Introducción
El presente artículo trata de la caracterización del Estado que se reconfiguró en la primera década del presente siglo en la Argentina, como una reedición actualizada (o modernizada) del Estado social de este país. Esta caracterización se sostiene en el análisis de dos cursos de acción de la política socio-laboral del período que van a terminar perfilando dos momentos si se atiende a la intensidad y significación que adquiere cada uno de ellos. En primer término, porque partiendo de una intervención que repuso el carácter de “trabajo normal” al empleo de tiempo completo, por plazo indeterminado y con los beneficios de la seguridad social, y tras varios ensayos de políticas sociales que se proponían el objetivo de la inclusión social de poblaciones en condición de vulnerabilidad, este Estado definió su perfil por el peso principal de la seguridad social (política previsional y de asignaciones familiares). Pero (esto es lo que corresponde al otro curso de la acción) su particularidad radica en que, al mismo tiempo que el sistema de seguridad social clásico en Argentina -sostenido en los aportes de los empleados y contribuciones patronales- mantiene continuidad, el régimen instaurado en estos años permitió esquivar la contratación formal a través de la cual se realizan aquellos aportes, dando lugar a una ampliación inédita de las protecciones al alcanzar a población trabajadora ocupada informalmente o prescindente del mercado respectivo. No obstante, sus fundamentos ideológicos y discursivos no abandonaron la expectativa de alcanzar plenamente un estado de trabajo normal para el conjunto de la población trabajadora.
Es posible interpretar que ese conjunto de intervenciones políticas en la sociedad y en el mercado ocurridas a lo largo de la década y media del presente siglo, contribuyeron a configurar una reedición aggiornada (adecuada a los tiempos) de lo que fuera el Estado social en la Argentina. Se trata de diversas intervenciones de políticas, más o menos planeadas o más o menos tomadas al calor de los sucesos y de la necesidad de respuestas políticas, que condujeron a dotar al Estado de resortes y dispositivos institucionales de regulación del trabajo, de protección social y de prestaciones para la reproducción, de naturaleza diferente y aun contraria, a los que se habían instituido durante el ciclo del neoliberalismo, entonces basados en el supuesto de la autovalía de individuos que satisfacen sus necesidades por el mercado, y del auxilio estatal para los incapaces. Se trata ahora de dispositivos y recursos normativos y materiales de protección (sociales y del trabajo), dirigidos a limitar de manera activa la dependencia del mercado tanto de la reproducción de la vida como de la fuerza de trabajo, instaurando un régimen de reproducción que reasumió la preponderancia estatal y el principio de la solidaridad social por instituciones obligadas a realizarlo.
Si bajo los supuestos del neoliberalismo se trataba de preservar el libre juego de las fuerzas que actúan en el mercado y la autovalía de los sujetos, en cuyo caso la política concurría al afianzamiento normativo del individualismo, en el ciclo en cuestión se trató de equilibrar fuerzas desiguales, con una base normativa capaz de producir lazos más sólidos de protección colectiva institucional. Nótese, entonces, que no se trata solamente de reponer la centralidad del Estado, sino de la evidencia de dicha centralidad, al desmontarse la falacia de que el neoliberalismo solo imponía su retirada. Como sostuvimos a lo largo de nuestras investigaciones, también la supuesta liberalización del mercado y la mayor mercantilización y familiarización de la reproducción (de la fuerza de trabajo y de la vida) debieron -necesitaron- sostenerse en la constitución de una institucionalidad y en una plataforma normativa que diera fuerza de ley a la autolimitación del Estado en el mercado y a las reglas de regulación laboral más o menos precarizadoras de dicha relación, que estableciera los alcances de las prestaciones sociales, que definiera a sus beneficiarios, etc.1 Como dijimos oportunamente, citando a de Sousa-Santos (1998), se trata siempre de intervenciones del Estado en el Estado -e inmediatamente, entonces, en la sociedad-, que reglan la vida social, instituyendo a su vez relaciones sociales.
Si lo dicho precisa el punto de vista teórico respecto del Estado (la sociedad) que informa este trabajo, queda por decir en qué sentido se reconstituyó como social el Estado argentino del ciclo 2003-2015, asumiendo paulatinamente las condiciones que en el mundo del trabajo produjo el experimento neoliberal, articuladas a las que impone el capitalismo global.
El estado social en la argentina
En primer lugar, de lo anterior se desprende una primera premisa general: el calificativo de “social” define un tipo-momento-ciclo del Estado capitalista cuya denominación, en un sentido, enmascara aquella capacidad estatal de hacer sociedad y de ser, simultáneamente, su forma institucional justamente porque las sociedades nacionales son, desde el principio, formaciones políticas.2 En ese sentido, el Estado no puede ser sino social y la sociedad que (se) representa, comunidad política. Esto sin desmedro de que la vida social excede (de muchas maneras y sentidos) la capacidad de regulación estatal (o “la ley y el orden” del Estado legítimo), al tiempo que aquello que lo excede cuestiona y transforma el orden instituido. Por ejemplo, huelgas o paros generales por torcer decisiones en materia de política económica o laboral; la reivindicación de reconocimiento, de libertad o autonomía de grupos desconsiderados en su identidad particular (étnicos o sexuales, v.g.); el reclamo de intervención (protección o castigo) ante la violencia doméstica3 o la violación de los derechos humanos; también y en el peor de los casos, cuando se corrompe, compromete y esteriliza a las instituciones legítimas, cual es el caso de las mafias, la delincuencia organizada o las prácticas corruptas estructurales y naturalizadas.
Pero la particularidad de aquella institucionalidad que dio en denominarse, como especificidad, el Estado social, se configura haciéndose cargo de (politizando) la cuestión social que emerge del antagonismo capital-trabajo (donde radica el riesgo para la reproducción de las clases trabajadoras) hasta producirse un sistema institucional de reproducción social que combina Estado-mercado-familia (en la clásica fórmula de Esping-Andersen, 1993) y, agregaría, organizaciones de la comunidad. Más precisamente, se trata de la institución de un sistema de derechos (los llamados derechos sociales) que, esencialmente, desnudan el frágil equilibrio entre igualdad y libertad en el capitalismo, cuando este último principio se aplica a rajatabla en el mercado.
Ese Estado tomó su forma más acabada más o menos a la mitad del siglo XX, post-Segunda Guerra Mundial, como un acuerdo de clases que inauguró los famosos “30 gloriosos” años en el mundo desarrollado y se constituyó bajo condiciones distintas y con características propias y originales en América Latina, a través de movimientos políticos que, en algunos casos, diferían (difieren) de los medios, instituciones y formas “modernas” de la política (o características de los Estados del capitalismo central).
Ese fue el caso de Argentina, donde los derechos sociales se asimilaron a derechos del trabajo, en un país en el que la ocupación incluía y constituía al sujeto por excelencia del Estado social: el trabajador. En la fallida Constitución de 1949, el trabajador representó un sujeto colectivo (una clase) al que se reconocieron “derechos especiales” que pervivieron en la Constitución liberal restituida en 1956 y luego, en la que fuera sancionada en 1994, que rige en la actualidad (artículo 14bis). Entre los principios fundamentales (primera parte), la Constitución de 1949 estableció como derechos especiales los “del trabajador”, en un capítulo aparte de los derechos, deberes y garantías de las personas: (Cap. III, Título I). Allí se especificaba que “el derecho a trabajar debe ser protegido por la sociedad considerándolo con la dignidad que merece”, dignidad que se definía por el reconocimiento de los siguientes derechos de los trabajadores: “a una retribución justa; a la capacitación; a condiciones dignas de trabajo; a la preservación de la salud; al bienestar; a la seguridad social; a la protección de su familia; al mejoramiento económico; y a la defensa de los intereses profesionales”. Adviértase, entonces, que la Constitución delimitaba un conjunto social (una clase, en el sentido clasificatorio y de lugar en una relación social) justamente dado por la relación con el trabajo.
La vigencia de la Constitución de 1949 fue muy corta, porque fue derogada en 1956 por un Gobierno militar de facto, que restituyó la original de 1853 (con sus reformas). Sin embargo, entonces se completó el artículo 14 original, con un bis, estableciéndose que: “El trabajo en sus diversas formas gozará de la protección de las leyes, las que aseguran al trabajador condiciones dignas y equitativas de trabajo”. Así se mantiene en la Constitución vigente, surgida de la Convención de 1994, también como art. 14bis.4 Desde aquella formulación original de 1949, sin que esté dicho, el trabajo es puesto en una relación social y la alusión al trabajador adquiere un carácter particular y colectivo al mismo tiempo: esto es, se reconocen derechos específicos de ese colectivo (o clase o conjunto). Claro que la alusión a las diversas formas, desborda la relación asalariada, lo que permite reconocer un sujeto cuya vida depende de su trabajo (o de las condiciones en que trabaja).5 Sin embargo, como se desprende del artículo transcripto en la nota al pie número 4, no cambia el hecho de que la relación asalariada devino en la forma normal de empleo, medio legítimo, a la vez, de las protecciones sociales. Pero también sucede que el peronismo6 de mediados del siglo XX conformaría un movimiento político (y un régimen de gobierno) basado en la apreciación simbólica del trabajo y de los trabajadores como una clase o categoría abarcadora de amplios y diversos conjuntos, aunados por esa condición merecedora de reconocimientos, que sobrepasa a los agregados sociales empíricamente delimitados, organizados por diversos gremios y efectivamente alcanzados por los derechos específicos del trabajo y por las protecciones asociadas a él.
A partir de allí, el régimen de protecciones que se desarrolla no solamente mostrará sus limitaciones cuando, en el último tramo del siglo XX se presente el problema de la informalidad y el desempleo y de las formas sucedáneas de ocupación al margen de la legislación laboral, sino que, además, nunca llegará a ser homogéneo para los asalariados formales (menos aún para el trabajo en sus diversas formas), pues adquirirá alcances y calidades diferentes para los distintos gremios, derivados del papel y fortaleza política y económica de los sindicatos. No obstante, eso no daba lugar a desigualdades marcadas; más aún, pareció cuasi universal, al estar asociado a un mercado de trabajo relativamente amplio y también de relativo bajo desempleo, hasta el último cuarto del siglo XX, dictadura mediante.7A grandes rasgos, ese sistema comprendió la atención de la salud, vía un subsistema de administración sindical (de peso sustantivo en relación con el subsistema público y las prestaciones privadas, con las que articuló: Danani, 1994); el régimen previsional o de jubilaciones, unificado bajo jurisdicción del Estado en 1967,8 y las asignaciones familiares, que fueron unificadas e incluidas en el sistema público de seguridad social en 1991 (Falappa y Mossier, 2014, p. 227). Por fuera de estas prestaciones atadas al empleo formal y dependientes de los aportes patronales y contribuciones de los afiliados, permanecieron las prestaciones de la asistencia social para los grupos vulnerables por no formar parte de la población activa por razones biológicas, principalmente: enfermos, niños y ancianos desprovistos de aquellas protecciones, y madres solas, cuya vulnerabilidad se derivaba de la dependencia de las mujeres respecto del trabajo principal de los varones.
Las condiciones del mercado de trabajo que hacían posible este régimen, tanto como la orientación político-ideológica que se imponía en la interpretación de los problemas derivados de aquel y en las “soluciones” propuestas, van a culminar en una transformación radical de esa forma de Estado social local, dando lugar a lo que en nuestros trabajos previos llamamos un Estado neoliberal asistencialista (Grassi, Hintze y Neufeld, 1994, p. 22). En este caso, los dos medios principales de las protecciones pasaron a ser: el mercado (las prestaciones se compran, vía seguros médicos prepagos, y los fondos de jubilaciones y pensiones, ahorros previsionales particulares administrados por agencias privadas creadas a tal fin)9 y la asistencia para una población vulnerable ya no solo por razones biológicas, sino por la intensificación de la mercantilización del trabajo, vía las reformas de la legislación laboral.10 Atados al salario formal o al patrimonio, recursos que aseguran el acceso al mercado, la referencia y el correspondiente sujeto ya no serán el trabajo ni los trabajadores, sino el individuo ahorrador y precavido, capaz de elegir el mejor servicio.
Aunque dicho muy esquemáticamente, estas referencias históricas al Estado argentino ayudarán a caracterizar el ciclo de políticas bajo análisis, configurado tras la debacle social de principios del siglo XXI, a lo largo del cual: (1) se irá reinstalando la centralidad del Estado en materia de protecciones y (2) se recreará aquella apreciación simbólica del trabajo materializada, a su vez, en medidas políticas (una nueva legislación e institucionalidad) orientadas a la protección y regularización del empleo. Son estos dos procesos los que nos permiten referirnos a la reedición del Estado social en este país, en este período. Y, a la vez, son otros dos acaecimientos los que dan cuenta de un cierto ajuste a un mundo del trabajo caracterizado por importantes divisiones y distinciones, y de aggiornamento de época, que en conjunto tensionan el universo ideológico de referencia de la fracción política en el gobierno entre 2003 y 2015. Me refiero a: (3) una política de protecciones y seguridad social que, aunque referenciada en el reconocimiento del trabajo formal, al final abre una puerta a aquellas condiciones que escapan de la “normalidad deseada” (el empleo protegido) y que connota principalmente el carácter del Estado y el sentido de la política social del período, y (4) una significativa ampliación del campo de los derechos civiles y culturales, que puso al Estado argentino en un lugar de avanzada y de dirección en el campo político-cultural (son ejemplos, el reconocimiento de la diversidad sexual expresada en una temprana ley del matrimonio igualitario (N° 26618 de 2010) y la política de derechos humanos). (5) Aunque parte de lo anterior, vale la pena distinguir, como otro indicador de este aggiornamento de época, el lenguaje de los derechos que, en general, sirvió de fundamento a la política social, oscilando siempre entre el trabajo y la universalidad.
En lo que sigue se destacan estos rasgos que emergen de: (a) la reposición del trabajo como valor y de la mediación del Estado en su relación con el capital; (b) las condiciones del trabajo realmente existente; (3) la configuración de la política social paulatinamente orientada a la ampliación de las protecciones y la seguridad social.
La mediación política. Empleo normal y dignidad del trabajo
Un primer dispositivo del proceso de reedición del Estado social argentino radica en la reposición del carácter de trabajo normal al empleo de tiempo completo, por plazo indeterminado y con los beneficios de la seguridad social, acompañado de la expectativa (finalmente frustrada, pero no abandonada) de un pleno empleo de esas características, que asegure la inclusión del conjunto de la clase trabajadora a sus beneficios. Parte de ese giro político que caracterizará este período como un ciclo histórico es la recuperación de un papel activo para el Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social (en adelante, MTEySS) tanto en materia de política laboral y de empleo como de seguridad social, siendo una de las agencias de su órbita (la Administración Nacional de Seguridad Social, Anses) la que adquirió el papel preponderante en la política social del Gobierno del Frente para la Victoria (FpV).11 Esta es, a nuestro juicio, la línea directriz y el núcleo de la transformación del Estado en estos años.
A lo largo del período, nuevamente el Estado asumió la intervención en el antagonismo capital-trabajo; la política se orientó en la dirección de recomponer las condiciones y calidad del empleo12 y de reinstalar la negociación colectiva. La derogación de la Ley Nacional de Empleo aprobada bajo sospecha de sobornos a los legisladores en el año 2000 y la sanción de una nueva Ley Laboral (Ley Nº 25.877/04), fueron de las primeras medidas tomadas por el Gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007). Como tal, tuvo una carga simbólica importante aunque, en los hechos, creó la posibilidad de la inspección del trabajo por parte del Estado nacional, en todo el territorio.13 La Ley dio lugar a la puesta en marcha del Plan Nacional de Regularización del Trabajo, por el cual el ministerio respectivo se propuso su intervención activa en la normalización del empleo no registrado, lo que implica el acceso a protecciones asociadas a él. La recuperación para el Estado nacional de la inspección del trabajo en todo el territorio fue uno de los pocos puntos de conflicto con los representantes de las provincias, durante el tratamiento de esa Ley en el Senado de la Nación (Brovelli, 2010), puesto que esa atribución limita los posibles arreglos espurios locales. Asimismo, se reinstituyó el Consejo del Salario Mínimo como recurso de fijación del salario básico y se regularizó la reunión en comisiones paritarias libres por sectores para acordar los aumentos salariales,14 cuya convocatoria se realiza regularmente por la autoridad nacional desde entonces. La ampliación de las protecciones sociales (pensiones, jubilaciones y asignaciones familiares, sobre lo que volveremos) son, a su vez, medios indirectos de fijación de pisos salariales.
Desde ese momento, entonces, pudo advertirse una búsqueda deliberada de reasunción del poder de intermediación del Estado en la regulación de la relación laboral, restringiendo el poder del empleador en la imposición de las condiciones del contrato y en la fijación de los salarios, imponiéndose la obligación de la negociación colectiva. Esta restitución de las instituciones del trabajo entrañaba, además, una política de empleo o de injerencia deliberada en la oferta-demanda de trabajo en el mercado respectivo,15tendiente a incidir en la creación de puestos de empleo o, en su defecto, en la preservación de la permanencia de trabajadores en sus puestos, dificultando el despido.16
Más allá de los debates acerca de los índices reales de la evolución del empleo,17 la enumeración de estas intervenciones no pone en discusión la eficacia de la política, sino que enfatiza el sentido o dirección de esta. Como veremos enseguida, el éxito para resolver los problemas del trabajo puede evaluarse relativo, en una economía que, si bien mejoró mucho su performance, parece tener restricciones estructurales que los economistas señalan y sobre las cuales discuten con escasísimo acuerdo. Lo que no puede desconocerse es el protagonismo en el conflicto capital-trabajo por parte del Estado central, en las regulaciones y condiciones del empleo y en el empleo mismo. Frente a ello reaccionaban de modos distintos las partes en conflicto. Dicho en general, entre los sectores empleadores sobresalió la reiteración de argumentos que más tienen que ver con los intereses inmediatos que con los resultados efectivos de las políticas. Así, se aludió a “la desconfianza e inseguridad jurídica para las inversiones”, a que tales medidas “generarían más desempleo” o “aumentarían los gastos inflacionarios”. Los sectores de trabajadores organizados en sindicatos y centrales sindicales oscilaron entre el apoyo y la disconformidad, en una compleja trama política que se inscribe en la pertenencia, adhesión o identificación peronista de casi todos los grupos en conflicto. Se trata esto de una característica del campo político local que debe enunciarse, cuyo análisis debe hacerse detenidamente y no es este el lugar para ello.18
Hay todavía un amplio conjunto de organizaciones del mundo del trabajo que no participa en esta disputa trabajo-capital con la mediación del Estado, pero sí directamente con el Estado, sea en confrontación abierta, negociación o participación en sus agencias de gobierno. Son las organizaciones sociales que se iniciaron como organizaciones de desocupados o de trabajadores que lograron organizarse en cooperativas o recuperar asociativamente sus fuentes de trabajo quebradas.19 También en este caso el Estado nacional adquirió una centralidad particular en este período, al convertirse no solo en el lugar de la demanda, sino de la disputa por el reconocimiento por parte de esas organizaciones que participaron o son la base de los distintos agrupamientos políticos que convergen, con avatares, en el Frente que gobernó durante tres períodos eleccionarios consecutivos, hasta 2015.20 Las diferentes estrategias (desde planes sociales con contraprestación, hasta la extensión de derechos de protección y las más o menos fragmentarias o insuficientes regulaciones de la economía asociativa) incorporaron necesidades y demandas de estas organizaciones, pero fundamentalmente, reconocimiento como sujetos políticos. En sus fundamentos, esas acciones de política remiten a la justicia social y a la condición de trabajadores (desocupados o vulnerables) de sus destinatarios. También en este caso, en el trabajo se depositó la expectativa de superación de gran parte de los problemas sociales. De ahí que las organizaciones resultaran ser aliadas o contrincantes políticas, pero adquirieron un lugar de agentes políticos, disputando el poder de incidir en las decisiones políticas, ya no como demandantes de planes sociales.21 La alianza (o la confrontación) con el Gobierno fue una alianza (o confrontación) política con un sujeto político legítimo y supuso trabajo político en el territorio, recursos para el trabajo social de las organizaciones aliadas, puestos en la estructura del funcionariado del Estado (Perelmiter, 2012) y cargos políticos o en las listas legislativas.22
Pero las condiciones realmente existentes en el mundo del trabajo y la búsqueda de reconocimiento y expresión institucional por parte de las organizaciones sociales, y principalmente el predominio de una economía que no es social, ni solidaria ni asociativa y subordina al sector de la economía asociativa y autogestionada, mantuvieron en tensión esas alianzas, y a las instituciones y agencias estatales intervinientes.
Si, como se desarrolla en los apartados siguientes, al final del período está visto que el empleo normal y protegido en el mercado capitalista resultó un medio limitado (necesario, pero no suficiente) para atender las múltiples manifestaciones problemáticas de una cuestión social compleja y multidimensional, debe considerarse dos elementos para comprender la particularidad del ciclo en su relación con la representación orgánica de los trabajadores. En primer lugar, la tradición histórica y política con la que se identifica el Gobierno durante esos tres períodos, el peronismo, para el cual el trabajo y los trabajadores organizados (más precisamente, el movimiento obrero organizado en sindicatos fuertes y en la Central General de Trabajadores) constituyeron “la columna vertebral del movimiento” que dio impulso al desarrollo de las instituciones de la protección y la seguridad social en el país. Después de la experiencia del peronismo neoliberal de los años noventa que quebró, justamente, esa vertebración, esta no se reconstituyó de la misma manera bajo el Gobierno del Frente para la Victoria cuando, como decimos, una parte de la base popular de su sustentación se halla en algunas de esas otras organizaciones de trabajadores desocupados o informales, de base territorial.23
La segunda cuestión es la que se deriva de este quiebre y reconfiguración de las organizaciones de las clases trabajadoras, puesta de manifiesto en la política socio-laboral, la que sin abandonar la expectativa del pleno empleo normal y protegido, asumió de hecho los límites realmente existentes en el mercado de trabajo y la complejidad de ese mundo, y dejó instalados derechos que trascienden la normalidad laboral típica, pero invocando a un sujeto valorado, también, por ser trabajador. Se trata, como veremos más adelante, de normas y regulaciones que expresan y dan existencia estatal también y en tanto tal, a esa parte del mundo del trabajo que se realiza bajo formas no típicamente capitalistas (asociativas, cooperativas y de subsistencia). En ese sentido, produjeron (o contribuyeron a producir) otra normalidad del trabajo y de vidas de trabajo por instituciones que no son las del trabajo asalariado.24
Justamente, esta ambigüedad se expresó en la propia estructura burocrática del Estado que se encargó del trabajo en dos ministerios: MTEySS y el Ministerio de Desarrollo Social (MDS), pero reunió a sus sujetos en la seguridad social y en la más poderosa de sus agencias (la Anses). En los hechos, se trata de una institucionalidad que instauró un estado de cosas que amplió los límites de los pertenecientes,25 creando un conjunto social más o menos difuso, pero destinatario ineludible de los discursos políticos de todas las fuerzas que, al final, aspiraron a “representar” a la sociedad.26Sin embargo, sus creadores no dejaron de esperar (suponer) que los recursos de esa institucionalidad que reunió a los trabajadores (también de la economía social y de la informalidad) ya no serían necesarios cuando “todos tengan trabajo y sean protegidos por estar en blanco”.
Si, como dijimos antes, en este ciclo se devela lo que, sin embargo, es intrínseco al Estado, cual es la capacidad de sus intervenciones de producir/transformar la sociedad (y transformarse en tanto Estado), una cuestión adicional (fundamental, sin embargo) de la política es la constitución de la valía del sujeto. ¿Qué nos hace reconocibles como miembros semejantes de una comunidad política? La condición del trabajador como el sujeto valioso fue una larga y trabajosa construcción hecha por los discursos más contradictorios (desde el humanismo cristiano, pasando por el liberalismo filantrópico, hasta la utopía comunista que proponía una etapa de dictadura del proletariado) contra o como alternativa al liberalismo mercantilista. Esta tradición (y esta condición) es la que prevaleció en el discurso y las justificaciones que sostuvieron las políticas socio-laborales en este ciclo, aunque debiera aggiornarse a unas circunstancias en las que el propio mundo del trabajo se presenta profundamente dividido.
Empleo normal y trabajo precario e informal: limitaciones realmente existentes en el mercado de trabajo
En este punto se retoman esas divisiones y los límites fácticos del mercado de trabajo realmente existente a nivel local en estos años, prestando atención fundamentalmente a lo que puede identificarse como un segundo período del ciclo, cuando las vías de la recuperación inicial empiezan a encontrar sus límites, tanto porque esa recuperación se contrasta con la crisis que fue el punto de partida, como porque las condiciones externas que ayudaron en un primer momento (principalmente los altos precios de los commodities), se volvieron más inestables, principalmente desde la crisis del sistema de 2009. Precisamente entonces, empezaron a hacerse más definidos los rasgos de un Estado social que va adecuándose y asumiendo un estado de cosas que ya no responde a las intervenciones clásicas en el mercado y en las relaciones laborales. Es el momento, también, cuando la crítica se hizo más acérrima y arreciaron los vaticinios del fin del ciclo, contra los análisis más serenos del proceso político y de la política socio-laboral.
Aunque lejos de nuestra capacidad de analizar las causas de esos límites del mercado de trabajo para absorber mano de obra en las condiciones de normalidad señaladas (estable, a tiempo completo y protegida), al menos podemos reconocer un régimen de acumulación en el que se conjugan las condiciones generales del sistema mundial (financierización del capital y tendencia a precarizar el empleo), la particular visión que fue orientando las decisiones políticas de los Gobiernos de este ciclo (vocación desarrollista, apreciación del trabajo) y también, las restricciones del sistema económico local. Algunas de sus características generales son la dependencia del precio de los commodities (la producción de soja y otros productos agrícolas para la alimentación) para sostener los términos de intercambio a favor del país; la falta de una producción industrial capaz de desarrollarse en nichos realmente competitivos o con alto valor agregado, especialmente de conocimiento; una reiterada escasez de divisas reconocida por los economistas de diferentes posiciones, aunque disientan en sus causas y más profundamente, en la estrategia a seguir para solucionarla.
En conjunto, conforman una economía altamente concentrada, con predominancia de capitales internacionales, tanto en el sector financiero, como de la producción.27 A ese entramado debe agregarse un ingrediente que corresponde a la visión política de los Gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner y contribuye a la particularidad del régimen local: el sostenimiento del consumo interno como un motor fundamental de la actividad económica,28 dinámica a la que contribuía el nivel de los salarios, las políticas sociales que incluían transferencias monetarias y, como se hizo más palpable en los últimos dos años, diversas medidas de subsidio al consumo de las clases medias. Se trata de medidas contracíclicas que, además, buscaban sostener o incentivar la producción doméstica.
Aquellas condiciones del régimen de producción dominante estructuran, a su vez, un mercado de trabajo fragmentado, como señalamos antes, tanto en términos de las cualidades de la mano de obra que demanda e incorpora, como de las condiciones dispares que logran los distintos gremios, según su pertenencia a sectores críticos de esta economía, influencia política y capacidad de movilización de sus sindicatos.29 En ese mundo, una parte importante de la mano de obra continuó trabajando sin estar registrada, incluso a veces en condiciones de sobreexplotación, como es el caso de los talleres textiles clandestinos;30 se mantuvo la informalidad entre trabajadores autónomos, dispar en sus condiciones y capacidades para generar ingresos, pero alejados del sector de trabajadores sindicalizados, y una economía de subsistencia muy precaria (rebusques y changas con los que se sostienen algunos hogares, desde la venta callejera de chucherías al limosneo), cuyo registro estadístico no está claro. En ese contexto, a pesar de las medidas asumidas por el Ministerio de Trabajo en pos de lograr que los empleadores inscriban a sus trabajadores de acuerdo con la legislación laboral vigente,31 la información oficial32 indicaba que la tasa de no registro se mantenía en 34,3% para el IV trimestre de 2014 y se habría estacionado alrededor de ese elevado valor.33 Si se considera que para la misma medición oficial el desempleo era relativamente bajo (6,9%), es de suponer que parte de su mejoramiento -significativo a lo largo de todo el período- se explica porque el número absoluto de ocupados que no estaban formalmente registrados también siguió creciendo, aunque su proporción se redujo en el empleo total.
Tal como los especialistas reconocen, la informalidad laboral constituye “una característica estructural del mercado de trabajo en Argentina, ya que se registran incrementos del trabajo no registrado tanto en fases recesivas como expansivas” (Bertranou y Casanova, 2014, p. 33). Así se manifiesta desde mediados de la década del setenta y, como argumentamos antes, el problema se profundizó con la apertura de la economía y la flexibilización laboral a lo largo de la última década del siglo XX, empezando a revertirse en 2004 y “hasta la gran crisis financiera internacional (2009)”, según Bertranou y Casanova (2014, p. 33). Desde entonces y en coincidencia con los datos oficiales, estos autores hallaban un “amesetamiento en torno al 33% (de no registro) del total de asalariados” (2014, p. 34).
A su vez, otros estudios como los que realiza el Observatorio de la Deuda Social Argentina (Odsa)34 registraban alrededor del 14% de ocupaciones inestables. Aunque se trata de fuentes y metodologías no necesariamente comparables, por lo que no corresponde hacer una simple adición de estos valores, grosso modo puede inferirse que un poco más de la mitad de la PEA es la que mantenía un empleo pleno y de calidad. Esto es coincidente con un abordaje y definición más amplios de la informalidad, “como el no registro de la relación laboral asalariada en la seguridad social y la no inscripción de los trabajadores independientes en la administración fiscal” (Bertranou y Casanova, 2014, p. 18), en cuyo caso el problema afectaba ese año a cuatro de cada diez trabajadores (44% para el total del país), según Bertranou y Casanova (2014, p. 30).35
Esto quiere decir que es alta la proporción de la población trabajadora que permaneció fuera, total o parcialmente, de las regulaciones, protecciones y obligaciones legalmente impuestas; de los acuerdos paritarios y, mucho más, de los beneficios logrados o dispuestos por algunos gremios para sus afiliados (desde prestaciones médicas de calidad hasta servicios turísticos). El no registro de asalariados ocurre tanto en el sector de la economía informal, como en unidades económicas debidamente registradas y de importantes dimensiones (como puede verse en el citado REPSAL), que incorporan trabajadores eludiendo los aportes correspondientes.36 Aunque la gama de situaciones puede ser bastante diversa, en cualquier caso se trata de ocupaciones precarias por definición (nada asegura su continuidad ni la regularidad del ingreso que producen). Pero además de esta incertidumbre común, los lazos en que se sostienen pueden ser muy frágiles, más aún en las economías de subsistencia. Si es cierto que la economía capitalista es un medio inestable, lo es más para quienes viven en sus intersticios, sea ocupados por terceros o en unidades de pequeño tamaño, con nulos recursos para poder incidir en la dirección de la economía. Ocupaciones precarias, vidas precarias, parte de las cuales no se reproduce, siquiera, como fuerza de trabajo disponible.
Al respecto, la información brindada por el MDS -que, como se expuso antes, conjuntamente con el MTEySS conformó la estructura institucional del régimen de reproducción- es significativa, ya que según el Informe 2013,37 1 773 220 familias recibieron ese año asistencia alimentaria del Plan Nacional de Seguridad Alimentaria.38 Es decir, alrededor del 14% de hogares, considerando el número total arrojado por el censo 2010 (12 171 675 hogares). Esto hace suponer que se trata de hogares cuyos ingresos (cualquiera sea el modo de ocupación) eran insuficientes para satisfacer regularmente sus necesidades alimentarias. A la vez, las intervenciones del MDS se dirigían también a procurar “ingresos por el trabajo” realizado por población activa o potencialmente activa, con problemas laborales de larga data, cuyas fuerzas no se requerían en el mercado, pero que se había organizado en cooperativas o asociado por exigencias del Programa Ingreso Social con Trabajo “Argentina Trabaja” (Prist) para producir o brindar servicios, generalmente a pequeña escala (Hopp, 2013) o en redes favorecidas u organizadas por el Estado (Hintze, Deux-Marzi y Costa, 2011).
La vinculación a este Programa dio acceso a una obra social (seguro médico) y al sistema previsional a través del monotributo social,39 al que habrían ingresado 208 894 cooperativistas en 2013, año del informe citado.40 A su vez, desde 2012 el componente Ellas Hacen integró a este régimen de ocupación asistido a “mujeres desocupadas con hijos a cargo o que atraviesan situaciones de violencia de género”.41 La amplitud de esta asistencia alerta respecto de las dificultades de un alto porcentaje de hogares para satisfacer sus necesidades por medio de los ingresos producidos por el empleo regular. Expectativa que se mantenía en los discursos oficiales tanto como en la prevención, más pragmática que confesada, frente a la dificultad de que el mercado absorba esta mano de obra, más aún cuando, entre quienes se incorporaban a estos programas, había población sin experiencia de empleo previa a su participación en el plan de trabajo ni en la disposición de las protecciones que (aún básicas) se asociaron a este: obra social, aportes previsionales y asignación familiar.
Esta parte de la política social dio existencia institucional, puede decirse así, a esa economía de subsistencia (véase la nota 39 sobre la definición del monotributo social) en la que se reproduce el segmento más precario del mundo de trabajo, y al mismo tiempo también, incluyó a ese segmento en instituciones que dieron alguna (mínima) previsibilidad a esas vidas precarias (ingreso, salud, asignación familiar, jubilación) que antes fueron, apenas, el objeto de la asistencia eventual de los sucesivos planes con contraprestación. Se expresa acá también una de las tantas tensiones que se generan en un Estado que pugnaba por remozar el contenido social de su composición, en el contexto del capitalismo contemporáneo, que transformó profundamente el trabajo, material y culturalmente.
Los fundamentos discursivos referidos a las intervenciones políticas en el mercado laboral en el ciclo bajo análisis han revertido, como ya se señaló antes, aquella perspectiva que atribuía el desempleo y la informalidad a los ajustes necesarios o automáticos del mercado laboral y puso el problema en términos de injusticias que la política debe reparar. Sin embargo, la política laboral y las políticas de empleo no alcanzaron para transformar y dar mayor homogeneidad al mundo del trabajo, incorporando a toda la fuerza laboral a esas condiciones que se consideran normales y deseables. La economía de sobrevivencia fue la consecuencia y creció al calor de la “modernización” del programa neoliberal y, junto con ella, aumentaron los planes de asistencia focalizados “en la pobreza”, de “contraprestación por trabajo” o de “asistencia condicionada”, que fueron la otra cara de las políticas de flexibilización laboral y de abandono de toda política de empleo; es decir, de aquellas deliberadamente dirigidas a incidir en el mercado, incentivando la creación de puestos de trabajo o vedando de algún modo los despidos. La historia es conocida y no vale la pena repetirla. Interesa sí, advertir que el cambio de la política en dirección de reconstituir la legítima capacidad de intervención del Estado en la relación capital-trabajo y su capacidad de incentivar la creación de empleo y de proteger la ocupación, manifiesta sus límites en la permanencia de esta alta informalidad laboral que, a la vez, tensiona el principio de la integración por el trabajo. En ese cambio de orientación y en sus tensiones se inscribían tanto la política de incentivos y regulaciones del sector de la economía asociativa llevada adelante por el MDS, antes mencionada, como la política que paulatinamente fue ampliando la base de quienes eran alcanzados por las protecciones (alcance horizontal, en términos de Danani y Beccaria, 2011) de la seguridad social, instaurando un principio de unidad y universalización del derecho a protección de los hogares del amplio y diverso mundo del trabajo. Entre estas políticas se produjo, a la vez, esa paradoja de la incorporación y unidad del sujeto de las protecciones, junto al reconocimiento (es decir, la inscripción en instituciones y reglas estatales) de un sector del trabajo y de la economía subordinado y, en gran parte, precario.
Respecto de la seguridad social, dado que esas limitaciones de la política de empleo resultaban también limitaciones para asegurar la protección de toda la población trabajadora por el esquema clásico dependiente de aportes y contribuciones, la salida fue una apertura de este esquema que, sin transformarlo radicalmente, abrió la puerta a un régimen más solidario, en un camino hacia una mayor universalidad de la seguridad social argentina. Una vía alternativa de ajuste del sistema y de las instituciones respectivas a las condiciones realmente existentes en el mundo del trabajo, abrazando a un conjunto diverso de trabajadores en una misma agencia del Estado (la Anses) que, por la vía de las protecciones, los reconoció como trabajadores, aunque de un sector subordinado de la economía; sector que, por su parte, era formalizado a través de las regulaciones instituidas por el MDS.42
En lo que sigue, se describe y caracteriza el régimen de protección social que fue configurándose en este período y que da fundamentos a la caracterización de un Estado social aggiornado.
La configuración actual de la protección social en argentina
Para comprender el sentido que tomaron las decisiones políticas en materia de protecciones sociales, conviene retomar el planteamiento inicial acerca del Estado en tanto ámbito de referencia de la reproducción social. Esto es, como lugar de institución y re-creación de normas básicas que orientan y sostienen la vida social (también, ineludiblemente, en su materialidad). En consecuencia, comprende y queda comprometida la reproducción de la vida de quienes son (o se reconocen) miembros de una comunidad política (una nación). En esta dimensión, las políticas sociales son intervenciones críticas porque contribuyen a la satisfacción de necesidades y porque tienen capacidad normativa y de normalización de la vida social (de producción de prácticas sociales). Esa capacidad deviene de ser el Estado un actor (además de un espacio de institución) en la producción de problemas sociales (o mejor, un actor en los procesos de problematización de fenómenos, situaciones, etc.). Consecuentemente, también en la delimitación de su propia responsabilidad por las soluciones de tales condiciones problemáticas; asimismo, en la definición de quiénes son los sujetos merecedores de sus intervenciones para la prevención o solución de tales problemas y de las condiciones de tal merecimiento. Por eso -dije en otra oportunidad-, las políticas sociales expresan los principios y postulados que organizan la vida social respecto de la igualdad y tienen efecto en la libertad; dicho de otro modo, expresan la medida en que una sociedad (una comunidad política) se acerca o se aleja del reconocimiento de las necesidades de todos sus miembros y su capacidad de protegerlos (Grassi, 2003, pp. 24-25). Solamente en el marco de la ideología neoliberal se pudo asimilar (y en buena medida, reducir) la política social a los planes de asistencia a la pobreza y al desempleo y, más aún, a sus definiciones técnicas.43 Si en ese reconocimiento y capacidad de protección se halla el núcleo de la racionalidad que da fundamento a la acción política estatal, corresponde focalizar allí el análisis para la comprensión de la naturaleza del régimen que instaura la política.
Desde el punto de vista de la estructura institucional, la seguridad social y la asistencia social en la Argentina (en conjunto, las protecciones sociales) radican en sendos ministerios: Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social (MTEySS) y Ministerio de Desarrollo Social (MDS). Este último es, a su vez, la última forma institucional que tomaron las políticas de focalización de la pobreza de los años noventa.44 En 2003, con la asunción de Néstor Kirchner, se modificó la ley de ministerios, instituyéndose el MDS y sus funciones:
La promoción y asistencia social orientada hacia el fomento de la integración social y desarrollo humano, la atención y la reducción de las situaciones de vulnerabilidad social, el desarrollo de igualdad de oportunidades para estos sectores, capacidades especiales, menores, mujeres y ancianos, la protección de la familia y el fortalecimiento de las organizaciones comunitarias, así como en lo relativo al acceso a la. (Decreto 141/2003, 2003).
Por su parte, la Anses es un organismo de la órbita del MTEySS, para el que la seguridad social comprende los siguientes regímenes de protección de la población formalmente ocupada y con obligación de aportar regularmente al sistema:
Sistema Integral de Prestaciones por Desempleo: tienen derecho al seguro por desempleo quienes hayan aportado al sistema por un período de dos a 12 meses, según el tiempo durante el cual se hayan hecho los aportes. El seguro incluye cobertura médica, asignaciones familiares y reconocimiento de la antigüedad a los efectos previsionales.45
Régimen de Asignaciones Familiares (RAF): comprende prestaciones monetarias complementarias del salario: una asignación de carácter mensual por cada menor de 18 años que se encuentre bajo el cargo de la persona empleada, o sin límite de edad cuando se trate de un discapacitado, y asignaciones monetarias eventuales por matrimonio, nacimiento, adopción o escolaridad primaria y secundaria, para personas empleadas con un tope de ingresos salariales, a partir del cual se desgrava del impuesto a las ganancias al que contribuyen asalariados y autónomos.46
Estas clásicas asignaciones familiares (AFC) son de base contributiva. Desde 2009, se sumó, además, una Asignación Universal por Hijo (AUH) para protección familiar, alcanzando a trabajadores informales y desocupados de ese sector.47
Régimen de Jubilaciones y Pensiones: en 2008 se creó el Sistema Integrado Previsional Argentino (Sipa), eliminándose el sistema mixto y optativo (de seguro privado y público de reparto) establecido en 1993 y a las correspondientes empresas gerenciadoras de fondos individuales de capitalización.
Afirmamos antes dos cuestiones fundamentales: a lo largo del período bajo análisis la acción política desde el Estado se dirigió a reinstalar la legitimad de su intervención en el conflicto capital-trabajo, y restableció la idea del trabajo como dador de derechos; por lo tanto, el empleo pleno y protegido se reconstituyó como el medio legítimo y natural de provisión de los ingresos de los hogares y de protección de los trabajadores, dignificados en su condición. Esta concepción ideológicamente informa el régimen de protección, por el que se pretendió alcanzar a todos a través de la seguridad social (seguro de salud, asignaciones familiares y jubilaciones) que recibe los aportes de los empleados y cuentapropistas (o autónomos) formales y las contribuciones patronales. Y permite explicar el peso, centralidad y protagonismo que desde el principio fue adquiriendo la seguridad social48 en la política social del período, sin desmedro de la febril actividad desplegada por el MDS.
Desde 2003, el MDS presentó sus acciones como reparaciones de injusticias originadas en el abandono por parte del Estado de sus obligaciones sociales. Se amplió su presupuesto, el alcance y la diversidad de sus programas e hizo presente al Estado nacional en todos los rincones de la extensa geografía argentina a través de la movilización de su personal y de la instalación de edificios49 que simbólicamente materializaban la presencia estatal (Perelmiter, 2012). Esa presencia era parte de una política social que daba alcance y sentido nacional, aunque (como se reiteraba en el discurso de sus agentes) se desplegara “en el territorio”. Así, acogió a colectivos sociales “vulnerables” por su exclusión del mercado de trabajo.50 En una primera etapa, las dificultades de inserción laboral de personas en condiciones de producir dieron lugar a un Plan Nacional de Desarrollo Local y Economía Social “Manos a la Obra” (PMO), inscripto en las propuestas de la economía social que entonces ya se asumía como una política social alternativa no excluyente de los demás programas. Se trataba de dar apoyo financiero y técnico a microemprendimientos productivos que aseguraran la reproducción de las unidades domésticas comprometidas. Iniciado en 2004, el plan tenía entonces un peso presupuestario poco significativo, que fue ampliándose hasta el lanzamiento, en 2009, del ya citado programa dirigido a la formación de cooperativas de trabajo (Programa Ingreso Social con Trabajo, Argentina Trabaja) y su componente, Ellas Hacen, iniciado en 2013. Sus acciones también tendieron a un mayor reconocimiento del Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social (que fuera creado ya en 2000) y, en general, se desarrolló una cierta estructura institucional de la economía social que implicó -como ya señalamos- su reconocimiento, regulaciones y legitimidad; no obstante, se trata de una institucionalidad no inscripta en las estructuras propias de la política económica. Merecen mencionarse, asimismo, la ampliación de transferencias y prestaciones para conjuntos delimitados de población en razón de diversos merecimientos específicos, como los programas de pensiones no contributivas para las madres de siete hijos, el remanente de adultos mayores sin otra cobertura, para personas con discapacidades, excombatientes de Malvinas y para pensionados por leyes especiales, cuyo número (de conjuntos merecedores de ser beneficiarios y de pensiones) se incrementó importantemente después de 2003.
Sin embargo, como dijimos, la dirección de la política de protección social -principalmente desde 2008- fue dada por las transformaciones en la seguridad social, inicialmente en el régimen previsional, que comenzara con las medidas tomadas en 2005 y finalmente, con su re-estatización y creación del Sipa en 2008. No obstante, no terminaron entonces las intervenciones y modificaciones con efectos en sus alcances y funcionamiento, como se verá enseguida. Por eso, fue la Anses, organismo autárquico de la órbita del MTEySS de la nación,51 la que se constituyó en la central por excelencia de la política social, llevando adelante y gestionando las medidas de mayor significación y envergadura, alcance y novedad del período: la citada re-estatización del régimen previsional y la incorporación al régimen de asignaciones familiares de descendientes de personas trabajadoras desocupadas o informales (2009), por la Asignación Universal por Hijo, que también fue modificándose y ajustándose tanto a las observaciones críticas por algunas de sus limitaciones, como a las necesidades y problemas a atender.
Respecto del régimen previsional, la Ley Nº 24.241 de 1993 había sustituido el sistema público de reparto vigente hasta ese año y creado uno mixto conformado por dos componentes: uno estatal de reparto y otro de capitalización de fondos individuales, con preeminencia de este último al fijarlo como opción por default si no mediara la decisión contraria del afiliado. Las consecuencias de esa reforma fueron catastróficas, pues desfinanció aún más la seguridad social pública, contribuyendo a mantener haberes de miseria para los ya jubilados y, dados los altos índices de desempleo e informalidad, por dejar a más del 40% de la población sin cobertura. En consecuencia, “la situación de los jubilados” era un problema prioritario que el Gobierno asumido en 2003 comenzó a atender prontamente, aumentando los haberes mínimos, después de una década de permanecer congelados. Posteriormente, en 2005, fue puesto en vigencia un programa llamado de “inclusión previsional”, que permitió la jubilación anticipada (Ley 25.994) para las personas que habían perdido sus empleos a una edad en la que se dificulta el reingreso al mercado de trabajo, y una moratoria previsional (Decreto 1454 del 24/11/05)52 que permitió jubilarse a personas que, habiendo cumplido la edad, no tenían suficientes años de aportes. Esta medida tuvo como efecto la incorporación al sistema de un amplio porcentaje de población que hasta entonces no había podido jubilarse;53 de personas con una historia laboral de informalidad, principalmente mujeres amas de casa, a quienes correspondió el 73% de los nuevos beneficios. A continuación, se aplicaron las primeras medidas que modificaban el régimen vigente, empezando por la reversión de la prioridad, al imponerse al sistema público como la opción por default (Ley 26.222/2007), criterio basado en el principio de amparo estatal de todos los trabajadores. Finalmente, en diciembre del año siguiente, se aprobó la Ley 26.425/08 que puso fin al régimen mixto y creó el Sipa, que volvió a ser público y de reparto en su totalidad. Por la misma ley, los fondos depositados en las administradoras de fondos de jubilaciones y pensiones pasaron a ser manejados por la citada Anses, con autonomía económica y financiera. Poco antes (octubre de 2008), el Congreso había aprobado la Ley 26.417, que dispuso el ajuste automático de los haberes jubilatorios dos veces por año, comenzando desde marzo de 2009.54 En 2007, por el Decreto 897 del PE, se había creado un Fondo de Garantía de Sustentabilidad del Régimen Previsional Público de Reparto que, luego de su creación, fue transferido al Sipa (Decreto 2103/2008).
Ahora bien, la nueva ley no modificó el principio contributivo, ni desvinculó la protección de la condición laboral, por lo que las altas tasas de informalidad aludidas obligaron a una “segunda etapa del Plan de Inclusión Previsional” (Mensaje del PEN Nº 946 del 12/06/2014), por el cual podían completar aportes hasta diciembre de 2003 las personas trabajadoras -autónomas y monotributistas- cuya situación patrimonial no les permitía cancelar sus deudas previsionales (Ley 26.970/2014), lo que imponía una evaluación previa por parte de la Anses. El objetivo explícito de esta medida era asegurar principalmente la incorporación al sistema de la población ubicada en los deciles de más bajos ingresos donde, además, se da la menor cobertura previsional (es decir, la mayor incidencia de la informalidad laboral) limitando el acceso de aquellos grupos con capacidad financiera para cancelar dichas deudas sin necesidad de las quitas y la larga financiación que estableció la nueva ley.55 Hasta abril de 2015, se habían jubilado por esta alternativa 450 000 nuevas personas, el 87% de las cuales fueron mujeres y el 72% tenía entre 60 y 64 años de edad.56 De acuerdo con la información oficial, el 97% de la población en edad de jubilarse quedó, para entonces, cubierta.57
Respecto de las asignaciones familiares, la más tardía creación de la AUH puede inscribirse (es la hipótesis) en la expectativa puesta en el empleo como dador de protecciones y tiene dos corolarios: asume, de facto, el límite que le imponía el mercado de trabajo a aquella expectativa; pero en los hechos instauraba un principio superador, pues dio lugar a un derecho a protección desconectado de la contribución directa. Fue creada en 2009 (DNU 1602, 1/11/2009) como un nuevo componente de este régimen, pero con la excepcionalidad de que no exige aportes de sus beneficiarios directos ni contribuciones especiales a ningún componente de la seguridad social.58 De tal modo, se extendió la asignación por hijo que integra el salario de los empleados formales al conjunto de la población trabajadora ocupada en relaciones informales o se halla desempleada sin derecho al seguro respectivo. Se trató entonces de la política de mayor novedad que se dispuso cuando la crisis en el corazón del sistema mundial amenazaba la economía local, en particular el empleo y el consumo. Aun cuando fue formulada con una serie de restricciones respecto de sus componentes y condiciones, a lo largo de los pocos años de su creación fue profundizándose y alcanzando rápidamente una legitimidad tal que obligó a los políticos en campaña en 2015, de todo el arco ideológico, a esforzarse por asegurar la continuidad de la institución. Inicialmente, excluía a las empleadas de casas particulares que estuvieran registradas por sus empleadores, a pesar de que estas trabajadoras no percibían ningún tipo de asignaciones familiares.59 Esa restricción se eliminó prontamente, pero persistió la exclusión de los trabajadores por cuenta propia, aportantes al régimen del monotributo, con ingresos superiores al salario mínimo, pero pertenecientes a las categorías más bajas de ingresos. Asimismo, se contempló para unidades familiares de hasta cinco hijos y no más, en tanto que para el caso de las AFC no se impone ningún límite y se abona por todos los hijos, cualquiera sea el número.60 Desde 2011 se extendió el derecho a asignación por embarazo desde los tres meses de gestación y desde marzo de 2015 se hizo extensiva también la asignación familiar por ayuda escolar anual. Asimismo, una medida fundamental en dirección a consolidar la AUH como a estabilizar la capacidad de compra de las asignaciones familiares en general, fue la fijación por ley sancionada en julio de 2015 de la actualización automática semestral de su monto, de igual modo y con la misma fórmula con que se actualizan los haberes jubilatorios.
Esta es información conocida, ¿cuál es, entonces, su significación política y efectos en los lazos y la solidaridad social? En primer término, la moratoria previsional (principalmente en su versión más reciente) y la AUH, incorporaron en gran parte a los dos conjuntos de los extremos del ciclo vital (menores y adultos mayores) sin seguridad y amparo previsional por el trabajo, al sistema de la seguridad social de la población formalmente ocupada; es decir, al que pertenecen los distintos conjuntos socio-ocupacionales y niveles de ingresos.
El sistema previsional incluye distintas categorías de aportantes y, consecuentemente, niveles de haberes desiguales, pero es el régimen común para autónomos y asalariados de todas las categorías y los haberes jubilatorios, sean altos o bajos, se perciben y cobran como “la jubilación” y su titular es, igualmente, un “jubilado”, cualquiera sea el monto de su haber. Es decir, no hay distingo del sujeto. La general desigualdad de ingresos es previa, no la funda el sistema que, con variaciones, la reproduce aproximadamente, pero -salvo para los sectores que disponen de patrimonio- el haber jubilatorio constituye un ingreso indispensable en el conjunto de los hogares de adultos mayores. No obstante, las disputas por la deslegitimación de la moratoria previsional se basaron en que quienes se jubilaron por esta medida de excepción no han cumplido con los aportes correspondientes,61 a pesar de que la deuda contraída se descuente del haber correspondiente hasta su cancelación total.
El régimen de asignaciones familiares, por su parte, distingue tramos de ingresos y el monto de la asignación es inversamente proporcional a esos tramos, el último de los cuales, donde recae la obligación de tributar al régimen fiscal, deduce el monto correspondiente de dicho tributo por ganancias (cualquiera sea la modalidad de obtención de los ingresos). En este caso, es posible plantear la hipótesis según la cual el discernimiento del valor es dependiente de su peso en el ingreso del hogar y de la relación entre el nivel de ese ingreso y el número de hijos. Cae por su peso que la AUH cobra importancia sustancial en los hogares que la perciben ya que, por las propias condiciones de su institución, son aquellos de ingresos mínimos.62 Aunque habría que corroborarlo, es probable, además, que entre ellos se halle un promedio mayor de hijos. Acá también la desigual condición es previa, el régimen es inclusivo (o extensivo, según de donde se mire), pero la disputa por la valoración/desvalorización del sujeto y la deslegitimación del derecho pasa por la condición de desocupados y de la asignación como el único o principal ingreso del hogar. Si en el primer caso el derecho a jubilación fue puesto en duda por la falta de los aportes correspondientes, las críticas a la AUH instalaron en el lugar de “planeros” [sic] que viven sin trabajar a sus titulares.
Pero en la definición y en los fundamentos de la política que estableció ambas ampliaciones (la jubilación por moratoria y la AUH) lo que habilita el derecho es el reconocimiento de sus titulares como quienes deben vivir de su única posesión, que es su capacidad de trabajo, por sobre la condición y las relaciones en las que este se haya realizado o se realice. Es decir, que ambas ampliaciones, formalmente, reconocieron hogares de trabajadores precarios y a adultos mayores sin aportes por haber trabajado en la informalidad por causa de las condiciones del mundo de trabajo (del mercado capitalista, en particular) donde se ajustaron costos de producción abaratando el trabajo. Es esa pertenencia la que justifica el derecho y donde se hallaron las causas, en última instancia, del estado de vulnerabilidad. Esto lo había señalado en otras oportunidades (Grassi, 2012), pero lo que cabe agregar ahora es que se trata de políticas que, poniendo a los trabajadores en ese mismo espacio (figurado), al mismo tiempo asumieron pragmáticamente (aunque no en el discurso) una problemática del mundo del trabajo capitalista contemporáneo, que se viene haciendo estructural y se acompañó de mayor pobreza en un país como Argentina, en el que las protecciones dependían casi enteramente del empleo formal. La asistencia neoliberal de los años noventa del siglo XX corroboró la exclusión de las protecciones, de la estabilidad laboral y de la regularidad y suficiencia de los ingresos que el empleo formal aseguraba, al tiempo que contribuía a distinguir la subclase de inempleables y vulnerables.
Por su parte, y fue explícito en sus fundamentos y discursos de presentación, la moratoria previsional -la primera etapa, principalmente, y en parte la más reciente- se hizo cargo de las consecuencias del desempleo y de la informalidad producida por el neoliberalismo (ocurrido en el pasado). La AUH, a su vez, asumió de hecho la persistencia del problema en el presente (es decir, durante los años de gobierno del Frente para la Victoria) aun sin abandonar la apelación a la normalidad pleno empleo. La reconstrucción de un Estado social se fue haciendo aggiornándose a esas condiciones, sobre un principio de universalidad que no está dado por la ciudadanía en la que se subsumen las desigualdades. Lo que unificaba y daba fundamento a estos derechos fue esa pertenencia al mundo del trabajo (o la condición de vivir del propio trabajo) donde el poder es desequilibrado. Es esa la condición abarcadora que se enunciaba como “el pueblo”, aunque también como “los cuarenta millones de argentinos” a los que habitualmente se dirigía la presidenta, aludiendo así a su pertenencia. Contra la crítica de sentido común a “los planeros” (y también contra algunas prácticas en “el territorio” y en los espacios concretos de interacción por parte de agentes políticos), el sujeto de la política era interpelado como un sujeto digno por ser trabajador, aunque sus condiciones de vida lo mantuvieran en condiciones vulnerables. Y también, por tratarse de mujeres cuya valía se reivindicó y priorizó, como trabajadoras o jefas de hogar.63
Este es un núcleo de significación que, desde el punto de vista con que abordo el análisis de la política social, permite caracterizar al Estado que fue tomando forma en este período en Argentina: retomó y se rearmó sobre sus fundamentos históricos, pero adecuados a los tiempos.
No obstante, no son estas las únicas intervenciones sociales dirigidas a la reproducción y tampoco son las únicas que conllevaban un sentido de indistinción de aquella subclase de los vulnerables sin más. Así, por caso, un sentido aún más comprensivo tuvo, en materia educativa, el Programa Conectar Igualdad64 y algunas políticas culturales que, aunque muy localizadas en la región metropolitana, tuvieron un alto contenido simbólico de indistinción del sujeto para el que estaban disponibles. Más aún, en estos casos, no había ninguna referencia a los medios de vida y, en lo formal, los servicios estaban disponibles para cualquier habitante permanente o en tránsito en la ciudad. Me refiero a Tecnópolis, un parque de divulgación científica ubicado en Villa Marteli (una localidad del Gran Buenos Aires) y de acceso gratuito, que abrió al público en 2011, y el Centro Cultural Kirchner, inaugurado a mediados de 2015 en la Ciudad de Buenos Aires, ambos fueron ofertas de muy buena calidad. Dos observaciones al respecto: si la oferta no hace distingo, no puede decirse lo mismo de la demanda. La ubicación de Tecnópolis facilitó el acceso de sectores populares que habitan en el conurbano bonaerense, lo que le valió el discriminatorio mote de “negrópolis”. La ubicación del CCK, en el centro de la Ciudad de Buenos Aires, opera como seleccionador y era posible advertir su ocupación por una gama amplia de sectores medios. Pero también, ambos centros representaron y fueron (y contuvieron) símbolos del “kirchnerismo” y, por lo tanto, su uso/consumo, pudo ser percibido como un signo de adhesión o simpatía por esa corriente política y motivo de autoexclusión de quienes rechazaban la indiferenciación de las instituciones públicas y el Estado, respecto de las personas/líderes políticos que transitoriamente las habitaban y conducían. No obstante, ambos casos se destacaron por la masividad del público que circulaba por sus espacios y espectáculos, lo que debía operar, de mantenerse la calidad de la oferta cultural (de hacerse una política de Estado), como posibilidad de erosionar los prejuicios, la discriminación o la autoexclusión, al ser lugares de interacción de los diversos sectores sociales.
Asimismo, otros programas operaron a nivel del consumo y tuvieron a la vez un objetivo propia y abiertamente anticíclico, aunque dados sus requisitos, de ellos no se beneficiaron los sectores más postergados: así, desde mediados de 2012 se implementó un programa de créditos hipotecarios65 de hasta 30 años a tasas muy bajas, para la construcción, terminación, refacción o compra de la vivienda (PROCREAR66), con fondos de Anses. Inicialmente se proyectó la entrega de 400 000 créditos que se adjudicaban por sorteos periódicos, aunque a febrero de 2015 se habrían superado los 500 000 beneficiarios.67 Por su parte, los jubilados del sistema nacional dispusieron, también desde 2012, de un sistema de créditos a través de la tarjeta ARGENTA, por medio de la cual podían obtener pequeños préstamos para la reparación de viviendas y compra de pasajes y acceder a algunos consumos con un régimen muy favorable, que en algunos casos solía beneficiar a la unidad doméstica más amplia que solo al hogar de los jubilados. El plan Ahora 12, vigente desde marzo de 2015, por el cual se subsidia parte del costo financiero de compras en 12 cuotas con tarjetas de crédito de productos de origen nacional que van desde electrodomésticos hasta ropa y accesorios, es, asimismo, un incentivo al consumo del que aún se benefician también los sectores de ingresos medio-altos y quienes están habituados a aprovechar “ofertas”. El trasporte urbano de pasajeros estaba subsidiado en la Ciudad de Buenos Aires y en algunas otras grandes ciudades del país, desde 2011, a través de la incorporación de la tarjeta de viaje SUBE, con ventajas para algunos grupos, como las trabajadoras domésticas. También en 2015, se asoció la tarjeta de viaje a un régimen de descuentos (SUBEeneficio) en algunos consumos, con el objetivo de incorporar a población no bancarizada, aunque no estaba restringido al pago con dinero al contado. Son estas otras tantas intervenciones del Estado a nivel del consumo que se han ampliado en los últimos años del ciclo, cuando se resintió la actividad económica y se contrajeron significativamente el crecimiento y el empleo.68
Conclusiones
En conclusión, no es solamente ni prioritariamente la enumeración de la cantidad de planes y presupuesto lo que permite hablar de un Estado social aggiornado configurado a lo largo de los últimos 15 años, aunque su despliegue es notorio, sino el objeto de esas intervenciones y la vocación expresa en la política de intervenir en las relaciones en la sociedad como deber del Estado y no de manera subsidiaria. Luego, su aggiornamiento se entiende como la toma en consideración -paulatina y de hecho, aunque no en los fundamentos discursivos y, aún más, parcial y fragmentariamente- de las condiciones del mercado de trabajo. Aunque no fue dicho (o por eso) en los fundamentos de esas políticas que se ampliaron a los trabajadores no registrados y en general a los que componen la clásica economía informal, ese aggionamiento estuvo en línea con el contexto local, tanto como con el mundo del trabajo en el sistema global: ninguno permitía entonces (y menos ahora) ser optimistas respecto de su capacidad para incorporar la fuerza de trabajo disponible en condiciones de razonable seguridad, lo que hace ilusoria la expectativa de universalización de las protecciones a través del empleo en el mediano plazo y sin cambios radicales en las reglas del régimen de reproducción del capital.
Hace casi diez años decía lo siguiente:
Se invierten los términos de la justificación de la política social, si se entiende que ésta participa de la posibilidad y continuidad de la sociedad, entendida como comunidad política expresada simbólicamente como totalidad en y por el Estado que iguala como ciudadanos de la Nación, a diversos y desiguales. La mercantilización del trabajo constituye la fuerza contraria y disgregadora en la que se arriesga la reproducción de una tal comunidad. No obstante, ese principio de igualdad de los connacionales ha sido (es) constituido en herramienta de lucha por la limitación de la explotación, y es donde radica el sentido de pertenencia, por lo que pone en juego la legitimidad del Estado. De este modo, la seguridad de tal continuidad y de la vida de sus miembros según estas condiciones de pertenencia (“la reproducción como espacio y tiempo sociales”, en palabras de Lechner, op.cit.) se puede convertir así -ya, en el presente y urgentemente- en el eje de una configuración diferente de las políticas sociales y alternativa a los sistemas tradicionales que fragmentan al sujeto junto con la sectorialización de las políticas. Esto exige una forma de debate político que desproblematice a los sujetos y problematice las normas y condiciones de convivencia; y que en lugar de discutir los “quantum para compensar a sujetos carecientes”, ponga por delante cuáles son las condiciones de una “buena vida” y el cómo se asegura la misma…
Si el eje es la seguridad que haga posible la continuidad de la reproducción, en primer lugar, no hay razones para que el “trabajo decente” y las resguardos frente a los riesgos del trabajo, se restrinjan a la relación asalariada. Condiciones dignas y seguridad (en el trabajo y para la vida), deberían procurarse también para el sistema de la economía “no capitalista” en general (la autoproducción, la economía social y solidaria, el trabajo doméstico), si es que la alternativa no es una economía de subsistencia. Por eso, precisamente, se han de requerir de las regulaciones y protecciones específicas instituidas y custodiadas por el Estado. Si de lo que se trata es de la disposición de recursos institucionales que permitan la proyección de la vida más allá del mantenimiento cotidiano para todos los grupos sociales, cualquiera sea la modalidad de empleo, y de la integración como co-participación y mutuo reconocimiento, la seguridad se transforma en un concepto central de la política social. Y en la principal institución de cuya autonomía del mercado depende la preservación de la vida social de los avatares a la que es sometida por la lógica del capitalismo…
La seguridad se entiende en un sentido amplio y como unidad de servicios que comprende las previsiones típicas (prevención y atención de la salud, jubilaciones y pensiones, seguros por accidentes, etc.), hasta la asistencia en circunstancias de diverso tipo que dan lugar a necesidades extraordinarias (abandono, discapacidades, enfermedades prolongadas, etc.), o que ponen en situación de no poder satisfacer necesidades corrientes por la pérdida de ingresos. En el mismo sentido, una política social amplia debe comprender los servicios de atención y cuidado de personas (guarderías para niños pequeños, servicios de atención de enfermos o adultos mayores con necesidades especiales), cuya provisión pública es escasa, principalmente mercantilizada y de alto costo. (Grassi, 2008, p. 60).
No son estas las condiciones de seguridad que predominan en la sociedad argentina ni tampoco las instituciones sumadas desde entonces a ahora están cerca de ese ideal, que supondría, además, una reconfiguración total de la estructura estatal que permita superar la disgregación de intervenciones no siempre coherentes entre sí. Una transformación de ese tipo no es solamente producto de la voluntad unilateral de los gobernantes, sino de muy complejos procesos de lucha y disputas de intereses en diferentes espacios y niveles y de cambios culturales progresivos. Las intervenciones en y desde el Estado son, sin embargo, parte fundamental de esas disputas que hacen sociedad (tejen-institucionalizan lazos), y el Estado, a su vez, no es una entidad abstracta, sino también un campo (privilegiado) de esas luchas y disputas. En ese sentido, la política de seguridad social antes destacada se basó en principios (la obligación de la protección por parte del Estado como una prioridad de la política, y la política como el medio de regulación de la convivencia, por sobre -o frente a- las reglas descarnadas del mercado) y dejó instaladas instituciones al menos relativamente solidarias por tal protección. Más allá del éxito y el quantum de mejoramiento de la vida social, es este sentido de obligatoriedad y prioridad el que permitía esperanzarse en la reconstitución de un Estado social en Argentina.
Por su parte, la relativa pérdida de centralidad del MDS como el núcleo de la obligatoriedad y de la institucionalización de la solidaridad por la protección, no significó la pérdida de potencia de sus intervenciones. Contrariamente, concentró en sí dos cuestiones fundamentales: una de ellas, particular para el proyecto político en el gobierno por esos años. El despliegue de la asistencia social directa y presente en el territorio corresponde a la tradición y evoca el sentido de la “justicia social peronista” que se completaba, ahora, con la promoción del trabajo asociativo. La otra, compartida con la Anses, se refiere a la recomposición de la presencia del Estado central en todo el territorio nacional, presencia que se había diluido significativamente como resultado de la prédica de la descentralización, que se tradujo en mayor diferenciación de la calidad y tipo de prestaciones y servicios. El MDS cumplió una parte de esa ampliación significativa de la visibilidad del Estado central en el territorio nacional, por medio de un sinnúmero de acciones y planes diversos. Entre otras cosas también, a través de la presencia territorial de agentes profesionales y en la construcción de edificios públicos que operaban como símbolos de esa presencia del Estado central en los territorios más alejados geográfica y socialmente. Así, por ejemplo, los Centros de Integración Comunitarios fueron, antes que nada, un edificio y una bandera nacional, además de un lugar de prestación de servicios diversos en las comunidades.69
Finalmente, la creación de aquellos espacios abiertos de circulación y disfrute de producción artística, recreativa y de divulgación científica, resultaba contraria a la fuerza de prácticas de consumo y uso de los espacios y los efectos de distinción propios de la cultura del neoliberalismo. Le oponía una visión de la vida social más diversa y con unos efectos de lugar, traspolando los términos de Bourdieu (1999), en los que la diversidad puede entrecruzarse. Se trató de iniciativas políticas que, como las políticas sociales antes vistas, conllevaban un sentido de reconstrucción de la comunidad política, en disputa por la ampliación o redefinición de los límites de la pertenencia a ella. Intervenciones del Estado en sí mismo (recursos normativos e institucionales) y en la sociedad (lazos) que recomponían el carácter social del Estado, en el contexto del tercer ciclo y del “nuevo espíritu” del capitalismo global (Boltanski y Chiappello, 2002). Asimismo, parte de un proceso político-cultural más plagado de tensiones y contradicciones -y también dificultades- de lo que podía advertirse en el ciclo precedente de la última década del siglo XX, cuando sus críticos hallaban un “discurso único”, el producido por el pensamiento neoliberal. En la disputa propiamente política, los opositores y críticos a los Gobiernos del Frente para la Victoria denunciaron, a su vez, el “relato” oficial como la narración de un cuento, pura imaginación. Y, por cierto, como toda parcialidad política se sostuvieron en un relato de la historia y de sí. Claro que así fue, también, como se apuntalaba en los noventa el proyecto del neoliberalismo.70 En ambos casos, las instituciones que constituyeron lo nuclear de sus programas políticos (el ancla del peso al valor del dólar o convertibilidad monetaria, entonces; la intervención del Estado en lo social y en el control de servicios básicos, en este ciclo), al final debieron ser incorporadas a los discursos de campaña (en 1999 y 2015, respectivamente) como legítimas y defendibles, aunque la convertibilidad llevara a la quiebra del país en 2001, y la mayor intervención social del Estado fuera parte, necesariamente, de la reconstrucción de la Nación. En este último año 2015, los compromisos de campaña con la defensa de la protección social, aun por los partidos de derecha, resultaba un dato alentador acerca de la fortaleza de estas instituciones. Sin embargo, los indicios que ofrece el panorama político y social después de las primeras medidas del nuevo Gobierno que sucedió a Cristina Fernández, tanto ponen en duda esos discursos de campaña, como encienden luces de alerta acerca de la sostenibilidad de las instituciones de protección social en un nuevo ciclo que se anuncia neoliberal y promercado.71