En Costa Rica, las empresas de seguros de servicios de salud explícitamente excluyen de sus contratos de adhesión, o en el mejor de los casos restringen de forma muy significativa, la cobertura de determinados padecimientos, entre los cuales se encuentran las enfermedades mentales. Es decir, en caso de que una persona sufra alguna de estas afecciones, se ve obligada a pagar por su cuenta el tratamiento médico y farmacológico que requiera, o a no recibirlo del todo si ello excede sus posibilidades económicas, a pesar de lo indispensable que pueda ser en un momento determinado. En ciertas ocasiones, podría recibir un monto de cobertura muy limitado, si se compara con otras enfermedades.
Los trastornos afectivos, ansiosos, psicóticos, por síntomas somáticos y demencias, entre otros, son entidades médicas bien definidas y reconocidas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Asociación Americana de Psiquiatría, y tipificadas y caracterizadas por ellas mismas, en la Clasificación Internacional de Enfermedades en su décima versión,1 y en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales en su quinta versión.2 Se trata de condiciones clínicas reconocidas, altamente prevalentes, diagnosticables y tratables, y capaces de contribuir a la carga total de enfermedad, según se ha evidenciado cuando se expresa a través de medidas como los disability-adjusted life-year (DALYs), que es la suma de años vividos con discapacidades y años perdidos.3 En este sentido, el Movimiento de Salud Mental Global ha expuesto que las condiciones psiquiátricas y neuropsiquiátricas hacen no solo una contribución directa, sino también indirecta en la carga total de enfermedad, a través del incremento del riesgo de enfermedades comunicables y no comunicables, de sus consecuencias, y de la capacidad de que estas sean detectadas y correctamente tratadas.4
La salud es un derecho humano. Así está reconocido en la Constitución Política del Estado de Costa Rica5 y en los tratados internacionales ratificados. En el primer caso, se cita textualmente en el artículo 46: "(...) Los consumidores y usuarios tienen derecho a la protección de su salud, ambiente, seguridad e intereses económicos; a recibir información adecuada y veraz; a la libertad de elección, y a un trato equitativo (...)". Por su parte, el Protocolo a la Convención Americana sobre Derechos Humanos relativo a los Derechos Económicos, Sociales y Culturales o Protocolo de San Salvador, 6 define el derecho a la salud como "el disfrute del más alto nivel de bienestar físico, mental y social" y establece que, con el fin de hacerlo efectivo, "los Estados Partes se comprometan a reconocer la salud como un bien público" y, entre otras medidas, a garantizarlo mediante "la extensión de los beneficios de los servicios de salud a todos los individuos sujetos a la jurisdicción del Estado". De hecho, en informes de la OMS se ha contemplado la posibilidad de exigir a las aseguradoras públicas y privadas, que incluyan determinados servicios de salud mental en el paquete básico ofrecido a todos sus clientes.
Es claro que, en el caso de muchos pacientes y usuarios de servicios privados, se presenta una restricción a su derecho a la salud mental, la cual, en principio, se podría pensar que está consentida por haber sido así aceptada al firmar el contrato de seguro. Sin embargo, más allá de que las empresas no admiten modificaciones en los contratos que ofrecen, existe una discriminación implícita en tal exclusión, pues la atención en salud se niega en forma estigmatizante y arbitraria a quien la requiere ante una condición particular imprevisible y, por ende, se restringe en los mismos términos, sus derechos sanitarios.
El problema es, además, que esa restricción es avalada indirectamente por el Estado, el cual ha autorizado la oferta de los seguros privados de salud y, en este sentido, no los ha regulado o fiscalizado adecuada y efectivamente.
La exclusión de tales padecimientos de los contratos de seguros, o su restricción excesiva a coberturas insuficientes, constituyen una forma de cláusula abusiva, por estar sustentada en una sutil pero flagrante forma de discriminación. En el fondo, lo anterior se explica por una realidad: los tratamientos psicológicos o psiquiátricos pueden ser muy costosos, sobre todo por la cantidad y lo prolongado de las terapias y el alto precio de los medicamentos requeridos. Por eso, las empresas de seguros (que no parecen ver la salud como un derecho sino como un mero bien de consumo) no están dispuestas a asumir tales pérdidas.
Estas son cosas que normalmente el público no cuestiona, no solo porque está acostumbrado a que estas entidades vendan contratos no negociables, sino también por lo engorroso que pueden ser los procedimientos administrativos o judiciales para cuestionar o impugnar algo así (resultaría caro en tiempo y dinero, apelar los rechazos de cobertura del seguro, ya sea ante la propia empresa o ante tribunales). Además, no se considera así quizás porque, en una sociedad que históricamente ha excluido y confinado la enfermedad mental, nadie quiere ser estigmatizado como si la sufriera, lo que dificulta que alguien desee exponerse al cuestionar de manera pública a una aseguradora, por esta arbitrariedad.
Por lo tanto, las aseguradoras deben modificar su postura de continuar excluyendo servicios básicos y, en el desafortunado caso de que no lo hagan, el Estado tiene la obligación de velar por la efectiva garantía del derecho humano a la salud en este ámbito particular. Se trata de un principio de fortalecimiento democrático, que de no alcanzarse, estaría propiciando que mujeres y hombres de todas las edades vean gravemente afectado su acceso a los diversos servicios de prevención y tratamiento en salud mental, y por ende, el efectivo e integral goce del derecho a la salud general.