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Medicina Legal de Costa Rica

versión On-line ISSN 2215-5287versión impresa ISSN 1409-0015

Med. leg. Costa Rica vol.23 no.2 Heredia sep. 2006

 

Mitos en torno a la evaluación psicológica forense en casos de agresión sexual contra menores de edad: la necesidad de un cambio de paradigma

 (Myths concerning forensic psychological assessment in child sexual aggression cases: The need of a change of paradigm)

 

M.Sc. Carlos Saborío Valverde

Psicólogo Perito en la Sección de Psiquiatría y Psicología Forense del Departamento de Medicina Legal del Poder Judicial. Máster en Psicología Forense por la City University of New York, John Jay College of Criminal Justice. Profesor Adjunto de la Escuela de Psicología de la Universidad de Costa Rica. Actualmente es el coordinador de la Maestría en Psicología Forense de la UNIBE. csaborio@poder-judicial.go.cr

M.Psc. Eugenia Víquez Hidalgo

Psicóloga Perito en la Sección de Psiquiatría y Psicología Forense del Departamento de Medicina Legal del Poder Judicial. Máster en Psicología Clínica y en Psicología Forense por la UNIBE. Profesora en la Maestría en Psicología Forense de la UNIBE. eviquezh@poder-judicial.go.cr

Recibido para publicación 15-06-2006

Aceptado para publicación 31-07-2006

Summary

This article discusses several myths concerning forensic psychological assessment in child sexual aggression cases. Some descriptive results are presented in terms of different variables associated with this kind of evaluations at the "Sección de Psiquiatría y Psicología Forense del Departamento de Medicina Legal" (Section of Psychiatry and Forensic Psychology of the Legal Medicine Department) during 2004. Three specific myths are revised taking into account the specialized literature: the credibility of testimonies, the consequences of sexual abuse and clinical diagnoses. Finally, a change of paradigm is proposed in this kind of psychological assessment cases.

Key words

Sexual abuse, sexual aggression, psychological assessment, forensic assessment principles, forensic assessment models, credibility, sexual abuse consequences, clinical diagnoses, functional abilities, forensic assessment protocols

Resumen

Este artículo discute la existencia de una serie de mitos en relación con la evaluación psicológica forense en casos de agresión sexual contra personas menores de edad. Se presentan los resultados de una investigación realizada en la Sección de Psiquiatría y Psicología Forense del Departamento de Medicina Legal en el año 2004, con el fin de describir algunas variables asociadas con este tipo de evaluaciones. Se revisan tres mitos a la luz de la literatura científica: la credibilidad de los relatos, las secuelas del abuso y la generación de diagnósticos clínicos. Finalmente, se propone un cambio de paradigma en cuanto al objeto de estudio en las evaluaciones forenses en este tipo de casos.

Palabras clave

Abuso sexual, agresión sexual, evaluación psicológica, principios de evaluación forense, modelos de evaluación forense, credibilidad, secuelas de abuso sexual, diagnósticos clínicos, habilidades funcionales, protocolos de evaluación forense

Introducción

El sistema de justicia penal ha implementado históricamente una serie de exigencias al perito psicólogo en casos de violencia sexual, las cuales han trascendido sus capacidades instrumentales, en términos del planteamiento de preguntas que van más allá de lo que la ciencia psicológica esta en capacidad de responder de forma competente. A este conjunto de interrogantes los llamaremos aquí "falsas preguntas", en el sentido de que surgen desde una necesidad particular del sistema legal, las cuales no responden necesariamente a fenómenos, procesos o constructos para los que la psicología, como disciplina científica, cuente con estrategias metodológicas válidas y confiables que puedan dar cuenta de los mismos. Muchos de esos requerimientos "falsos" se han incorporado en una práctica judicial mecánica en la que los distintos actores legales han planteado, desde sus intereses particulares en el proceso, preguntas que los y las peritos han tratado de responder, generando un ciclo vicioso que ha reforzado la instauración de mitos en torno a lo que se esta en capacidad de determinar en una evaluación psicológica forense en este tipo de casos.

Principios en la evaluación forense

Una de las principales razones por las cuales no se ha discutido suficientemente en nuestro contexto, en relación con los alcances y limitaciones de los peritajes en casos de violencia sexual, es la exigua delimitación entre el campo de especialización clínico y el forense. Tal y como lo proponen expertos forenses norteamericanos (Heilbrun, 2001; Melton y otros, 1997; Rogers y Shuman, 2000; Grisso, 2005), se debe distinguir claramente entre ambos espacios de trabajo psicológico. Son múltiples las diferencias técnicas que se han establecido, las cuales han dado pie a la creación de principios y guías especializadas en la práctica psicológica forense. Algunas de estas líneas demarcatorias tienen que ver con las necesidades particulares que introduce la evaluación psicológica en el ámbito forense, de especial interés en el presente artículo, la necesidad de seleccionar y utilizar un modelo para guiar la recolección de datos, su interpretación y comunicación (Heilbrun, 2001).

Con respecto a la fase de recolección de información, se plantea que es necesaria la utilización de múltiples fuentes de datos para cada área que se evalúa. En este sentido, se debe incorporar información proveniente del auto reporte de los evaluados, ya sea a través de entrevistas estructuradas o pruebas psicológicas, así como información basada en las observaciones de terceros y el análisis de fuentes colaterales, tales como registros médicos, escolares, antecedentes judiciales, etc. Es así como el uso de múltiples mediciones en la evaluación psicológica forense puede servir para mejorar la precisión en la medición de ciertas características, síntomas o comportamientos, así como para verificar hipótesis que se pudieron haber generado en parte por las observaciones basadas en una o más de estas mediciones. De esta forma, esta estrategia metodológica apoya un modelo basado en el contraste simultáneo de hipótesis rivales convincentes, lo cual, como se desarrollará más adelante, responde a un modelo de evaluación idóneo para el trabajo forense. En esta misma línea, otro de los principios enfatiza en la necesidad de seleccionar fuentes de datos basados en criterios como la relevancia, la confiabilidad y la validez de los instrumentos utilizados. La relevancia tiene que ver con un juicio cualitativo que implanta las bases lógicas sobre las cuales se establece una conexión entre un constructo psicológico y un constructo o pregunta legal relevante. Tal y como se expondrá más adelante, este es el fundamento del modelo de evaluación forense de las competencias propuesto por Grisso (2005). Por ahora, basta con destacar que la decisión sobre qué instrumentos o técnicas se utilizarán en la evaluación forense, depende fundamentalmente del aporte que las mismas brinden en relación con las exigencias planteadas por la contraparte legal, por lo que se recomienda la exclusión de cualquier fuente de datos que no se asocie directamente con el propósito legal de esta evaluación. Asimismo, es necesario dar cuenta de las cualidades psicométricas en términos de confiabilidad y validez de los instrumentos utilizados(1).

Es necesario resaltar la idea de que no todos los instrumentos utilizados en la práctica profesional psicológica cuentan con las mismas características en relación con su capacidad para generar inferencias válidas sobre los evaluados. Por ejemplo, existe escaso apoyo empírico que permita la determinación confiable y válida de características psicológicas a partir del dibujo realizado por una persona. La literatura especializada forense es determinante en que este tipo de técnicas deben excluirse como herramientas de generación de hipótesis debido a su escaso valor científico. Cualquier inferencia realizada a partir de este tipo de instrumentos sería altamente vulnerable y sería poco probable que resista un examen minucioso en un debate judicial. De esta forma, es claro que en el campo forense, los estándares de aceptación son mucho más elevados que en el ámbito clínico, exigiendo que los instrumentos cumplan con una serie de características que garanticen el respaldo científico en su construcción y validación (Heilbrun, 1992). Por otra parte, uno de los principios en esta fase de recolección implica la obtención de historia relevante de múltiples fuentes, ya que esto le permite al psicólogo forense evaluar patrones de comportamiento y proveer un contexto para un evento simple, así como para la generación y comprobación de hipótesis acerca del sujeto evaluado. Esto también es importante para evaluar el estilo de respuesta del evaluado y para determinar qué tan compatibles son los hechos, características y síntomas aportados a través del auto-reporte con la historia de vida del sujeto.

En relación con la fase de interpretación de datos, una de las distinciones más importantes entre la evaluación clínica y la forense tiene que ver con la supuesta precisión del auto-reporte de los evaluados. En el contexto forense siempre se parte de la premisa de que la información proporcionada en el auto-reporte podría estar distorsionada, esto debido a los incentivos que podría tener la persona en exagerar o minimizar ciertos tipos de experiencias. Es aquí donde surge la obligación de la evaluación explícita del estilo de respuesta, así como la corroboración de datos relevantes a través de múltiples fuentes de información.

La noción de que ciertos individuos pueden exagerar o minimizar de forma selectiva ciertos tipos de información acerca de ellos mismos dentro de un proceso legal, es difícil de refutar efectivamente sin el uso de datos de fuentes colaterales. Este tipo de fuentes permite además, evaluar la veracidad de síntomas auto-reportados por la persona evaluada. Un aspecto esencial en la evaluación del estilo de respuesta es la utilización de múltiples fuentes y mediciones en un caso determinado. Así, las pruebas psicológicas, los inventarios especializados o las entrevistas estructuradas deben complementarse necesariamente con información colateral. Tal y como lo plantea Heilbrun (2001), el uso de información de terceras personas en la evaluación del estilo de respuesta del evaluado ayuda a contrarrestar la validez limitada que tienen las entrevistas en la detección de la manipulación y la distorsión de la información en el contexto forense.

Por otra parte, uno de los principios fundamentales en el campo forense implica la incorporación de datos y razonamiento científico en la evaluación. Este principio enfatiza la importancia de recopilar información específica del caso y del sujeto con el fin de establecer conexiones causales entre condiciones clínicas y habilidades funcionales. Esto se refiere a las circunstancias particulares relevantes para los aspectos forenses bajo evaluación. También involucra la información acerca del sujeto que es directamente relevante para el asunto legal. De esta forma, la información ideográfica es utilizada tanto en la formulación de hipótesis como en su verificación. Sin este tipo de información particular del caso, las conclusiones usualmente no serían tan acertadas. Además, este tipo de información específica permite la utilización de modelos que establezcan relaciones causales entre síntomas clínicos y déficits legalmente relevantes. En estrecha relación con lo anterior, otro principio exige el uso de razonamiento científico que enfatice el valor de la aplicación de datos empíricos obtenidos con grupos específicos en la evaluación de dominios relevantes de la evaluación psicológica forense. En este sentido, la investigación empírica puede proveer datos sobre la confiabilidad y validez de varias herramientas (pruebas psicológicas, entrevistas estructuradas, inventarios especializados, etc.) y su relación con aspectos de interés forense.

Otro de los aportes de la investigación empírica es en relación con la predicción. Esta puede proporcionar tasas de ocurrencia y estrategias relativamente sofisticadas de construir enfoques actuariales y evaluar su efectividad. Hay varios aspectos del razonamiento científico que son particularmente relevantes: la operacionalización de variables, la formulación de hipótesis, la falseabilidad, la parsimonia en la interpretación y el reconocimiento de las limitaciones en la exactitud y en la aplicabilidad de investigación nomotética al caso inmediato. La parsimonia en la interpretación involucra la determinación de cuál es la "mejor" explicación en términos de que es la menos compleja y la que da cuenta por la mayor parte de los datos.

Finalmente, otro principio relacionado con la fase de interpretación de datos indica que el psicólogo forense no debe contestar la pregunta legal directamente. Por el contrario, debe centrarse en la descripción de las capacidades que son parte de los asuntos forenses relevantes para la pregunta legal. Cualquier intento de contestar esta pregunta legal confunde la evidencia clínica y científica relevante con valores políticos, morales o sociales. Un claro ejemplo lo representa el error común en el que caen algunos peritos de tratar de establecer si el relato brindado por una supuesta víctima es creíble o no. Esto claramente implica una intromisión en aspectos que trascienden la competencia del psicólogo forense, tal y como se discutirá extensamente más adelante.

Por último, Heilbrun (2001) ha propuesto una serie de principios en relación con la fase de comunicación en la evaluación psicológica forense. Primariamente, se propone el atribuir la información a las fuentes. Cualquier conclusión o razonamiento que no este basado en información fáctica precisa es probable que se determine defectuosa. Así, una forma de disminuir la credibilidad de una opinión sería atacar los "hechos" sobre los que esta basada. Consecuentemente, a la evaluación forense se le asigna un gran valor si ha reunido información fáctica que parece más precisa debido a que ha sido verificada a través de la comparación entre múltiples fuentes. Sin embargo, de acuerdo con Heilbrun (2001) este proceso detallado sería infructuoso si la fuente de los datos no es citada en el reporte, por lo que no estaría disponible para la corte, los abogados involucrados o cualquier interesado en determinar las fuentes de los distintos tipos de información proporcionada. Esta es una de las diferencias esenciales entre la evaluación clínica y la forense, ya que en la primera el interés primordial son las conclusiones alcanzadas, ya sea en la forma de diagnósticos o recomendaciones terapéuticas, mientras que en las segundas hay un énfasis tanto en la información en sí misma como en el razonamiento y conclusiones asociado a esta información.

De la misma forma, otro principio requiere que se describan tanto los hallazgos de la evaluación como sus limitaciones. En este sentido, existen varias razones por las cuales los datos y los razonamientos asociados con una evaluación psicológica forense pueden ser limitados en su alcance. Estas incluyen, entre otras, la no disponibilidad o inconsistencia en información relevante, la aplicación de pruebas con limitada confiabilidad y validez o el estilo de respuesta del sujeto evaluado. Asimismo, en algunas ocasiones el razonamiento no es apoyado suficientemente por los datos o existen alternativas explicativas razonables para las conclusiones alcanzadas. Desde esta perspectiva, se recomienda fuertemente que se describan en el informe estas limitaciones encontradas. Por último, un principio de especial interés es aquel que establece que se utilice un lenguaje sencillo y que se eviten los tecnicismos en el reporte forense. Jueces, defensores y fiscales están entrenados en derecho y es probable que tengan poco o ningún conocimiento sobre psicopatología, personalidad, desarrollo humano, psicodiagnóstico, examen mental, tratamiento, psicometría, etc. Aún los mismos psicólogos tienen formaciones distintas y con orientaciones teóricas diversas por lo que pueden asignarle distintos significados a los mismos términos. En el campo forense se requiere un lenguaje común, lo que implica la exclusión de jerga técnica. Si ésta no se puede evitar del todo, entonces cada concepto debería ser definido claramente. Esto con la idea subyacente de que el reporte forense debe construir un puente entre los hallazgos de la salud mental y quienes toman las decisiones legales.

Modelos de Evaluación Forense

Una vez esbozados los principios fundamentales que orientan el proceso de evaluación psicológica forense, se realizará una descripción más minuciosa de dos modelos que han demostrado su utilidad práctica en este tipo de evaluaciones. El primero de ellos es el propuesto por Rogers y Shuman (2000), al que han denominado "modelo lineal del mejor ajuste", y que fundamentalmente implica la recolección estandarizada de material clínico relevante, sin considerar las hipótesis del experto. Este modelo esta conformado por dos fases: la recolección de datos y la toma de decisiones.

En la primera, el objetivo es obtener datos suficientes y relevantes, que no sean distorsionados por prejuicios o preconcepciones del evaluador. Este es un proceso "lineal" en el sentido de que el experto toma muy pocas decisiones "jerárquicas" mientras recolecta los datos clínicos relevantes. Por su parte, en la fase de toma de decisiones el objetivo es examinar los méritos relativos de las distintas hipótesis que compiten entre sí. Este proceso comparativo le permite al evaluador forense establecer cuales hipótesis se "ajustan" mejor a los datos clínicos recabados. Entre las ventajas de este modelo se encuentra que permite la comparación directa de la confiabilidad de las observaciones clínicas a través de distintos métodos, mientras que tiene como limitación principal que es menos eficiente en términos del tiempo requerido para conducir la evaluación, ya que mucha de la información recolectada no es usada directamente en el proceso de toma de decisiones.

De acuerdo con estos autores, el modelo lineal del mejor ajuste representa una alternativa superior a las estrategias tradicionales de evaluación clínica a la que denominan "modelo de prueba de hipótesis". En esta forma de trabajo, desde el inicio de la evaluación se formulan hipótesis acerca del comportamiento general y el diagnóstico del evaluado. Este proceso se centra desde ese momento en confirmar o descartar una hipótesis particular. Si la hipótesis es descartada, se genera una segunda hipótesis y se sigue un proceso similar. La decisión final se alcanza cuando se considera que una hipótesis tiene mucho más evidencia confirmatoria que en su contra. Este modelo es económico, ya que la tesis más fuerte es examinada antes de que se exploren explicaciones alternativas, sin embargo, el foco particular también hace a este modelo vulnerable a los juicios tendenciosos.

Al mismo tiempo, se señalan cuatro riesgos básicos que presenta este modelo de evaluación: primero, los prejuicios iniciales, que son convicciones profundamente sostenidas que pueden influenciar la evaluación, la recolección de datos y la opinión final; luego los prejuicios confirmatorios, que representan tendencias a sobre valorar los datos que apoyan la hipótesis de trabajo y a disminuir o incluso a ignorar datos que son inconsistentes con esta hipótesis. Algunas veces los evaluadores se preocupan porque los resultados contradicen su hipótesis y tratan de ver el problema en los resultados cuando deberían más bien re-examinar la hipótesis inicial planteada. Otro de los riesgo planteados por estos autores es el exceso de confianza en datos específicos, lo que significa asignarle un peso desproporcionado a cierto tipo de datos, tales como actos que ocasionan reacciones emocionales muy fuertes, lo que algunas veces puede afectar el juicio del evaluador. Finalmente el cierre prematuro, el cual tiene que ver con una premisa implícita de que una formulación diagnóstica es más efectiva que otra en la explicación de la condición mental del evaluado, lo cual tiene como consecuencia una simplificación del cuadro clínico del mismo. En general, la naturaleza secuencial de este modelo es probable que genere un fenómeno en el cual el experto no considere otros trastornos o disfuncionalidades que podrían tener relevancia para el asunto legal en discusión.

 Otro de los modelos que ha contado con gran aceptación en la práctica forense norteamericana es el propuesto por Grisso (2005), al que se le ha denominado el modelo de evaluación de competencias. Este planteamiento parte de la idea de que se debe distinguir claramente entre las competencias legales y los constructos psicológicos. Las competencias legales son definidas como constructos, condiciones o estados hipotéticos que no pueden ser observados directamente. Así, cada competencia esta definida en los códigos y por la interpretación realizada a través de la jurisprudencia. Los constructos de las competencias legales son abstracciones, imposibles de definir con precisión verbal o por observaciones específicas. De esta forma, las definiciones legales para las competencias proporcionan una amplia discreción en la determinación de si un conjunto de hechos satisface los criterios de competencia o incompetencia. Debido a que las competencias legales son constructos, no se debe esperar que ninguna evaluación psicológica clínica defina operacionalmente una competencia legal. Así, los resultados de una evaluación psicológica pueden ser más o menos útiles en proporcionar información que apoye a las autoridades judiciales en la toma de decisiones sobre las competencias legales en cuestión.

El modelo de las competencias legales de Grisso (2005) propone una forma de estructurar y organizar el conocimiento a partir de componentes, que permitan establecer una relación entre las competencias legales y las evaluaciones psicológicas correspondientes. Los cinco componentes propuestos por este autor son el funcional, el causal, el interactivo, el de juicio profesional y el de disposición.

En relación con el componente funcional, se parte de que los constructos de las competencias legales se centran en las habilidades funcionales, comportamientos o capacidades de un individuo. Funcionamiento se asocia en este contexto, con diagnósticos clínicos o conclusiones acerca de las habilidades intelectuales generales o características de personalidad, pero es algo distinto. De esta forma, el componente funcional se refiere al funcionamiento en sí mismo y al conocimiento o comprensión específica para un funcionamiento competente, no solo a los rasgos hipotéticos o condiciones psicodiagnósticas que pueden influenciar ese funcionamiento. El objetivo de la evaluación es entonces obtener información acerca de las habilidades funcionales específicas. Este tipo de evaluación contrasta con la mayoría de las evaluaciones clínicas diseñadas para determinar diagnósticos psiquiátricos o proporcionar descripciones basadas en rasgos, con la finalidad de recomendar intervenciones. Debido a que no se asume que el diagnóstico de algún trastorno mental es suficiente para determinar que alguien es incapaz de ejercer todas las funciones intelectuales, conductuales o sociales, se requiere más que fundamentar la presencia de algún trastorno de este tipo. Este componente requiere mucho más que los aportes clínicos tradicionales en la medida en que ninguna ley o teoría psicopatológica asume que algún trastorno mental siempre implica que un individuo sea incapaz de todas las funciones intelectuales, conductuales o sociales. Es así como, para determinar qué habilidades funcionales son relevantes para un constructo o competencia legal particular, se deben tomar en cuenta como criterios la teoría, la investigación empírica y los requerimientos legales, lo que implica el tener suma precaución a la hora de seleccionar los instrumentos relevantes en determinada evaluación.

Por su parte, el componente causal parte del principio de que los constructos de competencias legales requieren inferencias causales que expliquen las habilidades funcionales de un individuo o los déficits asociados con esa competencia legal. El componente causal de una competencia legal se centra en explicaciones sobre los déficits aparentes de un individuo en habilidades funcionales relevantes, con la finalidad de asegurar que las consecuencias de ese hallazgo de incompetencia no son mal utilizadas. Igualmente, debido a que la conclusión de que alguien es incompetente en alguna de las dimensiones que evalúan los psicólogos forenses tiene consecuencias legales serias para las personas, se debe poder explicitar la lógica o modelo de toma de decisiones sobre el cual se basa la decisión del evaluador. De esta forma, la evaluación forense debe proveer de información que explique las razones probables para los déficits en las habilidades funcionales que se han observado, así como el potencial para su estabilidad, cambio o corrección. Consecuentemente, tanto los métodos e instrumentos para recolectar datos de forma confiable y válida en las variables que explican los déficits en las habilidades funcionales, así como la investigación empírica y las teorías sobre el comportamiento normal y la psicopatología, juegan un papel importante en la generación de hipótesis explicativas de las causas de los déficits funcionales.

En lo que respecta al componente interactivo, Grisso (2005) expone que las competencias legales se centran en la interacción persona-contexto. De esta forma, una pregunta sobre la competencia legal no explora simplemente el grado de la habilidad o déficit funcional que manifiesta una persona, sino que la pregunta gira en torno a si el nivel o grado de habilidad que muestra esta persona satisface las necesidades de la situación específica que enfrentará. La decisión acerca de la competencia legal es una declaración sobre la congruencia o incongruencia entre el grado de la habilidad funcional de la persona y el grado de demanda de desempeño que es impuesto por la situación específica en que se desenvuelve el sujeto evaluado. Se requiere una interacción entre la habilidad individual y una demanda situacional, no un nivel absoluto de habilidad en abstracto.

Finalmente, de acuerdo a los componentes de juicio profesional y de disposición, el establecimiento de una competencia legal requiere un juicio sobre el nivel de la congruencia o incongruencia persona-contexto. Se debe contestar la pregunta: ¿Qué tanta incongruencia es necesaria como para garantizar un juicio de incompetencia? Los hallazgos de las evaluaciones forenses tienen implicaciones que legitiman determinadas respuestas legales sobre el individuo, algunas veces limitándole sus derechos fundamentales. De esta forma, el evaluador forense debe describir habilidades personales, demandas situacionales y su grado de congruencia de forma tal que evite un juicio o conclusión definitiva sobre la competencia legal, ya que este es un campo de atribución de quienes toman las decisiones legales.

El contexto de la evaluación psicológica forense de violencia sexual

Tal y como se ha expuesto, la evaluación psicológica forense actual debe guiarse por principios y modelos que se ajusten a las particularidades con las que se enfrenta el perito, en un contexto adverso que exige rigurosidad científica y en el que cada vez más, es necesario contar con instrumentos evaluativos especializados que permitan garantizar una práctica profesional competente. Como eje conductor en el presente artículo se analizarán algunos de los mitos que se han institucionalizado en la práctica pericial forense en nuestro país, los cuales deben ser revisados desde una perspectiva que integre los principios y modelos presentados en este artículo. Asimismo, se presentarán algunos de los datos obtenidos en un estudio empírico realizado en la Sección de Psiquiatría y Psicología Forense del Departamento de Medicina Legal en relación con todos los dictámenes de abuso sexual contra personas menores de edad emitidos durante el período 2004 tanto por psiquiatras como por psicólogos de dicha sección.(2) Esto servirá de contexto referencial a la hora de discutir los distintos mitos que rodean la labor pericial en este campo.

Durante el año 2004 se realizaron 2379 dictámenes periciales forenses, de los cuales el 55.6% correspondieron a casos asociados con delitos sexuales. De estos, casi el 38% fueron evaluaciones a supuestas víctimas de agresión sexual. Luego de una revisión exhaustiva de todos los dictámenes emitidos en casos de delito sexual, se detectaron aquellos en los cuales la supuesta víctima era una persona menor de edad. De esta forma, se incluyeron en la muestra un total de 518 casos, de los cuales el 62.7% fueron realizados por psicólogos(as) y un 37.3% por psiquiatras. La distribución por sexo fue de 408 mujeres (78.8%) y 110 hombres (21.2%), con edades que oscilan entre 1 y 17 años de edad, pertenecientes a las siete provincias del país, con un promedio de 9.7 años y una desviación estándar de 3.8 años. La tabla 1 muestra la distribución de la muestra por edad:

 

Como puede observarse, existe una gran variabilidad en la distribución por edades en la población de menores de edad atendidos por este tipo de causas, lo que representa un reto a nivel metodológico e instrumental, ya que esto impide el contar con una "batería de instrumentos" fija o con protocolos de entrevistas similares para atender a esta gran diversidad de edades, en las que se van a encontrar funcionalidades a nivel verbal y cognitivo, así como características del desarrollo, sumamente variadas. Otra de las variables que introduce dificultad en este tipo de evaluaciones es que en una cantidad significativa de casos existe un vínculo familiar o una relación estrecha entre la supuesta víctima y los ofensores. Tal y como se puede notar en la tabla 2, en más del 90% de los casos evaluados durante el año 2004 existía este tipo de relación. Esto representa mayor complejidad en las evaluaciones debido a que en muchos de estos casos se da en forma paralela alguna situación de disputa familiar, en términos de medidas de protección contra el imputado, lo que genera una serie de presiones para los niños, niñas y adolescentes que tienen que ser evaluados.

 

Por otra parte, debe analizarse detenidamente que en las circunstancias actuales en las que opera nuestro sistema de justicia, en una gran cantidad de casos transcurre mucho tiempo desde que se dan los hechos denunciados hasta que se realiza la evaluación pericial. Esto sucede por dos razones fundamentalmente, la primera tiene que ver con el período de tiempo que transcurre entre los supuestos hechos y la revelación que conlleva a la denuncia penal. De acuerdo a la información de la tabla 3, en promedio transcurren más de 4 meses para que se interponga la denuncia. El segundo factor que interviene en este proceso es el atraso que se produce desde que se interpone la denuncia hasta que el menor es evaluado, lo cual en promedio dura casi 9 meses. Analizados en conjunto, estos datos sugieren que el lapso de tiempo transcurrido desde que supuestamente ocurren los hechos hasta que se realiza la evaluación pericial forense anda alrededor de un año en promedio. Aunque no se pudo medir en este estudio, durante este tiempo las supuestas víctimas son sometidas a diversas entrevistas, que van desde la realizada en la fiscalía o delegación policial respectiva, hasta las que se llevan a cabo en otras instancias. No puede obviarse el hecho de que los menores son expuestos durante un período de tiempo significativo a una serie de elementos que podrían "contaminar" la versión de los supuestos hechos que se denuncian. Esto puede cobrar mayor relevancia en las personas de menor edad a la hora de los supuestos hechos.

 

Aunado a lo anterior, es importante tener en cuenta que en muchos casos las supuestas víctimas revelan el abuso a personas externas a su núcleo familiar, lo que genera que sean intervenidos por otras instancias como el PANI, personal médico o personal docente de escuelas, de quienes no se sabe si tienen el entrenamiento requerido para realizar este tipo de entrevistas, especialmente en lo que respecta a no sugerir posibles ofensores y/o hechos a los menores antes de la interposición de la denuncia penal.

Además, tal y como se observa en la tabla 5, en casi la mitad de los casos la revelación del supuesto abuso no se produce de forma espontánea, por lo que es importante considerar que una intervención inadecuada podría contaminar de forma significativa la descripción de los supuestos hechos por parte del menor, así como de la identificación del supuesto ofensor.

 

Una de las variables que tiene gran impacto con el contexto de la evaluación pericial forense, es el tipo de supuestos abusos que sufrió la persona evaluada. De acuerdo con lo que se expone en la tabla 6, en más de la mitad de los casos se producen caricias por debajo de la ropa, sin embargo, esto muchas veces se acompaña de una multiplicidad de actos que van desde la remoción de la ropa de la víctima hasta el coito anal o vaginal o la inserción de objetos en la víctima. Esta heterogeneidad de actos abusivos permiten comprender el por qué las manifestaciones conductuales y emocionales que se asocian con estos hechos son tan variadas, tal y como se discutirá más adelante.

 

Finalmente, dentro del contexto de la evaluación pericial forense del abuso, nos encontramos con diversas preguntas legales, las cuales se supone que deben orientar, tal y como se discutió en los modelos de evaluación forense anteriormente, todo el trabajo de los peritos. Es aquí donde reside probablemente la mayor dificultad con la que se enfrentan los profesionales, ya que de acuerdo con los datos de la tabla 7, en un 40% de los casos las autoridades judiciales están interesadas en saber las secuelas psicológicas del supuesto abuso y en la tercera parte de los casos preguntan directamente por la credibilidad del relato de la supuesta víctima. No menos significativo, en un 14% de los casos solicitan los indicadores de abuso sexual y en un 12% la presencia de traumas. La pregunta más sorprendente es quizás la que directamente solicita determinar si existió abuso o violación, lo cual se pudo detectar en un 11% de los casos revisados en este estudio. Es en este punto donde se materializan y legitiman los mitos que discutiremos a continuación. Por un lado la contraparte legal establece cuestionamientos falsos y por el otro, los peritos responden a éstos trascendiendo sus competencias profesionales.

Mito 1: Credibilidad de los relatos

Quizás uno de los mitos más arraigados en nuestro medio es el que los profesionales en psicología o psiquiatría cuentan con estrategias metodológicas confiables y válidas para determinar que un relato es creíble. Este es un tema que se ha sometido a una amplia discusión en la literatura especializada décadas atrás y en el que existe un fuerte apoyo empírico en la línea de ser precavidos con la aplicación de modelos de credibilidad en el contexto de evaluaciones forenses. Tal y como se pudo observar en los datos presentados en el apartado anterior, las autoridades judiciales costarricenses recurren en muchos casos al perito para que le resuelva el problema de la credibilidad de los relatos. Esta práctica se ha institucionalizado debido a que tradicionalmente algunos peritos han tratado de responder a esta pregunta de forma literal, a través del uso mecánico de una serie de criterios de credibilidad, lo cual como se discutirá seguidamente, ha carecido de fundamento científico, comprometiendo la competencia profesional de quienes así han procedido y generando controversias innecesarias en los procesos judiciales.

En primer lugar, hay que tener claro que cuando una autoridad judicial solicita a un perito la determinación de "la credibilidad" del relato dado por una supuesta víctima de violencia sexual, se debe considerar que esto se requiere desde el contexto legal, lo que probablemente tiene un significado muy distinto a lo que se puede responder desde la perspectiva psicológica. Siguiendo los principios forenses expuestos al inicio de este artículo, la evaluación pericial en este tipo de casos, no puede obviar estas diferencias en los constructos utilizados, por lo que el dictamen forense debe constituirse en una respuesta competente en la forma de un puente lógico entre las necesidades del sistema de justicia y las posibilidades de la ciencia psicológica.

De acuerdo con Juárez (2004), en sus inicios, el estudio del testimonio se centró en la indagación de la exactitud de la memoria para recordar los sucesos vividos y las influencias externas que podían disminuir dicha exactitud. Se inicia entonces el estudio del impacto que podía generar en un determinado testimonio la forma en que se interrogaba a un testigo, encontrando que el tipo de pregunta podía influir notablemente en las respuestas emitidas, modelando e incluso dirigiendo la respuesta hacia la confirmación de la hipótesis del investigador.

A finales de los años setenta, se comenzó a enfocar la investigación en el testigo que hace referencia a hechos que dice haber presenciado de acuerdo a los recuerdos almacenados en su memoria. Posteriormente, el eje de estudio pasaría a ser la persona o testigo que de forma voluntaria miente o es deshonesta. De acuerdo con Juárez (2004), la evaluación de la credibilidad va llevando a la unificación de diferentes perspectivas teóricas y de investigación, citadas por diversos autores tales como Yuille, 1989; Alonso-Quecuty, 1991; así como Garrido y Masip, 2000, quienes dividen y diferencian la evaluación de la credibilidad en:

a. La credibilidad mediante el uso de técnicas psicofisiológicas,

b. La credibilidad de las manifestaciones no verbales,

c. La credibilidad del relato verbal.

Dichas concepciones pueden diferenciarse además, en función de su foco de atención, centrado en el propio sujeto (uso del polígrafo y manifestaciones no verbales) o en el contenido de su relato, independientemente de las características del sujeto (manifestaciones verbales). Señala Juárez (2004) citando a Masip y Garrido (2000), el deber de aclarar que cuando se habla de la credibilidad de las manifestaciones no verbales o conductuales, no sólo se tomarán en cuenta los indicadores no verbales, sino también incluye los correlatos verbales de la verdad y el engaño, tratando de establecer las relaciones entre lo que se dice y cómo se dice, pero sin profundizar en la estructura, características, motivación, especificidad, peculiaridad, consistencia, ni sugestibilidad de este contenido verbal ni de otras cuestiones de la investigación, como las inconsistencias con la leyes de la naturaleza, otras declaraciones u otras evidencias.

El análisis del relato desde esta perspectiva, plantea por sí mismo el estudio de una serie de características que intentan brindar una guía en el afán por averiguar si se está mintiendo o no, o, en su defecto, tratar de determinar si parte de la información dada por un testigo es falsa. No obstante, al respecto diversos autores (tales como Ekman, 1989; Alonso-Quecuty, 1991, 1994; Masip y Garrido, 2000) señalan que se debe ser muy cauto a la hora de interpretar estos indicadores que podrían ser signos de estrés en los testigos y no si son mentirosos en sus declaraciones. Este llamado falso positivo (por ejemplo una persona sincera que manifiesta indicadores de mentira), nos llevaría a atribuir a las reacciones de una persona un alto valor discriminativo, teniendo como parámetro lo que socialmente se ha asociado con un sentimiento como el dolor, ira o el bienestar. Sin embargo, esto no seria del todo preciso, partiendo de la premisa de que tanto las situaciones (ya sean placenteras o no), como las reacciones ante éstas, tienden a ser vividas, enfrentadas y asimiladas desde los recursos particulares con que un individuo cuente para hacerle frente. En este sentido autores como Ekman y O’Sullivan (1989) (citado por Juárez, 2004), han señalado la necesidad de que al examinar la conducta de un sujeto, se busque establecer un patrón de comparación con su comportamiento cuando se dice la verdad, de forma que los indicadores conductuales expresados no pueden interpretarse a partir de absolutos. De otra forma, se estaría ante el riesgo de caer en el simplismo de esbozar una lista que conceptualice ciertos indicadores de verdad o mentira, casi como si se tratara de un comportamiento mecánico que más parecería responder a estereotipos basados en las expectativas o reacciones de lo que como entrevistador se pueda considerar una reacción asociada con el evento relatado.

Otra línea de investigación, ha sido la evaluación de la credibilidad del relato no verbal. Autores como Undeutsch (1989) (citado por Juárez, 2004), estableció la importancia de distinguir entre el aspecto cognitivo y el aspecto motivacional al momento de realizar un estudio científico de la credibilidad de las declaraciones. Esta misma concepción ha sido compartida posteriormente por autores como Lamb, Sternberg y Esplin (1994), estableciendo una diferencia entre el concepto de competencia y credibilidad, entendiéndose la primera de éstas (competencia) como la capacidad del entrevistado o testigo para decir la verdad, mientras que la segunda (credibilidad) se refiere a la voluntad del sujeto para decir esta verdad o no.

Dentro de los trabajos realizados y más utilizados está el conocido como el CBCA-SVA, el cual parte del trabajo de Undeutsch (referido por Cantón y Cortés, 2000) quien describe una serie de criterios en base a los cuales desarrolló un procedimiento que denominó Análisis de la Realidad de la Declaración. Posteriormente, Steller y Köehnken (1989) y Raskin y Esplin (1991) organizaron y sistematizaron el trabajo de Undeutsch, refinando y haciendo más explícitos los criterios para evaluar la credibilidad de la declaración y ha sido conocido como el instrumento CBCA-SVA, cuyo objetivo ha sido el poder diferenciar entre declaraciones falsas y declaraciones verdaderas en los casos de abuso sexual infantil, basándose en el Análisis de Contenido Basado en los Criterios (CBCA), que resulta ser la base principal en la Evaluación de la Validez de las Declaraciones (SVA).

El CBCA se centra en establecer si los contenidos de una revelación de abuso sexual por parte de un (a) niño (a) pueden ser indicativos de una narración real de eventos acontecidos y no de una producción imaginaria o fantasiosa. Dicho objetivo busca ser alcanzado mediante el análisis del contenido verbal a través de una serie de criterios tales como: estructura lógica, elaboración no estructurada, cantidad de detalles, contenidos específicos, peculiaridades del contenido e indicadores misceláneos.

Al utilizar este instrumento, es importante tomar en cuenta lo señalado por Garrido y Masip (2001) en el sentido de que el autor no consideró que éste sea un instrumento objetivo, puesto que señala un sesgo de credibilidad, pudiendo caerse en el error de considerar una narración falsa como verdadera o viceversa, siendo que la presencia de los criterios que recoge tienen como objetivo validar la declaración dada, es decir, profundizar en los elementos que se aportan, sin embargo, esta es sólo una línea de investigación y no puede tomarse como un resultado concluyente.

Lo anterior se puede ver ejemplificado en un estudio realizado en el año 2002 por Back, Warren, Stacy, Betman y Brighman quienes buscaron evaluar si existen diferencias entre la edad de los (as) niños (as) y la cantidad de criterios con que cumplían sus relatos de acuerdo al CBCA, para lo cual utilizaron la trascripción de 104 entrevistas de abuso sexual reales, encontrando que los (as) niños (as) tienden a aportar menos información de forma espontánea al igual que cuando son incitados por quien les entrevista, tendiendo a un aumento significativo en cuanto a la presencia de criterios al aumentar la edad. En igual sentido, investigaciones empíricas realizadas, los puntajes del CBCA permiten distinguir entre casos convincentes y no convincentes de violencia sexual, aunque la precisión es todavía muy pobre como para permitir su aplicación en el contexto forense (Lamb y Sternberg, 1997). A pesar de que estos autores indican que la evaluación de la credibilidad mejora enormemente cuando las declaraciones de los menores son el producto de una entrevista de gran calidad (basada en preguntas abiertas más que enfocadas), no pueden afirmar que los ítems del CBCA y de la lista de chequeo de validez permitan realizar juicios científicamente válidos sobre la credibilidad de un relato. De esta forma, concluyen que los puntajes del CBCA quizás nunca puedan ser aplicados en contextos forenses para evaluar declaraciones individuales. Señalan que la relación entre casos detectados como convincentes y los puntajes del CBCA no es suficientemente significativa a nivel estadístico como para apoyar opiniones sobre la veracidad de un relato individual basados únicamente en los puntajes del CBCA. Asimismo, estudios más recientes han demostrado que es preferible el uso de preguntas abiertas en el contexto forense, así como reducir la confianza en las preguntas enfocadas (Lamb, Sternberg y Esplín, 2000).

Por otra parte, Juárez (2004) amplía y profundiza en lo anterior en su tesis doctoral sobre la credibilidad del testimonio infantil ante supuestos de abuso sexual realizada en la Universidad de Girona, centrando su estudio en el testimonio infantil y más específicamente en la credibilidad de dicho testimonio. Para ello realiza un estudio crítico del CBCA-SVA, el cuál señala como el instrumento psicométrico más frecuentemente utilizado en España y propio del ámbito forense. Señala en primer término un aspecto fundamental en cuanto a la valoración de los criterios y es el de que no exista un baremo cuantitativo sobre los criterios que determinan que un relato sea creíble o no creíble, ni está definida una proporcionalidad o peso específico de unos criterios frente a otros, dependiendo de múltiples factores tales como: edad del menor, complejidad del episodio, paso del tiempo, número de ocasiones en las que el menor ha repetido el relato. El estudio métrico de los criterios de realidad que integran el CBCA le llevan al autor a obtener evidencias para platear no sólo la necesidad de complementarlo en base a una perspectiva psicosocial, sino a la precaución en la utilización de los criterios originales debido a la baja calidad métrica de algunos de sus criterios, tal y como ha sido señalado por autores norteamericanos anteriormente (Lamb y Sternberg, 1997). En los análisis estadísticos referidos en su muestra, se aíslan ocho criterios de realidad originales que no presentan calidad métrica (discriminación y validez) suficiente, utilizando el índice de discriminación o de homogeneidad junto con el índice de validez. Así, los criterios de realidad que propone deberían eliminarse al no ser discriminativos ni válidos serían: criterio1estructura lógica, criterio 4 incardinación en el contexto, criterio 10 detalles exactos mal interpretados, criterio 11 asociaciones externas relacionadas, criterio 12 estado mental subjetivo del menor, criterio 16 dudas sobre el propio testimonio, criterio 17 auto desaprobación y criterio 18 perdón al acusado. Concluye este autor sobre la necesidad de ampliar dichos criterios (cuya orientación es eminentemente cognitiva), con criterios psicosociales, partiendo de que la red social de relaciones entre la víctima, su familia y el (la) acusado (a), puede ser relevante a la hora de brindar un relato, enfocándose también entonces en el contexto verbal, espacial, temporal y personal, así como interacciones entre el (la) ofensor (a) y víctima.

Como lo señala Jiménez (2001), el uso práctico del CBCA es hoy un método semi-estandarizado, el cual está basado más en estimaciones clínico-intuitivas que en reglas de decisión formalizadas. Citando a Raskin y Steller (1989), Steller y Boychuk (1992), comenta en el sentido de que la aplicación de los criterios de contenido no consiste en una suma del número de criterios presentes en una declaración. Puntos de corte, suma numérica de criterios o ponderación de los mismos son, de momento, estrategias poco recomendables hasta que la investigación en curso permita determinar cómo proceder en este sentido. Echeburrúa (2000) en este mismo sentido señalaba que el análisis de la veracidad de la declaración no cuenta con las propiedades de una técnica psicométrica, planteando que el contenido de un testimonio está modulado por las capacidades cognitivas del informante y por la naturaleza del suceso relatado. Por ello, a medida que aumentan las capacidades intelectuales de un testigo y la complejidad de un suceso, disminuye la aplicación del análisis de la veracidad de la declaración entrañando mayores dificultades.

De acuerdo con los resultados obtenidos en el estudio realizado en la Sección de Psiquiatría y Psicología Forense de los casos del año 2004, se pudo determinar que no se trabaja con un modelo de evaluación específica a este nivel, recurriendo a diversos criterios diseñados en diferentes modelos o guías para realizar dicho análisis. Los casos analizados que reportan alguno de los criterios de credibilidad corresponden a un 91%, porcentaje que se desglosó de la siguiente manera:

-Características Generales: evaluando la credibilidad del testimonio a través de aspectos básicos del relato, haciendo referencia con mayor frecuencia a aspectos como consistencia lógica (77.9%), detalles abundantes (40.3%), claridad de alegación (22.3%), detalles específicos (1.5%), descripción de un incidente (1.1%), rapidez de la revelación (0.2%).

-Contenidos Específicos: que valora la especificidad del relato en relación al suceso, en aspectos tales como identificación del supuesto ofensor (51%), adecuación contextual (6.2%), descripción de interacciones (1.3%), reproducción de conversaciones (0,8%).

-Peculiaridades del Contenido: toma en cuenta aspectos distintivos del relato de los hechos, reportando esta categoría únicamente un aspecto de todos los que abarca la misma: culpabilidad por las consecuencias al acusado (0.6%).

-Contenidos relacionados con la motivación: equivale a aspectos referentes al impulso que posee la víctima para relatar el suceso abusivo, correspondiendo, viéndose reflejados en la muestra por: dudas sobre su propio testimonio (0.4%) y correcciones espontáneas (0.2%).

-Indicadores de abuso sexual: evidencia los distintos aspectos que pueden ser factores determinantes para dar credibilidad al supuesto hecho abusivo, refiriendo aspectos como: vulnerabilidad del niño (a) (18.3%), retractación por temor (0.6%) y motivación para mentir (0.4%).

Se analizó también como parte de la investigación, aquellos aspectos que tienen que ver más con la evaluación de la validez, determinándose la siguiente prevalencia:

-Características psicológicas: reflejan las aptitudes con las que cuenta el menor y que son tomadas en cuenta por el perito a la hora de valorar el relato, haciéndose referencia a: comprensión de la verdad y la mentira (49,7%), adecuación del lenguaje (31%), comprende las consecuencias de decir una mentira (24%), comprende la obligación de decir la verdad (1,7%), detalles evolutivamente apropiados (0,2%).

-Estilo afectivo del niño (a): evalúa las condiciones psicológicas con las que cuenta el menor al momento de relatar lo sucedido, circunscribiendo este a: adecuación del afecto (27.8%), se muestra imperturbable (2.8%), muestra ansiedad, disgusto, cólera (2.3%), retraído o a la defensiva (0.4%), se muestra turbado/ culpable (0.4%).

-Información corroborativa de las alegaciones: manifiesta información adicional que puede ser presentada para sustentar la veracidad del relato, en ese caso del total de expedientes analizados esta información fue consultada en 85.1% (441 casos), que incluye dictámenes médicos (el hospital psiquiátrico, EBAIS, dictámenes médicos legales, etc.), la revisión de informes de distintas instituciones (PANI, albergues, escuelas, colegios, etc.) y revisión de expedientes judiciales.

-Explicaciones alternativas: refiere a otro tipo de circunstancias que pueden influir en el relato. Dentro de estas se evidenciaron en la muestra: no impresiona estar influenciado por terceros (20.4%), influencia de terceros (1.1%), mal interpretación de una actividad abusiva (0.2%).

Los datos ponen en evidencia el uso por parte de algunos peritos de criterios esbozados en instrumentos tales como el CBCA o la Guía de Evaluación del Nacional Children Advocacy Center, las cuales sirven de orientación en el proceso investigativo, sin que sean utilizados como parte de un modelo integral en el sentido estricto, sino más bien como una guía que ayuda al análisis. Esto por sí mismo parece poner en evidencia la carencia, a nivel forense, de una herramienta que esté avalada por la comunidad científica en cuanto a su validez y confiabilidad, dado que como se ha mencionado ya en este artículo, la prevalencia de uno o más criterios no es suficiente para darnos pie a pensar en que un determinado hecho haya o no podido darse.

Otro elemento importante a rescatar, es el intento que se hace en los peritajes, tal como queda evidenciado en los hallazgos de la investigación citada, de aportar elementos que se consideran presentes en un determinado relato, sin embargo, es evidente al observar la frecuencia con que se determina la presencia de un criterio, que ningún relato parece cumplir con las mismas características, siendo que a menos que se logren aislar de forma confiable criterios con alto valor discriminativo, la presencia o ausencia de alguno de estos sólo podría ser considerado un elemento más en el análisis que se realiza.

Ante este panorama, se enfrenta el perito ante el reto de redefinir el alcance de su práctica profesional, pues no se trata de aplicar el sentido común. Lejos de esto, está lo señalado en nuestro Código Procesal Penal, en el sentido de que nuestro papel como profesionales en esta área es la de llegar a aportar argumentos fundados en especiales conocimientos científicos, que integrados con otros elementos de prueba durante el juicio ayuden al juez a tomar una decisión sobre un determinado caso. Lo anterior en consonancia con los principios de la práctica forense reseñados anteriormente en este artículo.

En este sentido, nuestro Código Procesal Penal define al perito como aquella persona que a través de un procedimiento establecido por ley (en este caso el peritaje), ingresa al proceso judicial un dato objetivo que se incorporará legalmente, siendo capaz de producir un conocimiento cierto o probable acerca de los extremos de la imputación delictiva. Dentro de las características señaladas como propias al elemento de prueba, está el de relevancia y pertinencia, por cuanto este conocimiento o dato aportado deberá ser útil para descubrir la verdad. Esto nos empieza a llamar la atención sobre la dimensión y alcances de los criterios emitidos por el perito, por cuanto se solicita la elaboración de un informe que deberá ser realizado conforme a criterios técnicos o científicos que faciliten la discusión y toma de decisión por parte del Juzgador, no obstante, este es sólo uno de los elementos que se aportarán como parte del proceso, por cuanto implica una opinión valorativa, que en muchas ocasiones, tal como lo señala Magaldi (1987) (citado por Jiménez, 2001) será discutible (en debate) y susceptible de valoración posterior, por lo que los criterios vertidos no pueden de ninguna manera suplantar el proceso de debate o suplantar el papel del Juzgador.

En este sentido se ha pronunciado ya la Sala Tercera de la Corte Suprema de Justicia de Costa Rica, siendo que en resolución 000252-99, emitida el 05 de marzo de 1999, señala con respecto al criterio emitido en debate por peritos en la rama de la psicología y psiquiatría " (...) que el criterio de estos profesionales constituye un valioso apoyo para el órgano jurisdiccional con el fin de apreciar la credibilidad de la prueba testimonio al pronunciarse sobre el mérito de una acusación, siempre le corresponde al Juez -con base en los principios acusatorios de oralidad, inmediación, continuidad y contradictorio- determinar el valor de cada uno de los elementos probatorios, inclusive de la testimonial, pues ello constituye una de las funciones primordiales que desarrolla la administración de justicia. Esto significa que si aceptáramos la tesis de que son los psicólogos o psiquiatras los responsables de establecer la veracidad de los testimonios, ello implicaría que a ellos se les estaría trasladando la misma potestad de administrar justicia, por cuanto con dicho criterio se estaría decidiendo la litis. Desde luego, como afirmamos, el juez puede ser asesorado y orientado en esa delicada tarea de apreciar la prueba conforme a las reglas de la sana crítica, pero no puede trasladarse ese deber a otros profesionales", " (...) es necesario señalar que -según se explicó supra- no son los psicólogos sino los jueces los responsables de determinar, conforme las reglas de la sana crítica, la credibilidad que debe reconocerse al testigo, tal y como ocurre en la especie".

Sería un error grave adjudicar al perito la potestad de emitir criterios con respecto a la veracidad, validez o credibilidad de unas determinadas manifestaciones, pues como los otros actores del proceso (Jueces, abogados, auxiliares judiciales, etc), los criterios emitidos se basan en un análisis ex post facto, en tanto su conocimiento de los hechos no se da por la vía presencial. Lo anterior cobra especial relevancia si consideramos, como ya se ha mencionado, los moderados índices de fiabilidad y validez de cualquiera de las técnicas o instrumentos de que se dispone para evaluar la credibilidad. Ampliando en esto se tiene lo señalado por la Sala Tercera en su resolución 2004-00878, del día 23 de julio del 2004 " (...) es necesario aclarar que si bien el criterio que expongan los psiquiatras forenses en torno a la credibilidad y confiabilidad de un testimonio (sobre todo en materia de menores víctimas de abuso sexual) constituye un elemento de suma importancia que servirá de herramienta de interpretación para el órgano jurisdiccional, no debe perderse de vista que el mismo no adquiere por ello un carácter vinculante, ni tampoco ostenta un valor absoluto, infalible e incuestionable (conforme parecen entenderlo los recurrentes). De seguirse la tesis contraria, que aquí esgrimen los fiscales, implicaría que la esencia misma de la función jurisdiccional, esto es, analizar la prueba conforme a las reglas de la sana crítica racional a efectos de determinar su valor, fijando a partir de ello el hecho que se estime como probado, al cual se aplicará la ley de fondo con todas las consecuencias que ello determine, se estaría trasladando a aquellos profesionales, lo que obviamente no resultaría aceptable".

Lo anterior está en concordancia con uno de los principios y modelos ya mencionados y que tiene que ver con la evaluación forense, en el sentido de que el perito no debe ni puede contestar directamente la pregunta legal planteada por la autoridad judicial, dado que esto va más allá de los conocimientos técnicos relacionados con la práctica psicológica forense y, más importante aún, implicaría la toma de decisiones para las cuales no cuenta con los instrumentos o métodos necesarios para verter criterios absolutos con respecto a constructos como la verdad o la mentira y que pertenecen al campo del derecho.

Mito 2: Secuelas del Abuso Sexual

El segundo de los mitos que se observa en las solicitudes que realizan las autoridades judiciales a los peritos es el de la supuesta relación que existe entre un evento de violencia sexual y sus consecuencias psicológicas manifiestas. En este mito se parte de que es posible identificar una serie de indicadores conductuales y emocionales que se han derivado directamente de un hecho abusivo sexual y que la detección de estos síntomas permitiría la validación de que un hecho ocurrió. Fisher y Whiting (1998), realizan una revisión detallada de modelos teóricos que han sido utilizados tradicionalmente en la validación del abuso sexual, especialmente por psicólogos que testifican en procesos judiciales apoyando el uso de comportamientos específicos como evidencia de que un menor ha sido abusado sexualmente. Sin embargo, estas autoras llaman la atención en el sentido de que estos modelos basados en síntomas han sido desarrollados a partir de observaciones de terapeutas que han trabajado con niños que han experimentado abuso infantil documentado o sospechado. En su opinión, a pesar de que estos modelos proporcionan un material clínico importante para la identificación y tratamiento de las secuelas conductuales y emocionales del abuso, estas observaciones no han sido sometidas a una evaluación rigurosa más objetiva, lo cual es un requerimiento para su aplicación como una forma de evaluar si el abuso sexual ha ocurrido realmente. Agregan estas autoras que desafortunadamente algunos profesionales, interesados en validar el abuso sexual, han desarrollado listas de chequeo de síntomas conductuales con la finalidad de fundamentar la presencia de agrupaciones de indicadores del abuso sexual infantil. No obstante, resaltan la idea de que estas listas de síntomas aplican únicamente a grupos específicos de víctimas de abuso sexual o no han sido construidas de acuerdo con los estándares de las pruebas psicológicas, por lo que el uso de estos modelos teóricos en la forma de entrevistas directas a los menores o a sus cuidadores con el propósito de proporcionar evidencia forense de que un niño ha sido abusado sexualmente, podría violar los estándares éticos relacionados con la construcción y uso de técnicas de evaluación confiables y válidas.

Los primeros de estos modelos teóricos que se revisarán son el Síndrome del Niño Abusado Sexualmente (Sgroi, 1982) y el Síndrome de Acomodación al Abuso Sexual (Summit, 1983). El primero de estos síndromes propone que el abuso sexual infantil es una situación en la que un adulto con autoridad y poder obliga a un niño o niña, quien carece de madurez emocional y cognitiva, a obedecerlo sexualmente. Este síndrome consiste de 20 indicadores conductuales, los cuales surgen en respuesta a una serie de comportamientos sexuales abusivos que van desde el exhibicionismo hasta el coito. Además, consta de una serie de fases o patrones de encuentro sexual que se denominan fase de enganche, fase de interacción sexual, fase de secreto, fase de revelación y fase de supresión. Por otra parte el Síndrome de Acomodación al Abuso Sexual se compone de cinco categorías: el secreto, la impotencia, el acorralamiento y la acomodación, la revelación tardía, conflictiva y poco convincente y finalmente la retractación. Este síndrome pretendía resaltar la tendencia de los adultos a ignorar la evidencia de abuso sexual infantil y los esfuerzos del menor para acomodarse a esa situación. Sin embargo, Summit (1992) ha señalado el abuso que se ha hecho de este síndrome por parte del sistema legal y ha expresado las limitaciones para su uso en el contexto forense, enfatizando en que este síndrome no constituye un trastorno, ya que únicamente representa una opinión clínica y no un instrumento que cuente con la confiabilidad científica requerida. Queda claro que ambos síndromes fueron construidos sin la intención de que sus observaciones y recomendaciones fueran tomadas como la palabra final en la investigación y validación del abuso sexual (Fisher y Whiting, 1998).

Otro de los modelos usualmente utilizados para la validación de la existencia del abuso sexual es el trastorno por estrés postraumático (TEP). Sin embargo, la evidencia empírica que apoya la relación entre los síntomas del TEP y el abuso sexual infantil es muy débil, ya que en algunos estudios citados por Fisher y Whiting (1998) únicamente el 48% de niños abusados sexualmente referidos a una clínica cumplían con criterios de un TEP, así como que en otro estudio apenas cerca del 50% de un grupo de niños que habían sido abusados física, sexualmente o ambas, exhibieron un TEP. Asimismo, estas autoras reportan un estudio en el que no se encontraron diferencias estadísticamente significativas entre un grupo de pacientes psiquiátricos abusados sexualmente y pacientes que habían sufrido de abuso físico o que no habían experimentado algún tipo de abuso, en relación con una lista de chequeo de síntomas de TEP. Advierten estas autoras que debido a la ausencia de un patrón consistente de TEP en los niños(as) abusados sexualmente, existen problemas éticos asociados con su uso como una categoría diagnóstica para fundamentar que una persona ha sufrido violencia sexual.

Cuando se trata de evaluar los efectos a la exposición de un supuesto evento traumático, se trata de determinar la existencia de factores ambientales, que por su naturaleza o intensidad, pueden desencadenar diferentes síntomas o alteraciones en quienes los sufren. Puede decirse que los eventos o situaciones traumáticas constituyen experiencias que agotan las capacidades adaptativas de los seres humanos porque exigen un estado de alerta y vigilancia, respuestas inmediatas y una gran cantidad de soluciones a un mismo tiempo, todas ellas con el propósito de defenderse ante las situaciones que amenazan la integridad física. En 1980, bajo el título de Desorden de Estrés Postraumático, en el Manual Estadístico y Diagnóstico de Desórdenes Mentales (DSM), se describe un patrón consistente de síntomas que siguen a la exposición a un evento traumático. Independientemente del criterio para evaluarle o comprender los efectos del trauma, se reconoce la existencia de factores externos en la vida de una persona, que por su naturaleza e intensidad, desencadenan cambios en la manera de pensar, sentir y actuar. En igual sentido, cualquier persona que viva una experiencia traumática, sea cualquiera que ésta fuere, puede presentar los efectos de la misma y, por lo tanto, la ‘anormalidad’ se ubica en una situación externa y no dentro de quien la sufre. Los ‘síntomas’, más que manifestaciones de una perturbación o trastorno emocional, constituyen respuestas humanas para enfrentar y sobrevivir a situaciones de peligro.

Tomando la teoría del trauma como base, muchos estudios se empezaron a realizar con el objetivo de determinar el impacto de una agresión sexual en las víctimas. En este sentido Kendall-Tackett, Williams y Finkelhor (1993) (citado por González y Matamoros, 2001), realizan una revisión de 45 estudios centrados en menores abusados sexualmente. En los estudios en los cuales se han comparado personas menores sexualmente abusadas con las no abusadas de grupos de control, se examinó un amplio espectro de síntomas, siendo por mucho el síntoma más estudiado el comportamiento sexualizado, el cual ha tendido a asociarse de forma muy directa con la agresión sexual y que incluye situaciones tales como juego sexualizado con muñecas, introducción de objetos en el ano o la vagina, masturbación pública o excesiva, comportamiento seductor, solicitar el estímulo sexual de adultos o de otras personas menores y un conocimiento de la sexualidad inapropiado para la edad. Otros síntomas que aparecen en muchos estudios incluyen ansiedad, depresión, comportamiento retraído, quejas somáticas, agresión y problemas escolares.

Al comparar estudios de niños abusados sexualmente con niños del grupo control, se determinó que los menores abusados se mostraron más sintomáticos, especialmente síntomas asociados con temor, pesadillas, desorden de estrés postraumático, comportamiento retraído, enfermedad mental neurótica, crueldad, delincuencia, comportamiento sexual inapropiado, comportamiento regresivo (incluyendo enuresis, encopresis, rabietas y actitud quejumbrosa), fugas del hogar, problemas generales de comportamiento, comportamiento autodestructivo e interiorización y exteriorización. A partir del resultado de la mayoría de estos estudios, se llegó a determinar que los menores de edad agredidos sexualmente presentan mayor cantidad de síntomas que quienes no han estado expuestos a ella, sin embargo, además del porcentaje de menores con algún tipo de manifestación sintomática, se ha llegado a un porcentaje importante de personas menores de edad sin síntomas. Así por ejemplo Gonzáles y Matamoros (2001), mencionan que autores como Caffaro-Rouget, Lang y vanSauten (1989) encontraron que un 49% eran asintomáticos al momento de la evaluación durante un examen pediátrico; Mannarino y Cohen (1986), encontraron que el 31% estaban libres de síntomas y Tong, Oates y McDowell (1987), hallaron que el 36% estaban dentro del rango normal de puntuación del CBCI (Inventario de Comportamiento Sexual Infantil).

Se han planteado varias posibles hipótesis con relación al porqué víctimas de agresión sexual podrían no manifestar sintomatología asociada. Una de ellas está relacionada con limitaciones de los estudios realizados, ante la posibilidad de que no incluyeran mediciones de todos los síntomas pertinentes o que las investigaciones utilizaran instrumentos que no fueran capaces de medirles. Otra explicación se da en el sentido de que la sintomatología no fuera manifiesta en el momento evolutivo en que se es valorado, pudiendo más bien darse en etapas posteriores, llegándose a plantear la necesidad de adoptar una perspectiva evolutiva, al determinarse que la presencia o no de determinados síntomas en las víctimas parece depender de su edad o estadio evolutivo. Se han encontrado hallazgos en este sentido en un estudio realizado por Gómez-Schwart, Horowitz, Carderelli y Sauzer, 1990) (citado por Gonzalez y Magdalena, 2001), en el cual personas menores asintomáticas fueron las que demostraron mayor probabilidad de empeorar durante los meses de seguimiento, siendo que un 30% de ellas había desarrollado síntomas. Una última explicación planteada se da en el sentido de que existen víctimas de agresión que tienen mecanismos de ajuste o recursos psicológicos que favorecen la evolución o el enfrentamiento de una forma más adaptativa, es decir, sin generar disfuncionalidad en el área emocional y conductual.

Por otro lado, uno de los modelos que más se ha utilizado en el contexto costarricense es el de las dinámicas traumagénicas de Finkelhor. Este modelo consiste de cuatro factores causados por el trauma que pueden distorsionar el auto concepto del menor, su visión del mundo y su orientación emocional. La primera dinámica, la sexualización traumática, tiene que ver con conductas, actitudes y sentimientos sexuales que se constituyen de forma inapropiada al desarrollo, tales como preocupación sexual, juego sexual, masturbación excesiva y explotación de niños más pequeños. Por otra parte, esta la traición, la cual enfatiza en la hostilidad, el enojo y la desconfianza como reacciones potenciales al descubrimiento del niño de que alguien de quien dependían les ha causado un grave daño. La tercera dinámica, la impotencia, se centra en las consecuencias dinámicas de ser constantemente subyugado y que puede manifestarse conductualmente a través del miedo, la ansiedad, el deterioro en las capacidades de enfrentamiento o en la necesidad de control y dominación. La cuarta dinámica, la estigmatización, se caracteriza por conductas auto destructivas que reflejan el sentimiento de autoestima negativa del menor. Una vez más, a pesar de que algunos han abusado en la utilización de este modelo como síndrome evidencia del abuso, su autor ha sido claro en que el impacto del abuso sexual es demasiado complejo como para permitir un diagnóstico específico que pueda satisfacer las necesidades en el contexto forense (Fisher y Whiting, 1998).

Finalmente, algunos autores basándose en el modelo de las dinámicas traumagénicas de Finkelhor, han tratado de validar la existencia del abuso sexual a través de listas de chequeo de conductas sexualizadas, dibujos anatómicamente detallados y del juego sexualizado con muñecos. De nuevo, tal y como sucede con otras formas de evidencia basada en síntomas, no existe evidencia empírica de que tales conductas puedan servir para determinar que una persona ha sido abusada sexualmente (Fisher y Whiting, 1998). En relación con el comportamiento sexualizado, la investigación más extensa sobre patrones normativos y clínicos de conducta infantil sexualizada, ha sido realizada por Friedrich y sus colegas en los Estados Unidos. Estos autores desarrollaron el Inventario de Comportamiento Sexual en Niños (CSBI, por sus siglas en inglés, Friedrich 1997). A pesar de que este instrumento ha mostrado una sensibilidad razonable para distinguir entre grupos de niños abusados sexualmente y no abusados, su autor ha cuestionado su utilidad para ser empleado como prueba de que un niño específico ha sido abusado sexualmente, por lo que recomienda no basarse de forma aislada en este instrumento como un indicador primario de abuso sexual. De acuerdo con Fisher y Whiting, (1998), con respecto al uso de dibujos de la figura humana genitalizada como forma de identificar el trauma sexual en niños muy pequeños como para comunicar verbalmente sus experiencias, se han esbozado al menos dos argumentos que cuestionan fuertemente este procedimiento. En primer lugar, los estudios muestran que la presentación de genitales en los dibujos espontáneos de niños es un evento poco frecuente tanto en niños abusados como en los no abusados. En segundo lugar, la ausencia de técnicas estandarizadas, normas apropiadas, puntuaciones confiables y estudios de validez de criterio para evaluar el significado de los detalles sexuales en los dibujos de los menores, no apoyan su uso en procedimientos legales. Debido a que los muñecos anatómicamente detallados son poco usados en nuestro medio, solamente se agregará que diversos estudios han cuestionado su uso en el contexto forense y que debido a la ausencia de evidencia que apoye su validez psicométrica como forma de verificar el abuso sexual infantil, los psicólogos que utilicen estos muñecos como instrumentos diagnósticos se arriesgan a funcionar de una forma éticamente indefendible (Fisher y Whiting, 1998).

De esta forma, se ha planteado que la comunidad científica y clínica coinciden en que los profesionales que evalúan denuncias de abuso sexual en niños(as) no deben asumir asociaciones causa-efecto entre un aspecto singular del comportamiento (p.ej., síntomas conductuales o emocionales, interacciones con muñecos anatómicamente correctos, dibujos con elementos genitales, una declaración) y la ocurrencia o no ocurrencia de un evento de abuso sexual, así como no confiar solamente en sus observaciones subjetivas (Kuehnle, 2003). Por otro lado, una revisión de 45 estudios empíricos realizada por Kendall-Tackett, Williams y Finkelhor, 1993, citado en Fisher y Whiting, 1998), indica que se presenta gran variabilidad de síntomas en distintos grupos de edad, sexo, relación con el ofensor, duración y tipo del abuso. Señalan estos autores que a pesar de que los síntomas generales del TEP, miedos, problemas de conducta, baja autoestima y conductas sexualizadas se asociaron más frecuentemente con las víctimas de delitos sexuales, ningún síntoma caracterizó a una mayoría de niños abusados sexualmente. Esto los lleva a concluir que la diversidad de síntomas, la posibilidad de múltiples patrones de síntomas y la ausencia de síntomas en aproximadamente una tercera parte de los niños victimizados, sugiere que no se puede confiar en la presencia o ausencia de patrones de síntomas para validar el abuso sexual.

Como ha quedado plasmado en los diferentes estudios, no se ha logrado determinar o aislar un conjunto consistente de síntomas asociados de forma específica con la exposición a una agresión sexual, lejos de esto, el análisis de estudios y literatura en este sentido, lleva a plantear efectos sumamente variados que incluyen patrones asintomáticos de respuesta y que tienen que ver con su propia dinámica (tal como frecuencia y severidad), aunado al peso de otras condiciones tal como la etapa del desarrollo, familiares y ambientales. Lo anterior deja planteada la relevancia de realizar un diagnóstico diferencial a través de métodos de valoración sistemáticos que ayuden a la elaboración de informes precisos, implementando la utilización de mediciones estandarizadas con preguntas que tengan una redacción neutral, lo cual ayudaría a minimizar el riesgo de influir de forma inadvertida en las respuestas que se obtengan y con ello, llegar a conclusiones fundadas en datos objetivos y no más bien parcializados por la subjetividad del evaluador. Queda claro que tanto los peritos como la contraparte legal deben abstenerse de la utilización de modelos carentes de validación empírica como estrategias para validar la existencia de violencia sexual. Este es un mito que de seguir reproduciéndose se estaría generando información cuestionable científicamente, ya que como ha quedado demostrado, la disciplina psicológica no cuenta con procedimientos confiables y válidos para generar respuestas certeras a las falsas preguntas planteadas por las autoridades judiciales en este sentido.

Mito 3: Diagnósticos Clínicos

En estrecha relación con el mito anterior, otra de las ideas generalizadas en nuestro sistema de justicia es que a través de diagnósticos clínicos los peritos responderán la pregunta legal por ellos planteada. Esto se puede corroborar al observar que en muchos casos, las autoridades judiciales solicitan como motivo de referencia la existencia de trastornos o alteraciones emocionales, conductuales o cognitivas, tal como se evidencia en la tabla 7.

En este sentido, Kuehnle (1998, 2003) ha definido el abuso sexual infantil como un evento o una serie de eventos, no como un trastorno psiquiátrico. Ha planteado que la concepción del abuso sexual como un disparador que inicia un proceso interno en el niño(a) que se manifiesta como síntomas emocionales y comportamiento predecible no tiene base empírica alguna. Cuando el abuso sexual es conceptualizado como síndrome clínico discreto, los evaluadores pueden identificar de forma inapropiada datos de pruebas psicológicas y síntomas como elementos para apoyar su identificación y ubicación en un grupo homogéneo ficticio llamado "niños(as) abusados sexualmente". Esta autora es enfática en el hecho de que al contrario de patrones de síntomas de los trastornos psiquiátricos, los síntomas potenciales que pueden exhibir los niños abusados sexualmente varían de forma significativa. El amplio rango de conductas mostradas por niños víctimas esta asociado con las diferencias en personalidad, interpretaciones personales del evento, identidad del ofensor, características de los actos sexuales, la ocurrencia simultánea de otras formas de violencia familiar, la estabilidad familiar y la respuesta de los padres luego de la revelación del abuso.

Por su parte, Dammeyer, (1998), señala que es un hecho bien documentado en la literatura, que no existe un síndrome específico entre víctimas de abuso sexual infantil. Muchos niños abusados no muestran síntomas identificables, mientras que muchos niños no abusados muestran comportamientos que se piensa podrían indicar abuso sexual. Esto hace que sea difícil distinguir las víctimas de abuso sexual de otras formas de abuso o negligencia. Para enfrentarse con esta dificultad, los peritos deben realizar evaluaciones exhaustivas, más que confiar en indicadores específicos del abuso o en diagnósticos clínicos particulares. De igual forma lo han planteado Kendall-Tackett, Williams, & Finkelhor (1993, citado por Fisher y Whiting, 1998) no parece existir un perfil psicológico particular que sea diagnóstico de abuso sexual infantil.

Tal y como se observa en la tabla 8, en la práctica forense se ha tendido a incorporar etiquetas diagnósticas como parte de las conclusiones, las cuales responden a un modelo clínico de evaluación, cuyo fin práctico sería el de proporcionar guías terapéuticas de abordaje, lo cual de acuerdo con lo propuesto en este artículo no reflejaría los principios forenses de evaluación. Este tipo de conclusiones tienden a reforzar supuestas relaciones causales entre determinados patrones de síntomas o diagnósticos clínicos y las falsas preguntas legales. A este tipo de relaciones causales, le subyace la idea de que ciertos tipos de manifestaciones emocionales o conductuales son "compatibles" con distintos tipos de hechos delictivos. Una tendencia recurrente en el trabajo pericial ha sido el de sugerir indirectamente la compatibilidad de ciertos trastornos clínicos con el abuso sexual, corriéndose así el riesgo de que sea utilizado como un dato concluyente por la autoridad judicial. Además, muchos de estos trastornos utilizados parten de la existencia de un evento traumático, cuando es claro que en el contexto de evaluación forense, en el que se cuenta muchas veces únicamente con el reporte de la propia víctima o de sus familiares, sería riesgoso dar por un hecho, previo al debate judicial, la ocurrencia real del supuesto evento traumático denunciado.

 

Reflexiones finales

El análisis de la literatura especializada realizado en el presente artículo nos lleva hacia la necesidad de un cambio de paradigma en las evaluaciones forenses de supuestas víctimas de abuso sexual. Dicho paradigma deberá ser guiado por una metodología de evaluación estandarizada, buscando incorporar instrumentos de medición que hallan sido desarrollados y establecidos en el campo forense como mediciones válidas y confiables. Esto implica el replanteamiento del papel del perito, por cuanto muchas de las preguntas legales que se solicitan actualmente tienen que ver con la falsa expectativa de las autoridades judiciales en relación con que el perito se pronuncie sobre aspectos tendientes a establecer relaciones causales entre variables psicológicas y eventos delictivos o que se establezca la certeza de un supuesto hecho, todo lo cual trasciende enormemente nuestra competencia profesional y la capacidad de las estrategias metodológicas con que se cuenta en nuestra disciplina.

Ha quedado en evidencia la no existencia de un modelo para la evaluación de la credibilidad (tal y como se entiende en el contexto legal), que cumpla con los criterios necesarios en cuanto a su confiabilidad y validez, que justifique su uso en el contexto forense, por lo que generar hipótesis o inferencias basados en estrategias de las que se ha determinado su poco valor predictivo, sería irresponsable y se estaría violando la premisa fundamental en relación con que el aporte del perito debe fundarse en datos objetivos y sujetos a comprobación científica.

Por otra parte, es necesario distinguir, tal y como lo plantean Bruck, Ceci y Hembrooke, (1998), entre confiabilidad y credibilidad. Señalan estos autores que la credibilidad se refiere a la veracidad que se le puede asignar a la declaración de un testigo, por lo que el juicio de que algo es creíble sería un realidad subjetiva, una decisión individual que no esta basada necesariamente en la confiabilidad, es decir la consistencia de los recuerdos de un menor o de qué tan convincente impresiona ser. Estos dos términos no significan lo mismo y uno no necesariamente implica el otro, ya que la confiabilidad se refiere únicamente a la precisión del reporte brindado. En una misma línea, Rosenthal (2002) ha señalado que es común que se confunda entre la confiabilidad, la credibilidad y la competencia. Este autor indica que la competencia es la capacidad de un individuo particular para servir como testigo. Además, la determinación de la competencia es una atribución de los jueces.

De esta forma, nuestra práctica profesional forense en la evaluación de casos de supuesta agresión sexual debería enfocarse en la aplicación de modelos que faciliten determinar el valor de las distintas habilidades funcionales con que cuenta el menor evaluado, en función de que la autoridad judicial pueda establecer su nivel de competencia como testigo. Este aporte tendría que ver con la capacidad del sujeto para relatar lo que vivió, acción en la que está involucrada su capacidad de recordar los detalles (memoria), su habilidad verbal para expresar los detalles con precisión y corrección (expresión verbal y habilidades cognitivas) y su resistencia a las influencias exteriores que hayan podido contaminar su recuerdo (sugestibilidad). Por lo tanto, nuestra práctica deberá centrarse en la evaluación de aquellos aspectos funcionales de la persona para lo cual contemos con un respaldo metodológico específico y centrado en la exploración de constructos psicológicos que tengan relevancia para el asunto legal en este tipo de casos, tal y como lo propone el modelo de las competencias de Grisso (2003).

Al cambiar el eje de evaluación centrado en la psicopatología hacia las habilidades funcionales, quedaría en un segundo plano el determinar la presencia de alteraciones conductuales o trastornos psicológicos. Esto debido a que se deben considerar las múltiples limitaciones con que cuenta el perito al señalar alteraciones asociadas a un determinado hecho, esto por cuanto ha quedado claro que no existe un patrón de síntomas con los que se haya establecido una relación causal a la agresión sexual. Por otro lado, esta fuera del alcance del perito el controlar todas las variables que pudieron haber intervenido desde el momento en que se da la revelación o que se interpone la denuncia hasta el momento en que se le valora, siendo poco realista esperar que el profesional tenga acceso a todas las dinámicas a las que pudo haber estado expuesto el (la) evaluado (a), en especial si consideramos que los periodos de tiempo promedio entre el supuesto evento y la evaluación forense se estiman hasta en un año.

Sin embargo, es importante establecer el estado emocional y de posible desajuste psicológico de los evaluados, ya no como un determinante causal sino como parte de un análisis integral que podría proporcionar elementos que permitan establecer si este ajuste emocional incide en sus habilidades como testigo. En la misma línea de pensamiento, el modelo propuesto por Kuehnle (1998, 2003) sugiere que a través de la utilización de información derivada empíricamente se defina el abuso sexual infantil como un evento de vida más que como un síndrome clínico o como un estado mental interno. Este modelo se basa en las tasas de ocurrencia de comportamientos para distinguir y comprender las diferencias entre los menores sexualmente abusados y aquellos que no lo han sido, considerando aspectos de la sensibilidad y la especificidad de los instrumentos cuando se utilizan protocolos y herramientas de evaluación. Sugiere este modelo que cuando un menor muestra cambios significativos en sus patrones de sueño o alimentación, así como otros signos de malestar emocional, el evaluador debe considerar hipótesis alternativas en relación con la fuente de este cambio conductual y llegar a conclusiones únicamente después de haber recolectado información fáctica adicional. De esta forma, el modelo científico-profesional propuesto por esta autora ofrece un formato basado en investigación empírica y en aspectos éticos relevantes para la evaluación de casos de supuesta violencia sexual. Señala que cuando las conclusiones sobre la credibilidad de supuesta violencia sexual se basan en observaciones subjetivas y en la experiencia clínica anterior más que en datos empíricos, el riesgo de falsos positivos y falsos negativos aumenta. A pesar de que no existe un test específico o un algoritmo matemático que permita establecer si una persona ha sido agredida sexualmente, los datos empíricos, la información histórica, los resultados de pruebas psicológicas y las declaraciones de las supuestas víctimas deben ser analizados tomando en cuenta su naturaleza multifactorial. Finalmente, esta autora propone que es responsabilidad de los peritos educar a la contraparte legal en relación con la complejidad de este tipo de evaluaciones, con el fin de que estos sean bien asesorados en su proceso de toma de decisiones.

Finalmente, este artículo pretende llamar la atención sobre la necesidad de generar instrumentos y protocolos de trabajo que permitan la recolección, procesamiento y análisis de la información de forma estandarizada, con el fin de hacer un aporte objetivo al sistema de justicia y en el que se definan detalladamente las competencias profesionales y el límite de nuestras conclusiones. En este sentido, ya se han dado pasos importantes al incorporar instrumentos con cualidades psicométricas adecuadas en nuestra práctica cotidiana, sin embargo esto debe complementarse con procesos de investigación que posibiliten construir modelos de evaluación adaptados a nuestras necesidades particulares.

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1Para mayor información al respecto se puede consultar un artículo anterior Saborío (2005). Estrategias de Evaluación Psicológica en el ámbito forense. Revista de Medicina Legal, volumen 22, número 1.

2Estos datos son parte del trabajo final de graduación para optar por el título de licenciatura en psicología: "Análisis de los dictámenes periciales psicológicos y psiquiátricos forenses realizados en las valoraciones de abuso sexual contra menores de edad, en la Sección de Psiquiatría y Psicología Forense del Departamento de Medicina Legal en el Complejo Ciencias Forenses, durante el período 2004" presentada por Raquel Rojas Rueda y farol Baltodano Zúñiga en el año 2006, el cual fue dirigido y supervisado por los autores.

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