Introducción(1)
El campo historiográfico argentino se configuró durante la primera mitad del siglo XX. Su inicio se paraleliza con la institucionalización y profesionalización del conocimiento histórico, en el entorno de 1900, pautado por la creación de centros superiores de formación en la Universidad de Buenos Aires (en adelante UBA) y en la Universidad Nacional de la Plata (en adelante UNLP). Se trata de un momento crucial caracterizado por la generación de los consensos necesarios que permitieron la definición de paradigmas heurísticos y epistemológicos disruptivos. La finalización puede datarse en la década de 1960 con el advenimiento de la denominada Nueva Historia.(2)
El proceso fue estudiado, entre otros, por Rómulo Carbia (1925, 1940), Tulio Halperin (1986, 1996), Pablo Buchbinder (1996), Beatriz Moreyra (2003), Fernando Devoto (2009) y Nora Pagano (2009). Se trata de contribuciones que revisan corrientes, autores y obras canónicas. Las historiadoras son citadas, apenas, en el marco del devenir de la disciplina.
Al margen de obras referenciales –como el Diccionario biográfico de mujeres argentinas (1980), de Lily Sosa de Newton–, recién en las últimas décadas se publicaron algunos estudios específicos y otros de carácter panorámico que aportan información de interés. Entre los estudios específicos, destaca un artículo de Aurora Ravina –sobre la incorporación de mujeres en la Academia Nacional de la Historia (1997) (en adelante ANH)–; dos artículos de Dora Barrancos –uno dedicado a repasar la historiografía de género y otro que permite reconstruir, a partir de su itinerario personal, el derrotero de las mujeres en la profesión (2019)–; y una obra de Gabriela Margall y Gilda Manso –estudio de divulgación que rescata testimonios de mujeres referidos a eventos acaecidos desde la conquista (2018)–. Entre los textos panorámicos son muy significativos los aportes de la obra sobre la Junta de Historia y Numismática Americana (1893-1938, una expresión institucional de la cultura histórica de la elite–, particularmente el de María Amalia Duarte sobre “La Escuela Histórica de La Plata” (1995)–.
En los demás países de la Cuenca del Plata son escasos los estudios sobre el tema. Las obras sobre historia de la historiografía de Paraguay y Uruguay reproducen las omisiones de sus similares en Argentina. Contribuyen a la identificación de algunas de las protagonistas de la disciplina, pero se las presenta desvinculadas de las redes académicas internacionales. Brasil constituye, relativamente, una excepción. En las últimas décadas aparecieron algunas investigaciones relevantes, en especial los trabajos de María Rosa Ribeiro (1999) y Carmen Silvia da Fonseca Kummer Liblik (2015). Estos textos brindan perspectivas de análisis muy interesantes que se tuvieron en cuenta para el estudio del caso argentino, en particular lo referido a la identificación de diversas generaciones de autoras y la desagregación de su estudio por regiones y/o centros académicos.
La perspectiva de abordaje de este estudio se fundamenta en los parámetros conceptuales definidos por Joan W. Scott (2008, 2013), Judith Butler (2002), Verena Stolcke (2000, 2004), Eleonor Faur (2004), Marta Lamas (2013), Rita Segato (2018) y Pierre Bourdieu (2000).
La Historia, según Scott, además de producir un conocimiento sobre el pasado, lo hace sobre la diferencia sexual y opera por tanto, «como un tipo particular de institución cultural que aprueba y anuncia las construcciones de género» (2008, 29). Este «es un elemento de las relaciones sociales, las cuales se basan en las diferencias percibidas entre los sexos» y una «forma primaria de las relaciones simbólicas de poder» (2008, 65). Para Verena Stolcke, las desigualdades de género son fruto de una tendencia de la modernidad proclive a naturalizar ideológicamente las desigualdades socioeconómicas, lo que contribuye a reproducir en la sociedad de clases el «significado especial que se atribuye a las diferencias sexuales» (Stolcke 2000, 29). Esas desigualdades se materializan de diversas maneras, una de sus expresiones más contundentes es el denominado «modelo de masculinidad hegemónica» (Faur 2004, 23), el cual tiende a perpetuar las relaciones sociales de género –de carácter, tradicionalmente, androcéntricas y patriarcales– y reproducir las dinámicas de subordinación de las mujeres. Tal modelo se reforzaría, según las ideas de Rita Segato (2018, 40), por un «mandato de masculinidad» –que explicaría las diversas formas de violencia hacia las mujeres– incorporado por los machos en el contexto de las «pedagogías de la crueldad» que suponen una jerarquización de prestigio –cosificadora de la mujer– y que debe renovarse permanentemente ante sus pares.
Los modelos y mandatos referidos están basados en una simbolización cultural que permite conceptualizar al género con base en las diferencias biológicas, tiene «efectos en la psique» (Lamas 2013, 12), revela el proceso de construcción y la significación de las personas, condicionan las conductas y las expectativas que se tienen sobre la acción de hombres y mujeres. Entre los mecanismos idóneos para efectivizar tales prácticas y tendencias, resulta operativa la noción de Judith Butler sobre la «performatividad del género» –entendida como «la práctica reiterativa y referencial mediante la cual el discurso produce los efectos que nombra»– que coadyuva, mediante la reiteración normativa, a «materializar la diferencia sexual en aras de consolidar el imperativo heterosexual» (2002, 18).
Pierre Bourdieu acuñó el concepto de «coeficiente simbólico negativo» de las mujeres (2000, 68) para explicar que su condición de tales ha sido un factor estigmatizador consolidado a través de mecanismos que propician una eternización de los principios de división (2000, 3). Las matrices de dominación masculina suponen internalizar una serie de «virtudes negativas de abnegación, resignación y silencio» (2000, 38) que condicionan los ámbitos de acción de varones (espacios públicos y campo del poder) y mujeres (espacio privado y actividades subalternas). Partiendo de la premisa de que «las funciones adecuadas a las mujeres son una prolongación de las funciones domésticas: enseñanza, cuidado, servicio» parecería natural que trasladen ese rol al trabajo (Bourdieu 2000, 8-69, 73). En el ámbito laboral, las mujeres han padecido el ejercicio de la autoridad patriarcal por parte de jefes que esperan de ellas el correcto desempeño de esas funciones de servicio. Se trata de expectativas y prácticas reproductoras, en el trabajo, de esquemas de funcionamiento familiar (expresados en el sistema de relaciones marido-esposa o padre-hija).
Con base en los postulados teóricos referidos, se procurará dar visibilidad a investigadoras argentinas que realizaron contribuciones importantes, pero que fueron dejadas en el olvido (en función de una construcción predominantemente masculina de la historia de la disciplina). Además, se busca resignificar la labor de otras que han sido estudiadas de manera subsidiaria. No se pretende añadir un aditivo, sino de contribuir, parafraseando a Scott, a una reescritura de la historiografía argentina (concebida como una empresa de identificación integral de todos sus agentes, varones y mujeres). Se hará en el entendido de que el conocimiento sobre «las cuestiones del género iluminarán no solo la historia de las relaciones entre los sexos sino también toda la historia» (Scott 2008, 29). El estudio de los itinerarios bio-bibliográficos-institucionales de las historiadoras abre una ventana para la comprensión de las formas de estructuración de las jerarquías en las corporaciones profesionales.
Los casos elegidos responden a un criterio de representatividad según las temáticas abordadas, los espacios académicos conquistados, la originalidad de la producción y el calibre de los aportes realizados. Resulta imposible, debido a la escasa masa crítica disponible y al carácter generalista de este artículo, realizar un abordaje exhaustivo.
Las fuentes fueron seleccionadas en función de la información que podían aportar para reconstruir el proceso de incorporación de las mujeres a la práctica historiográfica, las estrategias articuladas para superar la subordinación a la que estaban sometidas y la entidad de las contribuciones que realizaron. Se utilizaron actas de congresos, obras de las propias autoras, correspondencia e informes de los archivos particulares de Emilio Ravignani (FFyL de la UBA) y Juan Pivel Devoto (Archivo General de la Nación, Uruguay). También se recurrió a la información sumaria ofrecida en las obras panorámicas sobre la historiografía argentina.
Las mujeres en la historiografía argentina
En una evocación autobiográfica, Dora Barrancos confiesa que pertenece a una generación que revirtió, a comienzos de la década de 1960, «la menguada participación de las mujeres en la Universidad». Se trató de un cambio «importante de las convenciones culturales de buena parte de las clases medias y también de los sectores populares (...), aquellas jóvenes manifestábamos ánimo de hacernos de una profesión y de poder vivir de ella» (Barrancos 2019, 26). La reflexión deja constancia del incremento de la presencia femenina no solo en la Universidad, sino también en la práctica historiográfica y en la sociedad argentina en general.
En el período de seis décadas, aproximadamente, que media entre la fundación de la Facultad de Filosofía y Letras UBA (en adelante FFyL) y el ingreso de Barrancos a esta, se configuró el campo historiográfico argentino. Durante ese tiempo la práctica historiográfica estuvo estrechamente vinculada a la política y hegemonizada por varones. Las mujeres estaban asociadas con el espacio doméstico y privado, su incorporación al espacio público fue difícil y lenta. En los casos en que lo lograban –por ejemplo, en el mundo del trabajo– quedaron invisibilizadas, primero en el registro de la época y luego en los relatos históricos.
Dora Barrancos da cuenta de ese proceso, de forma integral, en diversos estudios sobre la lucha de las mujeres en pro de sus derechos políticos, civiles y sexuales, así como su inserción en el mundo del trabajo (Barrancos 2019). Se trata de aportes fundamentales para contextualizar los avatares de la incorporación de mujeres en la indagatoria del pretérito debido a que desdobla su perspectiva: como historiadora que analiza el devenir y como mujer que debió superar situaciones de desigualdad –en la sociedad y en la academia–.
La participación de las mujeres en el campo profesional experimentó un incremento paulatino y notorio. Es posible distinguir un grupo de precursoras, de actuación destacada, entre 1900 y el decenio de 1920, y otro de semi-profesionales o profesionales en sentido estricto, que se conforma entre las décadas de 1930 y 1960. Entre las primeras se incluye a un contingente amplio integrado por maestras, escritoras y algunas egresadas universitarias –Elvira López, María Canetti, entre otras–. El segundo conjunto está constituido por mujeres con titulación específica (como María Amalia Duarte y Noemí Girbal). Ambos grupos se solapan e interactúan. Se trata de una clasificación operativa y funcional que no supone compartimientos estancos.
Precursoras
Sabemos muy poco sobre las mujeres y la práctica historiográfica en el entorno de 1900. La información se encuentra dispersa en estudios sobre las «educacionistas» (como se las denominaba entonces) y la militancia feminista. Conformaron un contingente reducido de maestras, escritoras y doctoras en Filosofía y Letras que incursionaron parcialmente en la indagatoria. Se trata de Ángela Menéndez, Ana Mauthe, María Atilia Canetti, Elvira López, Ernestina López, Hermosina Aguirre de Olivera y Juliane A. Dillenius.
El desarrollo del sistema educativo argentino, en el último tercio del siglo XIX, permitió que diversas mujeres tuvieran mayores oportunidades de acceso a la formación superior. La creación de escuelas normales en diversas ciudades y la labor de las docentes norteamericanas, lideradas por Mary Mann, contribuyeron a mejorar la formación de las alumnas y a crear condiciones para que lucharan en pro de sus derechos. El aluvión inmigratorio, además, favoreció que algunas mujeres de origen europeo accedieran a la educación superior en virtud de que sus familias lo veían como una vía efectiva de promoción social y una estrategia de rápida inserción en el país.
Entre las educacionistas del período hubo algunas que –en la senda pionera trazada por Juana Manso en su Compendio de la Historia de las Provincias Unidas del Río de la Plata (1862)– realizaron contribuciones interesantes en materia historiográfica. Se destaca Ángela Menéndez, una culta y activa maestra que, entre otras acciones, fundó la Escuela Normal de Lenguas Vivas. Su preocupación pedagógica la motivó a buscar en el pasado las claves de los problemas presentes en obras como Apuntes para la historia de la Educación (1893) e Historia argentina ilustrada (1902).
Paulatinamente, las universidades se mostraron «permeables al acceso de las mujeres» (García 2006, 40). El proceso no fue fácil, estaba limitado «por factores ideológicos sociales sobre la naturaleza femenina y su papel en la sociedad» (García 2006, 140). Con el paso del tiempo se hizo notoria la presencia de mujeres en el área humanística.
La FFyL de la UBA, creada en 1896, fue una de las que recibió más inscripciones de mujeres debido a que aceptaba aspirantes que tuvieran título magisterial. La primera promoción de egresadas se produjo en 1901. Entre ellas estuvieron Ana Mauthe, M.A. Canetti, las hermanas Ernestina y Elvira López, las primeras mujeres en recibir el doctorado. Luego lo harían Hermosina Aguirre de Olivera (1908) y Juliane A. Dillenius (1911).
Si bien la mayoría de estas intelectuales no se especializó en Historia, en algunas se puede apreciar una relación directa entre indagatoria del pretérito y adhesión al movimiento feminista. Los casos más notorios son los de María Atilia Canetti –de activa militancia, a nivel nacional e internacional, en pro de una legislación en contra de la explotación sexual y la trata de personas–; Ernestina López –militante feminista y fundadora de agrupaciones de mujeres que luchaban para reivindicar sus derechos legales y políticos (inclusive los derechos laborales de las egresadas universitarias) a través de congresos, de la enseñanza y de la prensa–; y su hermana Elvira López –quien tuvo un derrotero vital similar al de Ernestina en defensa de los derechos de las mujeres, especialmente a nivel académico y periodístico–.
Aplicaron en su acción reivindicativa argumentos y datos aportados por la historia, en particular en lo referido a la evolución de la lucha por sus derechos. Esto se ve reflejado, especialmente, en los casos de Ernestina y Elvira López, quienes obtuvieron sus doctorados con sendas tesis sobre la literatura americana y el movimiento feminista respectivamente. En ambos casos la fundamentación pretérita coadyuva al sustento de las proposiciones sustentadas en los trabajos.
Hermosina Aguirre se doctoró con una tesis titulada El factor económico en la historia (1908). Es un aporte relevante que evidencia la influencia del marxismo como clave teórica para explicar el devenir. Refleja su interés «por anudar problemas económicos y morales como un modo de acercarse tangencialmente a los dilemas de las mujeres» (2013). También escribió algunos artículos de carácter didáctico en los que aboga, entre otros asuntos, por la necesidad de contextualizar geográficamente los acontecimientos.
Mauthe, Canetti y las hermanas López participaron (en calidad de coautores) en la elaboración de un manual, especialmente preparado para educación media (Carbia 1940, 298), el cual se titula Lecciones de historia argentina por los alumnos de 4° año de la Facultad de Filosofía y Letras. Curso de 1899. Se trataría del primer texto didascálico elaborado en un contexto universitario y en el que intervinieron mujeres.
El caso de Juliane A. Dillenius es particular. Egresó de la Escuela Normal de Profesoras de Buenos Aires y decidió especializarse en Historia en FFyL. El contacto, entre otros, con Juan Ambrosetti y Robert Lehmann-Nitsche despertó su interés por la antropología física. En 1911 obtuvo su doctorado con una tesis referida a la «craneometría comparativa de los antiguos habitantes de Tilcara» (García 2006, 144). Su destino profesional estuvo condicionado por el matrimonio (1913) con quien fuera su profesor, Lehmann-Nitsche. Aunque dejó de publicar, mantuvo la colaboración en las investigaciones de su esposo. El ser mujer, las responsabilidades como madre y el «prestigio» de su marido fueron los aspectos que determinaron que su carrera quedara «silenciada» (Ramundo 2019, 9).
Además de las mencionadas, hubo otras mujeres que estuvieron vinculadas con la FFyL pero de las que existe poca información. Entre ellas se destaca Elisa Ferrari Oyhanarte, autora de Cepeda: 23 de octubre de 1859 (1909).
Perspectivas disruptivas y militantes, los aportes de las precursoras
La apelación al pasado fue necesaria en función de las demandas de la lucha por los derechos de la mujer. Las egresadas universitarias se distinguen por formular sus argumentaciones históricas con rigor académico y con respeto ante el canon metodológico. Esto resulta notorio, por ejemplo, en las ponencias y declaraciones formuladas en eventos como el «Primer Congreso Femenino Internacional de la República Argentina», auspiciado por la Asociación de Universitarias Argentinas (que se realizó entre el 18 y el 23 de mayo de 1910). Las «Proposiciones» que se plantearon, vinculadas con la situación de la mujer, tuvieron un sólido respaldo en la investigación histórica y se aprobaron por el plenario. Sus contribuciones al proceso de configuración del campo historiográfico fueron variadas.
Establecieron las bases de una perspectiva de abordaje de género de la historia americana y argentina. Heroínas americanas. Episodios, anécdotas, acciones heroicas (1910), de Elvira Reusmann de Battolla, fue una de sus expresiones más interesantes. Se trata de una guirnalda evocativa de mujeres con acción destacada en el siglo XIX en la lucha por la libertad de sus patrias. La autora reclama para ellas «toda la justicia a que se han hecho acreedoras por sus virtudes cívicas y morales» (Reusmann 1910, 6).
Plantearon una sensibilidad divergente con la hegemónica en la consideración de los acontecimientos. Una de las expresiones más contundentes en este sentido fue la propuesta de declaración formulada en el marco del Congreso Femenino Internacional, por Elvira Rawson, sobre la «Enseñanza de la historia». Argumentó que «siendo la historia de un pueblo no sólo el estudio de sus héroes y sus hechos guerreros, sino también y principalmente, el de su evolución económica, política y social», las congresales verían «con agrado que los poderes públicos encargados de la instrucción dieran a la enseñanza de este ramo su verdadera amplitud» (Asociación Universitarias Argentinas 1911, 98).
El plenario hizo suya la iniciativa y emitió una declaración. Se solicitaba destacar, en la enseñanza de la Historia, «aquellas cosas que revelen las distintas fases evolutivas de los pueblos y sociedades, más que a la narración de guerras y batallas» (Asociación Universitarias Argentinas 1911, 99). Este manifiesto constituye una expresión disruptiva con el paradigma dominante –androcéntrico, bélico y político– que excluía cuestiones relacionadas con la economía y la sociedad. Está implícita, en la propuesta de Rawson, la importancia del factor cultural, tan caro para muchas de las militantes feministas que hacían de la educación su profesión.
Hermosina Aguirre aplicó en su tesis el enfoque del materialismo dialéctico en la explicación del devenir. Formuló una crítica frontal a la mayoría de los historiadores que priorizaron en sus obras «al militarismo o a la doctrina del grande hombre, olvidando que los hechos históricos son el todo orgánico en la vida social» (Aguirre 1908, 3).
Es significativo que, a comienzos del siglo XX, estas mujeres no pudieran, a pesar de la envergadura de sus aportes, realizar carreras académicas. Podría aplicárseles la reflexión formulada por Lobato para la totalidad de las universitarias de la época: «se integraron a esos ámbitos interesadas en pensar y analizar los contornos del debate sobre la participación femenina en la política, la educación, las profesiones, la producción de conocimientos»; se encontraron con profesores varones que fungieron como padrinos, pero que no eran proclives a su ingreso a «las carreras laborales universitarias» (Lobato 2013). Correspondería a la siguiente generación, la de las «profesionales» revertir esta situación.
Profesionales
La situación de subordinación de las mujeres ralentizó su inserción en los espacios de poder académico. De todos modos, y aunque esta situación se prolongó en el tiempo, las sucesivas generaciones de profesionales articularon mecanismos de resistencia. Asumieron como un hecho de la realidad los paradigmas de «simbolización cultural» (Lamas 2013, 12) impuestos por el modelo de «masculinidad hegemónica» (Faur 2004, 23) que naturalizaba las desigualdades de género. Pero, conscientes de la historicidad de las estructuras sociales (materiales e imaginarias), fueron capaces de erosionarlas desde dentro. A partir de una inicial asunción del papel subsidiario que les correspondía, desarrollaron estrategias de supervivencia –contracción al trabajo, excelencia en las producciones, participación en la política universitaria– que desafiaron el «poder androcéntrico del saber» (Stolcke 2004, 73).
Entre las décadas de 1920 y 1960 se produjeron, en el seno del campo disciplinario, una serie de transformaciones que propiciaron el surgimiento de paradigmas disruptivos.
Si bien la gestión de los ámbitos institucionales, discursivos y conceptuales estuvo hegemonizada por varones, las mujeres ganaron paulatinamente espacios. Existen ciertos datos cuantitativos que ilustran la dicotomía existente entre la cantidad de alumnas en las Facultades que ofrecían formación en Historia y la inserción efectiva en el campo por parte de las tituladas.
En las tres primeras décadas del siglo XX, la mitad de los graduados en la FFyL de la UBA fueron mujeres. Esto «posiblemente respondiera a la formación que ofrecía la Facultad, predominado cierto perfil utilitarista orientado a la formación docente, por encima de un perfil más intelectualista, dedicado a la investigación pura» (Lobato 2013). En el curso dictado por Emilio Ravignani en 1930, estaban inscriptos 74 estudiantes, 47 mujeres y 27 hombres (Devoto 1996, 400).
Ana Carolina Arias demuestra que, entre 1922 y 1935, en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (en adelante FHCE) de la UNLP, sobre un total de 232 graduados, 177 fueron mujeres y 55 varones (2018, 65). El énfasis pedagógico de la carrera y las posibilidades de inserción laboral favorecieron que muchas mujeres optaran por la UNLP para realizar sus estudios.
Las egresadas enfrentaron diversas trabas que obstaculizaban sus carreras académicas. Debieron asumir una cierta división sexual de funciones que ofició como «mecanismo no explícito en la asignación de labores». Esto implicaba realizar tareas relacionadas con la «supuesta naturaleza femenina» (Arias 2018, 20-21) (secretarias, bibliotecarias).
La salida laboral como profesoras del nivel secundario parecía naturalmente más accesible que el acceso a cargos universitarios. Nilda Guglielmi consideraba, en una entrevista concedida a Aurora Ravina, que las limitaciones para las mujeres en el ámbito académico provenían «no de propósitos deliberados de diferenciación, sino de condicionamientos que, naturalmente, les imponen a los hombres los códigos de comportamiento masculino a que están habituados» (Ravina 1997, 518). María Amalia Duarte plantea que «no se medía con la misma vara a una mujer que a un varón cuando estaba en juego un cargo importante»; en la UNLP, por ejemplo, «hacia fines de la década de 1950, todavía se prefería a los hombres para ocupar la titularidad de las cátedras» (Ravina 1997, 517).
Gracias a un informe elaborado por Emilio Ravignani en 1946, se sabe que en el Instituto, del cual era director, trabajaban tres mujeres: Amalia Fanelli, María del Junco de Nerone y María de Olmedo. Ninguna tenía formación específica en Historia. El propio Ravignani las preparó en .estudios paleográficos para la lectura de documentos de los siglos XVII a XIX para su copia e interpretación. y en los tecnicismos .de la corrección de pruebas de imprenta» (Ravignani 1946, 144).
Recién en la década de 1960 comenzó a materializarse la inserción integral de las mujeres, como agentes con protagonismo efectivo –aunque en número limitado–, en el campo historiográfico. Este proceso puede reconstruirse mediante indicadores obtenidos a partir de la participación en reuniones científicas y a través de la inserción en instituciones académicas.
Los eventos ofrecieron un marco favorable para que las historiadoras pudieran presentar los resultados de sus indagatorias. Es interesante examinar, brevemente, la participación femenina en dos congresos de historia de América realizados en Buenos Aires en 1937 y 1960.
Al II Congreso Internacional de Historia de América (5 al 13 de julio de 1937) concurrieron 5 mujeres en un total de 90 historiadores argentinos; la cantidad fue exigua y la participación se limitó a la presentación de ponencias. En 1960, entre los días 11 y 17 de octubre, se celebró el III Congreso, participaron 19 mujeres en un total de 243 delegados argentinos; menos de la mitad presentaron ponencias y solo dos integraron alguna de las subcomisiones académicas organizadoras (Academia Nacional de la Historia 1961). En los 23 años transcurridos entre ambos eventos la presencia femenina pasó del 5,5% al 7,8% del total de asistentes argentinos. Si bien el incremento es pequeño, resulta evidente que había más mujeres interesadas y con posibilidades de participar.
Otra vía para examinar la integración de mujeres en las estructuras del campo es la de su incorporación a instituciones corporativas y centros universitarios.
Aurora Ravina realizó un pormenorizado estudio (1997) sobre la integración de mujeres en la ANH. Recién en 1964 ingresó una argentina, Beatriz Bosch. Posteriormente lo harían María Amalia Duarte (1977) y Daisy Rípodas Ardanaz (1980). El flujo de ingresos femeninos aumentó a partir de la década de 1990. La posma incorporación de historiadoras coincide, en líneas generales, con la situación que se daba en las universidades, aunque estas se desacoplaron en la década de 1960. Con el ingreso de Bosch se percibe que la Academia «se hizo eco de lo que sucedía en los otros sectores del universo cultural», que no habían hecho «más que responder a la incitación de un fenómeno que era general en la sociedad. Se comenzaba a aceptar, a pasos acelerados, a las mujeres como actores sociales en el ámbito público» (Ravina 1997, 525-526).
En el caso de las universidades, las mujeres se desempeñaron inicialmente en funciones que eran una prolongación de las domésticas y de su rol de objetos estéticos (Bourdieu 2000, 69). Si en el seno del hogar se encargaban de la «gestión de la imagen pública y de las apariencias sociales» (Bourdieu 2000, 69) de los miembros de la familia, en el ámbito laboral también debían desempeñar ese rol.
A las historiadoras les resultó muy difícil superar esas trabas. El proceso de emancipación de la servidumbre pautada por las diferencias sexuales en el trabajo fue lento. Esa evolución fue posible, entre otros factores, gracias al surgimiento y consolidación de algunos núcleos de docencia e investigación que contaron con importante presencia de mujeres.
En la FHCE de la UNLP pueden distinguirse, según la evidencia reunida hasta el momento, dos generaciones de historiadoras. La primera estuvo influida por Levene y Carbia, y la integraron María Ofelia Elicabe, Noemí Godoy Cáceres, María Mercedes Primarino, Palmira Bollo Cabrios, Lola Benzrihem y Guillermina Sors de Tricerri, entre otras. La segunda se formó bajo el magisterio de Enrique Barba y Carlos Heras, y María Amalia Duarte fue una de sus representantes más destacadas.
De las integrantes de la primera generación se conoce poco. María Ofelia, Noemí y María Mercedes participaron de un seminario dirigido por Carbia, que culminó con la publicación de un libro denominado El valor testimonial de cuatro cronistas americanos: Funes, Rui Díaz, Las Casas y Acosta (Buenos Aires, 1929). Lola se tituló como profesora en Historia, Geografía e Instrucción Cívica en la FHCE y realizó algún curso del doctorado en Historia. Se dedicó a la enseñanza en el nivel secundario. Publicó algunos artículos y libros
Guillermina Sors se graduó en la UNLP. Fue «la única mujer que formó parte del grupo fundador (en 1932) del Centro de Estudios Históricos. Se dedicó, durante toda su trayectoria, al estudio de los pueblos de la provincia de Buenos Aires» (Duarte 1995, 291) y realizó una práctica historiográfica integral. Trabajó varias décadas en el Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires. Las investigaciones realizadas en ese repositorio se divulgaron en opúsculos publicados por la propia institución, entre los que se destacan: El puerto de la Ensenada de Barragán, 1727-1810 (1933), y un trabajo referencial como Quilmes colonial (1937). Integró el equipo de colaboradores que, bajo la dirección de Levene, publicó a partir de 1940 la Historia de la Provincia de Buenos Aires y formación de sus pueblos (1940-1941).
María Amalia Duarte fue una de las exponentes más ilustres de la segunda generación de historiadoras de la UNLP. Tuvo una destacada carrera profesional que le permitió, entre otros logros, ser elegida miembro de número de la ANH (1977). La ceremonia de incorporación se realizó el 11 de setiembre de 1979. En la apertura del acto, Enrique Barba confesó estar emocionado y satisfecho «al presentar a una exalumna que tantas satisfacciones me ha dado como egresada de la Facultad de Humanidades de La Plata, como profesora de la misma, como doctora, publicista y ahora académica» (Barba 1979, 141). Su carrera profesional comenzó en la década del 1950 en La Plata –donde ejerce el doble rol de docente y «Secretaria Técnica del Departamento» (Allende 1979, 141)– y en el Instituto Superior del Profesorado «Dr. Joaquín V. González». Trabajadora incansable, especializada en historia argentina y de Entre Ríos, expuso los resultados de sus indagatorias en múltiples publicaciones.
En el contexto de la década de 1960 se formaron en La Plata varias historiadoras que se convertirían en referentes de la historiografía argentina. Su estudio escapa a los límites de este trabajo, pero debe mencionarse a Noemí Girbal-Blacha como una de las representantes más destacadas.
En el proceso de incorporación de mujeres en los cuadros de la FFyL de la UBA se reconocen dos momentos importantes que se articulan en torno a las figuras de Claudio Sánchez Albornoz y de José Luis Romero. Sánchez Albornoz realizó importantes aportes en la promoción de los estudios sobre el medioevo. Contribuyó a formar a un conjunto de discípulas entre las que figuran Nilda Guglielmi, Hilda Grassotti, Carmen Carlé, Irene Arias, Adriana Bo y Elena Guerrero. Sánchez Albornoz les sugería temas, les facilitaba fuentes y contactos en el exterior. Algunas tuvieron carreras relevantes. Hilda Grassotti, por ejemplo, obtuvo en 1964 el «Premio concedido por el Centro Internazionale di Studi sull Alto Medioevo» de Spoleto «por su tesis doctoral titulada Las instituciones feudo-vasalláticas en León y Castilla, (s. X al XIV)” (Ríos 2018, 262).
El segundo momento coincide con la labor de José Luis Romero en el marco de la Cátedra de Historia Social General, creada en 1957. Esta se transformó en ámbito fundamental de la renovación historiográfica y reunió, en un su seno, a un importante grupo de especialistas entre los que se destacaron Reina Pastor, Haydée Gorostegui y Nilda Guglielmi. Animado por la tradición de los Anales en cuanto al interés de la «historia económico-demográfica» (Devoto y Pagano 2009, 377), el grupo desarrolló una intensa actividad. Reina y Haydée tuvieron la oportunidad de realizar estancias de investigación en Francia. Uno de los proyectos implementados, el referido a «Materiales para el estudio del progreso económico y social de la Argentina», permitió la participación de Haydée en el equipo de dirección y la incorporación de «jóvenes investigadores procedentes de Sociología» (Devoto y Pagano 2009, 378) como Susana Torrado.
En la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán se dio un fenómeno curioso, similar al acaecido en la UBA. Se organizó un grupo de historiadoras en torno a Roger Labrousse, un exiliado francés (especialista en historia de las ideas, filosofía política y del pensamiento español) que arribó a Tucumán en 1943 y permaneció allí hasta su muerte, en 1953. Fue director del Departamento de Historia y profesor de varias asignaturas relacionadas con la historia general (Historia Antigua, Medieval). Durante su gestión formó un grupo de discípulas integrado por María Victoria Dappe, María Eugenia Valentié, Selma Agüero, Matilde Raffo de Avellaneda y María Elena Vela de los Ríos.
En otras universidades los itinerarios de las historiadoras fueron variados y respondieron a lógicas diversas.
En la Universidad Nacional del Litoral (en adelante UNL) tuvo un rol pionero Beatriz Bosch, graduada en Historia y Geografía en la Facultad de Ciencias Económicas y Educacionales (1931). Fue docente en el Instituto Nacional del Profesorado de Paraná y en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNL. Tuvo una carrera extensa y exitosa.
En 1962 se formó, en el seno de la FFyL de la UNL, un grupo pujante cuando Nicolás Sánchez Albornoz asumió la dirección del Instituto de Investigaciones Históricas. El español creó un equipo de trabajo «que investigó sobre la población del valle de Santa María, en la encrucijada de las actuales provincias de Catamarca, Tucumán y Salta, desde fines del siglo XVIII hasta fines del XIX» (Devoto y Pagano 2009, 389).
En la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba se generó otro grupo renovador en torno a Ceferino Garzón Maceda, director del Instituto de Estudios Americanistas (entre 1957 y 1966). En el marco de su gestión se formaron Hilda Iparraguirre y Ofelia Pianetto, autoras de La organización de la clase obrera en Córdoba, 1870-1895 (1968). En la Facultad de Ciencias Económicas, Garzón coadyuvó a la formación de un nuevo grurpo de profesionales, entre los que se destacó Silvia Palomeque. A partir de 1960 se formaron en la misma institución, orientadas por Carlos Segreti, Beatriz Moreyra y Norma Riquelme de Lobos, entre otras, de destacada actuación en décadas posteriores
En diversas provincias, al margen de la inserción en grupos académicos, hubo otras historiadoras que realizaron aportes interesantes. Su mención trasciende los límites de este trabajo.
Estrategias de supervivencia, la petite histoire de Alicia Vidaurreta
El desempeño de funciones universitarias, en calidad de docentes e investigadoras, fue un factor fundamental para la inserción efectiva de las historiadoras en el campo profesional. Para lograrlo debieron enfrenar múltiples dificultades y desarrollar diversas estrategias. Las fuentes epistolares brindan valiosa información para conocer sus itinerarios. Es interesante evocar, brevemente, y a cuenta de futuras indagatorias, las reflexiones y emociones expuestas por Alicia Vidaurreta, una de las protagonistas de aquel proceso, en su correspondencia con el uruguayo Juan Pivel Devoto.
Alicia fue alumna de Pivel en un curso sobre historia del Uruguay que este dictó en 1959 en la UNLP. Cuando se conocieron, la argentina era docente en escuelas secundarias y del Instituto Superior del Profesorado. Debido a la empatía personal y a su interés por la historia rioplatense, recurría frecuentemente a Pivel para solicitarle asesoramiento bibliográfico y patrocinio en instancias concursables. La correspondencia entre ambos refleja los avatares, expectativas y angustias de una mujer por obtener un lugar en la corporación de historiadores.
En una misiva, al comentar sus vivencias en el marco del Congreso de Historia de América de 1960, le confiesa al uruguayo que sintió profunda emoción cuando un congresista la llamó «digna discípula de Pivel Devoto» (Vidaurreta 1960, 246).
Existe, en el discurso de Alicia, una clara apelación a la estrategia discipular como recurso de legitimación simbólica, a través del peso epistemológico y funcional de un referente en el ámbito rioplatense como Pivel. Evidencia una internalización de las «virtudes negativas de abnegación, resignación y silencio» (Bourdieu 2000, 38), tradicionalmente aceptadas por las propias mujeres y que terminan por naturalizar la violencia simbólica.
En el marco de una serie de reflexiones sobre la publicación de su libro sobre Juan Carlos Gómez expresa:
Me parece un sueño que vaya a la imprenta. Recuerdo la emoción con que lo puse en sus manos, pero ahora sin que me vea la cara, debo confesarle que estuve a punto de abandonarlo varias veces, en aquellos períodos de depresión que pasé. Si no lo hice fue pura y exclusivamente por Ud., siguiendo su ejemplo de voluntad tremenda e indoblegable y en cumplimiento de una promesa que hice en un tren viniendo de La Plata. Sus palabras, su amistad y su compañía en aquel año 1959, es algo que jamás olvidaré. Encontré en ellas todo lo que me faltaba por otro lado, la comprensión y el afecto que mi padre no quiso o no supo brindarme. Ellas fueron las que alentaron mi modesto trabajo de aprendiz. A ellas se lo dedico fervorosamente y en homenaje al gran maestro que tuvo siempre para conmigo generosidad y paciencia, y que con su tacto y afecto, supo no hacerme sentir tan ignorante (Vidaurreta 1962, 111).
Puede intuirse, en las reflexiones de Alicia, una cierta reproducción en el vínculo con su maestro de esquemas relacionales de carácter familiar, expresados en los vínculos de marido-esposa o padre-hija. La «voz del padre» –la autoridad paterna, la guía viril de un agente experto– las saturan de contenido simbólico. Revelan las estructuras que condicionaban el comportamiento y el status de las mujeres en el campo profesional.
Hasta qué punto las reflexiones y comentarios formulados por Alicia eran sinceros nunca se sabrá. Lo cierto es que, su aceptación de la división de roles y funciones le generó la simpatía del maestro, su apoyo para obtener, por ejemplo, el cargo de investigadora de carrera del Consejo de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina y para proyectarse profesionalmente. Esa aceptación, aparente o real, de los «roles naturales» que le correspondían en función de su sexo, constituyó una verdadera estrategia de supervivencia.
Las investigadoras profesionales y sus contribuciones en la emergencia de la Nueva Historia
Entre las décadas de 1950 y 1960 se crearon condiciones propicias para que las historiadoras pudieran vivir de la indagatoria del pretérito y, por ende, desempeñar un rol más activo en la estructuración del campo disciplinario. Su historia es la de las luchas para superar las trabas impuestas por las estructuras patriarcales que regían la división sexual de tareas académicas.
Estas profesionales fueron protagonistas –a través de su labor en grupos de investigación, la publicación de sus trabajos y la docencia– de la articulación de la Nueva Historia que transformó definitivamente las prácticas. Lo hicieron, fundamentalmente, con la aportación de una mirada alternativa e interdisciplinaria que, en los hechos, coadyuvó a forjar una comprensión más completa del pasado nacional.
En una evocación autobiográfica, referida al período en que comenzó su formación, Dora Barrancos comenta:
En 1962, luego de cursar el ciclo introductorio para el ingreso en la Facultad de Filosofía y Letras, ya estaba inscripta en Sociología. ¿Por qué Sociología, (…)? Mientras me reorientaba después del malogrado tránsito por Derecho, alguien (…) me dijo que debía inscribirme en Sociología porque el carácter de las argumentaciones y los intereses que defendía me hacían apta para 'la nueva carrera que propone estudiar científicamente a la sociedad'. Las materias de Sociología y de otras disciplinas de la Facultad (…) fueron de crucial significado. (…), pero las palmas se las llevaba Historia Social General bajo la batuta del notable José Luis Romero. (…) La idea de hacer conversar sociología e historia fue para mí perdurable (Barrancos 2019, 28- 30).
Esta evocación es mucho más que una anécdota. Está formulada por una académica consagrada, militante feminista que encara el estudio de la historia con perspectiva de género y como instrumento para comprender tanto las modalidades de subordinación de las mujeres, como las estrategias y acciones en pro de su emancipación. Debe valorarse como una reflexión de carácter autobiográfica en la que autora, narradora y personaje interactúan y se retroalimentan. Barrancos cuenta su incorporación a la vida universitaria en un momento particular de la lucha de las mujeres por sus derechos y se cuenta como persona, como mujer partícipe de aquellas aspiraciones y reivindicaciones colectivas. Su vida ilustra sobre la vida de tantas que han permanecido invisibilizadas.
La historiadora refiere a uno de los fenómenos fundamentales en el desarrollo de la Nueva Historia como fue el carácter interdisciplinario de las indagatorias que comenzaban a realizarse y que tenían uno de sus epicentros en la Cátedra de Historia Social General de Romero. En ese ámbito académico y en esa línea de investigación hubo investigadoras como Haydée Gorostegui y Susana Torrado, quienes favorecieron el intercambio entre disciplinas como la Historia, la Sociología y la Demografía.
En la misma línea, pero en la Universidad Nacional de Rosario, debe destacarse la labor de Ofelia Cabañas y Beatriz Rasini, quienes participaron en el proyecto sobre la población del valle de Santa María. Fue una pesquisa innovadora que puso en diálogo la Historia y la Demografía.
No se trató exclusivamente de aportes interdisciplinarios con las pujantes ciencias sociales. También se materializaron algunas modalidades fecundas de diálogo con las humanidades tradicionales, como fue el caso de las historiadoras de la Universidad Nacional de Tucumán. María Victoria Dappe y María Eugenia Valentié, entre otras, se formaron en un paradigma particular, impuesto por Labrousse, que suponía una base de conocimiento integral en Historia, Literatura y Filosofía, una suerte de interdisciplinariedad humanística que enriquecía y complejizaba la indagatoria del pretérito.
Conclusión
Los resultados que se presentana fueron formulados desde una perspectiva generalista. Quedan esbozadas, debido al carácter exploratorio y panorámico de la pesquisa, un conjunto de cuestiones que serán problematizadas y analizadas en estudios posteriores.
La incorporación de mujeres en el campo historiográfico argentino se efectivizó durante la primera mitad del siglo XX. Fue un proceso lento, trabajoso y plagado de dificultades en el que debieron desarrollar un conjunto de estrategias que les permitieran (a costa de grandes esfuerzos) revertir el «efecto Matilda» (Rossiter 1993) –en y sobre la historiografía argentina– y sobrevivir en el contexto de los «lugares asignados» por el orden patriarcal. Fueron capaces de operar desde dentro para mejorar sus posiciones y abrir posibilidades de acceso a otras mujeres.
Especialmente en las décadas de 1950 y 1960 se aprecia una evolución significativa en la incorporación y acción de las mujeres en los espacios de docencia e investigación. Culminaba entonces un largo período en el que fueron erosionando el modelo de masculinidad hegemónica en los ámbitos académicos.
Las precursoras lo hicieron desafiando algunos postulados epistémicos. Propusieron una perspectiva de género para el abordaje de la historia americana y argentina. Articularon un relato disruptivo con el paradigma androcéntrico que superó la impronta viril (bélica y política) a través de enfoques socioculturales y –en algunos casos– proclives al materialismo dialéctico. En la lucha por reivindicar sus derechos políticos y sociales, intelectuales como Ángela Menéndez, Ana Mauthe, María Atilia Canetti y Juliane A. Dillenius, derribaron paulatinamente muros, lograron acceder a la titulación universitaria y ganar más espacios en el sistema educativo.
Las profundas transformaciones que se produjeron en Argentina a mediados del siglo XX contribuyeron a un cambio significativo en la situación de las mujeres en general. El derecho al sufragio, el aumento de la participación política y el ingreso masivo al mercado laboral son algunas de sus conquistas más importantes. Estos logros tuvieron su correlato en el ámbito universitario, tal como se prouró demostrar en términos cualitativos (carácter de las investigaciones emprendidas, rigurosidad heurística, naturaleza de los cargos a los que accedían) y cuantitativos (aumento del ingreso de mujeres a los centros superiores de formación en historia, incremento de la participación en eventos académicos).
Con paciencia y modalidades de resistencia persistentes, las historiadoras pusieron en evidencia la artificialidad de la naturalización de las desigualdades de género y, por ende, de los roles que «naturalmente» les corresponderían a varones y mujeres. Intelectuales como Guillermina Sors de Tricerri, María Amalia Duarte, Noemí Girbal-Blacha, Nilda Guglielmi, Hilda Grassotti, Alicia Vidaurreta y Dora Barrancos, entre otras, desafiaron –con astucia y diversos grados de intensidad– el «poder androcéntrico del saber» (Stolcke 2004, 73) y la –supuesta– «eternización relativa» (Bourdieu 2000) de la división sexual del trabajo. Fueron capaces de deconstruir la performatividad de género (Butler 2002) al demostrar el carácter endeble de sus estructuras discursivas, normativas y tabuizantes. Lo hicieron gracias a una triple estrategia: como mujeres que estudiaban la historia, con la explicitación del rol de sus congéneres en el devenir y mediante la conquista de posiciones académicas.
Una de las grandes contribuciones de las profesionales fue subsanar, parafraseando a Scott (2008), el «registro incompleto del pasado» y colaborar en su necesaria reescritura; es decir, comenzaron a revertir la subordinación integral de las mujeres en la historia y en la historiografía de Argentina.