con leer la totalidad de la obra de Michel Foucault [1926-1984] para poder decirlo con contundencia, pero es posible que uno de sus textos más literarios sea La vida de los hombres infames (Foucault, 1996). Como la denominara el filósofo e historiador costarricense George García en el libro aquí reseñado, la “inspirada prosa” (García, 2015) de ese texto no es común en sus muchas otras publicaciones. Desde la práctica historiográfica, señalar esto no es fortuito; dice el historiador italiano Enzo Traverso que:

[…] en el fondo, Foucault era un investigador mucho más ʻantidisciplinarioʼ que interdisciplinario. Seguramente esto explica que haya despertado cierta desconfianza, aunque siempre indisociable de su influencia. Los historiadores a menudo han manifestado su incomodidad ante un pensador de léxico innovador, fuente de cuestionamientos metodológicos insidiosos y molestos (Traverso, 2012, p. 210).

Al estilo literario para abordar la infamia, Foucault le suma un dato que implica a la literatura: por mucho tiempo en la sociedad occidental, la vida cotidiana emergía en el discurso en forma de lo fabuloso, heroico, aventurero y ocasionalmente criminal; pero es en el siglo XVII cuando “se origina toda una ʻfábulaʼ de la vida oscura en la que lo fabuloso había sido proscrito” y “se pone en funcionamiento un dispositivo para obligar a decir lo ʻínfimoʼ, lo que no se dice, lo que no merece ninguna gloria, y por tanto lo ʻinfameʼ” (Foucault, 1996, pp. 136-138). En el campo de la historia, los estudios subalternos del último tercio del siglo XX evidenciaron que la propuesta de la historia desde abajo y la historiografía marxista habían dejado varios aspectos sin resolver en torno a la gente ordinaria (Chakrabarty, 2010), donde no necesariamente hallaban espacio la infamia y sus personificaciones.

Mucho de la irreverencia fronteriza entre disciplinas y del tacto literario marcan la contribución de los autores George García, Héctor Hernández y Álvaro Rojas con su libro Control social e infamia: Tres casos en Costa Rica (1938-1965), publicado en el 2015 por la editorial Arlekín. Cada uno aborda un caso de infamia: García estudia el asesinato del reconocido médico Ricardo Moreno Cañas por Beltrán Cortés, un hecho de suma trascendencia social y política ocurrido en 1938; Hernández analiza un cuento del escritor José León Sánchez, quien fuera inculpado en 1950 por el robo de la Virgen de los Ángeles en la Basílica de Cartago; y Rojas se detiene en la literatura de Alfredo Oreamuno Quirós, conocido como Sinatra, quien recorriera la ciudad de San José de posguerra en permanente estado etílico por casi dos décadas y viviera para escribirlo.

Artículos de periódico, obras literarias, textos jurídicos, investigaciones de historia, análisis literarios y los correspondientes libros de Foucault les sirven de soporte analítico a los autores para tratar un fenómeno que, para muchos en la sociedad, incluidos sus protagonistas, se torna insoportable, de allí que lo infernal, lo maldito y lo perverso sean adjetivos comunes para describirlo. La relevancia del libro es sustancial; dos de los ensayos habían aparecido anteriormente en revistas especializadas de historia, una estadounidense (García, 2012) y otra local (Rojas, 2008), y, posiblemente, representan, en el caso del trabajo de George García, la primera contribución historiográfica en el país a la temática de la infamia analizada desde una conceptualización foucaulteana, y en el de Álvaro Rojas, el primer aporte al campo de la historia costarricense desde el concepto de la biopolítica propuesto por Foucault.1

Previo a esto, el uso crítico del trabajo de Foucault se remitía mayormente al influyente texto Vigilar y castigar dentro de la historiografía social del delito, la violencia y el control social,2 mientras que La vida de los hombres infames había sido referido brevemente en estudios sobre la sexualidad y las identidades de género (Alvarenga, 2012) y sobre la patologización contemporánea de la diversidad sexual en la institucionalidad psiquiátrica costarricense (Gamboa, 2009). La autora de esta última investigación, la socióloga e historiadora Isabel Gamboa, había publicado también Veinticinco cuentos perversos (Gamboa, 2013), literatura poblada por personajes que, en su estudio anterior, habrían habitado los expedientes psiquiátricos, y que fue reseñado en su momento justamente por Álvaro Rojas, quien apuntaba: “seres desconocidos, anónimos, pequeños, infames y sin fama; torturados por tragedias íntimas que nunca aparecen en los textos de historia; seres que también celebran, como cualquier persona, hasta la más sencilla de sus victorias cotidianas” (Rojas, 2013). Sobre estos seres, decía Foucault:

Para poder sintonizar con esas existencias fulgurantes, con esos poemas-vida, me impuse las sencillas reglas siguientes: -que se tratase de personajes que hubiesen existido realmente; -que sus existencias hubiesen sido a la vez oscuras e infortunadas; […] que del choque producido entre esos relatos y esas vidas, surgiese para nosotros todavía hoy un extraño efecto de mezcla de belleza y de espanto […] que no estuviesen destinados a ningún tipo de gloria […] que perteneciesen a esos millones de existencias destinadas a no dejar rastro […] que, en consecuencia, estas vidas hayan estado animadas por la violencia, la energía y el exceso de maldad, la villanía, la bajeza, la obstinación y la desventura […]. Para que algo de esas vidas llegue hasta nosotros fue preciso por tanto que un haz de luz, durante al menos un instante, se posase sobre ellas, una luz que venía de fuera: lo que las arrancó de la noche en la que habrían podido, y quizá debido, permanecer, fue su encuentro con el poder. […] Aparentemente infames a causa de los recuerdos abominables que han dejado, de las maldades que se les atribuyen, del respetuoso terror que han inspirado (Foucault, 1996, pp. 123-127).

Esta definición-poema permite trazar denominadores comunes en los casos abordados; en Control social e infamia se deja claro que Cortés, Sánchez y Oreamuno no escaparon a las instituciones de control, fueran penitenciarias o psiquiátricas; quedaron en el ojo público por ellas, y sus sociedades les abominaron consecuentemente. No obstante, en esa mezcla de espanto y belleza, Cortés pareció haber entrado sonriente a la prisión; Sánchez reivindicó una imagen repulsiva de sí mismo, al tiempo que celebró la prisión como una oportunidad para dedicarse a la literatura; y en Oreamuno se confunden los personajes novelescos con la biografía del autor en el deseo de un encierro que pudiera contener al diablo en la botella.

El análisis de estos tres casos no se detiene tanto en la personificación de la bajeza -lo cual no implica desentenderse de la dimensión subjetiva vinculada al poder-, sino en su construcción social: en el escenario histórico de las instituciones que registran, encierran y marcan lo infame, y en la proyección mediática que acaba por retratar al monstruo abominable. Al fin y al cabo, la infamia, como efecto de la opinión pública, “es una pena perfecta, ya que es la reacción inmediata y espontánea de la sociedad misma, varía en cada sociedad, está graduada según la nocividad del crimen, puede ser revocada mediante una rehabilitación pública y, en fin, alcanza solamente al culpable” (Foucault, 1996, p. 42).

Al lado de un cierto deseo por el encierro, no alejado de la abyección y del poder del horror (Kristeva, 2006), y del escenario histórico-institucional del poder disciplinario, los casos tratados comparten la infamia como marca corporal, no escapan a sus componentes literarios, y se inscriben de distintos modos en el panorama subjetivo de causas y consecuencias de la guerra civil del 48. Beltrán Cortés le quitó la vida a un carismático médico por no curarle de su deformidad en un brazo, relacionada aparentemente con el padecimiento de una sífilis; como evocaba tradicionalmente la literatura occidental (Rankin, 2009), la deformación era consustancial a la maldad del crimen, y este fue utilizado tanto por los comunistas para reforzar sus vínculos con los sectores populares, llevando a la escritora Carmen Lyra a dedicarle sendos discursos al médico (García, 2015, pp. 13-58), como también fue manipulado por la corporación médica y la oposición política al “calderocomunismo” para sumar los mártires necesarios que justificaran la violencia política y el levantamiento armado (Arias, 2016, pp. 172-174).

Hernández formula una sugerente hipótesis sobre el caso del robo de la Virgen de los Ángeles en 1950: en un contexto de devastación y fragmentación por una guerra aún fresca, la caza de los impíos -sospechosos, además, de travestismo- uniría simbólicamente a la nación, estrategia probable en una institucionalidad católica que desde la década de 1930 utilizó la imagen nacionalista de la Virgen para contrarrestar la influencia comunista. Del encierro de José León Sánchez, el “Monstruo de la Basílica”, resulta la publicación de un cuento que Hernández analiza considerando la confusión narrativa-biográfica del monstruo-escritor, y que sirve tanto para recomponer la humanidad del infame, como para romper con la cooptación cultural de la generación literaria del 40 en manos del proyecto socialdemócrata de posguerra (Hernández, 2015, pp. 59-90). De este canon también queda por fuera Oreamuno; el análisis de Rojas sigue con atención la atmósfera posbélica que da continuidad a unos proyectos de higiene y normalización social que quedan inscritos en esa literatura que confronta instituciones psiquiátricas, policiales y sanitarias, con la vivencia infame y errante del alcohólico (Rojas, 2015, pp. 91-122).

De estos dos casos (Sánchez y Oreamuno) queda la impresión de que la literatura sirve a la fuga simbólica de unas instituciones infamantes. Es curioso, porque la literatura en la primera parte del siglo XX, parece haber sido otro saber más de los que sustentaron el biopoder, y fueron casos excepcionales los que no reprodujeron en su narrativa esa normalización de la vida y de los cuerpos (Arias, 2016, pp. 191-243). Poca diferencia se halla entre la generación liberal positivista con su costumbrismo, y la llamada generación del Repertorio y su cuestión social, cuando se aprecian los estereotipos y el asco comunes reproducidos frente al cuerpo de la pobreza y de lo popular, algo notable en la participación de escritores como Joaquín García Monge en las campañas y discursos antialcohólicos al comenzar el siglo XX; de esto se exceptúa parcialmente Carmen Lyra, con su mirada crítica al interior de la institucionalidad biopolítica (Arias, 2016, pp. 334-434), pero Sánchez y Oreamuno parecen lograr una aproximación renovada y atrevida a esa tensión normalizadora entre instituciones y sujetos.

Cuerpos y existencias de posguerra estaban sumidos en un ambiente de intolerancia política (González, 2005, pp. 20-27), represión e imposición de una nueva moral que buscaba poner orden incluso en las cantinas (Díaz, 2015, pp. 296-320), aunque, paradójicamente, el licor había sido combustible para la violencia política de los años cuarenta (Solís, 2006, pp. 314-316) y, en relación con la guerra, había sido un disparador subjetivo para los internamientos psiquiátricos, como revelan muchos de los expedientes asilares de la época (Solís, 2013, pp. 257-292). Esto da un enorme valor cultural y político a la literatura de Sánchez y de Oreamuno; con ellos, con las últimas investigaciones historiográficas (Díaz, 2015; Solís, 2013), y con la excelente guía analítica y conceptual provista por García, Hernández y Rojas (2015), posiblemente pueda comprenderse mejor la dimensión existencial de aquel episodio de la historia que se encuentra en un pasado cercano, demasiado cercano como bien lo muestra el documental El Codo del Diablo (Jara y Jara, 2014) , sobre la violencia y el trauma por aquella guerra.

Control social e infamia, si bien ocupado del pasado próximo, abre un campo de análisis cuya historia conceptual quizá revele una desconsoladora genealogía colonial de la infamia. Otros estudios demuestran que, frente a ciertos delitos y conductas, los azotes eran parte de los castigos infamantes impuestos por autoridades del imperio español y sus colonias. Tratados y diccionarios de la época manejaban todo un lenguaje de lo infame, como lo ruin e inferior, lo bajo y despreciable, fruta podrida. El azote marcaba la diferencia entre hombres superiores e inferiores, pero las preocupaciones imperiales, en una convulsa era para el Antiguo Régimen, veían el infamar como fuente de resentimientos y amenaza al orden; de este modo, las reformas a fines del siglo XVIII buscaron ennoblecer el cuerpo del súbdito, otorgándole la dignidad corporal del noble al prohibir los castigos corporales, manejar con discreción las penas de muerte y formalizar la figura del verdugo (Araya, 2006; Rivera, 2008). Según la recopilación documental de textos coloniales hecha en 1906 por el científico y escritor costarricense Anastasio Alfaro [1865-1951], entre 1727-1799 la Real Audiencia de Guatemala mandó penas ejemplares (reclusión perpetua, escarmiento público, azotes en la picota, pena de muerte con exhibición pública de cabeza y miembros) para castigar abortos, golpizas a niños, hechicería o asesinatos horrorosos ocurridos en la provincia de Costa Rica (Alfaro, 1906, pp. 45-76, 177-178).3

A lo largo del siglo XIX fueron constantes los intentos en la nueva república por legislar las costumbres populares y los delitos contra el honor, por secularizar la noción de delito, institucionalizar las formas de intervención y sanción mediante un sistema penitenciario que cambiara la venganza, el castigo físico y la humillación, por la punición científica, la moralización y la corrección de conductas (Marín, 2007, pp. 143-164); sin embargo, en coincidencia con lo indicado por Foucault sobre la perduración de técnicas punitivas tradicionales (expulsar, poner recompensa, exponer a la vista pública) y pese a la institucionalización moderna de la vigilancia (Foucault, 1996, pp. 37-50), los estudios mencionados indican que la jurisprudencia colonial se extendió a las nuevas repúblicas hasta, al menos, el primer tercio del siglo XX (Rivera, 2008), como lo fue el destierro como forma de castigo corporal en el país (Marín, 2007, pp. 143-164).

El libro Control social e infamia, en tal sentido, evoca la inquietante pregunta sobre si el fenómeno de la infamia es, entonces, uno de esos castigos ejemplares que, desalojado de la legislación formal, queda como remanente colonial en las prácticas culturales de las sociedades contemporáneas. Una figura como el dibujante y explorador José María Figueroa [1820-1900] parece ser un caso singular en las tensiones de esa transición secular; luego de ser etiquetado y sancionado como “vago mal entretenido” por las nuevas legislaciones republicanas, Figueroa critica las contradicciones y arbitrariedades del régimen liberal [1870-1882] de Tomás Guardia [18311882] utilizando el instrumental simbólico de la infamia: sus cuadernos de dibujos y rimas monstrificaron y animalizaron al gobernante, a sus funcionarios corruptos y a herederos de su dictadura (Arias, 2015). Lo que presentó una práctica infamante frente al liberalismo que fue común en otros países latinoamericanos (Vicuña, 2008).

La zoo-infamia de Figueroa parece ofrecer un antecedente a los casos tratados por García, Hernández y Rojas, pues contiene una salida estética que inscribe biográfica y literariamente la tensión entre instituciones, poder normalizador y sujeto, y por ello, tendría mucho que dialogar con “el Monstruo de la Basílica”, Sinatra y el mundo no menos arbitrario de la posguerra. Si esto no calma el desconsuelo por sospechar del origen colonial de la infamia, que al menos lo haga terminar con más literatura esta reseña sobre tres preciados estudios acerca del respetuoso terror:

-¿Usted no me cree? -balbuceó-. ¿No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin.

Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme. Jorge Luis Borges, La forma de la espada.

Referencias

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1Algunos balances de historiografía costarricense se ubican en la Revista de Historia (1996); en Molina, Enríquez y Cerdas (2003) y en Díaz, Molina y Viales (2014).

2Un recuento y el análisis de esa influencia en la historiografía costarricense puede verse en Marín (2011).

3Agradezco sugerirme este documento al historiador Eduardo Madrigal, quien ha hecho aportes fundamentales a la historia del delito en la colonia, principalmente sobre crímenes contra la propiedad (Madrigal, 1994).

Recibido: 28 de Febrero de 2018; Aprobado: 04 de Abril de 2018

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