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Acta Médica Costarricense

On-line version ISSN 0001-6002Print version ISSN 0001-6012

Acta méd. costarric vol.53 n.2 San José Jun. 2011

 

Biografía

“Dr. Jorge Vega Rodríguez”

Escribir sobre la vida del doctor Jorge Vega Rodríguez, después de haber sido su discípulo y su amigo personal, es una gran responsabilidad, y no quisiera cometer la osadía de olvidar hechos importantes, ni-llevado por la amistad y el agradecimiento- darles una interpretación errónea. Para no cometer estos errores, me apoyaré en los comentarios que él mismo hizo en sus escritos sobre algunos aspectos de su vida.

El doctor Vega nació en San José, el 8 de junio de 1904, y murió a los noventa y seis años, en 2001. Fue hijo de Domingo de la Vega Mogollón, de nacionalidad colombiana y contabilista de profesión, y de Ninfa Rodríguez Gutiérrez, costarricense y maestra de primaria. Su padre, como él mismo lo describió en uno de sus libros, “estaba muy enfermo pues era un cardiaco crónico descompensado y mal tratado que había llegado a Costa Rica a finales del siglo XIX desde su adorada Cartagena por vicisitudes de la política colombiana. Cargado de hombros y cargado de innata timidez, de andar pausado y tardo, cerraba las puertas sin hacer ruido y la muerte lo alcanzó cuando yo apenas tenía quince años”.

Su madre era la antítesis de su padre, tenaz, decidida y enérgica. Peleaba por la vida y por el porvenir de sus tres hijos, y les cuidaba las bronquitis y también lo que ella llamaba “malas juntas”. Contra esos peligros se levantaba enhiesta, vibrante y persuasiva, ignorando que todo aquello era necesario para una adecuada formación infantil y juvenil, y que los peligros deben conocerse para aprender a soslayarlos.

Jorge Vega hizo la primaria en la escuela Juan Rafael Mora, y la secundaria en el Liceo de Costa Rica. Al llegar la juventud, fue rebelde; todo le parecía apolillado, de museo. Fue un gran admirador de Gregorio Marañón y en su madurez comentó:“el deber del joven es la rebeldía, en la edad madura es el ajuste, y en la vejez es la conformidad”.

Su condición económica fue muy reducida, pero tuvo claro que “ser pobre no es deshonra, pero no tratar de salir de esa condición es, además de tontería, un pecado del espíritu”. El doctor Vega no escatimó esfuerzos para lograrlo. Con pantalones remendados, vendió lotería y periódicos y, durante las vacaciones, se empleaba en una tienda como dependiente. Todos esos antecedentes le sirvieron para conseguir una beca y alcanzar uno de sus sueños: convertirse en médico, profesionales que concebía como seres misteriosos, serios y callados, que escribían en jeroglíficos y que eran para él atractivos y conmovedores.

El gobierno mexicano de Álvaro Obregón otorgó a Centroamérica varias becas para estudiar distintas profesiones en ese país, y él obtuvo la de medicina junto con otros estudiantes que optaron por varias ramas del saber y partieron en 1922 desde Puntarenas, en el barco Acajutla, hacia Guatemala, donde tomaron un ferrocarril que los llevó hasta la capital mexicana. La geografía e historia de ese país llenó de nuevos conocimientos a aquel grupo, y todos los jóvenes se sintieron conmovidos por los líderes como: Juárez, Porfirio Díaz, Carranza y Vasconcelos, entre otros, y también por su Revolución y sus reivindicaciones sociales. Por provenir de una república tranquila, carente de convulsiones, el choque fue intenso, pero provechoso, ya que les permitió comprender los eventos y establecer un equilibrio.

En la Escuela de Medicina pasaba las mañanas en el anfiteatro de disección, las tardes en los cursos académicos y las noches, estudiando. Solo los fines de semana o las vacaciones le daban espacio para otras actividades que describe muy bien en su libro A la sombra del Caduceo, y que copio textualmente:

“Aprendí muchas cosas: a defenderme solo, a admirar mujeres imposibles, a tomar bebidas alcohólicas, antes siempre rechazadas y a jugar ajedrez y cartas. Conocí el gusto del tequila, del berreteaga, del pizá, ¡qué asco! Pero debía hacerlo si deseaba guardar camaradería y que mis compañeros me respetaran. Comer los llamados “tacos” de carnitas (sospechosas), beber refrescos contaminados, tener amistades peligrosas, acostumbrarme a la nueva humanidad y dejar de tejer y destejer nubes”.  

Así era su vida hasta que el gobierno mexicano hizo economías a expensas de los escuálidos y desamparados estudiantes centroamericanos, y les mandó un pistoletazo al suspender sus becas. Ante esa tragedia no se desanimó, buscó trabajo para mantenerse allá, y aceptó ser practicante en el cuartel de la ciudad, por una paga miserable, que se gastaba en el transporte y la pensión, pero al menos así tenía la comida segura, el “rancho de los soldados”. Se mantuvo sin interrumpir sus estudios y sin comunicárselo a su madre, para no aumentar su ya difícil vida.

Después de dos años de cuartel con rancho, consiguió ser nombrado practicante del Hospital Morelos y comenzó su aprendizaje en ginecología y obstetricia, donde tuvo como uno de sus maestros al Dr. Alfonso Ortiz Tirado, famoso cantante mexicano de prestigio internacional. Del Hospital Morelos pasó a la Cruz Verde donde adquirió conocimientos en la cirugía de emergencias que, como él mismo la describió, es atractiva y de grandes resoluciones: presencia de ánimo y voluntad férrea. En la Cruz Verde, atendía baleados, apuñalados, atropellados, fracturados, y de vez en cuando una que otra linda señorita intoxicada con barbitúricos. Aquellas noches las pasaba sin dormir, casi sin comer y con intenso trabajo en las salas de operaciones. En ese medio se cautivó entre bisturíes, pinzas, empuje, violencia y vida. Era un mundo que consumía buena parte de su tiempo, pero nunca descuidó sus estudios, a pesar de que sus deberes con ellos eran cada día mayores. Sin embargo, tuvo espacio y energía para todo. Eso se llama vocación, y es un don que él consideraba que viene de lo alto y que se aproxima más a un estado de gracia.

Su gran devoción recaía en tres personajes: Ricardo Jiménez, José Vasconcelos y Voltaire. Con el primero había establecidod una medio correspondencia, ya que le escribía frecuentemente contándole sus progresos en el estudio, pero don Ricardo nunca le contestaba, hasta que un día, siendo Presidente de la República, sí lo hizo y, como un rayo de luz, le concedió una beca para que al terminar sus estudios en México, marchara a París a perfeccionarse en cirugía.

El doctor Vega salió de Veracruz en un pequeño barco y durante la travesía aprendió francés; lo hizo con el desenfado de los veinte años, hablando con todo el mundo, ya que tenía una base por las clases del Liceo de Costa Rica y por los libros que en ese idioma había estudiado.

Su vida en París transcurrió entre hospitales, aprendiendo las técnicas novedosas y admirando la habilidad de los cirujanos y, en los tiempos libres, visitando museos y llenándose de los conocimientos y sensibilidades que serían una fortaleza durante toda su vida. A pesar de que sus recursos no eran grandes, con lo poco que contaba viajó por Europa, siempre inquieto, buscando nuevos horizontes y adquiriendo experiencias. En 1930, la estancia en París llegó a su fin, y cito las palabras con que él se despidió:“¡Adiós a París! Honda palabra inventada por la desesperación; es un eco del fin, pero también lo que empieza hará olvidar lo anterior”.

Lo que siguió fue su ejercicio profesional en Costa Rica, inseparable de su paso por el Hospital San Juan de Dios, donde recorrió todo el escalafón, desde interno en 1935, hasta jefe del Departamento de Cirugía en 1962. Durante sus primeros años completó sus conocimientos con los de cirujanos de gran prestigio, como Castro Cervantes, Luciano Beche, Pupo, Oscar Pacheco y el de más renombre: Ricardo Moreno Cañas. De todos aprendió y mantuvo con ellos excelentes relaciones. La cirugía de esos primeros años era muy distinta a la actual: la anestesia apenas se iniciaba, no existían los antibióticos y las condiciones hospitalarias carecían de casi todo. Era cuando el cirujano debía tener corazón de león, ojos de águila y manos de seda; condiciones que Jorge poseía sobradas, pero tenía algo más: una mente investigadora, analítica y creativa, que proyectaba al grupo que se fue formando a su lado. Su afán por estar al día lo llevó a ser el primer cirujano costarricense que visitó la Clínica Lahey de Boston, y permaneció en ella durante tres meses, aprendiendo con los doctores Lahey, Cattell, Swinton y otros. De allí pasó al Memorial Hospital de New York, con el Dr. George Pack, el mejor cirujano de tumores de ese tiempo. Con increíble visión de lo que sería el avance médico de finales del siglo XX, impulsó al grupo de jóvenes que estaban a su lado para aprender y estar al día con el progreso. Fue en su Servicio donde se inició la cirugía de niños, la cirugía cardiovascular, la anestesia actual, y donde se formaron los cirujanos que luego hicieron crecer las distintas ramas de la especialidad. El doctor Vega fue amigo de realizar innovaciones, de moverse sin parar y del cambio, pero fue enemigo acérrimo de una grave enfermedad de los costarricenses: la inercia y el conformismo.

Sus conocimientos lo condujeron a ser pionero en grandes cambios de nuestra cirugía, como: levantar precozmente a los pacientes operados, no usar drenajes en los procesos supurativos del abdomen, simplificar las apendicectomías y los tratamientos del labio leporino. También promovió el injerto óseo en las pérdidas de sustancia del cráneo, modificaciones que depuraron las técnicas de gastrectomías, y efectuó el primer trasplante del uréter al colon, así como otros procedimientos. Todo esto lo convirtió en uno de los mejores cirujanos que ha tenido el país y en un ejemplo por seguir para las nuevas generaciones.

Su paso por la política nacional fue lo único que lo separó de la pasión de su vida, la medicina, y dentro de ella, la cirugía. En una época cuando se necesitaba la participación de una persona con capacidad para escuchar y conciliar opiniones, puso esas virtudes, que su gran cultura y sus habilidades de comunicación le daban, para buscar el candidato que unificara al partido de oposición para, en esa forma, tratar de ganar las elecciones. Se reunió en múltiples ocasiones con las partes que había que unificar y logró la nominación del profesor José Joaquín Trejos Fernández, como candidato, y a pesar de su negativa, fue nominado como primer vicepresidente, función que desempeñó con gran decoro, y a la que se vio obligado a dejar de participar al final de la Administración, por diferencias de criterio con el presidente.

Tuvo un liderazgo innato, pero lo ejercía de la mejor manera; no era autocrático, por el contrario, era cuidadoso para escoger a sus compañeros, pues -como lo manifestaba a menudo- prefería estar frenando médicos antes que tener que empujarlos. Durante sus actos quirúrgicos nunca gritó y siempre fue una persona correcta y, cuando a mayor tensión lo obligaban las circunstancias, tenía el comentario sereno y en ocasiones hasta jocoso, que permitía al grupo recobrar la calma y tomar la decisión correcta.

Toda su vida fue amante del deporte, lo que le permitió mantener una estructura muscular que le posibilitaba resistir largas horas en el quirófano durante el día, y frecuentar por la noche al Teatro Nacional para disfrutar un concierto.

Cuando los años se le echaron encima cambió el bisturí por el papel y la tinta y nos brindó excelentes artículos en la página 15 del periódico La Nación, así como varios libros. Fue en estas nuevas labores donde su incansable afición por la lectura le permitió abordar temas tan difíciles como: la amistad, la fe, el paternalismo, la medicina liberal, el secreto profesional y tantos otros que hicieron de sus escritos una delicia. Hombres como el Dr. Jorge Vega Rodríguez vivirán para siempre en la historia de la medicina, en la historia patria, en sus libros y en el recuerdo de quienes fuimos sus discípulos y amigos.




Dr. Carlos Arrea Baixench
Presidente Academia Nacional de Medicina Miembro del Comité Editorial Revista Acta Médica Costarricense.
Correo electrónico: carreaba@gmail.com

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