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Diálogos Revista Electrónica de Historia

On-line version ISSN 1409-469X

Diálogos rev. electr. hist vol.16 n.2 San Pedro Jul./Dec. 2015

 

La conspiración contra Miranda del 31 de julio de 1812

The conspiracy against Miranda July 31, 1812

Jorge Paredes Muñante1*

Resumen

1812 constituye un año trágico para la historia de la primera república venezolana (1811-1812). Ese año las fuerzas patriotas son derrotadas por las realistas al mando de Domingo Monteverde y ello obliga a Francisco de Miranda a firmar la Capitulación de San Mateo, el 25 de julio de 1812. Este acontecimiento produce un golpe de Estado contra Miranda liderado por Simón Bolívar, el 31 de julio, y por una serie de traiciones la entrega de Miranda a los realistas y con ello su muerte militar y política.

Palabras claves: Miranda, Bolívar, Monteverde, La Guaira, Golpe de Estado.

Abstract

1812 is a tragic year for the history of the First Republic of Venezuela (1811-1812). The Royal army, commanded by Domingo Monteverde, defeats the patriotic forces commanded by Francisco Miranda pressing the Venezuelan Republic to sign the capitulation of San Mateo, on July 25, 1812. This event produces a coup against Miranda led by Simon Bolivar, on July 31. A series of betrayals make Miranda fall into the hands of the royalists. This is their political and military death.

Keywords: Miranda, Bolívar, Monteverde, La Guaira, Coup.

El trágico fin de la Primera República venezolana fue realmente la crónica de una muerte anunciada. Si bien es cierto que se sella con la Capitulación de San Mateo (25 de julio de 1812), esa capitulación es el comienzo del fin de la vida de Francisco de Miranda. Miranda había vivido la mayor parte de su vida al servicio de la revolución separatista hispanoamericana por lo que el apelativo solo de precursor es realmente mezquino. Si el 25 de julio de 1812 se vio obligado a capitular, sin embargo, debió ser, como en otras oportunidades, para volver a empezar la lucha revolucionaria. Miranda no es el precursor de escritorio, no es el ideólogo que antecede a las revoluciones, es el ideólogo que con la pluma y con el arma en ristre, cual cuerdo Quijote, se lanza al mundo para hacer realidad esa revolución que él concibe, con la que él sueña y que, por esas cosas trágicas que posee la vida, acabará con su existencia, en una situación por demás confusa. La Capitulación de San Mateo, por esos insondables vericuetos que tiene la historia, terminará catapultando a la fama a Simón Bolívar y sepultando a Francisco de Miranda; es cierto, no en el olvido, pero sí enterrándolo en vida hasta su muerte definitiva, cuatro años después en otro julio fatídico, pero esta vez 14, en una insalubre prisión gaditana, La Carraca, de esa España, no podemos ni debemos olvidar, en la que en sus años mozos, como tantos otros líderes de la revolución hispanoamericana, recibió su formación militar, luchó por ella, se desencantó y pasó a combatirla con ese espíritu español que en el fondo tenían todos los criollos, independientemente del bando en el que se encontraban.

Este trabajo tiene mucho de personal porque trata de encontrar una explicación que por muchos años, desde mis primeras lecturas sobre Miranda, Bolívar, la independencia venezolana e hispanoamericana han concitado mi atención sobre esos acontecimientos históricos oscuros a los cuales uno quiere encontrarles sentido, hallarles una explicación. Muchas veces me he planteado la pregunta: ¿Es que dos grandes líderes no pueden actuar en un mismo acontecimiento, en una misma coyuntura histórica? ¿Realmente hay imponderables que imposibilitan la actuación conjunta de un Stalin y un Trotsky, de un Bolívar y un San Martín, de un Miranda y un Bolívar? ¿Qué hace que un liderazgo diárquico resulte imposible? ¿Es realmente imposible ello?

En este trabajo pretendemos encontrarle una explicación a lo que realmente ocurrió el 31 de julio de 1812, a ese bochinche de un grupo de connotados mantuanos contra su jefe Miranda, acusado de traición, y que terminó con su prisión por parte de los conjurados y su casi inmediata entrega a las fuerzas enemigas, a los realistas al mando de Monteverde. Cuál fue el papel jugado por Bolívar, que no era, como pretenden algunos historiadores, un simple complotado más sino el líder de la conjura. Qué había ocurrido para que el desencanto hubiese llegado a tal nivel y se pensara en abrirle un juicio sumario y fusilarlo bajo el supuesto de que el gran líder de la revolución venezolana, de la Primera República, era un traidor. ¿Tenía algún sentido ese cargo conociendo la trayectoria revolucionaria de Miranda? ¿Qué papel le cupo a Bolívar en este abstruso suceso histórico? Parafraseando a Fernando Falcón, tenemos muy claro que no puede presentarse a Bolívar, ni a ningún personaje histórico, a rendir cuentas en el tribunal de la historia, porque este, simplemente, no existe (Falcón, 2006, p. 13). No se trata de ello. Simplemente se trata de conocer para comprender hasta dónde esto es posible.

El desafío mantuano de 1808

Los mantuanos constituían la poderosa y endogámica nobleza criolla caraqueña, una verdadera casta conformada por grandes y poderosos terratenientes cuya riqueza se basaba en la producción del cacao (Rosenblat, 1975, pp. 73-74). Esta élite criolla estaba imbricada con los grupos socioeconómicos poderosos de la Metrópoli e incluso con la propia corte, como ha sido puesto de relieve por Alejandro Cardozo (2012).

Los mantuanos se van a ver inmersos en los acontecimientos que ocurren en la Metrópoli como consecuencia de las abdicaciones de Bayona (5, 6 y 10 de mayo y conocidas en Caracas el 16 de julio de 1808) y la invasión francesa a la Península. No solo es el impacto de la eclosión juntera sino lo que es más importante y trascendente: la retroversión de la soberanía al pueblo como consecuencia de la vacatio regis. En los hechos seguía siendo rey Fernando VII porque tanto en la Metrópoli como en Hispanoamérica no se reconocía su abdicación. Todos los rituales del poder, en ambos hemisferios, se llevaron a cabo en nombre de Fernando, El Deseado: “Quién gobernaba en ausencia del Rey y sobre quién recaía la soberanía eran interrogantes que preocupaban por igual a los notables y a las autoridades, tanto de Caracas, como en todo el imperio” (Quintero, 2008, p. 89).

El capitán general de Venezuela, el valenciano Juan de Casas y Barrera, el 27 de julio de 1808, incapaz de sufrir el peso que lo agobiaba por los sucesos que ocurrían en la Península, según don Pedro Urquinaona y Pardo (comisionado de la Regencia Española para la Pacificación del Nuevo Reino de Granada), se dirige a los miembros del Ayuntamiento:

He creído, después de una madura y detenida reflexión, que debe erigirse en esta ciudad una Junta, á ejemplo de la de Sevilla; y deseando que se realice á entera satisfacción de los mismos que se interesan en ella en común utilidad de todos, espero que V. S., me manifieste en este delicado asunto cuanto le pareciere, con toda la brevedad que fuese posible. (Urquinaona, 1917, pp. 20-21).


El Ayuntamiento, en poder de los mantuanos, asumió el encargo y pronto ya tenía formada la junta. Esta, sin embargo, no se instaló porque en esos momentos llegaron comisionados de la Junta de Sevilla solicitando que se le reconociese como legítimo órgano de gobierno, lo cual fue aceptado por el capitán general, aunque el Cabildo manifestó sus reservas (Quintero, 2005, p. 42). Los mantuanos, de muy mala gana, tuvieron que reconocer, el 29 de agosto de 1808, a la Junta de Sevilla. Descontentos, se produjeron nuevos planes mantuanos para la formación de una junta autónoma, constituyéndose la mal llamada, según Inés Quintero, conjura de los mantuanos.

Los mantuanos, a semejanza de otros grupos criollos hispanoamericanos, se habían visto afectados por las reformas borbónicas, las cuales “estimularon el sentimiento de postergación y abonaron la búsqueda de un autonomismo local, que, tras la crisis de la monarquía se transformó en abierta rebeldía contra la Corona” (Bernabéu, 2006, p. 15). La crisis metropolitana de 1808 devino en la ocasión propicia para pugnar por recobrar los privilegios perdidos. En un primer momento, en ningún lugar de Hispanoamérica se piensa y actúa teniendo como objetivo la independencia. A lo máximo que se aspira es a un autonomismo. Que esto ha de conducir, en diversos lugares de América, y en diversos tiempos, a la independencia, es algo que sucede casi imperceptiblemente y en gran parte porque los intereses contrapuestos entre las élites criollas tienden a permanecer a pesar del liberalismo que se opera en la Metrópoli, a pesar de las Cortes y de la Constitución gaditana. La Metrópoli, independientemente de quién o quiénes detentasen el poder, no podía permitir, por ejemplo, una igualdad de representación de americanos en función del tamaño y población toda vez que ello significaba trastocar el centro de un imperio, trastocar la relación centro-periferia.

El 22 de noviembre de 1808, 45 mantuanos firmaban una representación dirigida al gobernador y capitán general de Venezuela proponiendo la constitución de una Junta Suprema que ejerciera la autoridad suprema en la provincia, ínterin el rey Fernando VII regresaba al trono. Esta reacción, como lo señala Inés Quintero, parte nada menos que de una significativa dupla peninsular-criolla: de don Antonio Fernández de León, marqués de la Casa León, español natural de Badajoz y miembro de la Real Audiencia, y del mantuano Francisco Rodríguez del Toro. En el Patriota de Venezuela, con mordaz estilo periodístico, se le califica como el pretendido gobierno filantrópico de los Toros y los Leones. Las reuniones se llevan a cabo en casa de José Félix Ribas con la asistencia de la crema y nata de la sociedad caraqueña: Martín de Tovar y Blanco, Martín y José Tovar Ponte, Mariano Montilla, Vicente Ibarra, el Marqués del Toro, el Conde de San Javier, Nicolás Anzola, Juan Nepomuceno y Vicente Ribas (hermanos de José Félix), entre otros connotados miembros de la alta sociedad caraqueña.

El 24 de noviembre le fue entregado al capitán general Juan Casas el documento redactado por el marqués de la Casa León y firmado por 45 vecinos, en el cual se habla de la criminal felonía cometida por Napoleón contra “nuestro amado Rey y su Real Familia, y contra el honor y libertad de 1a Nación” (“Conjuración en Caracas”, 1808). Se le hace presente que la gloria de la Nación consiste en adoptar medios uniformes, como lo asienta la Suprema Junta de Sevilla en su manifiesto del 3 de agosto último, “por lo que consideran de absoluta necesidad que se lleve a efecto la resolución del Sr. Presidente Gobernador y Capitán General comunicada al ilustre ayuntamiento para la formación de una Junta Suprema con subordinación a la Soberana de Estado, que ejerza en esta ciudad la autoridad suprema, mientras regresa al trono nuestro amado Rey” (“Conjuración en Caracas”, 1808).

Los altivos mantuanos, sin embargo, tuvieron que soportar la humillación de ser encarcelados (aunque por supuesto en sus casas, en cuarteles o alejados de Caracas) y procesados por orden de Joaquín de Mosquera y Figueroa, regente interino de la Real Audiencia (Quintero, 2008). El cargo principal era que la pretendida constitución de una junta gubernativa solo era pretexto para obtener la independencia (Quintero, 2005, p. 43). El juicio a los implicados en este movimiento se prolongó hasta octubre de 1809 debido a que un grupo de mantuanos recurrió a la propia Junta Central de España para que este organismo se pronunciara sobre el caso, lo que hizo el 25 de octubre de 1809, ratificando el fallo de absolución dado por la Real Audiencia el 4 de mayo de 1809. Como bien señala Inés Quintero, “los sucesos del año ocho no pueden considerarse como un acto de insubordinación contra la Corona mucho menos interpretarse como un movimiento preindependentista” (Quintero, 2005, p. 44).

Los mantuanos al poder (1810)

Los acontecimientos políticos y militares que se van sucediendo en la Península actúan en Hispanoamérica con efecto cascada. Se actuaba no en función de fines políticos predeterminados o coherentemente planificados, sino como reacción ante la posibilidad de que la Península cayese bajo el dominio francés. Pero, por otro lado, se va haciendo cada vez más notoria la reacción de los criollos americanos de rechazo a las actitudes discriminatorias de los organismos gubernativos establecidos en la Península con relación a los derechos de igualdad preconizados por los representantes americanos en la corte gaditana.

La eclosión juntera española termina por replicarse en Hispanoamérica. 1809 será el año de los avances y retrocesos, fundamentalmente porque en uno de los nudos del imperio, en el virreinato peruano, las fuerzas realistas dirigidas por el virrey Abascal han de colaborar para que la quietud vuelva a diversos territorios (Quito, Charcas, Chile). En cambio, 1810 va a ser el año en el cual los movimientos autonomistas van a ir transformándose en separatistas, van a hacer frente a las fuerzas realistas en una guerra que no dejando de ser nunca civil se vio en la necesidad de devenir en una guerra contra un enemigo confrontado como foráneo.

Los mantuanos, en abril de 1810, pasan a liderar una segunda arremetida contra ese resquebrajado orden establecido. Se deciden por la deposición del capitán general Vicente Emparán y Orbe y el establecimiento de una Junta de Gobierno. El 19 de abril, Jueves Santo, se dará inicio a una vorágine de acontecimientos que va a llevar, un año después, a la proclamación de la independencia, al inicio de la guerra separatista venezolana que ha de empalmar con la de Nueva Granada, para convertirse en una unidad con la formación del ejército libertador del norte al mando de Bolívar y que se extenderá, en un brevísimo periodo, por los territorios actuales de Ecuador, Perú y Bolivia.

El 14 de abril de 1810 llega a Puerto Cabello el bergantín Palomo y con dicho navío noticias sumamente preocupantes: Sevilla estaba en poder de los franceses. Parecía inevitable el reinado de José I. El ayuntamiento caraqueño analiza la problemática. Martín Tovar Ponte y Nicolás Anzola, alcalde y regidor del ayuntamiento de Caracas, convencieron a don José de las Llamosas, vicepresidente del cabildo, para que convocara una sesión extraordinaria, que debería realizarse el 19 de abril de 1810. Es cierto que no había un plan predeterminado orgánico pero volvió a aflorar entre los mantuanos la pretensión de desconocer al capitán general. Cinco días después, el ayuntamiento de Caracas rompe el nudo gordiano. Lo que ocurrió ese 19 de abril lo conocemos por diversas fuentes, una de ellas la propia acta del ayuntamiento de Caracas que puede ser considerada como la versión heroico-romántica de los vencedores y que debe ser contrapuesta con la versión de los vencidos, en este caso, la relación del depuesto auditor general de guerra de Venezuela, Joseph Vicente. Señala la historiadora Nydia Ruiz Curcho (1994) que lo importante no es cuál de las dos versiones se ajusta mejor a la realidad de lo allí acontecido, toda vez que la realidad se construye socialmente y que las dos versiones compitieron por ser la verdad mientras se mantuvo la competencia por el poder entre los dos sectores encontrados. Como la historia la escriben los vencedores, el acta deviene en el documento que relata “la verdad” impuesta y transmitida mediante los mecanismos sociales legitimadores que son las versiones “oficiales” de la realidad social (Ruiz, 1994, p. 202).

El cabildo caraqueño se reunió a las 8 de la mañana del señalado 19 de abril. Los regidores Valentín Ribas y Rafael González invitaron a Emparán para que presidiese la reunión. En dicha sesión se planteó la necesidad de formar una Junta de Gobierno debido a que al haberse disuelto, en la Península, la Junta Central, resultaba indispensable que una Junta asumiese la soberanía de Venezuela. Los opositores a esta posición, y entre ellos por supuesto Vicente Emparán, hicieron referencia a que ya se había constituido un Consejo de Regencia. Martín Tovar argumentó que dicho organismo no podía ser acatado porque su constitución era ilegítima, toda vez que nadie poseía el necesario poder para constituir un organismo gubernativo de ese tipo. Hacia las 9 de la mañana, la sesión fue suspendida para que las autoridades se trasladasen a la iglesia Catedral para estar presentes en la ceremonia religiosa establecida por ser Jueves Santo. Parecía que este intermedio podía calmar la situación. Sin embargo, Emparán se encontró en la plaza con una multitud pendiente de los acontecimientos que casi sorpresivamente comenzó a corear un desafiante: “¡al cabildo!, ¡al cabildo!” Entre la multitud, en actitud de azuzadores, se encontraban distinguidos miembros de la elite mantuana, como José Félix Ribas, Francisco Javier Yánez, Tomás Mariano Montilla y Juan Germán Roscio. De pronto, Emparán se vio detenido por el caraqueño Francisco Salias, quien con un entre respetuoso e insolente “os llama el pueblo a cabildo, señor”, le exigió volver al ayuntamiento.

Comienza así la segunda etapa de la sesión del 19 de abril. Parece ser que los moderados van a imponerse porque, al parecer, la Junta que se forme ha de ser presidida por el propio capitán general. Pero intempestivamente hace su ingreso, al salón donde se realizaba la reunión, José Joaquín Cortés de Madariaga, canónigo de la iglesia Metropolitana, chileno de nacimiento, y manifiesta su oposición a que Emparán presida la Junta a formarse. Sagazmente, propone consultar a la muchedumbre que se encuentra, expectante, en la plaza. El capitán general se asoma al balcón del cabildo y la multitud, azuzada por el canónigo, le manifiesta su rechazo. Urquinaona expresa que, en esos momentos, “la chusma siguió el tolle, tolle sin oír lo que se le preguntaba, ni saber lo que respondía, como siempre suceden estas escenas tumultuarias” (Urquinaona, 1917, p. 31). La suerte de Emparán estaba echada. Se redacta de inmediato el acta de lo allí ocurrido y se dispone su publicación “en los parajes más públicos de esta ciudad, con general aplauso y aclamaciones del pueblo, diciendo: ‘¡Viva nuestro rey Fernando VII, nuevo Gobierno, muy ilustre Ayuntamiento y diputados del pueblo que lo representan!’” (Acta del 19 de abril). Al día siguiente quedaba establecida la Suprema Junta Gubernativa de Caracas que se proclamaba defensora de los derechos de Fernando VII.

El 19 de abril de 1810 va a marcar un punto de quiebre muy significativo en la marcha del fidelismo hacia un autonomismo que en poco tiempo evolucionará hacia el separatismo. Ligia Berbesi (2010) señala que los hechos ocurridos el 19 de abril actúan como un catalizador para que criollos y peninsulares manifiesten sus dudas sobre la legalidad y efectividad de la Regencia como órgano central de gobierno. Ello explica que el 3 de mayo la Junta, por unanimidad, decida no reconocer la autoridad de aquel consejo por usurpador y arbitrario. En el acta del 19 de abril se expresa que, por noticias últimas procedentes de Cádiz, parece haberse sustituido otra forma de gobierno con el título de Regencia la cual no puede ejercer ningún mando ni jurisdicción sobre estos países que no siendo ya colonias, sino partes integrantes de la Corona de España, están llamados a ejercer ellos la soberanía interina.

La nueva estructura de poder quedó conformada por la Junta Suprema con sus dos presidentes, Martín Tovar Ponte y José de las Llamozas; 21 vocales y cuatro secretarios de Estado: Juan Germán Roscio en Relaciones Exteriores, Lino de Clemente en Marina y Guerra, Nicolás de Anzola en Gracia y Justicia y Fernando Key Muñoz en Hacienda; el Tribunal de Apelaciones, Alzadas y Recursos de Agravios, que sustituyó a la Real Audiencia; el Ayuntamiento se convirtió en Municipalidad; una Junta de Guerra y una Junta de Hacienda (Maldonado, 2005, p. 3).

La Junta caraqueña, el 3 de mayo de 1810, se dirige a la Regencia en respuesta a las comunicaciones que el 14 de enero de 1810 dirigiera esta al Capitán General de Venezuela; al tiempo que reafirma su desconocimiento de la pretendida legalidad de dicha institución como representativa del reino y, como consecuencia, declara la existencia de un real vacío de poder que hace que la soberanía revierta al pueblo y con ello la legalidad a la Junta caraqueña.

La Junta Suprema de Caracas asume, como una necesidad para poder enfrentar con éxito a las fuerzas realistas, el reto de extender el movimiento a toda la Capitanía. Sin embargo, Coro y Maracaibo se manifestaron partidarias del Consejo de Regencia. Germán Cardoso y Arlene Urdaneta Quintero (2007, p. 430) señalan que Coro significó un grave problema no solo por la influencia ejercida sobre Maracaibo, sino por la segregación de su importante espacio económico de la provincia de Caracas. Coro era el centro de una intensa actividad, eje económico que compartía con La Vela.

Sobre los regionalismos venezolanos y las escisiones producidas en los territorios mencionados, Inés Quintero (2012) ha puesto énfasis en los intereses disímiles de las diversas élites regionales que explican estos desencuentros; además, señala la prestigiosa historiadora que las elites de Coro y Maracaibo no tenían ninguna oportunidad de ampliar su espacio de representación ni de hacer valer sus demandas y aspiraciones de acuerdo a sus intereses, mientras se mantuviesen sujetos a la autoridad de Caracas, y por ello sus negativas a reconocer la autoridad de la Junta Suprema (pp. 211-212).

La Primera República (1811-1812)

El siguiente hito en el proceso separatista es la proclamación de la independencia de Venezuela, el 5 de julio de 1811. Previamente se había establecido, el 2 de marzo de 1811, el Primer Congreso de las Provincias Venezolanas ante el cual declinó la Junta Suprema sus poderes, convirtiéndose en Junta Provincial de Caracas. Hay que tener presente que los miembros de este congreso aun juraron por Dios y los Sagrados Evangelios defender los derechos de Fernando VII. Subsistía aún la duda entre el autonomismo y el separatismo. Aquí entra a tallar la Sociedad Patriótica de Agricultura y Economía, que habiendo sido creada por la Junta Suprema el 14 de agosto de 1810, con la inofensiva finalidad de fomentar la agricultura, da una viraje y se convierte en la institución que va a actuar a semejanza de un partido político cuyos miembros, entre los que destacan Miranda y Bolívar, van a difundir las ideas separatistas con sus discursos y publicaciones en diversos periódicos (El Patriota Venezolano, El Mercurio, La Gaceta de Caracas, etc.). Todo ello va a presionar para que el Congreso se decida de una vez por todas por la independencia.

El discurso de Bolívar del 2 de julio de 1811 será decisivo al expresar que desvirtuaba erróneas ideas de que se estuviese fomentando el cisma, cuando todos estaban confederados contra la tiranía extranjera:

Que debemos atender a los resultados de la política de España. Qué nos importa que España venda a Bonaparte sus esclavos o que los conserve, si estamos resueltos a ser libres. La Sociedad Patriótica respeta como debe al Congreso de la Nación, pero el Congreso debe oír a la Sociedad patriótica, centro de luces y de todos los intereses revolucionarios. ¡Pongamos sin temor la piedra fundamental de la independencia sudamericana, vacilar es perdernos! (Esteves, 2007, pp. 24-25).


Las presiones de la Sociedad Patriótica dieron fruto. El 3 de julio el diputado José Luis Cabrera, diputado por Guanarito, planteó, en el Congreso, la necesidad de debatir y decidirse por la independencia. Dos días después, J. L. Cabrera, presidente del Congreso, expresaba que tenía que discutirse sobre la independencia de Venezuela. Después de un arduo debate de varias horas, la independencia fue declarada el 5 de julio de 1811. Juan Germán Roscio y Francisco Isnardi fueron encargados de redactar el acta de tan trascendental acontecimiento. El acta fue leída y aprobada por el Congreso el día 7 de julio y publicada, por bando, siete días más tarde.

Cinco meses después, el 21 de diciembre de 1811, los representantes de Margarita, de Mérida, de Cumaná, de Barinas, de Barcelona, de Trujillo y de Caracas, reunidos en Congreso General, promulgaban la Constitución Federal para los Estados de Venezuela. Con ello, al igual que con el Acta de la Confederación de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, y sin la influencia de la Constitución de Cádiz, se inicia el importante proceso constituyente inspirado directamente en los principios del constitucionalismo moderno que originarían la sanción de diversas constituciones provinciales, así como la constitución de dos nuevos estados nacionales con la sanción de la Constitución Federal para los Estados de Venezuela del 21 de diciembre de 1811 y el Acta de Confederación de las Provincias Unidas de la Nueva Granada del 27 de noviembre de 1811 (Brewer-Carías, 2012a, pp. 53-54).

Miranda regresa a Venezuela

Casi imperceptiblemente hemos visto aparecer en el escenario caraqueño la figura de Miranda. ¿Cómo llega Miranda a la convulsa Venezuela de 1810?

La Junta Suprema de Caracas, en su campaña de difusión de lucha emprendida tratando de obtener su reconocimiento así como también la adquisición de armamento, envía diversas misiones al extranjero. Una de esas misiones fue la enviada a Londres y que estuvo a cargo de Simón Bolívar, como jefe de la misión diplomática y diputado principal de Caracas, Luis López Méndez como segundo diputado y Andrés Bello en calidad de oficial de la Secretaría de Estado. Como nos lo recuerda Caracciolo Parra Pérez (2011), las credenciales otorgadas a estos tres comisionados estaban suscritas por Fernando VII, y en su Real Nombre la Suprema Junta Conservadora de sus derechos en Venezuela. La misión fue designada el 6 de junio de 1810. Sus objetivos eran de dos tipos: políticos y militares. En cuanto a lo primero, dejar perfectamente en claro las razones por las cuales la Junta Suprema de Caracas desconocía al Consejo de Regencia, aunque Venezuela seguía considerándose parte integrante de la monarquía española y defensora de los derechos de Fernando VII. En cuanto a lo segundo, obtener del gobierno británico las facilidades necesarias para adquirir armas, así como también contar con su influencia para sortear eventuales desavenencias entre las diferentes partes de la Capitanía, o entre estas y las provincias limítrofes (pp. 242-243).

La comisión caraqueña llegó a la bahía de Portsmouth el 10 de julio de 1810. El día 16 los comisionados tuvieron su primera entrevista con el Secretario de Asuntos Exteriores, el marqués de Wellington. La siempre pragmática política internacional inglesa se mostró extremadamente prudente. Ni la Junta caraqueña ni los comisionados habían valorado el hecho de que Inglaterra era, desde el 9 de enero de 1809, aliada de España. El 8 de setiembre de 1810, Bolívar y López Méndez informaban al Secretario de Relaciones Exteriores de Venezuela los resultados de la misión considerando que a pesar del tono de tibieza y reserva manifestado a las proposiciones; sin embargo, hay en el gobierno inglés “disposiciones efectivas y muy favorables hacia nosotros; disposiciones que cuadran demasiado con el estado actual de las cosas y con los intereses de la Inglaterra para que puedan disputarse o ponerse en duda” (Pérez, 2009, pp. 5-8).

La pragmática Albión, a través del marqués de Wellesley, comunica a los emisarios americanos que la Junta de Caracas debe someterse a la de Cádiz como condición previa para influir en el levantamiento del bloqueo (Rumazo, 2006, p. 68). La suerte de la misión estaba echada. Si muy poco, por no decir nada, fue lo que consiguió la misión venezolana, en cambio Inglaterra supo, astutamente, sacar provecho de ella porque al informar a Apodaca de las reuniones con los enviados venezolanos, el Consejo de Regencia, tratando de trabar lo que Venezuela podía obtener, autorizó el comercio entre Inglaterra y los dominios hispanoamericanos. Una verdadera jugada de ajedrez de la diplomacia británica. Como dice Masur (1987): “Difícilmente pudo haber comprendido Bolívar en qué medida contribuyó su presencia a la apertura de los puertos sudamericanos al comercio británico” (p. 92).

López Méndez, dirigiéndose al Secretario de Estado de Venezuela, es más realista en los resultados de la misión. Señala que no se podía esperar nada de Inglaterra: “el conocimiento que tengo de este gobierno me lleva a informar a V.S. que no dará por ahora ninguna contestación sobre la independencia, ni hará nada en favor ni en contra de ella” (Fernández, 1968, pp. 123-124).

Pero la misión venezolana a Inglaterra va a tener una consecuencia muy importante: el trabar contacto con Francisco de Miranda y convencerlo, sobre todo por decisión de Bolívar, para que regrese a Venezuela y participe en el movimiento separatista. Miranda estaba muy bien informado cuando a su casa de Grafton Street Way llegaron sus tres compatriotas. ¿Le sorprendió la visita? Imposible. Él era consciente de que sus compatriotas iban a necesitar ayuda para contactar con las autoridades británicas. Lo que sí pudo sorprenderlo fue la invitación que le hizo Bolívar que iba más allá de las instrucciones recibidas. ¿Dudó sobre si aceptar o no esa invitación? Conociendo la trayectoria política de Miranda, cualquier duda debió disiparse muy rápido. Como señala Bushnell (2002): “A Miranda, claro está, no había que insistirle: tenía gran deseo de volver” (p. 29).

Bolívar, en el navío Sapphire de la Real Armada Inglesa, emprende el regreso a Venezuela el 21 de setiembre. Llega al puerto de La Guaira el 5 de diciembre de 1810. Por su parte, Miranda solicita al Gobierno inglés autorización para viajar a Venezuela, obteniéndola pero en forma reservada y con la recomendación de que no viaje con los emisarios venezolanos.

De los desaires de los mantuanos hacia su padre (Sebastián Miranda y Ravelo), Miranda tenía pleno conocimiento. Pero, ¿sabe Miranda que tanto los mantuanos como los marqueses del Toro y de Casa León y el conde de San Javier, entre otros, contribuyeron económicamente para pagar la recompensa para quien entregara su propia cabeza? ¿Sabe que el marqués del Toro entregó a las autoridades la carta que él le envió el 20 de julio de 1808, contándole los sucesos acaecidos en Bayona, para así el marqués manifestar su fidelismo? Seguramente todo eso lo sabe pero ilusamente cree que los tiempos han cambiado. La propuesta de Bolívar le parece ser, ahora sí, el camino para el fiel cumplimiento de su idolatrado sueño. El 10 de octubre, Miranda, acompañado de su secretario Tomás Molina, sale de Inglaterra rumbo a Venezuela, previa escala en Curazao. Seguramente no imaginó que no volvería a ese país que tanto frecuentó y donde quedaban Sarah Andrew, su ama de llaves y pareja sentimental (esposa, según las investigaciones de Miriam Blanco-Fombona de Hood), así como también sus dos hijos (Leandro y Francisco). Soñando ya con vivir en su patria libre e independiente, pensaba hacer gestiones para tenerlos pronto en Caracas. El 11 de diciembre Miranda desembarca en el puerto de La Guaira. Como formalmente la Junta Suprema de Caracas aún actuaba en nombre de la Corona española, solicitó de ella el permiso correspondiente para hacer su ingreso en la ciudad (Grigulévich, 1978, p. 112).

Nuevas preguntas. ¿Sabía Miranda que la Junta Suprema, que gobernaba a nombre de Fernando VII, había impartido órdenes para impedir su desembarco? ¿No era acaso lógico que a un enemigo del Rey, a un traidor, se le impidiera pisar un territorio que era parte de la monarquía española? El mantuaje mostraba, desde el comienzo, lo que sería su ambivalente y desestabilizador comportamiento con el que pronto sería el líder máximo de la revolución.

Viendo que la presión popular y la de ciertos representantes de la élite caraqueña estaban a favor del “traidor”, intentaron como acto desesperado ofrecerle una misión diplomática. Al no conseguir su objetivo, no le quedó, a la Junta, otra alternativa más que la de concederle, con fecha 12 de diciembre, el permiso solicitado (Parra, 2011, pp. 274-275). No debe pasarse por alto como fue aceptado Miranda en Venezuela.

Miranda asume la dirección de la revolución y de la República

Bolívar no solo participa en la invitación de Miranda, sino que ya en tierra venezolana lo acoge en su casa. Dicha acogida significaba para Miranda ponerse en contacto con lo más selecto del mantuaje. Ser huésped de un mantuano le abría a Miranda las puertas para entrar en contacto con la recelosa y siempre petulante élite caraqueña.

Pronto Miranda entra de pleno en la vida política venezolana. Participa en el primer congreso venezolano como representante de Barcelona. La Primera República, llevada tanto por su idealismo como por los manifiestos del regionalismo, y contra lo opinión de perspicaces y pragmáticos políticos como Miranda y Bolívar, adopta la forma federal que será su perdición. A la compleja y enrevesada situación política que enfrentaba el quimérico federalismo venezolano, se unía la cada vez más delicada situación militar, tanto por el avance de las fuerzas realistas como por los cada vez más numerosos movimientos populares antiseparatistas. La disidencia de Coro y Maracaibo obliga a abrir campañas contra dichas regiones. La campaña contra Coro, a cargo del marqués de Toro, fue un fracaso. Simultáneamente, en Valencia, la segunda ciudad venezolana en importancia, la insurrección se fue tornando cada vez más fuerte, obligando a enviar una expedición contra ella al mando del marqués de Toro, quien nuevamente fue derrotado (15 de julio de 1811). Esto obliga a que el gobierno nombre a Miranda como Comandante en Jefe de las fuerzas patriotas. Después de varias semanas, Miranda logró la rendición y capitulación de Valencia (13 de agosto de 1811), aunque con un costo muy alto en pérdidas humanas que afectaron seriamente al ejército patriota en sus ulteriores enfrentamientos. Fue en esta campaña de Valencia donde el entonces joven coronel Simón Bolívar recibe su bautismo de fuego. A pesar del éxito mirandino, los mantuanos, que siempre buscaban algo para oponerse a Miranda, criticaron la fuerte disciplina, tan necesaria para un éxito militar, que impuso Miranda. Sus principales enemigos eran, como bien señala Parra Pérez (2011), los mantuanos y entre estos los Toro y su extensa parentela, corifeos de un partido que “en el país y acaso más en el seno del Congreso... ocultaba sus designios con el nombre del bien público” (p. 320).

Ante la crítica situación de la República, el Gobierno decide crear una dictadura. En primer lugar se piensa en entregar el cargo de dictador a Francisco José de Rodríguez del Toro e Ibarra, cuarto marqués del Toro, el marqués de las derrotas, “a pesar de que todo el mundo sabe que el venerable y vetusto aristócrata entiende poco de artes militares” (Grigulévich, 1978, p. 121). Ante sus reiteradas excusas, según lo señala José de Austria, no le queda otra alternativa al Gobierno que entregar, recién el 23 de abril de 1812, los poderes dictatoriales a Miranda. Este tipo de entrega debe ser tenida siempre en cuenta para comprender hechos posteriores. El poder ejecutivo federal que lo nombra Generalísimo y le da la dictadura estaba conformado por Francisco Espejo, Francisco Javier Uztariz y Juan Germán Roscio. Poderes solo en apariencia omnímodos que Sata y Bussy, secretario de Guerra, hace de su conocimiento ese mismo 23 de abril.

Las supuestas absolutas facultades otorgadas a Miranda eran para salvar la patria invadida por los enemigos de la libertad (Brewer-Carías, 2012b, p. 215). Sin embargo, estas solo lo eran en apariencia. Augusto Mijares (1987) precisa que el Generalísimo tenía poderes dictatoriales aunque no poseía un ejército propio y esto en razón de que el federalismo trababa su accionar militar porque tenía que vérselas con los diversos ámbitos y funciones de las milicias divididas en tropa provincial y tropa de la confederación. Por su parte, Tomás Polanco (1997) dice que este nombramiento era una trágica, contradictoria y desesperada medida, toda vez que ninguneado desde su llegada, objeto de sarcasmos en el Congreso, resultaba una ironía que se recurriese a él en la hora undécima de la República.

La situación venezolana se agrava aún más cuando, entre el 24 y el 30 de junio de 1812, ocurren graves hechos que ya no dejan duda alguna de que la suerte de la República está echada. El 24 se inicia la sublevación de los negros de Barlovento. Esta insurrección estuvo auspiciada por hacendados y sacerdotes pro realistas y fue alimentada por los efectos del terremoto del 26 de marzo así como por la pérdida, el 30 de junio, de la fortaleza de Puerto Cabello. Entre los instigadores se encontraban los peninsulares Isidro Quintero, Manuel Elzaburu y Gaspar González, y los venezolanos Ignacio Galarraga y José de las Llamozas. El señuelo: la promesa de concederles la libertad. Ello hizo que muy pronto se fuera extendiendo por los valles de Curiepe, Capaya y Guapo (Parra, 2011, p. 484). Este de por sí ya gravísimo acontecimiento se vio potenciado porque por esa fecha se produce una conspiración de jefes y oficiales patriotas nada menos que para deponer a Miranda.

¿Cómo se explica que los grupos populares dieran la espalda al bando patriota, a los que supuestamente luchaban contra el absolutismo explotador impuesto por España? Según Edda Samudio (2009), esta actitud es explicable porque dichos sectores sociales solo habían recibido de la temida, aborrecida y esclavista nobleza criolla, explotación y desprecio.

Si se opone la naturaleza, lucharemos contra ella, y la haremos que nos obedezca

La difícil situación que vivía la República se ve agravada por un inesperado evento natural. Un nuevo Jueves Santo, esta vez del fatídico 26 de marzo de 1812, es testigo de la destrucción de Caracas y Mérida a consecuencia de dos movimientos sísmicos casi simultáneos. El propio Bolívar, en su Manifiesto de Cartagena (1812), señaló que el terremoto del 26 de marzo puede ser considerado la causa inmediata de la ruina de Venezuela, pero que de haber estado gobernado solo por una autoridad no habría tenido los efectos nefastos que produjo en la evolución de la revolución (Soriano, 1969, p. 53).

En sociedades sumamente religiosas, supersticiosas y convulsionadas social y políticamente, los desastres naturales no ocurren porque sí. Ellos, se considera, encierran mensajes divinos. Fernando Rosas (2005) señala que el miedo está íntimamente ligado a la subversión del orden, de la armonía o del equilibrio en los aspectos económicos, naturales, sociales, políticos, etc. Uno de estos desequilibrios que tienden a producir miedo está constituido por la subversión de las fuerzas de la naturaleza. Era pues natural que el miedo cundiese entre las poblaciones afectadas por los sismos. Lo singular, en esta ocasión, era que las regiones aquejadas fueron aquellas que se habían manifestado por la causa separatista, en tanto que las que permanecían fieles a la corona española no sufrieron mayormente los efectos de este desastre.

Esta casualidad histórica va a ser aprovechada por el clero realista. Dios había manifestado quiénes eran los que estaban por el mal camino, los que se habían apartado de la fe y el respeto por lo divino, los que se habían levantado contra el orden establecido al desconocer los lazos que los unían con España, con sus autoridades, con su Rey. Para un pueblo supersticioso y atemorizado quedaba perfectamente claro que la Confederación era un gobierno del diablo, olvidado por Dios (Thibaud, 2002, p. 476). Como dice Larrazábal (1865), se hizo ver la furia de la naturaleza como “un manifiesto castigo del cielo, azote de un Dios irritado contra los moradores que habían desconocido al muy virtuoso de los monarcas, Fernando VII, el «Ungido del Señor»” (p. 109). La prueba parecía contundente. Castigados fueron los pueblos que habían subvertido el orden: Caracas, Mérida, La Guaira, San Felipe, Barquisimeto, Valencia y La Victoria. Maracaibo, Coro y Guayana, que habían permanecido fieles a la monarquía, prácticamente no sufrieron los embates de la naturaleza.

Una consecuencia de este pánico, exacerbado por la prédica del clero, fue el aumento de la deserción. Realmente, esto no era un problema nuevo porque venía desde los inicios mismos del proceso separatista. Sin embargo, ahora se añadía, a la mala voluntad de los pueblos para contribuir a la defensa común, señalada por Thibaud, la deserción ya no solo dentro de los cuerpos militares sino también entre los pueblos que, movidos por el pánico, recurren a solicitar la ayuda de las tropas realistas, llamadas para que entrasen a ocuparlos y restablecer en ellos la obediencia que siempre habían conservado en sus corazones a Fernando VII (Thibaud, 2003, p. 92). Pero no solo es deserción sino, lo que es más grave y sintomático, el transfuguismo, es decir el pasarse a las filas realistas, ya en forma individual o de cuerpos militares enteros como es el caso del batallón El Pao. Según Rumazo (2006, p. 79), esto se daba porque los hombres del campo patriota carecían de convicciones, entusiasmo y fe, traicionando sin remordimiento por la inveterada costumbre de servir al rey.

La deserción en las filas patriotas fue un gravísimo problema al cual no se le encontró solución porque, por otra parte, estaba inmerso en la disfuncionalidad y desorden de los tipos de fuerzas con las cuales disponía la República. Había una resistencia de las poblaciones para formar parte del ejército. Como señala Thibaud los pueblos se negaban a confiar sus habitantes masculinos a la institución militar. Los pueblos tienden a la conservación de los «cuerpos primarios», es decir las milicias y por ello el dilema del gobierno y de los pueblos de cómo preservar los «cuerpos primaros» locales y construir al mismo tiempo fuerzas capaces de repeler al enemigo. Problema tremendo que no pudo ser resuelto y que explica en gran parte los éxitos de Monteverde en Venezuela en 1812 y los de Morillo, en Nueva Granada, con ocasión de la reconquista de 1815 (Thibaud, 2005, p. 345).

El médico caraqueño José Domingo Díaz (1772-¿1843?) nos ha dejado un estremecedor testimonio acerca del sismo y, de paso, un supuesto gesto-incidente de Bolívar como respuesta, de ser cierto el dato, a la campaña del clero de interpretar el movimiento sísmico como un castigo divino. Dice que él salía de su casa para dirigirse a la santa Iglesia Catedral cuando casi llegando a la plaza de San Jacinto comenzó la tierra a moverse con un ruido espantoso. De pronto, en medio de dicha plaza presenciaba la ruina en que había quedado la ciudad y dirigiéndose al templo de la orden de Predicadores vio la destrucción del templo y los muertos que yacían en su interior. Al salir de dicho recinto pudo observar a Bolívar, en mangas de camisa, en cuyo semblante estaba pintado el terror, la desesperación. Y aquí viene el dato al parecer inventado por Díaz “Me vio y me dirigió estas impías y extravagantes palabras: Si se opone la naturaleza, lucharemos contra ella, y la haremos que nos obedezca” (1829, p. 46). Es muy probable que este dato aportado por Díaz sea un invento con la finalidad de desacreditar a Bolívar al presentarlo como un descreído, como un soberbio que se atrevía a desafiar a Dios y a la naturaleza. Sin embargo, como señala Altez (2006), “la frase que seguramente inventó Díaz ha sido una importante joya de la génesis nacional y una representación viva del papel de la personalidad de don Simón” (p. 112).

El Gobierno venezolano intentó, infructuosamente, contrarrestar la predica del clero realista y para ello no le quedaba otra alternativa que recurrir al propio clero, a la máxima autoridad, al arzobispo de Caracas, don Narciso Coll y Prat, quien, según Mirella Sosa de León (2007), era el que realmente había orquestado el psicosocial del sismo como castigo divino. La citada estudiosa señala que el Arzobispo supo sacar partido del hecho telúrico presentándolo como castigo divino, lo que fue difundido entre el pueblo por los curas párrocos y por las propias publicaciones del arzobispo que eran leídas en las iglesias. Como señala Thibaud, el sismo terminó por agotar todas las capacidades de los habitantes para aceptar las novedades y los duelos. “Ante la violencia de la naturaleza, la guerra debe ceder su lugar a la vida rutinaria a las apacibles poblaciones” (Thibaud, 2003, p. 93).

La caída de Puerto Cabello

La crítica situación social, política y militar que se vivía hacía presagiar funestos males para la República. Las deserciones aumentaban cada vez más. A esto hay que añadir un aspecto muy importante, señalado por la historiadora Inés Quintero (2007, p. 71), pues algunos connotados miembros de esta élite se separaron a comienzos de 1811, como es el caso del conde de la Granja quien pasó a apoyar la restitución del gobierno realista. El marqués del Toro y su hermano Fernando se retiraron antes de la Capitulación de Miranda, marcharon a España y solicitaron el perdón del rey. Feliciano Palacios se reincorporó al cabildo de Caracas, defendió la causa del Rey y en 1819 firmó un documento contra Bolívar y la instalación del congreso de Angostura. Es cierto que algunos mantuanos se quedaron en las filas patriotas e incluso ofrendaron su vida por la causa patriota (Antonio Nicolás Briceño fue fusilado, Dionisio Palacios falleció en combate al igual que Vicente y Narciso Blanco, Juan Jerez de Aristeguieta y los hermanos Ribas). Otro grupo sobrevivió y participó en la construcción de la República, como es el caso de Martín Tovar Ponte, Lino Clemente, Cristóbal Mendoza y Juan Pablo Ayala.

La República había quedado reducida “a una estrecha franja del litoral, que por el occidente apenas pasaba de Valencia, por el sur terminaba en San Juan de los Morros, y por el este quedaba cerrada por las selvas de Barlovento, muy cerca de Caracas” (Mijares, 1987, p. 208). Por otro lado, como señala Veronique Hébrard (2002, p. 437), la violencia de la guerra y el tenerse noticia de la llegada a Puerto Rico, en enero de 1812, de cuatro mil refuerzos enviados por España, había obligado a las nada gratas movilizaciones de masas, a la primacía de lo militar sobre lo político. Como el Ejecutivo el 4 de abril de 1812 otorgó facultades extraordinarias al Congreso, se ingresó al peligroso y temido estado de excepción y con el cual la Constitución quedaba suspendida.

La Primera República recibe su tiro de gracia el 30 de junio. Dicho día la importante Plaza de Puerto Cabello, ubicada a 50 kilómetros al norte de Valencia, cae en poder de los realistas como consecuencia de una traición. En dicha plaza, en el castillo de San Felipe, se encontraban casi todas las armas y municiones que poseía la República; además, en ella estaban recluidos importantes presos políticos enemigos de la revolución: nada menos que los principales autores de la contrarrevolución de Valencia (Restrepo, 1858, p. 181). Puerto Cabello, según Tomás Polanco, constituía un lugar súper estratégico en la medida en que permitía la fácil comunicación con Curazao, Bonaire y Coro, con La Guaira y con Caracas. Permitía controlar la salida de las zonas de influencia de Barquisimeto, San Felipe y Valencia. Y, por otra parte, estaba protegido de ataques marítimos por el Castillo de San Felipe y el fortín de San Carlos. Miranda encargó el mando de esta plaza al coronel Simón Bolívar en momentos muy difíciles para la República que se veía cada vez más cercada por al avance realista dirigido por Domingo Monteverde.

Un aspecto delicado en el estudio de la revolución separatista venezolana entre 1810 y 1812 es la relación que se entablara entre Miranda y Bolívar. Es innegable que, a pesar del inicial deslumbramiento sentido por Bolívar hacia la figura de Miranda, la relación entre ambos personajes se fue enfriando hasta tornarse realmente en un desencuentro. Factores para ello lo fueron tanto lo concerniente a sus disímiles temperamentos como la gran diferencia de edades (en 1810 Miranda contaba con 60 años y Bolívar con 27). Siendo ambos coterráneos, sin embargo, la larga estadía de Miranda en el Viejo Mundo hizo que su cultura y cosmovisión fueran diferentes, incluso sus costumbres y léxico. Era un extraño en su país y tal vez muchas veces debió sentirse como tal. A todo se añade que los mantuanos y los gobiernos de la federación le ponían mil y un obstáculos.

La desconfianza, resentimiento, envidia y otros sentimientos encontrados hacia Miranda constituyen una nota que no se puede dejar de tener en cuenta cuando se analiza lo que fue la brevísima historia de la Primera República. Sobre este tema Lynch (2010) es preciso en señalar que las relaciones entre Miranda y Bolívar se habían ido deteriorado, “en parte por la amistad de Bolívar con los Toro, que eran conocidos enemigos de Miranda y en parte por diferencias políticas, ya que Miranda era partidario de una política más indulgente hacia los españoles que la que promovía Bolívar” (p. 78). Este desencuentro se va a explicitar cuando a Miranda se le encarga el mando del ejército para actuar sobre Valencia. Miranda pone una condición, que por supuesto no va a ser aceptada: que Bolívar no forme parte de su ejército. Un verdadero bofetón en pleno rostro (Masur, 1987, p. 108). Según Rumazo (2006), Miranda exige que Bolívar no integre el ejército por ser un “joven peligroso”. Bolívar apela ante el Consejo de Guerra y Miranda tiene que ceder. Primer y significativo triunfo de Bolívar sobre Miranda: “La posición de los dos hombres se desplaza; la pugna toma dramatismo” (p. 76).

¿A qué se debió esto? ¿Cuál era la desconfianza? La explicación que se suele dar sobre la inexperiencia de Bolívar en las lides de la guerra, siendo ello verdad, no satisface del todo. Tenía que haber algo más. Esa desconfianza tenía que estar fundamentada en esos desencuentros personales y culturales a los que hemos hecho referencia. El problema creado por Miranda, al poner condición tan aberrante, que no solo afectaba el honor de Bolívar sino de todo el mantuaje, fue solucionado gracias a la ingeniosa intervención del marqués de Toro quien nombró a Bolívar como su ayudante.

Entonces, cómo explicar que Miranda encargara a Bolívar la jefatura militar y política de Puerto Cabello. Suele interpretarse este nombramiento como una medida que solo pretendía alejar a Bolívar del ejército directamente comandado por Miranda. Sin embargo, queda fuera de toda duda que Miranda era consciente del gran valor estratégico de Puerto Cabello, no solo porque allí se encontraba gran parte de las armas y municiones del ejército republicano, sino porque en la fortaleza de San Felipe había un presidio en el cual se encontraban peninsulares recluidos. Y, por otra parte, como lo señala Austria (1855), existía en aquel punto “un germen de discordia, debido a la imprudente exaltación de patriotismo; y el Comodante de Artillería Domingo Taborda, capitaneaba un partido embarazoso en aquellas circunstancias para la autoridad pública” (p. 128). Si de todo esto era consciente Miranda, resulta claro que tenía que buscar, como nuevo jefe de dicha plaza (para reemplazar a Manuel Ayala), a un hombre de su confianza, con dotes de mando y valeroso. Otra explicación no calza, aunque se suele sostener, como lo hizo el propio Austria, quien fue el oficial encargado de comunicarle a Bolívar dicho nombramiento, que lo que Miranda buscaba era alejarlo del ejército que comandaba. No nos parece que ese pudiera haber sido el objetivo porque la misión que ello implicaba era realmente muy delicada. Miranda, es muy probable, debió quedar gratamente impresionado por el meritorio desempeño de Bolívar en la campaña de Valencia y de allí que decidiera darle tan delicado encargo.

El 4 de mayo de 1812 Bolívar hace su ingreso a Puerto Cabello. Pronto se revelaría, en todo su dramatismo, el desencuentro entre estas dos personalidades: cuando Miranda se vea compelido a firmar la capitulación de 1812.

Domingo Monteverde tenía una trayectoria militar muy encomiable. Enviado en auxilio de las fuerzas realistas que enfrentaban a la insurrecta Venezuela, llega a Coro en febrero de 1812. El cargo de Capitán General de Venezuela, desde el 29 de abril de 1810, lo ostentaba don Fernando Miyares. Monteverde queda bajo la jefatura de don José de Ceballos, Gobernador de Coro quien, en marzo de 1812, le encarga pasar a Carora, en auxilio de los que querían alzarse contra la República. Las fuerzas a su cargo eran reducidas, sin embargo, lo que hizo por la causa realista es increíble, aunque, valgan verdades, muchos factores actuaron en su favor. El 17 de marzo, Monteverde llega a Siquisique, donde se reúne con las fuerzas realistas comandadas por Juan de los Reyes Vargas y Andrés Torellas. El 23 ocupa Carora y el 26 de marzo, el día del gran sismo, Monteverde evoluciona hacia Barquisimeto, ciudad controlada por las tropas de Diego Jalón. Monteverde, casi sin resistencia, e incluso llamado por un sector de su población, aterrada por el sismo, toma posesión de Barquisimeto el 7 de abril (Urquinaona, 1820).

El gobernador Ceballos, temiendo que las fuerzas republicanas, actuando desde Trujillo y San Carlos, intentaran destrozar a las de Monteverde, le ordenó que se quedara en Barquisimeto. Es aquí que comienza la desobediencia de Monteverde porque, queriendo aprovechar el desconcierto de las fuerzas patriotas y el desánimo de las poblaciones que pedían su auxilio, hace caso omiso a las órdenes de Ceballos. Como señala Torrente (1829), “Monteverde había adquirido con su victoria la ambición tan propia de los conquistadores” (p. 307). Por otra parte, Monteverde había recibido órdenes reservadas de Madrid para conservar el mando, por lo que desconoció a Ceballos y se convirtió en jefe. Era un acto totalmente ilógico e imprudente, desde el punto de vista de la disciplina militar, pero los resultados halagüeños de dicho accionar no produjeron ulteriores consecuencias en su contra. Sin desmerecer la campaña militar triunfal desarrollada por Monteverde, es justo reconocer, como señala Mijares, que la República estaba ya totalmente carcomida, y desde sus cimientos, cuando Monteverde lleva a cabo su avance arrollador, previo al gran sismo y ya imparable después de este. Tanto así, que el 14 de junio, Gual, desde Caracas, le escribe a Miranda, presentándole en su más cruda realidad lo que se estaba viviendo.

El 25 de abril de 1812 Monteverde ocupa la ciudad de San Carlos y desde allí avanza a Valencia donde la defensa patriota, a cargo del comandante Miguel Uztáriz, cae con facilidad. Valencia era nada menos que la segunda ciudad en importancia después de Caracas y que había sido elegida como capital de la Federación. Después de Valencia solo quedaba la esperanza, para continuar la guerra, en la fortaleza de San Felipe de Puerto Cabello, a 50 kilómetros al norte de Valencia, el “más firme bastión marítimo del centro y del occidente venezolano” (Picón-Salas, 1958, p. 218).

El 17 de junio, ante el avance de Monteverde, Miranda y sus fuerzas se posesionaron en La Victoria. En esos momentos, tan difíciles, se produce un intento de asonada militar contra Miranda tratando de apresarle, deportarlo y entregar el mando a un supuesto jefe más activo y agresivo. El complot, encabezado por los comandantes Francisco de P. Tinoco, Santinelli y Schomberg, contaba con la colaboración de una compañía de Pardos de Aragua, bajo el mando del coronel Mota. La falta de apoyo a Miranda era tan general y abierta que los culpables no recibieron ningún castigo (Rumazo, 2006, p. 305). Masur, sin embargo, considera justificada esta asonada en atención a la supuesta inactividad y falta de iniciativa militar por parte del Generalísimo. El historiador germano, como lo ha señalado J. L. Salcedo-Bastardo, no es justo en sus apreciaciones sobre los méritos militares y políticos, además de los propiamente personales, que poseyó Miranda (ver al respecto el prólogo de Salcedo-Bastardo al texto de Masur, 1987). No es cierta su inactividad, su falta de valor para arriesgar ante situaciones difíciles. Está plenamente demostrado que el curso que había tomado la revolución desde 1810 era un camino que conducía a su autodestrucción. El propio Bolívar, en su Manifiesto de Cartagena, donde analiza las causas del fracaso de la Primera República, así lo reconocerá.

Fernando Falcón (2006), quien ha analizado la preparación y experticia militar de Miranda desde la óptica de las concepciones teóricas sobre la guerra imperantes en el siglo XVIII, considera que hubo un desencuentro entre las concepciones de Miranda y las de los oficiales venezolanos. Para Falcón (2006, p. 33), la visión “tradicional” de llevar a cabo la guerra de Miranda chocaba con la “moderna” de los oficiales venezolanos y el nombramiento de Miranda como Generalísimo no hizo más que profundizar la brecha existente entre estas dos facciones de cómo debía ser conducida la guerra. Eso explicaría, según Falcón, no solo las desavenencias que a posteriori lograrían que el papel de Miranda como jefe militar fuera puesto en entredicho por un grupo de oficiales y de allí los complots, sino también su posterior arresto y entrega a Monteverde a fines de julio de 1812.

Consideramos que siendo muy valioso el análisis de Falcón, el supuesto modernismo de la oficialidad venezolana no convence, toda vez que cuando se decide encargar a Miranda la dirección de la guerra es porque esta se encontraba en situación realmente crítica y ninguno de los oficiales venezolanos gozaba de la experiencia militar de Miranda. Como dice Zeuske (2004), Miranda “era un militar serio y experimentado en la «cultura de la guerra» europea y en un ambiente político profundamente influido por la misma” (p. 38). Lo que sucede es que Miranda no gozó en ningún momento de la confianza de los mantuanos, grupo al cual pertenecerían los supuestos “modernos” jefes y oficiales del ejército venezolano, que tuvieron bajo su dirección la guerra. Por otro lado, nada justifica que ese descontento, si así hubiese sido, terminase no solo con el derrocamiento de Miranda sino con su entrega a Monteverde. Eso sí era una traición. Entregar a un jefe depuesto al enemigo no resulta ni explicable ni mucho menos justificable. Y esto lo decimos porque Falcón (2006) intenta justificar este controvertible acontecimiento al señalar que es en ese contexto que debe analizarse la conspiración para prender a Miranda y entregar el mando a una junta de jefes de batallón, así como el posterior arresto del Precursor y su entrega a Monteverde (p. 36).

Pero volviendo al tema de la capacidad militar de Miranda, no se puede desconocer que este tenía la experiencia militar pero de una guerra revolucionaria no anticolonial. La guerra hispanoamericana devino en guerra anticolonial. La lucha contra una metrópoli para que fuese exitosa implicaba ver en ella al otro, al enemigo al que había que derrotar. Zeuske (2004) nos recuerda que en una conversación que Miranda tuvo con el mulato general haitiano Magloire Ambroise, al preguntarle este qué quería hacer para alcanzar la independencia de Hispanoamérica, Miranda le respondió que convocar un congreso y destituir a todos los funcionarios españoles. Magloire Ambroise le espetó: “Entonces, señor, yo lo veo a Ud. ahorcado o fusilado… solamente hay que hacer dos cosas para hacer una revolución victoriosa, cortar la cabeza de todos sus enemigos y desencadenar el fuego en todas las partes del país” (p. 39). Inventado o no este diálogo, aquí se ve cómo chocaban dos concepciones militares diametralmente distintas: la cruel, pero efectiva, del general haitiano y la solución aparentemente razonable, pero ilusoria de Miranda.

El 30 de junio ocurre un hecho que era la lógica consecuencia del avance arrollador de Monteverde, de eso que ha sido calificado como el “paseo” de las tropas de Monteverde de Coro a Caracas (Thibaud, 2003, p. 92): la caída, en poder de los realistas, de la fortaleza San Felipe de Puerto Cabello. Estando allí las armas y municiones de la República, el golpe era realmente letal para la revolución. La patria estaba perdida, como lo reconoce el propio Bolívar en misiva que le dirigiera a Miranda el 12 de julio. Para Miranda, Venezuela estaba “herida en el corazón”, herida de muerte. Si vemos este acontecimiento en el contexto de deserciones y transfuguismo que afectaron a las fuerzas patriotas, era una posibilidad, y muy grande, que ello pudiera ocurrir.

Las posibilidades de actuar de los partidarios del bando realista, incluso de los que estaban bajo custodia, eran cada vez mayores. Hay que entender, en este contexto, la denominada traición del comerciante y militar canario Francisco Fernández Vinony quien desempeñándose como subteniente patriota del batallón de milicias de Aragua, se sublevó junto con otros oficiales y puso en libertad a los prisioneros españoles que se encontraban en el castillo de San Felipe, permitiendo con todo ello que la Plaza y el puerto fuesen entregados a las fuerzas de Monteverde. Según la versión de Urquinaona, hallándose presos en el castillo de Puerto Cabello Jacinto Istueta, Francisco Yuchauspi, Juan Antonio Baquero, el sargento Alarcón y otros de los que habían excitado y sostenido la contrarrevolución de Valencia, consiguieron ganarse la guarnición del castillo, entre ellos a Vinony, y con la compañía de artilleros acuartelados en las bóvedas lograron tremolar el pabellón nacional, arriar los buques fondeados, batir a la población y hacerse dueños de aquella plaza (1917, pp. 140-141). Lo cierto es que la traición de Vinony y de parte de la guarnición de la plaza no puede ocultar lo que era una realidad: la República se perdía por la falta de cohesión de las fuerzas políticas que supuestamente luchaban por la independencia, por la mezquindad de la clase dirigente en el apoyo que debió habérsele brindado a Miranda y, como lógico corolario de todo ello, la cada vez mayor falta de apoyo popular para la causa patriota.

Bolívar le escribe a Miranda, el 12 de julio, dándole cuenta de la traición y pérdida de la plaza de Puerto Cabello. En esa misiva, llevado aún por el desconcierto y mezclando el abatimiento con la esperanza, Bolívar le expresa que su corazón está destrozado porque Puerto Cabello se ha perdido en sus manos, pero que tiene la esperanza de que esto se revierta si el ejército de Venezuela actúa sobre Valencia para dirigirse hacia Puerto Cabello y que la debilidad de esa cobarde traición se debió a lo distantes que se veían las fuerzas patriotas. El abatimiento de Bolívar era total y por ello le dice a Miranda: “mi espíritu se halla de tal modo abatido que no me hallo en ánimo de mandar un solo soldado”, solicitándole que le dé algunos días para recobrar la serenidad perdida. Sin embargo, Bolívar retrocede en sus autoincriminaciones y termina por justificarse: “Yo hice mi deber, mi general, y si un soldado me hubiese quedado, con ése habría combatido al enemigo, si me abandonaron no fue por mi culpa”. Esto mismo lo repite, dos días después, en el parte donde da cuenta minuciosa de todo lo acaecido entre el 30 de junio y el 6 de julio, señalando: “En cuanto a mí, yo he cumplido con mi deber; y aunque he perdido la plaza de Puerto Cabello, yo soy inculpable, y he salvado mi honor. ¡Ojalá no hubiese salvado mi vida…!” (Arreaza, 2012a, párr. 32).

Fin de la Primera República. La capitulación de San Mateo

La caída de Puerto Cabello en poder de los realistas plantea un controvertido tema: ¿no quedaba otra alternativa más que la capitulación? Al respecto, tanto los cronistas que vivieron esos acontecimientos como también sus historiadores, desde el siglo XIX, están divididos. Pero antes de analizar esta problemática, veamos cómo se decidió, cómo se llevaron a cabo las negociaciones para ese fin y qué sucedió con su aplicación.

Miranda, al evaluar el impacto de los últimos acontecimientos militares y sociopolíticos que tienen su punto climácico en la caída de Puerto Cabello, llegó a la convicción de que solo quedaba negociar una paz decorosa. No solo era su convicción sino también la de otros que, incluso con anterioridad a la pérdida de Puerto Cabello, habían visionado esa necesidad. Mijares es enfático en señalar que la capitulación no había sido obra exclusiva de Miranda (1987, pp. 225-226). Miguel José Sanz, secretario de Estado de la República Venezolana, en una misiva escrita a su amigo Miranda, en junio de 1812, le decía que él estaba convencido de que alcanzar la independencia solo con los propios medios, sin la ayuda externa, era un imposible. Las negociaciones para la capitulación y su suscripción tenían que realizarse guardando todas las formalidades del caso para no viciarlas e invalidarlas.

La decisión de Miranda no fue un acto inconsulto. Miranda, el 12 de julio, desde su cuartel general de La Victoria, convocó a los miembros del Poder Ejecutivo que le habían encargado el mando absoluto político y militar (Juan Germán Roscio, Pedro Gual, Antonio Fernández de León, Francisco Espejo y José de Sata y Bussy), así como otros miembros pertenecientes al Poder Judicial y al director de Rentas (Jaramillo y Sobeira, 2013, p. 9). Fruto de esa reunión fue la redacción del documento fechado el mismo 12 que no deja duda de la legalidad de la decisión asumida. Allí se señala que Miranda, teniendo presentes a miembros del Poder Ejecutivo Federal, al diputado del honorable Congreso y mayor general de este ejército, ciudadano José de Sata y Bussy, funcionario del Poder Judicial de la provincia de Caracas, Francisco Paúl, y el director general de las Rentas de la Confederación y de la misma provincia de Caracas, ciudadano Antonio Fernández de León, les manifestó el crítico estado militar y político consecuente de la pérdida de la plaza y puerto de Cabello y costa de Ocumare y Choroní, ocupadas por el enemigo, y al no contar la confederación con hombres ni armas suficientes para continuar la guerra con posibilidades de éxito, no quedaba otra solución que proponer a las fuerzas enemigas un armisticio y cese al fuego que trajese la paz acorde con la mediación ofrecida y publicada por Inglaterra. La propuesta de Miranda fue aceptada por unanimidad, dejando a su prudencia y pericia político-militar su ejecución y cumplimiento (Rumazo, 2006, pp. 309-310).

Miranda, el mismo 12 de julio, le propuso a Monteverde un alto el fuego, argumentando que era necesario terminar con el derramamiento de sangre toda vez que en la Península predominaba una tendencia política liberal y de apertura para enfrentar los problemas que se vivían en Hispanoamérica. Habiendo Monteverde aceptado esta propuesta, Miranda nombró como comisionados al peruano José de Sata y Bussy, natural de Nuestra Señora de la Asunción de Azángaro, teniente coronel de Artillería, secretario de Guerra y jefe del Estado Mayor de la Confederación, y a Manuel Aldao, teniente coronel de Ingeniería, acompañados de sus respectivos edecanes.

Los perdedores, los que capitulan, siempre van en condiciones de desventaja. El ganador tiene la ventaja de poseer la razón de la fuerza y con ello poder limitar los pedidos que harán los capitulantes. El primer documento entregado a Monteverde por Sata y Bussy intenta proponer algo audaz pero iluso: que la decisión de la contienda se remita a los mediadores que ha nombrado la Corte de Inglaterra, y, por otra parte, permitir que el ejército republicano ocupara los puntos que dominaba cuando estaba en Maracay, exceptuando a Puerto Cabello y la costa de Ocumare y Choroní. En la posición tan ventajosa en que se encontraba Monteverde, proponer esa mediación era una quimera. La propuesta no fue aceptada. Después de varias reuniones y de complicadas deliberaciones, Miranda se vio en la necesidad, el 22 de julio, de nombrar como nuevo comisionado al ciudadano Antonio Fernández de León, marqués de Casa León, director general de Rentas de la Confederación de Venezuela, hombre de su total confianza y al cual lo presenta como “sujeto respetable y de conocida probidad y luces”. Dos días después, el ciudadano Antonio Fernández de León logra firmar con Monteverde un convenio de capitulación que pone en conocimiento de Miranda, pero firmando no como ciudadano sino como marqués de Casa León. Ignora Miranda que su “sujeto respetable y de conocida probidad y luces” había aprovechado esta misión para pasarse al bando realista.

El día 25 de julio, Miranda encarga a Sata y Bussy concluir los detalles de la capitulación de San Mateo o de La Victoria, la cual se firma ese mismo 25. Es necesario señalar que las propuestas llevadas por el marqués de Casa León y que permitieron que Sata y Busy concluyese con la firma de la capitulación, Miranda solo las había podido consultar con el Poder Ejecutivo federal y no con el pueblo de Caracas, que debía ratificarlas.

La conjura contra Miranda

Lo que ocurre en un periodo tan breve como el comprendido entre el 25 y el 31 de julio de 1812 está cargado de un dramatismo que tiene muchísimo que ver con la desgraciada suerte que los avatares de esta guerra le depararon a Miranda. Sin embargo, hay que diferenciar la valoración que tuvieron los contemporáneos de estos hechos de la que se fue adquiriendo conforme pasaba el tiempo e hizo que Bolívar, a partir de 1813, fuera convirtiéndose en el gran líder de la expedición libertadora del Norte y con ello despertara simpatías y antipatías en todos los territorios en los que incursionó.

Firmada la capitulación el 25 de julio y puestas de inmediato en conocimiento las autoridades de Caracas, según lo señala Sata y Bussy, aún el 28 de julio no había sido publicada. Si es verdad que todo se había desarrollado dentro de los cauces normales de lo que implicaba una capitulación, sin embargo, había aspectos que se mantenían con mucha reserva, lo cual era totalmente explicable, como la decisión de Miranda de abandonar territorio venezolano. Muy pocos de sus allegados habían recibido la confidencia de que ese abandono solo era una argucia, toda vez que Miranda, como otra veces en su vida, daba un paso atrás para intentar dos pasos adelante. Él se marchaba pero pensando en volver nuevamente y reiniciar la lucha. No obstante, el sigilo no fue tal y ello fue fatal para Miranda. Se pensó y habló de una huida, y hubo mezquinos intereses de algunos en difundir esta idea. Esto explica, en gran medida, por qué un grupo de oficiales se levantan contra Miranda y como supuesto traidor a la patria, desconocen su autoridad y lo apresan. La solemne y aparatosa actitud del Precursor delante de los oficiales al tildar despectivamente el pronunciamiento como simple bochinche terminó por perderlo.

Al día siguiente de suscrita la capitulación, Miranda decide abandonar Venezuela. Ordena que sus archivos personales sean puestos a salvo a bordo de un barco inglés. Incluso, queda todo expedito para que él se embarque a bordo del Sapphire. El 29 de julio las fuerzas victoriosas de Monteverde entran en Caracas y, contra lo pactado en San Mateo, empiezan a perseguir y apresar a los patriotas, lo cual era una descarada violación de la capitulación.

Entre el 30 y el 31 de julio un grupo de oficiales patriotas, al informarse de lo pactado en San Mateo, consideraron que renunciar a continuar peleando era inadmisible, constituía una verdadera traición. Que resultaba imperioso apresar a Miranda y, como corolario de ello, desconocer la capitulación e incluso fusilar a Miranda, como era la opinión de Bolívar.

Si se reflexiona sobre los alcances de esta decisión, ella era un verdadero golpe de Estado porque implicaba desconocer la autoridad suprema de la República que había pactado la capitulación con conocimiento y asentimiento de las legítimas autoridades de la República. El grupo de oficiales golpistas va a actuar impulsivamente, sin casi tener tiempo para reflexionar sobre las implicancias de su decisión. Sin embargo, es bueno recordar, para una mejor comprensión de los sucesos, que la decisión de capitular contó con oposición en el ejército, como se desprende de la misiva del coronel Juan Pablo Ayala a Miranda, del 27 de julio, en la cual, por encargo de todos los jefes del Ejército, le manifiesta el profundo descontento por la actitud del Generalísimo y del Ejecutivo (Carbonell, s. f., p. 74). Este dato, tan importante, por lo general no suele mencionarse cuando se hace referencia al complot que lidera Bolívar contra Miranda a fines de julio de 1812. Innegablemente, nos da una mejor comprensión de la decisión de rebelarse contra el Generalísimo, aunque esto no quita que fue una decisión precipitada y fatal para la suerte de Miranda.

Miranda llegó a La Guaira al atardecer del 30 de julio de 1812. Había abandonado Caracas cuando ya las fuerzas de Monteverde se encontraban a tan solo 15 kilómetros de dicha ciudad. Días antes, el 27 de julio, había informado a los miembros del cabildo caraqueño acerca de la capitulación de San Mateo así como que las autoridades debían cesar ante el inminente ingreso de Monteverde y sus fuerzas. Miranda se hospeda en la residencia del comandante militar de dicho puerto. Allí ocurrirá algo que el Generalísimo nunca pudo imaginar y que constituye hasta el día de hoy un acontecimiento fácilmente explicable en algunos aspectos, pero que en otros constituye un verdadero enigma. En palabras de Picón Salas: “Un gran drama político que después se trueca en tragedia” (1958, p. 189). La parte que podemos considerar que no ofrece misterios, aunque se pueda tener diversas valoraciones sobre ella, es la que se refiere a la decisión de los oficiales patriotas disconformes con la capitulación. La prisión de Miranda por el grupo de oficiales patriotas cabe dentro de la lógica militar de desconocer la capitulación. Donde se encuentra el enigma es en el cómo este acontecimiento conduce, casi sin solución de continuidad, a la caída de Miranda en poder de los realistas. Y esto hace que incluso historiadores muy serios atribuyan responsabilidad a Bolívar por dicha entrega. Pero veamos cómo se suceden estas dos fases del fin político de Miranda.

El 30 de julio, por la noche, los oficiales disconformes con la capitulación tuvieron una sesión secreta. Según Larrazábal (1865), en dicho conciliábulo estuvieron presentes el Dr. Miguel Peña, Manuel María de las Casas, los coroneles Simón Bolívar, Juan Paz del Castillo, José Míres y José Cortés; los comandantes Tomas Montilla, Rafael Chatillon, Miguel Carabaño, Rafael Castillo, José Landaeta, que mandaba la guarnición, y Juan José Valdez, sargento mayor de plaza. Según el citado historiador, el plan había sido concebido de la siguiente manera: de las Casas (en cuya morada estaba hospedado Miranda) debía situarse en el Castillo del Colorado al frente de las tropas; Valdez, cubriría con una guarnición la habitación en que descansaba Miranda; Bolívar, Chatillon y Montilla debían apoderarse de su persona, de grado o fuerza. Míres recibiría y custodiaría el Castillo. Para finiquitar con lo planeado habría que despertar a Miranda, enrostrarle su traición, detenerlo y llevarlo al presidio. El encargado de despertarlo (eran las 3 o 4 de la mañana del ya 31 de julio) en aquella “madrugada triste” (Picón, 1958, p. 235) fue su edecán Carlos Soublette. Miranda, más que con extrañeza enfrentó con desdén a sus desleales subalternos y exclamó: “Bochinche, bochinche; esta gente no sabe hacer sino bochinche”.

La segunda fase de este trágico acontecimiento tiene que ver con la caída de Miranda en poder de los realistas. Aquí es necesario precisar que habiendo ocurrido estas dos fases sin solución de continuidad, aunque parezca paradójico, una no guarda relación con la otra, aun existiendo una soterrada relación de causalidad. Expliquémonos. Los oficiales que participan en la decisión de emplazar y detener a Miranda, e incluso de abrirle un proceso sumario para fusilarlo, no pensaron en entregarlo a los realistas. Esto no los exime de la responsabilidad de haber llevado a cabo un acto de una innegable e inconcebible deslealtad a un revolucionario que toda su vida había demostrado que la razón de su existencia era la lucha contra la dominación española. En la medida que fue una decisión grupal, todos y cada uno de los integrantes de tan desdichada acción son responsables de ella y de las consecuencias que se produjeron y que terminarían con la entrega de Miranda a las fuerzas realistas. Aquí es necesario distinguir dos traiciones: la traición hacia el jefe máximo que había recibido todos los poderes y como tal encarnaba a la República, y de la cual son responsables todos los integrantes, y aquella otra que termina por materializar algo con lo que la elite mantuana había, de una u otra manera, jugado desde la llegada misma de Miranda a territorio venezolano: el entregar al “traidor” a la España que desde años atrás había sentenciado su apresamiento. Visto en este contexto, se puede apreciar mejor la actitud de Manuel María de las Casas quien siendo comandante patriota decide, el 31 de julio, ponerse al servicio de Monteverde al hacer cumplir la orden dada por este de cerrar el puerto de La Guaira, que ningún barco saliese de la rada a fin de evitar la fuga de las personas comprometidas con la revolución. Se cumplía el plan soterrado de la doble traición de las Casas: “la primera, a su huésped (Miranda) para hacerle preso; la segunda, a los captores, pues una vez consumado el hecho, entregaría a Miranda al invasor Monteverde” (Lobo, 2005, p. 35).

Como bien señala Picón (1958), Manuel María de las Casas poco pudo disfrutar del cargo del que se había autoinvestido porque pronto fue sustituido por el feroz Francisco Javier Cervériz (p. 241). La actitud de las Casas fue la que realmente terminó por poner en posesión de los realistas no solo a Miranda, sino también a otros líderes de la revolución. Lógicamente, tener a Miranda bajo arresto era un triunfo inobjetable que bien merecía dejar sin efecto cualquiera de los acuerdos tomados. Había que buscar cualquier pretexto para desconocer la capitulación de 1812 y que de esa manera Miranda pagase lo que a lo largo de muchos años había hecho contra la Metrópoli. Se podía perdonar a otros líderes, casi hacerse de la vista gorda con alguno de ellos. Pero Miranda, a criterio de los realistas, tenía que ser encerrado de por vida, y es por ello que después de permanecer un tiempo en Venezuela fue trasladado a Puerto Rico y de allí trasladado a España y encerrado, hasta su muerte, en La Carraca.

Las investigaciones más serias sobre este acontecimiento de fines de julio de 1812 suelen cargar responsabilidades sobre Bolívar, pasando a un segundo plano, por lo general, a los demás oficiales que participaron en el complot. Ello se debe al liderazgo que ejerció Bolívar en dicho grupo y, por otro lado, porque poco después él se convertiría en el líder indiscutible de la revolución y, como personaje público, todos sus actos serían sujetos de análisis, de defensa a ultranza o de ataque inmisericorde. Como señala Bushnell (2002): “Buena parte de la controversia historiográfica que ha rodeado la prisión de Miranda se debe al hecho de que entre los responsables estaba Simón Bolívar” (p. 38).

Se comprende la posición de los protagonistas españoles o simpatizantes del realismo que al escribir sus testimonios les convenía enfatizar que Bolívar había actuado, en dicha ocasión, en conciliábulo con las autoridades y amigos españoles (como es el caso de Iturbe) para librarse de la política de persecución de Monteverde. El propio Monteverde, al justificar la concesión que le hizo del pasaporte a Bolívar, señala que fue como premio al servicio prestado por este en favor de la causa realista que permitió la captura de Miranda. Según la versión de Díaz, acérrimo fidelista, el pasaporte le fue otorgado a Bolívar previo juramento de no continuar con sus planes separatistas. Al respecto, Díaz (1829) escribe: “Don Simón Bolívar y Don José Félix Ribas permanecieron en Curazao hasta el mes de octubre, en que olvidando sus palabras, y violando sus juramentos, pasaron a Cartagena a unirse con los demás” (p. 48).

La actuación de M. M. de las Casas, comandante militar de La Guaira, así como también la de Miguel Peña Páez, gobernador político de La Guaira (ambos nombrados para esos cargos por Miranda), encierran aspectos que tienen mucho que ver con lo que venía siendo uno de los graves problemas de la Primera República: la deserción, el transfuguismo, la traición. Ellos ocupaban cargos importantes dentro del Gobierno republicano. Peña es conocido por la antipatía, verdadero resentimiento y odio que siempre guardó hacia Miranda. De las Casas, como también el marqués de Casa León, eran personajes muy acomodaticios. Trataban de estar siempre del lado del vencedor. Ya hemos señalado que si el 31 de julio Miranda y otros líderes de la revolución caen en poder de los realistas, es debido a que las Casas cumple la orden de Monteverde de cerrar el puerto de La Guaira. Era, realmente, entregar a los líderes patriotas en manos de los realistas. Parra Pérez (2011) es categórico en señalar que Miranda fue entregado por de las Casas y Peña porque esperaban “o congraciarse de este modo con el gobierno español, o porque temían que su fuga podía servir a éste de pretexto para no cumplir la capitulación” (pp. 547-548). Según Baralt, de las Casas recibió la orden de Monteverde de arrestar a Miranda, aunque según Parra, esta acusación realmente no puede ser probada.

Sin embargo, el propio Parra (2011) señala que Monteverde escribió al gobernador Hodgson que de las Casas “fue nombrado por Miranda comandante de La Guaira, pero entró ya en correspondencia conmigo al conocer que yo iba a tomar posesión de aquella ciudad desde La Victoria” (p. 552). Cuando Bolívar escribe la carta en favor de su salvador Iturbe, acusa de traición a de las Casas no por la entrega de Miranda a manos de los realistas, sino por la entrega del puerto que imposibilitó que los jefes y oficiales patriotas pudiesen evacuar la plaza. Lo indudable es que el cumplimiento de la orden dada por Monteverde fue la que permitió que los líderes de la revolución cayesen en poder de los realistas, salvo la de aquellos, como Bolívar, que lograron escabullirse y luego, gracias a sus influencias sociales, consiguieron librarse de la cruel persecución a la cual fueron sometidos por Monteverde. De las Casas, con su desleal actitud, consiguió que Monteverde lo premiase, autorizándolo a permanecer cómodamente en su hacienda al lado de su familia. Una suerte de la cual muy pocos líderes de la revolución pudieron gozar y por supuesto no pudo ser una concesión gratuita. Sí llama la atención que Bolívar nunca sintió por de las Casas ni por el marqués de Casa León, el rencor que siempre guardó hacia Vinony, al cual hizo fusilar en la primera que lo tuvo en su poder.

Desde casi mediados del siglo XIX, contamos con una pretendida defensa de la actuación de M. M. de las Casas en este acontecimiento realizada por sus descendientes ante la supuesta injusta “grave ofensa inferida al honor y patriotismo del Sr. Manuel María de las Casas calificándosele de traidor por la conducta que observó como Comandante de la plaza de la Guaira en la primera época de nuestra revolución” (Casas de las, 1843, p. 1). La defensa documentada de la conducta del comandante si bien es cierto constituye una detallada crónica de los sucesos ocurridos en La Guaira, sin embargo no consigue esgrimir sólidos argumentos que exculpen a de las Casas del doblez con el que actuó al acatar la orden realista de cerrar el puerto de La Guaira siendo él nada menos que el comandante militar patriota del puerto de La Guaira y, por lo tanto, uno de los encargados de velar por el estricto cumplimiento de la capitulación y no el hacer posible la captura y entrega de Miranda, al igual que la de otros connotados patriotas, por parte de los realistas. Sus descendientes, tratando de exculpar a su pariente, consideran la capitulación como una decisión precipitada e injustificada de Miranda, aunque tratan de explicar y, supuestamente, justificar dicha decisión por la carga emocional que vivía en esos momentos Miranda. Fatigado ya su espíritu por haber sido censurado desde el principio de la campaña por sus planes y proyectos, carente del apoyo de la opinión pública en el ejercicio de su autoridad ilimitada, agobiado por los años y amenazadas en fin, su persona y su fama, lo llevan a tomar esa injustificada decisión.

Son esas circunstancias las que lo obligan a deponer las armas y por medio de una negociación restituir la paz sometiendo a la patria nuevamente al Gobierno peninsular. “¡Idea terrible! ¡Pensamiento menguado e insuficiente para cubrir el decoro de la República, para apagar el fuego de la libertad que un día glorioso había pretendido el patriotismo!” (Casas de las, 1843, pp. 31-32). Cargan luego tintas contra el marqués de Casa León, al cual atribuyen la iniciativa para la capitulación. Fue él quien convenció a Miranda de la urgente necesidad de proponer a Monteverde negociaciones de paz. Además, señalan que le brindó a Miranda no solo el poder disponer de las rentas públicas, sino el poder contar con generosos aportes de su fortuna personal, con cuyos recursos podía trasladarse a países extranjeros sin los temores de la indigencia. Sin embargo, se cuidan los autores de la defensa documentada en señalar que en rigurosa verdad y justicia no fueron esas promesas las que pudieron haber determinado a Miranda a tomar la decisión que tomó. Concluyen señalando que dicha injustificada decisión fue producto tanto de una ofuscación por su amor propio como de un equivocado concepto del estado de la opinión y recursos de Venezuela (Casas de las, 1843, p. 32).

Como era de esperarse, las Cortes de Cádiz mediante orden del 21 de octubre de 1812 hicieron llegar a Monteverde sus felicitaciones “por los importantes y distinguidos servicios prestados en la pacificación de la Provincia de Caracas” (Brewer-Carías, 2010, p. 8).

Bolívar y el fin de Miranda. ¿La venganza mantuana?

En 1812 Bolívar no era la figura descollante que pronto, muy pronto, llegaría a ser. Esto explica por qué pudo abandonar Venezuela con el permiso otorgado por el propio Monteverde. Es cierto que fue gracias a la intervención de su amigo, el comerciante español Francisco Iturbe, pero tal mediación solo fue posible porque Bolívar no era aún una figura de gran importancia. De haberlo sido ni Monteverde hubiera entregado el permiso ni el propio Iturbe, reconocido godo, se hubiera atrevido a solicitarlo. Bolívar guardó infinita gratitud para con su amigo Francisco Iturbe, que por esos azares de la vida resultaba amigo del vencedor (Monteverde) y del vencido (Bolívar). Esto se aprecia en la conocidísima carta del Libertador dirigida al Congreso General de Colombia, el 26 de agosto de 1821, en la cual, después de señalar cómo Puerto Cabello cayó en poder de las fuerzas de Monteverde debido a la traición de Manuel María de las Casas, explica cómo pudo salir de Venezuela gracias a la ayuda que recibiera de Iturbe, quien lo presentó a Monteverde con las siguientes expresiones: “aquí está el Comandante de Puerto Cabello, el Sr. D. Simón Bolívar, por quien he ofrecido mi garantía: si a él toca alguna pena, yo la sufro: mi vida está por la suya”. Esta defensa la hacía Bolívar debido a medidas tomadas contra los españoles que habían emigrado. En la citada misiva, Bolívar dice al respecto: “D. Francisco Iturbe ha emigrado por punto de honor, no por enemigo de la Revolución, y aun cuando fuera, él ha contribuido a librarla de sus opresores” Y cierra esta misiva, expresando que si los bienes de Iturbe han de ser confiscados, entonces “yo ofrezco los míos como él ofreció su vida por la mía; y si el Congreso Soberano quiere hacerle gracia, son mis bienes los que la reciben; soy yo el agraciado” (Arreaza, 2012b, párr. 3).

Hernández González, historiador y docente de la Universidad de La Laguna, ha puesto énfasis en algo que había pasado desapercibido en la liberación de Simón Bolívar y otros líderes patriotas. Es lo referente al parentesco, que al igual que otros factores, como el terruño o la pertenencia a determinadas instituciones, como la masonería, jugaron un papel que es siempre bueno considerar. Domingo Monteverde y Rivas estaba emparentado con los Rivas de Venezuela. Era primo de José Félix Rivas, hijo de canarios y tío de Simón Bolívar. Señala este historiador que solo Grisanti se había percatado de esa relación como explicación de la salida de Simón Bolívar y otro grupo de mantuanos. Hernández (2009) señala que el haberse fijado los análisis en lo trágico de la detención de Miranda se ha pasado por alto que varios parientes de Monteverde, personajes claves en la revolución, salieron con pasaporte suyo al extranjero en la misma goleta desde la que partió el Libertador rumbo a Curazao o quedaron, sin ser molestados, en la Caracas gobernada por Monteverde (p. 110). Señala Hernández que el 27 de agosto de 1812 se embarcó con su sobrino Simón, José Félix Rivas junto a su secretario personal y pariente, incluso en la fortaleza de Puerto Cabello, Francisco Rivas Galindo. Que con anterioridad lo había hecho en otro barco Marcos, hermano de José Félix y de Valentín. ¿Cómo se explica esto? Evidentemente, según el valioso aporte de Hernández, la respuesta está en su parentesco con los Rivas, el mismo que había actuado a favor de Bolívar para darle la libertad. Algo más, nos dice el mencionado historiador que la carta de la comunicación de la salida de La Guaira del 28 de agosto de 1812 de Francisco Cervériz a Monteverde, no deja lugar a dudas toda vez que se señala que el día anterior (27 de agosto), a eso de las nueve de la mañana, la goleta española Jesús, María y Josef salió en dirección a la Curaçao “con los individuos que la fletaron, a saber: Don José Félix Ribas, el Dr. Vicente Tejera, Don Manuel Díaz Casado, Don Simón Bolívar y un sobrino de Ribas, nombrado Francisco, que venía incluso en el pasaporte que S. E. dio” (Hernández, 2009, p. 110).

Y para mayor reforzamiento de su punto de vista, Hernández (2009) transcribe una carta dirigida por José Félix Ribas a Monteverde, desde Caracas, con fecha 5 de agosto de 1812, solicitándole la devolución de un documento para poder “acreditar mi inculpable conducta con respecto a las prisiones de los europeos”. La prueba de lo que sostiene Hernández se encuentra en el encabezado de la misiva: “Mi apreciado primo y señor: El deseo de acreditar mi inculpable conducta…” (p. 111).

Lo ocurrido a fines de julio de 1812 en La Guaira, encierra algunos misterios a los cuales no se les encuentra una explicación totalmente satisfactoria. Los oficiales complotados decidieron castigar a Miranda por capitular, y entre ellos muy especialmente Bolívar, quien lideró ese grupo y adoptó una posición extrema, en la medida en que consideraba que Miranda debía ser apresado y fusilado. Si ello no ocurrió, fue debido a que no fueron de la misma opinión todos los complotados y porque en pocas horas las fuerzas realistas obligarían la diáspora de los patriotas que pudieron escapar de las garras realistas. Al analizarse ese aciago acontecimiento, la participación de Bolívar siempre se presta a variadas interpretaciones, dudas, aspectos un tanto inexplicables. Incluso, para algunos fue un acto realmente oprobioso.

Tomás Cipriano de Mosquera (1954), amigo y fervoroso admirador y defensor de Bolívar, narra lo que acaeció, de acuerdo a lo que le habían contado el propio Bolívar y del Castillo. Transcribimos porque es la versión aceptada por los testimonios y por la historiografía bolivariana:

El modo como se concluyó esta capitulación, sin ningún género de garantías; la animadversión que tenían la mayor parte de los jefes y oficiales de Venezuela contra el General Miranda, por la preferencia que daba a los extranjeros que servían a su órdenes; y la noticia de que Miranda había recibido en Victoria doscientas cincuenta onzas por cuenta de las mil que le ofreció Casa León, irritaron de tal modo a Bolívar, al Comandante Manuel M. Casas, al doctor Miguel Peña y a otros, que resolvieron prenderle y que experimentase con ellos la desgraciada suerte que se les preparaba; pues no tenían buques para emigrar, y el Capitán Haynes apenas llevaba a Miranda, que tenía recomendaciones del Duque de Cambridge y otros personajes de la Gran Bretaña, a cuya nación había ofrecido sus servicios.


Estos fueron los angustiados sucesos de 1812, que pusieron a Bolívar y a todos sus compañeros en manos de don Domingo Monteverde. Así como este General español no cumplió con el tratado de 26 de julio, tampoco llenó sus compromisos Casa León con Miranda remitiéndole las setecientas cincuenta onzas que debió entregarle en La Guaira, porque olvidándose de la fe castellana, estos hombres, al tratar con los independientes, creíanse, al ser vencedores, exentos de sus compromisos de honor, y se nos juzgaba como miserables rebeldes. Bolívar supo aprovechar los primeros momentos favorables después de la capitulación del General Miranda, y por medio del español don Francisco Iturbe consiguió pasaporte para Curazao en compañía del Coronel José Félix Rivas. (pp. 19-20).


Mosquera, en nota a pie de página, hace un importante comentario que tiene que ver con lo que de irracional, enrevesada e inexplicable resultaba la conducta de Bolívar. Plantea lo difícil que resulta para los bolivarianos, admiradores de ambos personajes (Precursor y Libertador), que Bolívar, que conocía, y muy bien, la trayectoria revolucionaria de Miranda, pudiese pensar que fuera un traidor a la patria. De este embrollo, Mosquera, como otros bolivarianos, buscarían una justificación. Mosquera (1954) dice:

Esta relación la he recibido del General Bolívar y del General Juan Paz del Castillo; pero uno y otro conocieron con el curso del tiempo que el General Miranda no había obrado por sentimientos innobles; y que juzgando de los sucesos por las circunstancias, pudo equivocarse creyendo que evitaba a Venezuela cruentos males. En época posterior el Libertador trató de distinguir a los hijos del General Miranda, señores Leandro y Francisco, y tanta cordialidad les mostró, como generosidad hubo de parte de los hijos de Miranda para no guardar resentimiento por un suceso nacido de las circunstancias de aquel tiempo. Hace escrito muchas veces sobre este acontecimiento, y pasaría en silencio semejante episodio si el silencio mismo no agravara a unos u otros el cargo. La historia debe ser imparcial, y al referir el hecho debo tomar su relación de los mismos hombres que tuvieron en él parte tan importante. Bolívar se escapó de la persecución por un amigo, y cuando no era conocido su genio por los jefes españoles. Castillo, Mires, Ayala y Madariaga fueron conducidos a las mazmorras de Ceuta, y el Comandante Las Casas, sobre quien cayeron grandes sospechas, también se justificó con el curso del tiempo y los sucesos posteriores. Esta nota debe aclarar la narración, y la escribo para hacer justicia a unos y otros. De los hijos del ilustre General Miranda vive sólo uno, y el menor fue asesinado en la guerra civil de 1831 por amigo de Bolívar. Su temprana muerte acibaró los últimos días de su madre, y su hermano y amigos no olvidaremos nunca al valiente jefe que pereció por su lealtad. (p. 20).


Esta preocupación justificativa de Mosquera siempre está presente en muchos historiadores. Lo podemos ejemplificar con interpretaciones similares como la de Mijares y la de Rumazo. Mijares (1987), excelentemente documentado, señala la imposibilidad de que Bolívar hubiera participado en la entrega de Miranda a los españoles. Para él, la actitud de Bolívar contra su viejo amigo en el complot se explica porque desconocía, debido a que no tenía ningún cargo oficial, el propósito de Miranda de proseguir la guerra desde la Nueva Granada e incluso, es muy probable, que no estaba al tanto de muchos de los sucesos acaecidos en Caracas que habían precipitado la capitulación, así como tampoco acerca de la deserción de las tropas patriotas en La Victoria y el desborde de los esclavos sublevados al este de Caracas. Mijares termina por cargar toda la responsabilidad sobre “aquel pérfido intrigante [se refiere al marqués de Casa León] pegado a sus oídos noche y día, es muy fácil que llegase a creer traidor a Miranda” (1987, p. 233). Rumazo (1973), por su parte, sostiene que el único traidor y responsable de que Bolívar cayese en poder de los españoles fue de las Casas: “Todos quedan atrapados; todos, hasta Miranda, a quien nadie pensó jamás entregar a los españoles” (p. 65).

Salvador de Madariaga, en su documentada y bien escrita biografía de Bolívar, aunque innegablemente sesgada por su animadversión con su biografiado y por su “hispanismo radical” (Benítez, 1982, p. 28), sostiene enfáticamente que Bolívar traicionó a Miranda para salvarse. Otros historiadores menos apasionados sostienen lo mismo. Es el caso de Ramos Pérez, quien fuera un gran americanista español, quien al respecto, señala que el propio Miranda estuvo a punto de partir, “pero cuando se encontraba ya en La Guaira y tenía embarcado el equipaje, un grupo de jefes criollos —entre ellos Bolívar— decidieron arrestarle y entregarle al jefe realista, quien le envió preso a España” (Ramos, 1988, p. 29).

También algunos historiadores hispanoamericanos son del mismo parecer. Es el caso, por ejemplo, de la historiadora Graciela Soriano (1969), quien escribe: “Miranda, traicionado por los suyos, entre los que se contaba Bolívar, fue entregado a Monteverde, apresado y enviado a España” (p. 22). También es el caso de Jaime Rodríguez (2008), quien señala: “La noche del 30 de julio, Bolívar y otros dos oficiales republicanos arrestaron a Miranda y lo entregaron a los peninsulares”. Según Rodríguez, esta conducta se debería a que “Aparentemente, Miranda no consultó a sus principales oficiales, quienes, al enterarse de los acuerdos, creyeron que el dictador había traicionado” (p. 215). Algo así como, traición con traición se paga.

Recientemente, el joven estudioso venezolano Francisco José Alfaro Pareja también comparte la idea de la responsabilidad de Bolívar en la entrega de Miranda en manos de los realistas. En su tesis doctoral (2013) dedicada a la independencia venezolana, señala que Miranda fue víctima de personajes con actitudes radicales. Dentro del bando patriota, personajes como Bolívar, Soublette y Montilla, acompañados de Peña y de las Casas, capturan a Miranda. Y, dentro del bando realista por Monteverde, que era un personaje que no obedecía normas o autoridades y mucho menos respetaba la tradición y las costumbres militares de la guerra, traiciona la capitulación y toma al generalísimo por entrega de los patriotas, enviándolo preso al cuartel de Puerto Cabello (Alfaro, 2013, p. 216). Alfaro Pareja precisa que Bolívar consideró que su actitud había sido la correcta y así lo dejó por escrito. Nos recuerda, al respecto, una carta que el Libertador, desde su cuartel general de Cúcuta y con fecha 8 de abril de 1813, dirigiera al Secretario de Estado de Gobierno de la Unión, y que en 1855 transcribiera José de Austria (pp. 192-194): “Porque es preciso convenir en que las capitulaciones vergonzosas de Miranda, no fueron la obra de Monteverde sino de las circunstancias, y de la cobardía del General del ejército de Venezuela” (Alfaro, 2013, p. 221).

Este reconocimiento a lo que es un hecho histórico incontrovertible lo encontramos incluso en obras publicadas por el propio Gobierno Bolivariano de Venezuela. En el extenso prólogo (100 páginas) de la obra Antología Simón Bolívar, dedicada a su biografía, se señala que un grupo de oficiales patriotas convencidos de que Miranda no había actuado lealmente al firmar la capitulación, lo tomaron preso y entregaron a los realistas. Este convencimiento de falta de lealtad por parte de Miranda se había reafirmado al tenerse conocimiento de que sus aprestos “para dejar el país mostraban su poco interés para vigilar el cumplimiento de los términos de la rendición, a más de que muchos estuvieron en contra de ella” (2013, pp. 47-48).

El historiador alemán Michael Zeuske (2004) ha centrado su análisis de Miranda en su faceta cosmopolita y global para de esta manera superar su “heroificación nacional, criollo-patriótica y positivista” de simple precursor, visión que suele hacer pasar a un segundo plano sus méritos como “opositor, militar, diplomático y revolucionario, casi de profesión” durante la primera etapa de la independencia hispanoamericana, la cual termina justamente con su entrega a los españoles. Como escribe Zeuske (2004): “rodeado de «amigos» traidores y rebeliones de milicias y esclavos, jóvenes miembros de esta elite colonia, entre ellos Simón Bolívar, le apresaron y entregaron a Domingo de Monteverde” (p. 15). Zeuske, en otro trabajo, trata de comprender, más allá de este infausto acontecimiento, qué es aquello que explicaría su desilusión, su decepción por el fracaso de la Primera República, que lo implican a él como a tantos otros personajes de esta etapa histórica, y en especial, con Bolívar. Para el historiador germano, Miranda realmente fracasó por no entender las características de la violencia social bajo relaciones de colonialismo y esclavismo. Bolívar, su discípulo en prácticamente todo lo que Miranda planificó, “no le siguió en cuanto al rechazo de la violencia informal, social, corporal y, digamos, caribeña, estructural y tradicionalmente basada en la esclavitud” (Zeuske, 2013, pp. 12-13). Para Zeuske, Bolívar era el máximo representante de un “jacobinismo militar”.

Algunos historiadores consideran que el suceso de la supuesta traición de Bolívar no reviste la trascendencia que se le suele dar. El historiador germano Masur consideraba que en realidad Miranda termina en poder de los españoles como consecuencia, no de la prisión en el fuerte San Carlos que le hizo el grupo de oficiales que lo apresó, sino debido a que de las Casas cumplió la orden de Monteverde de cerrar el puerto. Masur señala que la actitud de Bolívar frente a Miranda obedece a que al futuro Libertador le indignaba “el aire de misterio y de traición” del cual se rodeaba el Generalísimo. Llevado de su poca simpatía hacia el personaje Miranda, Masur (1987) señala que este “nunca quiso hacer sacrificios personales y, corruptible o no, jamás, había realizado nada que en términos históricos pudiera llamarse grande” (pp. 124-125). Algo más, lo califica como un ególatra para quien nada importaba tanto como su propia persona. Según Masur, Miranda fracasó porque sus ambiciones personales superaban su capacidad. Muy injusto el juicio valorativo del historiador germano, pero, nos parece, que quiso ser coherente con la gran simpatía que sentía por Bolívar.

Picón Salas (1958), que ha analizado con gran perspicacia este acontecimiento, señala que resulta paradójico que en los momentos más difíciles para la Primera República, los pusilánimes de antaño, los que pusieron mil y un obstáculos a Miranda, ahora creían que era posible la resistencia y enfrentar con posibilidades de éxito a las fuerzas de Monteverde. Picón Salas considera que la actuación de Bolívar se explica por un fenómeno “de transferencia de su propio caos emocional” sobre la figura de Miranda. “¿No encuentra como una explicación de su propia derrota de Puerto Cabello en lo que en esta hora final se denomina la «ineptitud del generalísimo»?” (p. 236).

John Lynch (2010), siguiendo la versión de O’Leary, sostiene que Bolívar solo pretendía impedir que Miranda abandonase el país para que de esta manera pudiese exigir a Monteverde el cumplimiento de la capitulación. Sin embargo, reconoce el historiador inglés, dicho plan era poco realista, porque “implicaba cierto nivel de engaño, pues había que engatusar al general para darle una falsa sensación de seguridad, de modo que decidiera permanecer en tierra una noche más en lugar de subir a bordo del Sapphire ese mismo día” (p. 83). Lynch (2010) también considera que una es la situación del arresto por los jefes patriotas y otra su entrega a las fuerzas realistas: “Bolívar y Montilla lo arrestaron… Mires lo condujo al fuerte de San Carlos… El coronel Casas, en connivencia con Monteverde y ansioso por hacer las paces con el vencedor «aún a costa de su honor» entregó al Precursor al enemigo” (pp. 83-84).

Carlos Vidales, historiador y periodista colombiano, docente jubilado de la Universidad de Estocolmo, donde tuvo a su cargo cursos de historia de América Latina, dedicó una interesante conferencia, realizada en la Biblioteca del Instituto Latinoamericano, a la vida de Miranda, bajo el título “Francisco de Miranda. Gloria y sacrificio”. En ella examina con detalle la prisión y entrega de Miranda, así como las razones, motivos y responsabilidades de los participantes en este trágico episodio. Es en la parte final del fragmento 3 de la ponencia que Carlos Vidales (2013) se refiere al incidente de la captura y entrega de Miranda, exculpando totalmente a Bolívar. Considera que la traición de Manuel María de las Casas está totalmente probada. Pero, señala Vidales, la traición fue de todo el grupo mantuano que participó en la conspiración. Que los líderes mantuanos engañaron a los jóvenes oficiales que participaron en el complot porque les hicieron creer que Miranda había traicionado a la República y había capitulado, sin decirles que todo el Gobierno era el que había capitulado.

Esta interpretación es sumamente endeble porque supondría admitir que esos jóvenes oficiales eran unos zoquetes, unos imberbes políticos que podían ser engañados por personas que los superaban por cinco o diez años de edad. Otro argumento que utiliza Vidales es que en ese momento Bolívar era el octavo en jerarquía (qué jerarquía, no lo precisa el ponente). Vidales presenta una diapositiva con los participantes en la conspiración y sus respectivas edades. Lo que llama la atención es que todos son jóvenes, salvo Juan Germán Roscio que tiene 49 años, pero el traidor M. M. de las Casas tenía 27 años, Miguel Peña 32, Juan Paz del Castillo 34, Manuel Cortés Campomanes 37, Tomás Montilla 25 y Bolívar 29. Por ello es que consideramos sumamente deleznables los argumentos de Vidales tratando no solo de exculpar a Bolívar, sino a todos los demás jóvenes cuando la mayoría de los que participan en el complot eran jóvenes. Por otro lado, presentar el acontecimiento como una patraña mantuana cuando los que participan en el complot son mantuanos, es un sinsentido.

Tratando de descifrar el enigma

A pesar de haber transcurrido un poco más de 200 años de este acontecimiento tan infausto que terminó, por esas injusticias que tiene la historia, con la entrega del Precursor por antonomasia de la independencia hispanoamericana a las autoridades realistas, aún es motivo de diversas interpretaciones, muy especialmente la relacionada con el papel que le cupo desempeñar a Bolívar en este acontecimiento. El historiador francés Pierre Vayssière (2008) ha intentado echar luces sobre “el lado oscuro” de la personalidad de Bolívar. Escribe el historiador galo que para una mejor comprensión del Libertador resulta útil analizar tres momentos controvertibles: “la entrega de Miranda a los españoles en julio de 1812, la catástrofe de Ocumare, el 6 de julio de 1816, y la ejecución del general Manuel Piar, el 16 de octubre de 1817” (p. 207).

En cuanto a lo acaecido entre el 30 y 31 de julio, Vayssière señala que al respecto existen dos tesis: la de Jules Mancini (1944), que condena con toda claridad lo que llama la traición del Libertador hacia el Precursor, y la de Gerhard Masur, para quien todo parte del fracaso militar de Puerto Cabello, del que sería responsable Miranda por no haber lanzado un contraataque. Para Mancini, no es posible concebir un motivo que justifique la innoble decisión de los conjurados del 30 de julio de 1812 “de arrestar al más digno de entre sus compatriotas, al admirable obrero de la libertad sudamericana”, sin dejar de ver “la negra atrocidad de semejante acto”. Para Mancini, el papel que desempeñó Bolívar le parecía simplemente odioso. ¿Acaso no era Bolívar responsable de la pérdida de Puerto Cabello y con ello el haber reducido al Generalísimo a la desesperación? Sin embargo, Mancini (1944) trata de comprender el ánimo de abatimiento que cayó sobre Bolívar por lo de Puerto Cabello: “la terrible tensión de la atmósfera de aquella época en que la naturaleza y el hombre se disputaban el premio de la ferocidad, eran circunstancias atenuantes en favor del futuro Libertador” (p. 145) y por ello resulta vano absolverlo o condenarlo. “¿No es preciso también, ante el fin dolorosamente desconcertante del precursor, contar con las fatalidades que gobiernan los destinos de las naciones, y recordar la misteriosa ley de los adeptos de la logia americana: “El iniciado matará al iniciador”?” (p. 146).

Vayssière (2008), siguiendo a su compatriota, señala que el fuerte de San Felipe se perdió por culpa de Bolívar, quien “tenía la obligación de cuidarlo y sólo se presentó en el lugar en el momento de la rebelión de los prisioneros”. Intenta Vayssière una explicación psicológica sobre el porqué Bolívar se convence de que Miranda es un traidor y que por lo tanto merece ser duramente castigado. Vayssière argumenta que sin caer en un psicoanálisis, es necesario tener en cuenta el “abismo generacional”. Pero Vayssière va más allá de la cuestión de edades y entra en el escabroso campo de lo físico, social y cultural, atribuyéndole a Bolívar una minusvalía frente a Miranda, agravada por su fracaso en Puerto Cabello: “Por su cultura, su lucidez, su experiencia, su prestigio, su personalidad, e incluso su presencia física, Miranda estaba muy por encima del joven Bolívar, con su silueta frágil y su poca confianza en sí mismo” (p. 217). Su sentimiento de superioridad mantuana se veía seriamente jaqueado por el hijo de un simple comerciante: “Con la entrega de Miranda a los españoles, Bolívar se deshizo de un superior molesto, transfiriéndole al mismo tiempo la culpa a ese jefe que no le había dado la oportunidad de demostrar su habilidad militar” (p. 217).

El análisis psicológico del ambiente que viviera Bolívar y los otros complotados frente a una situación que había devenido realmente trágica, ayuda, en parte, a comprender la decisión asumida por los conjurados. Lo que sucede es que intentar aplicar el análisis psicológico en el estudio histórico resulta sumamente espinoso, posee graves riesgos y dificultades insalvables. La biografía, por otro lado, constituye un género historiográfico sumamente difícil porque se suele caer en el individualismo; es decir, centrarse en el personaje biografiado haciendo que, en las biografías tradicionales, el contexto en el cual se desarrolló la historia del personaje solo sea un marco secundario para la historia individual. Lo que en otras palabras Pierre Bourdieu denominó la “ilusión biográfica”, como lo recuerda Le Goff en una entrevista que se le hiciera a raíz de la publicación de su biografía sobre san Luis. Con esa ilusión se pretende considerar la vida de un gran hombre como un destino pretrazado, sin contar el peso decisivo que en la vida de un individuo juega el contexto político, social, económico o cultural, etc. Eso que Ortega y Gasset denominó las circunstancias. Cualquier individuo es él y sus circunstancias. No se puede, no se debe prescindir de ellas. Parafraseando a Bernard Lavallé, podemos decir que comprender a Bolívar y dar un sentido a su acción, en todos los momentos de su existencia, es imposible si no se toma en cuenta toda una serie de elementos que la determinaron (Lavallé, 2005, p. 13).

Además, hay un factor que si bien tiene mucho de aparente irracionalidad, sin embargo juega un papel muy importante en la historia. Nos estamos refiriendo al azar. Innegablemente, es un factor que de una u otra manera siempre interviene en la historia y que suele explicar acontecimientos que se consideran sujetos a la probabilidad o cuya causa real se desconoce (González, 1999). Siguiendo a Cournot y a Eduardo Meyer, Guillermo Francovich (1980) precisa que el azar no es la arbitrariedad o el capricho sino el “entrecruzamiento de series de acontecimientos que se producen obedeciendo a su propia exigencia de necesidad” (p. 321). Enfocado desde esta óptica, lo acontecido con la prisión y entrega de Miranda en manos de los realistas es un acontecimiento donde el azar jugó un papel decisivo.

Es innegable que los oficiales que se rebelaron contra Miranda estaban convencidos de que la decisión de capitular y ausentarse del país, dejando a los líderes y a la población que se había decidido por la causa patriota, era una deslealtad, una traición y que por lo tanto era necesario remediarla con la prisión del responsable de ella y, de ser posible, intentar revertir la situación militar que se vivía. Cuando apreciamos los hechos después de ocurridos y tenemos a nuestra disposición la real situación que se vivía, solemos olvidar que los personajes incursos en los acontecimientos no tenían, no podían tener, la perspectiva que posteriormente se fue teniendo de los hechos.

Es por ello que al hacer interpretaciones se suele no evaluar adecuadamente lo que se vivía en el momento, las pasiones encontradas a las que estaban sometidos los protagonistas de los hechos. Por ello consideramos que los oficiales complotados no pensaron que su acción iba a terminar con la entrega de Miranda en manos de los españoles. Hoy podemos ver que eso era muy probable porque las fuerzas realistas estaban en un avance arrollador y ya habían ocupado Caracas y estaban muy cerca de La Guaira. No se imaginaron, sin embargo, que el encargado de la plaza, M. M. de las Casas, iba a cambiar de camiseta y acatar las órdenes de Monteverde de cerrar el puerto y con ello hacer que Miranda, que estaba en prisión, pasase de sus captores patriotas, que se esfumaron, a manos de los realistas. Y en ese sentido, sí les corresponde responsabilidad del infausto fin que tuvo don Francisco Miranda. Más allá de ello, solo encontramos interpretaciones tendenciosas que se dejan llevar por las simpatías o antipatías hacia los personajes actores de este acontecimiento.

Bolívar, al poco tiempo, pudo hacer un análisis muy profundo de las causas de la caída de la Primera República en su “Manifiesto de Cartagena”:

De lo referido se deduce, que entre las causas que han producido la caída de Venezuela, debe colocarse en primer lugar la naturaleza de su constitución; que repito, era tan contraria a sus intereses, como la favorable a los de sus contrarios. En segundo, el espíritu de misantropía que se apoderó de nuestros gobernantes. Tercero: la oposición al establecimiento de un cuerpo militar que salvase la República y repeliese los choques que le daban los españoles. Cuarto: el terremoto acompañado del fanatismo que logró sacar de ese fenómeno los más importantes resultados: y últimamente las facciones internas que en realidad fueron el mortal veneno que hicieron descender la patria al sepulcro. (Soriano, 1969, pp. 53-54).


Quedan, a pesar de todo lo señalado, aspectos nada fáciles de comprender a cabalidad. ¿Cómo pudieron concebir que Miranda pudiera ser un traidor? ¿Cómo podían ignorar la larguísima trayectoria al servicio de la revolución Hispanoamérica del venerable caraqueño? ¿Cómo poder creer que la situación político militar que se vivía permitía aún continuar la guerra si el propio Bolívar, en carta del 12 de julio de 1812, le había manifestado a Miranda, a raíz de la caída de Puerto Cabello, que la patria “se ha perdido en mis manos”?

Hay un factor que pudo haber calado muy profundamente en los oficiales descontentos, no solo con lo que estaba ocurriendo en esos trágicos momentos sino con lo que venía acaeciendo, ya desde tiempo atrás, y que llevaba a la derrota de la República en forma casi inexorable. Esta podía deberse a la falta de un adecuado liderazgo, a la carencia de un espíritu decidido y agresivo por parte de Miranda. De esto se hablaba mucho e incluso, ya hemos señalado, anteriormente se había intentado sacarle del poder. Por otra parte, los mantuanos no le dieron nunca el apoyo que le debieron dar para la conducción política y militar de la revolución. Por ello Bolívar habla de las facciones internas que fueron el mortal veneno que mató a la República. Asimismo, es necesario destacar el impacto que debió jugar el malévolo rumor que se hiciera correr en el sentido de que Miranda no solo era un traidor, sino además un ladrón que pretendía huir al extranjero llevándose dinero del erario de la República. Parra (2011) considera que todo este psicosocial provenía de una de tantas maniobras del marqués de Casa León, profesional de la intriga como su hermano Esteban. Es probable que el marqués de Casa León, en su calidad de director de las rentas, recibiera orden de Miranda de girar alguna suma destinada al servicio público. El marqués de Casa León, llevado de su doblez, y tratando de congraciarse con el que él avizoraba como el seguro vencedor (Monteverde), protestó las libranzas para eludir el cumplimiento de la orden recibida y de esta manera hacer correr el infundio del robo de Miranda. Así considerado, dice Parra Pérez (2011), “el asunto cambia de aspecto y la historia debe de absolver a Miranda en una causa en la cual sólo enemigos o subalternos felones representan la acusación” (p. 556).

Ya hemos señalado que lo que va a determinar que la suerte de Miranda pase de las manos patriotas a las realistas, de preso por su propia gente a cautivo de las fuerzas enemigas, es el hecho de que el complot ocurriera pocas horas antes de que las fuerzas de Monteverde ingresaran a La Guaira. Este acontecimiento está dentro de ese factor innegable que existe en la historia: el azar. Aunque en realidad no fue totalmente azaroso, toda vez que de las Casas había visto esa posibilidad y es por ello que en la forma más ignominiosa traiciona la causa patriota poniéndose al servicio de los realistas al cumplir la orden de Monteverde de cerrar Puerto Cabello y con ello impedir la salida de los patriotas. Siempre se acusa a Monteverde, y consideramos con razón, de haber cometido una verdadera felonía al desconocer la capitulación que poquísimos días atrás había firmado. Sin embargo, algunos estudiosos tratan de justificar esa actitud. Es el caso de Analola Borges, profesora de la Universidad de La Laguna, con argumentos endebles como el siguiente:

Pero todos los que rastreamos algo en la Historia sabemos del relativo valor que con frecuencia se da a estos Pactos y Tratados, poco consistentes si las partes firmantes no fueron las legítimas autoridades. Sabemos que Monteverde era sólo uno de tantos que, en uno u otro bando, se erigieron jefes, despreciando la autoridad legítima. Pero hay más en favor del jefe español: Bolívar no sólo quedó en libertad absoluta, sino que le fue entregado un pasaporte por el propio Monteverde. (Borges, 1967, p. 186).


La actitud de las Casas es la de un abyecto felón porque traicionaba a los suyos. Seguramente Dante lo hubiera incluido en lo más profundo de su infierno.

Para gran parte de la historiografía bolivariana, Bolívar no tiene responsabilidad alguna en la entrega de Miranda a manos de los españoles toda vez que él lideró su apresamiento, pero con el fin de que fuese juzgado como traidor a la patria y por ello, fusilado. Si cayó en poder de los españoles fue por los traidores de las Casas y Peña. Sin embargo, hay un aspecto que suelen pasar por alto. Cómo encontrar cierta coherencia en el pensamiento de Bolívar acerca de haber considerado que Miranda pudo haber cometido una traición. El Libertador sabía del largo pasado revolucionario del Precursor y por ello se puso en contacto con él en 1810, en Londres, y por ello le convenció de integrarse a la revolución. Por ello trabajó de la mano con él en la Sociedad Patriótica y con ello lograr la independencia de Venezuela. Al igual que él, combatió el federalismo que tanto daño hizo a la revolución. Aunque, como señala la historiadora Carmen L. Bohórquez (2006), no eran, por principio, antifederalistas. Coincidían en el diagnóstico del mal, que se había implantado con la constitución de 1811, pero diferían en la solución, pues cada uno de ellos entendía de manera diferente la federación. Bolívar proponía una federación impuesta desde arriba (centralización del poder), en tanto que Miranda la concebía como la construcción colectiva a partir del poder soberano de los ciudadanos (pp. 6-7).

Todo esto es cierto. Pero no es menos verdad que en un determinado momento se produjo un desencuentro entre ambas disímiles personalidades que terminaría con ese alejamiento que desembocaría en el complot de fines de julio de 1812. Sin embargo, por lo que sabemos de la personalidad de Bolívar, su relativa egolatría que lo caracterizaría cuando se convierta en el Libertador por antonomasia, incluso en el Libertador por decreto, no se manifestaba aún en aquellos tiempos, en los cuales, si no un desconocido, no estaba todavía entre los grandes líderes político-militares e intelectuales de la revolución. Por lo tanto, resulta difícil de concebir a Bolívar pensando conscientemente en eliminar a un rival para ser él el futuro verdadero líder de la revolución, aunque para ello tuviese que acusarlo de traidor y entregarlo a sus enemigos para que hiciesen con Miranda lo que él no pudo hacer por falta de tiempo.

Se les hace muy difícil a los historiadores bolivarianos hallar una fórmula que les permita compatibilizar la visión que poseen de Miranda y Bolívar como héroes fundacionales. Ambos personajes son admirados, pero uno de ellos no solo es admirado sino sobre el otro, y desde el siglo XIX, se ha establecido un culto que con el tiempo ha ido tomando ribetes cada vez más impresionantes, incluso de tipo francamente religioso, y en el cual se encuentran verdaderos admiradores fundamentalistas. Esto explica el hartazgo del cual nos habla Tomás Straka (2009), de la rebelión de los historiadores contra el culto fundacional. Esa reacción frente a ese hartazgo tiene como uno de sus más lúcidos exponentes a Germán Carrera Damas (2003) y recientemente los enjundiosos análisis de Inés Quintero (2002; 2007) y Nikita Harwich (2003).

Para los que rinden culto a Bolívar, solo ciñéndonos al campo de los historiadores, les resulta un verdadero embrollo admirar a un personaje como Miranda, pues el Libertador lo consideraba como un traidor al cual, si de él hubiese dependido, lo hubiese fusilado. Cómo apreciar el significado histórico de tanta trascendencia de este “traidor” sin mancillar la honra del acusador, sin caer en la herejía de concebir que pudo ese héroe-deidad haber cometido una gran injusticia, de haber cometido un acto innoble. Cómo escrutar las motivaciones de esa acción sin repetir explicaciones trilladas exculpatorias. Esa es una faceta del mito Bolívar, del “Padre de la Patria, juez censor, guía y refugio” (Carrera, 2003, p. 295), del cual poco se habla porque es un verdadero tabú.

Por otro lado, la figura de Miranda adquiere un señorío extraordinario en su desgracia porque en las pocas veces que pudo expresar sus ideas sobre este acontecimiento lo hizo con una sobriedad, con una mesura realmente impresionante. Basta leer sus dos memoriales dirigidos a la audiencia de Caracas, escritos en las mismas bóvedas del Castillo de San Felipe de Puerto Cabello del 8 de marzo y 18 de mayo de 1813, así como la carta dirigida a las Cortes de Cádiz adjuntándoles los memoriales a la Audiencia de Caracas, misiva escrita desde su prisión de la plaza de Puerto Rico el 30 de junio de 1813 (Zeuske, 2004, pp. 195-215).

Agradecimientos

Especial agradecimiento a mis colegas y buenos amigos Laura Rodríguez Arteaga, Beatriz Vergara Robles, Walter Álvarez Barreto y Gustavo Montoya Rivas por su inapreciable ayuda y su siempre generoso apoyo.

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1. Profesor en Historia y Geografía por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos Sus investigaciones y publicaciones están centradas en dos campos: En el educativo, lo referente a la lectura, el hábito lector y las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. En el campo histórico, en la etapa de la independencia hispanoamericana. Email: jgparedesm@gmail.com

Fecha de recepción: 2 de noviembre de 2014 - Fecha de aceptación: 16 de abril de 2015

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